La omnipresencia de la seguridad internacional:
excepción, securitización y militarización
Antes de adentrarnos en los fenómenos de securitización, militarización y excepción política, se realizará un breve recorrido por las tres generaciones de Derechos Humanos reconocidas a nivel internacional.
Identificadas dichas generaciones, es posible referenciar las violaciones actuales a los DD. HH. en nombre de la seguridad, de la potencia hegemónica, hacia un conjunto de tratados no firmados, no ratificados o de los que Estados Unidos se ha retirado, y que datan de décadas atrás.
3. 1. La internacionalización de los Derechos Humanos: positivación, obligatoriedad y el rol de la comunidad internacional
Es posible reconocer en la bibliografía jurídica específica tres generaciones de derechos que se corresponden con su incorporación en tanto tales a lo largo de la historia contemporánea. En primer lugar, los derechos individuales Civiles y Políticos; en segundo lugar, los Económicos, Sociales y Culturales; y tercero, los denominados derechos de la solidaridad (Desarrollo, Defensa del medioambiente, Paz).
Algunos especialistas (Bustamante Donas, 2001) mencionan una cuarta generación de derechos, pero aquí se tendrán en cuenta las que han recibido atención y sistematización en la comunidad internacional.
Basándonos en la definición dada por especialistas en derecho internacional y por los derechos reconocidos desde Naciones Unidas, comprendemos que todas las generaciones de derechos han sido consecuencia de luchas sociales y políticas de los pueblos; por lo tanto, pueden ser asociadas a procesos revolucionarios (ver Gómez Isa y Pureza, 2004; Mariño Menéndez, 2001). La primera generación de derechos surge a partir de la Revolución Francesa; implican fundamentalmente garantías para los individuos frente al poder político arbitrario, típico del Estado absolutista. El trasfondo filosófico que subyace es el liberalismo y presupone, como componente primordial, la propiedad privada que, como se especificó en el Capítulo I, tiene prioridad por sobre el Estado.
Los derechos civiles van a procurar proteger al individuo, en su vida y posesiones, frente al avasallamiento del poder político. Se reconoce una serie de libertades individuales en detrimento del poder del Estado y frente a las cuales este no debe avanzar, tomando la Declaración Universal de ONU: toda persona tiene derecho a la protección de su vida, la libertad y la seguridad; a la propiedad y a no ser privado arbitrariamente de ella; a la libertad de pensamiento, conciencia o religión; a la libertad de reunión o asociación pacífica; a la libertad de opinión o expresión; a la libertad de circulación y residencia; suponen además igualdad ante la ley, derecho a un tribunal competente e imparcial, presunción de inocencia (hasta que se demuestre lo contrario); la ley prohíbe toda forma de tortura o trato cruel y degradante por parte de las fuerzas del Estado; no puede haber injerencia en su vida privada o posesiones, su familia o su correspondencia.
Los derechos políticos, por su parte, atañen al individuo, pero ya no en lo que respecta a la esfera privada sino a la pública. El Estado de derecho ha supuesto desde sus orígenes un conjunto de normas escritas que rigen para todos los ciudadanos, incluidos los gobernantes: todos están sometidos por igual a la ley (imperio de la ley). Esa ley es imparcial y objetiva, debe garantizar la igualdad jurídica de todos los individuos y el respeto por las libertades personales. Además, los derechos políticos contemplan la participación de los ciudadanos en la elección de sus gobernantes y la posibilidad de participar en los asuntos públicos. Se trata de un poder político que debe estar legitimado por su pueblo. Entonces, desde la Revolución Francesa, en Occidente ha primado la democracia representativa (participación ciudadana mediante elecciones periódicas), el constitucionalismo y la división del poder (régimen republicano), generando pesos y contrapesos para evitar la acumulación absoluta de poder político en una persona, es decir, Estado de derecho y libre mercado.[1]
Todo el entramado de los derechos civiles y políticos encarnan el objetivo liberal de reducir al máximo posible la intromisión del Estado en la esfera privada y esto incluye los intercambios en el mercado (ver Held, 1993; Bovio y Bovero, 1986; Manent, 1990). Este tipo de libertad se entiende como “libertad negativa,” esto es, se es libre en todo aquello que está permitido o no está prohibido. El objetivo es ensanchar la esfera de autodeterminación individual restringiendo todo lo posible el poder político (Held, 1993).
Los derechos económicos, sociales y culturales han sido valorizados a nivel internacional a partir de las luchas obreras, especialmente durante el siglo XIX; y fueron instaurados desde las Revoluciones Mexicana de 1910 y Rusa de 1917. Si los derechos civiles y políticos representan el pensamiento liberal y los intereses de la burguesía, los económicos, sociales y culturales encarnan el pensamiento socialista y socialdemócrata en defensa de las masas trabajadoras de la creciente industrialización.
Entre los más importantes de esta segunda generación se pueden resaltar: derecho al trabajo; igual remuneración por igual trabajo; derecho a la seguridad social; protección contra el desempleo; derecho a fundar sindicatos y a sindicarse; limitación de las horas de trabajo; descanso y vacaciones periódicas pagas; derecho a un nivel de vida adecuado; a la alimentación; a la salud; a la educación; a una vivienda digna; a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad (ver ONU, Declaración Universal, sitio oficial).
Si para los derechos de primera generación se proponía un retiro del Estado de los asuntos privados individuales, para esta segunda categoría de derechos se requiere la acción decidida del Estado. Se entienden como derechos otorgados a quienes participan de una comunidad política y suponen una protección colectiva desde y hacia sus miembros. Tal como lo expresan Gómez Isa y Pureza (2004: 55), “estos derechos dependen fundamentalmente del Estado para su realización efectiva. Son derechos que demandan la prestación de un servicio por parte del Estado”.
Aquí se considera un concepto más amplio de libertad, no solo en su acepción negativa como no tener impedimentos, sino como autonomía, como autogobierno o autolegislación. En su sentido republicano, esta libertad se asocia con un modelo de democracia que vincula libertad con autonomía en un marco colectivo. “Tiende a ensanchar la esfera de autodeterminación colectiva, restringiendo todo lo posible la regulación de tipo no autoimpuesta” (Held, 1993). No se trata de no tener leyes sino de estar habilitado para el autogobierno “dándome leyes a mí mismo”, tal como lo ha planteado Rousseau.
Gómez Isa y Pureza (2004) remarcan que, mientras las esferas de las libertades negativas generalmente se podrían entender como “privadas”, como libertad de, en la tradición republicana se recuperan libertades “públicas”, como libertad para, principalmente en tanto participación en la vida política de la comunidad, que permita decidir colectivamente objetivos comunes. La “libertad de” solo puede ser efectivamente desplegada cuando además estén garantizadas las “libertades para”, cuando estén dadas las condiciones para todos los sujetos de realizar sus propias potencialidades; es decir que sin los derechos económicos, sociales y culturales, esas posibilidades se ven seriamente reducidas o condicionadas. El modelo histórico de la aplicación de este modelo de “libertades para” y de intervención estatal para el mejoramiento de la calidad de vida de las mayorías es el Estado de Bienestar.
Algo importante que marcan los especialistas, retomando la Declaración Universal de 1948, es el concepto de dignidad. Allí el artículo 1 reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (ONU, sitio oficial). Tanto Mariño Menéndez (2001) como Gómez Isa y Pureza (2004) resaltan la dignidad como principio base para pensar los DD. HH. Retomando a Kant, la definen con la premisa: el ser humano es un fin en sí mismo, no un medio, es decir que no puede ser un instrumento para otros fines. La consecución de dignidad se realiza en los hechos cuando no somos instrumentalizados y cuando, además, se garantizan las condiciones materiales para una vida digna. De este valor y condición derivan los otros tres principios esenciales que están detrás de cada generación de derechos: libertad, igualdad y solidaridad.
Los derechos de la solidaridad son producto, como las otras generaciones, de luchas colectivas. Su origen se vincula a los procesos de descolonización de la década de 1960, y se reforzarán a medida que las ex colonias alcancen estatus independiente y participen de Naciones Unidas. De acuerdo con Marks (1981 citado en Gómez Isa y Pureza, 2004), serán las revoluciones anticolonialistas las que encarnen la aparición de esta tercera generación de derechos.
Los derechos de la solidaridad o derechos de los pueblos serían el derecho al desarrollo, a la paz, a un medioambiente sano, a beneficiarse del patrimonio común de la humanidad, a la asistencia humanitaria, a la información y a la autodeterminación.
Un elemento muy significativo de estos derechos es que avanzan más allá de las fronteras nacionales y se orientan a la cooperación internacional; están enmarcados en problemáticas comunes globales y, por tanto, su garantía trasciende la acción singular de un Estado. Las declaraciones en relación a estos derechos se darán en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas, en simultáneo con otros reclamos del “Tercer Mundo” como un nuevo orden económico internacional, el respeto por el principio de autodeterminación de los pueblos y de soberanía.
La progresiva internacionalización y positivación en el derecho internacional de los DD. HH. puede considerarse iniciado con la creación de Naciones Unidas. Será a fines del siglo XX donde esta efectivización se haga más fuerte en términos internacionales, una vez resquebrajado el orden westfaliano.
Hasta la Posguerra Fría, los individuos no eran considerados por el derecho internacional porque se partía de reconocer que, en el plano externo, era el Estado quien representaba unitariamente a ese todo constituido por la nación. Solo dentro de un Estado, y como ciudadano de él, era posible tener derechos fundamentales en el marco del imperio de la ley. La pérdida de la ciudadanía conllevaba la pérdida de toda protección, ya que la supuesta universalidad de los derechos no se correspondía con un conjunto de herramientas internacionales que los volviera efectivos por fuera del Estado.
Esto tiene hasta hoy una consecuencia fundamental en relación al derecho internacional: para que un convenio, pacto o tratado afecte a un Estado, este tiene que dar su consentimiento frente a aquel, es decir, debe ser firmado y ratificado para que ese instrumento internacional tenga injerencia sobre sus acciones. Si un Estado no ratifica el tratado, queda por fuera de sus obligaciones y medios de cumplimiento: cualquier norma internacional sigue dependiendo de la voluntad estatal.
