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Concluyendo…

La educación es una ayuda a la maduración, al crecimiento de la persona, o de lo más humano del ser humano. Y ayudar a eso únicamente es posible si logramos conectar con una realidad que se sitúa más allá de nosotros mismos, cuya entidad puede incrementar la nuestra tan solo si la conocemos realmente. Y, a su vez, conocer realmente es re-conocer lo que las cosas en realidad son, lo que son en verdad. El yo se acrece en el contacto real con un no-yo que posee una entidad y un régimen propio, en principio independiente de nuestras representaciones cognitivas, lingüísticas, afectivas, etc.; leyes y régimen propio, que en primer término hemos de aprender para poder dialogar con la realidad, e incluso para poder emplearla en nuestro provecho, haciéndonos cargo de ella.

De ahí que una parte relevante de la tarea de los docentes consista en suministrar recursos intelectuales que ayuden a la gente a irse formando criterio para discernir lo real de lo virtual, lo que decimos de las cosas de lo que las cosas «dicen» siendo.

Hoy ese trabajo ha de afrontar algunas dificultades específicas, pues en un contexto sociocultural tan «mediático» como el nuestro es fácil que nos empantanemos en medio de tanta pantalla. Toda cultura está hecha de mediaciones, pero hoy son tantas y tan aparentemente inmediatas –visuales, en la llamada «cultura de la imagen»–, que las virtualidades pueden bloquear mucho el acceso a la realidad real. Para muestra un botón: la forma en que tanta gente confunde las «amistades» virtuales en las redes sociales con la auténtica amistad, sin duda la mayor riqueza real de un ser humano.

Las herramientas digitales parece que nos franquean un acceso inmediato a las cosas y a las personas, pero en realidad producen el efecto contrario. La profusión de dispositivos electrónicos, y la dependencia que induce en mucha gente el abuso de ellos, conduce al aislamiento de la realidad y de los demás, de lo otro y de los otros. Tantos que se pasan la vida «conectados» on-line, en realidad quedan, ausentes, «enganchados» a sí mismos. Ese autocentramiento no ayuda, sino que dificulta la maduración.

Confesándose obsesionado por los libros, el filósofo A. Llano invita a todos a adquirir «la manía de leer: que se despreocupen de todo lo demás (que es irreal) para abocarse a los libros, donde se encuentra la verdadera realidad. La experiencia enseña que el leer –como el vivir– no requiere un tiempo extra» (Llano, 2016b, p. 223). Por exagerada que resulte la afirmación de que solo la lectura nos pone en contacto directo con la realidad, este autor –«un letraherido, según dicen los pedantes»– no repara en gastos a la hora de señalar las ventajas «vitales» de la buena lectura:

«El libro tiene todas las ventajas: su uso es totalmente libre, no pretende apabullar a nadie, invita sin obligar, puede ser sustituido sin celos y, además, es barato. Representa, dicen ahora los tecnócratas, con su prosa salvaje, un valor-refugio contra la crisis. Aunque el buen lector sabe que la causa profunda de la crisis estriba en que demasiada gente ha dejado de leer y ha buscado satisfacer su fantasía con delirios de consumo y juegos de azar. Los hispano-hablantes deberíamos entender lo que está pasando, porque nuestra obra clásica por excelencia es la historia de un lector empedernido, a quien los libros enseñaron que lo importante es la honra limpiamente ganada, y no el dinero o el poder, de origen generalmente sospechoso. El Quijote es además la historia de una conversión. Porque, al final de la jornada, el Hidalgo acaba dándose cuenta de que lo importante de los libros no es tanto la fantasía como la verdad» (Llano, 2016b, p. 223).

Entender es lo que «realmente» nos saca de nosotros mismos, pues en esa praxis nos «conformamos» con la realidad que conocemos. Y así el ser humano se «autotrasciende». En eso estriba un aspecto crucial de la libertad humana: en no estar preso de uno mismo. La apertura a lo otro y a los otros, que es lo que nos hace crecer y lo que nos hace más libres, no la facilitan las pantallas. Aunque para algunas cosas eso está muy bien, lo que más ayuda a lo fundamental de la vida humana es leer, y discutir con los amigos sobre lo que se ha leído. Ayudar a la gente que se nos confía a hacer bien estas dos cosas es, hoy, una «emergencia educativa» y, desde luego, un reto cultural de gran alcance, en el que los docentes tenemos un papel primordial.

Termino con una interesante observación de Llano: «Una educación que prescinda de los libros, y todo lo fíe a las nuevas tecnologías y al activismo, es una mala educación. Frente al riesgo de una instrucción postliteraria, al observar que la afición a la lectura desciende alarmantemente entre los jóvenes, es preciso difundir con toda el alma el amor a los libros. Porque los libros son el cauce ordinario y común de la vida del espíritu» (Llano, 2016b, p. 221).



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