El problema de la historia: interpretación e interrupción
Consideraciones preliminares
Así como la Historia es pensada por Benjamin en términos de “campo de batalla”, también su abigarrada obra ha sido objeto de disputas por su sentido, a la manera de un botín anhelado por distintas tendencias del pensamiento. Sujeta a marcados acentos según las décadas, ya en las postrimerías de su muerte, las interpretaciones en torno a sus escritos se debatían entre el polo que buscaba aproximarlos a una mirada afín al misticismo judío de mano de su amigo Scholem[1], pasando por Adorno quien concentraba muchos de sus esfuerzos abogando por una lectura “materialista” y “dialéctica” de sus textos, llegando a Brecht[2], quien pretendía inscribir su producción en el campo semántico de la lucha de clases. Por no hablar ya de las polémicas que, en nuestro continente, suscitó la lectura de este autor[3].
Mas nosotros, en la presente tesis, proponemos leer las diversas interpretaciones como síntomas de un exceso: político, estético, epistemológico, del que sin dudas es portadora la obra de Benjamin. En este sentido consideramos que Pablo Oyarzún, filósofo y traductor de este pensador, ha sido quien más cabalmente ha acogido esta complejidad. Recurriendo a algunas de sus hipótesis con el afán de delinear un camino propio que haga emerger la problematicidad de la temática que venimos abordando, buscaremos atender a estos excesos –a sabiendas de la imposibilidad de abarcarlos a todos– con el objetivo de reflexionar en torno al problema de la historia.
Una nueva noción de experiencia para un nuevo concepto de historia
Un modo, entonces, de aproximarnos al concepto de historia, es el sugerido por Pablo Oyarzún. Él propone pensar el texto de Walter Benjamin titulado Sobre el concepto de historia –y la relación entre filosofía y teología que allí se despliega– en el marco de una reflexión que la prefigura: la referida a la noción de experiencia[4]. Esta preocupación la expresa Benjamin en un texto temprano titulado “Sobre el programa de una filosofía venidera” (1918)[5]. La cuestión de la experiencia concentra allí, para Benjamin, las preguntas vinculadas a la justificación del conocimiento, tal y como, en medio de un proceso de secularización llevó a cabo Immanuel Kant. El interés radica en fundamentar un concepto de experiencia que, siendo un modelo para el concepto de conocimiento (del que es solidario), no sea reducido a la “experiencia matemático–mecánica de la naturaleza” (modelo newtoniano), como sucedía en el pensamiento kantiano. En lugar de remitir el conocimiento a esta experiencia matemático–mecánica, Benjamin propone remitirlo al lenguaje: “La gran corrección a emprender sobre la experiencia unilateral matemático-mecánica, sólo puede realizarse mediante la referencia del conocimiento al lenguaje”[6]. El movimiento señalado es realizado por Benjamin en varios de sus artículos, principalmente: “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje del hombre” (1916), “La tarea del traductor” (1923) y la “Introducción” de El origen del drama barroco alemán (1925)[7].
El concepto de experiencia así reelaborado “encuentra su dominio y su esquema más elevado en la religión, en la medida en que en ésta se da –según enseñan los mismos ensayos– la relación más pura con la esencia del lenguaje”[8].
Las afirmaciones precedentes conducen –parafraseando a Oyarzún– a la formulación de las siguientes preguntas: ¿en qué consiste esa especificidad de la experiencia religiosa que la convierte en ejemplo o modelo de un concepto “más elevado” de experiencia? ¿Qué características atribuye Benjamin al concepto de experiencia y conocimiento al que dirige su crítica? ¿Cómo puede el lenguaje ser el medio que exprese una concepción distinta de la experiencia y el conocimiento?
Comenzando por la segunda cuestión, es decir, la pregunta por las características del concepto tradicional de experiencia sobre el que Benjamin produce su crítica, ellas se remontan –siguiendo a Oyarzún– a tres nociones claves desarrolladas por el pensamiento filosófico tradicional.
La primera característica es deudora del pensamiento de Aristóteles. En él, la experiencia asume dos lecturas: por un lado, se inscribe genéticamente en el devenir orgánico del saber, esto es, la experiencia depende de la repetibilidad y de su retención a cuenta de la memoria: “de muchos recuerdos nace una experiencia”[9]. No obstante, en cuanto conocimiento, la experiencia es el saber de lo singular, no así de lo regular o repetible. En segundo lugar, desde el punto de vista lógico, lo que este planteo define en relación a la experiencia, es la “cantidad cognitiva de lo experienciable”. La temporalidad que una noción de experiencia concebida como repetibilidad memoriosa supone, es una que tiene al pasado como dimensión preponderante, mas solo en la medida en que el pasado le sirve de criterio para la significación “de lo que se presenta en el presente”. En otras palabras, el pasado es el lugar de la conmensurabilidad de sus momentos (cantidad cognitiva), él es el que decide acerca de la singularidad de un acontecimiento. El pasado, luego, es lo familiar, el lugar de lo regular, sobre el que se recortará la experiencia del conocimiento de lo singular. Sobre el fondo de acontecimientos repetibles se destacará uno, o unos, en función de su singularidad.
La segunda característica de la noción tradicional de experiencia, se deriva de la consideración del modo de ser de lo singular. El ser de lo singular –argumenta Oyarzún– consiste en su ocurrencia, en su presentación y, en este sentido, se predica de él su contingencia constitutiva. Ninguna realidad consabida, ninguna regularidad evocable, puede ser erigida en criterio cierto para determinar la ocurrencia o la prolongación de lo singular. En esta inadministrabilidad sitúa el empirismo el instante de conocimiento. Así, la experiencia es definida en términos de lo inanticipable. No se trata ya de una “cantidad cognitiva” sino de una “cualidad cognitiva de lo experienciable” que soporta tanto una versión empirista cuanto una trascendental. Esta última, encuentra en el pensamiento de Kant su mayor desarrollo:
el carácter temporal de la experiencia enseña allí su punta más incisiva: donde se quisiera reconocer el factor de la repetición se muestra una diferencia insuprimible, y en virtud de ella el presente de la presentación se prueba más como la irrupción de un futuro aún no conocido que como la confirmación de un presente que se prolonga desde el pretérito[10].
Sin embargo, el énfasis en Kant no recae sobre esta potencia dislocadora o disruptiva de la experiencia, sino en la capacidad que ella tenga de ampliar el espacio de lo familiar, de abrirse o integrarse al sentido.
En tercer lugar, ha sido Hegel –dice el filósofo chileno– quien ha elaborado la última característica del concepto tradicional de experiencia: el sujeto como ‘portador’ de la experiencia. El filósofo chileno se refiere aquí al reconocimiento que Hegel realiza al principio del empirismo cuando afirma que “‘lo que es verdadero tiene que ser en la realidad y existir en la percepción’”[11]. Este principio objetivo según el cual se conoce lo que es, posee un lado subjetivo que –Hegel mediante– sostiene que el hombre debe ver por sí mismo, ha de saberse a sí mismo presente en aquello que pretende que valide su saber. En este apego a la estructura de la experiencia radica la fuerza del empirismo. La palabra que da cuenta de esta cualidad es, para Oyarzún, la de testimonialidad. Ella define al experimentar mismo y ha de ser entendida en su acepción más vulgar de la plena presencia, del estar allí. Así, idealismo y empirismo lejos de oponerse, comparten –al menos– un mismo presupuesto: la irrecusabilidad de la presencia de un sí mismo.
Los aspectos que venimos enumerando –singular, inanticipable y testimonialidad– componen la definición del concepto tradicional y heredado de experiencia. El rasgo que insiste en cada una de estas cualidades es el mismo: una noción fuerte de presencia y un sentido arraigado de identidad. Con estas dos nociones, viene a romper el concepto de experiencia benjaminiano sobre el cual se elaborará, a su vez, una noción crítica de conocimiento y de historia.
La pregunta que obsesionó a muchos de los filósofos de principios de siglo (Bergson, Husserl, Lask y Heidegger, entre otros), esto es, la preocupación por un acceso inmediato y fiel a la experiencia, a un supuesto y genuino origen –como el lugar donde se desarrolla lo real–, no representa un problema para Benjamin. No es este acceso despejado y auténtico lo que lo desvela; por el contrario, sus reflexiones se concentran en la potencia dislocadora de la experiencia “y, en su núcleo, lo indeleble de la muerte: la signatura de inapropiable temporalidad que ésta inscribe en el ser”[12]. Dicho de otro modo: la experiencia, y la significación que se pretende extraer de ella, están referidas, en Benjamin, a la diferencia que la muerte instituye en ellas. Sobre la muerte y su eficacia temporalizadora nos habla un pasaje del estudio sobre el Trauerspiel que reproducimos in extenso:
Todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en un rostro; o mejor dicho: en una calavera. Y, si bien es cierto que esta carece de toda libertad ‘simbólica’ de expresión, de toda armonía formal clásica, de todo rasgo humano, sin embargo, en esta figura suya (la más sujeta a la naturaleza) se expresa plenamente y como enigma, no sólo la condición de la existencia humana en general, sino también la historicidad biográfica de un individuo. Tal es el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y secular de la historia en cuanto historia de los padecimientos del mundo, el cual sólo es significativo en las fases de su decadencia. A mayor significación mayor sujeción a la muerte, pues es la muerte la que excava más profundamente la abrupta línea de demarcación entre la physis y la significación. Pero, si la naturaleza ha estado desde siempre sujeta a la muerte, entonces desde siempre ha sido también alegórica. A lo largo del desarrollo histórico la significación y la muerte han fructificado dentro de la misma estrecha relación que los unía cuando todavía eran gérmenes en el estado de pecado de la criatura privada de la gracia[13].
La muerte y su destructibilidad, en tanto acontecimiento que ocurre en el interior de lo que es –y no como hecho que arrasa desde algún “afuera”– establece la condición de posibilidad de la significación, toda vez que entendamos la significación como temporizada en sí misma. En esta diferencia tempórea se inscribe la historia como despliegue significante al interior del devenir de una naturaleza cadente. Así, la muerte no es, como sí lo fuera para Lukács en el caso de la novela[14], la retrospectivamente “dadora” de unidad y sentido de una vida biográficamente configurada. Ella, antes bien, impregna y abre una dimensión tempórea en lo que es, marca un diferimiento, instala una diferencia, una no contemporaneidad[15].
Ahora bien, esta no contemporaneidad de lo que es, puede interpretarse, a nuestro entender, a la luz de la noción de origen que Benjamin elabora en el mismo estudio al que nos venimos refiriendo. Allí establece una primera distinción entre génesis y origen, dos categorías íntimamente vinculadas a la Historia. El acento recae sobre la imposibilidad de asistir al origen, pues no existe, en el modo en que Benjamin comprende este concepto, nada aproximado a una identidad plena del origen consigo mismo. Subtiende a esta no contemporaneidad del origen consigo mismo, la afirmación de la inexistencia de una posible coincidencia, identidad o plenitud de un fenómeno o un ser consigo mismo. Recurriendo a las propias palabras de Benjamin:
El origen aun siendo una categoría plenamente histórica no tiene nada que ver con la génesis. Por ‘origen’ no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar. El origen se localiza en el flujo del devenir como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. Lo originario no se da nunca a conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado y justamente debido a ello, como algo imperfecto y sin terminar, por otro[16].
