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6 Theodor W. Adorno

El problema de la historia: entre lo mítico-arcaico y lo histórico-natural

Consideraciones preliminares

Susan Buck-Morss señala que los textos de Adorno correspondientes a la década del ´30 son los que con mayor claridad dejan ver la huella en ellos del pensamiento de Walter Benjamin. La hipótesis que sostiene la autora afirma lo siguiente:

Los orígenes de la ‘dialéctica negativa’ se encuentran entonces en los primeros trabajos de Benjamin y en el diálogo intelectual entre ambos, comenzado en 1929 al formular un programa común en Königstein, que madurará en los escritos de Adorno a comienzos de la década de 1930[1]

La autora se refiere, fundamentalmente, a dos conferencias: la primera brindada en 1931 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Frankfurt, en la cual –podríamos afirmar– se delinea el programa y la tarea que habría de caberle a una filosofía o teoría crítica. La segunda, es la realizada un año más tarde –en julio de 1932– esta vez en la Kantgesellshaft, y que aparecería póstumamente –Adorno se había negado a publicarla– bajo el título “La idea de historia natural”.

Más allá de la discusión en torno a en qué medida estos artículos dan cuenta de la afinidad entre ambos autores, o bien, más allá de la discusión acerca de en qué grado ellos anticipan su obra posterior, la monumental Dialéctica Negativa (1966), lo que en la presente tesis importa poner de relieve son las reflexiones acerca de “la historia” y los conceptos de sujeto-objeto, totalidad y temporalidad que allí encuentran lugar. Con este objetivo proponemos analizar lo que en ellos será dicho a la luz de otro texto realizado en colaboración con Max Horkheimer y titulado Dialéctica del iluminismo (1944). Dos apreciaciones fundamentan esta ordenación: en primer término, consideramos que lo que en ese escrito es desarrollado puede ser leído como una suerte de “diagnóstico” histórico-social que dota de un marco más general a lo desplegado en las dos conferencias de Adorno de la década del 30’; en segundo término, creemos que en Dialéctica del iluminismo se deja ver otra herencia: la de Lukács. En este sentido podemos afirmar que lo tematizado en “Concepto de Iluminismo” es deudor, sin duda, de las nociones de cosificación, abstracción y formalización que –tal como desarrolláramos en el capítulo III– fueron cuidadosamente elaboradas por Lukács para pensar los procesos a los que el capitalismo moderno da lugar y que se reflejan (de modo complejo y en forma mediada) en la filosofía y la ciencia burguesa como formas sofisticadas de la conciencia cosificada.

Las afirmaciones precedentes no pretender negar las diferencias que existen entre estos pensadores. En relación a ellas podemos, preliminarmente, señalar que, si Lukács –como vimos– parte de un diagnóstico social (el fenómeno extendido de la cosificación en virtud de la universalización de la forma mercancía y del fetichismo a ella adherido) para analizar las formas de la conciencia como expresiones de la conciencia cosificada; Adorno y Horkheimer van más allá, pues realizan un análisis de las tensiones que atraviesan y constituyen a la razón del iluminismo mucho antes incluso de la fecha que suele atribuirse a su natalicio. Una suerte de “genealogía de la razón” (y del sujeto) que tenida por “moderna” se remonta, en rigor, al poema de Homero (La Ilíada).

Buscando, entonces, establecer las coordenadas en las cuales inscribir los desarrollos en torno a la historia, la ciencia y la filosofía correspondientes a los artículos de Adorno de la década del 30’ dirigiremos nuestros interrogantes a las claves de lectura que los autores proponen en su Dialéctica del iluminismo.

Claves para interpretar la dialéctica del concepto de Iluminismo

Es consabido el comienzo de Dialéctica del Iluminismo. En sus primeras oraciones se encuentra la afirmación que reza que el iluminismo “ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos”, sin embargo –afirman los autores– “la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad[2]. Aquello que ha triunfado, lo que ha sido exitoso, no es como quisiéramos decir, simplemente, con Hegel, la autoconciencia de la libertad, antes bien, lo que en la tierra reluce es una calamidad, un fracaso, una frustración. Así queda enunciada la “antinomia” de la razón iluminista: sin el iluminismo la libertad es impensable, pero con él, o en rigor, en él está contenido ya un “germen regresivo”. En otros términos, todo progreso en el iluminismo acrecienta el dominio pero también la promesa de aplacarlo, ésta es su paradoja.

El iluminismo creía que el acto de liberar al mundo de la magia, los mitos y la imaginación por obra del saber, de la ciencia, redundaría en la libertad del hombre. No caben dudas respecto de la superioridad del saber en cuanto cualidad que vuelve destacado al hombre. A este respecto los autores podrían acodar, de modo parcial, con Hegel[3], pero el saber cuya promesa estaba ligada a la libertad sólo se orienta al dominio y ésta es la antinomia constitutiva de la razón iluminista: la afirmación del dominio como la otra cara inescindible de la idea de libertad contenida en ella[4]. El movimiento es doble, por un lado, se desencanta a la naturaleza para mejor dominarla, por otro, el saber no tiende a la felicidad del conocimiento, a la verdad, sino al método, al perfeccionamiento de sus operaciones con el fin de lograr una mayor eficacia en orden al control.

