Hacia el final de un libro-entrevista autobiográfico titulado Sobre Dios y el mundo, y respondiendo a una pregunta del entrevistador, Robert Spaemann declara lo que le parece que ha aportado la Filosofía a su vida: algo más de claridad, no tanto en las respuestas como en las preguntas (Spaemann, 2014, p. 361).
Sócrates mostraba la importancia de enderezar bien las preguntas –de apuntar a lo esencial–, dotándolas así de eficacia heurística; respuestas, en fin, que ayuden a encontrar algo. No hay respuestas definitivas a las cuestiones que la Filosofía plantea, o, lo que es lo mismo, esas respuestas responden en la misma medida en que abren espacio a nuevos interrogantes. El camino de la Filosofía, decía el maestro ateniense, es aporético –sin límite–, de manera que discurriendo por él nunca se logra alcanzar la meta final. Ahora bien, para caminar por él hace falta alguna claridad sobre la meta; quien no sabe a dónde va, no va, al menos inteligentemente[1].
Algo parecido podría decirse de la vida humana. Para los filósofos que se reconocen en el linaje de Sócrates –y en ese linaje sin ninguna duda se reconocen los mejores filósofos–, la Filosofía es un modo de vida. La genial lucidez del maestro de Occidente se pone de manifiesto en los grandes temas de la vida, y sobre todo a la hora de afrontar su propia muerte. Aunque trágicamente, la resolución de no secundar la cordura de sus amigos pone colofón a una auténtica vida filosófica. El ideal del sabio griego, encarnado prototípicamente por Sócrates, es saber vivir, i.e vivir lúcida, no estúpidamente. Así, en la última conversación que mantuvo con su amigo Critón, justo antes de beberse la cicuta, sale a relucir la clarividencia y discernimiento de quien desea llevar una vida coherente, frente a la perspicacia sagaz de quien no ve más allá de lo que tiene inmediatamente delante. Critón deseaba salvarle persuadiéndole a huir de Atenas, librándose así de cumplir la sentencia de muerte a la que le habían condenado los senadores. Sócrates le pregunta: «¿Es preferible vivir a vivir bien?» (Critón, 48 b). Un poco antes ha declarado: «Soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece mejor» (46 b), y «no debe preocuparnos lo que diga la mayoría sino lo que diga el que entiende de lo justo e injusto» (48 a).
Quisiera detenerme en esa lucidez.
En casi todos sus Diálogos, Platón presenta a Sócrates afanado por lograr una definición de aquello sobre lo que versa la conversación. Este afán es evidente en el Menón, en el Teeteto, etc. Por ejemplo, en El sofista llama la atención la cantidad de pormenores en los que se detiene Sócrates al dividir en categorías las diferentes artes, clasificándolas cuidadosamente –en especies y subespecies– hasta definir con total precisión el arte de la pesca con caña[2]. Ahora bien, cuando se trata de cuestiones de una mayor hondura casi siempre termina el diálogo sin haber alcanzado la anhelada definición; a veces, agradeciendo al interlocutor su ayuda; a menudo, constatando que, pese a los esfuerzos de ambos, no solo no la han logrado, sino que tienen la sensación de haberse alejado aún más de ella, de ir como dando palos de ciego[3].
Desde luego, la definición es importante para saber con precisión de qué hablamos, o, como dicen los alemanes, «de qué va» (worum geht es). Discurrir con cordura y lucidez requiere saber qué es (quid est) eso de lo que se trata, es decir, conocer su esencia (quidditas). Sin una buena definición esencial –o, al menos descriptiva, que a menudo es el paso preliminar– vamos, en efecto, sin rumbo. Uno de los principales aportes del socratismo a la Filosofía, y a la cultura occidental, consiste precisamente en mostrar el alcance intelectual de las definiciones.
Una definición esencial no se cumple tan solo con una relación o enumeración de casos, y menos aún con uno solo, o con un ejemplo («es como si…»). Así, tratando de indagar sobre el saber, Sócrates pregunta, no acerca de qué cosas versa el saber, ni cuántos saberes hay, sino en qué consiste saber, cualquiera sea el saber que se posea (Teeteto, 146 e)[4]. Y, a la inversa, entender algo como un ejemplo, como un «caso de», supone tener el concepto universal que la correspondiente definición aclara y explica.
