Los estados subjetivos
Hay que distinguir la verdad de otras nociones semánticamente próximas con las que se puede confundir, por ejemplo, la certeza. La certeza es un estado subjetivo de la mente; es la seguridad o firmeza que tiene el sujeto cuando afirma algo. En cambio, la verdad no es un estado subjetivo; no es tuya ni mía, como sí lo es la certeza, o su contrario, la duda, o la opinión. Toda opinión es una pretensión de verdad, mas, como toda pretensión humana, puede cumplirse o no en aquello que pretende. Alguien puede tener algo por verdadero y realmente no serlo; tenerlo por verdadero es compatible con estar equivocado. Igualmente el error es de quien lo comete. Mi opinión errónea no es mi verdad, sino mi error.
Certeza, opinión, error son del sujeto que juzga sobre las cosas, pero la verdad es, ante todo, de las cosas, y secundariamente del juicio que les hace justicia. Nuestras representaciones son verdaderas no por ser nuestras, sino por hacer justicia a la realidad.
El desprecio a la verdad, del que hablé en el capítulo anterior, es un fenómeno extraño, con causas muy complejas. Entre ellas figura confundir verdad con certeza, el lenguaje de las cosas con el nuestro, que a veces se convierte en verborrea autorreferencial. Aunque de forma explícita o implícita implique siempre al sujeto, la verdad no es un estado subjetivo sino una forma de justicia. La verdad no es del sujeto; más bien es el sujeto el que está llamado a hacer justicia a la realidad diciéndola como es. La verdad fundamentalmente es de la realidad, y formalmente del enunciado subjetivo que se le somete. El asunto del que nos ocuparemos en lo que sigue es distinguir con la mayor precisión posible, en un enunciado, su contenido veritativo de los diversos estados subjetivos en que puede hallarse quien lo declara.
La certeza, la duda, la opinión, o el error son de alguien, pero la verdad de un juicio no es, propiamente, de quien lo enuncia. Para mostrarlo vale la pena traer una distinción en la que han reparado filósofos de estirpe fenomenológica, a saber, la que establecen entre el contenido proposicional de un enunciado y la fuerza asertiva con que se enuncia. La verdad de un juicio no descansa en la adhesión subjetiva ni en el énfasis que se ponga al expresarla. A veces se puede decir de forma irracional algo que, en cambio, está muy puesto en razón, algo muy sensato.
Aunque hoy es fácil confundir estas cosas, esto último es intuitivo para quien le retiene una mínima atención. Es importante no confundirlas para mantener la salud mental, y es crucial en nuestra profesión. No vamos a hacer más verdadero lo que decimos si lo decimos gritando, ni nosotros ni nadie. Los docentes hemos de ser –y parecer– muy amigos de la razón, de la palabra, que es nuestra herramienta esencial de trabajo, no la fusta. Se trata de un imperativo intelectual, y en nuestro caso también profesional. Nuestra dicción ha de ser convincente, persuasiva, no impositiva ni dogmática[1]. Mas en cualquier caso la validez de lo que decimos es por completo independiente de la forma en que lo decimos.
Distinguir lo que un enunciado propone de los énfasis que añade quien lo enuncia nos conduce a otra observación interesante. Sin que la verdad de lo que digo –caso de que sea verdadero lo que digo– experimente incremento ni decremento alguno por el hecho de que sea yo quien lo dice, el énfasis con el que lo digo sí puede ser mayor o menor: puedo decirlo con mucha convicción, o plantearlo en forma interrogativa, expresando así una duda, que es lo contrario de la certeza o convicción. También puedo proponerlo como mi opinión, que es un estado intermedio entre la certeza y la duda y, como tal, tiene algo de ambas, a saber, es una convicción atenuada por el temor a equivocarme. Quien expresa su opinión plantea una pretensión de verdad, pero lo hace con cierta reserva, admitiendo la posibilidad de que la opinión contraria a la suya pueda estar mejor fundada. El que opina no está completamente «firme». Aunque opinar algo es «afirmarlo» y, por tanto, tenerlo por verdadero, es un tener que aún es frágil, más tenue que tener por verdadero lo que tiene quien está completamente seguro.
Certeza
Como vemos, la fuerza asertiva admite diversos grados de intensidad. Kant propone una clasificación tripartita de los enunciados en función de la convicción mayor o menor con la que se proponen: apodícticos, asertóricos y problemáticos. Según el maestro alemán, así como la pregunta expresa una duda,
- los juicios apodícticos vierten un saber,
- los asertóricos una creencia,
- y los problemáticos una opinión.
