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4 ¿Dos Estados para una misma Nación?

Buenos Aires, la Confederación Argentina y la competencia por la organización de un país escindido (1852-1862)

Ignacio Zubizarreta

Introducción

Después de la batalla de Caseros (1852) y del fin del régimen de Juan Manuel de Rosas, las tensiones internas de la alianza triunfadora, liderada por el general José Justo de Urquiza, desencadenaron una serie de conflictos políticos que llevaron al levantamiento del 11 de septiembre. Por entonces, los porteños se sublevaban de la tutela del propio Urquiza y se separaban, de facto, del resto de las provincias argentinas. La revuelta federal comandada por Hilario Lagos el 1 de diciembre de 1852 no cambió los hechos de fondo. Buenos Aires no se acopló al resto del país, pues logró derrotar a los sublevados pocos meses más tarde y consolidar su postura de escisión, a mediados de 1854, por medio de la gestación de una Constitución propia que desconocía la que se había promulgado poco antes en Santa Fe y que regía el destino de las otras 13 provincias. Recién luego de la derrota porteña en la batalla de Cepeda (1859), la altiva Buenos Aires, por medio del acuerdo de San José de Flores, aceptaría volver a la unión y, así, formar parte de un mismo Estado.

Distintos y múltiples motivos retardaron la incorporación pactada,[1] y llevaron a nuevos enfrentamientos entre Buenos Aires y la Confederación. El resultado, esta vez, sería el inverso. En la batalla de Pavón, Buenos Aires logró imponerse gracias a que las fuerzas comandadas por Bartolomé Mitre derrotaron a las de Urquiza. Este triunfo tuvo enormes implicancias; la principal, a partir de allí, que las provincias se fusionaron definitivamente en un único Estado nacional, pero, en este último caso, bajo la egida de la provincia más poderosa, Buenos Aires. Así, se cerraba un periodo que duró casi diez años, ciertamente atípicos, en los que convivieron dos entidades estatales paralelas y enfrentadas, hasta que dejaron de existir para fusionarse y constituir, al fin, la “República Argentina”. Esta década de dos Estados, anómala, pero vital para la comprensión de la construcción del postrero Estado nacional, es la que nos ocupará de aquí en adelante.

Algunas consideraciones sobre el Estado de Buenos Aires y la Confederación

El Estado de Buenos Aires no tuvo un acta de nacimiento formal ni una fecha fundacional precisa. Incluso, durante un primer momento, su propia denominación alternaba ambiguamente entre “provincia” y “Estado”. Su capital se situó en la ciudad de Buenos Aires, y contó con un dominio territorial mucho más amplio en sus pretensiones que en la realidad concreta. Aspiraba a poseer, como lo establecía su propia Constitución de 1854, dominio sobre el territorio que se extendía, en el norte, hasta el arroyo del Medio (límite con Santa Fe); hacia el oeste, hasta la cordillera de los Andes; y, hacia el sur, sobre una vastísima y difusa superficie en lo que se corresponde con la actual región patagónico-argentina.[2] La realidad difería, pues controlaba el territorio que se extendía del río Salado hasta la frontera con Santa Fe, y con mucho menos eficacia desde ese río hacia el sur y el oeste, donde poseía avanzadas, fortines y campamentos militares dispersos por una gran región y con asentamientos importantes que representaban verdaderas islas en propio suelo continental, como Carmen de Patagones o Bahía Blanca. En otras palabras, el Estado de Buenos Aires tenía un tamaño real cercano al tercio de la actual provincia homónima.

La máxima autoridad del Estado porteño la constituía su gobernador (cabeza del poder ejecutivo), lo que evidencia, por su estatus inferior al de un presidente, que la autonomía parecía algo circunstancial incluso para su elenco dirigente. El gobernador era elegido por una asamblea general, su mandato duraba tres años y contaba con la colaboración de un cuerpo de tres ministros secretarios (Gobierno y Relaciones Exteriores –luego divididos en dos carteras–, Hacienda y Guerra y Marina). El Estado también se encontraba regido por los otros dos poderes: el legislativo (constituido por una cámara de representantes y otra de senadores elegidos por sufragio ciudadano) y el poder judicial (un tribunal superior cuyos miembros eran nombrados por el gobernador entre una terna que surgía del Senado).[3] Aunque las cifras poblacionales no son tan precisas como las que se obtendrán a partir de los censos nacionales, Martin de Moussy estimó la población de Buenos Aires en 350.000 personas para 1860, de las cuales cerca de dos tercios vivían por fuera de la ciudad capital, entre los pueblos y la campaña profunda.[4]

Al norte del Arroyo del Medio, se encontraba la Confederación Argentina. Nacida dos décadas antes de Caseros, sin duda, la batalla y sus inmediatas consecuencias mutaron profundamente su situación. El epicentro del poder cambió de lugar: de Buenos Aires pasó a ser Paraná, la capital de Entre Ríos, bastión del urquicismo. Es evidente que la escisión porteña la debilitó en demasía. La Confederación Argentina que trataremos en este apartado adoleció, durante todo el lapso analizado, de la ausencia de la provincia más rica y poderosa de la región del Plata. En realidad, además de por su ausencia –que ya hubiera sido de por sí un problema mayúsculo–, por su constante antagonismo con ella. Los recursos que le consumió esa guerra, por momentos solapada, por otros abierta, pero constante, fueron colosales. Aun así, la Confederación logró establecer una nueva estructura estatal montada desde una provincia periférica que, según las nuevas miradas historiográficas, sirvió como valiosa experiencia y basamento a la construcción del Estado argentino unificado que se consolidará algunos años más tarde.

El dominio territorial confederal, entonces, se extendía a lo largo y ancho de 13 provincias, las que ocupaban el centro-norte del país y la región mesopotámica. Su límite sur se situaba en una línea difusamente recta en sentido este-oeste, entre el Arroyo del Medio y los Andes, cortando casi por la mitad a las actuales provincias de Córdoba, San Luis y Mendoza. Esta frontera sería inestable hasta la llamada Campaña al Desierto (1879), debido a los constantes conflictos con los pueblos nativos nor-patagónicos. Hacia el oeste, el límite se encontraba en la propia cordillera de los Andes y con el Estado chileno. Hacia el norte, el límite se apostaba contra Bolivia y, entre Jujuy y Corrientes, se extendía una amplia zona lindante con Paraguay (actuales provincias de Chaco, Santiago del Estero y Misiones), aunque el gran Chaco contaba con escasa o nula presencia de los Estados provinciales adyacentes. Al este, el río Uruguay servía de límite con el Estado oriental y, algo más al norte, con Brasil.

A la cabeza de la administración, se encontraba liderando el Ejecutivo el presidente de la Confederación, acompañado de cinco ministros secretarios (Interior, Relaciones Exteriores, Hacienda, Justicia, Culto e Instrucción Pública y Guerra y Marina). El poder legislativo se componía de una cámara de diputados (uno por cada 20.000 habitantes) y otra de senadores (dos por provincia), elegidos los primeros por sufragio ciudadano directo y, los segundos, por las legislaturas provinciales.[5] La Corte Suprema de Justicia debía estar, según la Constitución de 1853, integrada por nueve jueces, lo que, por diversas razones, se fue postergando y se la reemplazó, en carácter provisorio, por una Cámara Superior de Justicia (con menores atribuciones) de cinco miembros. Según las estimaciones de Martin de Moussy, la Confederación contaba con aproximadamente 850.000 habitantes, siendo Córdoba la provincia de mayor población (cerca de 140.000 almas) y Jujuy la de menor (cerca de 30.000).[6]

Mapa de la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires, c. 1855

Fuente: elaboración propia con base en “South America”. Extraído de Colton, G. W., Colton’s Atlas of the World Illustrating Physical and Political Geography, Vol. 1, New York, 1855. Disponible en https://bit.ly/448D99Z

Qué nos dice la historiografía reciente

En los últimos años, han aparecido numerosos trabajos que nos ayudan a comprender mejor cómo era la organización del Estado y sus funcionarios en la década que abordamos. Se estudió, por ejemplo, la construcción del Estado de acuerdo al recorrido que atravesó el personal que lo componía, pero de manera acotada, verbigracia: los miembros de la Sala de Representantes de Buenos Aires luego de Caseros,[7] los congresistas de Paraná,[8] etc. O bien se analizó el proceso de construcción estatal en función de los presupuestos según las ramas de la administración.[9] Mas, hasta aquí, no existen estudios que analicen el empleo público a gran escala, ni mucho menos un abordaje conjunto y comparativo entre las dos entidades estatales que existieron en paralelo, es decir, la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires.

Con relación a la Confederación, tradicionalmente, existió una idea generalizada de que esa experiencia resultó poco exitosa y trunca. Aunque fueron varios los autores que siguieron dicha premisa, tal vez se condensa con mayor precisión en la tesis de Oscar Oszlak.[10] En ella, se señala que la mayor parte de los proyectos políticos que Urquiza buscó implementar no lograron plasmarse. Según este autor, el líder entrerriano no pudo centralizar el ejército, no obtuvo empréstitos externos ventajosos ni apoyo económico significativo de otras provincias por fuera de la misma Entre Ríos. Además, “el aparato militar en ningún momento estuvo de acuerdo con las necesidades enfrentadas, ni por su número, ni por su organización, ni por su pertrechamiento”.[11] Tampoco se coronaron con éxito sus políticas económicas, ni se consolidó un sistema judicial de verdadero alcance nacional. En otras palabras, Oszlak asegura que la construcción del aparato institucional de la Nación no se llevó a cabo durante la década de 1850 porque “la autoexclusión de Buenos Aires privó a las autoridades de la Confederación de la única fuente significativa de recursos fiscales que existía en todo el territorio”.[12] De esta forma, el autor considera que, por más entusiastas que hayan sido los intentos por constituir un verdadero Estado nacional, este era materialmente inviable sin los recursos necesarios para ese propósito (en otras palabras, sin la participación porteña).

