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1 Contextualización
socio-cultural de los procesos
de socialización profesional

Mientras siga habiendo gente que reflexione, que ponga en cuestión el sistema social o su propio sistema de pensamiento, habrá una creatividad de la historia que nadie puede previamente trazar. Nuestro vínculo con esta creatividad depende de los individuos vivos. Estos individuos existen, aunque su número es hoy muy reducido y aunque, efectivamente, la situación actual no es nada halagüeña.

 

Castoriadis, 1998: 177

1. Presentación y contextualización

En este capítulo expondremos las construcciones teóricas que han servido de referencia para comprender las características del contexto socio-cultural contemporáneo[1] de los procesos de socialización profesional indagados en el marco de esta investigación.

A modo de introducción, comenzaremos describiendo y presentando algunas conceptualizaciones sobre los rasgos que caracterizan el orden sociocultural contemporáneo. Luego presentaremos una mirada complementaria que emerge de la producción escrita de dos autores cuyas obras han servido de cimiento para una comprensión profunda de la sociedad actual. Ambos planteos tienen, como denominador común, la referencia a un cambio de época, a una reconfiguración profunda de sus marcos referenciales, de las instituciones que la sostienen. En términos generales, en estos planteos, la realidad social contemporánea es analizada en su condición de crisis, ya que las condiciones preexistentes que viabilizaban su “organización” y “funcionamiento” se han alterado, generando algún grado de incertidumbre acerca del presente y de lo que vendrá.

Si atendemos a estos planteos y, si al hablar de un orden sociocultural, aludimos a las características de fenómenos propios de la vida organizada de los conjuntos humanos —y a las normas, concepciones, objetos y modelos que estos se han dado para resolver los problemas básicos de la interacción (Fernández, 1986)— cabe preguntarse: ¿cuáles son los modos y fenómenos que dan cuenta de su trastocamiento?, ¿cómo y en qué sentidos estas transformaciones están teniendo lugar? Particularmente desde nuestra focalización de la mirada en los procesos de socialización en el campo específico de la docencia, cabe preguntarse: ¿qué sucede con la trama de significaciones simbólicas que venían justificando y legitimando una particular forma de adaptación humana al mundo?

En síntesis, la revisión teórica que aquí presentaremos pretende contribuir al abordaje de las preguntas relativas a la especificidad de las transformaciones acaecidas en el orden socio-cultural actual y sus efectos sobre las formas de protección de ese orden, y de los sujetos, frente a la naturaleza y en los vínculos recíprocos con sus semejantes. También nos preguntamos por los modos en que esto interpela a la escuela, en general, y al trabajo docente en particular: entendiendo que es un trabajo sobre los otros (Dubet, 2002), situado y regulado institucionalmente, que participa del mandato de socialización y transmisión del legado cultural de una sociedad a las nuevas generaciones y cuya especificidad en el contexto escolar radica en el trabajo con los saberes públicos socialmente valorados.

De allí la importancia de atender a la naturaleza de los rasgos que caracterizan a la sociedad contemporánea, dado que la escuela es una de las instituciones centrales a las que se le encomienda la reproducción, social y cultural, la tarea de socialización de los ciudadanos a través de su internalización y de su incorporación a la cultura. Además de sus funciones reproductora y socializadora, la escuela está llamada a cumplir su función educativa, que colisiona con la idea de una reproducción mecánica, acrítica e irreflexiva de la cultura que ha de transmitir (Santos Guerra, 2000). En este sentido, el proceso de transmisión cultural implicará la reflexión sobre las características de aquello que está siendo internalizado. En otras palabras:

Si la escuela pretende ejercer una función educativa no será simplemente por el cumplimiento más perfecto y complejo de los procesos de socialización (…), sino por su intención sustantiva de ofrecer a las futuras generaciones la posibilidad de cuestionar la validez antropológica de aquellos influjos sociales, de reconocer y elaborar alternativas y de tomar decisiones relativamente autónomas (…) La función educativa de la escuela requiere autonomía e independencia intelectual y se caracteriza precisamente por el análisis crítico de los mismos procesos e influjos socializadores incluso legitimados democráticamente (Pérez Gómez, 1998: 58-59).

Con esta referencia puntual a la escuela y a la especificidad del trabajo docente, nos interrogamos también respecto a los modos en que la crisis aludida desafía y/o potencia las funciones socializadoras y educadoras de la escuela y a los modos en que esta situación influye en los procesos de iniciación en la profesión.

2. Algunos rasgos generales del contexto sociocultural contemporáneo

Atendiendo a la complejidad y amplitud de referencia a la que puede aludir la noción de “socio-cultural” creemos necesario exponer los conceptos de los que nos valemos al referir a ella. En principio, cabe mencionar que, en consonancia con con una concepción de realidad social que la entiende como construcción simbólica cuya naturaleza es densa y compleja, en la que se entrecruzan y relacionan diferentes dimensiones, niveles y planos (históricos, culturales, ideológicos, psicosociales), consideramos a la cultura como una compleja herencia social, constituida por un conjunto de productos simbólicos de carácter implícito y tácito que se construyen, reconstruyen, transmiten y comparten en una determinada agrupación humana y que median en la interacción entre los sujetos, y entre estos y el mundo.

Entendida como fenómeno fundamental, radicalmente hermenéutico e interactivo, la cultura puede abordarse como un texto ambiguo, contingente, parcial y provisional (Geertz, 1973) a cuya comprensión se accede a través de la interpretación, más que a través de explicaciones causales que pretendan establecer relaciones mecánicas y deterministas entre sus componentes. Esto es, lejos de concebirla como estructura cristalizada, con absoluta coherencia y fronteras fijas (Grimson y Semán, 2005), entendemos que toda cultura, en tanto construcción humana, está atravesada por la variabilidad, la inconsistencia, la polisemia, el conflicto y el cambio.

Desde esta concepción semiótica (Geertz, 1973), la cultura es el contexto simbólico que rodea y constituye el devenir —de los sujetos, los grupos humanos y las sociedades— constituida por el

conjunto de significados, expectativas y comportamientos compartidos (…) que facilitan y ordenan, limitan y potencian, los intercambios sociales, las producciones simbólicas y materiales y las realizaciones individuales y colectivas dentro de un marco espacial y temporal determinado (…) [expresándose] en significados, valores, costumbres, rituales, instituciones y objetos materiales y simbólicos que rodean la vida individual y colectiva de la comunidad (Pérez Gómez, 1995: 7-8).

La dimensión social de la cultura la componen las formas en las que los sujetos actúan, se relacionan con los demás, reaccionan y cómo esperan que los demás actúen y se relacionen (González Ramírez y Más, 2003).

En este marco, la urdimbre de significaciones que constituyen la cultura (Geertz) se presenta como dada, se asume como imprescindible y queda, sin mediar cuestionamientos, objetivada en los comportamientos, los artefactos, los rituales que “forman la piel del contexto institucional” (Pérez Gómez, 1998: 16) y permiten resolver los problemas básicos de vida en sociedad, especialmente los vinculados a la distribución de derechos sobre personas y objetos, el intercambio afectivo y la adaptación al mundo físico (Fernández, 1986).

De este modo, la cultura comprende

por un lado, todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la distribución de los bienes asequibles (Fernández, 1986).

La cultura sirve a los fines de protección del ser humano frente a la naturaleza y a la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres, señalando la tensión inevitable entre los deseos de los sujetos y la necesidad de amoldarlos a la vida social admitida (Fernández, 1996), ofreciéndoles algo más que la posibilidad de satisfacer las necesidades básicas: la posibilidad de ingresar al mundo simbólico que lo constituyen como sujeto.

Respecto de esta última cuestión, la mirada psicoanalítica aporta una comprensión profunda al plantear, desde su corpus conceptual, la idea de que toda cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional para poder subsistir y de que esto impone sacrificios y limitaciones al amor sexual (modelo de toda dicha) y a la inclinación agresiva de los hombres (erigiendo la ley, la cultura subsiste y da lugar a la conformación del sujeto), enfrentándose y encausando la carga pulsional del sujeto singular: “…La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos (…) de ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida” (Freud, 1930: 77). La noción de cultura incluye tanto los modos en que una sociedad interpreta, transmite y transforma la realidad como los esquemas de organización, percepción, relación e interpretación de la realidad compartidos por sus miembros.

Estamos refiriéndonos, entonces, a la dimensión institucional constitutiva de la subjetividad humana, presente en todos sus hechos y ámbitos: la comunidad, los establecimientos, los grupos, los sujetos (Fernández, 1998). Siguiendo el desarrollo teórico de la citada autora, esta dimensión expresa los efectos de regulación social logrados por la operación conjunta de mecanismos internos y externos de control. Así, el potencial regulador de las instituciones sobre la percepción y el comportamiento humano radica en que estas no solo se constituyen como fuerza coercitiva externa, sino, y quizás más patentemente, se encarnan de manera subjetiva como fuente reguladora interna[2]. Así, situándonos en la perspectiva propuesta por Kaës, concebimos a las instituciones como formaciones bifrontes, marcos sociales reguladores del comportamiento de los individuos, con una cara determinada por lo social (marcos sociales: leyes, normas, pautas, proyectos, idearios, representaciones culturales) y otra por lo subjetivo (organizadores internos del comportamiento: valores, ideales, identificaciones, conciencia, autoestima) (Fernández, 1998).