En los tres casos se trata de algo que tenemos por verdadero, pero con un nivel de convicción subjetiva que varía según se trate, respectivamente,
- de algo de lo que estamos absolutamente seguros con nuestra propia razón,
- de algo de lo que estamos ciertos, pero con una seguridad, digamos, tomada en préstamo de los usos y costumbres en los que hemos crecido –es lo que en nuestro entorno se tiene por seguro–,
- o bien si se da el caso de una garantía no total de algo que pensamos, pero albergando el temor de que pueda ser de manera distinta a como lo pensamos.
Los lógicos medievales proponían otra clasificación de los grados de certeza que distinguía tres. De mayor a menor intensidad: certeza metafísica, certeza física y certeza moral.
- La certeza metafísica es la que se tiene de una verdad absolutamente necesaria, derivada de axiomas incontrovertibles o principios completamente primeros (por ejemplo, que el todo es mayor que la parte, o que no es posible que el no-ser sea, o que un círculo sea cuadrado).
- La certeza física es la que cabe tener de una verdad que se cumple como consecuencia de una ley física (natural), que cuenta con una necesidad relativa. Por ejemplo, tengo certeza física de que, si lo suelto, se caerá el bolígrafo que en este momento sostengo en la mano. Se trata de una certeza relativa, pues eso ocurrirá tan solo si estamos en un sistema gravitatorio, y las leyes físicas se cumplen con una necesidad que es a su vez relativa, compatible con la contingencia –la condición de lo que es pero podría no ser–, dado que podríamos estar en un entorno no gravitatorio, o incluso en uno en el que, teniendo la gravedad vigencia, ocurriera un milagro –algunos han ocurrido– que dejara momentáneamente en suspenso una ley física, o química, o biológica.
- La de grado inferior es la certeza moral, la que tenemos de que algo ocurrirá si no deja de cumplirse lo usual y acostumbrado en el vivir humano y en el trato ordinario entre los hombres. Por ejemplo, tengo certeza moral de que un amigo mío no me engaña, o que mi esposa me es fiel.
Dicho en forma negativa, lo que se opone a la certeza metafísica es imposible, lo opuesto a la certeza física es improbable, y lo contrario de lo que sabemos con certeza moral es infrecuente, inusual. Que lo imposible no es, lo sabemos con seguridad absoluta. Con una seguridad grande, aunque no absoluta, sabemos que se cumplen las leyes físicas, aunque puede haber excepciones. Que algo ocurre porque es lo normal –es lo que ordinariamente suele cumplirse entre humanos– lo sabemos con certeza moral, que es la más frágil de todas.
En la clasificación kantiana –la que el maestro alemán establece entre enunciados apodícticos, asertóricos y problemáticos– no queda tan claro algo que sí es diáfano en la tradición aristotélica, y sobre todo en la fenomenológica: la distinción entre la fuerza subjetiva con que afirmamos y el contenido objetivo de la afirmación. «Esta mesa es marrón» podemos decirlo, bien con plena rotundidad, o bien poniéndolo entrecomillado, o entre interrogaciones… Pero la verdad de ese enunciado está en otro orden que la situación en la que se halla el sujeto en cualquiera de esos casos.
La verdad de un juicio no depende de la convicción con la que se expresa, sino de lo que enuncia, sea quien sea el que lo enuncie y cualquiera que sea su estado de ánimo. Tan solo depende de si lo que dice hace justicia a la cosa en cuestión, con entera independencia de los énfasis que pueda añadir al pronunciarlo quien lo diga, incluida la mayor o menor convicción que delate la manera de decirlo. La verdad no es algo relativo a mis manías o a mis meninges, a mis dudas o a mis fanatismos: es algo propio de la estructura misma de lo dicho, no del modo en que se dice. Análogamente, con independencia de la eventual sinceridad con que se exprese, la falsedad es el estado de la mente que no se corresponde con el estado de cosas que pretende reflejar, y que, si no hace justicia a la realidad, no refleja realmente, aunque lo pretenda. Lo grite o lo susurre, me adhiera más o menos, mi juicio es verdadero si hace justicia a las cosas de las que habla.
En definitiva, la verdad no es de nadie, pero el error sí: de quien lo comete; la opinión, de quien la profesa o expone en la discusión, al igual que la certeza y su contrario, la duda. Todos estos sí son estados de alguien.