Así como Lukács advirtió que los límites de la ciencia y la filosofía burguesa (su formalismo traducido en incapacidad de penetrar en el sustrato material y , por lo tanto, en la renuncia a conocer la totalidad) no eran exteriores a ella, ni tampoco subsanables por un perfeccionamiento en términos de experimento o industria (en términos de técnica); del mismo modo, decimos, para estos autores, el mito no es exterior al iluminismo, más aún, incluso antes de que él intentara derribarlo a golpes, él mismo lo había producido (“los mitos que caen bajo los golpes del iluminismo eran ya productos del mismo” –afirman Adorno y Horkheimer–).

En efecto, siguiendo lo declarado por los autores en el “Prólogo”, leemos que el capítulo I de su libro presenta dos tesis: la primera consiste en afirmar que “el mito es ya iluminismo”; la segunda sostiene que “la ilustración renace en mitología”[5].

¿En qué consiste la primera de las tesis? ¿Qué significa la afirmación “el mito es ya iluminismo”? En principio, el ya podría remitir a una sobredeterminación[6], es decir, que hay algo en el mito que lo excede; que él como intento de explicar el mundo y en tanto actitud frente a lo desconocido, contiene ya los mismos elementos que una razón iluminista aún antes de su supuesto establecimiento (los contiene, como si dijéramos, avant la lettre). Esos elementos comunes serían básicamente dos: exorcizar los temores (en el sentido de liberar a los hombres) y dominar la naturaleza (contar, explicar, fijar, nombrar el origen). Mito e iluminismo se diferencian, por otro lado, de la magia, pues las mediaciones a través de las cuales ésta busca producir sus efectos sobre la naturaleza difieren en cada caso. Siendo esquemáticos podríamos reseñar estos contrastes del siguiente modo: en la magia y el animismo, convivía una ambigüedad de los dioses correlativa a la propia de los hombres, su carácter simultáneo de cosa “oscura y evidente” eximía del trabajo del concepto. En la ciencia, en su versión positivista, esta ambigüedad es sustituida por la pretendida univocidad y neutralidad contenida en la fórmula; la búsqueda de la causa es reemplazada por el establecimiento de la regla y el cálculo de la probabilidad.

En la magia, la naturaleza era imitada, mas no era evocada como unicidad (ni ella, ni el sujeto evocador eran Uno) sino que era concebida como multiplicidad. En el iluminismo, el ser se divide en el logos, por un lado, y en el magma de cosas y criaturas exteriores, por otro, y ambas partes de la ecuación se tornan relativamente homogéneas y unitarias. Si en la magia, el mago debía asumir las características específicas y las actitudes propias del dios particular que se buscaba conjurar, logrando a partir del reconocimiento del otro su propia identidad, esta identidad no se traducía en una identificación plena; antes bien, la identidad que resultaba de ese acto se aproximaba a la idea de “máscara impenetrable” –señalan los autores–, es decir, no se tenía aquella identidad como posesión sino que se la experimentaba durante el lapso que duraba la emulación de los poderes de la figura que se quería conjurar (a sabiendas de que él no era idéntico a aquella figura); en la ciencia, la naturaleza pierde sus cualidades para presentarse como naturaleza caótica al servicio de una razón ordenadora y el Sí que se afirma en esa independencia es un Sí omnipotente, que se tiene (en tanto dueño) como una identidad abstracta. En los ritos sacrificiales –y sanguinolientos reconocen los autores– llevados a cabo por la magia, la víctima ofrecida a un dios, si bien sustituía a un primogénito, una hija, y en ello se insinuaba ya la lógica de la igualación (que domina en el intercambio y en la ciencia) era, no obstante, una sustitución específica[7], determinada, que conllevaba el otorgamiento de un carácter único y sacro a la víctima. En virtud de ciertas particularidades ella se convertía en insustituible. La ciencia pone coto a esa modalidad, en ella no hay insustituible, “hay víctimas” –dicen los autores– “pero ningún Dios”[8]. El objeto en la ciencia se fosiliza y la materia se descompone y reconstruye como ejemplar; en tanto espécimen, materia amorfa, dispuesta y maleable, todos los seres vivos que pasan por el laboratorio son igualmente intercambiables.

