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La interpretación ontológica
del sentimiento moral[1]

Ramón Rodríguez[2]

Desde las decisivas investigaciones de Franco Volpi sobre la presencia de la filosofía práctica de Aristóteles en la ontología existencial de Heidegger, el concepto práctico de ser como autorrealización, que dirige todo el análisis de la existencia, se ha hecho mucho más visible y más inteligible. Al pensarlo sobre el trasfondo de los conceptos aristotélicos, el “ente al que en su ser le va este mismo ser” cobra un perfil más nítido y el contenido de alguno de los existenciales que lo despliegan resulta enriquecido y más preciso. Esta aclaración del trasfondo práctico del análisis existencial, tan útil para la comprensión de los conceptos existenciales, no ha producido todavía lo que sería lógico esperar de ella: una comprensión renovada de la relación del análisis ontológico con el fenómeno de la conducta moral, un momento constitutivo de la praxis humana, aunque más restringido que ella, que forma parte ineludible de la vida fáctica sobre la que recae el análisis de Ser y tiempo. Mi propósito en estas líneas que siguen es recoger el estímulo de las investigaciones de Volpi y tratar de poner un granito de arena en la aclaración de la relación que tiene ese ámbito específico de la praxis, que es la moralidad, con la ontología existencial. No quiero con esto retomar el viejo tema de en qué sentido y hasta qué punto Ser y tiempo contiene o propone una ética ni tampoco el de las posibles implicaciones éticas (y políticas) de la analítica existencial. Este es un viejo problema, que tiene ya una larga historia y sobre el que me he pronunciado en otras ocasiones.[3] Lo que pretendo es algo más preciso y limitado: determinar el papel que juega el fenómeno de la moralidad como elemento integrante de la cotidianidad en el análisis existencial y, al revés, precisar en qué sentido el análisis ontológico es capaz de fundar y por tanto de aclarar la moralidad de la que parte.

Resulta interesante observar que la moralidad es una faceta de la conducta humana que tiene escaso relieve, salvo en el capítulo sobre el Gewissen, en el conjunto del análisis del ser en el mundo de Ser y tiempo, si se compara con otros comportamientos, como la percepción, el manejo de útiles, la relación con el otro, la angustia, la referencia a la muerte, etc. E, incluso en el citado capítulo, la moralidad es tomada sólo en un aspecto muy restringido, aunque acorde con las exigencias metódicas del análisis: el de la voz de la conciencia en cuanto instancia que avisa o recrimina sobre la propia conducta, un momento ciertamente secundario, pues supone ya la conciencia moral (Bewusstsein) como fenómeno que condensa el conocimiento de lo moralmente bueno, la exigencia de realizarlo y la motivación que nos lleva a ello. Es este fenómeno de la conciencia moral en sentido amplio el que se abre paso en la consideración de Heidegger, no en Ser y tiempo, sino casi inmediatamente después, en los Grundprobleme der Phänomenologie, y lo hace de la mano de Kant, que representa, respecto de la moralidad, lo que Aristóteles respecto del sentido global de la praxis: es Kant quien ofrece la descripción más adecuada de la conciencia moral y el que le abre los ojos para apreciar su posible significado ontológico. En este sentido, el cambio de actitud hacia la ética de Kant respecto a Ser y tiempo es patente: mientras que allí las referencias, siempre escasas, a conceptos tales como deber, ley o tribunal de la conciencia (Gewissen), típicamente kantianos, son siempre más bien negativas o distantes, ahora el tratamiento kantiano del sentimiento de respeto a la ley “es el más relumbrante análisis fenomenológico del fenómeno de la moralidad que tenemos de Kant” (GA 24: 189), cuyo desconocimiento en la fenomenología, llega a afirmar Heidegger, invalida por completo la crítica de Scheler (GA 24: 195).

Esta cercanía al pensamiento moral de Kant, ausente en Ser y tiempo, resulta extraordinariamente reveladora para nuestro propósito de aclarar la relación entre la conducta moral y el análisis ontológico, pues permite: 1) determinar el cometido y los logros de la analítica existencial respecto del fenómeno moral; 2) precisar en qué consiste éste; 3) registrar un acentuado paralelismo entre el proceder de la filosofía moral y el análisis ontológico. Trataré estos tres puntos en sentido inverso al enunciado.

Los caminos paralelos de la filosofía moral y el análisis ontológico

El capítulo primero de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, titulado “Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico”, contiene una depurada descripción de lo que Kant llama “el concepto de moralidad”, es decir, la representación que la conciencia humana normal[4] tiene de lo que habría de ser una conducta buena. Lo que Kant realiza con este “conocimiento moral vulgar de la razón” puede con toda justicia ser entendido, como Heidegger dice del respeto, como un análisis fenomenológico de la conciencia moral, pues Kant se limita a llevar a cabo con toda pulcritud, a partir de la descripción de ejemplos de estimación moral, un análisis de los ingredientes constitutivos de eso que la conciencia normal considera el valor moral de una acción. En este sentido, el papel de la inclinación en los ejemplos de las acciones analizadas, su ausencia o presencia en diversos grados, con frecuencia tan mal entendida, como si la ausencia de inclinación implicara una tesis moral, tiene un sentido puramente metodológico, el de tratar de aquilatar de qué elemento fundamental depende lo que la conciencia estima como moralmente valioso. El juego que Kant realiza con la presencia de la inclinación en la acción tiene una función claramente similar a lo que la fenomenología llama “variación eidética”: si hay inclinación hacia la acción, ¿hay valor moral?, y si lo hay, ¿radica en ella?; y si no, ¿es compatible con éste y hasta qué punto?; y si la quitamos, ¿subsiste? Pues bien, el resultado de este conocido análisis, las tres proposiciones fundamentales de que la acción acontezca por deber y no sólo conforme al deber, que el valor moral reside en la máxima y no en el propósito y que el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley, no son otra cosa que el despliegue analítico, en lenguaje técnico-filosófico, de la apreciación del valor moral que contiene la conciencia normal. Se trata de una descripción eidética de lo que podemos llamar “los datos inmediatos de la conciencia moral común”.

