César Ceriani Cernadas
Introducción
Entre los pueblos indígenas del Chaco argentino, la adopción del cristianismo dio forma a un proceso complejo de cambio cultural y reordenamiento sociopolítico que abarcó gran parte del siglo xx. El impacto de las experiencias misioneras católicas y protestantes en la creación de nuevas comunidades, como la posterior formación de un movimiento evangélico indígena, se revelan como elementos centrales de este largo proceso histórico. Los estudios antropológicos sobre el tema, que se remontan a la década de 1930, constituyen un área pionera y vigente de investigación sobre las dinámicas del cambio cultural y sociorreligioso de los grupos indígenas en las tierras bajas sudamericanas (Altman y López, 2011; Ceriani Cernadas y Citro, 2005; Ceriani Cernadas, 2014; Citro, 2009; Cordeu, 1984; Métraux, 1933; Miller, 1979; Reyburn, 1954; Wright, 1983, 2002, 2008). Asimismo, estas investigaciones develan procesos históricos particulares vinculados a dinámicas fronterizas de formación estatal, relaciones interétnicas y recreaciones culturales que habilitan un escenario de comparación con los estudios contemporáneos sobre experiencias de misionalización, domesticación cosmológica del cristianismo, redes interculturales y formación de iglesias indígenas independientes en la región amazónica (Capredon, 2020; Vilaça y Wright, 2009).
En este capítulo focalizo en las articulaciones entre acción misionera y políticas de la cultura en las sociedades indígenas del Chaco argentino durante el siglo xx. Delimito la noción de “políticas de la cultura” a los cursos de acción sobre los rasgos socioculturales (lengua, vestimenta, hábitat, cultura material, organización social, cosmología) de los pueblos indígenas de acuerdo a las construcciones ideológicas y prácticas establecidas por las agencias misioneras. De manera especial, el análisis se centra en los efectos mediadores que tuvieron los discursos y las prácticas de misionalización cristiana en las readscripciones étnicas de los grupos con los cuales interactuaron, redefiniendo categorías, autopercepciones y jerarquías de identificación social.
En estos sentidos, el estudio aspira a problematizar el rol de los proyectos misioneros en el Chaco argentino en la producción y gestión de la etnicidad (o la diferencia étnica), a fin de comprender sus representaciones y formas de acción sobre los pueblos indígenas con los cuales interactuaron, junto a los cambios, la circulación de saberes y las acomodaciones en las interrelaciones misioneras. Las indagaciones se enmarcan en una investigación antropológica y sociohistórica mayor sobre cambio sociorreligioso, procesos de misionalización e iglesias indígenas entre los grupos toba/qom, wichí, guaraní y mocoví del Gran Chaco argentino durante el siglo xx. El trabajo de campo etnográfico en el oriente de Formosa durante los años 2000 y 2006 y en el occidente del Chaco salteño desde 2009 hasta 2018, junto al análisis de numerosas fuentes misioneras, conforman los pilares empíricos que sustentan este estudio.
Inspirado en los trabajos de John y Jean Comaroff (1991, 1997) sobre las imbricaciones entre misiones, colonialismo y pueblos indígenas en Sudáfrica y las indagaciones de Gordillo (2004) sobre las misiones anglicanas entre los toba/qom del oeste formoseño, entiendo la noción de “misionalización” como una configuración social (Elias y Scotson, 2000). Es decir: como un universo procesual de relaciones de interdependencia entre agencias evangelizadoras y grupos indígenas, conformado por ideologías, cosmologías, estrategias pragmáticas, apropiaciones y contestaciones simbólico-políticas situadas en entramados relacionales de poder (Ceriani Cernadas y López, 2017). Estas configuraciones sociales misioneras fueron, asimismo, “agentes claves en la producción de ideas sobre la diversidad humana” (Ballantyne, 2011, p. 234), dada la circulación de narrativas morales y conocimientos sobre estos pueblos a partir de la fluida cultura escrita de las misiones angloeuropeas, el ejercicio de prácticas sanitarias y –según las nociones actuales– de “desarrollo comunitario”. Sobre estos tópicos se detiene específicamente este capítulo, orientado a organizar una discusión acerca de las políticas culturales misioneras en el Chaco argentino. Para ello, ceñiré el argumento a tres núcleos consecutivos: humanitarismo, cultura escrita e “indigenismo basado en la fe”.
El Chaco domesticado y la producción de etnicidad
Una vasta región de llanuras, pastizales y antiguos montes, diezmados progresivamente por la tala indiscriminada y la expansión de la frontera agropecuaria, el Gran Chaco argentino se instala en el norte central y oriental del país en una superficie aproximada de 300.000 km2, comprendida entre los ríos Pilcomayo, Salado del Norte, Paraná y Paraguay. Hasta mediados del siglo xix, el núcleo del territorio, ubicado entre los ríos Pilcomayo y Bermejo, fue conocido como Territorio Indio del Norte. La unificación nacional, la delimitación fronteriza y la paulatina construcción del Estado hacia las últimas décadas del mencionado siglo tuvo en la conquista de los territorios indígenas de Patagonia y Chaco uno de sus ejes claves. Finalizada oficialmente en 1911, pero con regulares episodios de violencia hasta la década de 1930, la conquista del Chaco implicó para los pueblos nativos un proceso dramático de despojo territorial, marginalidad estructural, crisis sanitaria y estigmatización social (Iñigo Carrera, 2010; Girbal-Blacha, 2011).
