La lucidez intelectual de la que habla Aristóteles –luz que permite penetrar la entraña de las cosas–, capacita para «ver» de tres modos:
- ver a través de algo: representar
- ver en algo: intuir
- ante todo, ver algo: concebir
El «algo» de los modos 1 y 2 es visto indirectamente, de forma mediata, i.e mediante otra cosa que ha de ser «vista» –objetivada– para que ella nos remita a aquel «algo», mientras que el «algo» que es visto según el modo 3 lo es de forma inmediata, directa. En la terminología de los aristotélicos medievales se designa esta doble «objetivación» con las voces obiectum quo (en ablativo, en referencia al medio a través del que captamos algo), y obiectum quod (en acusativo, en relación a ese algo que es captado).
Tal mediación representativa es una «especie» (species), i.e algo parecido a un espejo (speculum) en el que algo distinto se refleja. El espejo guarda cierta semejanza con lo reflejado en él: es «algo parecido a…», «una especie de…». Mas la condición de esto es que la especie no consista en lo reflejado; por mucho que se parezcan, la co-incidencia es asintótica, nunca total.
Toda representación hace presente aquello que re-presenta, pero inevitablemente a base de interponerse entre el objeto representado y el sujeto ante quien se presenta. En latín, la palabra obiectum (objeto) se refiere a un yacer (iacere) delante (ob). En alemán, la voz Vorstellung, que traducimos al castellano como «representación», enfatiza aún más el anteponerse, el «ponerse delante» (stellen vor).
La cuestión se podría plantear del siguiente modo: ―Cuando me miro en el espejo, ¿qué es lo que veo? ¿A qué se orienta mi mirada como a su objeto: al espejo o a mí mismo? ―Sin pensarlo demasiado, cabría responder algo que parece obvio: lo que veo es mi propia imagen, i.e la imagen mía reflejada en el espejo. ―Mas tampoco sería disparatado responder que lo visto soy yo a través del reflejo. ―Bien, pero el yo reflejado, ¿soy yo, o mi imagen? Pues si el espejo, pongamos por caso, refleja mal –es cóncavo, o convexo, o está mal pulido, o cromatizado–, entonces deforma la imagen mía sin deformarme a mí. Entonces, en último término, ¿qué es lo que veo?
La afirmación de que lo único que conocemos son representaciones –sensibles o inteligibles– es la tesis que en el lenguaje filosófico se designa con el nombre de representacionismo. Dicha tesis viene a proponer que a fin de cuentas no conocemos la realidad en sí de nada. Si lo que conocemos (obiectum quod) son representaciones, en el fondo la representación tan solo se hace presente a sí misma sin re-presentar nada distinto de ella. En otras palabras, si la representación no es re-presentación de algo distinto de ella misma –la cosa que en ella o a través de ella (quo) se hace presente–, entonces la representación no revela o desvela nada, sino que oculta o enmascara: más que acercarnos la realidad, nos aleja de ella.
Desde luego, la realidad supera cualquier modo de representárnosla. No toda ella podemos capturarla: algo de ella se nos escapa. Wittgenstein enfatiza esa inefabilidad del ser conjurando cualquier forma de lo que él denomina «misticismo»[1]. Ahora bien, si no captamos algo de la realidad, realmente no captamos nada. La tesis del representacionismo es la afirmación de que solo percibimos nuestras percepciones, pero sin poder saber si en realidad son percepciones de… algo distinto de ellas mismas.
Dos formas prototípicas de este planteamiento las encontramos en John Locke e Immanuel Kant. Para Locke, solo vemos visiones. En efecto, lo que en teoría haría visibles a los cuerpos sería su color. (Los escolásticos decían que el color es el objeto formal quod de la capacidad visiva, es decir, la única formalidad bajo la cual algo se deja ver). Ahora bien, Locke piensa que el color es una cualidad, no de lo visto, sino del vidente; algo, por tanto, subjetivo –una afección del sujeto–, de manera que ver es lo mismo que «colorear»[2]. Así, de las cosas no captamos visualmente nada que no les hayamos dado nosotros y, entonces, ver no es otra cosa que verse.