Esos datos son el ineludible punto de partida del análisis filosófico. En este punto Kant es tajante: “el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del hombre vulgar” (AA, IV: 404). Es más, la conciencia moral es en sí misma autosuficiente, se basta a sí misma en su función de dirigir la conducta: “no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso” (AA, IV: 404). Lo interesante entonces es la función que Kant atribuye a la filosofía en este tránsito hacia una metafísica de las costumbres y finalmente hacia una crítica de la razón pura práctica: su cometido no puede consistir en inventar un nueva valoración moral, al modo de los grandes profetas o fundadores de religiones, ni tampoco al del moralista que critica la perversión de las costumbres o la hipocresía social, sino que tiene que aclarar, precisar y exponer nítidamente el principio de esa valoración moral espontánea con el fin de “procurarle acceso y duración” (AA, IV: 405) para darle una “clara advertencia sobre el origen y exacta determinación del mismo”. La labor de la filosofía es, pues, esencialmente analítica, lo que significa, en primer lugar, esclarecer el sentido exacto del principio moral contenido en la valoración espontánea y, en segundo lugar, desenvolver todas sus implicaciones lógicas, esto es, desarrollar todas las condiciones de su posibilidad. Es esto último lo que permite entender la labor de la filosofía moral como una fundamentación, no porque le dé un fundamento de que careciera, sino porque muestra cuál es su único origen posible “siguiendo el sentido inmanente que el concepto de moralidad tiene”, de acuerdo, por lo tanto, con su propia pretensión. En una palabra, la filosofía, en todo su desarrollo como crítica de la razón pura práctica, no tiene otro sentido que hacer inteligibles y, por eso fundados en razón, los datos inmediatos de la conciencia moral de la que partía. Tras el viaje de la filosofía, la conciencia moral común tiene que poderse reconocer en sus resultados, nada sería más ajeno al pensamiento de Kant que una filosofía moral que, llevada por un prurito de originalidad, propusiera un nuevo criterio moral o expusiera la moralidad transformándola sustancialmente.

¿Por qué es necesaria esta labor esclarecedora y por lo tanto defensiva de la filosofía? Kant lo expresa muy claramente: la filosofía moral no es un lujo especulativo de la razón, nace de exigencias internas de la conciencia moral, del hecho de que hay en ella un enturbiamiento constitutivo de su percepción del valor moral, una “dialéctica natural”, que produce la ilusión de que puede ser moralmente bueno lo que no lo es, ocasionada por la resistencia de las inclinaciones naturales a someterse al deber moral, lo que conduce a “poner en duda su validez, a acomodarlo a nuestros deseos e inclinaciones” (AA, IV: 405). Esta dialéctica es natural porque pertenece a la condición moral finita del hombre, cuya facultad de desear es patológica, afectada por deseos e inclinaciones, y la moralidad humana no puede no tener una relación intrínseca con ellos. La condición finita de la moralidad humana obliga a una labor analítica que despeje las nieblas de la conciencia y saque a la luz con nitidez el criterio de enjuiciamiento moral que yace en ella.

El planteamiento kantiano de la filosofía moral guarda similitudes sorprendentes con la analítica de la existencia como elaboración preparatoria de la cuestión del ser. Al igual que la filosofía moral, el punto de partida de la ontología como lógos del ser que pretende alumbrar la constitución de ser del Dasein sólo puede estar en lo que Ser y tiempo llama “la comprensión preontológica”, esa comprensión implícita del ser de las cosas y de nosotros mismos que está entretejida con todos los comportamientos humanos, no sólo con los teoréticos. La comprensión preontológica se llama así justamente porque es previa a toda consideración ontológica explícita y tiene el carácter de un factum espontáneo o natural, dado con el simple hecho de existir en el mundo, como el de la conciencia moral. La comprensión preontológica es, para la analítica existencial, lo mismo que la conciencia moral para la filosofía: su único punto de partida posible, su único tema, y ambas son hechos radicalmente prefilosóficos, autónomos, subsistentes, en el sentido de que no necesitan de la filosofía para jugar el papel que juegan en la vida humana. Forman parte de la existencia fáctica del hombre, con filosofía o sin ella. Pero, surgida la filosofía, segunda similitud, la tarea del análisis ontológico es estrictamente equivalente a la de la filosofía práctica kantiana: se trata de desenvolver la comprensión preontológica de las cosas y del propio Dasein que subyace en las diversas formas de trato con el mundo y mostrar explícitamente la estructura o la forma de ser que es en cada caso comprendida. Los resultados del análisis, como en la filosofía moral, no contienen ninguna novedad, nada que no estuviera ya contenido en el punto de partida: en la comprensión preontológica está siempre dado aquello a lo que se quiere llegar y que no podría ser de otro modo: ¿de dónde, si no, podría la reflexión filosófica sacar algo así como el ser del Dasein? Por último, la motivación que hace surgir la filosofía es, en la analítica ontológica, del mismo tipo que en la reflexión sobre la moralidad: también en la comprensión preontológica hay una especie de dialéctica intrínseca que encubre y distorsiona la comprensión que el Dasein tiene de su propio ser, resultado igualmente de una tendencia natural, la que, como ser en el mundo volcado al trato con las cosas y asuntos intramundanos, le hace entender su propio ser al modo del ser de las cosas con las que trata. La primacía encubridora de lo vorhanden se funda en una tendencia del ser del propio Dasein, lo mismo que la dialéctica natural en las inclinaciones propias de una voluntad finita. La conocida frase de Ser y tiempo “El Dasein es ónticamente para sí mismo lo más cercano, ontológicamente lo más lejano, pero sin embargo preontológicamente no extraño” (SuZ: 16) da justa expresión a ese tránsito de la filosofía, común al análisis moral y al análisis ontológico, que parte de la inmediatez de lo ónticamente dado, realiza la crítica de las posibles distorsiones que en ella residen y saca plenamente a la luz el sentido originario que estaba ya en el inicio.