Desde esta perspectiva, si algo caracteriza a la institución es su capacidad de ocultarse; característica gracias a la cual existe (Manero, 2001) y que hace que desconozcamos el sostén de las estructuras que nos constituyen. En este sentido, un supuesto general y de amplia vigencia en el análisis social lo constituye la consideración de

un segundo nivel de hechos y producciones que tienden a justificar y legitimar esas particulares formas de adaptación y relación en las diferentes áreas. Leyes, ideologías, mitos, leyendas y aún teorías científicas cumplen esta función y configuran una trama de significados que colabora y concurre a construir la ilusión de un ‘orden natural’ en la realidad del orden socio-cultural de cada colectivo de grupos humanos (Fernández, 1986).

En este sentido, y atendiendo al punto de vista dialéctico sobre las instituciones, entendidas como sistemas simbólicos, no podemos dejar de atender a la coexistencia de fuerzas instituidas e instituyentes que, antagónicamente, se despliegan en su concreción y devenir. En pugna con la dominación de los significados que la cultura ha logrado instituir, que se sostiene en el olvido de sus orígenes y de su carácter construido (Lapassade, 1975; Lourau, 1970), coexisten fuerzas instituyentes, que son aquellas productoras de

nuevas ideas y valores (…) productoras de códi­gos, de símbolos que generan una nueva institucionalización: otras caracte­rísticas institucionales, otro instituido (…) No se trata solo de nuevas ideas y valores. Se trata, también y fundamentalmente, de nuevos procesos estructurales; económicos (…); sociales (…); políticos (…); psicosociales (…); comunicacionales y científicos (Garay, 2000: 4).

Las instituciones son las que encubren el carácter cultural del orden establecido y de la distribución del poder que este conlleva, y generan explicaciones que justifican las diferencias y la expropiación de derechos a algunos grupos, presentándolas como de orden natural y a-históricas. Lo que ocultan es el carácter cultural, y no natural, del orden establecido, protegido por el sistema de normas y significados que ella misma sostiene: lo que encubre es la contradicción; y es, al mismo tiempo, el lugar de reproducción de la contradicción (Lapassade, 1975). De este modo, “detrás de ese orden están siempre las fuerzas de la represión. En una sociedad de desigualdad y dominación, las instituciones dominantes se hallan siempre vinculadas, en mayor o en menor grado, a la represión; ellas mismas son represivas” (Lapassade, 1966: 29)[3].

La cultura contribuye a producir asimetrías en los sujetos y grupos sociales para definir y satisfacer sus necesidades: ella alberga las diferencias y las luchas sociales. Es por ello que los procesos culturales no podrán entenderse sin atender a las estrechas relaciones que mantiene con el marco político, económico y social donde se generan y con el que interactúan (Pérez Gómez, 1998). Como señala Carspecken,

los productos simbólicos de las interacciones humanas de un grupo social, es decir, el conjunto de significados, expectativas y comportamientos, si arraigan y perviven es porque manifiestan un cierto grado de funcionalidad para desenvolverse en las condiciones sociales y económicas del entorno. Ahora bien, estas relaciones no pueden ya considerarse ni unilaterales ni dependientes, como la interpretación mecanicista del desarrollo histórico impuso en gran parte del pensamiento moderno. Tan evidente es que los productos culturales se generan adaptados en cierta medida al contexto natural, económico o social, como que mantienen, al mismo tiempo, un cierto e irreductible grado de autonomía que provoca disfunciones, bloqueos, alternativas e incluso la transformación de las condiciones de dicho contexto (Carspecken, 1992, en Pérez Gómez, 1998b).

Atendiendo al planteamiento conceptual hasta aquí expuesto, y en un primer acercamiento fenoménico a la realidad social contemporánea, exponemos en el próximo apartado algunas de las características centrales del escenario social, político y económico en el que tienen lugar los procesos socio-culturales de fin/inicio de milenio.

2.1. Breve caracterización social, política y económica de la sociedad contemporánea

Las características del escenario socio-cultural al que venimos refiriendo guardan una estrecha relación con las exigencias de una sociedad capitalista y con la hegemonía de las leyes del mercado, que penetran e invaden todos los ámbitos de la vida social. (Pérez Gómez, 1995; Santos Guerra, 2000): el consumismo exacerbado y diversificado, la competitividad extrema y la obsesión por la eficacia como objetivo prioritario en la vida son factores que se articulan en la regulación de la interacción social contemporánea. Se conjugan allí formas de producción cada vez más variadas, inspiradas en la competitividad por generar y conquistar nuevos mercados, articuladas con la voracidad consumidora de los ciudadanos atrapados en un círculo cerrado de generación y satisfacción de necesidades.

A toda actividad se imponen, de manera más o menos explícita, los patrones de la economía, rapidez y seguridad en la consecución de sus objetivos, en función de unos resultados que puedan medirse y evaluarse con rigor (Pérez Gómez, 1998b) y en la búsqueda de la rentabilidad y beneficio a corto plazo.

La primacía de esta lógica se sostiene en un desarrollo tecnológico que, basado en la informática y caracterizado por su rápida y profunda transformación, han permitido la modificación en las formas de producción y una consecuente posibilidad de generar nuevos y diversificados públicos consumidores y bienes de consumo. En relación al desarrollo tecnológico, una mención especial merecen las tecnologías de la información y de la comunicación, atendiendo a su impacto en las relaciones económicas, sociales, políticas y culturales.

Se trataría, a decir de Pérez Gómez, de una “revolución electrónica” cuyo efecto central ha sido el de producir inéditas formas de configuración del espacio y el tiempo,

presidida por los intercambios a distancia, por la supresión de las barreras temporales y las fronteras espaciales. Cada individuo, a través de la pequeña pantalla puede ponerse en comunicación, recorriendo las famosas autopistas de información, con los lugares más recónditos, las culturas más exóticas y distantes, las mercancías más extrañas, los objetos menos usuales en su medio cercano, las ideas y creaciones intelectuales más diferentes y novedosas. Se abre un mundo insospechado de intercambios por la inmediatez en la transmisión de informaciones (…) Un aspecto decisivo en esta nueva configuración ciudadana es que los intercambios cara a cara, propios del ámbito público de las sociedades clásicas, se sustituyen por los intercambios mediatizados por los medios electrónicos (Pérez Gómez, 1995, 12-13)[4].

Ahora bien, en esta primacía de la lógica económica sobre todos los aspectos de la vida social, el mundo se presenta a sí mismo en constante cambio: su forma actual es distinta a la de ayer y a la de mañana. El devenir científico-tecnológico de las últimas décadas, es el plano más visible en donde el significante del cambio constante y acelerado ancla y encuentra fundamento. Las cuatro últimas décadas del siglo XX han sido testigo de cambios revolucionarios a nivel científico-tecnológico que, al tiempo de ser asincrónicos respecto del avance en la solución de problemas sociales (Fernández, 1996), en muchos casos, refutan conocimientos previos y obligan a repensar las prácticas y valores vigentes no solo en ámbitos científicos, sino también socio-culturales. Esto se da en el marco de un cambio de paradigma socio-cultural y científico que supone “la transición entre un paradigma de las certezas que signó a la ciencia moderna, al paradigma de las incertidumbres que se constituye en la actualidad y del que tenemos indicios en nuestra cotidianeidad” (Lucarelli, 2003: 3).

Por un lado, este desarrollo aparece articulado con la tendencia a considerar al conocimiento como factor central en el nuevo patrón de desarrollo. Es de mencionar que esta tendencia en los países periféricos resulta paradójica con la propensión de la escuela a desplazar el conocimiento y la transmisión cultural del lugar central que allí se le asigna, para tener una función asistencial fundamental frente a necesidades básicas insatisfechas (salud, alimentación, protección y cuidado) de los sujetos que a ella concurren.

Por otro lado, en parte, pero no exclusivamente, haciendo un aprovechamiento de los antes referidos científicos tecnológicos, se ha registrado, en las últimas décadas, una tendencia a cambiar los estilos y modos organizativos en el sector empresarial, de modo que estos posibiliten una adaptación a las circunstancias de la economía mundial, que exige, principalmente: máxima calidad, ciclos de vida cortos de los productos y mayor adaptabilidad a las leyes del mercado. Los cambios en las formas de organizar la producción y división del trabajo, a nivel local y a nivel internacional, se fundamentan en la intencionalidad de adaptarse a tales “leyes” (auto)impuestas a productores, empleados y consumidores. Cambios que tienen lugar, primeramente, en las instituciones de producción, pero que también hacen un traslado a las “instituciones de existencia” (Enriquez, 1987).

En este sentido, la “flexibilidad de las organizaciones” se impone como idea central —y en contraposición a las estructuras jerárquicas y burocráticas— buscando eficacia en la producción y comunicación (aspecto, este último, en el que la computación ha tenido una importancia central). Como plantea Sennett, las direcciones de empresas prefieren ahora concebir las organizaciones como redes, esto es, con una estructura más ligera y flexible en la base y con posibilidad de ser desmontadas más rápidamente que los activos fijos de las jerarquías piramidales: “Esto significa que los ascensos y los despidos tienden a no estar estipulados en normas claras y fijas, como tampoco están rígidamente definidas las tareas: la red redefine constantemente su estructura” (Powel, 1994, citado en Sennett, 2000: 22). Erigiéndose como un régimen ilegible —hay un poder distribuido sin figuras de autoridad que lo representen, con reglas y controles difíciles de comprender (Sennett, 2000)—, la nueva estructura de las organizaciones exige a los trabajadores “un comportamiento ágil; se les pide también —con muy poca antelación— que estén abiertos al cambio, que asuman un riesgo tras otro, que dependan cada vez menos de los reglamentos y procedimientos formales. Poner el acento en la flexibilidad cambia el significado mismo del trabajo y con ello las palabras que usamos para hablar del trabajo… (Sennett, 2000).

