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Conclusiones

A lo largo de este trabajo se ha buscado dar cuenta de los modos en que se configura la relación nosotros/otros en el interior de una escuela secundaria de un barrio del conurbano bonaerense cuyos habitantes pertenecen mayoritariamente a las clases populares urbanas. La intención ha sido poder analizar algunos procesos de construcción y reproducción de ciertas representaciones sociales que, en su sostenimiento y circulación, reproducen determinados sentidos sociales y les asignan otros novedosos para el nivel. Estos sentidos, por un lado, propician la incorporación de los y las jóvenes, pero, por otro, obturan la posibilidad de acceso y permanencia en función de las representaciones construidas en torno al ser estudiante, a las prácticas de los jóvenes del barrio, a las reglas de juego institucionales y a las características del propio barrio, contribuyendo así a la reproducción de las desigualdades sociales y legitimando posiciones diferenciales de los sujetos en el espacio social.

En el recorrido propuesto en el texto, se pudo mostrar que la escuela sigue siendo un espacio en el que no todos los jóvenes están, ni en el que permanecen todos los que ingresan, ni que quienes están allí realizan de modo similar un recorrido lineal y prefijado por el nivel[1]. Los datos cuantitativos analizados de forma aislada no brindan mucha más información que la presentada en el capítulo 2 de esta tesis. Sin embargo, al articularlos con los resultados del análisis cualitativo realizados en los capítulos 3, 4 y 5, encontramos que les dan un sentido particular a los mismos y contribuyen a la delimitación del nosotros/otros escolar que, en ese contexto, establecen dichos sujetos.

Nos encontramos con un proceso de reconfiguración de la lógica meritocrática en la escuela secundaria, en donde el mérito y el esfuerzo siguen operando como justificadores del éxito o el fracaso escolar, pero ya no son suficientes para dar cuenta de todo lo que ocurre al interior de la escuela, ni de las exclusiones e inclusiones que allí se producen. A partir de una complejización de la lógica meritocrática, se delimitan nuevas figuras, no solo en torno a quiénes quedarán por fuera de una escuela, cada vez más masiva y obligatoria, sino que también se define de qué manera quedan adentro quienes permanecen en función de los atributos personales que se les asigna y los modos de ocupar posiciones diferentes o diferenciales. El mérito y el esfuerzo no se mide, en el caso analizado, en calificaciones o en resultados escolares clásicos: mejor promedio, atención y participación en todas las clases demostrando manejo de los contenidos disciplinares, etc., sino también respecto de la dedicación puesta en asistir asiduamente a la escuela, permanecer en ella y tener como objetivo promocionar al siguiente año. Esto se combina con otros componentes, tales como ser buen compañero, solidario, atento a las necesidades de los otros y lograr acompañar a otros para que permanezcan incluidos.

Aunque se sepa que el esquema de movilidad ascendente que la escuela le prometió a otros en un momento histórico diferente ya no sea tal para ellos en el contexto actual, estar en la escuela les permite marcar distancia con quienes no pudieron permanecer en la escuela o nunca ingresaron a ella. En este sentido hay “algo” de la promesa de la escuela moderna que sigue funcionando en esta escuela de un barrio del conurbano: ubica a los jóvenes entre ser o no ser estudiantes, entre haber podido sostener la escolarización y no lograrlo. La escuela marca un límite, señala un criterio clasificatorio al interior del barrio entre los y las jóvenes. En este aspecto, es que, justamente, queda centrada para los jóvenes la lógica meritocrática, opera realizando una primera división en el nosotros/otros barrial, entre quienes están adentro por el esfuerzo puesto en permanecer en la escuela y quienes están afuera de ella.

En este marco y dando cuenta de la caracterización que realizan los estudiantes de la escuela, cabe la pregunta por la sobreadaptación de los jóvenes que logran sostener su escolarización en la institución y la confianza “casi ciega” hacia las prácticas que los docentes sostienen y que, en muchos casos, generan exclusión o invisibilizan la inclusión en los márgenes de muchos jóvenes. La responsabilidad y el peso del éxito o el fracaso siguen recayendo en sus prácticas, atándolos a los modos en que sostienen su escolaridad más que a una imposibilidad de los adultos de la escuela por adaptarse a los nuevos modos de transitarla que poseen estos jóvenes.