Las poblaciones indígenas del Chaco central, pertenecientes al tronco lingüístico Guaycurú, como toba/qom, pilagá y mocoví, y Mataco-Mataguayo, como wichí, nivaclé y chorote, fueron sociedades cazadoras-recolectoras organizadas en bandas nómades exógamas bilaterales y, generalmente, uxorilocales. El coercitivo camino al sedentarismo y al trabajo estacional en las cosechas de caña de azúcar y algodón, principalmente, fue una de las consecuencias más visibles del proceso de cambio social instalado desde el siglo xx. La mortalidad materna, infantil y adulta fue otra. Como en otras latitudes americanas, movimientos sociorreligiosos indígenas sostenidos en cosmologías mesiánicas de salvación concluyeron en eventos trágicos. Los casos de Napalpí en 1924 y Las Lomitas (o Rincón Bomba) en 1947 son los que mayor visibilidad pública y repercusión jurídica han tenido en el país, al efectuarse, durante la década de 2010, sucesivas demandas al Estado por las violaciones a los derechos humanos producidas por parte del Ejército nacional en los por entonces Territorios Nacionales de Chaco y Formosa (Bartolomé, 1972; Cordeu y Siffredi, 1971; Salamanca, 2008).
Las misiones franciscanas de Propaganda Fide presentaron una larga experiencia en diferentes puntos del espacio chaqueño argentino y boliviano desde mediados del siglo xix (Langer, 2009; Teruel, 2005). A los fines de esta indagación, remarco que este proyecto evangelizador tuvo impactos y ritmos diferenciales entre los pueblos indígenas wichí y toba/qom, encaminado respectivamente por las misiones dependientes del colegio San Diego (Salta) y San Carlos (Santa Fe). En los territorios de Formosa y Chaco, las misiones San Francisco Laishí, San Francisco Solano de Taacaglé y Nueva Pompeya se organizaron en la primera década del siglo xx, perdurando casi medio siglo en contextos políticos ambivalentes y crónicos problemas económicos (Dalla-Corte y Vázquez Recalde, 2011). Por su parte, entre 1933 y 1952, la Comisaría Provincial de Misioneros Franciscanos de Salta organizó una red de misiones entre los guaraníes occidentales de Salta y Jujuy en aras de retomar la presencia territorial y contrarrestar la creciente acción de los evangelizadores protestantes (Pérez Bugallo, 2017).
El contexto socioeconómico de la región, marcado por un capitalismo periférico orientado especialmente a la producción azucarera, maderera y agrícola, envolvió un escenario de fuertes mutaciones y movilidades de trabajadores migrantes, colonos nacionales y extranjeros, empresarios, misioneros y agentes estatales durante la primera parte del siglo xx. Fue en esta coyuntura donde las misiones protestantes iniciaron su labor entre 1910 y 1920, para expandirse de modo progresivo hasta la década de 1970, conformando un campo social dinámico y de fuerte incidencia en la vida sociocultural y política de los pueblos indígenas de la región.
Llegadas desde Gran Bretaña, Estados Unidos, Noruega y Suecia a partir de las tres primeras décadas del siglo xx, estas empresas religiosas dieron forma a un proceso social con múltiples facetas simbólicas y dinámicas de apropiación por parte de los mencionados pueblos y los grupos misioneros implicados (Ceriani Cernadas, 2017). Hacia mediados de la década de 1940, mientras la Argentina transitaba profundos cambios ideológicos, laborales y económicos bajo los gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955), un conjunto de iglesias independientes toba/qom definieron una nueva experiencia religiosa entre-medio de la cosmopraxis shamánica y la cristiana pentecostal. En un contexto de fisiones permanentes, conflictos de liderazgo e informalidades legales, bajo una ley nacional promulgada en 1947 que obligaba a toda institución religiosa no católica a inscribirse en un registro, misioneros menonitas y líderes toba/qom gestionaron durante el segundo lustro de los años 50 la creación de una institución religiosa que unificara social, étnica y legalmente a las iglesias tobas de Chaco y Formosa. La formación de la Iglesia Evangélica Unida (IEU) entre 1958 y 1961 fue el corolario de este ideal, a partir de la fusión de 29 iglesias nativas, pero vinculadas institucionalmente a agencias religiosas externas, que se agruparon en la primera iglesia indígena autónoma del país (Buckwalter y Buckwalter, 2009, p. 197). Como luego observaremos, la progresiva extensión del evangelio (según la noción habitual de identificación) hacia otros grupos indígenas de la región chaqueña (especialmente pilagá, mocoví y wichí) y la conformación de un campo religioso indígena con variadas denominaciones –en tensiones y equilibrios fluctuantes– no estuvieron ajenas a la política cultural de la reconfigurada misión menonita luego de 1954.
