Hace años propuse lo que a mi juicio constituye la fibra neurálgica de la educación escolar. Creo que en lo fundamental esta consiste en una introducción a la realidad mediante un lenguaje significativo (Barrio, 2006). «Lenguaje significativo» es algo más que palabrería autorreferencial. Plantear la posibilidad de un lenguaje que diga algo de algo, obviamente presupone impugnar la tesis representacionista, empresa nada fácil. Ahora bien, que la realidad pueda aportarnos algo, i.e que pueda incrementar nuestra propia realidad personal –y la educación tiene mucho que ver con la ayuda al crecimiento de lo más humano del ser humano– depende de que podamos «leerla», entenderla; al menos, entender algo de ella, dentro de nuestra limitación. Mas la realidad solo puede abrirse a una inteligencia que a su vez sea capaz de abrirse más allá de ella misma.
La dificultad de esta empresa –impugnar el representacionismo– claramente desborda las posibilidades del presente escrito. Baste por ahora señalar que, si se entiende que educar tiene algo que ver con tal introducción a una realidad significativa, entonces la mencionada empresa es ineludible.
En términos estrictamente filosóficos la abordó Antonio Millán-Puelles en una obra monumental, la Teoría del objeto puro (2015), y creo que de cara a una impugnación del representacionismo hasta ahora no ha habido resultados más contundentes que lo que ese texto ofrece. Con todo, las dificultades teóricas del representacionismo no han mermado su arraigo cultural. La discusión filosófica sobre el conocimiento, y en particular el modo de plantear el «problema crítico» que se ha acuñado a partir del kantismo, ha tenido un impacto profundo que ha rebasado los cenáculos filosóficos, llegando a configurar una forma mentis, una mentalidad muy característica de nuestro mundo contemporáneo, y afectando finalmente fibras sensibles de lo que se piensa, se dice y se hace en el mundo educativo.
La cuestión –y pienso que esto muestra la envergadura de la mencionada empresa– es que la vis atractiva, la fuerza con la que el representacionismo persuade a tantos reside en el hecho de que tiene parte de razón. Ahora bien, el problema de las medias verdades es que acaban siendo grandes mentiras. ¿Cuál es la media-verdad del representacionismo?
En primer término diré que, salvando las diferencias, meto aquí en el mismo cajón las posturas que en el lenguaje filosófico se conocen como idealismo, empirismo, racionalismo, voluntarismo, emotivismo: todas ellas tienen en común ser modos diferentes de encerrarse el yo en sus estados de conciencia, en definitiva, en sus representaciones, tanto analépticas como orécticas (cognoscitivas y tendenciales, mas estas últimas en la medida en que suponen a aquellas). En ese sentido, todas estas propuestas pueden designarse como formas diversas de representacionismo, i.e distintos modos de quedar confinado el sujeto dentro de la trama de sus representaciones y, por tanto, igualmente se pueden designar genéricamente como «inmanentismo», o «solipsismo».
Es cierto que el yo mantiene una peculiar relación consigo mismo, a la que nos referimos, en términos muy generales, como intimidad o vida interior. Esta se manifiesta en estados subjetivos variados en los que está implicada la razón, la experiencia, la voluntad, la afectividad, la emotividad, el dinamismo impulsivo. Todos esos estados son reales y tienen su sede en la inmanencia del yo. Pero, aun cuando en buena medida tengan causas endógenas, no es verdad que puedan explicarse apelando solo al sujeto, digamos, de forma exclusivamente endogámica, como con toda justicia ha señalado el primer Husserl (2002) –influido por su maestro Franz Brentano (1935)–, al hablar de la «intencionalidad»[1]. Hay en todos esos estados una tendencia o tensión que apunta a algo más allá de ellos mismos y del sujeto que los vive. La gran mentira a la que conduce la medio-verdad del inmanentismo es que, a partir de la constatación de la realidad interior de las vivencias subjetivas –ciertamente algo muy real–, plantea que el sujeto queda encerrado en la trama de su percepción individual sin poder trascenderse. La complejidad de ciertos estados de conciencia parece que teje una red que le impide salir de sí mismo. Ese encerramiento solipsista, esa prisión del yo en la urdimbre de sus vivencias íntimas, es la gran mentira.
Por otro lado, dejando aparte las vivencias de carácter tendencial y centrándonos en las de tipo noético-cognoscitivo, entender es una acción (práxis) que, debido al carácter psicosomático del ser humano, está unida a la producción (poíesis) de ciertas representaciones y, en general, nuestra relación con el mundo está mediada por ellas.