Los primeros antecedentes del reconocimiento de determinados derechos en el plano internacional pueden encontrarse en el DIH, ya mencionado, en lo relativo a garantías básicas para el trato a las personas bajo conflicto armado y los medios habilitados de violencia. Los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 se complementan con dos protocolos adicionales del año 1977. Allí se tipifican y regulan dos tipos de conflictos: los conflictos internacionales donde participan dos o más Estados y los conflictos armados no internacionales o intraestatales, aquellos donde la violencia se ejerce entre el Estado y grupos alzados en armas con fines políticos (ver sitio oficial de la Cruz Roja España).
De acuerdo con Gómez Isa y Pureza (2004), la denominada “Carta Internacional de los Derechos Humanos” está constituida por la Declaración Universal de Naciones Unidas en 1948 y los dos Pactos, con sus respectivos protocolos facultativos, tendientes a establecer mecanismos de regulación de la comunidad internacional para los Derechos Civiles y Políticos y los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, respectivamente. Ambos se crearán en 1966 y recién diez años después entrarán en vigor.
En relación a su obligatoriedad a nivel global, fue un largo proceso el que llevó a establecer la responsabilidad de la comunidad internacional, más allá de la voluntad de los Estados, frente a la violación de los derechos fundamentales en cualquier lugar del mundo. En un primer momento, como la Declaración Universal se realizó a través de la Asamblea General, muchos Estados alegaban que solo constituía una declaración de principios y no una norma de derecho, dado que las resoluciones de la Asamblea no tienen carácter obligatorio para los miembros de ONU. De hecho, el único órgano de la organización que puede dictar resoluciones vinculantes es el Consejo de Seguridad.
Lo cierto es que la Declaración de 1948 reconoce en su seno los derechos de primera y segunda generación, esto es, toma en cuenta tanto los derechos defendidos por Occidente como aquellos propugnados por los países del bloque socialista durante la Guerra Fría. Los derechos tipificados allí están divididos en: derechos y libertades de disposición personal, del artículo 3 al 11; derechos del individuo en relación a los grupos sociales de pertenencia, del artículo 12 al 17; derechos y libertades de carácter político, artículo 18 al 21; derechos económicos, sociales y culturales, artículo 21 al 27; derechos que marcan la relación entre el individuo y la sociedad, artículo 28 al 30 (Oraá, 2004 en Gómez Isa y Pureza, 2004).
Los protocolos facultativos, por su parte, venían a otorgar a los individuos carácter de sujeto de derecho internacional, reconociendo que no solo los Estados podían realizar presentaciones frente a las comisiones respectivas, encargadas de cada generación de derechos, sino que también los individuos, una vez agotadas las instancias jurídicas internas, podían realizar presentaciones a título personal para denunciar la violación de alguno de sus derechos por parte del Estado. Para el avance del Protocolo facultativo de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se logró ampliarlo e incorporar anexos recientemente, en el año 2008, dando muestra de cuáles han sido históricamente las materias privilegiadas en relación a los derechos por parte de la comunidad internacional.
Será la década de 1990, a partir del “nuevo orden internacional”, la que permita un incremento de las declaraciones, convenciones y tratados referente a los derechos humanos; entonces también se establecen nociones de injerencia humanitaria internacional en nombre de esos derechos.
En 1993 se produce la “Segunda Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Viena”, que aquí se toma como referente principal para considerar derechos fundamentales. Allí se originaron arduos debates entre la noción de universalidad propugnada por el liberalismo y el resto de las culturas no occidentales, que han tratado de imponer una idea de relatividad cultural para la aplicación y exigencia de los derechos fundamentales (Gómez Isa y Pureza, 2004).
El preámbulo deja en claro los principios rectores de universalidad, dignidad, libertad, igualdad y solidaridad. En su artículo 1 reafirma la universalidad indiscutible de los derechos y libertades fundamentales; en el 2 señala el derecho a la autodeterminación de los pueblos y especifica: “En virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural” (ONU, 1993, Declaración y Programa de Acción de Viena, Artículo 2: 18).
A partir de esta Declaración se reconoce, además, que los DD. HH. trascienden la jurisdicción exclusiva de los Estados para ser una “preocupación legítima de la comunidad internacional”, haciendo hincapié en la cooperación internacional para el logro de su garantía (Ibíd. 19). En relación a las diversas generaciones de derechos se estipula: “Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso”. De manera inmediata aclara: “Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos”, reconociendo de todos modos que “los Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales” (ONU, 1993, Declaración y Programa de Acción de Viena, Artículo 5: 19).
En este artículo se buscó una solución de compromiso entre los debates en pugna ya que, por un lado, se da el reconocimiento de la universalidad de los derechos pero, por otro, se afirma la importancia de respetar las particularidades nacionales, culturales y religiosas.
El artículo 8 también busca ser una solución que contemple los intereses divergentes entre el Norte y el Sur. Mientras que las potencias occidentales han promovido históricamente los derechos de primera generación y la democracia liberal o representativa, los países de la Periferia han hecho esfuerzos por imponer el desarrollo como un derecho humano esencial y, por tanto, han buscado el logro de entendimientos internacionales para su consecución. El artículo establece:
La democracia, el desarrollo y el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales son conceptos interdependientes que se refuerzan mutuamente. […] La comunidad internacional debe apoyar el fortalecimiento y la promoción de la democracia, el desarrollo y el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales en el mundo entero. (ONU, 1993, Declaración y Programa de Acción de Viena, Artículo 8: 20)
Y será en el 10 donde se reconozca el desarrollo como derecho inalienable: “La Conferencia Mundial de Derechos Humanos reafirma el derecho al desarrollo, según se proclama en la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, como derecho universal e inalienable y como parte integrante de los derechos humanos fundamentales” (Ibíd. 10: 20), remarcando la necesidad de colaboración internacional para garantizar condiciones equitativas y un entorno económico favorable en el plano internacional.
En el artículo 17 se hará referencia explícita al terrorismo. Se enfatizarán, por otra parte, los derechos de las minorías y grupos vulnerables como mujeres, niñas y niños, se proclamará la lucha contra toda forma de trata de personas, la defensa de los derechos de pueblos indígenas, los derechos de la discapacidad, los derechos de los refugiados y solicitantes de asilo, derechos de los migrantes. Además se condena el genocidio y toda forma de violación masiva a los DD. HH., así como la tortura.
Como parte de esta creciente importancia de los DD. HH. a nivel global, comenzarán a tipificarse los casos donde violaciones masivas requieran intervención en un Estado. Como se ha señalado, a inicios de la década de 1990 comenzará a debatirse un nuevo principio denominado “deber de injerencia”.
El académico liberal Mario Bettati proponía la elaboración teórica de este deber para respaldar la intervención frente a las crisis humanitarias. Supone que existen razones de orden ético o moral de toda persona que la impelen a actuar y brindar asistencia a sus semejantes, de cualquier lugar del mundo, cuando se encuentran en situación de desamparo por parte de su propio Estado, cuando este es causante de violaciones masivas a los derechos humanos o bien si permanece inactivo frente a ellas (Ver Rengifo, 2008).
El debate que se desarrolló a raíz de este concepto tuvo lugar dentro de la teoría de las RR.II., pero sobre todo en el marco del derecho internacional. Claramente, este enfoque entra en contradicción con el principio básico del sistema internacional de no intervención. Lo que se discute básicamente es: ¿quién interviene en nombre de la comunidad internacional? ¿Con qué medios? ¿Es la fuerza la solución a problemáticas humanitarias?[2] Serán las corrientes cosmopolitas liberales y del liberalismo ofensivo las que defiendan esas posturas, alegando la prioridad de la persona humana por sobre los Estados y su soberanía. Algunos autores del neoliberalismo institucional (o del liberalismo internacionalista más clásico) defenderán estas propuestas de acción, pero en el marco de instituciones del sistema como ONU, es decir, desde una óptica multilateral y no necesariamente mediante el uso de la fuerza.
Tal como entiende Bettati la intervención humanitaria:
In each case, the international community granted itself the right to limit a state’s sovereignty in the name of the defense of fundamental values; the right to deliver humanitarian aid, the defense of human rights, and the re-establishment of democracy. This constitutes undeniable progress. (Bettati, 1996: 107)
En el marco de estos “progresos” en torno a lo humanitario, a fines de la década tratada surge la propuesta de crear una Corte Penal Internacional para juzgar a individuos en caso de violaciones masivas a los DD. HH. tipificados como crímenes contra la humanidad o de lesa humanidad, genocidio y crímenes de guerra. La Corte será creada en 1998 mediante el Estatuto de Roma, en el marco de Naciones Unidas, y entrará en vigor en 2002. Es independiente de la organización y se vinculan mediante un convenio específico. Hasta aquí, en el plano internacional podían litigar solo Estados en la Corte Internacional de Justicia de ONU y el reconocimiento de su jurisdicción no es obligatorio con la entrada a la organización internacional, sino que requiere una ratificación especial. Lo mismo sucede con el reconocimiento del alcance de atributos a la CPI: depende de la voluntad de cada Estado ingresar y habilitarla a actuar contra sus ciudadanos.
El genocidio como crimen internacional se definió tempranamente en 1948, en la Convención de Nueva York, “como un acto o conjunto de actos criminales tales como homicidios, deportaciones en masa, obstaculización al nacimiento de niños, etc. perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso en cuanto tal” (Mariño Menéndez, 2001: 107). Será incorporado al Estatuto de Roma en su artículo 6. Por otra parte, los crímenes de guerra fueron codificados en principio por el DIH e incorporados también al Estatuto de 1998. Se consideran como tales acciones en conflictos armados que incluyen: ejecuciones individuales, ejecuciones colectivas (masacres), desaparición forzada, secuestro y toma de rehenes, ataques indiscriminados y muerte por medios pérfidos, torturas y otros tratos crueles (Mariño Menéndez, 2001: 109).