Desde la óptica de los adultos, la lógica de la escuela, más que desde la meritocracia, que consideran una lógica no aplicable en una escuela masiva de impronta inclusiva, es vista desde una combinación de apatía para la propuesta que la escuela ofrece y la necesidad o demanda de tutela afectiva docente. Incorporan, de este modo, un mandato novedoso al nivel -aunque no a la educación- y lo encarnan en estos jóvenes escolarizados recientemente: la escuela secundaria debe contenerlos afectivamente. Ya no es seleccionar a los mejores o aquellos que más se esfuerzan, sino tutelar afectivamente a aquellos desprotegidos y vulnerabilizados como un modo de intervenir sobre las vidas de estos jóvenes de clases populares, proporcionando un mayor acompañamiento de las trayectorias de los estudiantes para que “no fracasen”. Lo que a la vez construye, en el imaginario de los docentes, un sujeto previamente desprotegido afectivamente y un propósito cumplible para ellos. Entonces, quienes abandonan, no están en la escuela o asisten con intermitencias- son los sujetos “imposibles”: se constituyen en la otredad no incluible en la lógica de la escuela secundaria “inclusiva”. Parámetro construido desde una lógica del “descarte” que supone que se intentó domesticarlos, adaptarlos, incorporarlos, pero no fue posible. Así parecería que quienes están por fuera de la escuela lo merecen, ya que no logran mínimamente entrar en el juego que la escuela propone y que, básicamente, supone que resignen poner en juego en el interior de la escuela reglas de juego y lógicas de vinculación ajenas a la misma, ya sea en el formato meritocrático tradicional o del formato meritocrático inclusivo.

En la combinación de las representaciones sobre los estudiantes vinculadas a la apatía y la necesidad de tutela afectiva, se sostiene una mirada compasional que “sitúa en la posición de asistidos a aquellos que toma como objeto y los instala en una forma de indignidad cuya responsabilidad podrá serles atribuida” (Revault D’Allonnes; 2009:36). Los índices persistentes de repitencia y abandono en la escuela refuerzan la representación meritocrática por parte de los estudiantes que logran sostener su escolarización y también las representaciones adultas en torno a la apatía y la necesidad de tutela afectiva, porque no todos están pudiendo concluir la escuela. En ambos casos se responsabiliza a los propios sujetos por el “éxito” o el “fracaso” en el recorrido escolar, sobrevalorando la persistencia en la escuela y leyendo negativamente las “condiciones individuales” de los sujetos que abandonan y no se reinsertan en la escolarización.

En el marco del reconocimiento del cambio en el vínculo docente-alumno, se sostiene desde los docentes un sistema clasificatorio que parte de describir a la tarea docente como guardiana de los valores sociales que conocen, comprenden, portan y transmiten sólo ellos. La tarea con los más jóvenes se constituye en “reencauzadora” de sujetos sociales que, por un lado, son vistos como proclives a la desviación y, por otro, son caracterizados como carentes de los valores necesarios para insertarse institucional y socialmente. Quienes no entren en la lógica del reencauzamiento construida y sostenida por los docentes -pero también legitimada por los estudiantes que transitan con relativo “éxito” por la secundaria-, se constituirán en la otredad que debe ser en principio neutralizada y, si esto no es posible, apartada de la institución. Se construye una línea divisoria entre jóvenes incluibles y no incluibles como estudiantes. Condición excluyente que se refuerza en los discursos de quienes sí están dentro de la escuela.

El sostenimiento desde los estudiantes de estas representaciones en torno a quiénes son incluibles y quienes no los lleva a que acepten, en gran medida, jugar este juego que desde la institución se les propone, ya que la escuela tiene sentido para ellos. Buscan permanecer en la escuela y aceptan que para estar dentro de ella legítimamente hay que amoldarse. Ellos saben que necesitan estar y valoran estar en esa escuela en particular. La filiación institucional es el horizonte que trazan. Ellos también sostienen que hay transgresiones que la escuela no puede procesar, que hay individuos que no son reencauzables y, por lo tanto, deben quedar afuera. La identificación de esa otredad que la escuela no es capaz, no está en condiciones o no puede incorporar se traduce en un proceso autojustificatorio de prácticas de exclusión. Estas prácticas están sostenidas también desde la convicción de que no todos se deben incorporar, porque no son capaces de adaptarse a las reglas de juego institucionales ni de incorporar los valores que allí se sostienen y promueven. En los estudiantes, este discurso aparece explícitamente y en los docentes, se presenta implícito. Suponemos que esta diferencia del nivel de explicitación puede deberse a que estos últimos se encuentran mucho más condicionados que los estudiantes por el discurso oficial en torno a la obligatoriedad de la educación secundaria como derecho de los y las jóvenes.