El origen se localiza, así, en el flujo del devenir como aquello que fagocita el material de su génesis. Él consiste siempre en su prehistoria y posthistoria, más nunca se muestra en su evidencia fáctica, en su presencia pura y plena. Pero, para delimitar esta pre y post historia, una vez más, hemos de suponer la muerte[17].
Desde esta perspectiva, pensar la historia en su verdad implica acoger a la muerte como su guía, en la medida en que es la muerte el corolario de lo acaecedero, de aquello que en su debilidad, es ya lo sido. Empero, es precisamente por lo dicho aquí que reflexionar en torno a la verdad de la historia, también exige –como dice Oyarzún– ‘prendarse’[18] de esto sido, persistir en el saber de su caducidad y empeñarse en abrirlo a la significación.
La experiencia encuentra su lugar en las coordenadas delimitadas por estas reflexiones. De este modo, la muerte, la caducidad de lo que “es” y el diferimiento que ella inscribe, es ahora pensada como el instante de la experiencia y del conocimiento. Algo que de por sí es inexperienciable, en el sentido de que tener una experiencia de ella la tornaría muda o inenarrable –no es decible “tuve una experiencia de muerte”, menos aún “morí”– constituye, no obstante, la condición de la temporalidad de la experiencia. Ésta, así pensada, rompe con la articulación categorial dada y sustrae lo que constituía el campo continuo donde se desplegaría el sujeto de conocimiento; en su lugar se instala el riesgo, la inminencia del peligro, la fragilidad cifrada en la caducidad de lo que “es”.
En estas apreciaciones sitúa Oyarzún la afinidad que Benjamin sugiere entre un concepto “más elevado” de experiencia, por un lado y, la experiencia religiosa, por otro, podríamos decir, buscando responder la primera pregunta que al inicio del apartado formulábamos (la que interroga por su relación). La afinidad entre ambas –afirma el filósofo chileno– radica en que la experiencia religiosa no se afinca en la confiada identidad del cognoscente, que tiene certeza de sí y se mueve en un mundo familiar, sino en la dislocada posición de un sujeto incitada por el acceso de lo Otro, un sujeto que se sabe precario y que no ignora la caducidad, pero un sujeto que, simultáneamente, es celoso de esta única, problemática y endeble posesión.
A propósito de esta relación Benjamin afirma:
la tarea de la filosofía venidera es concebible como hallazgo o creación de un concepto de conocimiento que se remita simultáneamente a un concepto de experiencia exclusivamente derivado de la conciencia trascendental, y que permita no sólo una experiencia lógica sino también una religiosa[19].
Lo que Benjamin quiere poner de relieve aquí es el significado de “religación” que se halla en la base de la noción de religión, es decir, la posibilidad de re-ligar, aunar. Es precisamente esta posibilidad contenida en la “religación” y en la experiencia misma, la que se podría designar con el término al que Benjamin recurre: Einfall[20], que es interpretado por Oyarzún como: “el ser asaltado por la alteridad radical como aquello que me ha determinado infaltablemente, sustrayéndose, sin embargo, al capital de mi saber presente”[21]. Esta alusión a la irrupción, al desacomodamiento, a la ocurrencia, vuelve si no imposible, sí altamente problemático, el gesto de “traer” lo experienciable a la estabilidad de un marco categorial dado y eterno (de un orden o un sujeto trascendental –en el sentido kantiano de reducir todas las percepciones a la unidad del “yo”, a la conciencia–).
Las características que definían el concepto tradicional de experiencia, asumen, ahora, otro cariz. La singularidad no es una experiencia en medio de la ocurrencia de muchos hechos, ella se torna “macroscópica”, se presenta, por decirlo así, en todos lados; a su turno, lo inanticipable, no puede ser domeñado apelando a algún recurso analógico, es decir, presentándolo en términos de una ruptura en medio de variables continuas, “previsibles”; finalmente, la testimonialidad se declara como la “ausencia del testigo en el momento de la prueba”[22]. Lo que se cuestiona en cada una de estas dimensiones no es otra cosa que el supuesto de una identidad y una presencia plenas.
Pero nos resta aún responder la tercera pregunta que nos formulamos al comienzo de este apartado: ¿cómo puede el lenguaje ser el medio que exprese una concepción distinta de la experiencia y el conocimiento? Es precisamente en la dimensión lingüística de la experiencia donde hemos de buscar los elementos para aproximarnos a una respuesta.
Como referimos unas páginas atrás, para Benjamin: “La gran corrección a emprender sobre la experiencia unilateral matemático–mecánica, sólo puede realizarse mediante la referencia del conocimiento al lenguaje”[23]. Es precisamente una unilateralidad la que Benjamin cuestiona en su texto Sobre el lenguaje…; esta unilateralidad se consuma en las dos versiones que allí se reseñan: por un lado, en la concepción burguesa del lenguaje y su postulación del signo lingüístico como pura convención (espontaneidad) o arbitrariedad que luego olvida su carácter de tal en una suerte de reificación lingüística; o bien en la visión que de él proporciona la corriente mística, esto es, considerar a la palabra como la “entidad misma de la cosa” (Benjamin, 1991 b: 68), como si la cosa contuviese en sí misma a la palabra que la nombra. Luego, sea como meros signos, esto es, pura espontaneidad (creación, invención) y convención, sea como inmediata expresión, como encarnación, nuevamente, lo que subyace a ambas concepciones es la identificación plena entre lo que se comunica por medio del lenguaje y el ser–así de las cosas. Lo que ambas terminan presuponiendo es, entonces, una identidad sin resto entre ser y lenguaje, sostenida, a su vez, en la unilateralidad de sus posiciones: pura convención, o pura expresión.
En el texto sobre el lenguaje que venimos comentando, Benjamin producirá su concepción crítica partiendo de la postulación y aceptación de la inconmensurabilidad y discontinuidad radical entre el leguaje divino y el lenguaje profano. Allí, Benjamin sugiere que en la lectura del Génesis podemos encontrar los hilos para tejer la interpretación acerca de la naturaleza del lenguaje. El lenguaje es asumido en el Génesis como realidad inexplicable y mística, sólo analizable en su posterior despliegue. Como palabra revelada y por tanto fundadora. Benjamin advierte que allí, sólo en la creación del hombre se habla de un material –el barro– utilizado por el Creador para cristalizar su voluntad, pues en todos los demás casos la voluntad de Dios es inmediatamente creadora. Y a este hombre no nacido ya directamente de la palabra, se le otorga, sin embargo, el don del lenguaje, siendo elevado, de este modo, por encima de la naturaleza.
La rítmica del proceso de creación es la siguiente: “Se hizo-Él hizo (creó)-Él nombró”. En el primero y último término se hace clara referencia al acto de creación del lenguaje. El lenguaje es palabra y nombre, es hacedor y consumador. El nombre en Dios es creador por ser palabra. En Él se da la relación absoluta e inmediata entre nombre y entendimiento.
Esta rítmica varía significativamente cuando sucede la creación del hombre. Pues a éste no lo creó Dios de la palabra ni lo nombró (lo creó del barro), sin embargo, le legó el lenguaje que le sirviera como medium de la creación. Esta actualidad creativa –divina– se transformó en el hombre en conocimiento: “El hombre es conocedor en el mismo lenguaje que Dios es creador”[24]. De allí proviene el que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre. El único ser no nombrado por Dios es, no obstante, el único capaz de nombrar a sus semejantes. Sin embargo, nombre y conocimiento se encuentran a una distancia inconmensurable respecto de la palabra y la creación divina. A la infinitud y absoluta libertad representada por la palabra creadora de Dios, se opone la imposibilidad del lenguaje humano de desbordar su entidad limitada y analítica.
Estas aseveraciones refutan tanto la concepción burguesa del lenguaje, como la concepción mística del mismo, pues el lenguaje no es ni pura arbitrariedad, espontaneidad, ni expresa inmediatamente y de forma cabal, la entidad espiritual de las cosas. Las cosas no contienen en sí la palabra, pues de la palabra de Dios fue creada y sólo por la nominación de la palabra humana es conocida. Pero este nombre no es enteramente espontáneo, dado que aparece tal y como es comunicado por las cosas. Esta palabra de Dios no conserva ya en el nombre la creatividad que otrora tenía. La palabra devino, luego de la caída, en palabra receptora del lenguaje de las cosas.
Encontramos, así, entre la palabra de Dios y el lenguaje humano, profano, diferencias insalvables inauguradas por la caída. Con ello no pretendemos decir que exista o haya existido algo así como un “antes de la caída”, un estadio originario erigido como fondo mítico sobre el cual se podría retornar. Antes bien, como señala Elizabeth Collingwood-Selby:
no hay, humanamente hablando, lingüísticamente hablando, un antes de la caída, o más bien, no hay un ‘antes’ que pueda entenderse como idéntico a sí mismo, como presente a sí, como pasado pleno. El nombre intacto sólo puede pensarse ahora –y desde siempre– como pérdida, como un ‘ya no’, como una desaparición[25].
A partir de esta “caída”, se espera de la palabra que comunique algo que se encuentra por fuera de sí misma. Y este comunicar algo externo es el verdadero pecado original del espíritu lingüístico. De la mano de la palabra sentenciadora y del olvido del nombre, nace el lenguaje profano cuyas características –siguiendo nuevamente a Coollingwood-Selby– podríamos enunciar del siguiente modo: lo que en el nombre se comunica es, en primer lugar, una diferencia. El nombre no se dice, ni se llama a sí mismo, es llamada, es invocación del ser nombrado. De este modo, lo que el nombre invoca es la presencia de algo distinto a él, de algo otro. A su vez y en segundo lugar, en el nombre se manifiesta también su diferencia con el ser nombrado, “puesto que el ser sólo se expresa en el lenguaje, sólo es, en última instancia, en el nombre, es decir, en eso que no es sí mismo”[26]. Por último, el nombre es, en cuanto interpelación al ser, el tiempo-lugar donde lo otro, la alteridad misma, se manifiesta.
En suma, no hay identidad plena entre ser y leguaje, pues tampoco hay algo así como un ser pleno consigo e idéntico a sí. El lenguaje del hombre, entonces, no es el equivalente del ser de las cosas, él, siendo de naturaleza distinta a ellas, siendo heterogéneo a ellas, no puede más que intentar –en el lenguaje profano como su único médium– atender a lo que no es él, a sabiendas de su fracaso. Lo que ocurre es un poner el oído en la forma particular en que las cosas se comunican con el hombre. El lenguaje como médium es mentado, consecuentemente, como llamada, escucha, alusión, eco, pero también, lenguaje como traducción de un lenguaje carente de voz a otro sonoro[27].
Teniendo en mente esta no identidad del ser con el lenguaje; procurando no olvidar esta no contemporaneidad del ser consigo mismo, en otros términos, avanzando sobre la crítica a los supuestos de una pura presencia y de una plena identidad, Benjamin elaborará un concepto crítico de la relación del conocimiento con lo sido, con la historia. Pero antes de abordar esta cuestión, consideramos necesario dirigirnos hacia las críticas que Benjamin realiza a los modos, también tradicionales y heredados, pero sobre todo dominantes, de pensar y conceptualizar la relación con los acontecimientos históricos.