Los crímenes contra la humanidad serían aquellos actos que conllevan ataques contra la población civil, de acuerdo con el Estatuto de Roma. Estos ataques deben ser generalizados y sistemáticos, es decir, afectar a múltiples individuos o grupos y constituirse en base a un plan o política establecida a tal efecto. Lo que estipula la CPI abarca: exterminio, esclavitud, asesinato, deportación o traslado forzoso, tortura, desaparición forzada, violación sexual u otros delitos conexos, entre otros.
En concreto, los tres casos reconocidos como crímenes penales internacionales implican violaciones contra los derechos humanos de protección de la vida, la libertad, la integridad física y moral de las personas. Estas tipologías son las que, en general, han sido consideradas centrales para fundamentar las intervenciones humanitarias, para proteger la vida amenazada a gran escala.
Ya en el presente siglo, en el año 2005, se aprobará el principio de “Responsabilidad de Proteger”, propuesto por una comisión creada con ese objetivo en 2001. En la página de la Oficina del Asesor Especial para la Prevención de Genocidio de Naciones Unidas puede leerse: “La soberanía ya no significa únicamente protección de los Estados frente a injerencias extranjeras, sino que constituye una carga de responsabilidad que obliga a los Estados a responder del bienestar de su población” (Sitio Naciones Unidas/preventivegenocide).
Los tres pilares de la Responsabilidad de Proteger implican que
- Incumbe al Estado la responsabilidad primordial de proteger a sus habitantes contra el genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad, así como de la incitación a ellos;
- La comunidad internacional tiene la responsabilidad de alentar y ayudar a los Estados a ejercer esa responsabilidad;
- La comunidad internacional tiene la responsabilidad de utilizar los medios diplomáticos, humanitarios y otros medios apropiados para proteger a las poblaciones de esos crímenes. Si resulta evidente que un Estado no protege a su población, la comunidad internacional debe estar dispuesta a adoptar medidas colectivas para hacerlo, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas (Ibíd.).
Debe reunir además tres criterios básicos para su aplicabilidad: gravedad de la amenaza, proporcionalidad de la acción y posibilidades de éxito. La consideración esencial acerca de la intervención debe poder demostrar que esta logrará frenar la violencia masiva y que, además, no causará más daños a las víctimas, sino que efectivamente podrá aliviar su sufrimiento. Así fue estipulado por el Secretario General, en 2005, instando a los Estados parte a aprobar el cuerpo de la declaración sobre la Responsabilidad de Proteger (ver ONU, 2005, Informe Secretario General).
Todos los años se presentan informes ante la Asamblea General y se han adoptado una serie de resoluciones, la más importante en 2009, para hacer efectivo este principio y lograr mejorar su eficiencia mediante la participación de instancias regionales en la prevención e intervención internacional. Se trató, desde ONU, de ordenar bajo parámetros multilaterales las intervenciones humanitarias que se venían realizando desde la década de 1990, y complementarlas con acciones preventivas y reconstructivas post-conflicto, dejando en claro criterios colectivos para su realización. Desde América del Sur, se abrirá en el seno de esos debates una nueva visión, a sugerencia de Brasil, para comenzar a tratar la “Responsabilidad al proteger” dadas las sostenidas violaciones a los derechos humanos en las intervenciones realizadas. Sobre esta propuesta volveremos en el Capítulo VI.
El Consejo de Seguridad tomó en cuenta esta máxima de Responsabilidad de Proteger, por primera vez, en una resolución de 2006 referida a Sudán. Con ese mismo criterio se definió la situación de Libia en 2011. De acuerdo con la propia organización, mediante Resolución 1973: “El Consejo autorizó a los Estados Miembros a adoptar «todas las medidas necesarias» para proteger a la población civil bajo amenaza de ataque en el país, aunque excluyó la posibilidad de que una fuerza extranjera ocupase de alguna forma alguna parte del territorio libio”. Pocos días después, la OTAN actuará mediante ataques aéreos en Libia en aplicación de dicha resolución (ONU, Programa de Divulgación sobre el Genocidio en Rwanda).
Tal como se especificó en torno a la seguridad, para los derechos también es posible evidenciar un doble estándar o marcada desigualdad; en general se considera que este tipo de crímenes no son llevados adelante por gobiernos democráticos contra sus ciudadanos, sino que son más frecuentes por parte de “tiranos”, cuya ubicación espacial está en la Periferia. Además, aquellos actos que ameritan intervención humanitaria no son los relativos a los derechos de segunda o tercera generación, sino que claramente se privilegian los civiles y políticos, tal como enfatiza el liberalismo.
Es más, los derechos de tercera generación no cuentan con protocolos facultativos que establezcan acciones concretas a llevar a cabo por Estados, grupos o individuos en caso de violación de aquellos. De acuerdo con Gómez Isa y Pureza (2004), la idea de universalización de derechos está asociada generalmente a los civiles y políticos, ignorando reclamos de la Periferia.
En este sentido, las crisis humanitarias o los crímenes penales ocurren, desde la percepción de las potencias, en las sociedades periféricas y las intervenciones, responsabilidades y toda otra tipificación internacional de los derechos humanos terminó por definir injerencias de tipo armado en territorios del Sur. Las grandes hambrunas, la desnutrición masiva de niños y niñas, la escasez de agua, la pobreza extrema o grandes epidemias quedan en manos de órganos de Naciones Unidas, con recursos limitados, mientras que las intervenciones con uso de la fuerza han sido realizadas por las potencias, muchas veces sin resolución habilitante del Consejo de Seguridad. No todos los derechos y principios son tenidos en cuenta de la misma manera, aunque amenacen la vida a gran escala, ni todos los territorios revisten igual importancia en la praxis.
Las organizaciones internacionales intergubernamentales dependen de la voluntad de sus miembros, se fundan a través de esta, y sus decisiones son tomadas por Estados exclusivamente. De allí que cualquier intento por llevar adelante acciones contrarias a los intereses hegemónicos se vuelve imposible, especialmente en Naciones Unidas, con la composición del Consejo de Seguridad.
En la concreción del excepcionalismo norteamericano, EE. UU. no ha ratificado o firmado gran parte de los acuerdos de derechos humanos (en sus tres generaciones) producidos a nivel internacional. Se señalará una lista de los principales instrumentos obliterados por la potencia: Convención Sobre Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer, 1979, firmado pero nunca ratificado; Convención para la Represión de la Trata de Personas y de la explotación de la Prostitución Ajena, nunca firmado; Protocolo de Kyoto, 1998, firmado y nunca presentado ante el Congreso para su ratificación; Convenio Sobre la Diversidad Biológica de 1993, firmado y nunca ratificado; Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar 1982, no firmado; Convención sobre la Prohibición del Empleo, Almacenamiento, Producción y Transferencia de Minas Antipersonal y sobre su Destrucción, no firmado y firme opositor al tratado; Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, firmado en 1996 y nunca ratificado; Convención Sobre los Derechos del Niño, 1989, no ratificado; Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño relativo a la participación de niños en los conflictos armados, no ratificado; Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, firmado pero no ratificado; Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Destinado a Abolir la Pena de Muerte, 1989 y Convención Internacional sobre la Represión y el Castigo del Crimen de Apartheid, 1973, no firmados; Corte Internacional de Justicia de Naciones Unidas, EE. UU. declara en 1985 que no acataría decisiones y suspende su adhesión (hecha en 1946); Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, firmado por Clinton y anulada por Bush en 2002; Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de guerra y de los Crímenes de lesa humanidad, 1968, nunca firmada; Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Trasnacional, 2000, no ratificado (ver Hervella, 2003). Ha firmado y no ratificado la Convención y el protocolo sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de 2006. Por otra parte, EE. UU. se retiró, junto con Israel, de la Convención de 2001 en relación al racismo y la discriminación.
Con respecto a la CPI, EE. UU. no solo se retiró sino que ha ejercido variadas formas de presión hacia los Estados parte, en especial, hacia aquellos que no han acordado con la potencia la firma de acuerdos de inmunidad (ABI) para sus tropas.
El 15 de julio de 2005, la Cámara Baja del Congreso de EE.UU. adjuntó una enmienda anti-CPI a la Ley Foreign Operations Appropriations Bill. La enmienda […] suspende la ayuda del Fondo Economic Support Fund a todos los países que han ratificado el tratado de la CPI y que no hayan firmado un acuerdo bilateral de inmunidad con los Estados Unidos. […] El 2 de octubre de 2006, el Presidente Bush dispensó la prohibición de otorgar financiamientos bajo el International Military and Education Training (IMET) a 21 Estados Partes de la CPI que habían previamente, rechazado la firma de un ABI. (Coalición por la Corte Penal Internacional, sitio web)
La negativa de EE. UU. a participar de gran parte de convenios y tratados fundamentales para el derecho internacional, la regulación común y la cooperación en materia de derechos humanos muestra a las claras el lugar extraordinario en el mundo que se atribuye como poder hegemónico, la excepcionalidad permanente con la que se ha vinculado con el resto de los actores del sistema y el escaso compromiso efectivo con los derechos más allá de la retórica oficial. Además, el listado de acuerdos en los que EE. UU. no participa, se ha retirado o no ha ratificado deja en evidencia el doble estándar con los que mide su accionar frente al resto del mundo.
De igual modo, se evidencia su búsqueda de modificar las normas internacionales para que se ajusten a sus intereses particulares en el retiro de las dos Cortes Internacionales existentes, la de Justicia y la Penal, presionando, en relación a esta última, a otros países para que no acaten lo acordado al ingresar a su jurisdicción mediante su ratificación del Estatuto de Roma. Para este análisis, los acuerdos de inmunidad bilaterales constituyen el símbolo más acabado de la hegemonía estadounidense y el privilegio al que se considera habilitado como mayor poder global. Por último, este “lugar único” en el mundo, esta “responsabilidad única” planetaria, tal como se expresa en documentos oficiales y discursos presidenciales, viene de larga data y puede visualizarse en el listado de convenios no firmados o no ratificados por EE. UU. a lo largo de distintas décadas.
En clara contraposición a esta postura, y en muestra de un histórico respeto y preponderancia del derecho internacional para la región, los Estados de América del Sur han ratificado la mayoría de tratados internacionales de derechos humanos y de otras temáticas. De hecho, los han reforzado con acuerdos regionales que están en consonancia con aquellos, como veremos en la segunda parte del libro.