En más recientes trabajos, la hipótesis de que la Confederación constituyó un proyecto malogrado fue cuestionada desde sus cimientos. Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez, al revalorizar el accionar de las provincias en el proceso gradual de construcción del Estado argentino, de algún modo, también revalorizan la experiencia confederal, tanto la anterior a Caseros como la posterior.[13] Ana Laura Lanteri ahonda en esa misma línea, al considerar que, si bien es cierto que muchos de los objetivos iniciales que se planteó el sector dirigente en Paraná no pudieron materializarse, su conformación interprovincial sirvió como una experiencia fundamental para el proceso de organización nacional que liderará Bartolomé Mitre a partir de 1861.[14]

En un valioso trabajo, Lanteri también busca comprender la formación de esa dirigencia desde la experiencia confederal (1852-61), para lo cual proyecta un perfil sociopolítico del personal estatal basado en un corpus de 203 personas que ocuparon los principales cargos en la rama militar, judicial, legislativa y administrativa.[15] Como se trató de una estructura nueva, no contamos con parámetros previos para entender su evolución, ejercicio que sí es factible en el caso porteño. De los guarismos que presenta Lanteri sobre los miembros del grupo gobernante afincado en Paraná, 38 % tenían estudios en derecho, 25 % poseían una extensa trayectoria militar, mientras que el resto lo conformaban médicos, eclesiásticos y personas de otras profesiones. No sorprende descubrir que los letrados componían la mayor parte de los escalafones superiores de la administración.

También es importante señalar otro rasgo distintivo de la época: la mayoría del personal del Estado cobraba sueldos bajos –incluso para muchas funciones ni siquiera recibía estipendio alguno– que se pagaban tarde, por lo que tampoco es dable sorprenderse al saber que el servicio de la administración solía alternarse con otras actividades, principalmente de tipo comercial o rural. Del mismo modo, las funciones públicas solían superponerse. Es decir, o se ocupaban dos cargos –y a veces más– del Estado confederal o, en simultáneo, se desempeñaba un cargo confederal con otro provincial. Más del 50 % del personal analizado ocupó más de un cargo por vez, información que refleja de manera cabal el apremio por recibir honorarios convenientes, pero, también, la escasez de personal calificado. A pesar de la superposición de cargos, la administración, aunque de forma modesta, crecía. Y no solo el personal, sino también las reglas de funcionamiento institucionales, más detalladas para las tareas de cada uno de los miembros de la administración.[16] Otra de las variables que analiza Lanteri es el rol de los exiliados en la composición del personal jerárquico confederal, destacando el hecho de que más del 20 % de este debió dejar su país en tiempos del rosismo.

En la ribera sur del Arroyo del medio, el gobierno que se gestó luego del levantamiento del 11 de septiembre en Buenos Aires se erigió sobre las bases del Estado rosista. Pero, a su vez, según Juan Carlos Garavaglia, ese Estado que se separó del resto de la Confederación actuó de facto como el embrión o la matriz fundacional del Estado argentino que nacerá después de la batalla de Pavón.[17] Garavaglia no solo se detiene en el personal del Estado bonaerense, sino también en la labor de sus instituciones –con énfasis en las de índole represivas– y en el presupuesto con que contaron estas últimas para efectuar sus tareas. Aunque no elabora –como lo hicieron otros autores– un análisis prosopográfico del personal aludido, se sirve del aumento de los empleados del Estado y de su correspondiente presupuesto –en cada una de las ramas de la administración– para asegurar que, entre 1854 y 1861, el incremento general de los gastos gubernamentales aumentó un 44 %, reflejando, así, lo que denomina “el despliegue” de un verdadero Leviatán.

El crecimiento del presupuesto venía siendo sostenido y constante, al menos, desde 1841 (fecha en la que Garavaglia inicia su pesquisa), pero se acelera en el segundo lustro de la década de 1850, con una particularidad. Si en tiempos de beligerancia permanente los desembolsos del Estado iban a parar, de forma desmesurada y siempre en aumento, a las arcas de los departamentos/ministerios de guerra (hasta llegar, por ejemplo, a absorber más del 80 % del total),[18] en la década de 1850, esa inercia comienza muy lentamente a revertirse. Cada año después de Caseros, el presupuesto en burocracia y en nuevas áreas de competencia estatal –como instituciones educativas, informativas y estadísticas– iría en alza. Así, crecían los gastos públicos en los departamentos de Gobierno y de Hacienda, se invertía en infraestructura y se incrementaban los sueldos del personal empleado, situación que denota una mayor valoración social del funcionariado y de los cuadros profesionales que se iban incorporando a la expansiva estructura estatal.

Si dijimos arriba que el Estado porteño disidente se fundó sobre las bases de la administración rosista, la renovación de su personal fue, no obstante, muy profunda. Según Pilar González Bernaldo, sólo el 9,3 % de la dirigencia porteña que había ocupado cargos antes de Caseros los mantuvo.[19] En el ámbito de la campaña, la continuidad parece haber sido mucho más tangible: hasta un 38 % de los jueces de paz permanecieron en sus puestos. En la Legislatura, los representantes ligados al viejo rosismo eran, en cambio, muchos menos. Según González Bernaldo, eso no sólo se debió a motivos exclusivamente políticos, sino también generacionales, e impulsados por nuevos métodos de acceso a las instituciones políticas (la edad promedio de los legisladores durante la década de 1850 bajó en 8 años con respecto a su precedente). A partir de entonces, se fortalece la valorización de los títulos universitarios, cada vez más demandados para ocupar puestos, tanto en la Legislatura como en diversas posiciones jerárquicas de la administración, y la participación en las nuevas asociaciones, como clubes electorales, recreativos o en la masonería.

Esta renovación y dinamización de la vida pública y política también se debió a la llegada de los exiliados. Este último punto es por demás interesante. Lo detectan tanto Lanteri para la Confederación como González Bernaldo para el caso porteño, mas no lo analizan en detalle. Para esta última, cerca de un tercio de los diplomados de la Cámara de Representantes en la década de 1850 habían estudiado en la Universidad de Buenos Aires entre 1841 y 1850, lo que “induce a pensar que la nueva clase política no se constituye exclusivamente en el exilio”.[20] Pero la reflexión sobre los exiliados no se extiende más allá de lo antedicho; no obstante, es clave para la comprensión de buena parte del proceso de construcción del Estado argentino luego de Caseros. No solo por la cantidad de proscriptos que nutrieron muchísimos cargos públicos y los ejércitos de ambas riberas de Arroyo del Medio, sino por el alto nivel de instrucción de los letrados, que llegaron luego de 1852, desempeñando funciones de primera línea. De un estudio prosopográfico sobre un significativo grupo de proscriptos que regresaron a su país partir de 1852,[21] cerca del 32 % integraron los ejércitos de línea, mientras que una cifra idéntica se condice con los que se reinsertaron en instituciones civiles/administrativas, desagregándose un 23 % que ocuparon cargos jerárquicos y un 9 % con destino a oficios de menor responsabilidad.[22] Un 18 % de la muestra total ocuparon cargos en instituciones representativas vía sufragio (diputados/senadores/representantes, etc.), mientras que un 9 % atendieron profesiones liberales (abogados, periodistas, profesores, médicos, etc.) y otro 9 % se ocuparon de actividades ganaderas o comerciales.

El Estado según datos oficiales

Según el Presupuesto General de Gastos del Estado de Buenos Aires de 1858 (que informa el año anterior), el 79 % del personal que gozaba de un estipendio público lo percibía del Ministerio de Guerra y Marina (6.787 individuos). La caballería contaba con 2.365 asalariados (más de las dos terceras partes del total), seguido por las Guardias Nacionales (1.361) y la infantería (1.278). El resto estaba integrado por miembros de la artillería, inválidos, cuerpo médico, escuadra, capitanía del puerto e indios amigos. Mucho más atrás, el segundo organismo del Estado en envergadura lo constituía el Ministerio de Gobierno, el que atendía a obligaciones muy diversas y se componía de 1.492 empleados (17 %). El guarismo no deja de ser considerable para su tiempo. El departamento de policía y las prefecturas de campaña captaban más de la mitad del total (862 cargos), lo que refleja la importancia de las instituciones de control y represión; pero el Obispado, los organismos de beneficencia, educación y salud, con 446 cargos, da cuenta de la cada vez mayor diversificación de funciones que debía cumplir el Estado.

Empero, el personal dedicado a tareas vinculadas estrictamente a la administración del poder a través de los ministerios era aún escaso. Si el Ministerio de Hacienda contaba con 330 empleados,[23] la cartera de Relaciones Exteriores solo funcionaba con 24 empleados fijos (de los cuales 17 se ocupaban de la Administración general de Correos). Ese raquítico número no solo refleja los problemas de representación en el exterior de un Estado anómalo y algo provisorio, sino que se explica también por el hecho de que, por ese tiempo, la mayoría de los diplomáticos, cónsules y agentes comerciales que tenían actividades de representación en otros países ejercían sus obligaciones sin cobrar estipendios públicos. El Poder Legislativo también contaba con un personal muy reducido. Ni los senadores ni los miembros de la Sala de Representantes cobraban sueldo, por lo que ambas cámaras podían funcionar con sólo 23 empleados rentados.

Gráfico 1. Empleados del Estado de Buenos Aires, 1857

Fuente: Datos extraídos del Presupuesto General de Gastos del Estado de Buenos Aires para el año de 1858, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1857.

