Santa Fe (1900-1930)
Paula Sedran
“¿Cómo pasamos de lo ‘normal’ a lo patológico?”.
George Devereux (1973)
Introducción
Entre fines del siglo xix y las primeras décadas del xx, el consumo de bebidas alcohólicas en el mundo occidental creció notablemente, proceso consolidado como consecuencia de los cambios que sacudieron la economía y la vida social (Holt, 2006; Powers, 2006; Rojas Sosa, 2019). El saber médico contribuyó, de manera central, a cambiar las formas de concebir al alcohol como problema social y a posicionarlo como uno de los males sociales más acuciantes, si no el más (Campos Marín, 1997; Menéndez, 1985). No obstante, las principales iniciativas para combatirlo (la temperancia y la prohibición) se fundamentaron con argumentos morales y religiosos en conjunción con enunciados científicos, lo que demuestra que el imaginario sobre el alcohol excede largamente las definiciones del discurso médico (Fahey y Tyrrell, 2003; Harrison, 1997; Edman, 2016).
En Argentina, el consumo de alcohol ha sido estudiado en sus aristas médica, penal (Seidellán, 2008) y económica (Richard Jorba, 2010; Hanway, 2014), así como por la intervención de los discursos expertos del higienismo social en las estrategias de la agroindustria del vino en el paso al siglo xx (Ferrari Gutiérrez, 2011; Mateu, 2016). Aunque los trabajos de mayor circulación se preocupan eminentemente por los discursos producidos por las élites y por la circulación intradiscursiva de estos, en trabajos que se encuadran en la problemática de la llamada “cuestión social” (Suriano, 2001), se ha establecido para América Latina el constructo que ligó etilismo a enfermedad y, por tanto, a crimen desde la mirada estatal (Agostoni y Speckman Guerra, 2005).
Por otra parte, estudios de caso señeros consideraron la ingesta de alcohol en cuanto forma de sociabilidad y de resolución de conflictos (Gayol, 1993; Yangilevich, 2007). Estos aportes suponen un valor específico para la perspectiva histórica sociocultural ya que, tanto en la elección de su objeto –unas formas no negativas de la ingesta–, como en la propuesta de recorridos metodológicos y de análisis documental, permiten objetivar una de las contradicciones más flagrantes de la cuestión del consumo de alcohol: su carácter estructuralmente ambiguo. Amén de la “mala fama” de la que sufre, el consumo de alcohol ha gozado y goza aún de una mirada mayoritariamente positiva (en formas, cantidades, circunstancias, sujetos, fines, que cambian de sociedad en sociedad, de período en período) (Alasuutari, 1992; Room, 2001).
Ello resulta relevante para el campo de la salud y la enfermedad porque pone de manifiesto un problema específico que concierne al mentado proceso de medicalización social: habiendo sido un tema predominante en la agenda del orden social en Europa y en América, el consumo nocivo de alcohol fue definido como enfermedad por la biomedicina especialmente entre fines del siglo xix y comienzos del siglo xx. Paradójicamente, ese ímpetu del esfuerzo medicalizador en la temática pone de manifiesto sus propias limitaciones, ya que los médicos no pudieron imponer su discurso a las mayorías de la población, que siguieron bebiendo, embriagándose y valorando positivamente la ingesta de alcohol en múltiples escenarios de la vida individual y colectiva. Eduardo Menéndez plantea esta cuestión en términos cáusticos para la biomedicina: la “población [occidental] prefirió ser ‘dependiente’ del alcohol y no del médico y se caracterizó por su escasa demanda del tratamiento médico para el ‘alcoholismo’” (Menéndez, 2020: s/p).
Para abordar este problema, el enfoque sociocultural considera la presencia del alcohol en la trama de relaciones sociales del período (es decir, la relación entre procesos de alcoholización, las prácticas patológicas y los saberes sociales sobre ambas). Se abandona así “una cierta mirada de sentido común sobre los problemas sociales y que toma como ‘hechos’ sólo los rasgos más evidentes de un fenómeno social y suele desestimar efectos menos visibles y estructurales del mismo” (en este caso, solo el consumo problemático); un “sesgo empirista” que está presente muchas veces en los estudios sobre el alcohol (Tomsen, 1990: 48).