3. 2. Excepcionalidad política: la habilitación de cambio de reglas de juego internacional en nombre de la seguridad
Es necesario remitirnos a fuentes teóricas que han tratado de especificar la excepcionalidad política que habilita, en nombre de una emergencia, necesidad o peligro, restringir determinados derechos y libertades. Lo veremos en los dos planos de la realidad política, interno y externo.
Es recurrente encontrar en las constituciones nacionales autorizaciones al poder ejecutivo o al parlamento para declarar el estado de sitio o el estado de emergencia cuando el orden social, la seguridad nacional o la propia continuidad institucional se encuentran en peligro. Allí se suspenden determinadas libertades o garantías constitucionales para los ciudadanos, y aumentan los controles y prerrogativas estatales, siempre de modo temporal y hasta tanto permanezca dicho riesgo.
Ahora bien, de acuerdo con Agamben (1998), el “estado de excepción” es algo más que una mera suspensión temporal de derechos en nombre de la seguridad y está inscripto en el corazón de la soberanía estatal tal como se instaura con la modernidad.
El estado de excepción es parte inmanente de las prerrogativas soberanas, y no está inserto dentro del orden legal o constitucional. De hecho, ese orden jurídico no lo supone como al estado de sitio. La excepción existe en un espacio de vacío legal, en paralelo al orden jurídico; es un umbral entre lo que se enmarca en la norma, en el derecho, y lo que está en suspensión de esa norma. Las limitaciones que rigen normalmente en el marco jurídico sobre el uso de la violencia desaparecen, por eso ese umbral puede ser entendido como una abertura entre violencia y derecho: “es la regla que, suspendiéndose, da lugar a la excepción”. Además, Agamben afirma que “la situación creada por la excepción tiene, por tanto, la particularidad de que no puede ser definida ni como una situación de hecho ni como una situación de derecho, sino que introduce entre ambas un paradójico umbral de indiferencia” (Agamben, 1998: 31).
El caso emblemático de estado de excepción como figura límite que pone en crisis toda posibilidad de distinción entre dentro y afuera, entre norma y excepción, es el campo de concentración. En este se da “la localización visible permanente de eso ilocalizable”: allí el “estado de excepción tiende a convertirse en regla” (Ibíd. 33).
El autor afirma, retomando a Benjamin, que en los Estados occidentales, desde el totalitarismo alemán en adelante, este es el proceso que se ha ido consolidando donde el estado de excepción se vuelve permanente. ¿Cuál es la finalidad de esa excepción, el objetivo por el cual se instituye y consolida progresivamente?
Se trata de una forma que permite al soberano operar sobre la vida de los individuos sin cometer crimen, es decir, sin violar la constitución y las leyes. El campo de concentración es un extremo de biopolítica, pero también de tanatopolítica, dirá Agamben, “en que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte” (1998: 155).
En relación a la biopolítica diremos, brevemente, que puede ser definida como la incorporación de lo biológico (no en términos individuales, sino de lo humano como especie biológica) al campo de regulación del poder del Estado; como plantea Foucault (1996), en el siglo XIX el poder toma a su cargo la vida, se ocupa de “hacer vivir”, de las poblaciones.
Para Agamben, la biopolítica es el ingreso de la zoè natural (como vida biológica que los seres humanos compartimos con cualquier ser viviente) al campo de lo político en la modernidad, que desde el pensamiento clásico había estado específicamente diferenciado del bíos, de la vida políticamente cualificada que implicaba la participación en la polis, el ser ciudadano libre de la ciudad-estado.
No obstante, este poder que toma a su cargo la vida como poder soberano tuvo, históricamente, poder sobre la muerte, para dar muerte. Primero, de manera arbitraria durante el absolutismo y luego, de forma regulada por el orden jurídico. Este poder deviene de la característica esencial de la soberanía del Estado: el monopolio legítimo de la fuerza.
Lo que revelan los campos de concentración, como localizaciones de ese vacío que es la excepción, refiere a la creación de “nuda vida”, es decir, de una vida desnuda como pura zoè sin significación política, seres condenados a una condición en la que no se los “hace vivir” ni se los “hace morir” (Rodríguez, 2010: 11).
El paradigma de la soberanía en la modernidad, de acuerdo con Agamben, lo representa el homo sacer en cuya figura puede entenderse el vínculo entre nuda vida y existencia política. Esa figura es retomada por el autor desde el derecho romano, donde el sacer era aquel a quien cualquiera podía dar muerte, pero cuya vida era insacrificable, es decir, no se encuadraba en los parámetros del rito sagrado del sacrificio. En la modernidad y su prolongación hasta la actualidad, hablar de homo sacer significa definir la condición de una persona:
a quien cualquiera puede dar muerte sin cometer homicidio, pero que no puede ser sometida a las formas establecidas de ejecución. […] la fijación de un umbral más allá del cual la vida deja de revestir valor jurídico y puede, por tanto, ser suprimida sin cometer homicidio. (Agamben, 1998: 176)
Ese umbral es el que se abre a partir del estado de excepción que, como lo entiende el pensador italiano, se vuelve “la regla” en las sociedades occidentales. “El campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla”. Esto significa que el estado de excepción, que era originalmente una suspensión temporal del orden jurídico sobre la base de una situación concreta de peligro, “adquiere ahora un sustrato espacial permanente que, como tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del orden jurídico normal” (Agamben, 1998: 215 Resaltado en el original).
En Estado de excepción, Homo Sacer II, el autor se referirá explícitamente a la guerra al terrorismo y las políticas promovidas por Bush en el marco de esta excepcionalidad:
El significado inmediatamente biopolítico del estado de excepción como estructura original en la cual el derecho incluye en sí al viviente a través de su propia suspensión emerge con claridad en el “military order” emanado del presidente de los Estados Unidos el 13 de noviembre de 2001, que autoriza la ‘indefinite detention’ y el proceso por parte de “military commissions” (que no hay que confundir con los tribunales militares previstos por el derecho de guerra) de los no-ciudadanos sospechados de estar implicados en actividades terroristas. (Agamben, 2005: 26. Resaltado en el original)
Esta orden cancelaría todo estatus jurídico del individuo convirtiéndolo en un ser “jurídicamente inclasificable, innominable”. Ni prisioneros ni acusados, sino “solamente detainees” (Ibíd. 27). En espacios como Guantánamo la nuda vida puede verse en su máxima expresión, en palabras de Buttler, según plantea Agamben.
Por todo ello, Agamben dirá que el Estado de excepción es “un espacio anómico donde se pone en juego una fuerza de ley sin ley”, una ley que aún vigente se ha vaciado de significado, desaplicándose: “El aspecto normativo del derecho puede ser así impunemente obliterado y contradicho por una violencia gubernamental que, ignorando externamente el derecho internacional y produciendo internamente un estado de excepción permanente, pretende sin embargo estar aplicando el derecho” (Agamben, 2005: 155/156).
La última cita del autor que retomamos para definir la excepcionalidad política nos permitirá introducir a su vez la doctrina del derecho penal del enemigo. Agamben dirá que “el derecho parece poder subsistir solo a través de una captura de la anomia” (Ibíd. 115).
Entendemos que la propuesta del derecho penal del enemigo busca, precisamente, una captura de la anomia en el orden jurídico y la base de esa captura se encuentra en la categoría de “enemigo”, atribuida a terroristas o criminales, con la consecuente negación de garantías procesales individuales.
Será Jakobs quien recupere la categoría de la filosofía política denominada “doctrina del derecho penal del enemigo” en los debates, una vez establecida la guerra contra el terrorismo en 2002. De acuerdo con Sonia Winer (2014. Entrevista), esto constituye el núcleo fundamental para comprender la vinculación dicotómica planteada por Occidente entre seguridad internacional y DD. HH.
Las discusiones en torno a esta doctrina crecerán a medida que se desarrolle la Gran Estrategia, porque dadas las excepcionalidades puestas en práctica en nombre de la seguridad, el interrogante por la vigencia del Estado de derecho será central para las sociedades occidentales.
En la reactualización del debate, Jakobs (2003: 32), partiendo de Kant y Hobbes, reconoce un “derecho penal del ciudadano” (contra personas que no delinquen de modo persistente, por principio) y un “derecho penal del enemigo” (contra quien se desvía por principio). Este excluye, aquel deja incólume el estatus de persona.
¿Qué significa suspender el estatus de persona? Básicamente despojar al individuo de su significación política y jurídica, significarlo como nuda-vida, pura zoè natural en palabras de Agamben. La caída de la categoría de sujeto de derecho implica que el enemigo es considerado homo sacer, excluido del ordenamiento jurídico. Para ello veremos el desarrollo dado por Cancio Meliá y Jakobs a la fundamentación del derecho penal del enemigo.
Cancio Meliá (2003: 68) entiende que las democracias occidentales han mostrado una doble tendencia desde los atentados en NY: el derecho penal simbólico y el resurgir del punitivismo. El primero de ellos implica, básicamente, aplicar la pena solo por un interés simbólico, para tranquilizar a los ciudadanos que demandan seguridad mostrando “un legislador atento y decidido”. Una norma simbólica es aquella en la que predominan los efectos simbólicos por sobre su eficacia material, estigmatiza el comportamiento que sanciona pero tiene escasa capacidad para evitarlo (García Arán citado en Parra González, 2010: 115).
El punitivismo, por su parte, ha conllevado un aumento y endurecimiento de las penas para delitos preexistentes y la tipificación de nuevos delitos, ampliando las capacidades penales e incrementando la criminalización de los autores del hecho (Ibíd.). Ambas tendencias pueden verse en América del Sur, en algunos casos aplicadas, en otros solicitadas a través de los medios de comunicación o de “manifestaciones por la seguridad”.
De acuerdo con Cancio Meliá (2003: 78), el derecho penal del enemigo puede entenderse como consecuencia de la unión de ambas tendencias. Se trata de condiciones excepcionales o extraordinarias que dejan al individuo por fuera de las garantías procesales propias del Estado de derecho.