Es importante no perder de vista los presupuestos, pues, de algún modo, al reflejar los destinos de los fondos, proyectan también los intereses de los sectores dirigentes con relación a qué áreas del Estado buscaban impulsar o, por el contrario, recortar. Si nos detenemos en el presupuesto de “Sueldos y Gastos del Estado” de Buenos Aires de ese mismo año (1857), veremos que existe una correlación muy directa entre la cantidad de personal en cada área y el volumen de gastos asignado a cada una de ellas, pero con algunos matices. El Ministerio de Guerra y Marina, que cuenta con casi el 80 % del personal del Estado, por ejemplo, se lleva solo el 57 % del presupuesto. En cambio, el Ministerio de Gobierno, con 17 % del personal, recibe el 22 % de este, mientras que el de Hacienda, con sólo el 4 % del personal, goza del 18 % de los fondos destinados al uso público.

El caso de la Confederación Argentina es más complejo de analizar, pues los documentos sobre la cantidad de empleados que trabajaban para ella no son tan precisos como los que contamos para el Estado de Buenos Aires. Además, la Confederación combinaba personal cuya potestad se extendía entre el conjunto de las provincias, con otro que atendía específicamente a las necesidades del territorio federalizado, es decir, la provincia de Entre Ríos. Situación que hace, por momentos, indistinguible a los funcionarios con responsabilidades “confederales” (un ministro o un diputado) de aquellos que se ocupaban de asuntos meramente locales, como un alcalde o una maestra de escuela de una pequeña localidad entrerriana. Todos los funcionarios asentados en las provincias y que tenían funciones “provinciales” no fueron tenidos en cuenta para nuestro análisis.

Gráfico 2. Presupuesto de sueldos y gastos del Estado de Buenos Aires, 1858

Fuente: Datos extraídos del Presupuesto General de Gastos del Estado de Buenos Aires para el año de 1858, Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna, 1857.

En cualquier caso, de los registros que hemos podido obtener sobre la cantidad de funcionarios de la Confederación, la desproporción entre los que hemos computado para el Poder Legislativo, los departamentos de Interior, Hacienda, Justicia, Culto e Instrucción Pública (no contamos con información sobre el de Relaciones Exteriores) con los que formaban parte del de Guerra y Marina es de una magnitud que disuade cualquier interés de confeccionar un gráfico que lo represente. Esta última cartera, para el bienio de 1857/58, contaba, entre oficialidad y tropa de línea, con 3.680 asalariados. Mientras que el Poder Legislativo, junto con los otros tres departamentos arriba mencionados, apenas superaba los 300 empleados rentados. Esta asimetría, propia de la época y del contexto bélico en el que se encontraba la Confederación, se ve más acentuada por la dificultad para poder encontrar registros más precisos sobre la cantidad de personal con el que contaba.

Si se compara la cantidad de asalariados del Estado de Buenos Aires con el de la Confederación, se evidencian dos aspectos en función de la abultada cantidad de empleados con que el primero supera a la segunda, a pesar de que esta última casi la triplicaba en población, y la superaba ampliamente en extensión territorial. Por un lado, el más acaudalado presupuesto del Estado bonaerense, el que se traducía en una mayor facilidad para contratar personal rentado. Por otro lado, al no haber existido una distinción neta entre Estado y provincia para el caso porteño, hemos contabilizado todos sus funcionarios. Mientras que, en el caso confederal, quedan marginados del cómputo –como lo advertimos arriba– todos los empleados que formaban parte exclusivamente de las unidades administrativas provinciales (salvo del Entre Ríos).

Tabla 1. Empleados de las Instituciones de la Confederación Argentina y territorio federalizado (Entre Ríos)[24]

Poder Legislativo

76

Departamento del Interior

56

Departamento de Hacienda

95

Departamento de Justicia, Culto e Instrucción Pública

76

Departamento de Guerra y Marina

3.680

Si nos ceñimos al presupuesto de la Confederación, advertimos varias diferencias con el del Estado de Buenos Aires que vimos arriba. Mientras que este último contaba con un presupuesto de poco más de 83 millones de pesos papel –equivalente a algo más de 4 millones de pesos fuerte–,[25] la Confederación gozaba de partidas que apenas superaban el 1,8 millón de pesos fuerte; en otras palabras, contaba con un presupuesto de menos de la mitad del que poseía su rival. Por otro lado, notamos un sorprendente “equilibrio” entre las distintas carteras confederales, que en nada permitiría imaginar la tremenda desigualdad en la cantidad de empleados al interior de cada una de ellas. Así, el departamento de Guerra y Marina no alcanza ni a la mitad del presupuesto total (en el del Estado bonaerense, la misma cartera alcanza el 57 %, pero debe sostener a casi el doble de asalariados). El departamento del Interior absorbe el 25 % del presupuesto (cifra muy similar al 22 % del Ministerio de Gobierno porteño) y guarismos semejantes (13 % y 15 %) se llevan el departamento de Hacienda y el de Justicia, Culto e Instrucción Pública.

Gráfico 3. Gastos de la Confederación Argentina, 1855/56

Fuente: Datos extraídos del Registro Nacional de la República Argentina, 1851-1855, Buenos Aires, Imprenta del Orden, 1863.

El Estado según la base de datos

Cuando llevemos el análisis al empleo público que hemos logrado registrar en nuestra base de datos, vamos a toparnos con algunas diferencias significativas con los guarismos arrojados arriba. Nuestra base se nutre de los datos arrojados por el Registro Oficial, el que contiene información mucho más precisa sobre la Confederación Argentina, mientras que lo referente al Estado de Buenos Aires es mucho más fragmentario y nebuloso. Solamente el Presupuesto de gastos y sueldos del Estado de Buenos Aires (1858) parece contar con un alto grado de precisión. En tanto que el Registro Oficial de la República Argentina (el que refleja las cifras de los empleados de la Confederación) y nuestra base de datos adolecen de grandes lagunas que no permiten sino conclusiones hipotéticas y fragmentarias.

Además, nos encontramos con la paradoja de que mientras el Presupuesto de Gastos y Sueldos del Estado de Buenos Aires es muy preciso, como dijimos recién, la información que nos arroja nuestra base sobre los primeros años de esa administración es muy escasa;[26] a su vez, lo contrario sucede para el caso de la Confederación: la base es mucho más completa que los datos oficiales que disponemos sobre ella. Aclarado este punto, iremos analizando, a través de los registros de la base, a las dos estructuras estatales desde lo más general a lo más particular. La información que nos suministra dicha base, aunque por momentos incompleta, brinda una inmensa riqueza analítica gracias al dinamismo que le imprime el hecho de poder contar con los registros año por año. Así, a la estática foto previa, le sumaremos movimiento.

Para todo el período que comprende 1852-1861, nuestra base contabiliza, entre las dos entidades estatales, 6.897 cargos otorgados a 5.364 individuos (es decir, el 0,44 % de la población del país, calculada, por entonces, en 1,2 millones de personas). Aunque los datos arrojados para el período previo, como se vio en el capítulo anterior, son muy incompletos, es fácil imaginar que la década de 1850 refleja un nuevo pico en el otorgamiento de empleo público, y eso por dos obvias razones que ya habíamos adelantado. Porque luego de Caseros hay una renovación en los cargos de diferentes niveles jerárquicos, y por la existencia de dos entidades estatales que requieren de puestos con competencias similares. A tal punto este aumento fue significativo que, en el año de 1858, se otorgaron más cargos (1.312) que en cualquier otro momento de todos los períodos estudiados, salvo por la excepcional coyuntura de 1813/1814, punto álgido de la militarización revolucionaria.

A pesar de lo antedicho, resulta importante resaltar que, como se ha demostrado recientemente,[27] el binomio 1851/52 representó el ciclo de movilización militar más extraordinario de la historia argentina. Inmediato a la batalla de Caseros, se derrumbó el aparato militar en el área rural bonaerense, “dejando una virtual desmilitarización”.[28] Ese hecho tuvo continuidad en el tiempo: desde ese momento en adelante, se inició un proceso gradual de desmovilización que, con marchas y contramarchas, ya no iría a detenerse. Es decir, el empleo público irá creciendo luego de Caseros, pero el que representa a las fuerzas armadas, aunque irá aumentando en números absolutos (con claros picos en determinadas coyunturas prebélicas), disminuiría paulatinamente en términos relativos.

Considerando la distribución geográfica de los 6.898 cargos registrados en nuestra base para el periodo analizado, 4.340 fueron dados en el dominio de la Confederación Argentina (es decir, un 63 % del total), mientras que 2.312 en el del Estado de Buenos Aires (37 % de la muestra). En tanto, para el caso de la Confederación, una gran cantidad de los cargos se dieron desde su capital, Paraná (1.300), también muchos otros fueron otorgados en pequeñas localidades entrerrianas. En tanto que la casi totalidad de las altas de empleos para el Estado de Buenos Aires provenían de su ciudad capital. Otro rasgo distintivo del período lo comprende el notable descenso de cargos militares en relación con el precedente, lo que abona notablemente a la tesitura de Caseros como el inicio paulatino de la desmovilización social. Mientras que, para el periodo 1821-1851, el 92,4 % de los cargos se destinaron a militares, y sólo el 7,6 % a civiles; en el lapso que analizamos en este capítulo, los resultados se modifican de manera sustancial: el 72,8 % fueron cargos militares y 27,2 %, civiles.