Como señala Robin Room (2001), el problema con este punto de partida asumido es que deja fuera del análisis un vasto campo de prácticas y saberes sobre los usos “beneficiosos” o al menos no dañinos del consumo de alcohol: usos que no son cuestionados e incluso son impulsados socialmente. En sus estudios sobre grupo de individuos alcohólicos, Alasuutari hace evidente este sesgo subrayando que, si no se estudian las formas patológicas del consumo en relación con sus formas aceptadas, no puede entenderse el contexto cultural que lleva a los individuos a beber ni los sentidos dominantes que le otorgan a esta práctica, no pueden comprenderse los criterios que distinguen una forma patológica de una no patológica de beber. En otras palabras, para entender el consumo de alcohol como problema social, no puede obviarse la consideración de su relación con los procesos de alcoholización que predominan en la sociedad (Menéndez, 2020).
Ello hace necesario preguntarse por las formas en las que representaciones, saberes y prácticas se entrelazan en torno al problema del consumo de alcohol, para darle materialidad en la vida social. En el caso santafesino, se hace evidente para el período la convivencia de la ebriedad como fenómeno conspicuo, consolidado como problema social en las voces de la elite a lo largo de los años de la Organización Nacional (Sedran, 2018) con una cuasiausencia de medidas específicas para abordarla desde la esfera de la salud. ¿Qué sentidos tiene para la salud en Santa Fe esta disposición? ¿Fue socialmente aceptada la definición del alcoholismo como enfermedad, al pulso del auge mundial de su persecución? Estas y otras preguntas sobre la alcoholización, la ebriedad y el alcoholismo permiten acercarse a la historia de la salud y la enfermedad en Santa Fe desde una perspectiva crítica, en el sentido específico de no reproducir a priori interpretaciones construidas para casos típicos o nacionales.
En vías de una mirada sociocultural de la bebida
Desde fines del siglo xviii, la ingesta de alcohol pasó de ser concebida como una práctica de sociabilidad y reunión a considerarse un flagelo con el potencial de poner en riesgo el porvenir de la sociedad (Harrison, 1997; Pierce y Toxqui, 2014). El siglo xix trajo consigo una nueva mirada hegemónica sobre la bebida, no exenta de ambigüedad, que pivoteó entre su definición como vicio, como patología o como una combinación de ambos (Room, 2001; Alasuutari, 1992; Sánchez y Fernández, 2007). El denominador común a estas interpretaciones (la preocupación por la afrenta que los bebedores suponían para el sistema, al minar los pilares de la moral y el trabajo) redireccionó el problema del alcohol a las esferas del delito y de la salud, lo cual reafirmó la prerrogativa que ciertos discursos, como el médico, el psiquiátrico y el penal, tuvieron sobre el tema (MacAndrew y Edgerton, 1969). De esta manera, han sido estudiados procesos de hegemonía y de segregación, que validaron el control de la mano de obra y de la vida de sujetos rotulados como peligrosos, por una conjunción de discursos médicos, penales y estatales, que, en el mismo proceso, legitimaron socialmente sus saberes (Menéndez, 1985). Asimismo, el diálogo entre la historia de las emociones y la historia de la salud y la enfermedad identificó el vínculo particular que la modernidad inauguró entre medicina y emociones, relación necesaria como deliberadamente ocluida por el saber canónico (Bound Alberti, 2006) y que en el fenómeno de la ebriedad tiene una relevancia particular, aunque esta ha sido visitada más por la literatura que por la historia (Huertas, 1985).
Desde una perspectiva cultural, el alcohol hace visibles otras esferas de la vida social, como la definición de las pautas de comportamiento deseables, el rol de las emociones y los miedos en la estructuración de la trama social, así como procesos de construcción de identidad y otredad (Room, 2001). En esta clave, el estudio del consumo de alcohol en sociedades modernas, en las cuales ha sido catalogado principalmente como un problema de la salud, excede largamente el análisis del “alcoholismo” (Alasuutari, 1992). Al preguntarse por los vínculos existentes entre los sentidos sociales y las relaciones sociales que estos integran, la historia cultural permite explorar las formas más complejas en que los saberes se entrelazan con las creencias, las emociones, los imaginarios en una cuestión tan urticante a la idea moderna de la civilidad, del decoro, de los comportamientos como esfera de disputa.