Sobre la crítica a los conceptos dominantes
Con mucha frecuencia los escritos de Benjamin, en lo que ellos tienen de “teología”, se han prestado a lecturas que subrayan la influencia de la tradición judía, su misticismo y su formación en la cabala (Scholem, Löwy, Forster, etc.). Sin negar la clara presencia de ciertos motivos teológicos en su pensamiento, el propio Benjamin describió su relación con la teología del siguiente modo: “Mi pensamiento se comporta respecto de la teología como el secante respecto de la tinta. Está enteramente impregnado de ella. Pero si dependiese del secante, nada de lo que se escribe quedaría”[28]. En otras palabras, si bien el pensamiento de Benjamin está empapado de elementos teológicos, su escritura no se reduce, ni exige, necesariamente, ser interpretada en clave teológica.
Dicho esto, consideramos más ajustado pensar que, en lo que respecta a la noción de historia, la relación entre teología y materialismo se construye en función de los proyectos comprometidos en ambas visiones. Materialismo y teología, en tanto órganos de inteligibilidad de distintas épocas, se disputan la partida, pues el problema fundamental al cual ambos quisieran dar respuesta es uno y el mismo: la historia[29].
La primera de las tesis de “Sobre el concepto de historia” contiene, precisamente, una alegoría de la relación entre materialismo y teología. Recordemos que en ella el personaje principal es un jugador de ajedrez que, definido como autómata, es decir, como un muñeco que lleva por nombre “materialismo histórico” –las comillas de Benjamin son aquí fundamentales– está movido por los hilos de un enano jorobado que se oculta en su interior. Este enano, al que no se puede dejar ver –al que “es preciso esconder” dice Benjamin– es la teología. Experta en el ajedrez, garantiza la victoria en cada una de las jugadas, sin importar cuál sea el contrincante.
Empecemos entonces por el ajedrez. Este juego es comúnmente pensado como una representación de la guerra, como un juego de estrategas. Y, en Benjamin, la lucha que este juego expresa es una que tiene lugar –al igual que las guerras– en el campo de la historia; en esta partida la disputa se libra no sólo por el modo (verdadero) de representarla, sino también por la historia misma, pues en el modo en que seamos capaces de representárnosla está contenida la posibilidad o no, la capacidad o no, de realizar una crítica transformadora al presente. Empero, en esta guerra, ha ganado siempre, aún bajo el ropaje del “materialismo” dice Benjamin, la teología.
Ahora bien, este texto no puede ser leído, tan sólo, como el triunfo constante del “materialismo histórico” –aunque manejado por la teología– ni mucho menos como la retención del muñeco –el materialismo– como artificio retórico que garantizaría la pretensión de una representación verdadera –transhistórica– de la historia. Pues, como afirma Pablo Oyarzún: “Es el valor mismo de verdad de este texto –y con ese valor las pautas de su legibilidad– lo que queda sometido al destino polemológico de esa pretensión”[30]. En otras palabras, si lo que no podía ser mostrado, cuando Benjamin escribía sus tesis, era un pensamiento teológico, es decir, un pensamiento orientado a la venida del Reino de Dios, de la salvación en una vida transmundana; siendo legítima, en cambio, la representación de la historia como el advenimiento de una sociedad sin clases, aún cuando a ésta se la concibiese en términos similares a los de la teología, esto es, como la llegada cuasi divina del Reino de los cielos al mundo profano, como el punto de llegada necesario –y fatal– del devenir de la lucha de clases; en la actualidad, los acentos han de ser cambiados. Pues siendo fieles al modo benjaminiano de proceder, haciéndonos eco de su definición de la acción de citar: “Citar un texto implica interrumpir su contexto”, podríamos afirmar que, luego de la caída del muro de Berlín (fin de los comunismos reales) y del sancionado final de los grandes relatos, del muñeco –“materialismo”– debemos decir que hoy sólo quedan sus restos, su voluntad hecha trizas junto a sus monumentos destartalados de fijar la historia y su sentido. De él queda el nombre, pero es precisamente este nombre –“materialismo”– resguardado con el uso de las comillas lo que con Benjamin se quiere conjurar. Las comillas hablan de una distancia que separa al nombre del entorno en el que se inscribe con el objetivo de realizar sobre él una operación secreta: la denominada operación de la cita[31] desplegada en una temporalidad que le es propia. Sobre esta operación se monta el concepto benjaminiano de historia y es esta misma operación la que queremos hacer nuestra cuando proponemos cambiar los acentos del texto benjaminino. Corriendo el riesgo de ser insistentes: “Escribir historia significa, pues, citar historia. Pero en el concepto del citar está [contenido] que el objeto histórico respectivo sea arrancado del contexto”[32]. Este arrancar del contexto supondría, a su vez, reinscribir al objeto, en nuestro caso el texto benjaminiano, en otra temporalidad –una discontinua–, una que lleve a poner al presente en crisis.
Luego, retomando, si del muñeco –del “materialismo”– hoy sólo quedan sus restos, sus estatuas demolidas, de la teología hemos de decir que se deja ver, como señala acertadamente Oyarzún, en su forma de “teología del fin de la historia”. Si en aquella tesis el elemento que debía permanecer oculto era el elemento teológico, en la actualidad lo que no se puede mostrar es el materialismo histórico.
A lo que nos referimos, no es tanto al pronunciado fin –de distinto cuño– de la historia, el sujeto, la ideología, sino a un tono –como lo llama el filósofo chileno– que impregna los discursos que reflexionan en torno a la relación del presente con la historia. Ese tono ha desplazado de su discurso el elemento crítico del que el materialismo histórico, entre otros, fuera portador. Actualmente, esa impostura en la voz, que podríamos acompañar con el prefijo “post”, no se presenta como acrítico o anticrítico, sino, de un modo más profundo, se vincula con la crítica de la manera en que la teología se vinculaba con el “materialismo”, es decir, dominándolo desde dentro, incorporándolo y controlándolo. El vocablo al que Oyarzún recurre es el de administración:
Así, la cuestión del ‘fin de la historia’ no significa obviamente que ya nada más pueda suceder. Significa que todo lo que pueda suceder aún podrá ser administrado y todavía más (éste sería el postulado administrativo por excelencia) que de antemano es administrable[33].
De ahí que el tono del “discurso del fin de la historia” no sea hoy apocalíptico y que su figura preponderante no sea Dios, no obstante, en sus supuestos lo que se ofrece bajo el motivo de la administración es un doble inmanente de la Providencia: en efecto la “providencia” es la característica que define al conocimiento inherente a la administración, a lo ordenado y ordenable según un plan racional. Este tono de la administración que no tolera que nada quede afuera, este tono que todo lo engulle, lo vimos ya operando en Hegel y también bajo el nombre de Providencia. De este modo, podríamos decir que lo nuevo de lo “post” no sería, en rigor, tan novedoso, pues estando en acto en Hegel y habiendo sido cuestionado por Nietzsche, encuentra hoy continuidad en su versión “post”, pero, como Lukács decía respecto de los idealistas posteriores a Kant: se continúa de un modo mucho menos sofisticado que el de su fundador.
La cuestión del fin se hace presente al momento de pensar la historia. Reflexionar en torno a ella ha significado mentar su fin entendido, en algunas ocasiones como telos, y en otras, como culminación.
Este último modo de entender el fin –que no significa necesariamente conocerlo en el sentido de tener de él una experiencia en el presente– es el denominado conocimiento apocalíptico. Éste considera que el fin no está presente inmediatamente en la historia, en otras palabras, no está ofrecido en los distintos momentos presentes de la historia o en alguno de ellos en particular. El fin en la historia, luego, es concebido como trascendente a la historia misma, y es también aquello que la suprime. El conocimiento del fin, así concebido, es apocalíptico en la medida en que si bien preanuncia un final, un corte, nada podemos saber respecto de las determinaciones ya sea de sus cualidades, ya sea de la fecha de su advenimiento. Aquí fin es término.
Contra este modo de pensar la historia se erige el pensamiento kantiano. En su sistema, siendo él consciente de los límites de la razón y de lo que por ella puede ser aprehendido, “el concepto de historia queda, como concepto, circunscrito dentro de los límites de una razón […] que desconoce el propósito inscripto en su origen, pero que puede ser consciente de la tarea inscripta en su estructura”[34]. También éste es un pensamiento del fin de la historia, sólo que concebible, ahora, como la tarea de realización de la razón en ella. Como progreso o perfeccionamiento en la historia misma mediante la labor de la razón. El fin no sería para Kant, como sí lo fuera para un conocimiento apocalíptico, el que suprime la historia y le pone término, antes bien, sería mentado como la finalidad que, aprehendida por la razón –una limitada– se da a la tarea de “liberar al hombre de sus tutelas”[35], de liberarlo a través del progreso “consciente” en la historia. Aquí el fin equivale a finalidad.
Llevando este último razonamiento a su máxima expresión, en el proyecto hegeliano de una historia filosófica, el sentido de la historia se hace inteligible “filosóficamente” a partir de la categoría del fin último; él se presenta como uno de los conceptos en la que la filosofía vuelve inteligible a la historia, en que la historia se lo hace captable. Esta categoría existe en la conciencia como fe (y verdad) en la razón que rige al mundo, que posee un plan, que se ajusta a la necesidad –interna– y que se da sus propias determinaciones. El pensamiento recoge, mediante el concepto, el fin que en la historia se manifiesta como tendencia –en Hegel, como vimos, ésta se corresponde con la “idea de libertad”. A partir de allí, cada presente aparecerá como la medida del grado de aproximación a la realización de este fin en la historia. Lo problemático de este razonamiento –como luego desarrollaremos– consiste en reflexionar en torno a la historia como el despliegue continuo de un fin interior –e imperturbable– a la razón, pensando a la historia como los caminos que hubo de recorrer el espíritu para llegar a ser lo que, en definitiva, siempre había sido: pura interioridad, pura identidad.
Si el primer modo de relacionarse con la historia era apocalíptico, el segundo, en sus dos versiones, es progresivo –aunque determinado diría Hegel. En relación a estas dos modalidades, el pensamiento de Benjamin marca su diferencia. En la obstinación de pensar la relación con lo sido y con su conocimiento, Benjamin no puede escapar al pensamiento del fin aun cuando realice sobre él su crítica. No obstante, su fin no es uno apocalíptico, ni uno progresivo; antes bien, remite a la cuestión de la ‘felicidad’ en tanto fin de una vida “biográficamente” concebida, pero también, en tanto “interrupción” del calvario, del sufrimiento en la “historia universal”[36], de sus lógicas.
Empero, una vez más, antes de interrogar este nuevo concepto de historia, distinto a un pensamiento del fin como telos, consideramos preciso continuar con la crítica que Benjamin dirige a los modos dominantes de concebir la historia. En sus “Apuntes sobre el concepto de historia”, Walter Benjamin nombra a las posiciones que han provocado la neutralización de la fuerza destructiva del materialismo histórico del siguiente modo: la primera de ellas –dice– es “la idea de la historia universal” y su representación de la historia del género humano como una composición de la de los pueblo, en esta concepción se manifiesta, como su causa, una “pereza del pensamiento” –afirma Benjamin–; en segundo lugar, se encuentra la idea del historicismo consistente en “la representación de que la historia es algo que se deja narrar”, en esto radica la consideración épica[37] de la historia; finalmente, y la que opone más resistencias, “se presenta en la ‘empatía con el vencedor’”, tercer bastión del historicismo –asevera Benjamin–[38]. En forma sintética y negativa, en los mismos “Apuntes” es expresado lo anterior del siguiente modo: “Los momentos destructivos: desmontaje de la historia universal, exclusión del elemento épico, ninguna empatía con el vencedor”[39].