Al igual que las misiones, y en cierto modo inverso, los enclaves industriales azucareros implicaron configuraciones sociales particulares. Sin obviar las condiciones de explotación masiva, enfermedades y muertes crónicas, estos escenarios dieron forma a nuevas redes de interacciones sociales y políticas entre distintos grupos indígenas del Gran Chaco (como nivaclé, toba/qom y chorotes, usuales antagonistas en las contiendas territoriales), el piedemonte (los entonces “chiriguanos”, hoy guaraní) y los Andes centrales (coyas, omaguacas) y los patrones y capataces “blancos”. Según precisaron en detalle otros investigadores, la organización laboral en los ingenios se edificó sobre la base de una clasificación jerárquica étnica, basada en imaginarios raciales y civilizatorios, que definió los lugares de residencia de los trabajadores y sus familias, las pautas y formas de pago y la posibilidad de atención sanitaria (Gordillo, 2004; Bossert, 2013). En este contexto, los “mestizos/campesinos/agricultores”, conformaron un bloque –aunque diferenciado– de trabajadores calificados, como criollos, coyas del altiplano y chiriguanos. Otro bloque fueron los denominados “indígenas chaqueños”, de tradición nómade y cazadores-recolectores, considerados “los salvajes más puros”, parafraseando a Combés y Villar (2002) en referencia a la autopercepción de los chiriguanos como “los mestizos más puros”, y reclutados masivamente para el trabajo menos calificado de la zafra y el asentamiento temporario en las periferias de los enclaves azucareros.
Esta jerarquización y reificación de clasificaciones étnicas en los enclaves azucareros no fue ajena a las políticas misioneras, especialmente protestantes, los cuales organizaron su trabajo evangelizador midiendo parámetros de “civilización” entre los indígenas. La diferencia, desde el punto de vista de los misioneros, fue que los más “salvajes” eran precisamente los más “necesitados” de la redentora acción misionera, es decir, aquellos “pobres y abandonados indios”, según escribió el misionero noruego Berger Johnsen en 1915[1], que habitaban el hinterland del territorio chaqueño. Desde la segunda década del siglo xx, los misioneros anglicanos, escandinavos y norteamericanos fueron a la búsqueda de la reforma moral, cultural y religiosa de estos grupos “desamparados” e “idólatras”.
Más allá de las diferencias en las doctrinas o estrategias, o en sus estilos profesionalizados o amateur de evangelizar, todas las misiones cristianas dispusieron políticas culturales concretas en sus relaciones con dichas poblaciones. Según remarcamos, el ethos civilizatorio, la reforma moral-corporal y la atención sanitaria fueron marcas distintivas de los proyectos misioneros protestantes en el Chaco y más allá. También el estilo de vida en las misiones bajo el modelo de la aldea agrícola y, según problematizaré más adelante, la construcción de un sentido de comunidad indígena cristiana fueron elementos claves de la ingeniería social y la producción ideológica de las experiencias de misionalización.
Retomando lo adelantado al inicio del trabajo, y bajo el propósito de organizar una clasificación sobre las políticas culturales, ubicaré los siguientes ejes analíticos:
- las narrativas humanitarias misioneras sobre la salud, la pacificación interétnica y sus ideologías universalistas y particularistas (o culturalistas);
- las políticas de traducción lingüística de las misiones, el énfasis en la cultura escrita y la incorporación de saberes antropológicos;
- las relaciones simbólicas y prácticas entre acción religiosa, indigenismo y proyectos desarrollistas.
Humanitarismo, narrativas de pacificación e ideologías misioneras
Desde una mirada comparativa sobre los procesos chaqueños de misionalización, se pueden advertir tres emparentadas características, acomodadas diferencialmente de acuerdo a los estilos evangélicos y las particulares situaciones de contacto: ethos civilizatorio, humanitarismo e ingeniería social. La primera involucra el marco ideológico general en donde se desenvolvieron las empresas misioneras cristianas más allá de las fronteras de la civilización eurooccidental; es decir, la cristiandad como sinónimo de un ordenamiento social disciplinado, donde la reforma moral, corporal y la alfabetización fueron proyectos claves. La segunda entiende al humanitarismo como una narrativa moral del ethos civilizatorio, emergente del proceso histórico de expansión colonial y cristiana encaminado por una pluralidad heterogénea de agentes colectivos del Occidente europeo y norteamericano durante los siglos xix y xx.
La misma dialéctica de la imaginación colonial sentó las posibilidades de producción de una narrativa emocional sustentada en el sentimiento de simpatía ante el sufrimiento ajeno y en la consiguiente coordinación práctica de acciones para paliarlo. Según analizó Laqueur (1987, p. 177), estas “narrativas humanitarias” que florecieron en Inglaterra y Francia durante fines del siglo xviii y el siglo xix fueron decisivas en los movimientos de reforma social al conformar un dispositivo ético y estético, (re)producido en novelas “realistas”, informes médicos y –agrego junto a Ballantyne (2011)– relatos misioneros, donde el detalle en la descripción de los cuerpos sufrientes de los pobres, los niños o los “pueblos salvajes” se acopló al imperativo moral de aliviarlo mediante acciones concretas. En esta última dimensión práctica, se ubica la tercera característica de las misiones indígenas en el Chaco: la racionalizada restructuración social, donde el ordenamiento económico, territorial y político de las comunidades fue un hecho central en las configuraciones misioneras chaqueñas. Bajos estas particularidades, se definieron discursos y praxis morales, acciones médicas, proyectos de alfabetización y organización económica orientados a la ayuda, la conversión religiosa y la incorporación a la sociedad nacional de los pueblos aborígenes del territorio.