Otro dato significativo de la década de 1850 lo representa la “disparada” de los cargos diplomáticos. Aunque esta cuestión será profundizada más adelante, y la mayoría de estos puestos no eran remunerados, es vital para comprender la tenaz competencia y las políticas de legitimación en el exterior que impulsaron los dos Estados contendientes. Dicha “disparada” se corrobora en los 441 cargos diplomáticos que fueron otorgados en esa coyuntura, es decir, el 6,4 % de los 6.898 cargos totales. Y, también, por el aumento de esa proporción entre el periodo anterior y el analizado, que va del 0,8 % al 6,4 % respectivamente, representando un formidable aumento de un 700 %.

Gráfico 4. Empleos totales Estado de Buenos Aires/Confederación Argentina

En relación con los empleos totales del período, el gráfico de arriba refleja, año por año y según los datos de nuestra base, los empleos otorgados por las dos entidades gubernamentales aquí tratadas. Lo opaco de los registros sobre el Estado de Buenos Aires hasta 1857 nos impide hacer, al menos hasta ese año, un provechoso análisis comparativo. Pero de lo que se puede observar y consideramos fiable, la Confederación Argentina parece alcanzar un punto álgido en otorgamiento de empleo público hacia el año 1856, mientras que el Estado de Buenos Aires tiene su pico dos años más tarde, para luego, en ambos casos, comenzar un declive solo revertido por la Confederación desde 1859 en adelante. Como ya señalamos, con la sumatoria entre ambas administraciones, se llega al máximo de empleos concedidos en 1858 (1.312) y, si tenemos en cuenta que la mayoría de ellos fueron en el rubro de las armas (lo que se confirma en el gráfico de abajo), nada más lógico que interpretarlo en el contexto de los aprestos bélicos previos a la batalla de Cépeda (octubre de 1859).

Podría esperarse un aumento similar del empleo en la antesala de Pavón (septiembre de 1861), pero esa lógica se verifica sólo para el caso de la Confederación, sin llegar por ello al pico máximo de 1856. No perdamos de vista que, si bien las dos batallas más importantes entre Buenos Aires y la Confederación se dieron entre 1859 y 1861, existieron momentos previos de máxima tensión y de escalada belicista. Las constantes invasiones a Buenos Aires de varios militares porteños exiliados en la Confederación y de abierta tendencia federal, como Ramón Bustos, Jerónimo Costa o José María Flores, llevaron a una fricción permanente y generaron un ambiente de guerra que se acrecentó luego del último intento invasor de principios de 1856, el que fue sofocado por las fuerzas porteñas y sus principales implicados, fusilados por orden del gobernador Obligado. Aunque la Confederación no reconoció su participación en dichos acontecimientos, ese casus belli llevó al fin del statu quo entre ambos Estados, y aumentó de manera exponencial el riesgo a una confrontación directa.

Gráfico 5. Empleos civiles/militares de la Confederación Argentina

Si desagregamos los empleos civiles de los militares, para el caso de la Confederación, como se puede apreciar en el gráfico de arriba, observamos que los puestos civiles tienen un pico al inicio de la conformación de la propia administración y que, a partir de 1854, se mantienen estables hasta empezar a decaer a partir de 1859. Este último hecho tal vez pueda explicarse no sólo por la profunda y casi terminal crisis económica que afectaba al gobierno con sede en Paraná, sino en la necesidad de destinar los escasos recursos disponibles a reforzar las fuerzas de guerra ante un inminente conflicto con Buenos Aires (el que se saldará poco después en Pavón).

Gráfico 6. Empleos militares Estado de Buenos Aires / Confederación Argentina

Si nos guiamos por el gráfico que representa sólo el empleo militar, veremos allí que los picos más altos en la Confederación se encuentran en 1856 y 1861, situación que se explica por los motivos ya señalados. No obstante, es llamativo notar que, en la coyuntura 1858/59, la antesala a Cepeda, los guarismos se encuentren a la baja. Cabe recalar que la inmensa mayoría de los cargos militares registrados en nuestra base representan altas en la oficialidad. En otras palabras, en 1859, pudo haber habido un declive en el otorgamiento de nuevos puestos en las jerarquías de las fuerzas confederadas, pero no necesariamente haberse replicado de igual manera en soldados de línea o milicianos. En cambio, de los defectuosos registros con que contamos sobre el Estado de Buenos Aires, es, por el contrario, la coyuntura previa a Cepeda la que registra el pico de empleos otorgados en las fuerzas de guerra.

Tabla 2. Empleos por jerarquías

Estado / jerarquías

Generalato[29]

%

Jefes[30]

%

Oficialidad[31]

%

Totales

Conf. Arg.

30

1,5

853

42,8

1.110

55,7

1.993

Estado de Bs. As.

1

0,08

145

11,8

1.085

88,1

1.231

De los campos de batalla a los escritorios

Otra de las principales temáticas que buscamos analizar en estas páginas consiste en la relación entre lo civil y lo militar. Con Caseros, como vimos, se llegó a la cúspide del proceso de militarización social, lo que, de forma lógica, se puede transpolar en la organización del Estado y en su funcionariado. A partir de 1852, esta tendencia comienza a revertirse. Pero, así como en las décadas revolucionarias faltaron militares adiestrados y muchos civiles debieron improvisar oficios para los que no estaban preparados, 40 años más tarde, la situación era completamente diferente (por no decir a la inversa). A medida que muchos cargos civiles se iban abriendo, un porcentaje muy importante de personal que había tenido experiencia u oficio en el ramo militar pasaba a ocuparlos. La pacificación social, que comenzaría de modo muy timorato a partir de 1852,[32] también implicó la transformación de los hombres de armas en ciudadanos dóciles e incorporados a otras instituciones sociales o productivas. No por nada el diario porteño La Tribuna, en 1854, hacía referencia a la tarea del gobernador Obligado como necesaria para que los paisanos arrojaran “el sable y la lanza, para sustituirla por el arado del labrador”.[33] Así, los soldados rasos debían nutrir la campaña de mano de obra; mientras, la oficialidad, devenir en emprendedores, comerciantes o empleados civiles de cierto rango.

Al promediar el siglo XIX, todavía muchos de los empleados “civiles” tenían importantes antecedentes en el ejército. Aunque el periodo por nosotros analizado refleja un marcado descenso de esa tendencia en comparación al anterior, de los que ocuparon cargos civiles durante ese lapso, un 20 % habían pasado por algún puesto militar previo. Es decir, si arriba señalamos que el 27,2 % de los cargos del período fueron destinados a ocupaciones civiles, habría que agregar que dichos cargos fueron distribuidos entre 1.539 individuos y, de ese número, 257 habían tenido previamente un puesto en las fuerzas militares. Para comprender mejor ese proceso de participación de militares, o exmilitares, en tareas “enteramente” civiles, nos detendremos en algunos casos ilustrativos de reconversión de militares a civiles luego de la caída de Rosas.[34]

Hasta la batalla de Caseros, José Miguel Galán había participado en múltiples campañas, incorporándose, luego de la Guerra del Brasil, al ejército entrerriano y abrazando la causa federal. Aunque en la década de 1840 tuvo algunos cargos políticos otorgados por Urquiza, no fue sino después de 1852 que comenzó a ocupar puestos civiles de forma recurrente. No caben dudas de que sus prolíficos antecedentes en las fuerzas armadas fueron un capital político inestimable cuando Urquiza lo eligió para tareas políticas o de gestión. Y eso por dos razones. Por un lado, por la confianza que los años de campaña habían generado del líder de la Confederación hacia Galán. Por otro, porque muchas de las responsabilidades que Galán comenzó a llevar adelante a partir de 1852 requerían de una pericia propiamente militar. Las tomas de razón reflejan las tareas híbridas entre lo militar y lo político de las que se fue haciendo cargo Galán, como jefe de banco y casa de la Moneda en 1853, ministro de Guerra y Marina en 1858, ministro secretario de Estado en el Departamento de Guerra y Marina, en 1853, o interventor nacional de la Provincia de San Juan, algo después. A partir de 1860, sería senador por Paraná, mientras, en paralelo, en 1860, era nombrado brigadier, reflejando así la porosidad entre las tareas civiles y militares que desempeñó al final de su abultada carrera pública.

Otro caso semejante lo representó Gerónimo Espejo. Tuvo una vida similar a la de Galán en muchos aspectos, pues nació por la misma época y participó de muchas batallas, inclusive en la misma Guerra del Brasil, aunque luego de esta optó por formar parte de la causa unitaria, siendo una espada recurrente de los generales Paz y Lavalle. Hasta Caseros, su carrera transcurrió exclusivamente en el ramo de las armas. Esta se reconvirtió luego de la caída de Rosas y, al igual que Galán, también se inclinó por apoyar a Urquiza y colaborar con la gestión confederal. Las 28 tomas de razón relacionadas a su persona dan cuenta de la cantidad de cargos y responsabilidades que asumió a lo largo de su extensa trayectoria. Luego de Caseros, fue inspector general del Ejército y, más tarde, subsecretario del Departamento de Guerra y Marina. Pero curiosamente, y a diferencia de un perfil como el de Galán, también ocupó cargos que requerían de conocimientos específicos extraños al ámbito marcial, como tesorero de rentas de Rosario y del Banco Nacional, o jefe del Departamento de Estadística. Llegó a ser nombrado general de división a los 81 años.