Duda y error
La duda es lo contrario de la certeza, pero es frecuente que alcancemos certezas precisamente saliendo de dudas, despejando incógnitas, confirmando hipótesis, encontrando respuestas a preguntas que nos hacemos. La pregunta verbaliza esa coyuntura subjetiva que es la duda. Si se puede describir la certeza como el estado de la mente que se adhiere firmemente al contenido declarativo de un enunciado, sin ningún temor a errar, habrá que decir que la duda es falta de firmeza (infirmitas), déficit de aplomo suficiente para aseverar o enunciar. Esa carencia de seguridad nos lleva a una situación de perplejidad, a no saber a qué atenernos. En latín, dubium procede de duo, dos; se refiere a lo que los lógicos medievales denominaban dilema cornudo, con dos cuernos o salidas, ante el que no se termina de ver razón suficiente para inclinarse por una o por otra. Tal indecisión se debe a no saber por dónde tirar, y es la característica psicológica de la incertidumbre: el que duda no se atreve a afirmar ni a negar; no se decide a juzgar.
Pues bien, si la certeza es firmeza, firmitas, la duda es in-firmitas, enfermedad. Naturalmente, no quiero decir que el que duda padezca un morbo psiquiátrico; sencillamente que quien duda vacila, no está firme.
El carácter subjetivo de la duda se sustenta en la posibilidad de que un enunciado cierto –que subjetivamente convence a quien lo formula– proponga algo que después se manifiesta falso. Tenemos abundante experiencia de estar convencidos, equivocadamente, de que algo es verdad. Al desmentirse ese error –al caer en la cuenta de que efectivamente era un error– podemos tener la dolorosa vivencia del desengaño, de constatar que hemos incurrido en un error. Mas aunque pueda doler, el desengaño es bueno, pues supone librarse del engaño, que es malo. Probablemente la experiencia de corregir nuestros errores constituya el manadero de los aprendizajes humanos de más alta categoría. El fracaso provee la principal fuente de sabiduría vital.
Cuando se dice aquello de que «la edad es un grado», como queriendo señalar que quien ha vivido más tiempo es más sabio, habría que matizar: quien ha vivido mucho tiempo ha tenido más oportunidades de rectificar errores; será más sabio si las ha sabido aprovechar. Es humano equivocarse (errare humanum est), mas también lo es corregirse. En sentido estricto, no se aprende del error, sino de corregirlo, bien que, como es lógico, no se puede sacar la pata sin haberla metido antes. Alguien más viejo tan solo ha tenido más ocasiones de enmendarse, pero si en vez de aprovecharlas reconociendo sus errores se mantiene pertinazmente en ellos, sin corregirse ni dejarse corregir, no será más sabio sino, por el contrario, más necio. Por otra parte, la gente que no reconoce sus errores ni trata de rectificarlos suele ser bastante inaguantable.
Corregir forma parte de nuestro trabajo como educadores. No hacemos un favor a las personas que atendemos si no les ayudamos a rectificar cuando hace falta, i.e. si no les decimos que lo han hecho mal cuando es verdad que lo han hecho mal. Delata una ceguera descomunal prohibir a los profesores poner suspenso, como vienen haciendo últimamente ciertas leyes y reglamentos del sistema escolar. Cuando un alumno no ha rendido lo que podía o debería poder rendir en sus trabajos y pruebas académicas, es absurdo prescribir a sus profesores que convaliden un trabajo insuficiente, o mal hecho. Decirle que «progresa adecuadamente» cuando no da la talla es engañarle, y eso es algo que nunca puede hacer un profesor.
No sé qué tiene que ocurrir para que entren en razón quienes hacen las leyes educativas, que parecen no haber agarrado jamás la tiza. Da la impresión de que sobre asuntos educativos legislan quienes no tienen hijos/alumnos, o lo hacen sin pensar en los que tienen: desde luego, nunca harían eso con los suyos. Dibujan jardines plagados de columpios y mariposas –maravillosos diseños ficticios, como el país de Alicia–, que nunca aplicarían en su casa/aula. Son descerebradas, delirantes y completamente ayunas de sentido común las leyes que prohíben a los profesores «suspender», i.e. aplazar su juicio aprobatorio hasta que se pueda emitir un dictamen que convalide el trabajo de quien se ha esforzado más que antes. Si se le dice, cuando eso no es verdad, que ya lo hace bien, o que ha hecho lo suficiente, se comete un fraude, al interesado y a la sociedad.
Es ciego no reconocer los errores y no tratar de corregirlos. Se puede corregir sin humillar, de manera que se aliente al corregido a seguir intentándolo hasta alcanzar la meta que se le propone, a redoblar el esfuerzo por hacerlo mejor. Es parte de nuestra tarea, como también lo es reconocer el mérito cuando lo hay. Frecuentemente un alumno se esfuerza y no llega a dar la talla. Sin desanimarle, hay que decirle que lo intente de nuevo otra vez, o las veces que sean necesarias. Lo contrario es una estafa.