Lo que se define, en efecto, no son cosas, sino índoles, o sus correspondientes conceptos. El rendimiento de una buena definición es hallar «lo que es lo mismo en todas las cosas» (Menón, 75 a).
La primera lucidez intelectual consiste en la luz para leer, dentro de los datos sensoriales que tenemos de cosas concretas, sus índoles inteligibles. Es exactamente a eso a lo que apunta la etimología de la palabra «intelecto», en latín intellectus, que procede del verbo intus-legere, leer dentro[5]. Se trata de una luz más «penetrante» que la sensible, y a ella se refiere Aristóteles (1974) con la expresión nous poietikós, intelecto agente (en latín, intellectus agens).
Esta luz ha de ser más penetrante, digo, porque «dentro» está más oscuro. Gracias a ella, por ejemplo, puedo entender qué es un perro, i.e puedo leer en mi perro la índole de perro (digamos, la «perrez»). El ser-perro de mi perro no es mi perro, pero puedo hallarlo en él si detengo la mirada intelectual, si se hace luz ahí dentro. Esto no se logra por el simple procedimiento de coleccionar fotos de perros. Por muy buenos perros que sean, ninguno encarna la «perrez»; ningún caso de ser-perro agota la especie canina. De lo contrario, solo habría un perro, cosa que patentemente no consta. Tener constancia de que aquí hay un perro significa, por un lado, que estamos ante un ejemplar canino, es decir, un caso particular, un individuo de la especie canina, pero también significa que esta no se reduce a ninguno de sus casos. Por muy perro que sea un perro, hay otros que también lo son, quizá en forma algo más pobre o degradada. El arquetipo no consiste en el correspondiente prototipo. Pongamos por caso Rintintín, que es un pedazo de perro: bueno, listo, guapo, criminólogo… ¡Vaya!, lo más que uno podría imaginarse en materia de perros. Pues ni siquiera ese perrazo es la perrez con patas. (Entre otras, una diferencia significativa estriba en que todo perro tiene madre perra, mientras que la perrez no).
Pensemos en otro tipo de índole, en este caso no sustantiva sino adjetiva, por ejemplo la blancura. En términos aristotélicos se trata de una forma accidental, la cual, a diferencia de la índole canina, que es forma sustancial, necesita darse en otro como en su sujeto, i.e precisa ser sujetada en el ser por algo más sustantivo –una «sustancia primera» (proté ousía)–, pues carece de la sujeción necesaria para ser-en-sí. En efecto, la blancura no es en sí, sino en el perro blanco, o el caballo blanco, o el folio, la camisa blanca, el blanco de los ojos, etc.
Ningún blanco es tan blanco que agote la blancura. Cuando yo era muchacho salía en televisión el anuncio de un detergente que decía: «Ariel es el que lava más blanco». Pongamos que Ariel es el prototipo de blancura –los lógicos medievales dirían que es el analogado principal (analogatum princeps) dentro del género «blancura»–. Mas por muy blanco que sea, no es la mismísima blancura (albedo ipsissima), digamos, la blancura en sí misma considerada, o la blancura en sí. También porque, mientras que lo blanco siempre puede ser más o menos blanco, la blancura no puede ser más o menos blanca, pues en absoluto la blancura es blanca; es lo que constituye como blancos a los blancos, pero sin ser ella misma blanca. Para que la blancura confiera el ser-blanco es menester que la blancura no sea blanca. En otras palabras, ser blanco es tener blancura, pero sin serla. Es el tema de la participación metafísica, que puede leerse de dos maneras, al modo platónico o al aristotélico: como imitación (mímesis), o como parcial posesión, i.e como un real formar parte de algo (compartirlo con otros), o como un tomar parte (partem capere) en algo.