Otro caso interesante lo constituye el de Alfredo Marbais Du Graty. Nacido en el seno de una familia aristocrática en Mons, actual Bélgica, Du Graty realizó estudios en la Real Escuela Militar de Bruselas y llegó a la Confederación Argentina en 1851, actuando activamente contra el régimen de Rosas y ofreciendo sus servicios a Urquiza, en calidad de sargento mayor de artillería. Du Graty participó tanto en la campaña contra el ejército sitiador de Montevideo como de la batalla de Caseros. Según nuestra base, en 1852, ostentaba el cargo de teniente coronel de caballería de línea y, dos años más tarde, el de jefe de artillería de Rosario. A partir de ese mismo año, súbitamente, Du Graty se reconvirtió en un funcionario civil de gran importancia para la Confederación. Convengamos que la academia en la que se formó había sido modelada siguiendo la École Polytechnique de Francia. Esta última institución, creada en tiempos de la Revolución francesa, se caracterizaba por la excelencia de su instrucción, especialmente en los ramos de la matemática, la física, la química y la ingeniería. Considerando el poco personal formado en esos saberes, es de imaginar que, superada la campaña contra Rosas y estabilizada la relación entre la Confederación y Buenos Aires, Urquiza precisara de los servicios de Du Graty para otro tipo de responsabilidades. Es de esa forma como el militar europeo comenzó, a partir de 1854, a ocupar cargos muy diversos. Entre estos, el de director del novel Museo Nacional (Paraná), oficial mayor de la repartición de aduanas, oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores y edecán del propio Urquiza; en paralelo, incursionó de forma muy dinámica en el periodismo. En 1858, se le otorgó la ciudadanía argentina y, en 1862, fue nombrado cónsul general en Bélgica. Publicó una célebre obra sobre la Confederación Argentina[35] y murió, más tarde, en Bruselas.

Otros casos de personas menos conocidos también reflejan la misma tendencia, como Félix Clariá, que, en 1852, figura como teniente y, tres años después, ocupaba el cargo de alcalde de una localidad cercana a Paraná. O Toribio Chaparro, que revistaba, en 1852, como teniente en las fuerzas urquicistas para, cinco años más tarde, encontrarlo como alcalde de Gualeguay. En cambio, Salvador Espeleta, entre 1856 y 1864, alternó cargos como capitán o sargento mayor en los batallones de Guardias Nacionales de Paraná, mientras que fue realizando una carrera en paralelo como funcionario en Rentas Nacionales y Contaduría General, primero como oficial, luego en grado de subsecretario y, finalmente, como administrador general.

La distribución del empleo civil por ramo

Si los ejemplos recién esbozados reflejan la necesidad que tenía el Estado por incorporar empleados civiles a su expansiva administración, ahora, vamos a detenernos en analizar cómo se distribuía el empleo civil por los distintos ramos de esa estructura, siempre siguiendo la información que nos suministra la base. Lamentablemente, las cifras que arroja para el Estado de Buenos Aires son demasiado incompletas para sacar conclusiones, dificultando así la tarea comparativa. Es por eso que nos detendremos solamente en el Estado confederal.

Gráfico 7. Empleo civil por ramo Confederación Argentina (1852-1861)

De los 1.444 cargos civiles otorgados por la Confederación durante el periodo analizado, el grueso se concentraba en los ramos de Justicia y Hacienda. En el Departamento de Justicia, Culto e Instrucción Pública, predominan los cargos de alcaldes y jueces de paz y los preceptores de escuelas de todas las localidades entrerrianas. En relación con los alcaldes y jueces de paz, en el capítulo previo, hicimos referencia sobre la importancia que su presencia territorial tuvo en la provincia de Buenos Aires para la construcción de la estatalidad en el ámbito rural; hacemos extensiva esa idea a aquellos diseminados en suelo entrerriano. Con relación a los preceptores de escuelas, los trabajos de Garavaglia dan cuenta de la importancia que tuvo la educación para las autoridades confederadas, las que muestran el “grado relativamente alto de despliegue de las funciones estatales, es decir, de un estado que quiere hacer algo más que controlar y reprimir”.[36] En un intento por reivindicar el rol de la Confederación en la construcción del Estado nacional –y, puntualmente, en materia educativa–, Garavaglia destaca la gran inversión que realizó en educación, subrayando los altos presupuestos destinados a los colegios nacionales (el de Concepción del Uruguay y el de Monserrat, en Córdoba, pero también otros en Corrientes, Salta, Tucumán, San Juan, Mendoza y Santa Fe) y a la Universidad de San Carlos, sita en la ciudad de Córdoba.[37]

La educación en el Estado de Buenos Aires no le fue en zaga. Para Bustamante Vismara, luego de Caseros, hubo un verdadero punto de inflexión en materia educativa, no sólo por el aumento en las partidas presupuestarias en dicho rubro –habiendo sido casi nulas durante los últimos años del rosismo– y por la cantidad de localidades rurales donde se iniciaron por vez primera las actividades lectivas,[38] sino también por los cambios cualitativos llevados a cabo desde el flamante Consejo de Instrucción Pública. En esta área, destacó la labor de Domingo F. Sarmiento, quien, a partir de 1856 y como jefe del Departamento de Primeras Letras, se ocupó de instaurar políticas centralizadoras y de aumentar el rol del Estado en materia educativa. Cabe señalar que es en el ramo educativo en el que figuran las únicas mujeres que registra nuestra base para el periodo que aquí analizamos. Se trata de ocho cargos (sobre 97 totales), casi todos de la Confederación, repartidos entre preceptoras y ayudantes de escuela. Es más que evidente que ese número no refleja la realidad y hay buenas razones para suponer que esa cifra era mucho más elevada. Es factible, también, que el rubro educativo haya sido la primera vía de ingreso formal de las mujeres al funcionariado público. Sarmiento veía positiva la inclusión de la mujer al Estado desde un aspecto económico, ya que consideraba, para 1856, que debía aumentarse “el número de las maestras más que el de los maestros, porque aquellas cuestan menos, son más permanentes en el ejercicio de su profesión y más aptas para la parte de la enseñanza pública que les sería confiada”.[39] No es de extrañar, entonces, que, influido el sanjuanino por las ideas del pedagogo norteamericano Horace Mann, años más tarde, gestionara el arribo de 61 maestras de los Estados Unidos a nuestro país para la formación de profesorados de primaria.

En relación nuevamente a la Confederación, cabe señalar que el Ministerio de Hacienda, al igual que el de Justicia y a diferencia de otras reparticiones, tenía una gran presencia territorial, incluso por fuera de Entre Ríos. No obstante, las limitaciones de nuestra base permiten seguir a los que estaban mayoritariamente apostados en las localidades litoraleñas (como Galeguaychú, Concordia, Concepción del Uruguay, Paraná, Corrientes, etc.) y se ocupaban del resguardo y la fiscalización de los productos que llegaban por vías fluviales. Escribanos, ordenanzas, receptores, guardas del resguardo, inspectores, tenedores de libros, administradores y dependientes componían un cuerpo muy importante de empleados que debía ocuparse de que el resto de la estructura estatal pudiera contar con los recursos para desenvolver sus tareas. En cambio, en el ramo de Gobierno (Ministerio del Interior), los cargos otorgados en el período son muy exiguos, aunque se trata de hombres de gran visibilidad y poder. Aquí, nos topamos con ministros como Juan Campillo, Santiago Derqui o José Benjamín Gorostiaga. También con empleados de menor rango, como los del Departamento de Estadística, de la administración de correos, o los del propio Ministerio del Interior, además de asesores, interventores, auxiliares, y un largo etcétera.

La diplomacia como complemento de la guerra

La expansión del Estado también se visualiza en la creciente importancia que adquirieron los ministerios de Relaciones Exteriores a partir de la década de 1850. Durante el régimen de Rosas, las provincias delegaron las relaciones con el resto de las naciones en la figura del gobernador de Buenos Aires. Y los vínculos de la Confederación Argentina con casi todos sus países vecinos y con las principales potencias del mundo fueron extremadamente tensos y, en ocasiones, belicosos. Aunque recibía consejos de sus ministros, Rosas manejaba las relaciones de la Confederación de modo personalista. Mantuvo fricciones –o entró en guerra– con los países en donde se refugiaban los exiliados políticos de su propio régimen, o con los que disputaban la soberanía sobre los ríos internos. La mayor parte de las negociaciones y acuerdos diplomáticos de la Confederación con las principales potencias europeas se llevaron a cabo en suelo confederal, y con la participación o tutela del mismo Restaurador. En los casos en que eso no podía ser factible, se ejecutaban misiones específicas en otros países que duraban un lapso breve.[40]

Luego de la batalla de Caseros, las relaciones exteriores fueron concebidas de un modo diferente a como se las había gestionado hasta entonces. Los ministerios abocados a la tarea de administrarlas se fueron profesionalizando. El giro liberal que tomaron, tanto la Confederación como el Estado de Buenos Aires, llevaron a que la política exterior fuera mucho más diversa y ambiciosa, pues ya no se limitaba a evitar o promover la guerra. Ahora, a través de ella, se buscaba afianzar o dinamizar el comercio y fomentar la inmigración. Para Ferns, “el paso de la diplomacia política a la diplomacia comercial se verificó durante los años que transcurrieron entre la victoria que obtuvo Urquiza en febrero de 1852 y su alejamiento de la vida política, producido en 1862”.[41] Por ese motivo, la década de 1850 es el periodo en que se pactaron, con muchas naciones, acuerdos de amistad, comercio y navegación, mientras que se reconoció formalmente la independencia del Paraguay y España hizo lo propio con la de Argentina. La Constitución de 1853, en el artículo 27, establece la obligatoriedad del gobierno federal en “afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras”; y, en su artículo 25, señala que el Estado “fomentará la inmigración europea”, a la que se le exime de impuestos y del servicio de las armas.[42]