Suspender siempre representa una tarea molesta, sobre todo para el profesor. No es plato de gusto para nadie tener que corregir; es más costoso que ser corregido, aunque a veces esto también cueste. Ahora bien, siempre son las personas que nos quieren bien las que nos ayudan a corregirnos. No se debe privar injustamente a los alumnos de una fuente fundamental para su aprendizaje. Quienes no aprenden a tolerar el fracaso de sus tentativas infructuosas, o insuficientes –sin «tirar la toalla», como dicen los deportistas– realmente no aprenden nada del grueso mollar de la vida, que está repleta de eso. Si alguna vez sale adelante un «triunfo», habrá sido después de fracasar mucho y no perder el aliento.
El papel del error en la praxis y la relatividad del bien
La experiencia de rectificar pone claramente de relieve que certeza y verdad no son lo mismo, pues a veces incurrimos en errores estando seguros de que son verdad. Al manifestarse como tales errores, queda claro que la seguridad con la que nos manteníamos en ellos era una certeza errónea, y precisamente de ella nos libramos al corregirlos.
Además de la posibilidad de una certeza errónea, el carácter subjetivo de la certeza hace posible que esta pueda darse según grados de intensidad diversa, i.e. que haya certezas más seguras, sólidas o consolidadas, valga decirlo, y otras más frágiles, cosa que no tendría sentido decir de la verdad. La gradación se da en la certeza, no en la verdad. La verdad (lógica) no es más o menos verdadera. Una ecuación matemática, por ejemplo, no es más o menos verdad. Si es verdad que
a) 2 + 2 = 4, eso significa que es una verdad absoluta, en el sentido de que cualquier alternativa es absolutamente falsa. Sería tan falso decir que
b) 2 + 2 = 5, como decir que
c) 2 + 2 = 50.
Ningún matemático diría que, por estar esta ecuación (c) más lejos de la primera (a), que es la verdadera, resulta más verdadera que b), o que b) es menos falsa que c).
Ahora bien, la exactitud tan solo puede pretenderse en las ecuaciones matemáticas o, en general, en los enunciados de tipo teórico o especulativo, i.e. los que reflejan, si son verdaderos, cómo son las cosas, o si son. En los enunciados de tipo práctico –los que tratan de dar luz sobre la práxis, la acción humana– habría que decir algo distinto. La realidad es la que es, mientras que la acción que es objeto del discurso práctico –la que este ilustra como más razonable ejecutar, como la mejor opción– está por hacer, y esto implica que puede llegar a ser de una forma o de otra. No necesariamente hay una única forma buena de actuar. En el discurso práctico –el referido a la praxis en todo el amplio margen del obrar humano susceptible de mejora o empeoramiento–, que una proposición sea verdadera –i.e. una buena solución a una alternativa práctica– no excluye las alternativas como falsas, como sí ocurre con las ecuaciones matemáticas. Puede haber varias opciones buenas, justas, eficaces para resolver cuestiones éticas, políticas, económicas, jurídicas. Tal vez entre las buenas opciones posibles quepa detectar que hay una que es más eficaz aquí y ahora (hic et nunc), y por tanto que es una mejor solución a este problema, o que es la mejor alternativa en un dilema concreto.
Los valores lógicos que entran en juego en el discurso práctico no son solo «verdadero» / «falso». Entre ambos extremos hay toda una gama de valores intermedios que van desde lo más ajustado a lo más prudente o conveniente aquí y ahora, pero quizás en otras circunstancias habría soluciones distintas que fuese más oportuno aplicar. La flexibilidad hermenéutica que exige atender contextos variados y variables –que desde luego no juega papel alguno en las ciencias exactas–, en el debate práctico resulta, sin embargo, imprescindible.
La dificultad de la discusión práctica estriba precisamente en que la decisión no es entre el bien y el mal sino entre lo bueno y lo mejor. La «decisión» entre el bien y el mal no es realmente decisión alguna, toda vez que no presenta ningún carácter dilemático. En efecto, resulta meridianamente claro para la inteligencia práctica que, como lo expone un célebre adagio latino, el bien es lo que hay que hacer y procurar, mientras que el mal es lo que se debe evitar: bonum est faciendum et prosequendum, malum vitandum. No se nos podrían presentar como elegibles opciones distintas en las que no pudiéramos encontrar, en cada una de ellas, alguna dosis de bien (de verdad práctica). El problema es que podemos ponderar mal la proporción de bien de cada una, es decir, podemos tener «la balanza trucada».