La preocupación de Jakobs y Cancio Meliá (2003) se relaciona con el retroceso en los principios liberales (libertad de conciencia, de opinión, imperio de la ley y no arbitrariedad del sistema judicial, entre otros) en nombre de la seguridad. Los autores observan un avance dentro del derecho penal de condiciones que caen por fuera de la norma, tanto en EE. UU. como en las sociedades europeas. Mientras que Jakobs propone separar el derecho penal regular del derecho penal del enemigo para no debilitar el Estado de derecho, Cancio Meliá afirma que cualquier excepcionalidad pone en duda ese conjunto de garantías y deberes en los que se basa la relación entre el Estado y los ciudadanos y que, por tanto, no debe existir nada de carácter extraordinario en su accionar.
El derecho penal del enemigo supone el “combate de peligros” y pretende combatir entonces a individuos que, en su actitud, en su vida económica o mediante su “incorporación a una organización, incluso ya en la conspiración de delinquir”, se han apartado de manera duradera del derecho negando la existencia de esa comunidad como tal y pretendiendo, en el caso del terrorismo, su destrucción. Mientras que el derecho penal tradicional busca, mediante el castigo, la compensación de un daño a la vigencia de la norma actuando frente al hecho consumado y manteniendo, para con el delincuente, el conjunto de garantías que le corresponden como ciudadano, el derecho penal del enemigo pretende eliminar la amenaza adelantando la punibilidad hacia el ámbito de la preparación, es decir, la pena se dirige a un aseguramiento frente a hechos futuros, a su posibilidad, no a su realización efectiva (Jakobs, 2003: 40).
Jakobs sostiene que, si se reconoce un derecho penal del enemigo separado del ordinario, es posible que el Estado invalide el derecho pero de un modo “jurídicamente ordenado”. Lo que interesa al autor español, por su parte, es cómo reintroducir en la esfera del ordenamiento jurídico aquello que se aplica en la excepción, reclamando “que las medidas represivas que contienen esos sectores de regulación de «Derecho penal» del enemigo sean trasladadas al sector que en Derecho corresponde, y con ello, también al ámbito de discusión política correcto: a las medidas en estado de excepción” (Cancio Meliá, 2003: 17).
Propone recuperar en el marco del derecho, del orden legal, aquello que opera en el vacío jurídico de la anomia, justamente porque “lo que puede llegar a suceder al margen de un proceso penal ordenado es conocido en todo el mundo desde los hechos del 11 de septiembre de 2001” (Jakobs, 2003: 46). En Europa, a diferencia de EE. UU. que sustrae sus acciones punitivas excepcionales del derecho alegando estar en una “guerra”, Cancio Meliá (Ibíd. 17) entiende se practican y toman medidas de naturaleza represiva arguyendo una total normalidad constitucional, aumentando el riesgo de infiltrar al derecho penal regular con esas prerrogativas.
Jakobs separa las dos esferas penales, la del ciudadano y la del enemigo, como se ha mencionado. Ahora bien, frente al enemigo opera la coacción desnuda, “custodia de seguridad anticipada” con pérdida de garantías procesales. “En esta medida, la coacción no pretende significar nada, sino quiere ser efectiva, lo que implica que no se dirige contra la persona en Derecho, sino contra el individuo peligroso” (Jakobs, 2003: 24). Vuelve a aparecer en esta cita la diferencia esencialista que el autor hace entre persona y enemigo o individuo peligroso, quien atenta contra el orden vigente y se desvincula de la sociedad (negándola con sus actos “criminales” persistentes o sus “intenciones”) pierde para el derecho la condición de persona, es decir, pierde la protección que le otorga el orden legal como debido proceso, igualdad ante la ley y presunción de inocencia. Como se desarrolló en el capítulo anterior, eso se aplicó para los casos de detenidos en Guantánamo, por ejemplo.
Cancio Meliá (2003) afirma que la propuesta de Jakobs sobre derecho penal del enemigo ha penetrado fuertemente en América Latina y, expresamente, toma a Colombia como ejemplo de lo que puede suceder cuando este ingresa al campo del derecho regular y es practicado, revirtiendo el Estado de derecho y fundamentando una serie de violaciones a derechos fundamentales en nombre de la “guerra”. Hubo, en relación a esto, varias denuncias en Colombia y, de hecho, la Corte Suprema del país ha tenido que declarar inconstitucional un decreto de Uribe, en 2002, donde se estipulaban estas pérdidas de garantías procesales y jurídicas frente a “enemigos”.
Siguiendo a Sonia Winer, es central señalar el retroceso que se produce en relación al Estado liberal o Estado de derecho, y reconocer, en esta excepcionalidad propuesta por el derecho penal del enemigo, una regresión a condiciones feudales y absolutistas de entender el trato del Estado con sus ciudadanos o bien con quienes habitan su territorio: “El Derecho Penal del enemigo da por tierra con el principio de inocencia base de todo el derecho moderno: toda persona es inocente, proceso judicial mediante, hasta que se demuestre lo contrario”. En ese sentido, se “reinstala, retrocediendo a la época feudal, el principio de culpabilidad, esto es, toda persona es culpable hasta que demuestre su inocencia” (Winer, 2014. Entrevista).
Cancio Meliá (2003) afirma que la expansión del derecho penal en el mundo occidental dio lugar a la aparición de múltiples nuevas figuras que constituyen supuestos de “criminalización en el estadio previo”. Frente a esta negación de derechos elementales, el autor señala que no puede haber exclusión de la cualidad de persona, es decir, de las garantías básicas en todo proceso penal sin ruptura del sistema en su conjunto, ya que de acuerdo con estos principios nadie puede ser juzgado por una actitud interna o por sus pensamientos: “No cabe admitir apostasías en el estatus de ciudadano”.
¿Cómo se justificaría esta exclusión de todo derecho para los “enemigos”? Básicamente, alegando una autoexclusión por parte de quien decide no respetar la sociedad civil y unirse a organizaciones criminales, quien decide negar la legitimidad del Estado en sí mismo (Cancio Meliá. 2003: 98). En palabras de Jakobs (2003: 56): “Quien por principio se conduce de modo desviado no ofrece garantía de un comportamiento personal; por ello, no puede ser tratado como ciudadano, sino debe ser combatido como enemigo”. Y al explicitar el fundamento establece: “Esta guerra tiene lugar con un legítimo derecho de los ciudadanos, en su derecho a la seguridad; pero a diferencia de la pena, no es Derecho también respecto del que es penado; por el contrario, el enemigo es excluido”.
Tal como lo ha definido Agamben, quien es puesto en situación de exclusión respecto a la norma es precisamente el sacer: la única inclusión posible es a través del vacío jurídico excepcional donde la norma se suspende. El “enemigo” que ha perdido la calidad de persona permanece en estado de exclusión de las garantías y libertades del Estado de derecho, a quien se le aplica una fuerza de ley sin ley.
Y aquí es necesario reintroducir la cuestión de la tortura a la luz de esta excepción jurídica del enemigo. De acuerdo con Winer, el derecho penal del enemigo reinstala algo más del feudalismo: la tortura en el proceso, institucionalizada, “como por ejemplo en la inquisición, donde estaba contemplada como parte del proceso”. En la actualidad, no se utilizan estas prácticas en la clandestinidad y la ilegalidad, como era habitual durante las dictaduras militares en América Latina, sino que “se hacen públicas, se publicitan. Todo el mundo sabe de Guantánamo y lo que allí sucede”.[3]
Tal como lo plantea Nievas, la doctrina de la contrainsurgencia supone prácticas de tortura. Ahora bien, si la vinculamos al derecho penal del enemigo, donde se considera que quien es tipificado como tal pierde su condición de persona, es posible establecer una relación entre esta nuda vida y la tortura que opera deshumanizando al individuo calificado de enemigo: “La deshumanización es un paso clave, ineludible, en los crímenes de Estado, aunque no es el único”. Cuando se despoja de su condición humana a la víctima, “Allí es donde surge el imperativo moral: no solo se puede, sino que se debe torturarlo” (Nievas, 2012: 60. Resaltado en el original).
Ahora bien, si avanzamos más allá de la situación interna de los Estados vemos que esta lógica ha sido trasladada por EE. UU. y algunos de sus aliados a nivel planetario, porque la guerra contra el terror se extendió a todo el mundo y la potencia hegemónica global ha llevado la condición de excepcionalidad en la aplicabilidad del derecho a diferentes territorios, o muchos Estados la han internalizado.
¿Cómo es definido el “estado de excepción” en el plano internacional por los especialistas de las RR. II.? De acuerdo con Huysmans (2006), la guerra al terrorismo abrió debates en torno a este excepcionalismo evidenciado en la violación del derecho internacional y los derechos humanos.
Huysmans retomará a Kagan, miembro del “Proyecto para un nuevo siglo americano” y ex funcionario de la administración Bush (hijo), para dar cuenta de un pensamiento internacional que denomina “decisionista”. Lo hará sustentándose en Schmitt, teórico del estado de excepción, cuya base de reflexión es dilucidar dónde reside la decisión en el momento de excepción absoluta cuando se amenaza el orden vigente en su conjunto. Schmitt entiende que es el soberano el único que puede, mediante la decisión en una situación extrema, salvaguardar el Estado y su constitución. De hecho, la característica central de la soberanía estatal no es el monopolio de la violencia legítima, sino el monopolio de la decisión en el extremo de peligro. Según Huysmans, al referirse a Kagan: “He justifies US dominance by means of a decisionist political theory that posits the continuing need for a universal sovereign in global normative orders” (Huysmans, 2006: 147).
Un Estado debe cumplir el rol de soberano universal cuando el derecho internacional está amenazado, en situaciones de crisis que ponen en riesgo el proceso de creación y aplicación de la ley. La condición de ese soberano universal es excepcional, no solo por sus recursos de poder preponderantes sino también –y principalmente– porque se incluye a sí mismo en el orden normativo global mediante una autoexclusión de las normas vigentes en él:
The universal sovereign is an integral part of the normative order but differs from other states because it can legitimately exempt itself from the application of the international norms. The universal sovereign judges without being judged, disarms without disarming itself, controls the authority of the global institution at the heart of the normative order (the UN) without being controlled by it, and imposes financial policies without imposing them upon itself. (Huysmans, 2006: 147. El resaltado es propio.)