Uno de los hechos claves en la imaginación cultural de las configuraciones misioneras chaqueñas fue la instauración de una temporalidad intencionada de la historia indígena, marcada originalmente por una clara discontinuidad entre el antes y el después del evangelio, entre los antiguos y los nuevos. Esta disrupción temporal que misioneros e indígenas pregonaron y domesticaron a sus modos, y que, en la década de 1980, se vio resemantizada por las hermenéuticas de la inculturación y las “teologías indias”, se orientó a la edificación de una historia sagrada común: la de “los evangelios chaqueños”, con sus personas, fechas, lugares y acontecimientos célebres.
En el marco específico de las narrativas humanitarias, me interesa ponderar dos elementos centrales: las ideologías y praxis higienistas y los discursos sobre la pacificación interétnica. El primero refiere a los lazos entre biomedicina y misiones protestantes indígenas. En efecto, médicos, enfermeras, misioneros e indígenas articularon relaciones sociales y agendas biopolíticas en específicas coyunturas histórico-regionales. En las misiones anglicanas, por ejemplo, diseminadas por Salta y Formosa entre 1914 y 1940, el médico, la enfermera y el dispensario atendían demandas específicas, vacunaban regularmente a los aborígenes y paliaban los casos fragantes de mortalidad infantil. “Se consigue con este método”, escribía Alfred Metraux en su célebre apologética humanista sobre las misiones anglicanas, “salvar innumerables vidas, mientras que las nuevas generaciones se crían más fuertes” (1933, p. 206). “Berger era muy estricto con la limpieza de la casa y con la limpieza de la ropita, todos los días controlaba, se paraba desde lo alto del templo para ver si las calles de la misión estaban limpias”, recordaba Indalecio, wichí criado en la misión escandinava de Embarcación durante los años 40. El segundo discurso, posicionado por misioneros e indígenas a partir de dispositivos orales y escritos, se centra en una hermenéutica de la confianza que sostiene la pacificación de las guerras inter e intraétnicas dada la “llegada del evangelio”. Como me comentó el pastor pilagá Toribio hace ya varios años: “Fue Cristo quién nos amansó, ni los criollos ni los milicos [ejército] lo hicieron”. “Antes siempre estábamos en guerra contra los chulupí o los maká, pero desde que llegó el evangelio ya no peleamos más”, refirió Miguel, por su parte, enfermero (ya jubilado) y predicador toba/qom del este formoseño.
Unido a estos discursos maestros en torno a la acción humanitaria misionera en el Gran Chaco, se imbricaron dos ideologías fundamentales sobre las culturas indígenas: una universalista vinculada a la integración sociocultural regida por los valores de la sociedad nacional, otra particularista (o relativista) ligada a la protección y salvaguarda cultural de estos pueblos. Como luego expondré, estas ideologías no conformaron perspectivas o “mentalidades” excluyentes, sino puntos de vista que, en coyunturas históricas cambiantes, guiaron y autolegitimaron las acciones de las empresas misioneras. En cierto punto, es factible afirmar que todas las misiones, tanto protestantes como católicas, asumieron su trabajo como un ejercicio de purificación cultural. Así, los rasgos étnicos negativos desde su entendimiento (guerras, shamanismo, danzas de cortejo sexual, rituales de iniciación femenina, fiestas de la cosecha de algarroba, entre varios otros) fueron combatidos para depurar de ellos los rasgos o las prácticas culturales observados como positivos (la igualdad, la reciprocidad intrafratria, la fortaleza física, la “espiritualidad”, etc.).
Pero estas visiones sobre los grupos y sus características fueron significativamente variadas. Dentro de las principales misiones protestantes, los anglicanos, los menonitas norteamericanos, las cuatro denominaciones agrupadas en la Federación Junta Unida de Misiones (JUM)[2] y, en el espectro católico, el Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (ENDEPA) adscribieron a una visión culturalista. Este imaginario, como expondré en el próximo apartado, se nutrió fuertemente de concepciones y estudios antropológicos, algunos encargados por los propios misioneros, como los casos menonitas (1954) y de la JUM (1980-90), otros en diálogo recíproco, como fue la experiencia anglicana desde 1930 a partir del comentado trabajo etnográfico de Alfred Métraux en las misiones, y los sucesivos estudios de campo de antropólogos y antropólogas en Misión Chaqueña (Salta) y Misión El Toba (Formosa). No azarosamente, fueron estas misiones las que establecieron detallados estudios lingüísticos, traducciones de la literatura religiosa y secular a los idiomas toba, wichí, moqoit (o mocoví) y chorote y emprendimientos de educación básica. Asimismo, estos emprendimientos religiosos dieron forma a una progresiva actividad ecuménica “interconfesional” a partir de un alineamiento en la defensa expresa de los derechos territoriales y culturales de estos grupos. Fueron ellas mismas, también, las que significaron su trabajo religioso y humanitario, en la acción social, sanitaria y de búsqueda de autonomía económica, como un doble ejercicio de reparación histórica y protección cultural contemporánea de los pueblos chaqueños.
Por otro lado, los pentecostales escandinavos de las Asambleas de Dios (1920-1995) entre grupos wichí y toba/qom, las misiones franciscanas entre los toba/qom de Laishí (1901-1954), Taacaglé (1911-1950), Nueva Pompeya y entre los guaraní del Ingenio San Martín del Tabacal (1935-1970), aunque muy distintas en sus trayectorias históricas, dieron forma a un tipo de misión universalista. En efecto, aquí se desplegó un énfasis prioritario en la conversión religiosa, moral y cultural de los grupos bajo un modelo paternalista que, si bien no desmereció por completo el “valor” de las culturas indígenas, propició un discurso de redención civilizatoria a partir de la reforma moral en cuanto “conversión” al cristianismo y la integración plena de los creyentes a la ciudadanía argentina.