En lo que respecta a la organización político-económica mundial, asistimos a diferentes formas de retirada y debilitamiento de los aparatos de Estado en la regulación de las economías y vida política de las naciones, con desplazamiento de las funciones públicas al mercado. Las democracias formales se mantienen como configuración política de las sociedades, como estados de derecho constitucionalmente regulados (Pérez Gómez, 1998b).

Ligada a esta cuestión, se observa una tendencia a la configuración de estructuras de poder político, económico, social y cultural mundiales que trascienden fronteras y Estados y que algunos autores conceptualizan como “desterritorialización” (Ianni, 1998). La globalización de las relaciones económicas a nivel mundial tiende a subordinar la política a la lógica e intereses empresariales y a agudizar la distribución desigual de las riquezas.

Como señala De Alba:

Cada día con más fuerza se nos presenta al mundo globalizado, a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, a la globalización como el horizonte de mundo y el contorno social hacia el cual vamos. Esto es, en esta fase o etapa o fin de época, el neoliberalismo, en sus distintas formas, con el significante globalización, se ha erigido como proyecto político y económico dominante: sin embargo, cada día es más evidente que este no se caracteriza por la riqueza de sus planteamientos sociales y políticos: en estos sentidos su pobreza es evidente (De Alba, 2007: 91).

Siguiendo el planteo de la citada autora, el significante de la globalización alude, principalmente, a la idea (totalizante y en muchos aspectos falsa) de que lo que ella comprende afecta al mundo en su totalidad, ofreciéndose como posibilidad para sistematizar, simplificar, hacer asible la complejidad, el orden/desorden del mundo contemporáneo que expresa una crisis reciente de la configuración moderna de los valores que, más o menos sólidamente, habían legitimado la vida social hasta mediados del siglo pasado. Lo que interesa rescatar del planteo de la autora es que se trata de una noción que “funge de obstáculo para asumir que vivimos en un contexto de crisis estructural generalizada de largo alcance” (De Alba, 2007: 158) y que, por tanto, ayuda a legitimar el orden dado, ocultando todo aquello que no incluye (o a los sectores sociales que no son contados por este relato) y presentándolo como el único posible de estos tiempos.

Asumimos, entonces, que el contexto socio-cultural actual está atravesado por una crisis, de la que los continuos cambios y transformaciones no son más que un emergente que da cuenta de la ruptura respecto a un orden anterior y que coloca entre signos de interrogación su proyección futura hacia un nuevo orden alternativo. Ahora bien, muchos de los rasgos con los que se caracteriza la vida social contemporánea no son exclusivos de esta época y tampoco aparecen por primera vez (incluso muchos de ellos pueden interpretarse como una exacerbación de algunos rasgos propios de otras etapas de la modernidad, hoy en crisis). Sin embargo, su articulación y hegemonía crea una visión de mundo y formas de actuar que dotan de peculiaridad este momento histórico. Esto permite diferenciarlo de los que lo antecedieron y su alcance alude a lo estructural y generalizado de su crisis.

Por ello, cuando se califica la crisis contemporánea como

generalizada” se hace referencia a que “afecta de muy diversas maneras a la mayoría o prácticamente a la totalidad de los sistemas sociales, políticos, culturales, económicos, etc. que existen en el mundo y que diversas formas se interrelacionan. Es la interrelación la que marca el carácter generalizado de la crisis (….) [la cual] está signada por la interrelación que comparte con un código semiótico (De Alba, 2007: 99).

Esta crisis en la historia de la modernidad no es coyuntural, no es interna a la estructura misma y no puede encontrar salida con el reacomodamiento de sus elementos: justamente, “estructural” refiere a un rompimiento (De Alba, 2007). En el planteo de Laclau, la idea de crisis estructural se asume como resultado no de una contradicción interna, sino de una dislocación:

La contradicción es un momento necesario de la estructura y es, por lo tanto, interior a ella. La contradicción tiene un espacio de representación. Pero la dislocación (…) no es un momento necesario en la autotransformación de la estructura, sino que es el fracaso en la constitución de esta última (Laclau, 1990: 63).

En el marco conceptual del citado autor, esta crisis supone la dislocación de las estructuralidades que, hasta aquí, habían constituido a la sociedad, y conlleva a la pérdida de significantes vacíos (entendidos como aquellos que asumen la función de significar al sistema, a la totalidad social, articulando elementos equivalentes y cancelando con ello las diferencias… La libertad, la autonomía, la justicia, la revolución han sido significantes vacíos que organizaron y dieron sentido a las sociedades y vidas individuales del siglo XX (De Alba, 2007).

De este modo, la crisis estructural generalizada implica una ruptura en el registro de lo imaginario y conduce a la ausencia de horizontes utópicos que remitan a un nuevo proyecto —político, social y cultural— que oriente el hacer social y lo constituya.

3. Subjetividad, devenir de la cultura y su malestar en el fin de época

Veamos ahora los modos en que la caracterización desarrollada en el apartado anterior tiene correlato en el plano de las interacciones, en las configuraciones vinculares y subjetivas de los sujetos que transitan y se socializan en la sociedad contemporánea. Para ello, será necesario no perder de vista que estamos hablando de un momento histórico signado por la ruptura de los órdenes simbólicos que durante la modernidad regularon la actividad humana, y del “avasallamiento de los valores que sostienen el dominio del capital, las corporaciones y la ganancia” (Baz, 2006). Estos valores atraviesan los vínculos y las pertenencias sociales “en la forma de una pérdida de la experiencia de lo colectivo y en una complicidad —frecuentemente no consciente— con la lógica de un mundo insolidario” (Baz, 2006): contexto global, de incertidumbres variadas, cuyos visos de singularidad en el escenario latinoamericano se relacionan con la dependencia, la escasez de recursos, la desigualdad y la exclusión.

Las instituciones ya no protegen (como antes), y los referentes identificatorios que ofrecen aparecen difusos. Siguiendo a Lucía Garay, quien se refiere en este punto al ámbito educativo, afirmamos que en este contexto lo que se ha “perdido” es la

legitimidad del orden simbólico unívoco que estructuró las funciones y la vida institucional de la escuela durante más de un siglo. La capacidad de generar ideales educativos, constituidos en metas deseables para los sujetos de la educación, está en déficit. Los ideales que marcaban la identidad de ser escolar, estudiante, maestro o profesor están quebrados (Garay, 1996: 154).

La desprotección en la que nos deja la crisis estructural indica que la condición de vulnerabilidad se generaliza y diversifica: ya no se sitúa en los márgenes sociales (Negrete Arteaga, 2010). Como señala Giddens,

donde quiera que miremos, vemos instituciones que parecen iguales desde afuera, y llevan los mismos nombres, pero por dentro son bastante diferentes. Seguimos hablando de la Nación, la familia, el trabajo, la tradición, la naturaleza, como si todos fueran iguales en el pasado. No lo son. El cascarón exterior permanece, pero por dentro han cambiado (…) Son lo que llamo instituciones cascarón (…) que se han vuelto inadecuadas para las tareas que están llamadas a cumplir (Giddens, 2000: 30).

En la experiencia de los sujetos, se trata de un “tiempo sin certezas”: en lo laboral, hay escasas posibilidades de previsibilidad futura y de estabilidad. La experiencia acumulada y la idea de “carrera” no se ajustan a estos tiempos; en lo vincular, los afectos se hacen “flotantes”, esto es, sin responsabilidad hacia el otro. Las interacciones están preeminentemente mediadas por tecnologías y por la multiplicidad de “vínculos” sin cara ni cuerpo, ni mirada (incluso, ahora, sin voz) que ofrece la cibercultura, con una consecuente pérdida del sentido de responsabilidad y cuidado del otro (Baumann, 2000).

Desde la perspectiva de Baudrillard y Guillaume, se trata de “comunicaciones espectrales”, de nuevas formas de socialidad signadas, muchas veces, por el anonimato ante la ausencia del cuerpo:

en la actualidad, las máquinas que sirven para comunicar (conmutar) engendran redes flotantes donde se encuentran espectralmente personas desconocidas, (…), entre las cuales se puede iniciar un juego de identidad, de enmascaramiento o de intersubjetividad (…), en este sentido la espectralidad se constituye como un modo de ser que modifica globalmente las sensibilidades, los comportamientos y las relaciones mucho más allá de los dispositivos técnicos y de los usos de la comunicación (Baudrillard, y Guillaume, 2000: 37).

Baudrillard plantea que la espectralidad es una experiencia de “dispersión del ser”, sosteniendo la hipótesis de la probabilidad de que el exceso de narcisismo o individualismo, característico de nuestra época, sea una compensación que tiende a ayudar al sujeto a “resistir su dispersión en las mediaciones que entabla y que lo atraviesan, tendiente, a fin de cuentas, a resguardar las apariencias de su unidad” (Baudrillard y Guillaume, 2000: 42) frente a la pluralidad de lo relacional y del mundo social.