Que el ser humano es un ser cultural –que en su naturaleza está la necesidad de cultivar, acrecer su propia humanidad y el entorno natural, el hábitat donde habita– significa que no se limita a adaptarse al mundo, sino que adapta el mundo a sí mismo, lo humaniza. El ser humano es, en este sentido, un ser técnico: produce instrumentos que le ayudan a dominar la naturaleza para ajustarla a sus necesidades. Esta capacidad técnica le franquea la realidad poniéndola a su disposición; gracias a ella puede tener la realidad a mano, y tenerla en sus manos (manipularla, manejarla). Por su parte, el ser humano necesita hacerse cargo de sí mismo en su relación con el mundo. Ese «dominio» sobre la realidad –tanto sobre el mundo, su hábitat, como sobre sí mismo, habitante del mundo– lo ejerce el hombre a través de mediaciones técnicas, artísticas, lingüísticas, etc. Todas esas mediaciones, en rigor, son «constructos», productos de su mano y de su mente (manufacturas, mentefacturas).
Así, la relación entre el ser humano y «su» mundo está mediada culturalmente. El hombre es un constructor de mediaciones significativas –plenas de sentido humano– a través de las cuales, a su vez, encuentra o da sentido a las cosas y a sí mismo en medio de ellas. De esto ha hablado el neokantiano Ernst Cassirer (1993), para quien la cultura es un sistema de formas simbólicas –en cuyo centro se sitúan el mito, el lenguaje, el arte y la ciencia–, que recogen y realizan la «interpretación», la lectura humana del universo físico[2].
Ahora bien, aunque todo está humanamente mediatizado –interpretado por el hombre, que necesita tomar posesión de lo real– lo que la realidad tiene de más real –lo que los metafísicos denominan el ente en cuanto ente– no se reduce a la mediación ni a la interpretación humana. Lo más real de la realidad no es su lectura humana, sino que está antes. Frente a la tesis de la «hermenéutica total» –u holismo, en expresión de F. Inciarte (2004, p. 215)– habría que decir que no todo es interpretación. La entidad del ente –el ente en cuanto ente– es a priori de todas nuestras interpretaciones, versiones, lecturas, mediaciones, representaciones, signos, símbolos o «especies».
Lo que los fenomenólogos alemanes, siguiendo al primer Husserl, llamaron «impulso» (Aufschwung) de ir «a las cosas mismas» (zu den Sachen selbst) ya estaba en Tomás de Aquino mucho antes, y en forma diáfana, en el propósito de no conformarse con lo que se dice de las cosas, sino aspirar a conocerlas como en verdad son: «El estudio de la filosofía no tiene como fin saber lo que piensan los hombres, sino en qué consiste la verdad de las cosas» (Studium philosophiae non est ad hoc quod sciatur quod homines senserint, sed qualiter se habeat veritas rerum)[3]. Es lo que la realidad nos dice (corpus veritatis), más que lo que nosotros decimos de ella, lo que intelectualmente interesa ante todo. En todo caso, el interés intelectual primario de nuestras representaciones es, precisamente, su valor de verdad[4].
La única forma de no terminar engullidos en el flujo mediático, de no quedar presos en un universo de mediaciones, es mantener un ducto que nos conecte –valga la redundancia, directamente– con la realidad extramental. La posibilidad de esto viene dada por dos formas de «inmediación», una sensible y otra intelectual. No son, propiamente, re-presentación –eso viene después–, sino dos formas de presencia inmediata: de lo sensible en el sentido y de lo inteligible en el entendimiento. Se trata del ver y el concebir. Ver es captar inmediatamente la apariencia, y concebir es alumbrar la índole real de algo.
Desde luego, ambas acciones las realiza el sujeto que conoce, y los respectivos rendimientos de cada una –la visión y el concepto– son operaciones inmanentes, i.e actividades cuyo resultado permanece en (manet in) la interioridad del sujeto. Es patente que el concepto no está en lo concebido sino en quien concibe, al igual que la visión no está en lo visto sino en el vidente. Ahora bien, en ambas operaciones se verifica la presencia «intencional» de algo que, al ser visto o entendido, «está presente», bien que en la forma propia del ser de la inteligencia, que es inmaterial. Por el contrario, la re-presentación es un «estar-por» algo que «no está».
La palabra «intencionalidad» procede de la voz latina intentio, que es la sustantivación del verbo tendere in, tender-hacia; en latín, este verbo rige acusativo de dirección, i.e apunta a algo que «acusa», fuera de mí, mi tendencia hacia ello. Mas aquí no se trata tan solo de que la operación de conocer tenga un tema, i.e «verse sobre» un objeto –cosa que no necesariamente implica que el sujeto se trascienda, salga fuera de sí–; se trata más bien de que en esas dos formas de inmediatez el sujeto es remitido directamente hacia afuera, más allá de sí mismo.