Hay, sin embargo, para ser rigurosos, una diferencia que se me antoja esencial en el modo en que el momento encubridor, esa dialéctica natural que tiene que deshacer la filosofía, se presenta en los dos contextos. El núcleo básico de la conciencia moral lo constituye el saberse sujeto de deberes que tienen la forma de imperativos categóricos, no hipotéticos. Las tendencias naturales, origen de la posible desorientación de la conciencia, pueden aminorar su fuerza constrictiva, suscitar argumentos contra su validez, condicionarla a determinadas circunstancias, pero no hacer perder la conciencia de su carácter primariamente categórico. Como señala Kant, el concepto de moralidad puede ser una quimera, es decir, carecer de realidad en la conducta humana, no producir acciones auténticamente morales, pero desde el momento en que “hay” imperativos categóricos, que hay conciencia de ellos, como testimonia el entendimiento común, su sólo concepto permite a la filosofía desenvolver sus implicaciones y mostrar que el imperativo categórico es el principio supremo supuesto en ella. La prueba de ello es que la primera formulación del imperativo categórico se encuentra ya en la primera parte de la Fundamentación, como directa implicación de la conciencia del deber. El análisis filosófico moral puede, por así decir, fiarse del dato inicial, tomarse en serio la conciencia más o menos nítida del deber para asentarla en sus condiciones lógicas de posibilidad. La comprensión preontológica, por el contrario, no contiene un dato de esa nitidez; la comprensión inmediata que el Dasein tiene de sí mismo no es una conciencia objetiva como la del deber que, aunque nunca es abstracta, sino que es siempre vivida en relación con acciones concretas, las presenta como un algo, como un objeto que la conciencia siente como bueno o malo. La autocomprensión inmediata del Dasein es siempre implícita e indirecta, siempre reflejada a partir de los asuntos del mundo y mediada por representaciones o por, como se dice hoy, imaginarios de algún tipo. De ahí que su dialéctica intrínseca, a diferencia de la conciencia moral, consista no sólo en velar o en discutir una conciencia objetiva, sino también en que el sentido originario está literalmente mezclado, confundido, distorsionado por otros sentidos no menos arraigados en lo que el Dasein es. Por eso el análisis ontológico necesita acudir a un recurso metódico propio, la “indicación formal”, que dirija el análisis de los comportamientos y prevenga contra las distorsiones de la tendencia a la cosificación. Tal es el papel de la idea de existencia que abre la primera sección de Ser y tiempo. Algo como una indicación formal está completamente ausente del análisis kantiano, al que le basta desarrollar el dato inmediato inicial de la conciencia de deberes.

El respeto a la ley como autorrevelación

Ya hemos dicho que Heidegger considera el tratamiento kantiano del respeto a la ley como el análisis fenomenológico más deslumbrante del fenómeno de la moralidad en su conjunto. Sobre esto último, no faltan razones objetivas si se tiene en cuenta que de las tres proposiciones enunciadas por Kant como resultado de su análisis de la conciencia moral común, la tercera, que alude al respeto, es la que recoge el modo como efectivamente el sujeto vive la moralidad, pues se refiere a lo que en su realidad vivida le mueve a obrar moralmente de acuerdo con el concepto de moralidad contenido en las dos primeras proposiciones. Al pasar al sentimiento del respeto, Kant no desarrolla ya las implicaciones lógicas del concepto de deber sino que trata de hacerse cargo de lo que efectivamente ocurre en el sujeto moral finito, que tiene una voluntad sensiblemente afectada cuando vive la exigencia objetiva de un deber. En este sentido, kantianamente hablando, el sentimiento de respeto equivale a vivencia moral tout court.

Sin embargo, no es tan claro que Kant realice un análisis fenomenológico. Sería más justo decir que tiene, visto desde la fenomenología, una clara “intención” fenomenológica, en el sentido de que, como he tratado de subrayar antes, pretende atenerse fielmente a lo dado en la conciencia moral y que el análisis filosófico subsiguiente no altere ni destruya, sino que funde y haga inteligible, el sentido inicialmente vivido. Pero el análisis que Kant realiza en el capítulo de la Kritik der praktischen Vernunft dedicado a los “motivos (Triebfeder) de la razón pura práctica”, que Heidegger cuidadosamente sigue, no es primordialmente una descripción del respeto, sino una argumentación dirigida a mostrar que si “lo esencial del valor moral de las acciones está en que la ley moral determine inmediatamente la voluntad”, entonces una voluntad patológicamente afectada, cuyo movimiento hacia el objeto deseado está siempre mediado por un sentimiento de placer, tiene que registrar alguna huella sentimental de ese ser determinada por la ley moral. Lo que prima en el análisis kantiano es el punto de vista causal de la determinación de la voluntad, con el fin de salvaguardar la posibilidad de una determinación inmediata de la voluntad por la razón pura (por lo tanto la anterioridad, en la línea de la causalidad eficiente, de la razón sobre el sentimiento), lo que requiere que el sentimiento no sea causa (para ser exactos, Bestimmungsgrund) sino efecto de la determinación de la voluntad. Una voluntad sensible finita no puede no sentir, luego el sentimiento que acompañe a la moralidad ha de ser resultado y no motivo de su determinación. El análisis kantiano acomoda la visión del respeto –que contiene hallazgos psicológicos interesantes, como la analogía con temor e inclinación o la forma en que se opone al amor propio– a esta condición previa. No es por ello una descripción directa de un sentimiento, sino una argumentación a priori que ofrece elementos importantes sobre la calidad del sentimiento que necesariamente ha de seguir a la determinación por la ley. Heidegger aprovecha estos elementos y realiza, él sí, un verdadero análisis fenomenológico en el que lo esencial es el carácter revelativo del respeto, lo que éste hace manifiesto, y por ello el punto de vista causal que prima en la consideración de Kant es sustituido por un análisis de su estructura intencional. Esto, hay que decirlo claramente, no altera en el plano descriptivo, anterior a la interpretación ontológica, ninguno de los puntos esenciales que Kant quiere salvaguardar; por el contrario, los hace más comprensibles, más cercanos a la vivencia moral real, y los aleja de esa solemnidad un tanto artificial que desprende el texto de Kant. Es sin duda uno de los análisis fenomenológicos más brillantes y convincentes de Heidegger, en el que el poder mostrativo de la Befindlichkeit se hace claramente sentir.