La historiografía latinoamericana (y los estudios latinoamericanos), tanto los que despliegan una mirada crítica, como aquellos que aceptan más fácilmente las voces de las élites sobre la moralidad de las clases populares, se ha concentrado en el estudio del alcohol como problema del orden social. Aunque existen análisis incisivos (Saignes, 1993), los estudios sobre el período tardocolonial y sobre los años de la formación de Estados nacionales tienden a fijar la mirada únicamente en el consumo de alcohol como fenómeno de desorden social, marginal o propio de solo ciertos sectores de la sociedad. Aquellos que se sitúan en el paso del siglo xix al xx han analizado el problema que la bebida supuso para la conformación de una mano de obra funcional tanto desde la gravitación que se le atribuyó en desórdenes y protestas sociales (Fonseca Ariza, 2000; Salazar Bermúdez, 2017; Palma Alvarado, 2004), como atendiendo a su definición desde la ciencia médica (Vázquez, 2018; Noguera, 2004; Piccato, 1995).
Han sido los estudios antropológicos los que advirtieron sobre la dimensión ritual, de sociabilidad e incluso nutritiva del consumo de bebidas alcohólicas (Menéndez, 2009), es decir que abiertamente han planteado el problema del vínculo entre las formas negativas y positivas comprometidas en los procesos de alcoholización. Para la historia de la salud y la enfermedad, en este período de redefinición de los saberes sociales sobre la enfermedad (Armus, 2002), tienen especial relevancia los estudios sobre la transformación de las prácticas y percepciones sobre alcoholización en el marco del sistema de dominación, así como de los roles desagregados que esta cumplió como mecanismo de evasión, como práctica organizada en torno al género y como praxis de sanación (Molina y Camacho Santiago, 1991).
El desafío que este trabajo asume es el de comenzar a tender puentes entre las nociones, saberes y prácticas que definieron el período y la interdiscursividad santafesina.
Santa Fe y un escenario dividido
El análisis de los discursos y prácticas del consumo de alcohol, atendiendo específicamente a las formas que adquirió su definición como enfermedad, se compone de las siguientes preguntas: ¿fue visibilizada la ingesta de alcohol como enfermedad?; ¿qué características se le atribuyeron?; ¿qué otras definiciones se hicieron de bebedores y bebida?; ¿cuáles instituciones, sujetos y saberes participaron de dichas definiciones?; ¿qué prácticas existieron para su tratamiento, control y sanción? Desarrollos previos sobre el caso santafesino han permitido establecer un piso de indagación al respecto.
En primer lugar, la preocupación de la élite por el consumo de alcohol de los sectores pobres de la sociedad, especialmente hombres criollos, fue constante durante los años de la formación estatal. Esta se concentró especialmente en el potencial de violencia que se le adjudicaba; se afirmó que, generada por la inmoralidad de estos hombres, la ebriedad podía provocar la decadencia de esa joven sociedad (Sedran, 2018). Sin embargo, esta preocupación, cuasiomnipresente, no estuvo acompañada de acciones estatales orientadas a afrontar el consumo de alcohol (más allá de la normativa correccional). En este sentido, fue notable también la renovada crítica que los mismos miembros de la élite gobernante hicieron sobre las falencias de dicha normativa, que solo fue reformada hacia 1910.
En el paso al nuevo siglo, no fue contestada la definición de la ebriedad como un vicio, entendido como fruto de una condición moral. La mirada pública se depositó, principalmente, en el comportamiento de la tropa policial, acusada de corporizar el inmoral vicio de la embriaguez, y la gran ausente de este debate fue la noción de la bebida como enfermedad. En efecto, hasta finales de siglo, el abordaje de la ebriedad como problema de salud se trató de una práctica residual, incluida en la tarea de las damas de caridad, que daban cobijo a “desgraciados” y “dolientes” que llegaban al Hospital de Caridad, y en el tratamiento de patologías específicas, como la cirrosis de hígado, aunque sí pueden localizarse iniciativas orientadas a la ebriedad, como la de construir un ala específica para los pacientes alcohólicos que mantuviera el decoro en la población general (Sedran, 2018: 118).
La asociación entre la preocupación por la bebida y la desconfianza social hacia la policía vertebró las acciones que sí dispuso el Estado en materia de control de la ebriedad, que fueron fundamentalmente correccionales. En el Reglamento Interno de la Policía de 1910, se asienta, de manera literal, la noción de que la ebriedad es un comportamiento individual que afecta la moral pública cuando es excesivo:
Los agentes de policía deben proceder a la inmediata detención de toda persona que se encuentre en las calles, plazas, almacenes, cafés o cualquier otro lugar de acceso público, en completo estado de ebriedad.
Art. 1100: El mismo procedimiento deberán observar con las personas que, sin estar completamente ebrias, hayan perdido por efecto de la bebida el dominio absoluto de sus sentidos y se encuentren en el estado en que la practica policial les llama de algo ebrio (Reglamento Interno de la Policía de 1910: 14).