Contrariamente a todos los supuestos que colocan a la escuela secundaria en una espiral de sin sentido, para los estudiantes hay sentido y se pueden dar cuenta de por qué están en ella. Estar en la escuela es, para ellos, significativo en términos de la trayectoria familiar de la que forman parte, de su experiencia personal, de los vínculos que entablan en la escuela y de la diferencia que construyen con otros. Permanecer en ella es una marca de distinción con respecto a aquellos que ya no pertenecen o que nunca estuvieron. El título, aunque devaluado, sigue siendo percibido a partir de su antiguo valor, mistificándose como tal por sus poseedores o candidatos a ello (Bourdieu, 2011:153). En el estar en la escuela se combina, para los estudiantes, un sentido instrumental y un criterio de distinción. La obtención del título sigue siendo leída como herramienta para posicionarse de modo diferente en el campo económico. Esta lectura es compartida por los demás miembros de los sectores sociales para los que la escuela no fue montada en sus orígenes y accedieron tardíamente (o aún no) a ella. También la escuela es efectiva para estos jóvenes como instancia que construye experiencias diferenciales de juventud, acercándolos a esa representación hegemónica e histórica de juventud como estudiante: delimita distintas juventudes entre aquellos que están en la escuela y quienes no.

Por parte de los docentes, la delimitación del nosotros/otros y la definición que realizan tanto de su lugar en la escuela como de la condición de estudiante buscan preservarlos de la posibilidad, siempre latente, de su desclasamiento (que se produce irremediablemente cuando muchos sujetos comparten las mismas posiciones). Los y las docentes han accedido a la titulación profesional luego de transitar una escuela secundaria más restrictiva que la actual y se reconocen como pertenecientes a una fracción de clase diferente a la de los estudiantes que asisten a esta escuela. En la actualidad, el acceso masivo y “obligatorio” de los jóvenes a la titulación secundaria los habilita a la continuación de los estudios superiores, generándose la posibilidad a futuro de una devaluación no sólo del título secundario, que ya lo está, sino también de las titulaciones profesionales posteriores, entre las cuales puede estar la carrera docente[2].

En este marco se entienden las representaciones en torno a los jóvenes – estudiantes que los colocan en un lugar de apatía, en el mejor de los casos, o de inadaptabilidad a las reglas de juego escolares en el peor de ellos. A partir de estas representaciones se refuerza el límite entre quienes acceden y quienes no, pero también respecto de qué recorridos se realizarán una vez incluidos, buscando los adultos resguardar las propias posiciones. Como nos ha explicado Bourdieu (2011) en la lucha por la clasificación, los diferentes sujetos ponen en juego estrategias que intentan imponer el sistema de clasificación que les sea más favorable a sus intereses. Los docentes, en la escuela, se encuentran en una posición privilegiada para imponer criterios clasificatorios que refuercen sus propias posiciones y descalifiquen otras, tales como las de los estudiantes y las de los vecinos del barrio. Reproducen no solo sentidos diferentes de las posiciones ocupadas, sino prácticas institucionales, no necesariamente explicitadas, que fortalecen estos sentidos desiguales, a la vez que refuerzan cierto orden de cosas en el que unos ocupan espacios de mayor reconocimiento y prestigio social que otros. En el caso de los docentes, está claro que son adultos que se expresan como tales en su condición de educadores de otros y son, al mismo tiempo, profesionales, por ende “son algo” en la vida (Duarte, 2002: 106)

Los criterios esgrimidos por los docentes suponen prácticas concretas que, frente a la masividad y obligatoriedad de la escuela secundaria, restituyen con otros fundamentos la lógica meritocrática que responsabiliza individualmente a los sujetos de sus éxitos y fracasos. El adiestramiento y/o reencauzamiento se presenta como medida de la eficaz incorporación de los sujetos a la vida institucional y busca la docilidad como resultado y reaseguro de una plena incorporación en la sociedad.