Naturalmente no voy a repetir aquí los pormenores de ese análisis, interesa tan solo, con vista a la interpretación ontológica del sujeto moral, resaltar algunos rasgos de lo que el respeto revela. Ante todo, el giro fenomenológico del análisis heideggeriano se patentiza en la consideración misma del respeto: si la voluntad humana, sensiblemente afectada, ha de registrar un sentimiento como efecto de la ley moral, entonces ese sentimiento no es el simple efecto mecánico de una fuerza actuante, sino el modo como la voluntad humana se abre a la ley moral, el modo específico de tomar conciencia, de acceder a ella: con fundamento, pues, puede decir Heidegger que el respeto, “ese determinado modo de revelación de la ley es la manera en que en general puede presentárseme la ley moral en cuanto tal” (GA 24: 191). Pero, de acuerdo con la estructura de todo sentimiento, el respeto no sólo revela aquello a lo que apunta, la ley, sino que también “hace sentible al sintiente mismo y su estado, a su ser, en el más amplio sentido” (GA 24: 187). Es esta capacidad de autorrevelación del ser del sujeto que siente lo que, como es lógico, a Heidegger particularmente le interesa. Con extraordinaria finura Heidegger hace notar aquí algo que es notoriamente verdadero: el sentirse del sentimiento no es en modo alguno una forma de reflexión, una conciencia neutra que acompaña y se da cuenta del peculiar estado sentimental del sujeto; muy por el contrario, el darse cuenta mismo tiene el mismo carácter que el sentimiento, está embargado del mismo tenor que el estado que revela: sentirme contento no es darme cuenta de que en mí acontece un determinado estado alegre que pudiera observar en una especie de indiferencia neutral, sino un sentirse alegre en el que todo el yo que siente se siente contento. Por eso es tan decisiva la capacidad revelativa del sentimiento, porque pone de manifiesto caracteres del yo que sólo son accesibles en él y que no resultan alcanzables por la autoconciencia teorética, la apercepción trascendental. De ahí la importancia del análisis del respeto como autoconciencia, pues precisamente por ser un sentimiento totalmente peculiar, que no es una conciencia empírica de placer o de dolor ni un neutro saber de sí, resulta esencial indagar en su poder informativo: ¿quién aparece en el respeto?, ¿como qué se muestra aquel que se siente afectado inmediatamente por la exigencia de un deber objetivo?

En primer lugar, el respeto como conciencia de que la pura intelección de la ley moral me afecta, es decir, me conmueve y tensa mi voluntad, me revela como un ser que no sólo intelige, sino que actúa, que puede convertir en realidad sus representaciones, por ejemplo, la acción propuesta por un deber categórico. El ser del sujeto que es corevelado por el respeto es el de un agente: como señala Heidegger, el sentimiento de respeto “es el auténtico modo en el que la existencia del hombre se pone de manifiesto, no en el sentido de un puro constatar, de un tomar conocimiento, sino de tal forma que en el respeto yo mismo soy, es decir, actúo. Respeto a la ley significa eo ipso actuar” (GA 24: 194). El respeto no es una contemplación admirativa de la bondad de la ley, ni una mera toma de conciencia, sino la inmediata exigencia de acción, de forma que sólo en ésta el respeto llega a ser propiamente tal. Es esta calidad de agente, revelada por el respeto, lo que a Heidegger le interesa, pues si la capacidad de sentir respeto a la ley es, según el texto de la Religión dentro de los límites de la razón, lo que caracteriza la disposición para ser persona, es decir, para lo específicamente humano, entonces es él quien ofrece el acceso a lo que propiamente somos. Y eso que somos es antes que nada agentes, es decir, entes que sólo son en la ejecución de acciones que realizan fines y esa realización revierte sobre ellos mismos conformando y cualificando su conducta –o lo que es lo mismo: su ser–. Es claro que al subrayar el carácter práctico del ser del sujeto revelado por el respeto, Heidegger ve confirmado lo que constituye el punto de partida de la analítica existencial: la autorreferencia práctica propia de la existencia, el ente al que le va su ser siempre como una posibilidad que realizar. Resulta entonces que, por así decir, el análisis fenomenológico del respeto revela lo acertado del hilo conductor de la existencia: el ser del hombre es el obrar y no otra cosa encerraba la idea de existencia.

Pero esto es sólo una primera revelación. Lo propio del respeto, como Kant tantas veces señala, es la doble faz con que el sujeto que lo siente comparece ante sí mismo. En cuanto constricción de los propios afectos y tendencias, de los que la ley moral prescinde en su exigencia incondicionada, el respeto revela un sí mismo sometido, humillado, pero a la par, en cuanto que esa humillación no es producto de una imposición exterior sino que la produce su propia capacidad de acoger la ley moral como el fundamento de su determinación, el sí mismo aparece enaltecido, elevado, porque su sometimiento es autosometimiento, es el propio sujeto quien, haciendo suya la ley, se somete a sí mismo y en esa misma medida se revela como poseyendo una condición única. La estructura intencional de doble dirección que al someter enaltece es lo específico del sentimiento y en ella radica su poder de autorrevelación. En palabras de Heidegger: “ese enaltecerme a mí mismo al someterme me hace patente a mí mismo, me descubre como tal en mi dignidad” (GA 24: 192). Ahora bien esa dignidad es lo que tradicionalmente caracteriza al ser persona, por eso Heidegger, siguiendo fielmente el análisis kantiano, afirma que “la forma de autoconciencia que es el respeto pone ya de manifiesto un modo del tipo de ser de la persona en el sentido propio del término” (GA 24: 192). Y la personalidad del sujeto moral, según Kant, no es otra cosa que la libertad y la independencia del mecanismo de la naturaleza (AA, V: 154), testimoniada por su capacidad de moverse a la acción en virtud de la sola representación de una ley universal, un producto de la pura razón.

La interpretación ontológica: el “por mor de sí” como condición de posibilidad de la personalidad moral

La autorrevelación del ser personal del agente moral es el resultado inmediato del análisis fenomenológico, un análisis que retoma el tratamiento kantiano del respeto, con el fin de dejar que comparezca la figura del sí mismo que dicho sentimiento implica. El ser personal es entonces la caracterización provisional de la entidad del sujeto moral tal como aparece en el respeto a la ley. A partir de este momento, se abre paso la interpretación ontológica que busca establecer cuál es el tipo de ser propio de ese ser persona. Heidegger lo señala nítidamente:

¿Cómo ha de ser definido ontológicamente el sí mismo (Selbst) que se revela ónticamente de este modo en el sentimiento moral del respeto como siendo un yo? El respeto es el acceso óntico a sí mismo del yo en sentido propio que existe fácticamente. En esta revelación de sí mismo como un ente fáctico debe darse la posibilidad de determinar la constitución de ser del ente así manifestado. En otras palabras, ¿cuál es el concepto ontológico de persona moral, personalitas moralis, que se revela en el respeto? (GA 24: 194).