Los dos elementos que se destacan en este fragmento son los lugares en que debía ser sancionada la ebriedad (públicos, visibles, de reunión) y la magnitud de dicha ebriedad (“completo estado de ebriedad”, “algo ebrio”). Ha sido analizado cómo, en una diversidad de fuentes, el consumo de bebidas alcohólicas en formas no transgresivas o violentas se asumía como una práctica cotidiana (Fernández y Sedran, 2019) que debía ser controlada para que no se volviera excesiva. Entonces, ¿a partir de qué cantidad la ingesta comenzaba a ser un problema? Contestar ello implica considerar la escala de gradación en la bebida percibida por los sujetos. La utilización de “algo”, “nada”, “completamente” ebrio como escala de percepción, que aparece en el anterior fragmento, se repite en testigos de incidentes interrogados en expedientes, crónicas, entrevistas a ebrios en la calle (Sedran, 2020). En el discurso normativo, la bebida se representó como una acción voluntaria e individual, que cambiaba de acuerdo a la posición social del bebedor. Fue la visibilidad de estas conductas la que siguió guiando las preocupaciones sobre sus efectos, lo que se evidencia en la citada escala de completamente o algo ebrio (cuyo eje es la percepción de los efectos notables, disruptivos, visibles), así como en la prescripción de minimizar las escenas desagradables y el escándalo y de dispensar un trato diferencial de acuerdo a la condición social del detenido.
En el reglamento, además, otro rasgo reafirma la connotación preeminentemente moral de esta práctica: debía ser tratada de manera diferencial, de acuerdo al estatus y la moral del sujeto involucrado:
Pero cuando el algo ebrio sea un vecino honesto, el agente se limitará a aconsejarle que se retire a su domicilio, haciéndole ver los peligros a que su estado puede exponerlo y lo acompañará a su casa si vive en las inmediaciones. […]. En condución [sic] de un ebrio se procederá siempre con la mayor calma y circunspección a fin de evitar en lo posible el espectáculo desagradable que se produce cuando un ebrio se resiste y escandaliza (Reglamento Interno de la Policía de 1910: 16).
La insistencia, en documentos normativos a lo largo del tiempo, en el decoro con que debía conducirse la Policía se explica mayormente por la ausencia de este en la práctica real de los agentes. En las reiteradas quejas sobre el tema, el honor mancillado de los individuos tuvo un lugar importante. En 1922, Clemente di Fiori envió una solicitada al diario Santa Fe con el fin de rectificar “la información policial” que lo involucraba y que era “completamente falsa y calumniosa”. “[Denuncio la intención de] echar sombras sobre mi conducta que estimo tan culta como cualquiera de los que forman la comisaría de servicio de esta ciudad”, expresó Di Fiori cuando se lo tildó de ebrio y se lo asoció a un episodio confuso de desacato a la autoridad (Santa Fe, 14 de marzo de 1922):
Serían aproximadamente las diez de la noche y en circunstancias que conducía a sus respectivos domicilios a tres ciudadanos bastante ebrios, uno de ellos a quien aprecio, al doblar la calle Mendoza en dirección al Norte, surgió de entre las sombras un sujeto que por su indumentaria tomé en un principio por uno de los tantos atorrantes que pululan por la ciudad quien preguntó qué había y pensando como digo, que este fuera uno de los tantos maleantes que transitan ebrios para despojar a la gente del dinero o cualquier otra cosa de valor, le pedí se retirara, lo que hizo calladamente […]. Al finalizar la tercer cuadra es decir, no habíamos llegado a La Rioja, cuando sin saber por qué razón ese mismo sujeto que no tuvo la deferencia, no con los borrachos sino con el suscripto, de exhibir medalla o carnet que lo acreditara con derecho a intervenir en nuestra marcha, descerraja dos tiros al aire (Santa Fe, 14 de marzo de 1922).
Los tiros de advertencia de ese agente vestido como maleante y que no se identificó asustaron a Di Fiori, que se retiró. Su reclamo es que se lo involucró en un aparente episodio de desacato que tuvo lugar luego de su partida. Más allá de denunciar la mentira, el problema principal del incidente citado parece residir no en la ebriedad de los hombres (que en el recuento parecían pacíficos), sino en la actitud impropia del agente.