Digo que la representación viene después de la presencia porque en esta el sujeto es plenamente activo, mientras que en la representación lo es solo de manera parcial: fundamentalmente es re-activo. En otras palabras, la captación inmediata es una acción pura (práxis), en tanto que el representar siempre tiene la forma del constructo: es la producción (poíesis) de algo «a partir de» causas o condiciones antecedentes. Por eso afirma A. Llano que solo en el entender conceptual somos plenamente libres:
«El concepto es producto de la libertad, en cuanto que este concepto no tendría por qué haberse formado necesariamente; en cuanto que, en lugar de él, se podría haber formado otro; y que, según esta medida, en su formación no han tenido parte factores que –como en la representación– no fueran objetivos: ninguna causa natural ha sido su condición suficiente. Las representaciones están sometidas a la causalidad natural; los conceptos no. Cuando se cumplen determinadas condiciones, se sigue de ellas esta representación y no otra. Lo cual no vale para el concepto. El concepto no es manipulable, no constituye un miembro de una cadena causal. Incluso la más estricta sucesión de conceptos en nuestro pensamiento no es inevitable como un acontecimiento natural, no queda fuera de nuestro control. La necesidad del pensamiento no es la necesidad natural» (Llano, 2016a, pp. 101-102) [5].
En consecuencia, si se «cierran» esas dos ductiones –que nos «conducen» más allá de nosotros mismos, liberándonos del autoencerramiento solipsista–, entonces toda presencia se desvanece, toda realidad se virtualiza y el mundo deviene «gran teatro», por emplear la famosa imagen de Calderón[6].
Hay muchas metáforas modernas de esa prisión. Tal vez las dotadas de mayor fuerza expresiva las provee la literatura, la mitología o el cine[7]. Me quedo con dos figuras filosóficas: por un lado, la idea de Arthur Schopenhauer (2000) según la cual el mundo, como reza el título de su obra más conocida, es «voluntad y representación» (Die Welt als Wille und Vorstellung); por otro, la tesis de que vivimos en una era de «cosmovisiones» (Weltanschauungen), i.e nuestro mundo es nuestra visión, interpretación o lectura de él, y por tanto hay tantos «mundos» como visiones (o espejismos, alucinaciones). Martin Heidegger describe nuestra época –también es el título de un libro suyo (1996)– como «la era de la imagen del mundo» (Die Zeit des Weltbildes). Para él lo decisivo de la realidad es el sentido que le damos, la manera humana de hacernos cargo de la realidad mediante la operación que denomina «otorgamiento de sentido» (Sinngebung)[8]. También el postulado de Schopenhauer pone de relieve la disponibilidad de lo real, su condición de estar «a mano» (zu Handen). La expresión Zuhandenheit, que podríamos traducir libremente como disponibilidad, es de Heidegger (2006, § 96), pero les cuadra muy bien a ambos filósofos. En efecto, el mundo es tan disponible como nuestra representación de él; con nuestras representaciones podemos jugar libremente, podemos hacer con ellas lo que queramos.
Esa arbitrariedad, por su parte, es igualmente un tema muy «posmoderno»: la narrativa. La corrección que la posmodernidad plantea respecto de la modernidad es justamente la acusada desafección hacia los grandes relatos cosmovisionales, característica general de los autores posmodernos. Las cosmovisiones de la modernidad han de ser reemplazadas por nuestras pequeñas historias personales: dónde estamos cada uno y cómo hemos llegado hasta ahí. Narrativas, por cierto, «inconmensurables»: no hay metro ni criterio para comparar unas con otras, y menos aún para contrastar su valor. ―«No me juzgues» –dicen muchos–; los parámetros de tus juicios de valor tan solo te pueden servir a ti. ―Lo cual, en último término, conduce a cancelar la discusión racional, que precisamente intenta entrecruzar narrativas para contrapesarlas, midiendo la valencia humana de cada una de ellas. (En la discusión racional lo que realmente cuenta es dónde está cada uno y por qué, y no tanto cómo ha llegado hasta ahí; el trayecto biográfico de cada interlocutor es pertinente en la discusión tan solo si da luz sobre lo importante: qué dice y por qué lo dice. Y eso, el decir algo a otros y aducir razones que lo respalden, presupone que por muy «mía» que sea mi narrativa, al narrarla a otros lo hago con la pretensión de que la entiendan, y la discutan, i.e la contrasten con la «suya»).