En el caso de la misión indígena de Embarcación (Salta), conformada en 1935 por grupos wichí y toba/qom provenientes del interior, la política de integración social y cuidado sanitario fue central a los objetivos de los evangelistas noruegos en aras de lograr la legitimidad institucional de su quehacer, en un contexto histórico marcado por la progresiva presencia pública y cívica de la Iglesia católica (Ceriani Cernadas, 2011, 2020). Pero aquí también la circulación de saberes antropológicos sobre los pueblos chaqueños, incluyendo el trabajo etnográfico en los terrenos misioneros, cimentó nociones humanistas sobre la defensa y asimismo integración de estas poblaciones. La experiencia de Enrique Palavecino, pionero de la etnografía chaqueña, fue al respecto representativa, siendo amigo personal del misionero Berger Johnsen, que utilizó la base misionera de Embarcación como residencia en sus viajes de campo al Chaco salteño. La nota firmada por Palavecino en el libro de visitas de la misión el 17 de marzo de 1942 es ilustrativa al respecto de un discurso humanitario universalista y asimismo intercultural:
De todo cuando se ha hecho en el norte argentino por la elevación espiritual y material del indio, la obra de Berger Johnsen se destaca por ser la más eficaz y duradera. Por eso merece el bien de la Nación Argentina y su gobierno[3].
Lenguas, traducciones y la escritura como legitimidad cultural
La escritura se conformó en uno de los símbolos dominantes en la autopercepción de la legitimidad moral y cultural cristiana de los grupos indígenas chaqueños, siendo la acción misionera un actor social decisivo en dicho proceso. Los procesos de incorporación de la cultura escrita, activados por los misioneros y luego extendidos progresivamente por la burocracia estatal desde los años 40, implicaron una construcción indígena sobre el “libro” (la Biblia), la “letra” (alfabetización) y los “papeles” (salvoconductos, credenciales de miembros, documentos de identidad, títulos territoriales, registros de miembros) en cuanto objetos poderosos, cargados de agencia y de una potencia capaz de transformar realidades concretas y positivas en la vida de las personas que son portadoras o conocedoras de ellos.
Según adelanté, fueron los misioneros anglicanos los que iniciaron sistemáticamente la obra lingüística sobre el idioma wichí al poco tiempo de iniciada la Misión Algarrobal (1914) en el extremo occidental del Chaco argentino (provincia de Salta). El artífice de esta labor fue el misionero Richard Hunt, quien, trabajando junto al “cacique” (jefe de banda) Martín Ibarra, cuyo dominio del español y el asentamiento de su gente en la misión fueron hechos capitales de esa historia, logró llevar a cabo la traducción del Evangelio de San Marcos y algunos himnos en 1919. “Ahora con la obra de alfabetización los wichí empezaban a leer sus propias palabras”, señaló el lingüista anglicano Robert Lund (2011, p. 25) en un breve compendio histórico sobre la obra misionera anglicana entre los wichí y toba. Con el correr del siglo xx hasta la actualidad, la obra de alfabetización y traducción anglicana se acrecentó progresivamente entre los wichí, toba y chorote.
Es posible observar en este proceso social muy sintetizado un movimiento recíproco de las traducciones a los idiomas indígenas como una política religiosa y cultural (Montani, 2017). Es decir, un solapamiento de autoidentificaciones por parte de los misioneros de ser artífices fundamentales en el proceso de cambio religioso y conservación de las lenguas y, por extensión, la cultura de los pueblos chaqueños. En la mirada de estos agentes, el proceso de misionalización fue signado como una acción de protección, conservación y unificación de la lengua y cultura wichí y no como una empresa expoliadora de esta. En palabras del obispo David Leake, perteneciente al linaje anglochaqueño de mayor presencia en esta iglesia:
La presencia de los misioneros ha logrado que los indígenas sean reconocidos como gente creada a imagen de Dios. La ayuda médica, la educación, la defensa de sus derechos, la valorización de su idioma y su cultura, el entendimiento de la otra cultura que los rodea y los amenaza con la extinción –todo esto se debe en gran parte a la obra de la Iglesia Anglicana (en Lund, 2011, p. 69).