En el marco de dichos sentidos consolidados sobre la bebida y sobre la naturalidad con que se convivía con ella, comenzó a aparecer más frecuentemente una específica forma de mirada negativa, enunciada en términos “médicos” o que pretendían serlo. Estos enunciados aparecieron en la prensa en la forma de noticias, editoriales y, en menor medida, piezas publicitarias. Es allí donde puede reconocerse el comienzo de la instalación del término “alcoholismo” en la interdiscursividad santafesina. Ahora bien, dicho proceso tuvo características específicas, que permiten trazar preguntas entre estas y la ausencia aparente de políticas específicas para combatir el alcoholismo.
En correlación con la tendencia general en el mundo occidental, en Santa Fe pervivió una definición ambigua de la naturaleza del alcoholismo como condición, aun cuando es perceptible el avance relativo de fundamentos científicos en la construcción de las definiciones (Menéndez, 1985). Es decir que, en las mismas descripciones del alcoholismo (y no ya del vicio de la ebriedad), convivieron elementos de índole moral con explicaciones biologicistas, sean estas más de corte degeneracionista (Ferro, 2010) o solo enfocadas en los efectos orgánicos de la bebida en el individuo.
En Santa Fe, esta tendencia se sobreimprimió a una división “espacial” de las representaciones sobre el alcohol: la prensa escrita replicó noticias extranjeras o porteñas sobre campañas antialcohólicas y semblanzas sobre la ordalía sufrida por el organismo del sujeto alcohólico. Los protagonistas de estas descripciones eran individuos de bien:
Al principio una copa es inofensiva, cree que estimula sus fuerzas, un vermouth entre amigos es un acto de cortesía, luego se repiten las copas y la costumbre sobreviene y tras algunos años el estómago languidece, las fuerzas se debilitan y la voluntad se esclaviza, entonces le alcohol mina el organismo progresivamente y el vicio se arraiga apareciendo en las facciones los síntomas del estrago pues la nariz se enrojece, las manos tiemblan y desapareciendo la vergüenza considera sus terquedades y disparates como actos de los naturales. De noche, las pesadillas lo atormentan y los vómitos matinales lo fastidian, siente hormigueos en los brazos y en las piernas y los músculos se irritan vencidos por la debilidad (Santa Fe, 10 de julio de 1918).
En estas descripciones, se manifiesta preocupación por el padecimiento físico del enfermo, a diferencia de la indignación o escándalo que generaba el ebrio (el hombre pobre, criollo; policía). Aparecen, asimismo, rasgos psíquicos y emocionales (esas pesadillas que atormentan al enfermo, con una dolencia que lo toma por sorpresa) que ilustran otras facetas de la intoxicación alcohólica (no se trata ya del acto deliberado de intoxicarse).
Entre los años 1911 y 1918, fue publicado un nutrido grupo de noticias en las que se auguraba un futuro dantesco de no tomarse las riendas del problema del alcohol y se proponían medidas que oscilaban entre un mayor control policial de los ebrios y el consumo en general, la suba de las tasas a la producción e importación de vinos y espirituosas, y la implementación de campañas antialcohólicas. Estas noticias, nutridas con información norteamericana, europea (cuando era estadística) y bonaerense (cuando se aludía a proyectos de ley y medidas tomadas por el gobierno nacional) terminaron con arengas enfáticas y consternación. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, y en sintonía con el auge prohibicionista de alguna de las potencias contendientes, se leían frases como: “Perseguir el alcoholismo es tarea de la humanidad y el gobierno que abandone la lucha anti-alcoholista mostrará incapacidad para interpretar los intereses públicos”.
En cambio, las noticias locales eran mayoritariamente recuentos de episodios entre borrachos que tenían lugar en bares, almacenes y lugares de juego ilegal. Hacia fines de los 1920, se sumaron a estos narraciones sobre ebrios caídos en desgracia, abandonados a su destino y maltratados por la policía: “indefensos ciudadanos” que, “por el sólo hecho de estar alcoholizados”, recibían “golpes de puño” por parte del “malón” de las autoridades policiales. En estas noticias, a diferencia de las denuncias de ebrios violentos (muchos de ellos, policías) que predominaron hasta la primera década del nuevo siglo, se consolidó la tendencia a retratar episodios en los que no se acentuaba la violencia, sino el ridículo y el desprecio hacia estos sujetos.
Otras noticias editorializaron respecto de la dimensión impositiva de la importación y comercialización de vinos y bebidas espirituosas. Aquí también, cuando se hablaba sobre Buenos Aires o sobre el exterior, las consideraciones antialcohólicas eran menos tímidas que cuando se discutía sobre Santa Fe. Por ejemplo, se saludaba la acción de la Liga Antialcohólica y se comendaba la posición del gobierno de atender sus razones frente a las de los importadores (especialmente de bebidas fuertes como whisky y ajenjo).