Conviene subrayar que, en este planteamiento, el respeto así como la moralidad misma representan un terreno óntico de experiencia, de manera que a lo que se accede a través de él, lo mismo que la propia experiencia moral, tiene carácter fáctico, es lo que de hecho aparece como dado en esa experiencia. La personalidad moral es entonces el sí mismo que aparece directa e inmediatamente ligado al sentimiento de respeto, es lo que ofrece la autocomprensión inmanente del respeto explicitada por el análisis fenomenológico. La interpretación ontológica tiene que indagar, a partir del dato óntico de esa autocomprensión, la estructura de ser, el tipo ontológico de ese ser persona, lo que implica captar lo que el ser personal es como tal, en su esencia, con independencia, por lo tanto, de los comportamientos ónticos concretos en que se realice, incluido el sentimiento de respeto del que se partía. La estructura ontológica de un agente no puede estar circunscrita a uno solo de sus comportamientos posibles.

El intento heideggeriano de determinar esa estructura se realiza en dos fases: primero, intentando localizar y exponer la posible respuesta kantiana a esta demanda ontológica; segundo, llevando a cabo una crítica de ella. En lo que respecta a lo primero, Heidegger considera que hay una clara respuesta de Kant a la pregunta por la constitución ontológica de la persona, a saber, que ella es “fin en sí mismo”. Heidegger se apoya en la nítida afirmación de la Fundamentación: “Ahora yo digo: el hombre y en general todo ser racional existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin” (AA, IV: 428). Heidegger no toma estas palabras de Kant como un principio moral, como una forma del imperativo categórico, sino como una afirmación ontológica, lo cual parece en principio ajustarse al sentido del texto.[5] La persona no debe ser utilizada como medio porque es ya, de por sí, constitutivamente, fin en sí mismo. Esto es lo que claramente da a entender Heidegger: “Sólo con esta interpretación de la personalitas moralis se pone en claro qué es el hombre, se define su quidditas, la índole esencial del hombre, esto es, el concepto riguroso de humanidad. Kant no usa la expresión humanidad en el sentido de que por ella se entendiera la suma de todos los hombres, sino que humanidad es un concepto ontológico y quiere decir la constitución ontológica del hombre” (GA 24: 196). “Fin en sí mismo” no es entonces una expresión cuyo uso se restrinja al ámbito del querer y de las acciones, indicando un objetivo o propósito que ya no se subordina a otro fin superior, que no podría, por tanto, ser querido como medio para un fin, sino que indica la índole o el tipo de ser de un ente determinado, el hombre y la naturaleza racional, según Kant. ¿Qué significa entonces “fin en sí mismo” y qué alcance tiene como concepto ontológico?

Responder a esta cuestión supone el paso final de la interpretación ontológica que Heidegger se propone y que consiste esencialmente en una larga crítica de la comprensión kantiana del fin en sí mismo antes de aducir, de manera abrupta y esquemática, el contenido positivo de su interpretación que, como enseguida veremos, consiste en proponer el “por mor de” (Worumwillen) como la estructura que Kant oscuramente entrevió con su fórmula del fin en sí mismo. Podemos prescindir de los pormenores de esa crítica –en medio de la cual se encuentran algunas de las páginas más valiosas y acertadas que Heidegger ha escrito sobre la comparecencia del sí mismo en la cotidianidad– para centrarnos en la discusión de la tesis positiva heideggeriana, verdadera cima de su interpretación. La crítica se articula en torno a dos puntos, por otra parte habituales del modo como Heidegger ejerce la hermenéutica de la tradición ontológica: 1) que Kant concibe el existir de la persona como Vorhandenheit y con ello, a pesar de su oposición ontológica a las cosas, la piensa al modo de las cosas;[6] 2) que, por ello, Kant no se pregunta por el modo de ser de un ente que es fin en sí mismo: “es indiscutible que esta determinación, ser fin de sí mismo, pertenece a la constitución ontológica del Dasein humano, pero, ¿con ello se ha ya aclarado el modo de ser del Dasein? ¿Se ha intentado mostrar siquiera cómo el modo de ser del Dasein se determina, respecto de su constitución, mediante su carácter de fin?” (GA 24: 199). Estas dos preguntas, dirigidas a la supuesta omisión kantiana del problema ontológico de en qué consiste ser fin en sí mismo, nos sirven de introducción a la tesis positiva de Heidegger.

Enunciémosla antes que nada:

El Dasein existe en el modo de ser-en-el-mundo, y como tal es en vista de sí mismo (por mor de sí, umwillen seiner selbst). Este ente no se limita pura y simplemente a ser, sino que es en la medida en que le va su propio poder ser. El ser en vista de sí mismo pertenece al concepto de lo existente, tanto como el concepto de ser en el mundo. El Dasein existe, o sea, es en vista de su propio poder-ser-en-el-mundo. Aquí aparece el momento estructural que llevó a Kant a definir ontológicamente a la persona como fin, sin aclarar la estructura específica de la índole de fin y la cuestión de su posibilidad ontológica (GA 24: 241).

Como decía antes, la propuesta del por mor de sí como la genuina forma de ser que traduce lo que Kant avistaba bajo la idea de fin en sí mismo es enunciada sin más al final de la crítica, sin que encontremos ninguna explicación ni repetición del análisis kantiano bajo la nueva clave. Las lecciones de 1928, Introducción a la Filosofía, repiten la misma interpretación, de manera aún más escueta. No queda por lo tanto más remedio que ensayar una interpretación que haga comprensible la tesis heideggeriana y habilite su discusión.