En la experiencia de los misioneros menonitas de Eckhart (Indiana, EE. UU.), que en 1943 inauguraron una misión en el centro del por entonces Territorio Nacional del Chaco, la incorporación de la noción antropológica de “cultura”, según la tradición relativista germano-norteamericana, fue decisiva para sus políticas de acción religiosa y cultural desde 1954 hasta el presente. En efecto, fue en esa fecha cuando la familia misionera a cargo de la obra, Albert y Lois Buckwalter, decidieron el cierre y la transferencia de tierras a las familias toba/qom residentes en la Misión Nam Qom de Pampa Aguará (y sus congregaciones anexas de Legua 15 Cabá Ñaró y Legua 17 La Matanza). El motivo, según argumentaron sus protagonistas, se debía a la dificultad en la comunicación con los tobas, al evidente fracaso en su proyecto de conversión religiosa anabaptista y al desgaste de la utopía agrícola comunitaria (que implicaba lidiar con la mundana realidad de la administración socioeconómica de la misión). La causa, por su parte, fue el doble trabajo de investigación antropológica y consultoría misiológica realizada por los esposos antropólogos y lingüistas William y Mary Reyburn, vinculados a las Sociedades Bíblicas Unidas, durante los primeros cuatro meses de 1954 (Buckwalter y Buckwalter, 2009, p. 194). En palabras de los Buckwalter, evaluando a la distancia el impacto del trabajo de los Reyburn, y luego de remarcar sus estudios lingüísticos que habilitaron posteriormente el conocimiento de la gramática toba/qom y las traducciones al español:
Pero su contribución más importante fue la revelación antropológica que nos ofrecieron. Nos ayudaron a entender que cada pueblo tiene su historia, sus tradiciones, su enfoque cultural, su manera de encarar la realidad, y que cualquier novedad que llega es recibida e interpretada en términos de toda experiencia que ese pueblo ha tenido hasta ese momento, y que es imposible que respondan auténticamente a Diós de otra manera que no sea la propia (Buckwalter y Buckwalter, 2009, p. 194).
La conclusión empírica central del reporte de los Reyburn fue que los toba/qom de la región habían iniciado desde mediados de los años 40 una apropiación cosmológica y espiritual del pentecostalismo, organizando sus propias iglesias y prácticas religiosas a partir del contacto con misioneros norteamericanos asentados en la ciudad de Resistencia y posteriormente con pastores de Buenos Aires (Miller, 1979). Si bien el cambio de paradigma misiológico estuvo vinculado a un giro internacional de este grupo evangélico, el caso chaqueño adquirió matices y políticas culturales específicas, según advertí con Silvia Citro hace más de 15 años, siendo una hipótesis recientemente refrendada por Agustina Altman en su detallada etnografía histórica sobre esta experiencia misionera entre los mocovíes del Chaco austral (Altman, 2017; Ceriani Cernadas y Citro, 2005).
A los fines de este trabajo, me interesa remarcar el énfasis que el proceso posmisionero de los Obreros Fraternales Menonitas (OFM)[4] tuvo en la introducción de la escritura en el idioma indígena y en la construcción de categorías lingüísticas de identificación étnica (como el propio etnónimo “qom”). En este proceso, el ideal de los OFM de poder “ayudar” a los toba/qom a mitigar las recurrentes fisiones congregacionales y disputas de liderazgo a partir de aglutinarse en una sola iglesia evangélica (precisamente denominada “Iglesia Evangélica Unida”) se amparó en la confección de un boletín bilingüe castellano-toba (y luego pan chaqueño con la incorporación de grupos pilagá, mocoví y wichí), y en la formación y mentoría de sus fundacionales líderes religiosos e intelectuales, Aurelio López y Orlando Sánchez, respectivamente. Profundizaré brevemente en el primero de estos puntos.
Bajo el objeto de ser un instrumento de comunicación y doctrina bíblica entre las distintas congregaciones de la naciente IEU, los Buckwalter decidieron publicar en 1959 el boletín Qad’aqtaxanaxanec (Nuestro Mensajero), editado en forma impresa hasta el 2005 y actualmente en formato digital. Una lectura genealógica comparativa de este permite dilucidar dos hechos capitales. El primero, como ha señalado Benedict Anderson (2000), fue el de instituir narrativamente una “comunidad imaginada” de las iglesias indígenas evangélicas, originariamente toba/qom y vinculadas a la IEU, desde mediados de los 80, incorporando otros grupos étnicos chaqueños (como pilagá, mocoví y wichí), y, desde los años 90, otras iglesias indígenas más allá de las IEU. En efecto, las noticias sobre las diversas congregaciones, las traducciones de versículos bíblicos, los testimonios en idioma toba de creyentes y dirigentes religiosos (junto a la consecuente legitimación de estos últimos) fueron las marcas distintivas de esta publicación hasta la década de 1980. El segundo hecho que remarcar es el progresivo alineamiento de la publicación con la emergencia de las políticas de las identidades étnicas bajo los estandartes de los reclamos de derechos culturales, lingüísticos y territoriales de los pueblos chaqueños, consecuente con el retorno democrático en Argentina hacia 1983 y las reformas jurídicas constitucionales de 1994.
Sin dejar de publicar relatos bíblicos y testimonio de creyentes, el reforzamiento del paradigma culturalista (o de “inculturación”, en términos de la teología misionera) sería una marca distintiva de esta señera publicación, siempre editada por los OFM con base en las capitales de las provincias de Chaco y Formosa. Y también aquí nuevos dirigentes religiosos y políticos toba tendrían un espacio de comunicación y reconocimiento. Todos los líderes indígenas que establecerían articulaciones con la política provincial, tanto referentes locales como dirigentes provinciales o incluso funcionarios (como los cargos principales en las agencias provinciales de asuntos indígenas[5]), estuvieron o están fuertemente vinculados a las iglesias indígenas y a las relaciones interculturales y saberes puestos en juego a partir de la activa participación de estos en talleres y círculos bíblicos, cursos de formación ciudadana y participación comunitaria, entre otros, realizados por la JUM, los OFM y ENDEPA. Nótese el modo en que esta política cultural de los misioneros enrolados en esta perspectiva culturalista es puesta en discurso escrito por el pastor y cacique toba formoseño Rafael Mansilla:
… en nuestros días muchos misioneros son sensibles a las diferencias culturales y hacen su mejor esfuerzo para expresar el Evangelio en formas y palabras que nacen de la misma cultura indígena. Algunos misioneros ponen en forma escrita las lenguas de las etnias aborígenes, y traducen la Biblia a estos idiomas. Al hacer esto, promueven el deseo de conservar los signos de identidad indígena. A la vez, al grabar y anotar la historia y sabiduría antigua de la cultura, los misioneros y antropólogos apoyan la preservación de la identidad cultural (Qad’aqtaxanaxanec, año 41, n.º 2, 1997) .