En todo caso, y salvando el elemento «narrativo», tanto la modernidad como la posmodernidad filosófica están en lo mismo: el mundo es lo que cada uno nos contamos de él. El matiz, ciertamente no menor, es que la cosmovisión moderna aún conserva alguna pretensión de verdad –tal vez más bien de certeza–, mientras que la narrativa posmoderna tan solo pretende ser la mía.
Más afectiva que racional –más personal e intransferible que comunicable y, desde luego, ya no tan filosófica como literaria (hoy la mayor parte de los filósofos posmodernos piensan que la filosofía es un género literario: escriben ensayos, no tratados, buscan más sugerir que demostrar)–, la posmodernidad «filosófica» está, digámoslo así, curada de espanto frente a los que Kant llamaba «sueños de la razón»[9], los cuales, como plásticamente refleja el célebre aguafuerte de Goya, «engendran monstruos». Por razones de higiene social, más vale no tomarse demasiado a pecho las propias convicciones, pues todo el que tiene algo por verdadero de modo incondicional corre el riesgo de ser intolerante con las convicciones alternativas a la suya.
Con expedientes de esta naturaleza muchos han llegado a la paradójica convicción de que cualquier convicción que no sea sobre fútbol o gastronomía –a excepción, naturalmente, de esta misma que ellos esgrimen– es propia de sociópatas, gente peligrosa para la sociedad, o de que la verdad es algo malo porque es la gran excusa para que los violentos hagan barbaridades[10]. Es lo que plantean filósofos como el norteamericano Richard Rorty, que escribió un texto que lleva por título La prioridad de la democracia sobre la filosofía (2001), egregio monumento al disparate. Confundiendo la velocidad con el tocino, proclama la conveniencia de no tomarse nada en serio[11].
De una u otra manera seguimos en lo mismo: el narcisismo solipsista que nos impide abandonar esa postura autorreferencial, ombligocéntrica, propia de la primera niñez, y de la que las personas comienzan a librarse cuando empiezan a crecer.
- Husserl describe la intencionalidad como la propiedad de las vivencias de estar referidas a algo (2002, p. 498).↵
- «Cultura significa un todo de actividades verbales y morales, de actividades que no están concebidas de manera abstracta, sino que tienen una tendencia constante y la energía para su realización. Es esta realización, esta construcción y reconstrucción del mundo empírico lo que está incluido en el concepto mismo de cultura, lo que constituye uno de sus rasgos esenciales y más característicos» (Cassirer, 1979, p. 65).↵
- Cfr. In Ar. De coelo et mundo, I, 22, n. 8.↵
- Josef Seifert (2008, pp. 20-21) pone en los términos justos el valor del método, algo que en el gremio filosófico viene muy bien hacer después de Descartes. «Método» significa, en griego «camino a seguir», literalmente «ir tras de» algo que se busca. Pero lo que se busca no es buscarlo sino encontrarlo. El verdadero hallazgo –la verdad de las cosas– es lo que interesa, más que las tentativas. O bien, lo que interesa de las tentativas es su valor heurístico, su fecundidad para, comenzando por ahí nuestra indagación, o siguiendo por donde la han dejado antes otros, encontrar realmente algo. Solo desde la expectativa del hallazgo se justifica la búsqueda, los instrumentos que eventualmente podamos emplear en ella y el camino a seguir, incluso los medios, artificios especiales, trucos o añagazas que pongamos en juego con el propósito de cobrar la pieza que acechamos (por ejemplo, la «duda metódica» cartesiana, o la epojé de los fenomenólogos).↵
- De ahí que «la suerte de la filosofía, e incluso del humanismo y la ciencia, exige que reconozcamos una dimensión no representativa en el propio conocimiento intelectual. Se trata de la índole cuasi-intuitiva y no mediada que poseen los conceptos más elementales y primitivos, en los que se apoya la variedad y variación de nuestras conversaciones, razonamientos y discursos. Estamos ante aprehensiones simples, en el sentido más sencillo de la expresión. Sin ellas, el entramado de representaciones intelectuales tendría un carácter circular y meramente pragmático. No respondería –en definitiva– a un contacto directo con las formas reales, sino que estaría más bien al servicio de estrategias retóricas o utilitaristas que, a la postre, no pertenecen a ninguno de nosotros como personas vivas, sino a esos flujos anónimos e indefinidos a los que llamamos “opinión pública” o “mercados”» (Llano, 2016a, p. 96). Más adelante afirma, frente al naturalismo: «El concepto propiamente no tiene causas. El que alguien conozca es algo que se puede preparar, pero no se puede causar. Se pueden suscitar artificialmente representaciones, pero no conceptos. Por eso no hay –ni puede haber– ningún procedimiento artificial para introducir conocimientos en la mente humana. He aquí el límite de todos los intentos de sustituir el esfuerzo de aprender por estereotipados métodos pedagógicos. Afortunadamente, la publicidad y la propaganda tienen un límite, porque no cabe transferir conceptos a base de influencia o manipulación» (Llano, 2016a, p. 100).↵