Algo análogo dice Kant de la inteligencia que juzga (analítica). Esta no hace más que sintetizar, es decir, componer un fenómeno –apariencia– con un concepto a priori, a saber, algo que la experiencia me da con algo que yo pongo en ella para organizarla racionalmente de manera que pueda entenderla. Mas tener experiencia es dárseme algo como objeto, i.e representármelo. Por ejemplo, la existencia es una categoría mental, según Kant: uno de los conceptos puros, los cuales se deducen de los modos del juzgar (en este caso, de los enunciados asertóricos, los que asertan o aseveran, afirman o niegan algo de algo, que a su vez se incluyen entre los juicios que el maestro alemán denomina «de modalidad»)[3]. En efecto, no cabe hacer aserciones sin presuponer la existencia de lo aseverado.
Desde luego, si la existencia consiste tan solo en la condición de posibilidad del juicio asertórico –tal es la tesis fuerte del idealismo trascendental, o «crítico»–, entonces al decir de algo que existe no estoy diciendo nada real de ese algo: tan solo digo que estoy pensando en eso (si lo dice la razón en su uso teórico; si lo dice en su uso práctico, que «A existe» no significa otra cosa que «necesito pensar en A»). En consecuencia, nuevamente de acuerdo con Kant, conocer algo es lo mismo que «pensarlo», a su vez no otra cosa que ponerlo frente a mí, i.e pro-ponérmelo como objeto de mi consideración. De ahí que para él la existencia no sea una característica además de las que el objeto ya posee al representármelo, sino precisamente la condición subjetiva que hace posible que me lo represente. Tal es el sentido de la célebre frase de Kant: «El ser no es un predicado real»[4]. Que más allá de lo que la representación me pone delante –algo «para-mí»– haya algo «en-sí» (noúmeno), nunca puedo llegar a saberlo.
Aunque pueda ser excesivo por mi parte decirlo, y a riesgo de parecer inmodesto, he de decir que no puedo estar más en desacuerdo. Es evidente que puedo aislar la representación de aquello que presenta, y considerarla en sí misma –la imagen, o el concepto que los escolásticos tardíos denominan «formal», no objetivo–, del mismo modo que puedo acercarme y mirar el espejo, no solo en él o a través de él. Y es lo que ocurre cuando «reflexiono», es decir, cuando hago del propio conocer el tema de mi consideración. Mas eso solo puedo hacerlo de manera oblicua, indirecta, y en un segundo momento (intentio obliqua, o secunda), es decir, una vez que la representación me ha hecho presente directamente (in recto) otra cosa. En el caso del espejo, yo solo me hago cargo de que veo a través del espejo –y me cuestiono si refleja bien– una vez que el espejo ha reflejado otra cosa distinta de él mismo; digamos, me doy cuenta de que me veo a través del espejo, después de haberme visto yo en él.
- «De lo que no se puede hablar hay que callar» (Wittgenstein, 2002, Tesis 7).↵
- En el Ensayo sobre el entendimiento humano (II, 23, 10) afirma lo siguiente: «La amarillez no está realmente en el oro, pero es una potencia en el oro para producir esa idea en nosotros cuando se sitúa en la luz debida» (Locke, 1975, p. 282).↵
- Vid. I. Kant, Crítica de la razón pura, A 74 / B 99-100.↵
- Ibid., B 620. En su obra magna el filósofo alemán lleva a cabo un examen de los que él denomina «paralogismos» de la razón dialéctica, es decir, inadvertencias o engaños en los que incurre la razón al confrontarse consigo misma. Uno de estos paralogismos lo detecta en el famoso argumento de san Anselmo de Canterbury, al que Kant comenzó a designar como «argumento ontológico». Anselmo no lo proponía para demostrar la existencia de Dios, porque para él es evidente –por tanto, no haría falta demostrarla–, pero sí para mostrar la contradicción en la que incurren quienes la impugnan, los ateos. Kant hace una crítica inteligente a ese argumento, y en el contexto de ella dice que «el ser no es un predicado real» (Sein ist kein reales Prädikat), a saber, cuando digo de algo que es, o existe, no estoy diciendo nada real de ese algo. Lo único que hago es proponérmelo como objeto, añadiéndole todas sus determinaciones.↵