En primer lugar, ¿en qué consiste la insuficiencia de la caracterización kantiana? Cuando Kant afirma que el hombre existe como fin en sí mismo, “existir” tiene ciertamente el sentido habitual que formaliza el cuantificador existencial de que hay algo, de que se dan cosas, es decir, de que en la realidad efectiva se encuentra algo de tal tipo. Tal idea de existencia, como es obvio, tiene carácter universal, lo que significa que no hace acepción de las distintas clases de cosas (“algos”) que pueden existir: existen cosas físicas, personas, asuntos, formas sociales, interpretaciones, ideas y un infinito etcétera; cualquier ente de cualquier tipo puede ocupar la variable a la que se aplica el cuantificador existencial. El carácter absolutamente indiferenciado del existir es entonces su rasgo esencial, lo que implica que no guarda ninguna relación específica y propia con el tipo de ser de lo que existe: “cosa” es entonces el término genérico, la variable, que expresa esa indiferenciación ligada a la existencia. El término interpretativo heideggeriano Vorhandenheit recoge esta doble caracterización del existir neutro: la indiferencia respecto de lo que existe y el puro estar ahí dado, el “haber” cosas. De acuerdo con esto, fin en sí mismo es un carácter que no cualifica el existir, que no impregna, por así decir, el modo en que la cosa se da o acontece en el mundo; permanece como una caracterización externa, independiente del hecho de existir: hay una cosa que tiene el rasgo específico de ser fin en sí misma, pero este rasgo no afecta particularmente al hecho de que existe. Surge entonces una segunda cuestión: ¿qué significa ese carácter especial, ser fin en sí mismo? Es evidente que tal rasgo está tomado de la esfera de la voluntad y del encadenamiento de los deseos –y las acciones subsiguientes– como medios y fines: un fin que ya no es querido como medio para alcanzar otro fin es un fin último y un fin que sólo puede ser último, que no puede nunca ser querido como medio, es un fin en sí mismo. Pero cuando intentamos pensar en qué medida puede “fin en sí mismo” servir para caracterizar ontológicamente un ente, la cuestión se torna muy oscura. El concepto habitual de fin, la representación de un objeto cuya realidad es deseada y que sirve a la voluntad como fundamento objetivo de su determinación, implica que la calidad de fin no es algo que una cosa o una acción posible tenga por sí misma, sino sólo en cuanto que es querida, es decir, representada como objeto de deseo por un agente racional. El “en sí mismo” del fin no implica un “por sí misma” de la cosa, sino que dice una esencial referencia a la posibilidad de ser objeto de un querer, un querer que no puede, o mejor, no debe quererla como medio. Por eso Kant no puede evitar caracterizar la existencia como fin en sí mismo en inmediata referencia a su posible uso como medio por esta o aquella voluntad (AA, IV: 428) o decir que esa existencia tiene un valor absoluto. ¿Se trata de una exigencia moral o de una forma de ser? ¿Es una propuesta para el querer de la voluntad o un rasgo ontológico? El lenguaje de los fines de la voluntad se queda corto ante una expresión (“fin en sí mismo”) que apunta a caracterizar un tipo de ser, por ello Kant no logra hacer ver claramente en qué estriba ser, y no sólo ser querido como, fin en sí mismo.

Si mi interpretación de la insuficiencia de la posición kantiana es correcta, podemos entonces entender lo que Heidegger pretende aportar con la idea del por mor de sí. Es claro que se trata de: 1) pensar la existencia no como un hecho neutro sino en intrínseca relación con la cualidad de fin en sí mismo: existir en el modo de ser fin en sí mismo; y 2) pensar la condición de fin en sí mismo como algo que afecta a la estructura interna del existir humano en su totalidad, no sólo a la voluntad consciente.

Y, en efecto, Heidegger lee el “existe como fin en sí mismo” de Kant con el hilo conductor de la existencia del § 9 de Ser y tiempo, como el haber de ser del Dasein en virtud del cual existir es siempre tener el propio ser pro-puesto, como algo por realizar, por lo tanto, como un poder-ser abierto a posibilidades de sí mismo que ha de realizar. Naturalmente de un ser que es de esa manera cabe decir también que existe sin más, en el sentido neutro de que está en el mundo, de que lo hay, como los demás entes. Pero lo que Heidegger enfatiza es que ese acontecer o darse en el mundo, visto, por así decir, desde adentro, tiene una forma propia, existe de una forma determinada que no queda aludida ni descrita con el simple dato del puro existir. El ser por mor o en vista de sí mismo cualifica la existencia, no en el sentido de que dice qué es lo que existe, cuál es la esencia a la que compete la existencia, sino que concreta el modo en que acontece el hecho mismo de existir y es esa concreción la que hace del hombre Da-sein. Si toda cosa que existe es que “la hay”, que está “en el mundo real”, ese estar es para el hombre a la par e inseparablemente ser en el mundo de una determinada manera, justamente la que aduce el por mor de sí. Esta expresión se refiere a esa estructura de la existencia que es el núcleo de lo que al principio llamé la “autorreferencia práctica”: si el Dasein es entendido como aquel ente al que en su ser le va este ser mismo, el irle su ser tiene el sentido, que acabamos de ver y que concreta la noción de existencia, de tener el ser pro-puesto, puesto en juego, como algo que realizar y, por lo tanto, como algo respecto de lo cual siempre, de una forma u otra, implícita o explícitamente, el ser humano tiene que tomar posición: “En el ser por mor de sí el ente que llamamos Dasein se muestra de tal forma que está siempre colocado ante su más propio poder ser y ante él tiene que decidir cuál puede ser su propio ser respecto de las posibilidades que esencialmente le pertenecen: ser-con-otros, ser con las cosas, ser sí mismo” (GA 27: 324). La referencia al propio ser que indica el por mor de sí es mucho más determinante y decisiva que el saber de sí clásicamente tematizado por la autoconciencia; por un lado, es rigurosamente práctica, pues se trata del hecho de que el hombre existe poniendo siempre en juego su ser, estando siempre envuelto en la faena de tener que realizar su ser. Pero, por el otro lado, es propiamente ontológica, pues no consiste en saberse o pensarse, sino en ser de una manera u otra, en determinar el propio ser.