El relato de este actual referente indígena apropia y sedimenta uno de los tropos centrales que los misioneros menonitas han trabajado en los últimos 25 años: la idea de que el movimiento evangélico toba reforzó el sentido de autoestima cultural permitiendo –en palabras del “obrero fraternal” Willis Horst (2001, p. 178)– “recuperar su sentido de confianza en el ejercicio de las opciones requeridas para la autodeterminación en otras áreas de la vida” (traducción personal del inglés).
Desarrollo, indigenismo y acción religiosa
Las relaciones históricas entre agencias misioneras cristianas, imaginarios y políticas de desarrollo comunitario en el Chaco argentino configuraron desde la década de 1960 un universo de relaciones entre organizaciones no gubernamentales, proyectos estatales y equipos misioneros laicos. La estructura coyuntural que engloba esta etapa se arraiga en una renovada sensibilidad sociocultural por la justicia, la equidad social y la dignidad humana, donde las articulaciones entre cambio sociopolítico y religión tuvieron una marcada impronta en América Latina luego del Concilio Vaticano ii (1962-1965) y la Conferencia de Obispos Medellín (1968). Como expuso Lida (2012), esta nueva “sensibilidad antiburguesa” de los jóvenes católicos de la época se caracterizó por una crítica cultural al estilo de vida urbano y las narrativas dominantes de la nación, recapturando imaginarios y prácticas folclóricas y volcando la mirada hacia los pobres y desamparados habitantes originarios de la nación. Las trayectorias de las misiones protestantes en el Chaco argentino, según lo expuesto en los apartados previos, no estuvieron ajenas a estos cambios, incorporando progresivamente, aunque con variaciones, nuevas relecturas sobre el rol social de dichos emprendimientos religiosos entre los grupos chaqueños (Ceriani Cernadas, 2021).
En este escenario, diversos estudios contemporáneos en el área han permitido profundizar nuestro conocimiento sobre las estructuras de mediación cultural implementadas por las organizaciones “basadas en la fe” en su relación con las comunidades indígenas del territorio chaqueño. Destaco aquí la incidencia que tuvieron los discursos y saberes implementados por las pastorales aborígenes católicas en las reconstrucciones de las categorías étnicas de identificación de las poblaciones. Al respecto, los trabajos de Zapata (2013) y Leone (2015) han indagado en los sentidos, las circulaciones y los usos que adquirieron las categorías “pueblo” y “comunidad” indígena en las intervenciones político-eclesiales de diversos grupos de base católicos en las provincias de Formosa y Chaco entre 1968 y 1994. Estos trabajos revelan con lucidez los vínculos entre dichas categorías, los idearios y emprendimientos desarrollistas y las políticas de Estado relativas a la implementación de nuevas leyes y derechos sobre las poblaciones indígenas en Argentina. Las estrategias retóricas y políticas implementadas por estas organizaciones indigenistas de base religiosa, como el Instituto de Cultura Popular (INCUPO), el mencionado Equipo Nacional de Pastoral Aborigen y la Fundación para la Paz (FUNDAPAZ) (entre otras) sumaron a las políticas culturales previamente reseñadas la problemática de la identidad de género y el rol activo de las mujeres indígenas, en correlación con un discurso multicultural transnacional que la posiciona como sujeto prioritario de derechos (Occhipinti, 2005).
Unido a esto, estas investigaciones develaron la importancia que adquirieron las instituciones religiosas de cooperación internacional para el desarrollo surgidas con fuerza en los países del norte europeo, marcadamente Alemania, Suecia y Noruega, desde mediados de la década del 50 (Castelnuovo, 2017). Para el caso que aquí trato, por ejemplo, fue decisivo durante las décadas del 70 y 80 el financiamiento otorgado por Misereor (Obra Episcopal de la Iglesia Católica Alemana para la Cooperación al Desarrollo), fundada en 1958 bajo la exclusiva promoción del desarrollo y la lucha contra la pobreza, excluyendo taxativamente cualquier fomento de medidas pastorales y misioneras.
En la experiencia social que estoy problematizando, dos clivajes sociopolíticos merecen subrayarse. Por un lado, el ya señalado impulso indigenista dado por la renovación democrática argentina en 1983, que dio inició a la construcción de un entreverado campo etnoburocrático. Por otro, la revitalización a partir de las anticonmemoraciones de los 500 años de la llegada de los ibéricos al continente (el llamado –hasta hace poco– “descubrimiento de América”). Ambos hechos sembraron las bases para los cambios constitucionales ejecutados en 1994 sobre los derechos indígenas, donde el reconocimiento de la “preexistencia cultural y territorial” fue su marca emblemática.