Ahora bien, que pueda y deba hablarse de una flexibilidad hermenéutica del discurso práctico que no ha lugar en el teórico, no obsta el hecho de que si una proposición práctica es verdadera, lo es absolutamente, no más o menos. En cualquier caso, la noción de verdad práctica atañe a un ajuste fino, es decir, por un lado, a una realidad que no está ahí, digamos «ya hecha», sino que «está por hacer» y cuya meta puede alcanzarse siguiendo distintas vías, y, por otro, que esa verdad implica una adecuación a ella del apetito recto, no tanto de la inteligencia que juzga teóricamente. Es decir, mientras que la realidad escible –cognoscible– me pide un reconocimiento teórico de lo que es sin más, la realidad factible me exige un ajuste más complejo. Además de la inteligencia directiva de la praxis también se precisa que al objetivo práctico se apresten otras facultades, eventualmente las potencias ejecutivas, pero muy concretamente las tendencias apetitivas y los afectos, de manera que el ajuste es también rectitud, o bien rectificación (Cruz, 2015).
A su vez, el objetivo al que deben ajustarse la inteligencia práctica y las facultades apetitivas lo es en modo tal que solo puede alcanzarse de forma práctica, por tanto cuya realidad consiste en su realización[2]. Dicha realización se puede consumar como resultado de haber recorrido caminos distintos, no únicamente como meta de una senda maestra. Por tanto, y dado que la acción siempre es concreta y circunstanciada –no general y abstracta–, su verdad práctica –i.e. su respectivo hacerla bien– ha de lograrse igualmente atendiendo a las circunstancias concretas.
Todos estos elementos dan cuenta de la complejidad de la praxis, y de la dificultad que a menudo representa resolver y decidir en el ámbito práctico. Ponen de manifiesto que la verdad práctica es relativa a la persona que actúa y a la circunstancia en la que actúa. Ahora bien, si es verdad, no es relativo que lo sea: lo es en absoluto, aunque no sea una verdad absoluta, i.e. universal y necesaria. Es decir, es absolutamente verdad aquí, ahora, para esta persona y en estas circunstancias. Dicho de forma más simple, admitir que la verdad práctica haya de relativizarse –a la persona y a su circunstancia, que nunca es abstracta y descontextualizada– en nada significa asumir una postura relativista, sino sencillamente la necesidad de particularizarla, o sea, admitir que hallarla no se reduce a aplicar una clave de respuesta universal, o que para encontrarla haya que acudir a un oráculo ciego que la formule de manera exclusivamente teórica.
El relativismo niega que haya verdad, teórica o práctica. La postura que expongo aquí –la necesidad de «relativizar» en el discurso práctico, i.e. de particularizar– en modo alguno es relativista pues para nada supone negar que haya verdad en la acción humana. Todo lo contrario, puesto que la hay puede hallarse, si bien siguiendo un curso a menudo más complejo y proceloso. La verdad práctica hay que descubrirla, «inventarla», en el estricto sentido de este término, que procede del verbo latino invenire, i.e. hay que «encontrarla» en cada caso atendiendo a la coyuntura concreta en la que actúa cada agente, no deduciéndola automáticamente de premisas teóricas ideales. En consecuencia, la guía principal para la decisión práctica –la fuente fundamental de lucidez en el actuar– es un aspecto de la prudencia que conocemos con el nombre de circunspección, que significa atención a la circunstancia. Toda verdad práctica es la verdadera solución, el mejor modo de solucionar un problema práctico que a alguien concreto se le plantea en una determinada circunstancia. Tal vez en una circunstancia distinta la verdadera solución fuese la contraria.
―Piénsese en la pregunta: ¿Qué debo hacer yo aquí, ahora? Esa pregunta tiene infinitas posibles respuestas verdaderas, tantas como yoes, y tantas como aquís y ahoras en los que cada yo pueda encontrarse. Lo que debo hacer ahora no es lo mismo que lo que ha de hacer usted, o yo, pero mañana, o en otro sitio distinto… No quiere esto decir que no haya respuesta verdadera a esa pregunta. Lo que quiere decir es que hay muchas posibles, y que en cada caso hay que encontrar con iniciativa –inventar– la que más conviene atendiendo a las circunstancias concretas, para cada quién la suya, i.e. no in genere, sino in concreto.
En resumidas cuentas, la flexibilidad requerida para el discurso práctico –por ejemplo ético, o político–, y el hecho de que las mejores opciones que a través de él buscamos para los problemas que se plantean no las alcancemos acudiendo al oráculo, o aplicando un protocolo teórico o meramente técnico, lo que viene a poner de manifiesto es, precisamente, que las soluciones no suelen ser fáciles –tampoco digo que lo sean las soluciones a ciertas cuestiones teóricas–, que a menudo se alcanzan tras varias o muchas tentativas fallidas, que siempre son prudenciales –equilibradas, ponderadas, mesuradas–, y que dan luz, tal vez no sobre el mejor, pero sí sobre el menos malo de los posibles modos de enfocar una praxis que se propone como objetivo una realidad que no está hecha sino por hacer. Una realidad, por ende, que deviene real como resultado de una acción planificada que tal vez ha de llevarse a cabo en contextos inseguros, contingentes, variables…
Tampoco quiere esto decir que la praxis no pueda ser verdadera –i.e. buena–. Puede ser verdadera, y lo será si quien actúa rentabiliza errores previos, corrigiéndolos, y rectificando experiencias anteriores que se nos antojan mejorables. Ahora bien, si es verdadera, aunque lo sea «por ensayo y error», entonces es la acción que en verdad se debe llevar a cabo, i.e es verdad que hay que hacerla, y tal verdad no es una medio-verdad o una medio-falsedad.