Pero, además del fomento de la inmigración y de los pactos comerciales, el punto más remarcable de este momento histórico lo constituye la utilización de las vías diplomáticas como continuación de la contienda política entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. Por ese motivo, no es casualidad que, entre 1852 y 1861, siguiendo los datos de nuestra base, fueran otorgados, entre la suma de ambos gobiernos, 441 cargos relacionados al Ministerio del Exterior (entre funcionarios diversos y diplomáticos). En 1855, el Estado de Buenos Aires comenzaba a asignar un presupuesto específico para el manejo de las relaciones exteriores. ¿Qué estaba en juego? ¿Por qué ese repentino interés en darle una mayor entidad a los vínculos con las otras naciones? Para una voz autorizada como la de Juan Bautista Alberdi, quien ocupó 8 cargos diferentes como encargado de negocios, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la Confederación en Francia, España, Gran Bretaña, Estados Unidos, Inglaterra y Roma:

La diplomacia que he tenido el honor de servir, no tuvo por único objeto alimentar relaciones de amistad con las cortes de Europa, sino disputar ante ellas nuestra soberanía nacional desconocida; conseguir, por decirlo así, segunda vez el reconocimiento de la nacionalidad argentina por los Gobiernos europeos (…) Al lado de la credencial de mi Gobierno encontré siempre la contra-credencial, es decir, la carta de descrédito que nos oponía el Gobierno de Buenos Aires.[43]

Para Alberdi, solo había dos caminos para unir las dos partes en que se encontraba divida la República: la guerra, que en lo posible habría que intentar evitar, y la acción pacífica de la diplomacia. En ese sentido, el antagonismo entre la Confederación y Buenos Aires se podía definir en el juego de las relaciones internacionales. Y el peligro inmediato que corría la Confederación era que el Estado de Buenos Aires fuese reconocido por las principales naciones del mundo. Si lograba transformarse en un Estado legitimado, ya no habría vuelta atrás: “si Buenos Aires hubiera triunfado en el camino que llevaban sus negocios exteriores (…) esa provincia sería hoy una nación independiente de la República Argentina”.[44] Es por ese motivo que Alberdi percibía que su misión diplomática era de tanta gravedad.

La tarea no era para nada sencilla, pues, entre otras dificultades, una no menor, en palabras del propio pensador tucumano, era la que implicaba “luchar en Europa contra la costumbre de considerar a Buenos Aires como la expresión normal de toda la República Argentina”.[45] Pero, si la coyuntura impelía a neutralizar los intentos de Buenos Aires por ser reconocida por las principales naciones del planeta, también existían intereses a largo plazo que, para Alberdi, justificaban el esfuerzo y los recursos necesarios para sostener una política exterior enérgica y dinámica. Pues, según su criterio, los países nacientes –como Argentina– “deben recibir de fuera todos los elementos de su civilización y progreso, el gobierno exterior viene a ser, por decirlo así, casi todo su gobierno”.[46]

Las ideas de Alberdi eran, en buena medida, compartidas por la dirigencia confederal. Sin embargo, la urgencia de lo cotidiano impedía destinar muchos recursos a beneficios que sólo se podrían palpar en un plazo demasiado dilatado. Aun así, con el gobierno de Urquiza, comienza la voluntad de iniciar misiones diplomáticas regulares y estables en varios países estratégicamente relevantes, y con presupuestos acordes a dichas tareas.[47] Ese cambio se consolidaría en las gestiones de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, años después, lo que refleja el despliegue del Estado y la creciente importancia de las relaciones internacionales en un mundo cada vez más interconectado.

Lo central de la política exterior de la Confederación, durante la década de 1850, radicó en enviar a dos diplomáticos a Europa para reconocer la soberanía del nuevo Estado con capital en Paraná y, en paralelo, desacreditar la legitimidad de los intentos porteños por lograr mismos cometidos. Con ese fin, fue enviado Alberdi, un intelectual de renombre, para ocuparse de las tareas más espinosas y convencer a las grandes potencias (Inglaterra, Francia, España y la Santa Sede) de la justicia de su causa. Y, a partir de 1855, fue enviado Delfín Huergo, como complemento de Alberdi, para negociar acuerdos similares en las cortes de importancia relativa: Cerdeña, Prusia y Portugal.

Pero si, para 1866, como destaca Walter Debriz, los sueldos de los diplomáticos son los más altos de la nómina de empleados estatales, superiores a los de los ministros, obispo y miembros de la corte de justicia, y sólo superados por lo que percibía el mismo presidente, diez años antes, la situación era radicalmente diferente.[48] Alberdi reclamaba una y otra vez por la falta de oficiales auxiliares, lo que todo retardaba. Los pagos no estaban siempre garantizados, ni llegaban a término. La situación de Huergo era incluso más apremiante. A causa de los magros recursos que disponía la Confederación, el enviado se había comprometido a financiar de su propio bolsillo los gastos de la misión diplomática que lideraba. Su oficina, tanto como la del tucumano, era su propia residencia, que, por otro lado, no era fija, sino itinerante. Cada cambio de destino implicaba el traslado de voluminosos archivos, informes y documentos.

En esos papeles, sin embargo, encontramos la continuidad del Estado que comenzaba a desplegarse. En París, buena parte de ellos, Alberdi los había recibido del propio Mariano Balcarce, a cargo de la Legación en ese destino, y quien luego pasaría a defender los intereses del Estado de Buenos Aires. Y esos papeles quedarán en poder de quien reemplazaría más tarde al propio Alberdi. En ese contexto, se sentaban las prácticas burocráticas que se afianzarían luego. También, por ese entonces, se consolidaban las formas establecidas de comunicación, los lenguajes, las redes interpersonales, la etiqueta y las reglas básicas de la diplomacia internacional, las mismas que regían y se habían estandarizado a partir del célebre Congreso de Viena (1814-1815).

En el caso de las relaciones entre la Confederación y sus países vecinos, la situación era radicalmente diferente. Si bien existían algunos paralelismos con las negociaciones efectuadas con los países europeos en relación con el interés por dinamizar los vínculos recíprocos, y en sellar acuerdos de comercio y navegación, las principales intenciones con Paraguay, Uruguay y Brasil radicaban en asegurarse potenciales aliados ante una inminente guerra con el disidente Estado porteño. Para ello, fueron enviados a esos países el infatigable Tomás Guido, Luis José de la Peña y el francés Alberto Larroque.

Con Paraguay, no lograron prosperar las tratativas, principalmente por desacuerdos en la resolución de diferencias fronterizas. Con Brasil, no sería más sencillo, puesto que, en el fondo, al Imperio le convenía aletargar acuerdos y que la región del Río de la Plata siguiese lo más fragmentada posible acorde al viejo adagio “divide y triunfarás”. En Uruguay, por último, la situación era de constante inestabilidad y no parecía encontrarse en condiciones de colaborar por ninguna causa que no fuese la suya. En otras palabras, la política exterior de la Confederación con sus países vecinos no resultó del todo fructífera. En cambio, obtuvo resultados más tangibles de las grandes potencias. Alberdi había logrado que Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña no reconocieran la soberanía porteña e, incluso, que quitaran de Buenos Aires a todos sus representantes, con la excepción de una mezquina presencia consular. En efecto dominó, otros Estados europeos de segundo orden seguirían los pasos de las grandes potencias.

Aunque mucho menos explorada por la historiografía, que sólo se focalizó en el desempeño de las relaciones exteriores de la Confederación,[49] en paralelo, se estaba desarrollando la diplomacia porteña, liderada por las misiones de Mariano Balcarce, Juan Thompson (hijo de Mariquita Sánchez, diplomático en España y encargado de negocios en Francia) y Jorge F. Dickson (cónsul porteño en Londres), además de otros representantes bonaerenses menos conocidos.

Nuestra base de datos nos ofrece información que nos permite observar algunas cuestiones de sumo interés. Entre 1853 y 1859, período en que el Estado de Buenos Aires y la Confederación actuaron como soberanías autónomas, el primero otorgó 49 cargos diplomáticos en el exterior: 33 a naciones europeas y 16 a Estados americanos. En cambio, la Confederación otorgó 70 cargos, siendo 40 de ellos con destino a Europa y 30 al continente americano. Si descontamos a figuras como Alberdi, la mayoría de los cargos fueron ad honorem y consistieron en representaciones honoríficas. Muchos de esos puestos, para el caso de los países vecinos, recayeron en personalidades con importante trayectoria en dichos destinos y que se habían exiliado del régimen de Rosas, pero que, por varios motivos, habían desistido de retornar a su país luego de Caseros. En otros casos, se trató de antiguos exiliados que, aunque retornados, eran idóneos para cumplir misiones en ciertos países, pues seguían teniendo múltiples conexiones y relaciones tanto políticas como sociales (verbigracia, Francisco Pico, nombrado cónsul general en el Estado Oriental).

El caso más paradigmático con relación a lo anterior lo representan aquellos agentes que tuvieron cargos diplomáticos en Chile. Aunque el país trasandino no cumplía, por entonces, un rol determinante en los asuntos internos rioplatenses, ni nada hacía presagiar que podría llegar a involucrarse militarmente por alguno de los contendientes, muchos de los exiliados argentinos asentados allí (que, según el censo chileno de 1854, computaban cerca de 10.500) habían logrado adquirir entidad política e influencia por fuera de las demarcaciones del país de acogida. Siguiendo esa idea, no fue casual que Carlos Lamarca, importante comerciante argentino asentado en Chile desde 1841, fuese, a la vez, secretario del Club Constitucional de Valparaíso, encargado de negocios en Chile y oficial de la Legación Argentina en ese mismo país.