Se coloca a sí mismo en un estado de excepción, se incluye excluyéndose del orden normativo, permaneciendo en ese umbral donde la ley está vigente pero sin significado para sí mismo, dado que no se aplica en su caso particular. Es el único en condiciones de tomar la decisión soberana en la excepción, y mediante ella garantizar la continuidad del orden normativo internacional.
Por ello, para Kagan, Estados Unidos es el único que puede cumplir con ese rol internacional y, por tanto, es un deber de ese Estado vivir bajo un doble estándar (Kagan, 2002 citado en Huysmans, 2006: 149). Doble estándar que se hizo evidente en el recorrido por el conjunto de instrumentos normativos internacionales de los que EE. UU. no participa o se ha retirado.
Un punto más a considerar, que retrotrae a Agamben, para los decisionistas internacionales la excepción soberana es permanente y es la única forma posible de sostener en el tiempo el derecho internacional. Esto permite, por otra parte, reconocer teóricamente aquello que Estados Unidos a través de documentos oficiales y discursos presidenciales ha afirmado históricamente, su condición única e indispensable en el sistema internacional.
Y aquí podemos revisar este subtítulo a la luz de la concepción del enemigo absoluto. Estas reflexiones son fundamentales porque el rótulo de agresor o posible agresor permite sustraer a la guerra del derecho y habilitar acciones punitivas. El enemigo absoluto es criminal y, por tanto, privado de sus derechos. Es un retroceso “a un concepto casi teológico de enemigo” (Schmitt, 2005).
Precisamente, el derecho penal del enemigo está apuntado no a los hechos, es decir, a un crimen efectivamente cometido, sino al autor, a un tipo de sujeto o grupo social que al “amenazar” el orden en sí mismo, al negar el Estado de derecho, se “coloca él mismo” por fuera de este y, en ese marco, es pasible de perder su calidad de “persona”. Cesa toda consideración jurídico-política del sujeto y se convierte en “criminal, inhumano y en disvalor total” (Schmitt, 1963). Es el enemigo absoluto de Schmitt, el homo sacer de Agamben, es un sujeto deshumanizado. Ha perdido con ello todos los derechos inherentes al ciudadano y todas las garantías y libertades fundamentales.
Dado que en la guerra contrainsurgente toda la sociedad civil constituye potencialmente el enemigo, es necesario posicionar como peligro la mera y sola existencia de ese enemigo en la opinión pública, para que esta preste su consenso a las acciones armadas de gobiernos democráticos. Si la forma de existencia del Otro es una amenaza para la supervivencia de un nosotros, las acciones se tornan absolutas y se definen como justas per se habilitando prácticas que se confunden con la aniquilación o una violencia ilimitada.
En el próximo apartado se discutirá la securitización, es decir, cómo se instala en la sociedad la noción de amenaza a la propia supervivencia para operar por fuera de la “política normal”, con la garantía del consenso ciudadano.
3. 3. Securitización: el uso de la fuerza para proteger la sociedad civil de los enemigos. Control, vigilancia y criminalización
Este es otro aspecto del dilema de seguridad, según lo sostiene Barrios (2009), y surgirá en relaciones internacionales de la mano de Buzan y Waever, tal como lo definen los autores: “To securitized (meaning the issue dispresented as an existential threat, requiring emergency measures and justifying actions outside the normal bounds of political procedure)” (Buzan, Waever & Wild, 1998: 24).
Si bien ha sido extensamente debatido en RR. II. y las propuestas de seguridad internacional, para este libro interesa remarcar que, más allá de las diferentes interpretaciones del concepto, sacar un asunto de la política regular implica posicionarlo por fuera de las reglas de juego, en una condición de excepcionalidad. El reclamo de un tema como de alto interés de seguridad porque estaría amenazando la supervivencia de un Estado, un grupo social o los individuos significa securitizar ese tema y esto ocurre tanto en el plano internacional como en el doméstico. Esto puede ameritar una serie de acciones extraordinarias por parte de la ciudadanía: soportar el aumento de la recaudación de impuestos o el decreto de servicio militar obligatorio, establecer limitaciones a los derechos que en la política pública ordinaria son inviolables o focalizar los recursos y energías de la población en un asunto determinado. En ese sentido, la reacción de la Casa Blanca, luego de los atentados del World Trade Center, ha consistido en gran parte en algunas de estas medidas inusuales en tanto necesarias para la lucha contra el terrorismo.
Por su parte, Barrios entiende que “Securitización o Seguritización es un neologismo empleado en los estudios de seguridad para hablar de medidas de emergencia ante un asunto visualizado como amenaza existencial”. En el plano internacional, la seguritización de un asunto significa que “son legítimas acciones extraordinarias que rebasan las reglas del juego político. Un proceso de seguritización puede llevar a un punto de no retorno, que se expresa cuando la violación a las normas se legitima para despejar la amenaza” (Barrios, 2009: 326).
El establecimiento de la securitización es para la Escuela de Copenhague un “speech act”, esto es, una autoridad legítima denomina, nombra, una amenaza como extrema que pone en juego la propia existencia, identifica el actor detrás de la amenaza y busca obtener para ello el consenso. Es una definición subjetiva, basada fuertemente en la percepción de aquello que entra a conformar un tema de seguridad, es decir, de importancia primordial (ver Alcalá Gerez, 2012).
Esa definición, en el plano internacional, requiere acuerdos intersubjetivos entre los diferentes actores, al aceptar una problemática como amenaza existencial trasnacional. En palabras de Tello (2011, 193): “la securitización es un proceso intersubjetivo. No estamos ante una realidad constatada, sino constitutiva, que se crea a sí misma en la interacción de los sujetos –actor securitizador y audiencia– y objetos –referente a securitizar– que la informan”.
Desde el punto de vista de Lazzarato (2006), es un acto del habla “performativo” dado que “crea una situación nueva para el interlocutor en la que estaría obligado a tomar en consideración el hecho de que se le dirigió una enunciación (responder, obedecer, no obedecer, respetar una promesa, etcétera)”.
Es fundamental el apoyo de los afectados, ya sea la sociedad civil en su conjunto o los miembros de un grupo, dado que sin ese apoyo cualquier intento de securitizar una problemática puede fracasar. Especialmente, porque se le requerirá a los destinatarios de ese discurso aceptar esfuerzos extras o bien limitación de libertades y garantías hasta tanto sea controlado el problema en cuestión.
Uno de los dispositivos que generalmente habilita la securitización es el “policiamiento” de las FF. AA.; esto es, los estamentos militares terminan involucrados en asuntos de seguridad interna, trascendiendo sus funciones tradicionales de defensa (ver Larrocca, 2012). No es necesario, en ese caso, que dicho involucramiento militar sea directo, sino que puede ocuparse de tareas de inteligencia, asesoramiento o entrenamiento a la policía, o conformar equipos de elites policiales con adiestramiento militar. Ese caso es habitual en América del Sur, tal como se tratará en el capítulo VI.
Lo cierto es que las primeras medidas excepcionales estarán asociadas a un mayor margen de control en las calles y en las vidas personales que, generalmente, involucra un aumento de la presencia de la fuerza policial o militar en la cotidianeidad. Si se toma el caso de la Ley Patriótica en Estados Unidos, de 2001, es dable observar, con mayor detalle, aquellos elementos que incorpora el llamamiento a condiciones extraordinarias en nombre de una amenaza contra la supervivencia.
De acuerdo con una página oficial del Departamento de Justicia, la Ley patriótica ampliaba medidas ya existentes para las escuchas telefónicas, no solo sobre sospechosos de terrorismo sino sobre un rango amplio de actividades asociadas que pudieran ser base para actos terroristas o grupos sospechosos, como financiamiento o armas químicas. El seguimiento de esas comunicaciones antes era otorgado para un dispositivo particular (por ejemplo, un teléfono), luego la ley permitía dar seguimiento a todas las comunicaciones de una persona sospechosa. Por otra parte, habilitó investigación y seguimiento sin que el sospechoso estuviera notificado por una orden de registro judicial, algo que estipula el orden jurídico, quedando suspendida la notificación por tiempo limitado para “facilitar” la investigación (ver sitio oficial Departamento de Justicia de Estados Unidos, archivos).
Por supuesto que, a la par de una serie de medidas “preventivas”, esta ley reforzaba las penas destinadas a actos terroristas, incluyendo aquello mencionado en el apartado anterior como parte del derecho penal del enemigo, penas o castigos por “conspiración”. De acuerdo con Meyer, periodista de Los Angeles Times, citado en Wolin, es posible visibilizar en la práctica aquellas nuevas prerrogativas otorgadas por la Ley Patriótica a las fuerzas de seguridad en la llamada Homeland Security:
Intensificaron las escuchas telefónicas y de correos de voz de los ciudadanos estadounidenses. Controlaron como nunca el tráfico en internet y los mensajes de correo electrónico. Vigilaron a muchas más personas y los siguieron a lugares de acceso supuestamente limitado, como las mezquitas. Ingresaron clandestinamente a cuentas bancarias, transacciones con tarjeta de crédito y registros escolares. Monitorearon los viajes. Entraron a las casas sin previo aviso en busca de señales de actividad terrorista; copiaron archivos completos y discos duros de computadoras. […] software predictivo para analizar enormes cantidades de datos personales acerca de la gente, sus amigos y compañeros de trabajo, tratando de predecir quién podría convertirse en terrorista y cuándo. (Meyer, 2006 citado en Wolin, 2008: 90)
A estas acciones realizadas con el consenso de la mayoría de la población, que van en detrimento de libertades y derechos individuales básicos, Whitaker le llama “panóptico participativo”, una vigilancia total de la grilla cotidiana de la sociedad civil que termina siendo aceptada, querida y hasta solicitada por los ciudadanos. En todo el mundo aparecen estos elementos de control contra la “inseguridad”; basta con ver el incremento de cámaras de vigilancia en espacios públicos, los controles estrictos que empiezan con videocámaras y continúan con registro digital y automático en aeropuertos de todo el mundo, la informatización de los movimientos bancarios. Esto se aplica de manera consensuada: estos elementos de vigilancia son mayormente aceptados por las poblaciones.
