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4 Entender es alumbrar y recordar

Fernando Inciarte explica que dar con la índole de algo –entenderlo– consiste en «descosificarlo», es decir, formalizarlo: hallar lo más formalmente constitutivo de ese algo, que es justamente lo que aparece formulado en su definición. Con un punto de ironía lo expresa diciendo que entender es no quedar preso en «el caso de la cosa» (das Ding mit dem Ding)[1]. Esto implica ir desde las cosas a las índoles o formas, desde los casos a los principios o, como se plantea en la Fenomenología, desde los hechos a los fundamentos.

Ya Edmund Husserl había pensado a fondo la diferencia entre el dárseme de algo y el algo que se me da. Lo primero es el acto de conocer –en griego, nóesis– y lo segundo es el contenido de ese acto –nóema–, es decir, lo dado en la nóesis, en cada caso el objeto de ella. Lo uno es un hecho y lo otro una índole (Husserl, 1997, §§ 85, 86, 96). El psicologismo, que el fundador de la escuela fenomenológica combate de forma muy eficaz, es el vicio consistente en reducir el contenido lógico de lo dado al hecho psíquico en el que se me da. El método fenomenólogico –tal como Husserl lo plantea, la filosofía como discurso «fundamental»– busca analizar nuestras vivencias subjetivas hasta dar con lo vivido en ellas, el fundamento de ellas, que en ningún caso es la vivencia misma. Esta es subjetiva, mientras que lo que en ella se le da al sujeto es un objeto, un dato o «fenómeno»; en el lenguaje husserliano también se le denomina a esto forma o eidos.

Como reza un viejo lema aristotélico, nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en el sentido (nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu). Ahora bien, el intelecto «lee» en los datos sensoriales algo que no es un dato sensorial, sino una «índole». La cuestión es cómo distinguir sin desintegrar ambas cosas, en definitiva, la imagen del concepto, digamos, lo físico de lo metafísico. Aun tratándose de conceptos referidos a realidades materiales singulares, lo concebido en el concepto –«parto de la mente» (partus mentis), lo denominan los aristotélicos medievales– es la respectiva índole, universal e inmaterial. En efecto, para Aristóteles (1978) «una cosa es la magnitud y otra la esencia de la magnitud; y una cosa es el agua y otra la esencia del agua» (Metaphysica, VIII, 3, 1043 b 2)[2].

En otros términos, entender el entendimiento pasa por captar la conexión, y a la vez el hiato entre lo sensible y lo metasensible, o metafísico.

Estoy persuadido de que en esto estriba el arte de enseñar, a saber, en manejar hábilmente esa conexión e hiato entre la imagen y el concepto. Creo que en rigor la pedagogía no es una ciencia, sino el «arte», el oficio (craft) que logran tener los maestros que saben poner buenos ejemplos. Como todo oficio, se obtiene con el tiempo, la experiencia y la continua corrección. Un buen ejemplo –un ejemplo pedagógico– posee la virtualidad de atraer sobre sí la atención para redirigirla a su vez más allá de él. Es obvio que de poco sirve el ejemplo si se queda uno preso en él, sin llegar a entender lo ejemplificado. El ejemplo pedagógico pide ser trascendido, en cierto modo «olvidado», como decía Wittgenstein de la escalera: aunque nos haya servido para subir, al llegar arriba podemos prescindir de ella[3].

Aristóteles habla de dos funciones intelectuales, una activa y otra pasiva, que se comportan mutuamente como la luz y lo iluminado. «Así pues, existe un intelecto (nous) que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual (hexis) como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto (to phōs poiei ta dynamei onta chrōmata energeia chrōmata)»[4]. Una vez que se ha hecho la luz –el intelecto agente, nous poeitikós–, queda trascendida la imagen (la que los medievales llamaban «especie sensible»). Y lo iluminado por esa luz a su vez queda como «impreso» en el intelecto paciente (nous pathetikós), que es algo parecido a una memoria intelectual, una memoria de conceptos[5].