En lo que respecta al ámbito laboral, Richard Sennett describe el modo en que la idea de “flexibilidad” pretende suavizar la opresión que ejerce el capitalismo: por un lado, poniendo en primer plano la libertad que esta ofrecería a los sujetos para moldear sus vidas y trazar sus caminos por fuera de estructuras rígidas y jerárquicas (en las que tendrían un margen escaso de elección y muy poca capacidad de decisión); por otro lado, ocultando —bajo las ideas de oportunidad, cambio, desafío, nuevo, proyecto— la ansiedad que generan los riesgos asumidos en un terreno caracterizado por la inestabilidad, el cortoplacismo y la superficialidad en las relaciones. En este marco,

la disposición a arriesgar ya no es el territorio exclusivo de los capitalistas de riesgo o de individuos sumamente temerarios. El riesgo tiende a volverse una necesidad diaria sostenida por las masas (…) la inestabilidad misma de las organizaciones flexibles impone a los trabajadores la necesidad de ‘cambiar de tiesto’, es decir, de asumir riesgos en su trabajo (Sennett, 2000: 85).

De este modo, el riesgo refiere a las posibilidades de éxito y fracaso. En el movimiento de una posición a otra, en un contexto de mercado lo suficientemente dinámico como para tener buenos resultados haciendo lo mismo y/o del mismo modo año tras año (Harrison) la idea de empleo es sustituida por la de proyectos (con un inicio, objetivos, metas y plazo determinados de antemano).

Este dinamismo, entonces, producido por la búsqueda de la máxima rentabilidad —y el consumismo exacerbado de la sociedad contemporánea— colisiona con la viabilidad de organizaciones estables en el tiempo y estructuradas en torno a la intencionalidad del largo plazo. La idea tradicional de “carrera” (entendida como camino recto, en ascenso, que avanza por los estamentos de una o dos instituciones, en función del despliegue de un solo juego de cualificaciones) se está debilitando para los trabajadores cuya vida laboral tiende a regirse por el principio “nada a largo plazo” (Sennett, 2000).

Por un lado, de este principio se deriva el escaso o inexistente valor atribuido a:

  • la experiencia acumulada (Baumann, 2000) a lo largo de la vida laboral, que incluso puede constituirse en un obstáculo en la consecución de los cambios que el contexto requiere;
  • la posibilidad de transmisión del saber-hacer (que se volvería rápidamente vetusto) albergado en ella (Baumann, 2000);
  • la idea de “gratificación postergada” (Sennett, 2000), esto es “trabajar duro y esperar”, con el horizonte de una recompensa, en el largo plazo, producto del esfuerzo sostenido y prolongado.

Complementariamente, el imperativo categórico de la juventud como modelo de vida y satisfacción también penetra en el campo laboral. “Juventud” se identifica con flexibilidad, maleabilidad y sumisión, y “vejez” se identifica con rigidez y capacidad crítica. Esta rigidez es vista, además, como una imposibilidad de continuar adquiriendo habilidades complejas, como una descualificación natural que ubica a los más experimentados en un lugar de desventaja frente a la “frescura y flexibilidad” de los más jóvenes (Sennett, 2000).

Por otra parte, y fundamentalmente, el principio

“nada a largo plazo” (…) corroe la confianza, la lealtad y el compromiso mutuos[5] (…). Estos vínculos sociales tardan en desarrollarse, y lentamente echan raíces en las grietas de las instituciones. La organización a corto plazo de las instituciones limita la posibilidad que madure la confianza informal (Sennett, 2000: 22-23).

Asimismo, como lo explica el citado autor, las estructuras de redes flexibles, las formas fugaces de asociación, el trabajo en equipo —en el cual sus miembros pasan de una tarea a la otra y su composición varía durante el proceso— coadyuvan al debilitamiento de los vínculos sociales. En tanto, los lazos sociales sólidos han dejado de ser funcionales a la lógica del mercado. La “ética del trabajo en equipo”, que celebra la sensibilidad de sus integrantes, les solicita “capacidades blandas” (ser buen oyente, tener capacidad de cooperar), promueve la capacidad de adaptación y resulta funcional a una economía política flexible. De este modo, “para hacer frente a las realidades actuales, el desapego y la cooperación superficial son una armadura mejor que el comportamiento basado en los valores de la lealtad y servicio” (Sennett, 2000: 24).

Estos rasgos, o efectos, de la dimensión temporal del capitalismo flexible están entre los factores que más afectan las vidas emocionales; especialmente, cuando esos valores se trasladan a la vida familiar. Una dificultad que enfrentan los trabajadores que, en al ámbito familiar, cumplen un rol parental radica en el hecho de que los valores que pretenden inculcarles a sus hijos no son practicados por ellos o por su generación. Los comportamientos que se generan para la supervivencia en el trabajo, poco colaboran en la construcción de una figura de padre modélico. Así, para muchas familias, el problema se plantea en términos de “cómo proteger las relaciones familiares para que no sucumban a los comportamientos a corto plazo, el modo de pensar inmediato y, básicamente, el débil grado de lealtad y compromiso que caracterizan al moderno lugar de trabajo” (Sennett, 2000: 25).

Ante la permanente inestabilidad personal y profesional a la que los sujetos están enfrentados como consecuencia de un mercado que se sostiene en la innovación permanente y en un sistema que “irradia indiferencia” (en tanto deja en evidencia que las personas son prescindibles), asistimos a una tendencia a la insatisfacción, ansiedad y/o anomia, a un empobrecimiento de los vínculos, al deterioro de las redes identificatorias, a un repliegue en el mundo privado individual que tampoco resulta satisfactorio (Quiroga, 1998).

Ahora bien, para formar parte de ese mundo —que se presenta a sí mismo como un mundo globalizado y en constante cambio— y ocupar un lugar legítimo en el orden que él establece, los sujetos están compelidos a su transformación constante (Ferry, 1987; Beillerot, 1996). La novedad, el cambio y la originalidad se erigen como valores centrales en la vida social contemporánea: estar preparado para vivir en permanente adaptación a las exigencias cambiantes de un mundo en constante transformación se vuelve imperativo de los discursos pedagógicos de la época, y la sociedad se vuelve una sociedad pedagógica (Beillerot, 1996), en la que

… se ha impuesto como una evidencia la idea de una formación que responda a todas las interrogantes, a todos los desórdenes, a todas las angustias de los individuos y de los grupos desorientados y movilizados por un mundo en constante mutación y, además, desestabilizado por la crisis económica. De la formación uno espera, definitivamente, el dominio de las acciones y situaciones nuevas, el cambio social y personal que uno ya no espera de las estructuras, el remedio al desempleo, la democratización de la cultura, la comunicación y la cooperación entre los seres humanos, en fin, el nacimiento a la ‘vida verdadera’ (Ferry, 1987: 45-46).

El espacio social se ve saturado de dispositivos que participan de un mercado que oferta y vende la formación a través de cursos, talleres y carreras que, en una variedad importante de formatos, van desde la tradicional modalidad presencial hasta la virtualidad tecnológica. La formación de los docentes, de quienes podría decirse que son los profesionales de la formación, no ha escapado a esta situación, y la necesidad de actualización y capacitación se ha presentado de la mano de las reformas educativas que han tenido lugar, en América Latina, en la década de los 90.

La formación se impone[6] al sujeto como una ley natural, como forma universal de relación social con fuerte vigencia en su vida cotidiana. Lejos de remitirse exclusivamente a lo profesional:

invade todos los dominios: uno se forma en múltiples actividades de esparcimiento, uno se forma como consumidor, como inquilino, como padre, como compañero sexual. Uno se forma en todos los niveles de responsabilidad y, de ser posible, de forma permanente, desde la primera infancia hasta la última etapa de la tercera edad. Es la escuela a perpetuidad (Ferry, 1987: 45).

Nos encontramos ante un nuevo patrón: el del individualismo del autodiseño (Dussel, 2006), que promueve la posibilidad de cada sujeto para diseñar su propia vida, no ya en nombre de una ética protestante del esfuerzo, sino en función de la satisfacción de deseos y necesidades (Himanen, 2002). Este individualismo, además, deposita sobre las espaldas del sujeto la responsabilidad de su propio éxito o fracaso.

Al respecto, Inés Dussel señala que

estamos viviendo una transformación en las formas del individualismo que organizan la vida comunitaria, que los niños y adolescentes de hoy ponen en evidencia. Mientras que en el siglo XIX se priorizaba la ‘búsqueda del yo’ interior, en una mirada hacia uno mismo, y el siglo XX fue el siglo del narcisismo (Lasch, 1999), ahora estamos pasando a una época del individualismo del autodiseño, del trabajo permanente y sostenido para convertir la propia existencia en un objeto estético original y creativo, una recreación sin fin, en un movimiento continuo sobre sí mismo para desarrollar plenamente las capacidades (Slotedijk, 2005: 15) (…) El individualismo del autodiseño se configura así como un nuevo patrón que vuelve mucho más difícil establecer lazos colectivos, formas de autoridad tradicionales y pautas de transmisión culturales más estables y duraderas (Dussel, 2006: 149).