Whitaker considera que “el nuevo panóptico difiere del antiguo en dos aspectos fundamentales: está descentralizado y es consensual”. En relación a la primera característica, “las nuevas tecnologías de la información ofrecen una omnisciencia real y no fingida, al mismo tiempo que sustituyen al inspector por una multitud de inspectores” (Whitaker, 1999: 172).
La idea del panóptico tradicional es un espacio cerrado, arquitecturado para la vigilancia total que permite que un observador vea cada movimiento de los allí “encerrados”, para condicionar sus acciones, mientras que los observados no pueden simultáneamente ver a quien los vigila aun cuando saben de su presencia. Hoy eso ya no es necesario, porque las nuevas tecnologías de la información y la comunicación habilitan una observación y control al aire libre, en la vida cotidiana de las poblaciones: “Cuando el riesgo puede ser calculado confidencialmente es posible excluir a los transgresores potenciales de cualquier oportunidad de desobediencia. […] El estado panóptico se orienta hacia el futuro y se concentra cada vez más en el poder de predicción de la información que acumula” (Whitaker, 1999: 60).
Esta confianza en la capacidad de predicción, para la “prevención”, de la información acumulada fue reafirmada por Obama cuando debió salir a explicar por qué “espiaba” datos de Estados aliados, y se ha citado anteriormente dando muestras de la concepción oficial en torno a la información y sus funciones.
Entonces, en relación a la segunda característica del panóptico como consensual, Whitaker entiende que se despliega en base a dos características: primero, se instala la noción de riesgos, peligros e incertidumbre; luego, la importancia de seguridad. Ahora bien, ¿qué seguridad se les ofrece a los sujetos para que acepten la vigilancia permanente como necesidad?: seguridad en sus vidas y posesiones (Whitaker, 1999: 174-175).
En un mundo de mercados globales abiertos, no participar del consumo es simplemente estar excluido. El precio de la participación en el mercado supone la vigilancia de la vida privada, pero esta es aceptada para la satisfacción de deseos y aspiraciones personales. A esta condición socio-económica que supone la seguridad de las posesiones, se le suma la instauración de amenazas existenciales con su correlato de miedos urgentes, que habilitan la securitización de la sociedad requerida para la protección de la vida.
Se produce, por lo tanto, una instauración y gestión del miedo que facilita el consenso para la securitización y el recorte de derechos. El miedo es la contracara de la seguridad, su par dicotómico. Frente a amenazas difusas como el terrorismo, se activa una especie de prevención condicionada para mantener la “alerta permanente”, se produce una explotación política del temor como forma de manipular las sensaciones (ver Nievas y Bonavena, 2010). El Estado y los medios masivos de comunicación generan esta alerta “a partir de campañas de seguridad ciudadana y la implementación de prácticas de control preventivo tanto en el ámbito local como global” (Rodríguez, 2007 citado en Nievas y Bonavena, 2010: 35).
La gestión y manipulación del miedo se orienta a la subjetividad del individuo, y apela a miedos primigenios a favor del control poblacional. Dado que se opera frente a la incertidumbre y a peligros inciertos, cualquiera es un potencial agresor capaz de amenazar la propia vida o posesiones. Esto fragmenta la cohesión social, instala la duda frente al otro y facilita la percepción de una pérdida de humanidad en la mirada sobre ese otro en tanto posible asesino, terrorista, criminal (Winer, 2010).
El aislamiento que producen el miedo y el terror conlleva la pérdida de lazos sociales, de la confianza básica necesaria en el otro para establecer esos vínculos, solidarizarse, compadecerse y construir conjuntamente. En ese marco, lo más importante es entonces la seguridad a cualquier precio y a cualquier costo, siempre que permita continuar consumiendo para satisfacción del deseo individual y protegiendo la vida de cada persona.
Es posible visibilizar en conjunto lo analizado hasta aquí como proceso hegemónico que se da en la combinación de: el retiro de derechos al enemigo, ubicado en una excepcionalidad jurídica; el recorte de derechos y libertades de los ciudadanos en nombre de la seguridad; y la creciente activación de miedos e incertidumbres que generan el consenso que necesita cualquier securitización social. Se aceptan estas medidas, que históricamente han sido propias de gobiernos autoritarios, en las prácticas de democracias constituidas; se hacen públicas acciones que van claramente en contra de la constitución, del Estado de derecho y de un conjunto de tratados del derecho internacional; es decir, lo ilegal se publicita porque es requerido por la población:
La doctrina de Derechos Humanos o de seguridad con esa perspectiva de DD. HH. precisamente responsabiliza al Estado, estataliza la responsabilidad. Porque en DD. HH. está claro que el Estado es el que viola por acción u omisión. Mientras que la doctrina de DD. HH., con su principio de progresividad, estataliza, la doctrina de contrainsurgencia y el derecho penal del enemigo desestataliza. Mientras que una va creando nuevas instancias jurídicas dentro de los ámbitos policiales o jurídicos, que es otra forma de responsabilizar al Estado […] (responsabilizando al Estado, creando nuevas estructuras del Estado, más Estado), EE. UU. [con sus propuestas contrainsurgentes y políticas securitarias] desestataliza y desciudadaniza, cosifica. (Winer, 2014. Entrevista)
Los ejemplos dados sobre la publicidad de la ilegalidad, por parte de la politóloga argentina durante la entrevista, fueron los asesinatos selectivos. Significativo es el caso de la muerte de Osama Bin Laden, ejecutado extrajudicialmente, mostrado por televisión en todo el mundo, a lo que se suma la desaparición de su cuerpo. Nada de esto fue condenado por la opinión pública, sino aceptado y hasta aplaudido.
Mientras que la excepción, el vacío jurídico, opera sobre los excluidos, los peligrosos e indeseables (que en todo el mundo coinciden con la Periferia ya sea del planeta, de la sociedad, de la ciudad, de un barrio), la securitización, que se despliega y busca el consenso entre aquellos sectores que aceptan el panóptico participativo y descentralizado en nombre de conjurar los miedos, se orienta a los que participan del mercado y aceptan las reglas de juego.
En ambos planos se evidencia un recorte agudo de derechos básicos, porque la seguridad requiere medidas anticipatorias, preventivas y de control en la sociedad, medidas ilegales en el trato a los enemigos absolutos que se han “puesto a sí mismos” por fuera del derecho constituyéndose en amenaza; y, además, dada la globalización e interdependencia mundial, se precisa la expansión, la exportación de este modelo a todo el globo.
Wolin llama a la desciudadanización de la sociedad estadounidense, mediante recorte de derechos y exaltación de lo privado por sobre lo público (con su correlato de control e intervención global en todo el mundo en tanto superpoder), “totalitarismo invertido”, precisamente porque es en una democracia de siglos donde se aplican prácticas y se habilitan políticas públicas propias de regímenes totalitarios (Wolin, 2008).
Engstrom y Pegram (2011) comprenden que desde 1990 se ha desarrollado, en el marco de Naciones Unidas, una creciente “securitización de los Derechos Humanos” desde el momento en que las “intervenciones humanitarias” ingresaron a consideración tanto del Consejo de Seguridad como de la Asamblea General. La Carta de Naciones Unidas no contempla este tipo de acciones para el uso de la fuerza; sin embargo, se produjo un creciente consenso de hecho para que las problemáticas de derechos humanos sean enmarcadas en términos de seguridad, cuyo punto culminante se encuentra, para los autores, en la aprobación de una Responsabilidad de Proteger de la comunidad internacional que, como vimos, fue utilizada en resoluciones vinculantes del Consejo para justificar intervenciones armadas.
3. 4. Militarización de lo internacional y privatización de la fuerza
Este apartado se ocupa de los mecanismos efectivos y datos estadísticos que permiten mostrar la creciente vigilancia y control global en detrimento del derecho internacional.
Siguiendo una investigación realizada durante dos años por el diario Washington Post, “Top Secret America”, puede afirmarse que el crecimiento de agencias destinadas a control de acciones terroristas en Estados Unidos, tanto a nivel interno como internacional, ha crecido exponencialmente. De acuerdo con los datos arrojados en el artículo “Monitoring America”, parte del informe general, existen 3984 organizaciones federales, estatales y locales trabajando en contraterrorismo a nivel doméstico; las que se han creado desde los atentados de 2001 son 934 (Priest y Arkin, 2010): “Nine years after the terrorist attacks of 2001, the United States is assembling a vast domestic intelligence apparatus to collect information about Americans, using the FBI, local police, state homeland security offices and military criminal investigators” (Ibíd.). El sistema recolecta y analiza información de cientos de ciudadanos estadounidenses y residentes (aun cuando muchos de ellos nunca han estado involucrados en ninguna actividad ilegal). La información recolectada y guardada es enviada al centro del FBI en Washington, que debería centralizar las actividades contraterroristas en seguridad interior. En el mismo informe se deja en evidencia que otras democracias aplican similares sistemas de control, como Gran Bretaña e Israel.
Uno de los aspectos centrales refiere a la escasa rendición de cuentas, monitoreo efectivo y hasta conocimiento preciso sobre la cantidad de agencias, financiamiento e información que circula entre las miles de instancias involucradas. No se sabe desde el Estado federal, fehacientemente, cuánto se vigila, cuánto se gasta y cómo se centraliza toda esa información circulante. En un régimen democrático, tanto la transparencia como la rendición de cuentas son factores esenciales de funcionamiento para garantizar el control ciudadano sobre los asuntos de gobierno: de allí la gravedad de esta dispersión y falta de control sobre las acciones antiterroristas.
Las conclusiones que saca el informe, luego de cien entrevistas y mil documentos revisados, con respecto a la vigilancia y recopilación de información de ciudadanos es la siguiente: las tecnologías y técnicas perfeccionadas para su utilización en los campos de batalla de Irak y Afganistán migraron hacia las manos de las agencias de aplicación de la ley en el interior de EE. UU.; el FBI está construyendo una base de datos con información de cientos de ciudadanos y residentes del país, con nombres y datos personales tales como historial laboral, por el solo hecho de que una oficina de la policía local o sus vecinos creen que está actuando “sospechosamente” (Ibíd.).