La escuela en general y la escuela secundaria en particular reproducen representaciones de género hegemónicas que acompañan las percepciones en torno a la necesidad de adaptabilidad de los y las jóvenes a la lógica de la escuela como clave del éxito escolar y se imbrican en lo expresado anteriormente con respecto a quienes conforman el nosotros y quiénes son los otros desde la óptica de los actores escolares. La docilidad es un atributo asignado socialmente a las mujeres y, de hecho, son éstas las que obtienen mejores resultados escolares, son consideradas positivamente por el resto y son caracterizadas como “menos molestas” o disruptoras en el aula que los varones. A éstos se los reta con mayor frecuencia porque suelen trasgredir mucho más las normas escolares y son quienes “fracasan” más o interrumpen con su escolaridad en mayor porcentaje. Pero, y a causa de esas mismas imágenes generizadas, las transgresiones femeninas son más duramente reprimidas o más fuertemente impugnadas discursivamente que las de los varones, porque no se espera eso de ellas.

El decoro es atribuido a las mujeres; en él se arraiga la el intento de controlar los cuerpos femeninos más que los masculinos, generalmente a través de sus vestimentas para ocultarlos como cuerpos sexuados. Esto constituye una batalla que disputa el ser mujer joven al interior de la escuela. Estas construcciones de género no solo operan en las prácticas que los estudiantes pueden desarrollar en la escuela sino también en las valoraciones y en las significaciones que los docentes le otorgan a esas prácticas y a las expectativas que sostienen en torno a unas y otros.

Por otro lado, la escuela también produce sujetos que aceptan la versión dominante de las relaciones de género, en donde las mujeres son más sumisas, dóciles, domesticables y pasivas y los varones más activos, desafiantes y volcados al espacio de lo público (Morgade, 2001; Záttara y Skoumal, 2008). Desigualdades de género que, en el interior de la escuela, les permite a las mujeres adaptarse con mayor facilidad a las reglas de juego cuando aceptan someterse a esta construcción, ya que, cuando se posicionan desde la disidencia, la vida escolar se les hace cuesta arriba. Aceptación que a la vez contribuye a naturalizar lugares desiguales en el resto de la vida social, priorizándose el ámbito de lo privado (las actividades domésticas que este conlleva) frente a lo público y a la subordinación en las relaciones cotidianas que la docilidad pretendida habilita. Los varones, con recorridos escolares más accidentados y menos proclives a adaptarse con facilidad a las reglas de juego institucionales, refuerzan, en su paso por la escuela, posiciones privilegiadas en otros ámbitos de la vida social, como por ejemplo, en el barrio, donde el espacio público les pertenece y la “sensación de inseguridad” es atenuada por el conocimiento del mismo. En cambio, para las mujeres será el ámbito de lo privado, lo doméstico, el lugar privilegiado para sentirse seguras y el ámbito barrial será considerado inhóspito.

Las representaciones referidas al ámbito barrial son claves en el análisis de las operaciones de delimitación del nosotros/otros escolar. La escuela del barrio es central en la interpretación que realizan los entrevistados acerca de la posibilidad de escolarización de los y las jóvenes en el contexto particular que se ha analizado. En líneas generales, el barrio es descripto desde las nociones de inseguridad y peligrosidad que lleva a que se refuerce la separación entre un supuesto adentro escolar más controlado o controlable -que busca autopreservarse y un afuera -el barrio- leído como caótico e imposible de domesticar. Los jóvenes escolarizados del barrio no son colocados en un lugar de peligrosidad, sino que ésta se ubica en el barrio sin describirlos a ellos como miembros del mismo. Esto permite sostener la imagen de una dinámica escolar que pueda ser controlada en su devenir, en la que las acciones en su interior responden a cierta lógica anticipable y diferenciable de la dinámica del entorno. El contexto, tal cual es descripto, provoca que se deba reaccionar frente a alguna supuesta amenaza externa que logra filtrarse en la escuela: las bandas del barrio, los saqueos e incendios, los robos y actos vandálicos. No se parte de la comprensión de la conflictividad interna de la lógica institucional o de la búsqueda de su procesamiento y análisis. Así los jóvenes del barrio que asisten a la escuela también son vistos como peligrosos, aunque no son directamente enunciados como tales.