Esta forma de individualismo queda así articulada con la prevalencia de la idea de placer como modo de vida y la satisfacción del impulso como modo de conducta:

las ‘restricciones puritanas y la ética protestante’, que tanto coadyuvaron al desarrollo capitalista, han sido relegadas y apartadas como formas culturales de vida, lo que (…) supone un quiebre cultural sin precedentes (…). El mercado, resituado en una economía de oferta, encuentra en las nuevas necesidades emotivas en el terreno apropiado para su expansión. La satisfacción de la emotividad se troca con el consumismo; consumo de servicios, de bienes, de estéticas y de status (Pérez Gómez, 1998b: 54-55).

Se trata de un individualismo exacerbado (Santos Guerra, 2000) por el cual los sujetos tienden a priorizar la búsqueda y defensa de los intereses y beneficios individuales/personales, en detrimento de los proyectos colectivos, utópicos y/o solidarios. Es un tiempo de deconstrucción de estructuras previas (erigidas en la modernidad) que invisibilizan horizontes utópicos en los que se apoyen proyectos políticos y sociales de largo plazo (De Alba, 2003) y favorecen la “individuación extrema, [la] competencia deshumanizante y [la] pérdida de la solidaridad mínima que pueda sostener la urdimbre de la trama social hasta ahora existente” (Souto, 2000: 11).

En el ámbito educativo, la lógica escolar no permite vislumbrar cómo hacer frente a las nuevas formas de producción y circulación de los saberes, a las transformaciones de las relaciones de autoridad, a la emergencia de nuevas subjetividades. De este modo, al sustrato conflictivo de las instituciones, al malestar irreductible propio de la vida social[7], se acopla el sufrimiento por la desprotección a la que venimos aludiendo… Si ya no hay legitimidades garantizadas para las instituciones —si las ideas mismas de transmisión y de largo plazo aparecen en crisis—, pareciera que deben arreglárselas como pueden o quieren: docentes quejándose de que los chicos ya no son como los de antes, adultos abdicando de su autoridad ante el cuestionamiento, escuelas que se sienten como últimos reductos que defienden valores en desuso y que se vinculan con sospecha y enojo con la sociedad de la que forman parte (Dubet, 2004).

Por lo hasta aquí expuesto, parecería que la experiencia colectiva se sume en un pensamiento distópico no solo basado en la idea melancólica de que todo pasado fue mejor (Dussel, 2008), sino que, además, daría lugar a un “malestar sobrante” (Bleichmar, 1997)[8] producido por la dificultad de imaginar que un futuro mejor es posible (Dussel, 2008). Un malestar que, en el caso que estamos analizando, estaría dado “por la cantidad de inteligencia desperdiciada, de talento y entusiasmo sofocado, con el cual cada uno paga el precio de su propia inserción [a la vida institucional]” (Bleichmar, 1997: 1 y 4).

De este modo, se impone como necesaria la invención de nuevas estrategias que permitan comprender las problemáticas de la sociedad contemporánea, generar “nuevas protecciones” y atender a la emergencia de necesidades educativas que aparecen rebasando los procesos de escolarización (Negrete Arteaga, 2007)[9].

Siguiendo a Bleichmar (1997:1), “la profunda mutación histórica sufrida en los últimos años deja a cada sujeto despojado de un proyecto trascendente que posibilite, de algún modo, avizorar modos de disminución del malestar reinante”. La citada autora acuña la noción de “malestar sobrante”, aludiendo no solo a las renuncias pulsionales que posibilitan nuestra convivencia con otros seres humanos, sino “a una resignación de aspectos sustanciales del ser mismo como efecto de circunstancias sobreagregadas (…). El malestar sobrante está dado por algo más, que somete al desaliento y a la indignidad, y nos melancoliza como viejos” (Bleichmar, 1997: 1 y 4).

4. Declive del Programa Institucional Moderno y crisis del proceso de identificación

Las caracterizaciones y conceptualizaciones que buscan aportar a la comprensión de la época que transitamos contienen, como denominador común, alusiones, de manera directa o indirecta, a la fisura y desvanecimiento de la racionalidad moderna, a la pérdida de legitimidad de sus valores y formas de vida, a un desgaste de lo que ella sostenía como cierto.

Negando, criticando o indicando la idea de superación de la modernidad (erigido en núcleo de atención, debate y análisis), la noción de postmodernidad[10] emerge y se instala como concepto central en gran parte de las producciones filosóficas y sociológicas que hacia fines de los años 80 comenzaron a intentar dar cuenta de las características económicas, sociales y políticas que se erigían como disruptivas en relación al ethos moderno. Tanto esta noción, como otras contiguas (que buscan señalar una diferencia de índole conceptual: modernidad tardía, modernidad líquida, capitalismo flexible, sociedad post-industrial…) caracterizan a la sociedad contemporánea dentro del período histórico llamado moderno.

Las dos guerras mundiales, la emergencia del totalitarismo, la caída del movimiento obrero (Castoriadis, 1989) y, con ello, la puesta en cuestión del mito del progreso de la humanidad sostenida en la razón y el conocimiento científico fueron circunstancias históricas que marcaron la entrada de la sociedad moderna en una nueva fase. A partir de la década de los 50 los pilares de la vida moderna entran en una fase crítica y

gran parte de los aspectos que caracterizan nuestro presente comienzan a manifestarse en esta etapa. Esa crisis involucra aspectos muy diversos de nuestra vida y abarca el mundo del trabajo y el Estado-nación como principales expresiones de la sociedad moderna, pero, también, a otras instituciones tales como la familia, la escuela, la ciencia y la propia imagen de la promesa de la cultura y el progreso (…) Si la modernidad creció, y se configuró al calor de la promesa de que la humanidad se encaminaba hacia un progreso y crecimiento constante, los distintos acontecimientos del siglo XX nos han dejado, por lo menos, dudando acerca de esta promesa (Rodrigo, 2009).

Además —y esta es una cuestión central en el planteo que realizamos—, la crisis trastoca los modos “tradicionales” de producción, circulación y distribución del saber. En este sentido, la idea misma de la conservación y transmisión de la cultura entra en crisis y deja, en primer plano, la pregunta respecto de cómo garantizar la transmisión intergeneracional y establecer ciertos puntos de referencia si estos están en constante transformación (Dussel, 2006). Siguiendo el planteo de Martín-Barbero (2003), las nuevas generaciones realizan un replanteamiento radical de las formas tradicionales de continuidad cultural y, más que buscar su nicho entre las culturas ya legitimadas por las generaciones que les preceden, se radicaliza la experiencia de desanclaje, sobre las particularidades de los mapas mentales y las prácticas locales. Nos encontramos frente al problema relativo a

¿cómo lograr cierta estabilidad en la transmisión intergeneracional que asegure el pasaje de la cultura de adultos a jóvenes? ¿Cómo establecer ciertos puntos de referencia si tanto los puntos de partida como los de llegada están en permanente cambio? ¿Cómo evitar que esa transmisión no se interrumpa con las dislocaciones (exilios, desempleo, mudanzas, quiebras) y turbulencias a las que están sometidas hoy amplias capas de la población? (Dussel, 2006: 149-150).

Estas preguntas se vinculan con las características de los procesos de socialización de los sujetos en el actual contexto socio-cultural actual, entendiendo que toda socialización

… implica la internalización de la sociedad en cuanto tal y de la realidad objetiva en ella establecida, y, al mismo tiempo, el establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua. La sociedad, la identidad y la realidad se cristalizan subjetivamente en el mismo proceso (Berger y Luckman, 1986: 167 y 170).

Las conceptualizaciones de Cornelius Castoriadis y Françoise Dubet permiten dar cuenta de la peculiaridad de este doble, simultáneo y complementario movimiento de inclusión del sujeto en el orden simbólico (por el cual la sociedad y su orden se perpetúan y reproducen continuamente)[11], y de internalización de dicho orden en el sujeto (por el cual se constituye como tal)[12]. En el marco de su teoría de la institución imaginaria de la sociedad y desde el concepto de crisis del proceso de identificación, el primero de los autores nos ayuda a pensar en la peculiaridad que tiene ese componente tan importante de la socialización en un contexto de crisis de las significaciones sociales. El segundo de los citados autores, desde el concepto nodal de Programa Institucional y su declive, focaliza la mirada en los rasgos que adquiere el proceso mismo de socialización en la sociedad contemporánea.

Ambos autores proponen una mirada de lo social que descansa en aportes diversos del campo de las ciencias sociales y humanas y comparten el supuesto fundamental relativo al carácter bifronte de las instituciones de la sociedad, procurando mostrar diferentes aspectos involucrados en los procesos que dan lugar a la configuración subjetiva de los sujetos y a su inserción en el orden sociocultural que los acoge y del que forman parte.

4.1. Crisis de las significaciones imaginarias sociales

La obra de Cornelius Castoriadis presenta un importante desarrollo dedicado a la comprensión de los procesos por los cuales históricamente las sociedades han ido instituyendo e instituyen una realidad, un modo de existencia socio-histórica que se condice con un tipo antropológico en cada momento histórico. Su teoría de la sociedad instituyente-instituida se asienta en la idea de que toda sociedad instituye universos de significaciones las cuales, estableciendo lo que es y lo que debe ser cada sujeto y su mundo, se erigen como instancias organizadoras del mundo y sus sentidos (Castoriadis, 1975).