En palabras de un funcionario de seguridad: “The old view that ‘if we fight the terrorists abroad, we won’t have to fight them here’ is just that –the old view’, Homeland Security Secretary Janet Napolitano told police and firefighters recently” (citado en Priest y Arkin, 2010). Esto permite evidenciar el desdibujamiento entre lo doméstico y lo internacional y la concepción interméstica de la seguridad que prima en la potencia hegemónica.
En relación a las cifras, el informe precisa que el Departamento de Homeland Security ha destinado a agencias estatales y locales 31 billones de dólares desde 2003 y que en 2010, solamente, ese monto ascendió a 3.8 billones
Los autores del informe hablan de una corporación de seguridad nacional que bajo el aspecto de emergencia y necesidad expandió el número de empleados y agencias involucradas, tercerizando parte de ese trabajo de vigilancia hacia empresas privadas.
This is a national security enterprise with a more amorphous mission: defeating transnational violent extremists. Much of the information about this mission is classified. That is the reason it is so difficult to gauge the success and identify the problems of Top Secret America, including whether money is being spent wisely. The U.S. intelligence budget is vast, publicly announced last year as $75 billion, 21/2 times the size it was on Sept. 10, 2001. But the figure doesn’t include many military activities or domestic counterterrorism programs. (Priest y Arkin, 2010)
La privatización de la seguridad, interna e internacional, constituye, por un lado, un negocio multimillonario; por otro, no solo puede considerarse privatización por el hecho de contratar empresas que hagan el trabajo del Estado, sino también porque estamos refiriendo a una actividad negada a la información pública, sustraída del espacio público que escapa al control ciudadano real.
Los autores dedican un artículo, “National Security Inc.”, a revisar la relación entre militares, agentes de seguridad e inteligencia de EE. UU. con empresas privadas y su rol en los programas aplicados.
Esta combinación de trabajo en seguridad y defensa entre agencias gubernamentales y empresas privadas comenzó como un arreglo temporal de emergencia en la lucha contra el terrorismo, y se volvió una vinculación permanente que lleva a interrogarnos sobre cuánto de todo ese personal contratado por compañías privadas realmente responde al interés público o a sus accionistas, en un área tan sensible y especial del Estado:
Private contractors working for the CIA have recruited spies in Iraq, paid bribes for information in Afghanistan and protected CIA directors visiting world capitals. Contractors have helped snatch a suspected extremist off the streets of Italy, interrogated detainees once held at secret prisons abroad and watched over defectors holed up in the Washington suburbs. At Langley headquarters, they analyze terrorist networks. (Ibíd.)
El alegato de parte de la administración Bush para el contrato de agentes privados se refería al menor costo que esto le significaba al Estado, desmentido durante la siguiente administración, que logró disminuir la cantidad de privados participando en inteligencia en un siete por ciento.
Ahora bien, volviendo al peso que esto significa para los DD. HH., se retoma la entrevista a Winer (2014) donde específicamente define esta tercerización como privatización de la guerra, desestatalización de la guerra. Estas empresas privadas operan sin control jurídico, en un “limbo jurídico” afirma Winer. Esto permite encargarles el “trabajo sucio” como matar enemigos impunemente, espiar gobiernos aliados, realizar espionaje y recolectar información de redes terroristas (Priest y Arkin, 2010). Aún más grave es que el Estado norteamericano desconoce cuántos de los agentes de seguridad son privados y cuántos no, dificultando cualquier intento de monitorear y exigir rendiciones de cuenta, cuestión que en la investigación del periódico bajo análisis es confesada por un miembro del Departamento de Defensa.
De acuerdo con el Washington Post, existen 1931 corporaciones privadas trabajando para los programas de seguridad e inteligencia. Algunos datos reveladores: la Agencia de Seguridad Nacional que conduce las acciones de vigilancia electrónica globales contrata empresas privadas para ir actualizando e innovando permanentemente su tecnología: tan solo en ese aspecto trabajan alrededor de 484 firmas; la Oficina de Reconocimiento Internacional que opera todo el sistema de vigilancia satelital encargada de fotografiar países como China o Irán depende para todo de firmas privadas, desde fabricar, lanzar o hasta realizar el mantenimiento de los satélites; los contratos de traductores privados para revisar toda la información mundial obtenida incluye alrededor de 56 firmas; más de 400 compañías trabajan exclusivamente en el área de hardware y software clasificados, para vigilancia y gestión de las comunicaciones electrónicas (Ibíd.).
Ahora bien, para analizar la militarización de las relaciones internacionales, se parte de considerar que, según Tokatlián, observando el último presupuesto militar de la administración Bush y el primero de Obama (idénticos entre sí), el presupuesto militar nacional de EE. UU. durante ambas administraciones equivale a “la suma de los presupuestos de defensa de los restantes ciento noventa y un países con asiento en Naciones Unidas” (Tokatlián, 2012: 100). El autor deja en claro que esta equivalencia solo tiene en cuenta el gasto del Departamento de Defensa, pero si se le suman los presupuestos del Departamento de Estado o de Homeland Security, entre otros, el gasto total es mucho mayor (un total estimado de 1.3 billones de dólares para 2012, de acuerdo con Berstein (2013)).
Los cálculos de gastos militares de la administración Obama para los años 2010-2017 se aproximan a los 5 trillones de dólares. Otro elemento que permite inferir el nivel de proyección militar internacional es la cantidad de bases que posee en el mundo: para el año 2008, el número de bases militares ascendía a 826, a diferencia de las 720 de la década de 1990. Cuenta con cuatro comandos funcionales y cinco comandos geográficos (entre ellos el USSouthcom) a los que se añadió uno destinado a África (Tokatlián, 2012).
El mismo Gates, secretario de Defensa, y el propio comandante del Estado mayor conjunto, Mullen, han advertido en 2009 sobre la “progresiva militarización de la política exterior” estadounidense (Ibíd. 101).
De acuerdo con Berstein (2013: 194), expertos adelantan un total aproximado del millón de personas combatiendo en la Periferia haciendo espionaje, operaciones psicológicas como manipulaciones mediáticas o activando redes sociales. Además, existe toda una readaptación de las normas militares convencionales requerida para las guerras de cuarta generación; en vez de centralización jerárquica, se promueven múltiples comandos abiertos y flexibles para acciones de contrainsurgencia, “nueva estrategia militar” que ha significado “diversas formas de ‘guerra informal’ combinando mercenarios (muchos mercenarios) con escuadrones de la muerte (como el JSOC) [Joint Special Operations Command]”, esto incluye “bombardeos masivos, drones, control mediático global, asesinatos tecnológicamente sofisticados de dirigentes periféricos” (Berstein, 2013: 196).
A partir de estos datos, se puede observar entonces la privatización del Estado que ha definido Wolin. Los intereses de esas más de mil corporaciones que se incluyen en general como parte de las industrias militares de EE. UU. hacen de la seguridad un gran negocio, condicionando las estrategias y políticas (domésticas y en el mundo) a esas ganancias. De hecho, el complejo privado de seguridad aún en plena crisis financiera no ha dejado de obtener ingresos exorbitantes. La hegemonía se define en los tres niveles del mundo social delineados por Cox (2014) que, de acuerdo con lo descripto aquí, se interconectan como engranajes de un todo: fuerzas productivas, formas de Estado y orden mundial, o lo económico, lo militar y lo político interactuando para garantizar hegemonía global.
Además de todas las inversiones en tecnologías de destrucción e información, existe una participación importante de las compañías farmacéuticas en el negocio de la guerra, por ejemplo, creando medicamentos y tratamientos destinados a desensibilizar a los soldados, quitar el miedo y borrar todo efecto de estrés postraumático (Nievas y Bonavena, 2010).
Otro componente central utilizado para las guerras de cuarta generación serían los expertos en ciencias sociales. Un indicador de ello es la participación de psicólogos y antropólogos en entrenamientos u operaciones militares. Se trata de conocer mejor a la población local donde se lleva a cabo la guerra para encontrar sus puntos débiles (Ibíd.).
De acuerdo con Bonavena y Nievas, en cuanto a las políticas contrainsurgentes, “Las garantías procesales, los derechos humanos y los derechos civiles se erigen, para esta concepción, en obstáculos que deben ser removidos. Se trata, en tal apreciación, de puros formalismos. Se vacía el contenido que los mismos tienen” (Bonavena y Nievas, 2014: 16).
Frente a la clasificación del enemigo como absoluto, no hay lugar para la negociación, el debate, el acuerdo internacional; lo urgente y peligroso para la propia supervivencia, por su mera existencia en tanto representa “el mal”, habilita a medidas extraordinarias que diluyen derechos y garantías construidos a través de siglos de luchas políticas. Se produce una pérdida del sentido político como construcción colectiva, legitimada y orientada al bien común. De cara a la desarticulación de lo político como espacio de relación y síntesis de las diferencias, como posibilidad de entendimiento entre intereses divergentes, queda solamente la fuerza para el control, dominio o sometimiento porque no hay diálogo posible en las definiciones absolutas, en aquello comprendido en términos ontológicos o esencialistas. El terrorista, el delincuente, el criminal no está amenazando (mediante sus acciones): es la amenaza (su mera existencia).
Todos los elementos consignados en este capítulo, la excepcionalidad política, la securitización social a la que esta excepción habilita mediante consenso en nombre de la seguridad, y su contrapartida de incremento de la criminalización y militarización, son muestras claras de la tendencia hegemónica a nivel global de dicotomización entre la seguridad internacional y los derechos humanos, siendo éstos obstáculos a eliminar para enfrentar un enemigo no político o absolutizado.
- Para una referencia específica sobre esta primera generación de derechos humanos ver Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Disponible en el sitio oficial de la ONU: https://goo.gl/NJcua6.↵
- Gran parte de estos abordajes aparecen en Bellamy (2009). Para una mirada que los pone en cuestión ver Zolo (2002), Chandler (2008), Gilmore (2014) y Miller (2010).↵
- Entrevista realizada a la Dra. Sonia Winer en 2014, en el marco de la investigación de tesis doctoral.↵