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Presentación

El quehacer de los educadores en general –y en particular el trabajo de los maestros– tiene mucho que ver con el desarrollo intelectual de sus alumnos. Naturalmente, hay otras dimensiones sustantivas del crecimiento personal en las que la tarea educativa juega un papel relevante. Pero me parece que en el entorno escolar estas otras van en la estela de la dimensión intelectual.

Durante la primera infancia, y también más tarde, hay ciertos aprendizajes que poseen la forma de rutinas que nos ahorran el pensar y el decidir. Tanto el entorno familiar como el escolar constituyen ambientes adecuados para esos aprendizajes, facilitan una atmósfera que propicia su adquisición; proveen algo así como una presión osmótica que conduce a incorporar algunas destrezas necesarias para la vida humana en sociedad. Bien que sean efectivos aprendizajes, y por tanto haya que incorporarlos –pues ningún ser humano dispone de ellos de manera innata–, puede decirse que se nos inculcan sin necesidad de entender mucho de su qué y su por qué. Ejemplos de aprendizajes que tienen ese régimen pueden ser ciertos hábitos de higiene elemental, algunas reglas fundamentales de cortesía en el trato con los demás, o incluso la postura vertical (sostenerse sobre los dos pies).

Resulta obvio que el ecosistema escolar ha de proveer, además, un ambiente propicio a otro tipo de aprendizajes –intelectuales, morales, cívicos– en los que hace falta entender, de forma gradual, escalonada, y con un esfuerzo intelectual creciente, algunas razones acerca del mundo y de nosotros mismos.

Es justamente este momento del entender –su carácter y estructura–, y el respectivo asimilar –hacer mío lo que entiendo– lo que constituirá el objeto de la indagación en estas páginas. Intelectualmente, la información que recibimos solo nos «forma» –nos educa–, si reobra sobre nuestra propia estructura cognoscitiva llegando a «conformarnos»; es decir, si hay un contraste de su validez –de su valor de verdad– que cataliza el proceso de formación de un criterio propio, si nos ayuda a apropiar un conjunto de parámetros intelectuales y morales que sirven para orientarnos en la vida.

Naturalmente, ese proceso es largo; tal vez dura toda la vida. Pero es en la etapa escolar, y muy principalmente en la Primaria, cuando ha de comenzar. Los maestros tienen un papel decisivo en la tarea de ayudar a quienes se encomiendan a su cuidado a que profundicen, a que no se queden en lo trivial o anecdótico, y a que dispongan de la lucidez necesaria para orientar la vida con la razón. Ya dijo Sócrates que no puede ser plenamente humana una vida no examinada, digamos, vivida sin más, tal como viene dada[1].


  1. «Una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre» (Platón, Apología de Sócrates, 38 a).


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