Otro influyente comerciante presente en nuestra base, Gregorio Beéche, nombrado en 1854 cónsul de la Confederación en Valparaíso, también gravitó en la política como miembro activo del Club Constitucional en esa ciudad portuaria. Este importante núcleo de emigrados, del cual Alberdi era el indiscutido líder, publicaba con frecuencia sus ideas y propuestas en la prensa chilena (El Mercurio, El Copiapino, El Diario de Valparaíso, etc.), alcanzando repercusión del otro lado de los Andes y, en muchas ocasiones, republicadas por la prensa confederal. Pero no sólo Valparaíso era una ciudad pujante y dinámica, con gran presencia de exiliados argentinos, también lo era Copiapó, centro minero y exportador, que contaba con un cónsul de la Confederación, Francisco San Román Navarro, antiguo gobernador de San Juan y padre de Francisco Javier San Román, un prestigioso explorador, ingeniero y topógrafo chileno. Cumplieron tareas similares Manuel del Carril, cónsul y vicecónsul entre 1854 y 1855 y Andrés María Bustos, vicecónsul en esa misma localidad norteña. Asimismo, la red de representantes confederales se extendía aún más, con Mardoqueo Navarro –hermano de Ramón Gil, diputado en Paraná–, como cónsul en la sureña Concepción, Javier de la Vega, con ese mismo cargo, pero en Coquimbo, una importante localidad productora de cobre, o Francisco Borja Gómez, agente confidencial y especial para todo el territorio chileno.

La presencia porteña allende los Andes fue algo más modesta, mas para nada insignificante. Luego de la revolución del 11 de septiembre de 1852, se creó, en Santiago, un club político rival al comandado por Alberdi, y bajo el liderazgo de Sarmiento. Aunque esta agrupación apoyaba la posición porteña, contó, inicialmente, con siete miembros originarios de la ciudad puerto (siendo Juan Gregorio de Las Heras uno de los más célebres) y quince cuyanos (además de Sarmiento, Gabriel Ocampo, Domingo de Oro y Juan Godoy –quien luego sería cónsul chileno en San Juan–, entre otros). Utilizaron, en este caso, al periódico El Nacional para difundir sus propuestas e ideas en la ciudad de Buenos Aires. No obstante, la representación diplomática porteña era más modesta que la confederal, destacando Mariano de Sarratea (hijo), un rico comerciante afincado en Valparaíso, quien, habiendo, en un principio, actuado en carácter de cónsul por la Confederación, optó, finalmente, por representar con ese mismo cargo al Estado de Buenos Aires, debido, en especial, a su enorme afinidad con Sarmiento y su círculo.[50]

Con la excepción de los porteños que pudieron tener algún grado de presencia e influencia en Chile o Bolivia, en general, los representantes diplomáticos en aquellos países tenían estrechos vínculos regionales y eran originarios de provincias limítrofes con una fuerte historia conectada. Así, por ejemplo, Ramón Alvarado, jujeño de nacimiento, exiliado en Bolivia en tiempos del rosismo, actuó, después de Caseros, como cónsul argentino en dicho país. Poco más tarde, sería designado como encargado de negocios y plenipotenciario de la Confederación en suelo boliviano. Su vasta trayectoria mercantil y su parentesco con la familia Sánchez de Bustamante, por un lado, y del general Agustín Gamarra, por otro, lo hacían el eslabón perfecto entre el norte argentino, las autoridades de la Confederación y los sectores dirigentes del país vecino. Otras tradicionales familias del norte también ocuparon cargos de la misma índole y representando a la Confederación, como el caso de Manuel y Melitón Solá, cónsul de Cobija y cónsul de La Paz, respectivamente.

Resulta curioso que otros exiliados argentinos que vivieron muchos años en el exterior, al regresar a sus provincias natalicias, también actuaron como cónsules en Argentina, representando a los países en donde se habían refugiado por tantos años durante el exilio, demostrando, en parte, la labilidad de las nacionalidades en Estados en proceso de conformación. Así lo refleja, por ejemplo, el caso de Carlos Calvo, célebre jurista y diplomático, nacido en Uruguay, pero criado y educado en Buenos Aires, y que actuaría como representante diplomático del Estado de Buenos Aires en el país oriental y, años más tarde, haría lo mismo en Europa, representando, en este caso, a la Argentina –aunque también al Paraguay–; o el militar César Díaz, nacido en Uruguay, pero actuando como encargado de negocios y cónsul general en su país natal en representación del disidente Estado porteño. Otro caso ciertamente original lo ejemplifica el bibliófilo e intelectual del rosismo, Pedro De Angelis, quien, nacido en Nápoles a fines del siglo XVIII, ostentaba, luego de Caseros, el cargo honorífico de cónsul general del Reino de las dos Sicilias en Buenos Aires.

Aunque el grueso de los representantes que actuaban en lugares neurálgicos del orbe eran argentinos, la gran mayoría de los cargos otorgados en el exterior recaían en comerciantes o personas bien vinculadas de origen extranjero, nativos, generalmente, del país en el que residían, pero que, por diversos motivos, guardaban vínculos fluidos con Buenos Aires o Paraná. Entre estos, Enrique Gourdon, cónsul de Buenos Aires en Nantes; Samuel Ferguson, cónsul de Buenos Aires en Glasgow; Pedro Ebbeke, vicecónsul en Suecia y en Noruega, representando la causa porteña, entre tantos otros. Resta por profundizar la importancia geopolítica que tuvieron estas designaciones para el desarrollo de las políticas exteriores de ambos Estados y, años después, de la Argentina ya unificada.

No debemos pasar por alto que, además de los nexos comerciales señalados, existía un marcado interés por que las nuevas naciones se hicieran conocidas en otros rincones del planeta, especialmente en países que pudieran estar interesados en invertir capital. Como ejemplo de ello, Santiago Arcos –chileno de nacimiento–, aprovechando la asunción reciente de Mitre a la presidencia (1862), buscó por todos los medios un cargo diplomático en Europa para representar a la Argentina. Con ese fin, escribe una carta a Sarmiento en la que le enumera todos los motivos por los que se veía un candidato apetecible:

Primero: porque aquí tengo las mejores relaciones y sé interesar hablando de las cuestiones de por allá sin fastidiar. Segundo porque quiero a esa tierra, conozco sus intereses y la serviré mejor que otro en Francia. En España para deshacer las barbaridades de Alberdi o en Inglaterra si necesitan ustedes hacer algo en materias industriales. Tercero porque no necesitando del sueldo para la vida material, gastaré cuanto me paguen en convites, en hacer hablar del país en lujo, en poner a la moda pampas, ganado, lanas, ferrocarriles y sobre todo emigración a la Argentina.[51]

En este sustantivo extracto de la misiva, se pueden observar los atributos ideales de un representante en los tiempos de construcción del Estado nacional una vez superadas las diferencias entre Buenos Aires y la Confederación. Haciendo gala de sus excelentes relaciones, su holgada situación económica –lo que le ahorraba mucho dinero al erario público– y una actitud proselitista hacia las bondades de la tierra que representaba, en este caso, resaltando la feracidad del suelo, el dinámico desarrollo lanar y la potencialidad del ferrocarril, pero también como destino ideal para la mano de obra sobrante del Viejo Mundo. Esta nueva forma de diplomacia difería ya de la de años recientes, pues los dos Estados que luchaban en paralelo por su legitimidad externa se habían fusionado en uno solo con intereses externos comunes.

Conclusión

En este capítulo que concluye, intenté llevar adelante un análisis comparativo sobre la evolución del empleo público en los dos Estados en los que se dividió el país la mayor parte de la década de 1850. En la medida de las posibilidades, y con inmensas lagunas de información para algunos momentos, o para alguno de los dos Estados analizados, pudimos corroborar ciertas cuestiones presentes en la literatura historiográfica, mientras avanzamos con otras hipótesis novedosas.

La reciente historiografía ha reivindicado la experiencia confederal para el desarrollo ulterior del Estado nacional argentino. Mi posición, basada en gran parte en la información suministrada por la base de datos, es favorable a esa tesitura y contraria, en buena medida, a la ya esbozada por Oscar Oszlak. La experiencia confederal fue muy enriquecedora como antecedente y gran parte de su personal más capacitado se incorporó con posterioridad a las instituciones nacionales que regirían luego de Pavón. Esa línea se puede corroborar mejor aún en el capítulo siguiente.

Otro rasgo interesante del periodo abordado es que, de manera gradual, los presupuestos y el otorgamiento de cargos militares irán en aumento, pero en un aumento relativamente inferior al de otros ramos de la administración y a períodos anteriores, lo que, en otras palabras, reflejaría dos cosas. Por un lado, que el pico máximo de militarización social se alcanzó en Caseros para luego comenzar, de forma gradual, a declinar. Por otro, como lo advirtió Garavaglia, ya no estamos frente a un Estado –o dos para este caso– que sólo sabe y quiere vigilar y castigar. Otro dato para tener en cuenta, abonando esa tesis, es la cantidad de personal que pasó del ámbito marcial al civil, situación totalmente inversa a la acaecida en el comienzo del período guerrero que nacía con las conflagraciones independentistas, en las décadas de 1810/20. A su vez, la educación recibió un notable estímulo, aumentando sus partidas presupuestarias y su personal. Por esa vía, es probable que haya ingresado, por vez primera y de forma sistemática, la mujer al funcionariado público.

No obstante, uno de los ramos de la administración que más creció en el periodo analizado fue el de las relaciones exteriores. El Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina continuaron la guerra interna en las trincheras de la diplomacia. Más allá de los éxitos de Alberdi –los que no tuvieron significativas consecuencias en el plano de lo concreto–, se hacía evidente que las representaciones en otros países, estables y permanentes, podrían redundar en importantes beneficios, no sólo en el estímulo del comercio mutuo, sino para insertar al país al concierto de las naciones, promocionar sus bondades y atraer remanente poblacional calificado o semicalificado para concretar el famoso enunciado alberdiano de “gobernar es poblar”.