Del nous pathetikós dice Aristóteles que «es lo que es al convertirse en todo» (De anima, III, 5, 430 a 10). No dice, sin embargo, que sea como una tabla rasa (tamquam tabula rasa) en la que nada hay escrito. Esa es una interpretación, deficiente, que hace John Locke de lo que dice el Estagirita. Lo que este realmente señala es que el entendimiento pasivo no posee ninguna forma propia antes de conocer, es decir, que se conforma plenamente con lo que conoce; en otras palabras, que es pura potencia respecto de lo que conoce, no poseyendo de ello nada antes de conocerlo, ni tampoco semejanza alguna de ello (vid. Llano, 2016a, p. 92).

Entender –ver o leer dentro de las imágenes– y recordar o retener la «índole» guardan analogía con las funciones del alma según san Agustín. Él decía que hay tres potencias del alma humana: el entendimiento, la voluntad y la memoria. A esta última se refiere sobre todo en el libro X de las Confessiones (Agustín de Hipona, 2010). En cierto modo, la «memoria» es el entendimiento pasivo aristotélico, en tanto que en verdad «recordamos» lo que hemos entendido. Eso es, en efecto, lo que hacemos nuestro, lo que incrementa nuestro haber cognoscitivo: re-cordamos lo que guardamos en el corazón (cor, cordis), en el reducto íntimo de nuestro ser[6]. Y a la inversa: lo que sabemos cordialmente, lo que constituye nuestra convicción profunda, es lo que no olvidamos, aunque su causa material ex qua, a partir de la cual se ha engendrado o concebido en nuestro interior –las imágenes o ejemplos de los que nos hemos valido para llegar a entenderlo– pueda perderse, o quedar parcialmente desleída.

Se me puede olvidar el ejemplo del que me he valido para entender, pero si he entendido a fondo, eso queda, y puedo expresar el concepto con otro ejemplo o imagen cualquiera. Muchos estudiantes incurren en el error de pensar que hay que estudiar inmediatamente antes del examen, pues de lo contrario al momento de tener que examinarme se me habrá olvidado lo que estudié hace ya tiempo. Naturalmente, y dependiendo del objeto de estudio, a veces hay que retener datos con un esfuerzo que es más mnemotécnico que propiamente intelectual. (Inteligencia y memoria, por cierto, no están enfrentadas, por mucho que se empeñen en enfrentarlas algunos pedagogos escasos de cordura y de sentido común. Son distintas, mas no se oponen mutuamente, aunque solo sea por la evidente razón de que sabemos lo que recordamos, al menos lo que no hemos olvidado; de lo contrario, no lo sabemos). Hay cosas que sin duda habrá que repasar varias veces para que no se pierdan. Pero estudiar con afán facilita entender, y eso es una ganancia que no se pierde.

Entender es una «acción» (pxis) que enriquece a quien la realiza. La respectiva «producción» (poíesis) de la que esa acción se vale –el esmerado esfuerzo de estudiar– tiene lugar en el tiempo y está sometido, como todo lo temporal, al desgaste crónico. Ahora bien, una cosa es el proceso de llegar a entender y otra distinta el entender mismo. En el entender, en el hacerse la luz intelectual que ilumina la índole de algo, no hay desgaste temporal. Como veíamos al comienzo, se identifica el presente con el pretérito perfecto: ver es haber visto, entender es haber entendido; en ningún caso un proceso, sino una acción pura, presente y simultánea[7]. Por esta razón dice Llano (2016b) que entender es algo maravilloso, casi milagroso: está fuera del mundo material, y de la cadena causal.

El entender no tiene espacio ni tiempo; es algo extramundano, algo que acontece «fuera» de este mundo, i.e fuera de la cadena causal y de la sucesión temporal. De ahí que no dure, sino que lo entendido, una vez entendido, perdura. «Llegar a entender» sí acontece en el tiempo, constituye un cambio, un devenir, y presupone un recorrido que solo al final de él alcanza la meta. Dicho en términos tomistas, una cosa es algo ya hecho (in facto esse), y otra su hacerse (fieri): una cosa es lo entendido, la ganancia intelectual ya obtenida, y otra el proceso de ganarla. Devenir entendido algo es un proceso psicológico más o menos complejo.