Por tanto, lo que buscamos en la discusión práctica es la verdad práctica, la buena acción, aun cuando para hallarla sea necesario aplicar una serie de cláusulas de relatividad que carecería de sentido poner en la discusión matemática. La verdad práctica –la verdadera solución a un desafío, i.e. la forma más inteligente de abordarlo– es una luz que ilumina la mejor opción, que quizás en otras circunstancias o para otro sujeto sería muy distinta a la que aquí y ahora debe aplicarse.
Recapitulación sobre el dudar
Hemos señalado que la duda es lo contrario de la certeza. Duda es incerteza, incertidumbre, la perplejidad en que se encuentra el sujeto cuando ante dos alternativas no sabe a qué atenerse. La inteligencia de quien duda no está firme, como veíamos, y en ese sentido puede decirse que la duda es un estado «enfermo» (in-firmitas), es decir, imperfecto. No es, desde luego, el estado deseable, o sano, en el que la inteligencia está segura.
Es cierto, como también se mencionó arriba, que la mayor parte de nuestras certezas son advenedizas, i.e. llegamos a ellas saliendo de dudas, despejando incógnitas, aclarando lo oscuro o respondiendo preguntas. La pregunta es la verbalización de ese estado interior que es la duda.
Caso aparte es el de la pregunta retórica. Los viejos tratados de retórica aconsejaban ornamentar el discurso con alguna pregunta retórica, i.e. pregunta de cuya respuesta ya es conocedor quien la formula. Por razones más bien cosméticas aconsejan a quien arma un discurso no aparentar demasiada seguridad. Esto ayuda a atraer la atención benevolente del público (captatio benevolentiae). Vale la pena mostrar cierta vacilación, aunque en el fondo se esté muy seguro, pues un discurso plagado de afirmaciones tajantes y contundentes resulta poco presentable estéticamente; es fácil que el orador se quede solo. Aunque es un truco, el recurso no es formalmente engañoso, pues cualquiera distingue una pregunta retórica de una pregunta real, sincera.
Desde luego, toda pregunta que no sea meramente retórica vierte hacia afuera ese estado interior de incertidumbre. La situación en la que se halla quien pregunta es la de quien no posee aún la respuesta a esa pregunta; pregunta porque busca una respuesta de la que aún carece.
Que buena parte de nuestras certezas son respuestas a preguntas que anteriormente nos hemos formulado es claro en el camino del descubrimiento científico. Lo primero que hace quien investiga en cualquier disciplina científica es observar. Después plantea alguna hipótesis (en latín, sub-positum), es decir, supone una presunta explicación racional que dé razón de lo observado, que en el fondo suele ser una respuesta a preguntas del tipo ¿qué es esto?, ¿cómo funciona?, ¿por qué es así, o por qué se comporta de esta forma? En la senda que señala la pregunta, el que indaga una respuesta comprobará la eficacia heurística de sus hipótesis: ―¡A ver qué encuentro siguiendo esta traza! Si la pregunta está bien enderezada se inicia el proceso de descubrimiento. Pero igualmente, si la hipótesis tiene buena puntería a menudo conduce a respuestas que a su vez abren el planteamiento de nuevas preguntas, y estas a ulteriores hallazgos, etc.
En filosofía se hace especialmente visible este camino aporético, i.e. en el que nunca se encuentra una respuesta totalmente satisfactoria –que satisfaga por completo al que indaga–, sino respuestas parciales que dan lugar a nuevas cuestiones, de manera que nunca se alcanza a ver el final del camino. Hay hipótesis que dan mucho de sí, que abren perspectivas de nuevos logros. Ahora bien, aunque nunca sean logros definitivos, al fin y al cabo son logros efectivos si despejan nuevas vías hacia logros ulteriores.