  1. Ver el capítulo III de: Scobie, James R., La lucha por la consolidación de la nacionalidad argentina, 1852-1862, Buenos Aires, Hachette, 1964.
  2. Aramburo, Mariano J., “Los límites territoriales de Buenos Aires durante la secesión: apuntes sobre el debate constitucional de 1854 y la construcción del Estado bonaerense”, en Nuevo Mundo, Mundos nuevos, https://journals.openedition.org/nuevomundo/75254
  3. Constitución del Estado de Buenos Aires de 1854: https://institucional.hcdiputados-ba.gov.ar/includes/const_1854.html
  4. Moussy, Martin de., Description géographique et stattistique de la Confédération Argentine, París, Librairie de Firmin Didot Freres, 1873.
  5. Constitución de la Confederación Argentina de 1853: https://bibliotecadigital.csjn.gov.ar/Constitucion-de-la-Confederacion-Argentina-1853-.pdf
  6. Moussy, Martin de. Description géographique…
  7. González Bernaldo, Pilar, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.
  8. Lanteri, Ana Laura, “La Confederación desde sus actores. La conformación de una dirigencia nacional en un nuevo orden político (1852-1862)”, en: Lanteri, Ana Laura, Actores e identidades en la construcción del estado nacional, Buenos Aires, Teseo, 2013, pp. 129-170.
  9. Garavaglia, Juan Carlos, Construir el estado, inventar la nación. El Río de la Plata, siglos XVIII-XIX, Buenos Aires, Prometeo, 2007.
  10. Oszlak, Oscar, La formación del estado argentino. Origen, progreso y desarrollo nacional, Buenos Aires, Planeta, 1997.
  11. Oszlak, Oscar. La formación del estado argentino…, op. cit., p. 68.
  12. Oszlak, Oscar. La formación del estado argentino…, op. cit., p. 62.
  13. Bragoni, Beatriz y Eduardo Míguez (coords.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010.
  14. Lanteri, Ana Laura, “Acerca del aprendizaje y la conformación político-institucional nacional. Una relectura de la Confederación argentina (1852-1862)”, en: Secuencia, núm. 87, septiembre-diciembre 2013, pp. 67-94.
  15. Lanteri, Ana Laura. “La Confederación desde sus actores”…, op. cit.
  16. Piazzi, Carolina A. y Ana Laura Lanteri, “La administración pública en la Argentina en perspectiva histórica. Propuestas sobre el quehacer administrativo y las funciones judiciales y legislativas en torno a las décadas de 1850 y 1860”, en: Revista de Historia Americana y Argentina, vol. 54, N. 1, 2019, pp. 241-276.
  17. Garavaglia, Juan Carlos, Construir el estado, inventar la nación…, op. cit.
  18. Garavaglia, Juan Carlos, “La apoteosis del Leviathan: El estado en Buenos Aires durante la primera mitad del XIX”, en: Latin American Research Review, vol. 38, núm. 1, 2003, pp. 135-168.
  19. González Bernaldo, Civilidad y política…, op. cit.
  20. González Bernaldo, Civilidad y política…, op. cit., p. 268.
  21. La muestra total tiene 249 casos.
  22. Blumenthal, Edward e Ignacio Zubizarreta, “Los retornos políticos: ‘desexilios’ y reinserción ocupacional post-Caseros”, IV Jornadas de trabajo sobre Exilios Políticos del Cono Sur en el Siglo XX. Agendas, problemas y perspectivas conceptuales, Bahía Blanca, 2018.
  23. Sobre el Ministerio de Hacienda del Estado de Buenos Aires, recomendamos: Garavaglia, Juan Carlos y Elisa Caselli, “Guerra, política y negocios en Buenos Aires. Las oficinas de Hacienda y los proveedores del Estado (1858-1860)”, en: Boletín del Instituto Ravignani, Tercera serie, núm. 39, segundo semestre 2013, pp. 76-108.
  24. La información de las primeras cuatro entradas fue extraída del Registro Oficial de la República Argentina para el año 1855 (Tomo I, 1851-1855), Buenos Aires, Imprenta del Orden, 1863. Los datos específicos del Departamento de Guerra y Marina reflejan, en cambio, el bienio 1857/58 y fueron tomados de: Auza, Néstor T., “El Ejército en la época de la confederación, 1852-1861”, Buenos Aires, Círculo Militar, 1971, p. 231.
  25. Para comprender la conversión de pesos papel a pesos fuerte, ver: Djenderedjian, Julio, Martirén, Juan Luis y Daniel Moyano, “Un imbroglio monetario. La moneda del interior argentino en tiempos de heterogeneidad estructural, 1826-1883”, en: Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales, Vol. 61, N. 233, pp. 55-79.
  26. La escasez de datos con respecto al Estado de Buenos Aires se explica, en buena medida, en la forma en la que se construyó, metodológicamente, el Registro Oficial. Los datos de la provincia disidente fueron recortados, extraídos e insertados al final del trabajo en modo de anexo, y de forma bastante incompleta. Sobre la justificación a dicho recorte, ver: Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos expedidos desde 1810 hasta 1873, Tomo primero, 1810 a 1822, Buenos Aires, Imprenta La República, 1879, p. 32.
  27. Zubizarreta, Ignacio, Rabinovich, Alejandro M. y Leonardo Canciani (eds.), Caseros. La batalla por la organización nacional, Buenos Aires, Sudamericana, 2022, p. 245.
  28. Caletti Garciadiego, Bárbara, “Después de la tormenta ¿la calma? Ejército y Milicias en la campaña porteña tras Caseros”, Coordenadas. Revista de Historia Local y Regional, vol. 1, n. 1, jul. 2014, p. 88.
  29. Generalato: brigadier general/general/coronel mayor.
  30. Jefes: coronel/teniente coronel/sargento mayor.
  31. Oficialidad: capitán/teniente primero/teniente segundo/subteniente o alférez.
  32. Rabinovich, Alejandro M. e Ignacio Zubizarreta, “Arrojar el sable y la lanza para sustituirla por el arado del labrador. La Construcción de la paz en la campaña de Buenos Aires, 1852-1862”, en: Atlante. Revue d´études romanes, vol. 14, 2021, https://journals.openedition.org/atlante/714
  33. La Tribuna, “Visita de S. E. a los pueblos de campaña”, 08/05/1854.
  34. Para reconstruir la vida pública de estos cinco personajes, además de las tomas de razón de nuestra propia base, recurrimos a: Cutolo, Vicente O., Nuevo diccionario biográfico argentino (1750-1930), Buenos Aires, Editorial Elche, 1968.
  35. Marbais du Graty, Alfredo, La Confédération Argentine, París, 1858.
  36. Garavaglia, Juan Carlos, La disputa por la construcción nacional argentina: Buenos Aires, la Confederación y las provincias (1850-1865), Buenos Aires, Prometeo, 2015, pp. 44-45.
  37. Garavaglia, Juan Carlos, La disputa por la construcción nacional argentina…, op. cit., p. 45.
  38. Bustamante, Vismara, José, Escuela de primeras letras en la campaña de Buenos Aires, primera mitad del siglo XIX, Tesis de Maestría, Universidad Di Tella, 2004, p. 54.
  39. Sarmiento, Domingo F., Apéndice a la memoria sobre Enseñanza Pública, Archivo General de la Nación, Fondo Estado de Buenos Aires, 1856, p. 45.
  40. Para comprender algunos aspectos de la política diplomática durante el rosismo, ver: Kloster, Mariano, “Las relaciones exteriores de las provincias argentinas como elemento de disputa: el caso de los pronunciamientos de 1840”, en Almanack, Guarulhos, n. 28, 2021, pp. 1-43.
  41. Ferns, H. S., Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1966, p. 294.
  42. Constitución de la Nación Argentina de 1853, en: http://www.infoleg.gob.ar/?page_id=3873
  43. Alberdi, Juan Bautista, Memoria en que el ministro de la Confederación Argentina en las cortes de Inglaterra, Francia y España da cuenta a su gobierno de los trabajos de su misión, desde 1855 hasta 1860, con ocasión de la renuncia que hace de todos sus empleos, París, Imprenta de J. Claye, 1860, p. 5.
  44. Alberdi, Juan Bautista, Memoria…, op. cit., p. 19.
  45. Alberdi, Juan Bautista, Memoria…, op. cit., p. 5.
  46. Alberdi, Juan Bautista, Memoria…, op. cit., p. 22.
  47. Debriz, Walter R., El servicio diplomático argentino en la construcción del Estado Nacional, Tesis de maestría en Historia, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2017, p. 49.
  48. Debriz, Walter R. El servicio diplomático argentino…, op. cit., p. 105.
  49. Así se constata al menos en: Cárcano, Ramón J., “La política internacional en el Plata durante el gobierno de la Confederación, tratados y alianzas (1855-1859)”, en: Levene, Ricardo (dir). Historia de la Nación Argentina, vol. VIII, La confederación y Buenos Aires hasta la organización definitiva de la Nación en 1862, Buenos Aires, El Ateneo, 1938, pp. 389-422 y en: Cisneros, Andrés y Escudé, Carlos (dirs.), Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina, Parte I, las relaciones exteriores de la Argentina embrionaria, Tomo V, 1852-1860: dos estados argentinos, Dos políticas exteriores, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1998.
  50. Cutolo, Vicente O., Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, 1750-1930, Buenos Aires, Elche, 1968.
  51. Carta de Arcos a Sarmiento, en: Debriz, Walter R., El servicio diplomático argentino…, op. cit., p. 135.


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