Platón pensaba que esas índoles (formas arquetípicas, o ideas) residen en un mundo ideal –kosmos noetós– distinto del que nosotros vemos, y del cual este tan solo es sombra, reflejo especular. La sombra se parece, imita al objeto que la produce, pero la condición de ese parecer o imitar es no-ser aquello que la sombra imita. Lo que vemos aquí, dentro de la caverna, no son más que malas imitaciones, porque estamos a oscuras, semiciegos. La Filosofía busca librarnos de esa ceguera. Concretamente, la dialéctica es el arte de ir cerrando poco a poco los ojos a las sombras, distanciarnos de las imitaciones para volver a la auténtica realidad, al verdadero mundo al que originariamente pertenecíamos antes de ser precipitados en la cueva, antes de ser prisioneros en el cuerpo y condenados a penar en el ostracismo del mundo de las cosas sensibles (kosmos aisthetós).
A diferencia de Platón, el Aristóteles maduro piensa que para hallar la verdadera índole de las cosas no hay que distanciarse de este mundo, sino penetrar en él, eso sí, con una mirada más aguda facilitada por esa luz intelectual más intensa. La índole de las cosas, su verdadera realidad o entidad, no está en otro mundo distinto del que vemos. Lo que ocurre es que no la «vemos», digamos, a simple vista, sino que solo podemos «entenderla», i.e leerla dentro de las cosas (como la índole de perro en un determinado can, o la blancura en lo blanco). Está ahí, pero «dentro».
Ambos filósofos están de acuerdo en que la intelección de algo no se reduce a la constatación de un hecho, o al cómputo de casos, sino que consiste en hallar su «forma» o índole. Esto es lo que aprendieron de su maestro Sócrates: intelección es definición.
En el lenguaje filosófico se emplea también el término abstracción como sinónimo de intelección de la forma o índole. Pero mientras que para Platón lograr eso implica «separación», para Aristóteles es «penetración». De forma muy plástica lo expresa el pintor renacentista Miguel Ángel en su famoso fresco La escuela de Atenas, que se conserva en los Museos Vaticanos: en el centro de la escena aparecen Platón y Aristóteles; el primero señala con el dedo hacia arriba –el cielo de las ideas, el lugar que está por encima de las nubes (hyperouranós topós), que es donde piensa que habita la auténtica realidad–, mientras que Aristóteles apunta hacia abajo con su mano extendida.
Esa lucidez intelectual puede comprenderse también en términos de profundidad. Más allá de los tópicos al uso, el discurso filosófico siempre ha tenido la pretensión de ser fundamental, de ir a los fundamentos, a la raíz más profunda de las cosas; al menos, de no conformarse con ser un discurso trivial, periférico, i.e que se queda solo en la superficie. En el lenguaje platónico, esa pretensión de profundidad se expresa con la metáfora de una segunda navegación[6].
A juicio de Aristóteles (1979), la manera fundamental de entender es la inducción (epagogé), el encuentro (inventio): dar con la clave, o, mejor, con la raíz de las cosas[7]. Todo conocimiento es avance, logro, aprendizaje: no hay ningún conocimiento «natural» o innato. Pues bien, avanzar en el conocimiento consiste, en lo intelectual, en remontarse, en dirección ascendente, desde lo particular a lo general, desde lo concreto a lo universal, y puede tener cualquiera de estas formas: conectar lo secundario con lo primario, enlazar lo nuevo con lo antiguo, integrar la experiencia con la razón, o, en último término, entender lo que se ve, i.e descubrir la entraña de lo que nos sale al encuentro. A fin de cuentas es esto posible gracias a unas nociones y a unos axiomas fundamentales de la razón, que también son aprendidos, pero que están en la base de todo lo demás que aprendemos. Esos axiomas básicos los denomina el Estagirita primeros principios. También cabe discurrir desde ellos hasta la periferia –desde lo general a lo particular–, y eso es la deducción (apodeixis), procedimiento genuino de las ciencias formales.