A diferencia de las representaciones que siempre son representación de un objeto o de un sujeto (Jodelet, 1984), las significaciones imaginarias no se refieren a lo percibido (real) o pensado (racional), no tienen referente a un objeto o sujeto: ellas son su propio referente (Castoriadis, 1975). Denominadas así, no refieren ni a la realidad ni a la lógica; estas significaciones son producto de una fuerza de creación: el imaginario social instituyente, por el cual se explica el nacimiento de la sociedad y la evolución de la historia. Así, los sujetos y objetos existen a partir de esas significaciones centrales, constitutivas del imaginario social, instituyendo un modo de ser de las cosas, haciendo inteligible el mundo, dotándolo de categorías para significarlo. Las significaciones sociales, entonces, aparecen estructurando las representaciones del mundo y, con ello, condicionando y orientando el hacer (designando lo que debe y no debe hacerse y estipulando los fines de la acción). Además, las significaciones establecen los tipos de afectos característicos de una sociedad que instituyen un “tipo antropológico específico” (Castoriadis, 1998: 127).

Ahora bien, Castoriadis plantea que no todas las significaciones tienen un mismo rango, y señala que, de todas estas, una sociedad instituye la más importante, que es la que concierne a ella misma y por la que se ha representado a sí misma: “a esta representación está indisociablemente unida el quererse como sociedad y como esta sociedad, es decir una catexis tanto de la colectividad concreta como de las leyes que hacen que esta colectividad sea lo que es” (Castoriadis, 1998: 128). Que las significaciones instituidas sean catectizadas como imperecederas por parte de los miembros de la sociedad es lo que posibilita que ellos se identifiquen con la representación que el colectivo les ofrece, configurar su subjetividad y ser parte de un nosotros que lo protege de la idea de su inevitable e inaceptable mortalidad.

Siguiendo este planteo, la emergencia y el devenir de las sociedades modernas se sostuvieron en la institución efectiva de dos significaciones centrales: la de la expansión ilimitada del dominio racional sobre la naturaleza y los seres humanos; la de la autonomía individual y social. La primera, ligada al proyecto capitalista, promueve el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas en base a una racionalidad instrumental y cuyos imperativos complementarios serían los de “acumular-consumir-racionalizar-dominar”. La segunda, ligada a la dimensión política del proyecto democrático, remite a la construcción de una sociedad de iguales, que crea sus propias leyes y que puede interrogar sus instituciones.

Complementarias en su oposición a las significaciones propias de la religión cristiana, ambas significaciones son, en realidad, antinómicas entre sí: mientras que el horizonte de la primera es la democracia participativa, la segunda conduce al sometimiento, a la regulación del mercado empresarial (a través de sus organizaciones, plausibles de concretarse como espacios “micrototalitarios”). Pese a ser antinómicas, se invaden una a la otra y pese a que el devenir de la historia nos ha conducido a una hegemonía y radicalización de las significaciones que constituyen el imaginario capitalista, encontramos que este no ha destruido el imaginario democrático. Sin embargo, muchas de sus significaciones se han fusionado y redefinido en el seno del neoliberalismo y muchas de ellas, también, han contribuido a la consolidación del capitalismo[13].

La dominación del imaginario capitalista se expresa tanto en la expansión del consumo (cada vez más planificado y manipulado) como en la despolitización de los ciudadanos y en su repliegue de todos sus asuntos a la esfera de la vida privada conducentes a un individualismo cada vez más extremo. El individualismo del liberalismo clásico (que postula el ejercicio de las libertades individuales en base al consenso sobre condiciones de seguridad para que intereses individuales puedan ser desarrollados) y sus postulados de “libertad e igualdad” quedan trastocados en el magma de significaciones que constituyen el imaginario capitalista: un individualismo que —lejos de conducir al vínculo, a la comunidad— fragmenta, atomiza, enfrenta a las partes de una sociedad en la competencia desenfrenada por los bienes de consumo y las posiciones de poder.

En palabras de Castoriadis:

La población se hunde en la privatización y cede el dominio público a las oligarquías burocráticas, administrativas y financieras. Emerge un nuevo tipo de individuo, definido por la avidez, la frustración, el conformismo generalizado (lo cual en la esfera de la cultura se llama pomposamente postmodernismo). Todo esto se ha materializado en estructuras pesadas: la carrera loca y potencialmente letal de la tecno-ciencia autonomizada, el onanismo consumista, televisivo y publicitario, la atomización de la sociedad, la rápida caducidad técnica y ‘moral’ de todos los ‘productos’, ‘riquezas’ que, creciendo sin cesar, se escapan entre los dedos. Al parecer, el capitalismo por fin logró fabricar al tipo de individuo que le ‘corresponde’: perpetuamente distraído, saltando de un ‘placer’ a otro, sin memoria, sin proyecto, dispuesto a responder a todas las solicitudes de una maquinaria económica que destruye cada vez más la biósfera del planeta para producir ilusiones llamadas mercancías (Castoriadis, 1998: 9).

De este modo, la traducción subjetiva de la “expansión (aparentemente ilimitada) del dominio” es el individuo descripto por Castoriadis. Este es quien puede satisfacer su placer (comercialmente formateado) en el consumo incesante de mercancías que se ofrecen como referentes identificatorios caracterizados por su labilidad y rápida obsolescencia —que hacen que el modelo general de identificación sea el del individuo que gana lo más posible y disfruta al máximo— esto es, la del individuo que más puede consumir.

Ahora bien, ¿por qué Castoriadis plantea que la sociedad contemporánea atraviesa una crisis en sus significaciones imaginarias sociales que llegan a alcanzar a un elemento tan importante de la socialización como es el proceso de identificación? Porque las significaciones que están en crisis son aquellas que tienen el potencial de mantener cohesionada la sociedad y que le ofrecen a las nuevas generaciones la posibilidad de incluirse en un nosotros, de formar parte de una colectividad que, representándose a sí misma como un algo, se suponga imperecedera y permita inscribir la individualidad en un proyecto que la trascienda. Así,

los occidentales modernos se han representado como aquellos que, por una parte, iban a establecer la libertad, la igualdad, la justicia y, de otra, iban a ser los artesanos de un movimiento de progresión material y espiritual de la humanidad entera. Nada de esto vale para el hombre contemporáneo. Este no cree más en el progreso, excepto en el estrechamente técnico, y no posee ningún proyecto político. Si se piensa a sí mismo, se ve como una brizna de paja sobre la ola de la Historia, y a su sociedad como una nave a la deriva (Castoriadis, 1999b: 1).

Entonces, el individualismo del que venimos hablando se construye en oposición a la comunidad, a lo colectivo, haciendo que el sentido de lo imperecedero no pueda encontrarse en ningún lugar: “sentido que concierne a la auto-representación de la sociedad, sentido de que los individuos pueden participar, sentido que les permite dar un sentido al mundo, a la vida y, finalmente, a su muerte” (Castoriadis, 1998: 128). Sentido que juega un papel central en el proceso identificatorio: un sentido de futuro sostenido por la sociedad y sus ideales compartidos.

La renuncia que supone toda socialización es a cambio de encontrar un lugar en el mundo, de satisfacer las necesidades básicas, de encontrar una mínima cuota de placer en la vida común y en lo que ella le promete y, principalmente, de encontrar sentido en las significaciones que la sociedad le ofrezca y de poder catectizarlas. La sociedad podrá hacer con el sujeto “lo que ella quiera”; un burgués, un nazi, un budista…), pero lo que no podrá hacer es procurarle un sentido. Para Castoriadis la socialización es la entrada del sujeto en el magma de significaciones sociales que dan sentido a la vida colectiva e individual, que es la sociedad, y se apoya no solo en la necesidad biológica (hambre), sino, fundamentalmente, en la necesidad psíquica de sentido generada una vez rota la clausura monádica inicial[14]:

la ruptura de esta totalidad solo es posible si, de forma continuada, se ponen al alcance de la psique sucedáneos de sí y de sentido. Se trata del proceso de identificación, que transfiere inicialmente a objetos inmediatos, después a las diferentes formas instituidas de la colectividad y a las significaciones que las animan, quanta de catexis extraídos de la autocatexis inicial. De forma quizás ya incomprensible para algunos individuos de las sociedades modernas, el salvaje es su tribu, el fanático es su iglesia, el nacional es su nación, el miembro de una minoría étnica es esta minoría, y recíprocamente (Castoriadis, 1999a: 186).

En el mundo contemporáneo, de debilitamiento de lo colectivo, los círculos concéntricos (la familia, la parentela, la localidad, el grupo de edad, la clase social, la nación, la etnia) que le ofrecen al sujeto instancias sucesivas de socialización —y, con ellas, la ampliación de su mundo de sentido— parecen ser cada vez más acotados, en un contexto en que lo colectivo está debilitado. La invitación a la (auto)satisfacción a través del consumo en los mundos privados, atravesada por la ilusión de libertad individual absoluta y omnipotencia —similar a la de la mónada— donde “todo es yo” podría interpretarse como el ícono del ascenso de la insignificancia, por el cual se reduce cada vez más el mundo de sentido “común”, despojándolo, cada vez más, de protecciones ante la angustia de su propia finitud y disminuyendo las posibilidades de una sociedad y una subjetividad autónomas.