Gisela Catanzaro propone reflexionar en torno a estos blancos como una crítica dirigida al positivismo supuesto tanto en la idea de una “Historia universal”, como en la perspectiva del “Historicismo”[40]. Veamos primero cuáles son sus diferentes puntos de partida para después retomar los presupuestos que ambas –a su pesar– terminan compartiendo.
Comencemos con la idea de “Historia universal”; podemos decir que ella se relaciona con los acontecimientos históricos en tanto manifestaciones de una tendencia. Consecuentemente se representa a la historia como una continuidad de acontecimientos en los que busca percibir lo que en ellos existe de común; en palabras de Hegel, podríamos formular esto del siguiente modo: su objetivo es identificar aquello que, manifestándose en los acontecimientos particulares, los continúa, “se prolonga”. Recordemos que, para Hegel, la historia universal está compuesta de los espíritus de pueblos en una serie de fases sucesivas y necesarias atendiendo al fin último que se ha revelando en la historia como tendencia. Los distintos pueblos aparecen en el relato filosófico de la historia como elementos concatenados de un devenir. Y la concatenación de estos elementos se realiza a partir y desde, aquello que “se prolongó”; de la masa de acontecimientos la historia universal extrae el “hilo” –señala Catanzaro aludiendo a la metáfora de Benjamin– que conecta los acontecimientos y que permite hablar de la tendencia, de la Ley de desarrollo. Benjamin lo expresa en los siguientes términos:
La representación de una historia universal está vinculada a la del progreso y a la de la cultura. A fin de que todos los instantes en la historia de la humanidad puedan ser enhebrados en la cadena del progreso, tiene que ser puestos bajo el denominador común de la cultura, de la Ilustración, del espíritu objetivo o como quiera llamársele[41].
En otras palabras, para poder representarnos la historia universal bajo la figura de un “hilo”, es preciso primero, dice Benjamin, comprender a la historia universal (a la cultura en sentido amplio) bajo el común denominador de un “espíritu objetivo”, es decir, de un espíritu –el Espíritu de Pueblo y la idea de libertad en Hegel– que se da a sí mismo distintas figuras concretas en el despliegue, continuo y progresivo, de sus determinaciones. Un espíritu que, siendo siempre el mismo, es decir, siendo idéntico a sí (pura identidad y presencia)[42], se “realiza” a lo largo de la historia. Ahora bien, si lo anterior servía para graficar el “hilo”, en tanto extracción de una tendencia, la mencionada idea de “figuras concretas” que sirven al despliegue de aquel espíritu idéntico a sí, puede corresponderse con la sucesión de cuentas que en la metáfora del “rosario” aparecen engarzadas por el hilo, pues, como afirma Benjamin:
El historiador se contenta con establecer un nexo causal entre los diversos momentos de la historia. Pero ningún hecho, en cuanto causa, es histórico ya precisamente por eso. Habrá de serlo, póstumamente, en virtud de acaecimientos que puedan estar separados de él por milenios, el historiador que toma de aquí su punto de partida ya no deja más que la sucesión de acontecimientos le corra entre los dedos como un rosario[43].
Cada uno de los momentos (“cuentas”) puestos en sucesión representan las etapas históricas que conforman (“componen” utiliza Benjamin[44]) el presente o, en rigor, ellas son los momentos que el presente, o la fuerza fuerte[45] que en él domina, reconoce como propios, como su antesala y anticipación, como su infancia. Cada “cuenta”, a su vez, encerraría acontecimientos históricos que, en su pretendida completitud y “redondez”, habilitarían visualizar, a partir de un corte transversal efectuado en ellos, el “progreso” en las distintas esferas o materiales en que el espíritu de la historia se expresa.
La “teoría de un progreso posible en todos los dominios”[46] constituye otra de las caras de la crítica benjaminiana. De esta idea de progreso es solidaria su opuesta aparente, esto es, la idea de una “época de decadencia”, según lo denomina Benjamin en el “Convulto N”[47].
Es por lo recién señalado que la crítica a la idea de historia universal, puede ser mentada, como lo hace Oyarzún, como una crítica a la ideología del progreso; proveniente –según afirma el autor– de la secularización de la teología de la historia bajo el aspecto de una Filosofía de la historia. En este sentido, si para la teología, la historia se realiza en la salvación, en su versión secular, ella se inscribe en el futuro de la humanidad.
Nuevamente en la imagen del “hilo” aparecerían “enhebrados” los instantes de la historia universal como una “cadena del progreso”. De tal suerte se dice que el progresismo posee una creencia ciega en el futuro, que es un optimista empedernido; pues es esta misma creencia la que lo lleva a justificar toda violencia o mal pasado en pos de un estado de armonía y bienestar futuro. Con lo cual no sólo se justificaría aquel mal, sino que también se avala y reproduce la violencia del presente.
Dirijámonos, ahora, al segundo modo –retomando el planteo de Catanzaro–, en que se manifiesta el positivismo, esto es, el historicismo. El objetivo de esta consideración de la historia no radica ya en extraer la ley, la tendencia (el “hilo”) de los acontecimientos históricos, antes bien, se interesa, exclusivamente, por las “cuentas”: las épocas. El historicismo quisiera aferrar las individualidades históricas en sí mismas; sería una especie de “anticuario” en palabras de Nietzsche, alguien que preserva y venera los acontecimientos pasados, sintiéndose poseído por el alma de lo ancestral[48]. Su interés, luego, no radica en extraer el elemento universal que “se prolonga” por el conjunto, tampoco cosiste en representar esos momentos como momentos de un devenir o como la infancia del presente; por el contrario, para él cada época es única e irrepetible.
El camino privilegiado de la corriente historicista en su búsqueda por aferrar la singularidad de una época, es el método de la empatía que, sumado al concepto de vida hace de la ‘presentificación’[49] su principal objetivo. Respecto de ello, Benjamin afirma –reproducimos en extenso–:
La empatía con lo sido sirve en último término a su presentificación. No es en vano que la tendencia a esta última se aviene muy bien con la tendencia positivista de la historia (tal como se muestra en Eduard Meyer). En el dominio de la historia, la proyección de lo sido en el presente es análoga a la sustitución de configuraciones idénticas por [sus] modificaciones en el mundo corpóreo. Esta última ha sido demostrada por Meyerson como base de las ciencias naturales […]. La primera es la quintaesencia del carácter propiamente ‘científico’ de la historia, en el sentido del positivismo. Se la adquiere al precio de la completa extirpación de todo aquello que recuerda, en cuanto remembranza, su determinación originaria. La falsa vivacidad de la presentificación, el hacer a un lado todo eco del ‘lamento’ [que brota] de la historia, señala su definitiva sumisión al concepto moderno de la ciencia.
En otras palabras: el propósito de hallar ‘leyes’ para el decurso de los acontecimientos en la historia no es el único modo, ni menos aún el más sutil, de igualar la historiografía con la ciencia natural. La representación de que sería tarea del historiador ‘presentificar’ lo pretérito es culpable del mismo escamoteo y es, no obstante, mucho menos fácil de penetrar[50].
El método de la empatía sobre el que se sostiene el objetivo de la presentificación realiza una operación de supresión, esto es, elimina la distancia que separa su compenetración con el pasado del momento presente de su conocimiento. El “traer” al presente un momento histórico supone la asunción del consejo de Fustel de Coulange que cita Benjamin y que nosotros reproducimos: “Si queréis revivir una época” –dice– “olvidad que sabéis lo que ha pasado después de ella”[51].
Pero el pasaje anterior no es el único en que esta idea se hace presente, pues ella reaparece en otra cita de los “Apuntes sobre el concepto de historia”, esta vez a propósito de la profesión de fe –del “credo”– del historicismo:
Es la curiosidad por el hecho la que impulsa a la indagación al historiador; es la curiosidad por el hecho la que atrae y encanta a su lector… Los testimonios…hacen que no se pueda dudar de la cosa, es su encantamiento natural lo que consuma, a su propósito, la persuasión…El resultado es que el hecho permanece entero, intacto… Todo su arte se resume en no tocar en absoluto, en observar lo que Fustel de Coulange ha denominado tan bien ‘la castidad del investigador’[52].
Lo que suscita la curiosidad del historiador, de su investigación, es la fascinación que lo testimonial produce, que la pura presencia provoca. A su vez, el “encantamiento natural”, la sugestión a la que insta el hecho, será mayor cuanto menos se involucre el historiador, cuanto más intacto se deje al objeto. Así, empatía y castidad, redundan en familiaridad[53], en identificación. Disuelto el momento de extrañeza se deshace, también, lo que diferenciaba al historicismo de la ideología del progreso. Pues en la borradura de la no contemporaneidad, del diferimiento de la historia y, en el festejo de la relatividad de las historias parciales, lejos de alejarse de la idea de universalidad, se aproxima a ella vertiginosamente, sólo que lo hace –según referíamos con la cita anterior– por acumulación o acopio.
Luego, progresismo e historicismo, como vimos, se diferencian en sus puntos de partida, en la enunciación de sus intenciones, pero la imagen del “rosario”, una vez más, nos aproxima al lugar en que ambos se identifican. Pues como señala Gisela Catanzaro, si la ideología del progreso, bajo la forma de una ‘historia universal’ podía ser graficada con el “hilo”, el historicismo, a su turno, sería quien proporcionara a ella las “cuentas”. De modo tal que, como afirma Benjamin: “El historicismo culmina, con justicia, en el concepto de una historia universal […]. Su proceder es aditivo: suministra la masa de los hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío”[54]. Así, el modo de operar del progresismo no es el único que, en su afán por descubrir “leyes” en la historia, se comporta con ella del mismo modo en que lo hace la ciencia natural, pues el historicismo en su voluntad de “presentificar lo pretérito es culpable del mismo escamoteo” (sólo que lo hace por acumulación de datos a partir de la aplicación mecánica de categorías).
Como decíamos con Nietzsche en nuestro segundo capítulo, si de un lado tenemos el peligro de la generalidad, la identificación –tan sólo– de lo “glorioso” (lo que logró prolongarse, lo “exitoso”) en la humanidad; de otro, tenemos el detenimiento indistinto en lo fragmentario, en la singularidad, que también se traduce –para Nietzsche– en la indiferenciación de las causas reales, y “si a la primera de estas formas, la historia monumental, se la puede interpretar como una de las modalidades de la historia universal; a la segunda, es decir, a la historia anticuaria, podría equivalerle la manera historicista de considerar la historia. Ambas, no obstante, comparten un mismo principio: la creencia en la accesibilidad plena, transparente y aproblemática de lo histórico”[55].
Esta creencia puede ser pensada en el texto de Benjamin en los siguientes términos: progresismo e historicismo comparten, además de los supuestos de un tiempo homogéneo y vació, un último elemento: el épico. La idea de que la historia se “deja narrar” está presente en las dos versiones. Muchas imágenes benjaminianas van en este sentido, entre otras, la de la historia como un hilo “liso y terso”, y no como otro áspero, de “mil greñas”; la del “rosario” que se escurre entre las manos. En las dos versiones del positivismo –en la idea de una historia universal y en el historicismo– el material histórico se menta como docilidad, como cuerpo a manipular, como algo que está ahí, “a la mano”[56].