Al discutirse la realidad local, sin embargo, afloraba un pedido de mesura y calma ante aludidas “exageraciones” prohibicionistas. En alusión al proyecto de “represión del alcoholismo” presentado en la Cámara de Diputados de la provincia, el diario Santa Fe se opuso enérgicamente a que el expendio fuese regulado con mayor severidad, argumentando que ello contrariaba la libertad de comercio e instando al poder ejecutivo a “ir despacio” en esta materia:
Prohíbase por ahora el expendio de bebidas que se considerasen perjudiciales, pero no se incurra en el error de imponer horcas cardinas al que tenga la desgracia de embriagarse. Piano […] ya se sabe que la mejor teoría es aquella de Suaviter in modo, fortiter in res (Santa Fe, 22 de agosto de 1912).
De esta manera, en distintas formas puede verse cómo, al tratarse la realidad local, la definición de la ingesta de alcohol como un problema de salud quedó subordinada al tratamiento dado a otras temáticas (como los impuestos o el decoro público). No obstante, sí puede reconocerse la presencia regular de críticas a la ausencia de control. Las nociones sobre alcoholismo, vicio y enfermedad que afloraban en dichas opiniones consolidaban la primacía de una preocupación de orden moral:
La ciudad de Santa Fe consume millares de litros de bebidas alcohólicas y, al amparo de sagrados conceptos de sociabilidad, se juegan en su ejido, muchos millares de pesos. […]. Los que contemplan impasibles a sus hijos iniciarse en el hábito de beber y que toman gracia sus ensayos en el tapete verde o en la cancha de taba, en el primero, porque huele a aristocracia y en el segundo por patriotismo, como está de moda decir, cometen el mayor de los crímenes y merecen el desprecio colectivo (Santa Fe, 31 de octubre de 1919).
Aún en la primera década del siglo xx, se constata la ausencia de medidas orientadas específicamente a tratar el alcoholismo en las instituciones como el Consejo de Higiene, hospitales, cárceles y asilos. En el plano local, la prensa alentó al gobierno provincial a plegarse a iniciativas de Capital Federal, donde el Ministerio de Instrucción Pública, en clave con la definición “ambigua” del alcoholismo, impulsó en 1926 una iniciativa de espíritu temperante. Según expresó el Ministerio: “El gobierno debe realizar todo esfuerzo para combatir el vicio que nos ocupa, que desmedra al individuo, a la familia, a la sociedad, con la degeneración física y espiritual”. No obstante, la medida fue muy limitada y difícilmente pueda calificar como una política antialcohólica:
Establece que los directores aceptarán la colaboración de personas competentes que, en forma de extensión, quieran ampliar las lecciones del aula sobre el tema “Males del alcoholismo”. Las clases deberán tener lugar únicamente en un día comprendido dentro de 25 y el 31 del corriente mes (Santa Fe, 1 de febrero de 1926).
La presencia de indicadores sobre alcoholismo era mínima en documentos oficiales (como, por ejemplo, en las tablas sobre defunciones sus causas de los digestos municipales) y siempre estaba infradiagnosticada frente a afecciones como la cirrosis hepática o los suicidios (fenómenos con los cuales tampoco se la vinculaba en dichos documentos).
En los digestos municipales de la primera década del siglo, se hizo patente la tendencia estatal a visibilizar más el aspecto correccional que el médico de la ingesta de alcohol. En 1905, año en que la ciudad contaba con 33.720 habitantes, se registraron 89 arrestos por ebriedad y desorden, 33 por ebriedad, y 7 por ebriedad y portación de armas, es decir, 129 arrestos por ebriedad asociada a otras causas (aunque los 125 arrestos por desorden –sin ebriedad– permitían relativizar la incidencia del alcohol en episodios de desorden público). Para el período de 1900 y 1905, sin embargo, solo constan 7 muertes causadas por “alcoholismo agudo o crónico”, mientras que solo en 1905 los decesos por “cirrosis del hígado” fueron 8 (Municipalidad de la ciudad de Santa Fe, Digesto, 1905-1909: 123-125). Aunque estos números son relativos, en cuanto el municipio se nutrió de los registros de los dos hospitales que funcionaban en la ciudad, la consideración de estas cifras sí evidencia que los ciclos de atención estatales siguieron estando orientados primordialmente al costado correccional del alcohol.