Los actores institucionales se posicionan desde un cierto extrañamiento con respecto a la dinámica y las prácticas barriales, particularmente con aquellas vinculadas a los jóvenes que viven en él (y que muchos son sus estudiantes). Y es aquí en donde se ensamblan las diferentes representaciones sociales que en la escuela se reproducen y se ponen a circular en torno a la condición juvenil. Dichas representaciones, como hemos abordado a lo largo de la tesis, refuerzan un sentido de la lógica escolar que supone que el parámetro de medición de cómo integrarse a la escuela en tanto joven estudiante es el adulto de la misma, es decir el docente. Esta concepción sociocultural obtura la posibilidad de una mayor inclusión de los y las jóvenes de clases populares en la escuela secundaria, ya que se les demanda el abandono de ciertos modos de entender la realidad y de actuar en ella y pasar a tomar modos que no les son propios, pero que se leen como indispensables para transitar la vida escolar.

Dentro de la lógica del nosotros/otros, la resolución de la vinculación con los y las estudiantes en tanto jóvenes en la escuela secundaria, según la óptica de los docentes, estaría dada a través del reconocimiento de “una cultura joven” que se supone transitoria. Cultura por la que los adultos también han pasado y a la que pertenecen todos los comprendidos entre una determinada edad (en este caso se encuentra delimitada por la inclusión a la escuela secundaria entre los 12 y los 18 años). La condición juvenil sería entendida, y por ende encapsulada, dentro de una categoría que permita nominarla como parte de un grupo con características prefijadas, culturalmente distinto del propio. Esta condición juvenil no se considera como universal, alejándose de la definición de la misma como “moratoria social” (Margulis, 1996), ya que se reconoce la incidencia del contexto sociocultural como condición de realización de la misma. No obstante, en esta construcción no se considera la clase como determinante para explicar la diferencia, sino que se tiene en cuenta el ámbito en el que los jóvenes se socializan. Muchos adultos entrevistados se reconocen como provenientes de un sector socioeconómico similar -no igual- al de los jóvenes con los que trabajan y, sin embargo, se consideran muy diferentes a ellos. La diferencia radica, para ellos, en los vínculos intrafamiliares, en las relaciones con los adultos en general, en los modos de habitar el barrio y de relacionarse entre pares que sostienen estos jóvenes en relación con los mismos procesos sostenidos por ellos –como hemos analizado en los capítulos 4 y 5-.

Para explicar las diferencias con los jóvenes desde la mirada de los adultos, entraría en juego lo generacional, representado en afirmaciones tales como: “estos jóvenes son distintos a nosotros”, marcando así la presencia de cambios en las condiciones de existencia que provocarían que los jóvenes sean generados de una manera diferente y, por ende, actúen y piensen de una manera distinta a quienes los precedieron en el tiempo (Martín-Criado, 2005: 88). Esto, por un lado, habilita la inclusión de la otredad en la escuela frente a la evidencia de que se deberá convivir irremediablemente con ellos, dado que ya es un dato inobjetable que la escuela secundaria es obligatoria. Por otro lado, muestra que en ella no están ni permanecen todos los que deberían estar y parte de la explicación de su ausencia puede encontrarse en el hecho de que son caracterizados como diferentes a las generaciones previas, que sí se consideran incluidas en la escuela del barrio. Será siempre una otredad vigilada y sospechada de imposible de domesticar y, por ende, de sostenerla incluida en la institución. Insistimos en que esto será atribuido no a las propias características de la institución escuela secundaria en general ni a la dinámica de la escuela analizada en particular, sino a la particularidad de estos sujetos que se intenta integrar a la escuela.