En este marco –como en cierta forma anunciaba Nietzsche[57]– tanto para el historicismo como para el progresismo la verdad de la historia no es en sí misma histórica, sino intemporal, ‘eterna’, ya sea que se la ubique en la eternidad del pretérito, como es el caso del historicismo, ya en la eternidad del futuro, como hace el progresismo. En todo caso, lo que subyace a ambas, es la postulación de un presente aproblemático, idéntico a sí mismo y recortado sobre el telón de fondo de un tiempo homogéneo y vacío.
Pablo Oyarzún traduce en términos filosóficos esta operación como una ontologización del presente. En otras palabras, la operación de volver coincidentes ser y tiempo, en primer lugar y, en segundo lugar, la suposición de la historia como el despliegue de un ser que no es más que la proyección de un ‘es’, es decir, de un ser pleno que se prolongó en la historia, y que ‘es’ en el presente, reconociendo en el pasado su infancia, o bien reconociéndose en todos los momentos del pasado como etapas de su devenir, de su crecimiento, manteniéndose él siempre uno y el mismo. En virtud de esta ontologización el presente ya no es percibido como problema, es un presente a-problemático, que se tiene a sí mismo como posesión, y que conserva, a su vez, en él, todo el pasado. El ‘es’, luego, remite al supuesto sobre el cual descansa tanto la ideología del progreso como el concepto tradicional de historia, un supuesto –decíamos– de tipo ontológico que vuelve coincidentes ser y tiempo[58].
Distinto a ello habrá de ser una idea crítica de historia, una que problematice tanto el pasado como el presente, reconociendo, en ambos, su no identidad, su falta de contemporaneidad consigo mismos, su ausencia de plenitud.
Cuestiones previas a otra idea de historia
Hasta aquí hemos revisado los supuestos del concepto de experiencia y conocimiento heredado de la tradición filosófica a los que Benjamin conduce sus críticas; dirigimos también nuestra mirada a los diferentes enunciados que subyacen, por un lado, a la idea de una historia universal –y su ideología del progreso– y, por otro, al historicismo. Hicimos hincapié en los puntos en que ambas perspectivas se superponen, pero aún nos resta reflexionar en torno a ciertos momentos de verdad que cada una de ellas –según Benjamin– contendrían.
En primer lugar, respecto de la ideología del progreso y su idea de “historia universal”, podríamos afirma que su verdad –aunque negativa– se muestra en uno de sus postulados: la continuidad en la historia, lo que se continúa –la tendencia–.
La continuidades verdadera –podemos afirmar con Benjamin– en tanto lo que se ha continuado, efectivamente, en la historia, es el dominio. Esta continuidad efectiva del dominio es solidaria con ciertos modos en que el conocimiento se relaciona con lo sido. Consecuentemente, realizar una crítica al dominio, a la violencia real (efectivamente existente) supone, en el ámbito del conocimiento, producir un modo distinto de vincularnos con lo sido, una modalidad diferente de concebir los acontecimientos y fenómenos históricos, en su propia relación, y en su relación con el presente (ninguno de los dos –insistimos– concebidos como identidad o presencia plena).
En la búsqueda por evidenciar el modo en que los supuestos de la continuidad y homogeneidad operan en el conocimiento, Benjamin realiza una distinción entre, por un lado, la denominada fuerza fuerte que representa aquel ‘es’, la fuerza de la presencia (como identidad, como coincidencia de ser y tiempo), de lo presente (lo que domina en él); y por otro lado, menta la llamada fuerza débil[59] que, no descansando sobre una tal coincidencia, tampoco domina en el presente, ni pretende hacerlo. La diferencia más relevante se sitúa en el modo en que cada una de ellas se relaciona con el pasado.
El movimiento que lleva a cabo la fuerza fuerte es aquel de “traer” el pasado al presente. Uno de los ropajes que este accionar viste es el de la tradición. La tradición, en Benjamin, presenta dos características: en primer lugar, no admite la preterición de lo sido (la irremisibilidad del pasado), y en segundo lugar, es selectiva en cuanto a lo que recoge de él, pues sólo opta por destacar aquellos elementos en los que se reconoce en el presente.
Una de las metáforas con la cual puede ilustrarse la continuidad del pasado –su prolongación– en el presente, es la del haz de luz: una delgada pero fuerte proyección del presente sobre el pasado, que destaca, sobre un fondo que produce como oscuro u opaco, aquellos perfiles que mejor reflejan su momento presente, en los cuales éste se reconoce. En función del comportamiento descrito, la fuerza fuerte se corresponde con la dominación, pues no sólo domina el pasado en tanto selecciona aquello que ha de traer al presente, sino que domina también, en el presente; es esta condición la que abre la posibilidad de aquella acción, pues la coincidencia entre ser y tiempo que esta fuerza ostenta es producida por una fuerte capacidad para intervenir continuamente en el presente expresando la violencia de una dominación que quiere hacer de lo sido patrimonio de su identidad y motivo de su presencia presente –valga la redundancia–.
Veamos, ahora, cómo aparecen sugeridas ciertas proposiciones críticas de esta idea de historia universal –y también su posible reformulación– en los fragmentos de Benjamin que reproducimos a continuación:
No toda historia universal tiene que ser reaccionaria. La historia universal sin principio constructivo lo es. El principio constructivo de la historia universal permite representarla en lo parcial. Es, en otras palabras, un [principio] monadológico. Existe en la historia de la salvación[60].
Y, en otro fragmento, el autor agrega:
La multiplicidad de las ‘historias’ está estrechamente emparentada, si no es idéntica, con la multiplicidad de las lenguas. La historia universal, en el sentido de hoy sigue siendo sólo una suerte de esperanto[61].
Empecemos por la última cita. ¿Qué significa que la “historia universal” –tal como existía en el momento en que Benjamin escribía las “Tesis”– fuera equivalente al esperanto? Una respuesta posible consistiría en afirmar que, en tanto promesa basada en la voluntad de darle forma a la esperanza de la especie humana, historia universal y esperanto son homologables. Asimismo, historia universal y esperanto se equivalen en la medida en que ambas representan, en cuanto forma escrita, la transposición de la multiplicidad de lenguas (vivas o muertas) a un único lenguaje universal. Lo cual presupone “que ha de traducirse sin menoscabo cada texto de un [idioma] vivo o muerto”[62]. Lo que el esperanto realizaría con las lenguas, la historia universal lo haría con la vida de los pueblos (vivos y muertos), esto es, los reduciría a un principio común y unitario, a un principio homogéneo, a la expresión de un mismo Logos.
Otra historia universal –insinúa Benjamin–, una distinta al “esperanto”, sería posible. Una, luego, que no transpusiera la multiplicidad de las lenguas a un lenguaje común, una que resguardara las lenguas en su singularidad. Benjamin perseguiría, consecuentemente, elaborar una historia universal que no produjera, o mejor, que no redujera las historias singulares a momentos de una continuidad, a transiciones de unos momentos a otros –como indicamos en nuestro apartado anterior–. En suma, a Benjamin lo que le inquita es producir una crítica a los modos de relacionarse con el pasado como con algo inmóvil, paciente, dócil; como el lugar al cual nos podemos dirigir para extraer de él el “hilo” de la continuidad (la tendencia) o la verdad eterna de una época (las “cuenta” del rosario).
Examinemos, ahora, la primera cita. En ella se afirma la posibilidad de una historia universal, una no reaccionaria –dice Benjamin–, una que explicite su principio constructivo, pues “la historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío”[63]. Este principio constructivo destruye el elemento épico que aquella presupone, pues no restituye su objeto a la continuidad y linealidad de la historia, sino que, por el contrario: “Hace que la época salte fuera de la continuidad histórica cosificada, que la vida salte fuera de la época, la obra de la obra de una vida”[64].
En este principio constructivo, opuesto a la narración épica, radica uno de los elementos de la investigación materialista de la historia. Del siguiente modo lo expresa Benjamin en sus “Apuntes”: “En una investigación materialista, se quiebra la continuidad épica a favor de la resolución constructiva”[65]. En esta resolución constructiva, los “momentos” son construidos por el historiador materialista como piezas “cortantes y tajantes” que no se dejan pasar lisas y sedosas entre los dedos. Como en Nietzsche[66], pero también como luego lo será para Adorno, la investigación materialista de la historia que Benjamin propone es una que se entrega a la tarea de glosar, comentar, interpretar, fragmentos despojos, ruinas. De este modo:
La primera etapa de este camino será acoger el principio del montaje en la historia. Erigir, entonces, las grandes construcciones a partir de las más pequeñas piezas de construcción, confeccionadas de manera cortante y tajante. Y en el análisis del pequeño momento singular, descubrir el cristal del acontecer total. Aprehender la construcción de la historia como tal. En estructura de comentario. Desechos de la historia[67].
Lo que el intérprete materialista hace es discontinuar los materiales históricos, es decir, no los devuelve a un tiempo homogéneo y vacío, esto es, hace saltar la diferencia, la disonancia, la plétora de tensiones que anidan en él, ya sea que se trate de materiales pertenecientes a distintas momentos de la historia, ya sea que se trate de materiales de “una misma época”[68].
Pero también el historicismo contiene en su punto de partida, en su enunciación, un momento de verdad. Nos referimos a la frase que dice:
‘La verdad no ha de escapársenos’ –esta sentencia, que proviene de Gottfried Keller, designa con exactitud, en la imagen de la historia del historicismo, el punto en que ésta es traspasada por el materialismo histórico. Pues es una imagen irrecuperable del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca aludido en ella. El alegre mensaje que trae el historiador al pretérito con los pulsos alados, viene de una boca que tal vez habla ya, en el instante en que se abre, al vacío. El instante que es cumplido por el historiador a propósito de lo sido sólo puede ser puesto en obra como algo que se pierde irremisiblemente en el instante que sigue[69].
En esta frase de Gottfried Keller puede leerse –dice Benjamin– el lugar preciso en el que el historicismo es traspasado, “atravesado” –según leemos en la tesis V– por el materialismo. ¿Qué quiere decir aquí “traspasado”, “atravesado”? ¿Qué es lo que se atraviesa? Quisiéramos detenernos en dos puntos. En primer lugar, en el punto de partida del historicismo podría estar contenido un elemento de verdad, esto es, existiría una genuina voluntad de hacer justicia a la singularidad de una “época” en la intención historicista de mostrar la irreductibilidad de aquella. Empero, este momento de verdad se malograría cuando –como ya desarrollamos– se niega, vía la empatía y la presentificación, lo que el propio historicismo había anunciado, esto es, la distancia que separa a esa “época” de las condiciones presentes de su conocimiento.