En estos años, la oferta terapéutica para el alcoholismo no apareció en las fuentes oficiales sino al menos hasta la década de 1940. En efecto, uno de los pocos pasajes en que se pedía una política antialcoholista específica estuvo incluido en un informe sobre un congreso de tuberculosis que tuvo lugar en Rosario en 1919. En la nota, los redactores se concentraban en criticar la desidia de los legisladores y, para ello, utilizaban al alcoholismo como un elemento de impugnación moral que alimentaba su argumentación. Subrayaban que el alcoholismo era “otra plaga” que corroía “la vitalidad del país”, y que “este vicio” no hacía presa “tan solo de las clases modestas sino también en las llamadas dirigentes es decir en las que se atribuyen el derecho de gobernar la sociedad”. Según se argumentaba, la ausencia de una postura más firme para combatirlo se debía a los ingentes recursos que proveía al Estado en concepto impositivo; ante ello, los gobernantes habrían debido vencer su pereza “para arbitrar medios menos criminales” de conseguir recursos.
Los médicos eran esbozados, aquí, como agentes de la probidad, en cuanto eran “los hombres de ciencia que cada tanto” hacían “sonar la campana de alarma [denunciando] los errores de la política torpe, mercenaria e inconsciente” de esos a quienes les importaba “un comino el bacilo de Koch y, en cuanto a la degeneración alcohólica, lejos de mirarla con recelo”, la estimaban “como al mejor factor de sus recelos electorales”.
Este vínculo entre la proliferación del alcoholismo y la renuencia estatal a actuar por motivos económicos pone sobre el tapete la relación entre las formas aceptadas y no aceptadas de beber: cómo, según se decía, los límites entre una y otra se volvían borrosos. En el Congreso Femenino Internacional realizado en Argentina en 1911, se leyó una definición que la prensa local replicó con insistencia desde mediados de la década de 1910:
Todos los efectos que se atribuyen al alcohol son ficticios. Lo más funesto es el prejuicio de que el alcohol sea un alimento. La uva fresca es seguramente un alimento de primera clase, especialmente por el azúcar; pero en la fabricación del vino se transforma el azúcar por fermentación en alcohol, constituyendo un veneno para el hombre. ¿Cuál es entonces en realidad el motivo del consumo de alcohol? Se bebe, porque agrada y porque es costumbre beber. […]. Por consiguiente debemos calificar el alcoholismo como una gran inmoralidad (Congreso Femenino Internacional realizado en Argentina, Buenos Aires, 1911: 98).
En este fragmento, puede verse que los antialcoholistas tenían muy en claro cuán extendido se hallaba el hábito de beber, justificado y aceptado socialmente, tanto porque “agradaba” como porque se tomaba por medicamento tónico para el tratamiento de afecciones diversas. Esto es, distinción y salud se reconocían ya como incentivos para el consumo de alcohol. Un consumo que podía llevar, inadvertidamente, al individuo a la inmoralidad.
Por ello, es importante considerar las formas en que el alcohol se integró públicamente a las costumbres decorosas por medio de los nuevos lugares de sociabilidad, así como de la publicidad destinados a los ciudadanos de bien (Fernández y Sedran, 2019). En esta otra forma, simultánea y diversa, de plantear la bebida, la salud y nutrición se entrelazaron con imágenes hogareñas. Más allá del crecimiento de la oferta de estos productos –el litoral del país supuso uno de los acicates del boom vinatero de esos años (Barrio, 2009)–, se consolidó la imagen de la mesa familiar como un lugar adecuado para beber.
En productos como vinos de mesa, quinados y aperitivos, las propiedades alimenticias y terapéuticas se entrelazaban, pero también se ofrecían bebidas fuertes, como el whisky, y productos como tónicos y jarabes, que contenían alcohol, se declaraban como cura para las más diversas dolencias (Sedran y Carbonetti, 2019).