- Refiriéndose a la experiencia estética, George Steiner habla de que en ella podemos advertir la «irreductible autonomía de la presencia, de la “otredad”» (Steiner, 1998, p. 259). El arte sublime nos extasía, nos arrebata, nos eleva y trasciende por encima de nosotros mismos. Pero, por otra parte –como ha señalado Fernando Inciarte–, el arte sale al paso de la incomplexión de la realidad, que no es todo su ser: «No hay nada en este mundo, incluido el mundo mismo, que sea todo su ser; (…) todo en el mundo y el mundo mismo es parte de sí mismo, fragmento al que la plenitud sólo le puede llegar en todo caso de fuera: de lo único que ya es plenitud» (Inciarte, 2001, p. 224). Antes ha afirmado lo siguiente: «La totalidad del ser –la síntesis de finito e infinito– no existe ni, por lo tanto, tampoco, si se me permite la expresión, el tan cacareado ser, como si este fuera una tarta que se reparten Dios y, en una porción menor por exigua que sea, el mundo. Lo que existe en todo caso es la totalidad de su propio ser –eso sería el infinito, Dios– y el resto, que en estas condiciones ni se le añadiría en absoluto ni podría entrar en síntesis alguna con él. No siendo la totalidad de su ser ni, por tanto, totalidad alguna, el universo es y no es; es decir, no es del todo real sino que es a la vez ficticio. Y aquí ya tenemos al arte y a la artificialidad (…) metidas en la vida y determinándola. (…) La filosofía no tiene que ver con la verdad, sino con la verosimilitud. Es lo que dice Platón en el Timeo: si el mundo es solo verosímil, el mejor modo de dar con él es “mitificarlo”, contando historias. Historias que no pretendan ser verdaderas sino sólo verosímiles» (Inciarte, 2001, pp. 151-152). «¿No hemos quedado en que no hay tal “todo”, un puro todo o un todo puro, y que por eso el mundo está abocado al arte, a la artificialidad, barroca o no, a que le prestemos y nos prestemos el servicio de la cultura?» (Inciarte, 2001, p. 165).↵
- Tres ejemplos paradigmáticos: el drama La vida es sueño, el más célebre auto sacramental de Calderón de la Barca; el mito griego del laberinto (el que construyó Dédalo en Creta para esconder al Minotauro): una vez dentro ya nadie puede salir de él; o la escena final de la película La dama de Shanghái, dirigida por Orson Wells (1948), en la que los personajes se disparan mutuamente en un laberinto de espejos dentro de un parque de atracciones; el juego de espejos hace que los disparos acierten en el reflejo, pero sin herir a los personajes, que salen indemnes (solo al final se hieren de verdad).↵
- Según Bech (2001, p. 51), Heidegger se refiere a la Sinngebung de acuerdo con una noción ampliada de significación que apunta más bien al sentido (Sinn), la cual toma de los desarrollos que hace Husserl en Ideen I (Husserl, 1997, p. 296).↵
- Cfr. I. Kant, Crítica de la razón pura, A 757 / B 786.↵
- El señor G. Soros, que tanto habla, emulando a Karl Popper, de «sociedad abierta», ha convertido su próspero negocio especulativo en una imponente empresa de fabricación y distribución internacional de leyes-mordaza. Es un referente para todos aquellos que pretenden difundir sus principios de tolerancia y apertura a golpe de código penal. Ha descubierto una mina de oro para sus lobbies de preferencia: perseguir al discrepante imputándole por delito de odio es el mejor «argumento» para defender la convicción propia que, a día de hoy –en la época de la «posverdad»–, no puede encontrar otro modo de impugnar la convicción contraria que taparle la boca a quien la exhibe con la pretensión de que es verdadera.↵
- Lo cual evoca el célebre Epigrama de Palladas, de Marco Aurelio: «El mundo es un escenario, la vida un juguete; disfrázate y juega tu papel; pero destierra cualquier pensamiento serio; si no, arriesgas que el corazón te reviente» (apud Waltz, 1928, libro X, p. 72).↵