Por otro lado, de lo que la cita da cuenta es de la noción de verdad mentada por el historicismo y atravesada, rota, partida, por el materialismo. Pues para el historicismo la verdad es algo que está ahí, a la espera de ser recogida. A este respecto, en la versión francesa de las tesis, Benjamin dice: “La verdad inmóvil que no hace más que esperar al investigador no corresponde en absoluto a este concepto de la verdad en materia histórica”[70]. El materialista no renuncia a la verdad, pero sí atraviesa aquella concepción según la cual la verdad es algo inmóvil, “a aferrar”, eterno, pues para él la verdad, por el contrario, pasa fugazmente, no espera, fulgura y amenaza con desaparecer: “Sería una imagen irrecuperable del pasado la que amenaza con desaparecer con cualquier presente porque éste no se reconoce mentado en él” (Benjamin, 2002: 9). Es precisamente esta imagen que se resiste a ser integrada y administrada por el presente y que nos sale fugazmente al paso, la que ha de captar el historiador materialista para que entregue su sentido, para que estalle, haciendo que sus esquirlas impacten en el presente. Sólo a partir de estas reflexiones podemos leer en otro sentido la sentencia que reza “la verdad no ha de escapársenos”, pues únicamente concibiendo a la verdad como algo que se resiste a ser aferrado, como algo móvil y fluido, distinto a una cosa que se posee, como algo en constante movimiento, que pasa fugazmente, que aparece y desaparece, en suma, como algo que se muestra para luego irremisiblemente volver a perderse, es que podemos enunciar aquella intención de rodearla[71]. Sólo reconociendo su inaprehensibilidad podemos erigir la voluntad de que no se nos “escape”.
Así, respecto del historicismo que se limita a exponer la imagen eterna del pasado, el materialista se preocupa por establecer una experiencia única con él. Y en esta tarea: “La eliminación del momento épico a cargo del constructivo se comprueba” –una vez más– “como condición de esa experiencia. En ella se liberan las fuerzas poderosas que en el érase–una–vez, del historicismo permanecen atadas”[72].
En ambos casos, nos atrevemos a afirmar, se trata del proceder metodológico que Benjamin formulara en la “Introducción” a El Origen del drama barroco alemán y reiterara veinte años después, esta vez, poniéndolo en boca de Eduard Fuchs: “‘La verdad está en los extremos’”[73].
En el estudio sobre el Truerspiel este principio era enunciado del siguiente modo:
La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma que, a partir de la separación de los extremos y de los aparentes excesos de la evolución, hace surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de la coexistencia de tales opuestos[74].
Lo que la idea determina –en tanto interpretación objetiva– es la mutua dependencia de los fenómenos, su ordenación. Y los elementos de los fenómenos que el concepto tiene como tarea redimir se manifiestan con mayor claridad –afirma allí– en los extremos. En sus propias palabras: “La idea puede ser descripta como la configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante”[75].
En el “Convulto N” Benjamin señala a este respecto:
Al pensar pertenece lo mismo el movimiento que la detención de los pensamientos. Allí donde el pensar llega al detenimiento en una constelación pletórica de tensiones, aparece la imagen dialéctica. Ella es la cesura en el movimiento del pensar. Naturalmente, su sitio no es uno cualquiera. Ha de buscárselo, en una palabra, allí donde la tensión entre las oposiciones dialécticas es la mayor[76].
Luego, la idea de historia en Benjamin señalaría dos momentos de verdad contenidos –y malogrados– en dos perspectivas opuestas y extremas referidas a la historia: la posibilidad de una historia universal no reaccionaria, una con principio “cons(des)tructivo”, por un lado; y la idea historicista de una verdad que “no ha de escapársenos”, pero precisamente porque ella se encuentra siempre en constante huida, porque ella es algo que no se posee. La puesta en relación de ambas perspectivas produciría el correctivo mutuo de dichas nociones haciendo surgir la idea benjaminiana de historia. Veamos, entonces, en qué consiste esta idea.
El problema del sentido. Cuarta aparición, segunda reaparición: la felicidad
La idea de historia que un pensamiento crítico reclama es una que sea capaz de romper con la matriz de la continuidad –del dominio. Walter Benjamin, movido por este impulso, introdujo la noción de discontinuidad en la historia, con el objeto de hacer valer la eficacia absolutamente singular del pasado como tal. Ello es posible mediante la desarticulación del presente como dimensión dominante de la temporalidad histórica. Lo anterior exige poner en evidencia una fisura que, constituida por el pasado, produzca una grieta en el ‘es’ de la fuerza fuerte, en esa presencia en donde el dominio legitima su reinado histórico. En Benjamin la dimensión del pasado posee una carga fundamental. Entendido como lo que está irremediablemente perdido, como aquello que quedó trunco, el pasado guarda un índice de fe, una potencialidad que irrumpe a la manera de relámpago y que, a modo de promesa, exige en el presente su redención.
La débil fuerza –mesiánica– es la que guarda este índice de fe. En oposición a la fuerza fuerte –de la que ya dimos cuenta– esta fuerza débil se construye a partir de su particular relación con el pasado, en el cual no se proyecta, sino que, por el contrario, es conmovido por aquel. En otras palabras, la fuerza débil es permeable al pasado, de algún modo, él la afecta, la pone en una situación crítica; en su falta de fuerza en el presente para citar al pasado como linaje, radica su debilidad. Mas es fuerte precisamente porque resiste la inversión y capitalización del pasado en el presente.
La aceptación del pasado como tal, de lo sido qua sido, se complementa con una rememoración, una evocación o escucha. Lo que se escucha es el eco de las voces muertas de un pasado abortado. Así, la irremisibilidad del pasado postulada por Benjamin significa, por un lado, afirmar que aquello que quedó trunco no puede ya ser justificado por la dicha o justicia venidera y, por otro, supone la resistencia a hacerse cómplice de las fuerzas que anulan la posibilidad del advenimiento de una justicia en el presente, y la obligación de no renunciar a pensar lo histórico en su doble carácter de sido, en primer lugar y de lo que, aquello sido inscribe en el presente, marcando su propia falta de plenitud e identidad, en segundo lugar.
En este marco, la promesa de redención que guarda la débil fuerza se vincula, en los escritos de Benjamin, con un fin, pero no con un fin de la historia –no importa si apocalíptico o progresivo– sino, antes bien, con el fin en la historia, por un lado, y con la noción de interrupción, por otro.
En relación a la primera acepción, lo que se pretende es la realización en la historia de la felicidad como fin vivido, o bien como fin que invita a ser vivido. Esta invitación proviene de las expectativas, de la esperanza que –como señala, una vez más, Pablo Oyarzún– asume el cuerpo de una imagen–de–experiencia; su objeto está, así, contenido en una imagen. Ahora bien, si lo propio de la imagen es mantenerse y si se mantiene en base a su incumplimiento, el modo de hacerlo es anticipando aquello que espera. A este respecto el filósofo chileno afirma: “Y es justamente esta anticipación lo que, como rasgo fundamental de la esperanza, tiene el carácter de imagen a condición de que entendamos a ésta como una promesa de presencia”[77].
Si el objeto de la esperanza es una imagen–de–experiencia, ella proviene, para Benjamin, del pretérito, de cierta posibilidad pasada. Esta aproximación no se reduce a la afirmación de una eficacia del pasado sobre el presente, refiere, por el contrario, al grado en que el pasado determina al presente en el sentido de inaugurar en él una diferencia. Lo que el pasado produce en el presente es un hiato, una diferencia constitutiva que rompe la identidad del presente consigo mismo. El presente, por tanto, no teniendo su origen en sí mismo se encuentra hendido por lo que el pasado (tampoco concebido como plenitud) inscribe en él.
Esta esperanza está vinculada al desposeimiento, a la tristeza que brota de la irrecuperabilidad de aquello que hubiera colmado su deseo. La dimensión que abre la esperanza es el futuro, figurado como lugar de la felicidad, entendida como el fin en la historia; pero, para que ella advenga, es necesario que la historia no se cierre sobre sí misma, sobre un presente dado.
Lo anterior no equivale a una sobrevaloración del futuro, pues el planteo de Benjamin se construye sobre el privilegio del pasado, es éste y no otro el que tiñe y hiende el tiempo, el que configura la temporalidad del tiempo. En el “Convulto N” Benjamin dice: “La exposición materialista lleva al pasado a poner al presente en una situación crítica”[78]. El presente, luego, no teniendo origen en sí mismo, no siendo pleno, es conmovido por lo que el pasado abre o inscribe en él. El pasado es siempre lo trunco, lo irresuelto y en cuanto tal, equivale al índice de redención cuya forma es la de aquella ‘débil fuerza mesiánica’ señalada.
Lo anterior se vincula con la segunda acepción de fin mentada como interrupción. La relación entre la idea de felicidad y la historia, aparece en un texto –de fecha desconocida– que lleva por título “Fragmento teológico-político”[79]. Allí Benjamin afirma que el Reino de Dios no es el telos, es decir, no es la finalidad que orienta el devenir histórico, antes bien, afirma: “Históricamente visto, [el Reino de Dios] no es meta, sino fin”[80]. ¿Qué significa “fin” en esta frase? Una primera aproximación la proporciona el propio texto, pues el Reino de Dios se dice allí, no es el “fin” en el sentido del objetivo, de la finalidad o “meta” a la que la historia debería aspirar, antes bien, de lo que se trata es de poner fin, es decir, dar término a la aspiración al Reino de Dios, interrumpirla.
No es sobre esta idea de Reino sobre lo que la historia humana, profana, ha de erigirse. Por el contrario: “El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de la felicidad”[81]. El orden de lo profano y el orden de lo divino tienen trayectorias opuestas, son dimensiones inconmensurables, heterogéneas y: “la búsqueda de felicidad de la humanidad libre tiende ciertamente a alejarse de aquella dirección mesiánica”[82].
La introducción de la trascendencia en tanto trascendencia, esto es, la demarcación de una discontinuidad radical entre el mundo de lo profano y el reino de Dios o mundo divino, está presente en muchos de los textos benjaminianos[83], y éste no es la excepción. En el “Fragmento” que venimos glosando, se oponen dos nociones referidas a la muerte: una corresponde a la “resitutio in integrum religioso-espiritual” bajo el concepto de inmortalidad; la otra alude a la mundanidad que, bajo el concepto de eternidad, remite a la caducidad:
y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca, caduca en su totalidad, en su totalidad espacial, pero caduca también en su totalidad temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad[84].
La relación del conocimiento con la historia no puede consistir en la justificación de la caducidad de lo singular a partir de su incorporación en la inmortalidad, no puede ser una “resitutio in integrum religioso-espiritual” al estilo hegeliano. Ella, por el contrario, ha de atender a esta eterna caducidad, pues sólo acogiendo y reconociendo esta condición podemos ser justos no sólo con lo sido sino también con la precariedad de lo que “es”.
La introducción en los textos benjaminiano de motivos teológicos y profanos, la coexistencia de los extremos en la configuración de su pensamiento, daría cuenta de ese particular proceder suyo que recibió por nombre “dialéctica en suspenso” o “dialéctica detenida” –propia de su modo de comprender la crítica dialéctica y materialista–. “La dialéctica de esta operación” –dice Oyarzún– “considera ciertamente un tercero, pero su clave, estriba en que este tercero no es la síntesis o la reconciliación de los opuestos (en el sentido constructivo de Hegel y sus epígonos), sino su interrupción”[85]. En último caso, el tercero es la destrucción del círculo encantado del juego de oposiciones. Este proceder, como intentaremos demostrar en nuestro próximo capítulo, será caro también a Theodor Adorno.