4.2. Decadencia de las instituciones

El planteo sociológico de François Dubet postula que asistimos al declive del programa institucional de la modernidad, anunciado e inscripto en la génesis de su conformación y producido por la exacerbación de sus contradicciones latentes y sobre las cuales ha perdido capacidad ideológica para borrarlas u ocultarlas. La hipótesis que desarrolla Dubet es que la crisis

no es solo una dificultad de adaptación a un entorno en movimiento, sino que es una crisis del propio proceso de socialización, una crisis, inscrita en una mutación profunda del trabajo sobre el otro. Esta mutación está ligada a las transformaciones de la modernidad que trastocan el ordenamiento simbólico de la socialización, de la formación de los individuos y, por consiguiente, de la manera de instituir a los actores sociales y a los sujetos (Dubet: 2007: 41).

Su carácter de socializador y su matriz eclesiástica son los dos elementos fundamentales que definen la noción de programa institucional, al que entiende como “el proceso social que transforma valores y principios en acción y en subjetividad, por el sesgo de un trabajo profesional específico y organizado” (Dubet, 2002: 32). De este modo, el autor focaliza su mirada analítica en los modos y procesos que buscan la internalización de las instituciones, la constitución del sujeto y su incorporación a la vida social, señalando sus rasgos estables hoy en decadencia.

Respecto al primero de los elementos señalados, Dubet indica que la nota distintiva del programa institucional de la modernidad lo constituye el hecho —ya señalado por otros autores aquí citados— de que reposa sobre la resolución de una paradoja fundamental: en el mismo movimiento produce una socialización y una subjetivación, posibilitando la constitución del sujeto social “obediente”, conforme a los requisitos, normas y reglas de la vida social y un sujeto consciente de sí mismo, autónomo, con capacidad de reflexividad individual y de gobernar su vida. Así: “cuanto más me socializo, más me convierto en individuo (…) más sujeto soy, porque interiorizo la obligación de ser libre y, en consecuencia, de ser mi propio censor” (Dubet, 2002: 48). El sujeto actúa conforme a principios generales, que interioriza por vía del disciplinamiento y que le permiten simultáneamente adaptarse al mundo, a la vez que criticarlo.

De este modo el programa institucional postula un principio de continuidad del control social a la subjetivación, por el que la libertad del sujeto es posible conforme a su sumisión a los principios universales que custodian las instituciones. Por ello, para cumplir su tarea, el programa institucional remite a valores y normas universales y se propone como mediación entre ellos y los individuos particulares.

La eficacia de la socialización moderna pasa por esta referencia a universales que se perciben como exteriores, como terceros a los cuales referir la experiencia humana, tanto en el plano individual como en el colectivo. Y es esta una de las características que hacen la matriz eclesiástica del programa moderno. Desde el planteo de Dubet, tanto la escuela moderna, como todas aquellas instituciones que proponen un trabajo sobre los otros en pos de su socialización, se estructuran en torno al modelo de “conversión de las almas” propio de la forma hegemónica anterior a la modernidad: la Iglesia, ahora secularizada, como espacio moral.

Si la modernidad implicó la secularización de la matriz eclesiástica del programa institucional, el declive institucional contemporáneo correspondería a la secularización de esa secularización (Dubet, 2002). Se trata de una decadencia institucional que, sin implicar una ruptura o un pasaje hacia otro modelo alternativo, supone la descomposición paulatina de la matriz religiosa del programa institucional. Veamos, pues, cuáles son los componentes de esa matriz y qué rasgos distintivos le imprime al programa institucional:

  • Se funda sobre valores y principios tenidos como sagrados: esto es, situados fuera del mundo, por encima de la sociedad y siendo indiscutibles en el marco de la institución. En la modernidad, lo sagrado secularizado está encarnado en las ideas de la Razón, la Nación, el progreso y la ciencia.
  • Tiene un carácter de extraterritorialización, en el sentido de situarse relativamente fuera del mundo, en espacios que estén protegidos de los desórdenes, los intereses, las pasiones del mundo externo. Dubet se vale de la imagen del santuario para aludir a esta característica y plantea que un espacio tal, al mismo tiempo que “autoriza a un mayor abandono de sí por parte de los individuos, como ocurre con la confesión, el desnudo de los enfermos o las confidencias que se hacen a un trabajador social (…) crea una igualdad fundamental entre los individuos, despojados de sus oropeles sociales, en lo que respecta a la institución” (Dubet, 2002: 38).
  • Su trabajo (el trabajo sobre los otros) está dotado de una legitimidad que no es estrictamente técnica o instrumental, sino que se funda en los valores con los que se identifica a los profesionales. Se trata de lo que Dubet denomina “dimensión vocacional” del trabajo sobre los otros, que supone que este no queda reducido a un simple oficio, sino que, por el contrario supone un conjunto de disposiciones personales por las cuales es factible que los valores de la institución formen parte de una ética personal o de los atributos de personalidad de quienes la ejercen.
  • La, ya mencionada, idea de “conversión” en la que sustenta su trabajo, a través del cual el sujeto es “arrancado” de su propia naturaleza, para convidarlo a participar de los universales de la fe y la razón que —una vez incorporados, a través del entrenamiento de los ritos y las disciplinas (esto es, habiéndose convertido)— le permitirán forjar “una libertad subjetiva, la de la fe que es un sentimiento personal” (Dubet, 2002: 49). El sujeto, convertido, no transgrede las normas por temor al castigo externo, sino en función de la culpabilidad que le genera transgredir las normas que lo constituyen.

Es la disolución paulatina de estos rasgos la que explica, según Dubet, el declive del programa institucional: esto es, se trata de un proceso endógeno y no, como plantean gran parte de los análisis de la sociedad contemporánea, del impacto generado por un conjunto de factores exógenos a la institución (sagrada). Al respecto, explica Dubet: “el relato canónico repetido con todos los tonos, tanto desde la derecha como desde la izquierda, desde la cima a la base de la institución, remite a la caída de un templo de la cultura, de la igualdad y de la virtud republicana, amenazado y luego invadido por la barbarie del mundo. El capitalismo y su crisis, los medios de comunicación, la pobreza y el paro, y la crisis de la familia, han acabado por romper la alianza entre la escuela y la sociedad. Como en todo relato institucional, la institución es pura y el mal viene de afuera, del ‘mundo’. Esta representación no es totalmente falsa, pues el mundo ha cambiado y no necesariamente en el mejor sentido (…) Pero la esencia del declive del programa institucional es un proceso endógeno, producido por los ‘virus’ de la modernidad ‘nueva’, ‘tardía’, ‘post’, poco importa aquí como se la llame” (Dubet, 2007: 51).

Veamos, entonces, cómo Dubet describe este proceso de “secularización de la secularización” que conlleva el declive institucional, el cual está signado por:

  • La poliarquía de los valores y el final de los monopolios. Se trata de la caída del “monoteísmo” del programa institucional, cuya fuerza radicaba en creer y hacer creer en la universalidad y homogeneidad de los valores y principios que representaba. Alimentado por el espíritu crítico que animan la Razón y la Ciencia, hay un desencantamiento que diluye la confianza en los valores que ellas mismas promueven. Asimismo, la mayor parte de las instituciones perdieron su monopolio y sus públicos ya no son cautivos. Por ejemplo, “la cultura escolar solo se vuelve una cultura entre otras, desde luego más exigente, desde luego más oficial, pero eso no impide que la mayor parte de los alumnos pueda ver más allá de su barrio, de su municipio y de su familia, sin pasar por la escuela; se desagregó toda una legitimidad ligada a una situación de monopolio (…) [y que] crea un sentimiento de (…) pérdida de legitimidad e influencia” (Dubet, 2002: 67).
  • La decadencia de la vocación. Con el declive de lo sagrado institucional, la vocación se transforma desplazándose hacia la profesión, cuya legitimidad radica no en los valores y principios sagrados que fundaban la vocación, sino en las competencias y cualificaciones obtenidas como condición de eficacia. “La vocación se convierte en profesión y la profesión es percibida como un modo de realización personal. El individuo quiere estar cualificado, ser competente y, en un nivel más subjetivo, quiere realizarse con su profesión (…) Ya no se pide a los enfermeros que aguanten la muerte y el sufrimiento de los enfermos en nombre de la compasión cristiana, sino en nombre de un ethos estrictamente profesional” (Dubet, 2007: 53).
  • La inversión en la cadena de socialización. Al respecto, Dubet señala: “se invirtió el movimiento que iba del dogma a la fe, y ahora se esfuerza por ir de la demanda de fe a la adhesión al dogma. Ello entraña un cambio radical, pues supone que el sujeto precede a la socialización religiosa y que esta última se hace en plena conciencia (…) El creyente pasó del estatuto de fiel al de laico a quien el sacerdote debe dar explicaciones, debe administrar una libertad personal percibida como la condición misma de una fe auténtica” (Dubet, 2002: 85).
  • El fin del santuario. Ligado a lo anterior, encontramos que las fronteras institucionales, por las cuales estas se protegían de las demandas sociales y lograban imponer sus reglas a los usuarios, se debilitan. En el caso de la escuela, su masificación (buscada) implicó el ingreso de los problemas sociales al interior de sus muros y debe ahora “responder a múltiples demandas: las de la economía, las de las familias que persiguen la mayor rentabilidad escolar, las de las diversas comunidades culturales que ya no quieren diluirse en el molde institucional” (Dubet, 2007:55).

Esta segunda secularización consiste, entonces, en la pérdida de aquello que se consideraba sagrado y en todo el funcionamiento que giraba en torno a ese sagrado: los valores universales y sagrados son reemplazados por criterios de objetividad, eficacia y eficiencia. Asimismo, los individuos pueden acceder a otras formas de cultura externas a las que proveen las instituciones fundamentalmente socializadoras de la modernidad: ellas no solo pierden su monopolio, sino que también participan de un proceso de deslegitimación de los principios y representaciones construidas por ella, al tiempo que se van transformando cada vez más en “organizaciones como las demás”.