¿En qué sentido el por mor de sí realiza cumplidamente en el plano ontológico la idea kantiana del fin en sí mismo, evitando sus insuficiencias? Pensémoslo a partir de una cadena típica de fines y medios que encontramos en cualquier acción voluntaria, el plano propio en el que surge el fin en sí mismo. Si me desplazo a una agencia de viajes para sacar un billete, lo hago para sacar un billete con el que viajar a México, y viajo a México para ver a un amigo íntimo, veo a mi amigo para cultivar su amistad; pero su amistad ya no la quiero para otra cosa, sino por ella misma, como componente de eso que llamamos felicidad o bien-estar. Es bastante claro que el conjunto de las acciones encadenadas implican desde el inicio que el agente está poniendo ante sí su propia existencia como algo que pretende realizar de una determinada manera (en la amistad, por ejemplo) y que, por lo tanto, al tratar con todas esas cosas y personas implicadas en sus acciones está tratando ya consigo mismo, le “está yendo” su propio ser. El “por mor de sí” (Umwillen seiner) indica sólo esa estructura del obrar, que es formal porque no hace acepción del contenido concreto de las acciones ni siquiera de lo considerado “fin último”. El ser por mor de sí implica justamente tomarse a sí mismo (y a los otros, en la medida en que también tienen esta forma de ser) como “fin”, no en el sentido de un acto óntico de planificación consciente, sino como la inevitable forma de ser implícita en la acción: sólo un ser que tiene que tomar posición respecto de sí puede ser fin para sí mismo, con independencia de la figura determinada que ese “sí mismo” revista en cada concatenación concreta de acciones. Nada cambia si en lugar de una cadena de acciones enderezadas al fin último de la felicidad (que revisten la forma de los kantianos imperativos de la prudencia), el fin último que desencadena la serie de acciones es un imperativo moral, por ejemplo, “debo consolar a un amigo en situación terminal”. También aquí el cumplimiento del deber moral supone que me proyecto a mí mismo como aquel que pone su deber por encima de toda otra consideración, que toma, por lo tanto, posición sobre lo que puede ser, determinándolo en un sentido preciso, el marcado por el deber moral. Lo que hace de esta autodeterminación una estructura ontológica es precisamente lo que he tratado de resaltar antes: que “fin” no es ya el objeto de un acto de planificación consciente, sino que la existencia es su propio fin en el sentido de que, con independencia de todo acto positivo de querer, se supone a sí misma como aquello de lo que necesariamente se ocupa. Y esta estructura es algo que le viene dado, algo que, parafraseando a Gadamer, podemos decir que es más ser que conciencia, un dato de su “naturaleza”, no un objeto de deseo ni una propuesta moral. Es probablemente esto lo que está detrás del sutil cambio de formulación que Heidegger realiza casi siempre con la expresión kantiana; nunca dice, cuando habla por sí mismo y no citando a Kant, “fin en sí mismo” (Zweck an sich selbst) sino “fin de sí mismo” (Zweck seiner selbst). ¿No indica esta casi inapreciable diferencia que “fin en sí mismo” supone la contraposición fin/medios, propia de la acción consciente, mientras que “fin de sí mismo” describe tan sólo la facticidad del por mor de sí?

No puede entonces extrañar que Heidegger, en las lecciones inmediatamente posteriores a Ser y tiempo, haya subrayado enérgicamente la neutralidad metafísica del por mor de sí, señalando que en él reside el núcleo esencial de la mismidad (Selbstheit) del ser humano: “el por mor de sí constituye el ser sí mismo en cuanto tal” (GA 27: 324).[7] Tal afirmación se deja fácilmente entender si se piensa que la autorreferencia práctica enfatiza el hecho de que el trato conmigo mismo no se produce primariamente a través de una autocontemplación, sino poniendo en obra un proyecto de sí, normalmente implícito. Yo me veo a mí mismo –in modo obliquo– tal como en la realización de los comportamientos estoy pro-puesto. La mismidad es esa estructura de pro-posición del propio ser que obliga a comportarse respecto de sí mismo. Pero entonces esa mismidad tiene que estar presente en cualquier forma de comportamiento en que el “yo” se pone en juego de una determinada manera en el mundo, tiene que subsistir tanto en comportamientos morales como inmorales o indiferentes. “En esta frase (que la existencia es siempre por mor de sí) no se trata de un egoísmo existentivo, ético, sino de una caracterización metafísico-ontológica de la ‘egoidad’ del Dasein en general” (GA 26: 241). El por mor de sí se revela entonces como la condición ontológica de la posibilidad de las actitudes morales de egoísmo y altruismo, pues sólo un ser que está obligado a comportarse respecto de sí mismo puede tomarse como centro absoluto de su vida o ponerse al servicio de los otros.

Con la neutralidad metafísica del por mor de sí parece lógico pensar que la interpretación ontológica del sentimiento moral ha llegado donde quería, a dar cuenta de la interna índole de fin de la existencia humana, aquello a lo que apuntaba la caracterización kantiana de fin en sí mismo. ¿Es esto realmente así? ¿Recoge el por mor de sí íntegramente la estructura ontológica supuesta en el sentimiento de respeto? Permítanme que termine exponiendo una duda al respecto, suscitada por el total silencio que el por mor de sí supone acerca del ser racional del agente moral. La calidad de fin en sí mismo que posee el hombre se deriva directamente para Kant de la universalidad de la ley objeto del respeto. Lo que en el respeto se siente es, por un lado, dolor o desagrado ante la constricción posible de las inclinaciones, que forman parte de lo que soy, que son mías y por eso adopto fines basados en ellas que son mis fines; pero, por otro lado, siento que lo que me constriñe, la ley, no es una imposición exterior y ajena, sino algo que es no menos mío, pues la acepto por ella misma, no por un temor o una inclinación previos. Hay en el respeto una especie de connaturalidad con la ley moral no menor que con las inclinaciones. Es la comprensión de este ser mía la ley, de esta identificación del sujeto moral con ella lo que suscita la duda citada. ¿Por qué? Es claro que para Kant la universalidad de la ley representa una condición limitativa de todos los fines posibles que yo pudiera acoger en mis máximas: sean los que sean tienen que poder ser universales. Pero esto significa entonces que la condición racional, representada por la universalidad de la ley, que limita todos los fines posibles de la voluntad, no puede ser tomada como medio para cualquiera de estos fines: lo que limita todo fin no puede ser nunca, sin contradicción lógica, medio para posibles fines. Es justamente este razonamiento el que lleva a sentar la naturaleza racional como fin en sí misma, no la condición humana como tal. Así lo muestra con claridad este texto de la Fundamentación: “ si en el uso de los medios para todo fin debo yo limitar mi máxima a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto, esto equivale a que el sujeto de todos los fines, esto es, el ser racional mismo, no deba nunca ponerse como fundamento de las acciones como simple medio, sino como suprema condición limitativa del uso de todos los medios, esto es, siempre al mismo tiempo como fin” (AA, IV: 438). El sujeto humano sólo puede sentir respeto, lo que significa sentirse atraído por la ley moral misma con independencia de cuáles sean los fines de su conducta, porque ya de antemano le es dada una connaturalidad, una identificación con la universalidad de la exigencia moral. En virtud de esta connaturalidad es fin en sí mismo, un fin que se destaca de todos los fines concretos en que es la condición que los limita a todos, lo que hace de él un fin completamente especial, un fin, como señala Kant, independiente (selbständig), que se sostiene a sí mismo, que no es un fin concreto por realizar, sino que se realiza siempre que la voluntad se mueve por el respeto la ley moral.[8] Por esta misma connaturalidad el agente humano se revela como legislador de la ley moral, la ley moral es su propia ley en el sentido de que se la da a sí mismo. Si la universalidad de la ley es condición limitativa de todo fin y la voluntad humana se mueve por ella misma no por ningún interés previo, entonces es que la ley surge de la propia razón práctica, la voluntad se mueve por una ley que sólo ella puede darse. La autonomía moral es para Kant autolegislación, no sólo autodeterminación. La condición racional en este preciso sentido es lo que determina el carácter de fin en sí mismo del agente moral humano y es, por ello, una calidad que no puede dejar de formar parte del ser del sujeto que se revela en el respeto.