En el marco de la igualdad de oportunidades educativas que la extensión de la obligatoriedad a la totalidad de la educación secundaria supone, se está sosteniendo y reproduciendo una gramática moral (Dubet, 2011) que culpabiliza de la propia exclusión a quienes quedan fuera de la misma, siendo que los tiene como víctimas. Los vencidos deberán responsabilizarse de sus fracasos y lagunas, de su imposibilidad de sostenerse en carrera (Dubet, 2011:86). Los sujetos se socializan en marcos que delimitan los índices concretos de lo accesible y lo inaccesible, del “es para nosotros” y “no es para nosotros” (Bourdieu; 2007:104), que refuerzan y acompañan las miradas de quienes, dentro de las instituciones, ocupan posiciones legítimas para delimitar los incluibles y los que no.

El análisis que se ha realizado en torno a la construcción de la relación nosotros/otros debe leerse necesariamente dentro de la pregunta en torno a qué se hace con el mandato de la inclusión desde la experiencia concreta, en una escuela concreta. Dos conceptos con raigambre en el análisis cultural nos habilitan a sostener nuestras reservas respecto de las posibilidades de lograr una profunda y verdadera igualdad educativa que suponga que los diferentes modos de inclusión escolar se constituyan en experiencias no similares, pero si equivalentes y equiparables. Son los conceptos de tradición selectiva y de elemento residual (Williams; 2009) El primero nos remite a asumir que el pasado que se narra es una versión intencionalmente selectiva del mismo que se presenta como configurativo de un presente prefigurado, ofreciendo una ratificación cultural e histórica del orden sociocultural contemporáneo. El segundo nos permite considerar cómo ciertas representaciones y prácticas sociales formadas en el pasado, eficaces para explicar un contexto diferente, se encuentran vigentes para dar cuenta de determinados fenómenos actuales.

El nuevo marco de obligatoriedad de la escuela secundaria, si bien no es radicalmente nuevo porque sella un lento proceso de masificación, introduce nuevos significados, sentidos y prácticas para la escuela. En el estudio de caso que hemos realizado, se puede observar cómo la tradición selectiva opera obstaculizando la plena incorporación de todos los jóvenes del barrio a la escuela, en donde “lo nuevo”, que supondría una escuela secundaria “para todos”, no se constituye en tal con la radicalidad que esto podría suponer -o necesitaría suponer- y se hacen presentes viejos sentidos para explicar un contexto novedoso. El relato de un pasado institucional distinto al actual, más efectivo en términos del sentido de la escuela secundaria[3], y la comparación entre los jóvenes “de antes” y “los jóvenes de ahora” obtura la real incorporación no solo de los y las jóvenes sino también de diversas prácticas y saberes que les son propios, pero novedosos, para la institución. Asimismo la utilización de parámetros culturales inherentes a la escuela secundaria selectiva para explicar el contexto actual extrapolando sus sentidos, forzándolos a explicar otros sujetos y otro contexto, también se constituye, a nuestro entender, como barrera para la inclusión educativa de aquellos jóvenes excluidos históricamente de la condición de estudiantes. Lo que la norma jurídica ha constituido en derecho, la matriz cultural en su versión dominante en la escuela lo interpreta como meritocracia, distinta en su componente a la anterior, pero meritocracia al fin.

La meritocracia como criterio de clasificación, el sostenimiento de la escisión del alumno del joven, la búsqueda de autopreservación de la escuela con respecto al contexto barrial como modo de resguardar la supuesta tarea de la misma, son todos elementos residuales[4] puestos en juego en un nuevo contexto. No actúan solos sino junto con elementos emergentes en el nuevo entramado cultural que la escuela secundaria obligatoria supone. Son elementos novedosos de la cultura escolar la reconfiguración del vínculo intergeneracional que acorta distancias en las interacciones cotidianas, la preocupación por el sostenimiento de la escolarización, y las microestrategias de acompañamiento de las trayectorias escolares que, desde diferentes actores, se ponen en juego en la escuela. Es esta la compleja trama en donde los sentidos de la escuela y los modos de describir e inscribir la experiencia de escolarización secundaria se insertan.