En todo caso, lo que desea el que pregunta es hallar respuesta a su pregunta, por transitoria, imperfecta o provisional que sea. Análogamente, el que duda lo que quiere es salir de dudas, llegar a afirmar. Puede ser razonable dudar de casi todo. Pero al menos hay algo de lo que no duda todo el que duda, a saber, que es posible salir de dudas. Aunque no tenga la respuesta a su pregunta, está convencido de que «haberla, hayla». ―¿Qué es preguntar sino buscar respuesta a la pregunta? Si no hubiera respuesta que pueda satisfacer al que pregunta –como parece dar por supuesto el escéptico–, ¿para qué, entonces, preguntar? ¿Qué busca el que pregunta si no es, precisamente, una respuesta a su pregunta?
Igualmente, a la hora de preguntar hay que saber hacia dónde dirigir la interrogación, qué indagar y por dónde comenzar la indagación. Para empezar la búsqueda es preciso tener cierta intuición –el «olfato» del que investiga– de por dónde puede estar la respuesta. El que no sabe a dónde va, no va, al menos inteligentemente.
Estos elementos son claramente perceptibles en el trabajo científico. En la actitud del que indaga en serio se puede advertir que el momento epistemológicamente más fecundo del descubrimiento es el de plantear una hipótesis que apunte bien. Cuando uno apunta intuye hacia dónde va. Quizá se equivoque, y luego vea que la respuesta estaba por otro lado. Pero hay un conjunto de indicios razonables, quizás ninguno de ellos absolutamente contundente, mas en conjunto inducen a tirar por esta senda, a plantear hipótesis por las que quizás algún colega ha discurrido y ha encontrado algo. Tal vez lo que en algún caso puede ser el inductor decisivo sea, sencillamente, una intuición pre-racional, quizás de tipo afectivo: una hipótesis que me gusta más que otras, que reviste mayor atractivo estético, que descansa en un modelo teórico de apariencia más consistente, o de más simple presentación, o más original… A veces los científicos tienen registros curiosos, salidas o reacciones inopinadas. (En eso se parecen a casi todo el mundo). En cualquier caso, en esa intuición inicial late la convicción, no dudosa, de que es posible encontrar, y de hacia dónde hay que apuntar la búsqueda.
Tipos de certeza
Hemos visto que la certeza puede darse según grados de intensidad variados. Veamos ahora los tipos cardinales de certeza, que básicamente son dos:
- la evidencia
- la fe.
Podemos estar seguros de algo que vemos, o de algo que no vemos. La primera es la certeza de evidencia, la segunda es la certeza de fe. Evidencia es la seguridad de lo que vemos. (La palabra «evidencia» procede del verbo latino videre, que significa ver). La fe más bien es de lo que no vemos; es una seguridad que proviene del oído (ex auditu), es decir, de algo que nos cuenta alguien que para nosotros es creíble y a quien damos crédito, i.e. nos creemos lo que dice.
A su vez, la evidencia puede ser de dos clases: inmediata –sensible o intelectual– o mediata –obtenida mediante un razonamiento demostrativo–. De que la mesa que tengo delante es marrón tengo una evidencia inmediata sensible. De que el todo es mayor que la parte tengo una evidencia inmediata intelectual. Esto último no lo veo con los ojos, sino que lo intuyo, i.e. lo «veo» con el entendimiento, mas también lo veo de manera inmediata; no es algo a lo que llego sino un dato que se me da sin mediación de un razonamiento que me conduzca a él. A la evidencia intelectual inmediata igualmente se la designa, en la terminología filosófica, con el término intuición. En cambio, evidencia mediata es la que obtengo –por tanto, a la que llego– «mediante» un razonamiento demostrativo. Se me hace evidente que A = C una vez que entiendo, por un lado, que A = B y, por otro, que B = C. Mediante estas dos premisas se me hace evidente la conclusión A = C.
La fe no es evidencia. Aunque pueda resultar evidente la credibilidad de alguien, la fe es una forma de certeza distinta de la evidencia. No tengo fe en que esta mesa es marrón: eso lo veo, no lo creo. Sí creo que mi amigo no me engaña, i.e. confío en él; si me fio de él entonces tengo fe en lo que me dice, me lo creo. No lo veo pero me fío, pues sé que no me engaña. Interesa notar este extremo. Lo que sé porque me lo creo, lo sé. Lo primero que hace falta para creer es entender que lo que creo es creíble; al menos, que no es increíble o absurdo. Por tanto, el acto de fe es un acto racional (Barrio, 2021a).
Desde luego, lo que sé por fe no lo sé por vía racional, pero aunque no lo sé por la razón, lo sé con la razón, dado que siendo animal racional no tengo otra manera de saber que emplear la razón, entender. En modo alguno puede admitirse que haya incompatibilidad entre fe y razón, aunque sean distintas vías de conocimiento, ante todo porque ambas son distintas fuentes de saber. En este punto no coincido con la distinción que hace Kant entre juicios asertóricos y apodícticos, es decir, según él, los que vierten una creencia y los que proponen un saber.