Tanto la in-ducción como la de-ducción son ductiones, caminos, tránsitos, digamos, modos de acceder (de lo particular a lo general la inducción, y de lo general a lo particular la deducción), y constituyen los itinerarios propios del discurso científico. El prototipo de argumento demostrativo –la demostración más perfecta en ciencia– es el silogismo deductivo, pero hay otras formas de emplear la inteligencia –otros hábitos intelectuales–, y para Aristóteles el modelo de intelección no es el patrón científico o argumentativo, sino una forma de inducción que no es propiamente discursiva, y que remite inmediatamente lo secundario a lo primario, la periferia a la raíz[8].
- «Para buscar hay que saber qué se busca. Si no, ¿cómo adviertes que es eso lo que buscas si no lo conocías?» (Menón, 80 d).↵
- Vid. El sofista, 221 a-c.↵
- Menón le dice a Sócrates: «He pronunciado muchos discursos sobre la virtud, pero ahora no sabría decir qué es» (Menón, 80 b). Frecuentemente la reflexión de Sócrates, además de antojársele a él mismo torpe, le parece que entorpece el discurso, provocando perplejidad en vez de arrojar luz sobre los asuntos que trata: «Entorpezco a otros porque estoy entorpecido» (Menón, 80 c). En un momento dado, Menón se queja de que Sócrates se problematiza y lo problematiza todo: «Es como el pez torpedo: entorpece al que se le acerca y toca» (80 a).↵
- En Teeteto (147 a) dice que a la cuestión de qué es el arte es ridículo responder enumerando las artes: zapatería, alfarería, construcción de hornos o ladrillos. «No te preguntábamos –le dice Sócrates a Teeteto– con la intención de contar (los saberes), sino con la intención de conocer qué es el saber en sí mismo» (146 e).↵
- Afirma Tomás de Aquino: «Se ha de decir que el nombre de entendimiento se toma del hecho de que conoce lo íntimo de las cosas, pues entender (intelligere) es como leer dentro (intus legere). Los sentidos y la imaginación solo conocen los accidentes exteriores; únicamente el entendimiento llega hasta las esencias de las cosas» (Quaestiones disputatae de veritate, q. 1, a. 12 c).↵
- «La expresión “segunda navegación” indicaba, en la terminología náutica, a aquella que tenía que hacerse con el recurso más esforzado de los remos, a falta de vientos bonancibles; respecto de la investigación, significa confiarse al método más arriesgado para fundamentar el aspecto inteligible de la realidad. Siguiendo esta misma estructura, la primera navegación estuvo a cargo de los presocráticos y su indagación de la physis. Desde el punto de vista del método (la navegación propiamente metafísica), implica hallar conceptos que permitan escrutar la verdad de lo real, pues, en un giro que recuerda el símil de la caverna (República 515 e – 516 b), señala que el alma, para evitar su ceguera, debe soslayar la contemplación directa de lo inteligible. Por ello, en la investigación de la noción de causa, resulta necesario probar primero la existencia de las ideas o “en sí” inteligible: “Me parece, pues, que si hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque participa de aquella belleza” (Fedón, 100 c; puede leerse en conjunción con Crátilo 386 e). (…) La segunda navegación se ocupa del aspecto inteligible de la realidad o “lo verdaderamente real”» (Calabrese, 2018, p. 34).↵
- Topica, I, 12. Con los límites que puede tener aquí una metáfora topológica, llama la atención que para llegar a la raíz, al fondo de las cosas, haya que remontarse «hacia arriba». En efecto, epagogé significa en griego, literalmente, camino ascendente. También en latín altitudo significa profundidad.↵
- Hay tres formas de inducción epagógica, según Aristóteles: 1) la ejemplar, que encuentra un caso paradigmático (paradéigma) a partir del cual cabe iniciar el ascenso hasta la generalidad; 2) la enumerativa, que realiza el cómputo más pormenorizado y completo posible de casos de una ley general, y que constituye la inducción prototípica. Mas la forma de epagogé a la que aquí me refiero es la 3) noético-intuitiva, que descubre o encuentra (invenit) un axioma o principio en una intuición sensible (vid. Höffe, 1996, pp. 87-90).↵