Este trabajo buscó dar cuenta de los procesamientos culturales de la otredad a través de la reconstrucción de ciertas representaciones sociales en torno a la inclusión en la escuela de un sector social no plenamente incorporado a su lógica y, desde allí, analizar los modos en que opera la distinción nosotros/otros. Quedó por fuera de esta investigación la perspectiva de aquellos jóvenes que no están en la escuela: analizar las representaciones que tienen con respecto a la escuela y sus sentidos, a quiénes está incluyendo y quienes no y a través de qué mecanismos esto ocurre desde aquellos que son parte de los que en los resultados de esta investigación, constituyen la otredad. Es indispensable complementar lo aquí analizado con las voces y perspectivas de quienes no se encuentran hoy en la escuela secundaria, para poder así reconstruir de modo relacional las representaciones acerca de los motivos por los que se quedaron fuera de ella. Asimismo se debe complementar este trabajo con las perspectivas de otros jóvenes que van a otras instituciones y con las de los adultos que son parte de la dinámica barrial, pero no de la dinámica institucional. De este modo se ampliará la perspectiva analizada en torno a la construcción de la relación nosotros – otros en la escuela secundaria pública actual y se complejizará el análisis de las barreras y los obstáculos para el acceso y la permanencia en la misma.

La investigación y el trabajo realizado aquí reconocen sus límites en términos de la posibilidad de efectuar generalizaciones y de integrar las voces que no ha incorporado. Pero aún así, busca confluir en un debate más amplio con otras investigaciones que, desde las ciencias sociales, puedan realizar aportes significativos en el necesario replanteo de la escuela secundaria bonaerense. En ese camino, busca aportar elementos que permitan revisar los modos de incluir a los jóvenes de las clases populares urbanas en el nivel secundario, analizando el impacto de dicha inclusión, advirtiendo sobre el riesgo de que ciertas prácticas institucionales redunden en mayor segmentación y fragmentación de la propuesta escolar y lleve, todo ellos, a profundizar las desigualdades sociales. El interrogante acerca de qué representaciones y discursos en torno al nosotros/otros escolar posibilitan una verdadera restitución de derechos en una sociedad desigual que no brinda las mismas oportunidades educativas a todos y todas sus jóvenes sigue abierto.


  1. Esta afirmación se realiza generalizando los datos analizados en el caso a “otras” escuelas, dado que confirma los índices que se manejan en torno a repitencia y abandono a nivel provincial. Tomando datos actuales referidos al sector estatal de la provincia de Buenos Aires, nos encontramos con que el 68,14% de los estudiantes promocionó, el 13,26% repitió, salió sin pase el 2,83% y tiene “sobreedad” el 20,75% de los estudiantes del nivel secundario. Estos mismos datos, tomados para la región educativa 09, arrojan resultados muy similares: promocionó el 68,14% de los estudiantes, repitió 13,26%, salió sin pase el 2,83% y tiene sobreedad el 20,75% de los y las jóvenes que asisten a instituciones secundarias de gestión estatal. Para el caso de Moreno, los datos son muy similares a los recién mencionados, variando solo en algunos centésimos. Fuente: Relevamiento anual 2013, resultados provisorios, DINIECE.
  2. Carreras que son accesibles para los jóvenes, tanto material como simbólicamente. Materialmente, porque el distrito de Moreno cuenta con tres institutos de formación docente (que cubren la casi totalidad de los cargos y profesiones docentes posibles) y dos institutos de formación técnica. Se accede a los mismos, que se encuentra en el centro, con un colectivo. Simbólicamente, porque la formación superior no universitaria es un ámbito que reconocen como posible, dado que conocen jóvenes que se encuentran estudiando en ese ámbito -como han referenciado los entrevistados-, no así la educación superior universitaria, en la que los relatos se acercan más al fracaso y la imposibilidad de sostener en el tiempo la cursada y, por añadidura, el conocimiento de egresados de ese nivel es mucho más escaso y lejano. No se está considerando aquí la creación de las nuevas universidades del conurbano (como la Universidad Nacional de Moreno), ya que la misma recién estaba surgiendo cuando se realizó el trabajo de campo.
  3. Este ha sido definido en esta investigación estrechamente vinculado a la función socializadora-moralizadora que prepara para la vida ciudadana entendida como una adaptación a las normas y valores dominantes
  4. Insistimos en que utilizamos este concepto en el sentido que le asigna Williams (2009). Hablar de elementos residuales no es dar cuenta de lo arcaico o viejo; lo residual ha sido efectivamente formado en el pasado, pero todavía se encuentra activo en el proceso cultural, no ya como un remanente o como un elemento que recuerda que algo fue de otra manera, sino como un elemento activo del presente (Williams, 2009: 167)


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