Cuando tratamos de desentrañar un enigma investigamos, i.e rastreamos indicios que nos conduzcan a la solución. Cuando intentamos resolver un problema lo estudiamos analítica, sintética y analógicamente, i.e examinamos uno por uno los factores que han dado lugar a su aparición; al mismo tiempo, procuramos no perder de vista la conexión funcional entre ellos; y lo comparamos con otros fenómenos parecidos, valorando las semejanzas y desemejanzas. En matemáticas, por ejemplo, llegar a entender una ecuación de tercer grado, descifrar las claves necesarias para comprender una integral compleja, o demostrar un teorema, requieren un esfuerzo prolongado, reiterados acercamientos y ensayos; hay que ir dando todos los pasos, y re-pasarlos una y otra vez. Mas dar con la clave para resolver el problema es inmediatamente «hacerse la luz» sobre él; ahí «damos a luz» algo en lo que nos perpetuamos. Del mismo modo que una madre no se olvida de sus hijos, incluso cuando son mayores o están lejos, tampoco lo que hemos «alumbrado» –entendido– deja de estarnos presente, al menos co-presente cuando no nos lo re-presentamos de forma explícita, i.e cuando no lo consideramos de manera actual. Siempre lo re-cordamos. Tal vez podemos perder la fórmula con la que lo entendimos, o la imagen, el ejemplo del que nos valimos para llegar a alumbrarlo, pero lo alumbrado sigue ahí haciendo posible que lo reformulemos o lo revitalicemos.


  1. Es el título que inicialmente pensó dar a la lección inaugural de su cátedra en Münster (Alemania), en la que quería explicar que la metafísica, entendida al modo aristotélico, implica, precisamente, «descosificación». Es esta la garantía de poder llegar a la índole real de la realidad, a la entidad de los entes, algo que en otros escritos suyos ha denominado forma formarum (Inciarte, 2004, p. 181). Solo merced a esta capacidad de descosificar puede captarse el sentido en el que Aristóteles dice que el alma es, de alguna manera, todas las cosas (anima est quoddam modo omnia, cfr. De anima, III, 8, 431 b 21), pues todas las puede conocer. Mas para eso hace falta que el intelecto no posea, antes de conocer, ninguna de las formas de lo que conoce. Continúa Inciarte: «Tomás de Aquino (…) nunca ha definido el alma como una forma substantialis materiae primae, sino –siguiendo a Aristóteles– como actus primus corporis organici, puesto que solamente los órganos pueden hacer posible la vida, cuya realidad es el alma; y solo así el cuerpo puede ser concebido con Aristóteles como la posibilidad del alma y, a su vez, el alma como la realidad del cuerpo. La desfiguración por Russell de la idea de la sustancia, como si fuera algo así como “un tarugo invisible, del que cuelgan las propiedades como los jamones de la viga de una granja” (My Philosophical Development, London, New York, 1959, p. 161), se basa sintomáticamente en la caricatura empirista de la sustancia que sobrevive en la definición neoescolástica del alma» (Inciarte, 2004, pp. 191-192).
  2. Lo mismo viene a decir Tomás de Aquino. Según él, el objeto formal propio de la inteligencia son las esencias inmateriales de las cosas sensibles ejemplificadas por la imaginación. «El entendimiento mira a su objeto según la común razón del ser» (Summa Theologiae, I, q. 79, a. 7).
  3. «Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas– ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella). Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo» (Wittgenstein, 2002, 6.54).
  4. De anima, III, 5, 430 a 13-15.
  5. La mayor parte de los estudiosos de Aristóteles ha entendido que el pensamiento del Estagirita no es, propiamente, que haya dos entendimientos, uno activo y otro pasivo, sino que el mismo intelecto tiene dos funciones: iluminar y recoger lo iluminado, entender –ver o leer dentro de las imágenes– y recordar o retener la «índole».
  6. En De vera religione (XXXIX, 72) está la célebre invitación de Agustín a la interioridad «cordial»: Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas (no necesitas ir fuera, entra en ti mismo: en el interior del hombre habita la verdad).
  7. C. Calabrese propone una interesante reflexión sobre tal simultaneidad: «La filosofía opera ante este horizonte como necesario aval de la modernización, ya que nunca es un saber retrógrado. El acto filosófico esencial de ver y preguntarse por lo visto, dos instancias que se cumplen en tiempo simultáneo, se realiza sobre lo que se ve, es decir, sobre el presente del hombre. Aquí y ahora son los interrogantes para el filósofo. Nunca, como en una era de obsesión técnica y de autosatisfacción con el fenómeno, la filosofía se vuelve tan imperativa, tan solidaria con el hombre de siempre» (Calabrese, 2018, p. 18).


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