Ahora bien, esta ambivalencia no obstó para el desarrollo mercantil de curas para el alcoholismo, sino todo lo contrario. De hecho, la oferta de tratamientos para el alcoholismo provino del sector privado. De la mano con la visibilización de la bebida de los sectores respetables, emergió otro tipo de producto, aunque en Santa Fe fue tímido durante este período: las curas comerciales para el alcoholismo, como pastillas, libros o remedios misteriosos. Algunos de ellos fueron ofertados por esquemas de estafa de alcance internacional, como la “Sra. Anderson”, que prometía “curar a un hombre del vicio de la bebida”: “Ella lo ha hecho con buen éxito con su esposo y con gran número de sus vecinos […]. Ella no le pide un centavo por estos consejos” (El Liberal, 12 de mayo de 1915). Este afable personaje que prometía a las esposas ayudar a curar el alcoholismo de sus esposos probó ser la cara de Cooperative of American Physicians, una corporación norteamericana. El análisis de la producción y circulación de los remedios milagrosos de venta libre es incipiente para el caso santafesino (Sedran y Carbonetti, 2019), y resta estudiar aquellos que prometían la cura al alcoholismo: su cantidad, características, éxito o fracaso en el mercado local.
Conclusiones
Las primeras décadas del siglo xx supusieron, para Santa Fe, cambios parciales aunque importantes en la percepción y respuesta al consumo de alcohol.
En relación con su definición, siguió siendo descripto como un vicio aunque a esa idea se sobreimprimió la noción de enfermedad. Este cambio estuvo asociado a la inevitable visibilización de la bebida de sujetos respetables, de sectores medios, a diferencia de la tónica dominante en las décadas finales del siglo anterior, en las que solo se enunciaba la bebida de hombres pobres, por lo general criollos, se la nombraba como un vicio voluntario y se acentuaba la necesidad de reprimirla (aunque, aun en este contexto, las respuestas correccionales fueron denunciadas por funcionarios y opositores como insuficientes y arcaicas).
En las nuevas formas de describir el consumo excesivo, que, por otra parte, se transformó en la medida de la necesidad de intervención policial, subordinada incluso en su reglamento orientado a mantener el decoro y a tratar a cada individuo ebrio de acuerdo a su estatus, la preocupación principal se situó en el padecimiento del bebedor, al que el vicio se asomaba inadvertida y lentamente. Es en este contexto en que comenzó a hablarse de alcoholismo, nominación que empezó a aparecer de forma incipiente en documentos municipales y provinciales.
Además, el término se consolidó en la prensa local, en la que convivió con el de vicio y en la que su tratamiento tuvo un despliegue particular. Aparecieron con creciente asiduidad noticias, fundamentalmente europeas, estadounidenses y, en menor medida, de la Capital nacional, sobre campañas antialcohólicas, sobre los padecimientos de quienes sufrían el alcoholismo y sobre congresos dedicados a su estudio. En ellas, se hizo hincapié en la urgencia de acabar con ese mal social, en la necesidad de ser inflexibles con su consumo y en que el Estado debía buscar medios alternativos de recaudación, que no implicaran condonar un comercio inmoral, como lo era el del alcohol.
Si bien no faltaron las noticias sobre este “en numerosas naciones” y los intentos de darle impulso en Buenos Aires, y sobre la necesidad de imitar dichas acciones en Santa Fe, esto no se concretó. De hecho, la “huella” estatal de medidas enfocadas hacia el tratamiento de bebedores consuetudinarios fue apenas perceptible hasta dos décadas después. No se hicieron conocer iniciativas de ese tipo en Santa Fe, y las medidas que el Estado desplegó como tal para la ebriedad siguieron siendo consistentemente correccionales.
En las noticias dedicadas a Santa Fe, las demandas urgentes por enfrentar el alcoholismo se subordinaron a otras consideraciones, tales como el florecimiento del comercio local. Además, cuantitativamente, las noticias locales fueron predominantemente sobre episodios entre ebrios, desórdenes en la vía pública y la necesidad de controlarlos, así como, hacia la década de 1930, emergió la preocupación por el maltrato que, se decía, la policía dispensaba a algunos ebrios caídos en desgracia. En su mayor parte, las denuncias sobre el efecto nocivo del alcohol siguieron siendo en clave de perjuicio moral a la sociedad y las nuevas generaciones. La transformación clave estuvo dada en que comenzó a hacerse visible el vicio de nuevos actores sociales, como los sectores medios. Y, de su mano, se abrió un nuevo mercado tanto de bebidas alcohólicas cuyas propiedades nutricionales se realzaban, como de curas comerciales para el alcoholismo, que incluyó pastillas, libros y tónicos.
La vinculación del alcohol como problema (y solución) en la esfera de la salud empezó a hacerse visible de la mano del consumo de los sectores medios y respetables, aunque presentó rasgos propios. Fundamentalmente, se desligó al sujeto bebedor de la intención de embriagarse, de volverse dependiente y de caer en lo que siguió definiéndose como “inmoralidad”.
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