- Gershom Scholem (Berlín, 1987 – Jerusalén, 1982). Amigo de juventud de Benjamin, fue filólogo, historiador y teólogo israelí. Se cruzaron por primera vez en 1913 en ocasión de una reunión entre la Jung-Juda en la que participaba Scholem y la Jugendbewegun de la que Benjamin era miembro; dos círculos de militancia de las juventudes berlinesas interesados en debatir tanto sobre la relación con la herencia judía y alemana como sobre problemas referidos a la enseñanza y el conocimiento. Pero sólo dos años después, hacia 1915 estrecharían lazos. Su amistad duró desde entonces, con algunos intervalos, hasta el fin de los días de la vida de Walter Benjamin. Gershom Scholem relata los vaivenes de esta entrañable relación en: Scholem G.: Historia de una amistad. Introducción y traducción de J. F. Yvars y Vicente Jarque. Buenos Aires, Debolsillo, 2008.↵
- Los intercambios entre Walter Benjamin y el dramaturgo marxista Bertolt Brecht fueron muy intensos. Benjamin dedicó más de un escrito a estos diálogos. Entre otros: “Conversaciones con Brecht (Notas de Svendborg)”, “Comentarios a poemas de Brecht”,” Comentando a Brecht”, “‘La novela de cuatro cuartos’ de Brecht” en, respectivamente: Walter Benjamin, Ensayos V, VI y VII. Madrid, Editora Nacional, 2002. Ver también el bien documentado y reciente estudio acerca de esta “compleja” relación realizado por: Wizisla, E.: Benjamin y Brecht. Historia de una amistad. Buenos Aires, Paidos, 2007.↵
- Ver, entre otros, Forster, R.: Lecturas de Benjamin: entre el anacronismo y la actualidad en www.rayandolosconfines.com.ar; Foster, R.: Walter Benjamin y el problema del mal. Buenos Aires, Grupo Editor Altamira, 2003; Löwy, M.: Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidad electiva. Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997; Löwy, M.: Walter Benjamin. Aviso de incendio. Argentina, FCE, 2002.↵
- Esta sugerencia, en rigor, también es sostenida por Habermas quien afirma que “Benjamin concibió también la filosofía de la historia como teoría de la experiencia”. No obstante esta coincidencia, para Habermas -desde una perspectiva diferente a la lectura que realiza Oyarzún- Benjamin no habría logrado conciliar ilustración y mística, no pudiendo poner “al servicio del materialismo histórico” una teoría mesiánica de la experiencia. Habermas, J.: Perfiles filosófico-políticos. Trad. Manuel Jiménez Redondo, España, Taurus, 2000, p. 321. ↵
- El filósofo italiano Giorgio Agamben también ubica en este texto benjaminiano las nociones preliminares a un nuevo concepto de experiencia, de conocimiento, y además, de historia. Su lectura se orienta a demostrar cómo el lenguaje, mentado como infancia, es la patria del hombre, el espacio-tiempo de la experiencia. Este lugar no puede ser historizado porque en sí mismo es historizante, es condición de historia. Ver: Agamben, G.: Infancia e Historia. Trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001. ↵
- Benjamin, W., “Sobre el programa de una filosofía venidera” [1918], en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1991, p. 84.↵
- En esta introducción epistemo-crítica Benjamin pone el acento en la teoría del Nombre y en la naturaleza lingüística de las ideas –de la verdad- y del único modo de exponerlas, esto es, en el lenguaje, entendido no ya como medio -instrumental- sino en términos de medium. Ver: Benjamin, W.: El origen del drama barroco alemán. Trad. José Muñoz Millanes, Madrid, Taurus, 1990. Más adelante intentaremos dar cuenta de estas diferencias. ↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin” en De Lenguaje, Historia y Poder. Nueve ensayos sobre filosofía contemporánea. Santiago de Chile, Departamento de Teoría de las Artes, Universidad de Chile, 2001, p. 211.↵
- Op. Cit., p. 212.↵
- Op. Cit., p. 213.↵
- Íbidem. Oyarzún cita la Enzyklopädie der pilosopfischen Wissenchaften de Hegel. ↵
- Op. Cit., p. 214.↵
- La cita corresponde a la traducción de El origen del drama barroco alemán realizada por Muñoz Millanes, (Madrid, Taurus, 1990, p. 159). Pablo Oyarzún propone algunas modificaciones a esta versión, reproducimos las que consideramos más relevante: “tanta significación, tanta caducidad mortal, porque la muerte graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria entre phyisis y significación. Pero si la naturaleza está desde siempre en mortal caducidad, entonces es también alegórica desde siempre. La significación y la muerte están tan con-temporalizadas entre sí en el despliegue histórico (gezeitigt in historischer Entfaltung), como tan estrechamente se compenetran, en cuanto gérmenes, en la condición pecadora, carente de Gracia, de la criatura”. Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin” en De Lenguaje, Historia y Poder. Nueve ensayos sobre filosofía contemporánea. Santiago de Chile, Departamento de Teoría de las Artes, Universidad de Chile, 2001, pp. 214-215. Oyarzún en su traducción enfatiza el carácter determinante de la muerte en su estrecha relación con la significación. Subraya, también, la compenetración de ambos y su condición compartida en cuanto gérmenes de la criatura; la noción misma de criatura compromete al mundo profano (carene de Gracia), único mundo en el que le es permitido vivir a los hombres.↵
- Ver: Lukács, G.: “La teoría de la Novela” en El alma y las formas y Teoría de la novela. México, Grijalbo, 1970.↵
- Sobre esta diferencia y sobre la relación entre muerte y significación volveremos en el último apartado del presente capítulo, así como en el apartado, también final, de nuestro Capítulo V.↵
- Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán [1925], Madrid, Taurus, 1990, pp. 28-29.↵
- No otra cosa nos sugiere el filósofo alemán en “La tarea del traductor” cuando explicita que la traducción nada agrega a la vida de la obra, sino que se desarrolla en su posvida, en su sobrervivencia. Así como la comunicabilidad pertenece al ser (ser es ser llamado en su concepción del lenguaje), del mismo modo, la traducción pertenece al original, su traducibilidad es la necesidad del original de exteriorizar su significación en cuanto vida o su vida en cuanto significación. La posvida que nada significa para la vida del original es, sin embargo, el espacio en el que únicamente puede desenvolverse su significación y ello en virtud de su precariedad: “Así como las manifestaciones de la vida están íntimamente relacionadas con todo ser vivo, aunque no representen nada para éste, también la traducción brota del original, pero no tanto de su vida como de su ‘supervivencia’”. Benjamin, W.: “La tarea del traductor” en Ensayos escogidos, México, Coayacan, 2001, p. 78. Debemos entender esta ley de traducibilidad en términos de ley de significación, de auxilio para su despliegue. Para que esta ley de significación y auxilio advenga es preciso suponer previamente la muerte. Pues, como Benjamin señala en el Trauerspiel, es ella la que graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria entre phyisis y significación. Ver: Benjamin, W.: El origen del drama…op. Cit.↵
- Acertadamente recurre Oyarzún a este término difícil de sustituir, pues su significado se ajusta al sentido mentado en Benjamin: “prendar. (Del lat. pignorāre). 1. tr. Tomar una prenda como garantía de una deuda o como pago de un daño recibido”. http://.rae.es↵
- Benjamin, W., “Sobre el programa de una filosofía venidera” [1918], Op. Cit., pp. 80-81. ↵
- Las acepciones del sustantivo alemán podrían ser: ocurrencia, invasión, incidencia. Diccionario español-alemán. España, Océano, s/f.↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 217.↵
- Op. Cit., p. 216.↵
- Benjamin, W., “Sobre el programa de una filosofía venidera” [1918], Op. Cit., p. 84. Las cursivas son nuestras.↵
- Benjamin, W., “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” [1916], en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1991, p. 67.↵
- Colingwood-Selby, E.: Walter Benjamin la lengua del exilio. Santiago de Chile, Ed. Arcis-Lom, 1997, p. 56.↵
- Op. Cit., p. 61.↵
- La traducción constituye, en sí mismo, un problema en la concepción benjaminiana, irreductible a la sola cuestión del lenguaje. Las implicancias que ella tiene en relación a la problemática del conocimiento y de la verdad exceden las posibilidades de la presente tesis. Diremos, tan sólo, que en el texto sobre el lenguaje la traducción es pensada en términos de una “transferencia de un lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones”. Esta traducción es posible, a su vez, por una diferencia: la que existe entre la lengua nominal de los hombres y la lengua material de las cosas. Podemos dar un paso más y afirmar que el concepto de traducción opera a la base de todo lenguaje, y hasta cierto punto, lo determina. Pues no en vano Benjamin concluye su artículo Sobre el lenguaje… con la siguiente afirmación: “Cada lenguaje relativamente más elevado es una traducción de uno inferior, hasta que la palabra de Dios se despliega en la última claridad, la unidad de este movimiento lingüístico”. En el nombre se anticipa ya a la traducción como la estructura central de la lengua. Si la lengua es inexorablemente lengua caída, lo que no debemos olvidar es la diferencia que aquella caída instala al interior de la lengua y entre las diversas lenguas entre sí. Asimismo, afirmar que la lengua humana sólo tiene lugar como traducción implica suponer que ninguna lengua dice nunca, plenamente, lo que pretende decir y que, lo que pretende decir, jamás, puede ser dicho en forma plena, pues tampoco lo que se pretende decir es un algo pleno -valga la redundancia. Benjamin, W.: “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt, España, Taurus, 1991, pp. 69-74.↵
- Benjamin, W.: “La obra de los pasajes (Convulto N)” en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia. Trad. Pablo Oyarzún Robles, Santiago de Chile, Editorial ARCIS-LOM, 1996, p. 140 (N7 a, 7).↵
- La relación entre teología e historia posee su propia trayectoria en el pensamiento occidental. La pregunta por el sentido en la historia, abrevó en fuentes teológicas. Karl Löwith, por mencionar a uno de los teóricos concernidos con el tema, en su libro Historia del mundo y salvación, se propone corroborar la hipótesis que afirma que “la filosofía moderna de la historia arraiga en la fe bíblica, en la consumación que termina con la secularización de su paradigma escatológico”. Ver: Löwith, K.: Historia del mundo y salvación. Trad. Norberto Espinosa, Buenos Aires, Katz, 2007, p. 14.↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 221.↵
- Ver: Oyarzún R., P.: “Cuatro señas sobre…”. Op. Cit., p. 222.↵
- Benjamin, W., “La obra de los pasajes (Convulto N) ‘Fragmentos sobre teoría del conocimiento y teoría del progreso’”, en La dialéctica en suspenso, Santiago de Chile, ARCIS/LOM, 1996, p. 151. La cita así definida se relaciona íntimamente con la interrupción. En relación a ambas leemos en uno de los ensayos de Benjamin dedicados al análisis formal de las obras de Brecht lo siguiente: “la interrupción es uno de los procedimientos de forma fundamentales. Alcanza mucho más lejos del término del arte. Es la base de la cita (para entresacar sólo uno de sus aspectos). Citar un texto implica interrumpir su contexto”. Benjamin, W.: “¿Qué es el teatro épico? (Segunda versión)” en Ensayos V. Trad. Jesús Aguirre, Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 25. Acerca del sentido “epistemológico” de la interrupción nos referiremos en las páginas que siguen.↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 223. En Benjamin esta afirmación se realiza en oportunidad de los bienes de la cultura en los siguientes términos: “estamos frente al hecho –del que el pasado decenio ha proporcionado en Alemania una plétora de pruebas- de que el aparato burgués de producción y publicación asimila cantidades sorprendentes de temas revolucionarios, de que incluso los propaga, sin poner por ello seriamente en cuestión su propia consistencia y la consistencia de la clase que lo posee”. Benjamin, W.: “El autor como productor” en Ensayos V. Trad. Jesús Aguirre, Madrid, Editora Nacional, 2002, p.119.↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 224.↵