En el plano concreto del campo religioso indígena en el Gran Chaco, estas décadas fueron configurando asimismo nuevas relaciones entre las agencias misioneras católicas y protestantes, como también con las iglesias evangélicas toba, wichí y mocoví. El giro principal vino dado por la progresiva instalación de una nueva ecumene cristiana entre católicos y protestantes, que, hasta bien entrada la década del 80, habían rivalizado y competido por su presencia en el territorio, a sabiendas de la expresamente mayoritaria autoidentificación de estos grupos como evangelio. Este movimiento ecuménico potenció ampliamente las políticas culturales previas en torno a las autonomías indígenas y la defensa de sus territorios y cosmovisiones, como también abrigó la necesidad de lograr cambios sustanciales en las marginalidades estructurales crónicas en el acceso económico y educativo y la calidad de vida de estos grupos. Fruto de estas iniciativas fueron los Encuentros Interconfesionales de Misioneros en el Gran Chaco desde los años 90 hasta la actualidad (en los años recientes denominados como “Encuentros Interconfesionales de Misioneras y Misioneros”). La publicación Memorias del Gran Chaco (Silva, 1994-1997), realizada en conjunto por las mencionadas agencias protestantes y católicas (OFM, JUM, ENDEPA e INCUPO), fue hasta la fecha uno de sus hitos representativos. Originalmente publicada en siete cuadernillos (luego editados en dos libros) organizados cronológicamente (desde los tiempos previos a la conquista hasta el presente) y separados por grupos étnicos (toba, wichí, mocoví y pilagá), conjugaron memorias orales y documentos sobre la experiencia histórica de estos pueblos desde un declarado indigenismo “basado en la fe”. A modos de cierre, nótese en el siguiente extracto las maneras en que perspectivas universalistas (derechos, participación ciudadana, política gubernamental) y culturalistas (identidades, idiomas, cosmovisión, espiritualidad) se enhebran discursivamente en la política cultural de este movimiento ecuménico. La coyuntura enunciativa de estas palabras es importante: la conmemoración del Bicentenario de la Argentina en el 2010.
Partiendo de un modelo de país que, desde su inicio no los ha incluido, los Pueblos Indígenas han logrado resistir a lo largo de estos 200 años. Haciendo memoria de este camino es que hoy podemos vislumbrar la presencia del Dios de la Vida que hace posible que:
-Tengan capacidad de resistencia y organización.-Sigan luchando para mantener y/o reconstruir sus identidades, idiomas y valores […].
-Hayan ganado algunos espacios de participación en Poder Legislativo, Educación, Salud, Cultura, Medio Ambiente, Medios de Comunicación, Administración Pública y otros.
-Hayan podido mantener, con firme esperanza, la fuerza de su espiritualidad y sabiduría desde donde aportan su cosmovisión, el compartir, la reciprocidad, el respeto a la naturaleza, la transmisión de sus mitos[6].
Reflexiones finales
A modo sintético, intenté en estas páginas dar cuenta de los núcleos centrales que jalonaron las experiencias chaqueñas de misionalización y las concepciones generales sobre la “cultura” de los grupos indígenas del territorio que la guiaron. De esta manera, señalé un conjunto de continuidades y rupturas que dieron forma a nuevas configuraciones ideológicas, en donde el idioma de los derechos universales y los nuevos discursos de autoctonía se ubicaron como centrales, articulando de nuevas formas las problematizadas perspectivas universalistas y relativistas sobre los pueblos indígenas chaqueños.
De manera particular, el capítulo centró el argumento en las estrategias discursivas y prácticas de agencias misioneras cristianas en el Gran Chaco argentino que dieron forma a políticas culturales concretas sobre los grupos indígenas con los cuales interactuaron, donde la reforma social y sanitaria, el estudio de las lenguas indígenas y su escritura y la incorporación de la noción de “cultura” se revelan como centrales. Se puede notar así que estos variados procesos de misionalización encaminados por anglicanos, evangélicos escandinavos, menonitas estadounidenses y organizaciones católicas impulsaron construcciones ideológicas y coordinaron acciones prácticas bajo inspiraciones de relativismo o universalismo cultural. Estas políticas devinieron, diferencialmente, en procesos de producción de especificidades étnicas a partir de las acciones de traducción e incorporación de la escritura, la salvaguarda lingüística, la autonomía y el empoderamiento comunitario.
Atento entonces a las estructuras coyunturales que englobaron estas acciones en el devenir social y político del país durante los últimos cien años, establecí tres ejes de análisis que habilitaron heurísticamente la arquitectura conceptual del estudio. Así, la indagación sobre la narrativa humanitaria misionera y la fuerza discursiva de la pacificación interétnica vía el evangelio, la discusión sobre las epistemes culturalistas o universalistas en torno a las poblaciones indígenas, donde remarqué el poder de la cultura escrita y la apropiación misionera de saberes antropológicos, y –finalmente– la dilucidación sobre las autopercepciones de misioneros, ONG desarrollistas y líderes indígenas acerca del rol de salvaguarda y revitalización cultural que implicaron los procesos de misionalización fueron mis pilares en este recorrido. Futuras exploraciones permitirán abrir el espectro comparativo sobre otras políticas culturales de procesos de misionalización en las tierras altas y bajas de Sudamérica.
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