En el capítulo que sigue, y en base a la revisión de las investigaciones de campo a partir de las que Dubet realiza su propuesta teórico-conceptual, retomaremos estas conceptualizaciones, para abordar los correlatos que esta decadencia tiene sobre la naturaleza del trabajo ejercido sobre los otros y sobre los profesionales que ejercen esa tarea, haciendo especial referencia, claro está, a la escuela y la profesión docente.


  1. Cabe mencionar que no entendemos al contexto como “un mero trasfondo o influencia social, sino como sustancia de la memoria colectiva misma” (Domjan y Gabbarini, 2006: 81), inherente a las prácticas, factor que la configura. El contexto sociocultural delimita unas condiciones ―entendidas tanto como limitaciones como posibilidades― y señala unas aspiraciones que dan cuenta de las significaciones sociales desde donde se piensa la educación y desde donde se orientan las prácticas docentes.
  2. En un trabajo anterior (Bedacarratx, 2009), abordamos la pregunta relativa al sustento de la eficacia de esta internalización (¿por qué, aun cuando es fuente de sufrimiento, la cultura logra tan eficazmente su interiorización en los sujetos, y así su permanencia en el tiempo?) desde los aportes conceptuales psicoanalíticos respecto a las características que tienen las primeras internalizaciones de la cultura en la vida del sujeto y su relación con la angustia, los terrores arcaicos y el sentimiento de culpa.
  3. Al respecto, resulta interesante el planteo del mismo autor cuando señala que “los procesos históricos de crisis, cambios y revoluciones constituyen el laboratorio de la sociedad instituyente. (…) En la revolución se organizan nuevas instituciones (contrainstituciones), que después se desarrollan, retrogradan y desaparecen con el ascenso del nuevo poder, hasta pasar a un inconsciente colectivo, que es el inconsciente político de las sociedades” (Lapassade, 1975: 92).
  4. Al respecto, resulta interesante la continuidad que el autor da a este planteo cuando afirma que “el habitante de la aldea global disfruta de la posibilidad de tener el mercado, el cine, el teatro, el espectáculo, el gobierno, la iglesia, el arte, el sexo, la información, la ciencia en casa. ¿Para qué necesitará salir a la calle?” (Pérez Gómez, 1995: 13).
  5. El autor explicita que se está refiriendo a algo más que a la confianza formal, básica de que, en un trato comercial, el otro respete las reglas de juego. Está aludiendo a experiencias más profundas en materia de confianza (por ejemplo, saber en quién confiar cuando se le encomienda una tarea difícil) que solo pueden generarse en instancias informales, plausibles en organizaciones estables en el tiempo.
  6. La imposición alude no a la intencionalidad premeditada de grupos dominantes, sino al carácter de “dado” con que se presenta al sujeto.
  7. Recordemos que, en el orden social, no todo puede ser regulable y lo que no es regulado emerge como malestar, de acuerdo a la perspectiva psicoanalítica. Esta estipula “al menos tres causas para ese malestar: la imposibilidad de dominar plenamente la naturaleza, la imposibilidad de dominar el deterioro del propio cuerpo y la imposibilidad de regular plenamente las relaciones entre los hombres” (Brignoni, 2008: 10). Siguiendo a Zelmanovich: “la imposibilidad, en el sentido lacaniano, es un efecto de estructura en virtud de que la criatura humana habita un mundo simbólico –no natural– y en el que la complementariedad, la justa medida en los diversos órdenes, no existe. Ya Freud había escrito acerca de lo imposible de algunas profesiones, el educar, el analizar, el gobernar. Siempre hay algo que se sustrae, que escapa, que es incontrolable, y que fracasa en el curar, el educar, el gobernar. Esta imposibilidad estructural que fue anunciada por Freud y luego articulada por Lacan puede ser pensada como la condición misma del ejercicio del psicoanálisis, es decir, una práctica que existe sobre un fondo de imposible” (2008: 5).
  8. La idea de “sobremalestar” o “malestar sobrante” se relaciona con la de “represión sobrante” (de Marcusse), la cual alude a los modos con los que la cultura coarta “las posibilidades de libertad no solo como condición del ingreso de un sujeto a la cultura sino como cuota extra, innecesaria y efecto de modos injustos de dominación” (Bleichmar, 1997: 1).
  9. Al respecto, la citada autora nos muestra cómo “con la noción de intervención educativa se activa la emergencia de espacios intersticiales ante estos sucesos [propios de la crisis estructural generalizada], que en formas de encadenamiento enlazan una variedad de prácticas y formas de abordaje de temas y problemas sociales configurando horizontes de posibilidad acotados a situaciones singulares desde procesos educativos” (Negrete Arteaga, 2007: 3).
  10. Se trata de una noción con la que se puede estar aludiendo a: a) las características de la sociedad contemporánea, signada por la globalización, la economía del libre mercado, el dominio de la comunicación telemática y la extensión de las democracias formales como sistemas de gobierno. Es lo que suele denominarse como postmodernidad o condición postmoderna; b) la ideología que legitima las formas de vida individual y colectivas de la condición postmoderna. Es lo que suele denominarse como postmodernismo; c) el pensamiento filosófico que se caracteriza por “la crítica histórica a los desarrollos unilaterales e insatisfactorios de la modernidad como a la proliferación de alternativas marginales y a la cobertura intelectual de las condiciones sociales y formas de vida que caracterizan a la modernidad” (Pérez Gómez, 1998: 24). Se trata del pensamiento postmoderno o filosofía postmoderna, que enfatiza la discontinuidad, carencia de fundamento, diversidad e incertidumbre en la cultura, las ciencias, la filosofía y las artes.
  11. Nos parece adecuado el planteo de Follari cuando expresa: “quisiéramos hacer un breve excurso para diferenciar la continuidad de la sociedad en cuanto tal, de la continuidad de un determinado modelo de organización del Estado y del poder dentro de las relaciones sociales. (…) No hablamos solo del mantenimiento de la ideología hegemónica, que permite enlazar las relaciones dentro del marco de disimetrías de poder establecidas; nos referimos también a aquello que evita la dispersión, que permite que aquellos que luchan en el plano de las ideologías se reconozcan como participantes antagónicos de un idéntico campo social de inscripción. (…) Afirmamos que además de la continuidad ideológica ―y en un mismo movimiento― se da la reproducción de lo social en cuanto tal; y que al interior de las normas ideológicamente hegemónicas se incluye de hecho la presuposición del lazo social, del tejido primario en que se vive para recién luego advertir la peculiaridad de su organización, y de la ideología que la rige y justifica” (1997: 14).
  12. Esto en tanto la internalización de lo social no es sino la internalización de la normatividad que la conforma, con la que se instaura la renuncia a la pulsión y al principio del placer ―a través de la represión― que está sobre la base de la conformación subjetiva.
  13. Al respecto, señala Castoriadis: “Si el capitalismo ha evolucionado durante 150 años (50 precedentes hacia un régimen relativamente tolerable), es debido esencialmente a los movimientos sociales. Dejado a sí mismo, habría verificado todas las sombrías predicciones de Marx: pauperización de los trabajadores, paro creciente, crisis de sobreproducción, etc. (…) Pero son las luchas obreras y populares las que han impuesto a los patronos el aumento de los salarios, creando así mercados internos de consumo que pudieran absorber la producción creciente de las fábricas capitalistas. Son estas luchas las que han impuesto las reducciones sucesivas del tiempo de trabajo, haciendo pasar de más de 72 horas semanales hacia 1840 a 40 horas en 1940, reabsorbiendo así el paro potencial que hubiera engendrado el formidable progreso técnico que había tenido lugar” (1997: 2).
  14. Cornelius Castoriadis conceptualiza aquel estado anterior a toda socialización e identificación como ‘mónada psíquica’. El rasgo inicial de este estado es la total indiferenciación, en la que el sujeto solo puede captar el mundo como sí mismo y en la que el inconsciente forma el fantasma que satisface el deseo. Siendo anterior a lo que otros autores reconocen como estado de fusión, en la mónada psíquica no hay distinción entre lo deseado y lo representado. Este núcleo psíquico está caracterizado por la imaginación radical. Con este término, el autor alude a la imaginación pura, desarrollada más allá de toda medida, que ha roto toda servidumbre ‘funcional’ (1999a). En el proceso de interiorización de la institución de la sociedad y de sus significaciones, se acallan y sofocan las manifestaciones más importantes de la imaginación radical. En palabras del autor: “La sociedad está ahí para hominizar a ese monstruito llorón que viene al mundo y volverlo apto para la vida. Para esto ha de causar una ruptura en la mónada psíquica, imponerle aquello que inicialmente y hasta el final la psique rechaza (…): ‘reconocer la omnipotencia del pensamiento’ solo es tal en el nivel fantasmático. (…) Haciéndolo, la institución destruye lo que, inicialmente, era el sentido de la psique y tenía sentido para ella (la clausura en sí misma, el puro placer de una representación ‘solipsista’) ―y, en compensación, si puede expresarse así, la sociedad procura a la psique otra fuente de sentido: la significación imaginaria social” (1999a: 121).


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