La opinión
Por otra parte, entre la certeza y la duda se sitúa la opinión, que es lo que vierten los enunciados que Kant denominó problemáticos. En el caso de la opinión, estamos ante una certeza de intensidad menor que las otras dos que acabo de mencionar (la certeza de evidencia y la certeza de fe). El que opina está más o menos convencido –cierto– de lo que dice, pero admite que podría estar equivocado. La seguridad entrañada en una opinión es relativa, no absoluta y cabal.
En la discusión racional comparecen opiniones diversas, la de cada interlocutor que expone lo que piensa. Mas lo hace en el doble sentido del «exponer»: por un lado, lo expresa, y por otro lo arriesga… a la eventualidad de que alguna otra opinión aparezca refrendada por mejores argumentos y se muestre más consistente que la suya. Puede que la discusión ponga de relieve que no he hecho las suficientes comprobaciones, que tal vez me he precipitado, que hay razones contrarias a las mías que tienen más fuerza. Esto ocurre a veces. El ejercicio discursivo implica, como uno de sus supuestos básicos, la disposición de los interlocutores a cambiar de opinión si se pone de manifiesto que hay motivos suficientes para ello. Además de ser esta una disposición intelectualmente exigente, comporta un compromiso moral no menos exigente, y meritorio.
En resumidas cuentas, la verdad lógica –la del enunciado que hace justicia al ser de las cosas– da lugar a estados subjetivos, pero la verdad propiamente no es un estado subjetivo. En sí misma, la verdad no es de alguien. Sí lo es la opinión: en cada caso, de quien la expone o sostiene. Pero mi opinión no es mi verdad. Como vimos en su momento, si alguien está convencido de que algo es verdad, en primer término lo está de que si eso es verdad lo seguirá siendo aunque él diga lo contrario. Por tanto, no es «su verdad», sino que más bien es verdad además, incluso a pesar suya, i.e. con total independencia de que sea él o quien sea quien lo diga, o aunque nadie lo diga.
Spaemann propone un divertido experimento mental[3]. Imaginemos la típica conversación entre amigos sobre la existencia de marcianos, o cualquier forma de vida inteligente extraterrestre. No sé si alguna vez podremos despejar esa incógnita. Es sabido que los norteamericanos enviaron hace años a Marte un chisme automóvil teledirigido que ha recogido datos que suministran indicios razonables de que no es fácil que haya vida allí, por el calor que hace, y menos aún vida inteligente; la probabilidad es sumamente escasa. Pues bien, pongámonos en el improbable supuesto de que efectivamente haya marcianos inteligentes, y que entre algunos de ellos tuviese lugar una correlativa discusión sobre la existencia de terráqueos inteligentes, en la cual unos marcianos se manifiesten a favor de esa posibilidad y otros en contra. Entre las dos posturas nosotros sabemos cuál es la verdadera, pues nos es manifiesto que nosotros existimos. Sabemos que en esa hipotética discusión entre marcianos hay una postura que es verdadera –la que afirma la existencia de terráqueos inteligentes–, y que la contraria no lo es. Y, a la inversa, aunque no podamos despejar la incógnita, en la discusión entre terráqueos sobre la eventual existencia de vida inteligente extraterrestre, con toda seguridad sabemos que ambas posturas contrarias no pueden ser simultáneamente verdaderas, sino que solo una de ellas lo es.
En modo alguno la verdad o falsedad estriba en que la digan o nieguen unos u otros, dado que no es un «estado subjetivo», sino más bien el subjetivo ajuste a un «estado de cosas» (en alemán, Sachverhalten), que es algo bien distinto. Nuestro subjetivo decirlo nunca es exhaustivo –nunca lo decimos del todo–, porque nuestra subjetividad es limitada y no puede abarcarlo todo, pero sí puede, acotando lo que dice, decir algo con justicia.
- Me refiero aquí al «dogmatismo» en una acepción espuria, pero que ha venido a imponerse en el uso común del lenguaje, según la cual sería «dogmática» toda forma de tratar de «imponer» una tesis de manera irracional: más con la fuerza que con argumentos convincentes. En realidad, la voz griega dogma no tiene nada que ver con esto; significa «enseñanza», exactamente lo mismo que la voz latina doctrina, que procede del verbo docere, enseñar, i.e. lo que hacen los «docentes».↵
- De ahí que para los aristotélicos el acto principal de la prudencia sea la resolución (imperium). Consiste en, una vez que se ha deliberado sobre las opciones alternativas posibles, ponderado su respectivo valor, decidirse con determinación por aquella que el dictamen prudencial muestra como la mejor aquí y ahora. ↵
- Vid. Spaemann, 2017, p. 168.↵