- Esta expresión la formula Kant en su texto “¿Qué es la ilustración?”. En la primera oración del mismo podemos leer lo siguiente: “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad” y continúa: “incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro”. Y ella es culpable, en la medida en que su causa no es otra que la falta de decisión y valor, de su pereza, pues: “Es tan cómodo no estar emancipado!”. A lo anterior habría que agregar una frase más: “el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que le puede traer ilustración a los hombres”. Ver: Kant, I.: “¿Qué es la Ilustración?” en Filosofía de la historia. México, Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 25-28. Ver también “Comienzo presunto de la historia humana (1786)” en donde se afirma: “sólo aquella percepción de su historia que le haga ver al hombre que no tiene por qué echar la culpa a la Providencia de los males que lo afligen, le será provechosa y útil para su instrucción y perfeccionamiento”. Kant, I.: “Comienzo presunto de la historia humana (1786)” en Filosofía de la historia. Op. Cit., p. 88.↵
- Más adelante desarrollaremos esta crítica a la noción de “fin” e intentaremos, también, dar cuenta de otro de sus usos, al que entendemos afín al proceder de la “dialéctica detenida” o “dialéctica en suspenso”.↵
- Otra de las entradas a este motivo en “Apuntes sobre el concepto de historia” afirma lo siguiente: “La historia, en sentido estricto, es, pues, una imagen surgida de la remembranza involuntaria, una imagen que le sobreviene súbitamente al sujeto de la historia en el instante de peligro. Las atribuciones del historiador dependen de su conciencia agudizada de la crisis en que ha caído, en cada caso, el sujeto de la historia. Este sujeto no es ¡de ninguna manera! un sujeto trascendental, sino la clase oprimida que lucha en su situación más expuesta. Sólo para ella y únicamente para ella hay conocimiento histórico en el instante histórico. Con esta determinación se confirma la liquidación del momento épico en la exposición de la historia. Al recuerdo histórico no se le presenta jamás –y esto lo diferencia del arbitrario– un decurso, sino solamente una imagen”. Por su parte, en el “Convulto N” leemos: “El materialismo histórico tiene que renunciar al elemento épico en la historia. Hace saltar la época de la cósica ‘continuidad de la historia’. Pero también hace saltar la homogeneidad de la época [misma]. La satura de material explosivo, es decir, [de] presente”. Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op.Cit., pp. 92-93 y p. 147. ↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op. Cit., pp. 89-91. ↵
- Op. Cit,, p. 88↵
- Ver: Catanzaro, G.: “Seminario de doctorado: ¿Qué significa leer? La teoría benjaminiana de la historia y su problematización de la práctica cognitiva” Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 2009. Texto inédito.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op. Cit., p 78. Las cursivas son nuestras.↵
- No olvidemos una de las frases de la “Introducción” a las Lecciones…: “lo universal es lo infinitamente concreto, que comprende todas las cosas, que está presente en todas partes (…) para el que no hay pasado y que permanece siempre el mismo en su fuerza y poder” Hegel, G. W. F.: “Introducción general” en Lecciones de filosofía de la historia universal. Op. Cit., p. 46.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op. Cit., pp. 103-104. Las cursivas son nuestras.↵
- El verbo aparece en cursiva en los “Apuntes”, quizás, de lo que el traductor quiere dar cuenta es de la intencionalidad implicada en el verbo componer, en el sentido de poner algo, proyectar, etc.↵
- En las páginas que siguen abordaremos la cuestión referida a la fuerza fuerte y a las operaciones que esta realiza.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op. Cit., p 87.↵
- En aquellos fragmentos se puede leer: “El pathos de este trabajo: no hay épocas de decadencia […]. Ninguna creencia en épocas de decadencia”. Benjamin, W.: “Convulto N” en La dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 121.↵
- Ver apartado “Sobre los distintos modos de leer la historia” en el capítulo II de la presente tesis.↵
- Oyarzún recurre a este término para traducir el alemán Vergegenwärtigung que, empleado a propósito del recuerdo, es seguido por la insistencia benjaminiana en la idea del presente (Gegenwart). Benjamin, W.: La dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 73.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”. Op. Cit., p 74. Las cursivas son nuestras. La referencia benjaminiana a las semejanzas entre los dos modos de considerar la historia – historia universal e historicismo- las abordaremos en las siguientes páginas.↵
- Op. Cit., p. 85.↵
- Op. Cit., p. 72.↵
- Las afinidades entre esta crítica y la realizada por Nietzsche al modo anticuario de reflexionar sobre la historia, por un lado y, a los ‘servidores de la verdad’ refugiados en una noción de objetividad que desconoce su momento creativo o compositivo, por otro, serán abordadas en profundidad en trabajos futuros. Ver: Capítulo II y Reflexiones finales. ↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”, Op. Cit., p. 107.↵
- Ver Capítulo II de la presente tesis.↵
- En nuestras conclusiones volveremos sobre los supuestos que, según Adorno, se encuentran a la base de esta concepción. Ver: “Reflexiones finales” y ver también: Catanzaro, G.: “Seminario de doctorado: ¿Qué significa leer? La teoría benjaminiana de la historia y su problematización de la práctica cognitiva” Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 2009. Texto inédito.↵
- Nietzsche lo formulaba afirmando que uno de los principales deberes de otro modo de reflexionar en torno a la historia consistía en pensar al origen como origen histórico, temporalizado en sí mismo. Ver Capítulo II.↵
- Con el afán de echar claridad sobre este término, agreguemos que la producción de esta coincidencia implica la reducción de la historicidad de lo histórico y el control sobre la diferencia tempórea del ser consigo mismo. A este propósito dice Oyarzún: “Para esta concepción el ‘es’ designa la coincidencia -falsamente feliz- de ser y tiempo, el instante en el que el ‘es’ coincide puntualmente consigo mismo, signando su propia identidad. El formato teórico de una tal coincidencia es una ontología del presente”. Ver: Oyarzún R., P.: “Cuatro señas sobre…”. Op. Cit. p. 231.↵
- Sobre los motivos de la debilidad de esta fuerza volveremos en el siguiente apartado.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”, Op. Cit., p. 79.↵
- Op. Cit., p. 81.↵
- Op. Cit., p. 88.↵
- Op. Cit., p. 105.↵
- Benjamin, W.: “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” (1940) en Ensayos IV. Trad. Roberto J. Vernengo. Madrid, Editora Nacional, 2002. p. 9.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”, Op. Cit., p. 109.↵
- Nietzsche opone a la historia hegeliana su propia concepción, que toma en consideración lo conocido, lo corriente, lo cotidiano; una historia cuya tarea consiste en parafrasear fragmentos dispares de modo tal de elevarlos a rango universal, de mostrar que ellos contienen “un mundo entero de profundidad, poder y belleza”. Este mundo entero de profundidad y belleza contenido en un fragmento, no es muy diferente -creemos- a la noción benjaminana de mónada. Ver: Capítulo II.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”, Op. Cit., p. 119. Las cursivas son nuestras.↵
- Este concepto está contenido en la noción de cita benjaminiana que comentamos al inicio del presente capítulo.↵
- Benjamin, W.: “Apuntes sobre el concepto de historia”, Op. Cit., pp. 99-100. Frase presente no sólo en las “Tesis” y en los “Apuntes”, sino también en un texto contemporáneo a aquellas titulado “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” (1940) en Ensayos IV. Trad. Roberto J. Vernengo. Madrid, Editora Nacional, 2002. ↵
- Benjamin, W.: “Sobre el concepto de historia” en La dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 50. Las cursivas son nuestras.↵
- El rodeo, es decir, la suspensión del curso ininterrumpido de la intención, es una de las características que Benjamin atribuye a una concepción crítica de la verdad en el estudio sobre el Trauerspiel. A este respecto afirma: “Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma. Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la contemplación”. En su inacabable volver sobre las cosas, en su incansable detenerse para retomarlas con mayor fuerza, se comunican o entrelazan el tratado -una de las formas de la exposición de la verdad- y la contemplación. Benjamin propone una segunda analogía para aproximarnos al tratado, y también, a la contemplación: el mosaico. Tanto uno como otro, está compuesto por fragmentos aislados y heterogéneos entre sí, mas la distancia que separa su contigüidad lejos de disolver el sentido, lo resalta con mayor y potente fuerza. Las tres figuras, aluden a lo trascendental, ya sea de una imagen sagrada, ya sea, en rigor, de la verdad. Ver: Benjamin, W.: El origen del drama barroco alemán. Op. Cit., p. 10.↵
- Benjamin, W.: “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” (1940), Op.Cit., pp. 9-10. Nietzsche, como vimos, también cuestionaba aquella forma de conocimiento que se contentaba con el “érase una vez” o el “ojalá!”. El filósofo “maldito” rechazaba la imagen del historiador que se comportaba con el pasado del mismo modo en que lo hacía el paseante solitario por el jardín de la ciencia, esto es, recogiendo del árbol de la historia sus frutos y atesorándolos en su regazo. Ver: Capítulo II.↵
- Benjamin, W.: “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” (1940), Op. Cit., p. 27.↵
- Benjamin, W.: El origen del drama barroco alemán. Op. Cit., p. 30. Las cursivas son nuestras.↵
- Op. Cit., p. 17. Las cursivas son nuestras. La idea asume en este estudio el carácter de la verdad. Más adelante volveremos sobre esta cuestión.↵
- Benjamin, W., “La obra de los pasajes (Convulto N) ‘Fragmentos sobre teoría del conocimiento y teoría del progreso’”, Op. Cit., p. 150↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 226. ↵
- Benjamin, W., “La obra de los pasajes (Convulto N) ‘Fragmentos sobre teoría del conocimiento y teoría del progreso’”, Op. Cit., p. 140.↵
- El nombre del fragmento fue propuesto por Theodor Adorno, se desconoce si fue aceptado o no por Benjamin. Respecto de la datación del mismo tampoco existen acuerdos. Los editores de la obra completa de Walter Benjamin, Tiedemann y Schweppenhäuser, lo sitúan alrededor de 1920/21. Adorno, por su parte asegura que Benjamin mismo se lo leyó en 1938. Scholem, amigo y confidente de Benjamin señala que fue también por aquella fecha cuando Benjamin lo redactó. Ver: Benjamin, W.: “Fragmento teológico-político” en La dialéctica en suspenso, Traducción, introducción y notas Pablo Oyarzún Robles, Santiago de Chile, ARCIS/LOM, 1996, p. 183.↵
- Benjamin, W.: “Fragmento teológico-político”, Op. Cit., p. 181.↵
- Íbidem.↵
- Op. Cit., p. 182.↵
- No nos es posible abordar aquí este problema. Baste ahora con mencionar tan sólo el texto sobre el lenguaje -“Sobre el lenguaje de los hombres y sobre el lenguaje de las cosas” (1916)- el de la violencia -“Para una crítica de la violencia” (1921)- y su frustrada tesis de habilitación El origen del drama barroco alemán (1925), entre otros.↵
- Íbidem.↵
- Oyarzún R., P.: “Introducción” en Benjamin, W.: El Narrador, Introducción, notas y traducción de Pablo Oyarzún R. Santiago de Chile, Metales Pesados, 2008, p. 43.↵