Esta condición, sin embargo, no aparece en la estructura de por mor de sí. Ésta, recordémoslo, ontologizaba de manera radical el fin en sí mismo mostrando que es inherente al ser del Dasein el tomar posición respecto del propio ser: la existencia humana es siempre fin de sí misma porque en todo trato con el mundo se pronuncia práctica, realizativamente, sobre su propio ser. Lo que esto indica respecto de la moralidad es que el sujeto, al determinarse en el respeto por la ley moral, toma posición respecto de su propio ser, un ser que es ahora determinado por el cumplimiento del deber, lo cual es indiscutiblemente una condición de posibilidad de la moralidad de la acción: sólo si puedo tomar postura respecto de lo que voy a ser puede la determinación por la ley moral marcar el destino de lo que voy a ser. Lo que desde la estructura de por mor de sí aparece entonces es que la moralidad es una posibilidad de ese poder ser que se hace efectivo en la toma de posición respecto de sí mismo. Pero en el respeto, la ley la moralidad no es una posibilidad sin más, es una exigencia de mi razón práctica que tiene, como tal, una total primacía sobre toda otra posibilidad, por ejemplo, la que me proponen las inclinaciones. En eso consiste el respeto. Si me determinara por alguna de éstas, la estructura de por mor de sí estaría no menos presente: habría tomado igualmente posición respecto de mi propio ser. Por eso Heidegger habla, con razón de la neutralidad metafísica del por mor de sí, que no expresa otra cosa que la índole de yo, la Egoität del Dasein. El por mor de sí explica el momento por el que hago mía la ley, el momento en que el sujeto acoge la ley moral como aquello que va efectivamente a determinar su conducta. Pero ese hacer mía dista mucho de esa connaturalidad con la racionalidad de que antes hablaba: la ley es mía porque decido determinarme por ella, no porque me sea dada previamente como algo que me es propio. El por mor de sí hace ontológicamente patente el momento de autodeterminación, no el de autolegislación. Que la ley sea mi ley porque forma parte de mi condición racional es algo que el por mor de sí no puede recoger porque sólo ofrece la estructura anticipativa del propio ser, el ser fin de sí mismo, pero no que ese ser propuesto, en cuanto determinado por la universalidad de la ley moral, sea de inequívoca condición racional.

Bibliografía

Obras de Heidegger

Heidegger, M. (1990), Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz (GA 26), ed. Klaus Held, Frankfurt, Klostermann.

— (1996), Wegmarken (GA 9), ed. F.-W. von Herrmann, Frankfurt, Klostermann.

— (1997), Die Grundprobleme der Phänomenologie (GA 24), ed. F.-W. von Herrmann, Frankfurt, Klostermann.

— (2001), Einleitung in die Philosophie (GA 27), ed. O. Saame e I. Saame-Speidel, Frankfurt, Klostermann.

— (2006), Sein und Zeit (SuZ), Tübingen, Max Niemeyer.

Otros autores primarios

Kant, I. (1902-ss.), Ausgabe der Preussischen Akademie der Wissenschaften (AA), Berlín.

Rodríguez, R. (1989), “Heidegger y el nacionalsocialismo: ¿un viaje a Siracusa?”, Estudio preliminar a Martín Heidegger, Escritos sobre la universidad alemana, Tecnos, Madrid.

— (2014), “Ontología existencial y ética. Acerca de la ética implícita de Ser y tiempo”, en J. Urabayen y S. Sánchez-Migallón, Reflection on Morality in Contemporary Philosophy, Olms, Hildesheim-Zúrich-Nueva York, pp. IX-L.


  1. Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación “La pretensión trascendental de la hermenéutica fenomenológica y el problema de la historicidad” (FFI2012-32611), financiado por el Ministerio español de Economía y Competitividad, del que el autor es investigador principal.
  2. Universidad Complutense de Madrid.
  3. Cf. Rodríguez, 2014: 109-149. Sobre la relación del pensamiento de Heidegger con la política: Rodríguez, 1989: IX-L.
  4. El adjetivo gemein que Kant utiliza para caracterizar el conocimiento moral que analiza en la primera parte de la Fundamentación (gemeine sittliche Vernunfterkenntnis) tenía en el siglo XVIII un sentido claramente positivo, el de lo común y compartido (sentido común, por ejemplo), muy alejado del significado peyorativo que tiene en muchos contextos del alemán actual. Por eso, la traducción de García Morente (“vulgar”) no debe tomarse en el sentido despectivo que la palabra puede tener en español, sino en el positivo de lo común y corriente, de lo normal.
  5. El texto es introducido por Kant preguntándose si hay algo cuya existencia (Dasein) sea fin en sí mismo, pues sólo ello podría servir de fundamento a un imperativo categórico
  6. Heidegger se hace eco del pasaje de la Fundamentación (AA, IV: 428) en el que Kant dice que las personas, los seres racionales, “son fines objetivos, esto es, cosas (Dinge) cuya existencia es en sí misma un fin”.
  7. Éste es un tema central de Vom Wesen des Grundes (1929) y de los cursos Principios metafísicos de la lógica (1928) e Introducción a la filosofía (1928/29) y, en general, de la etapa del pensamiento heideggeriano articulada en torno a la idea de trascendencia, que suele ser denominada “Metafísica del Dasein”.
  8. Independiente (selbständig) significa aquí que no depende de que efectivamente nos lo propongamos o no, no es un fin subjetivo que haya de convertirse en máxima efectiva de un agente, sino un fin objetivo que subsiste aunque ninguna voluntad, incluso la moralmente buena, se lo proponga. Para ésta podría decirse que, en cierto modo, el fin en sí mismo de la naturaleza racional está implícito en la moralidad, como el por mor de sí en toda la conducta humana.


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