Si en la magia, sueño e imagen no eran reducidos a un signo de la cosa, sino que guardaban con ella cierta afinidad, se vinculaban miméticamente; en la ciencia, la relación entre palabra y cosa es absolutamente unilateral en función de la intencionalidad y el convencionalismo: el hombre pone nombres a las cosas, les da el sentido del cual ellas, por su parte, carecen. Y, al hacer esto, hace pasar, también, esta convención como lo dado, o lo contenido ya en la cosa, como nombre “neutral” de lo que existe.

Luego, si ambas, magia y ciencia, persiguen fines, la primera procede mediante la mímesis, en tanto la segunda lo hace mediante una separación creciente con el objeto.

Pero retomemos, ahora, al punto en que mito y ciencia se referencian. Como señalamos más arriba uno de sus elementos compartidos es el temor: “El desdoblamiento de la naturaleza en apariencia y esencia, acción y fuerza, que hace posibles tanto el mito como la ciencia, nace del temor del hombre, cuya expresión se convierte en explicación”[9]. Sin embargo, existen entre estas expresiones diferencias. En el mito, la dimensión de lo desconocido a lo que se teme está condensado –según ambos autores– en la figura del mana. Él representa un exceso, algo indiferenciado que sobrepasa los confines de la experiencia: “lo que en las cosas es algo más que su realidad ya conocida”[10]. El mana no es puesto como la sustancia espiritual opuesta a lo material, antes bien, es lo sobrenatural como condensación de la complejidad, “de la complicación de lo natural respecto al miembro singular” y el terror que provoca el grito frente a eso insólito se convierte, en el mundo primitivo, en el nombre de lo insólito, el estremecimiento se sacraliza. Pero con ello no se lo espiritualiza, pues el mana no es una protección sino “el eco de la superpotencia real de la naturaleza”. La asignación de nombres y lugares a demonios o divinidades si bien lleva implícita ya nuevamente– la separación entre sujeto y objeto, no sutura el exceso, esto es, la convivencia de lo idéntico y lo no-idéntico, la posibilidad de que una cosa sea ella misma y a la vez algo distinto a ella misma se encuentra habilitada en el mana. Esta co-presencia de elementos opuestos bajo un mismo nombre u objeto, esta contradicción, que estaría presente no sólo en el mana sino también en la noción de concepto ha sido elidida por obra de la fórmula científica –argumentan los autores–. El concepto guardaría esta no-identidad, pues definido como unidad característica de lo que en su dominio cae, es un producto del pensamiento dialéctico “cada cosa sólo es lo que es en la medida en que se convierte en aquello que no es”[11]. Esta es la forma primigenia de la determinación objetivante, pero esta forma devenida fórmula científica no ha cejado de ser impotente frente al temor. A este respecto señalan los autores:

El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. Lo cual determina el curso de la desmitologización, de la Ilustración, que identifica lo viviente con lo no viviente, del mismo modo que el mito identifica lo no viviente con lo viviente. La Ilustración es el temor mítico hecho radical. La pura inmanencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú en cierto modo universal. Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo[12].

La determinación de que nada quede afuera puede ser pensada bajo el paraguas de aquel tono post al que hiciéramos referencia con Oyarzún para señalar la crítica a la desmedida capacidad “administradora” (dominadora), “subsunsora” de lo real y de los acontecimientos, que caracteriza a los discursos que reflexionan en torno a la relación del presente con la historia y con lo “nuevo” que en ella puede emerger. La capacidad de los discursos post de dominar desde su interior aún las teorías más críticas sería un testimonio de ello.

Es este mismo tono el que nos conduce a reflexionar en torno a un segundo sentido impreso en la primera tesis –“el mito es ya iluminismo”– y que refiere al acto de reconocimiento propio del iluminismo, esto es, a entender al mito como parte de un sí mismo. Ni aún el mito puede quedar por fuera, afuera, de lo que el Iluminismo es, en la medida en que él se concibe a sí mismo como la “superación” de aquel. Quizás sea redundante afirmar que esta capacidad de digestión encuentra en Hegel uno de sus mayores exponentes. El momento de la reconciliación de los opuestos en un mundo no reconciliado es uno de los focos de esta crítica. Lo que el pensamiento de Hegel, para Adorno y Horkheimer tenía de crítico, se encontraba en el concepto de negación determinada, sin embargo, el filósofo idealista “al convertir finalmente en absoluto el resultado conocido del entero proceso de la negación, es decir, la totalidad en el sistema y en la historia, contravino la prohibición y cayó, él también, en mitología”[13]. A partir de lo anterior la crítica que marcaba la diferencia entre iluminismo y positivismo se disuelve, pues la voluntad contenida en el primero de pensar la determinación concreta de lo universal, pensando con ello lo particular en su particularidad, es desplazada al priorizarse la coherencia del sistema, o en rigor, al deducir, a partir de lo que es, lo sucedido (tal como cuestionábamos en el capítulo anterior –siguiendo a Oyarzún– en términos de una ontología del presente).

La aspiración, el ideal, del sistema iluminista es la reducción a una unidad de la cual habrían de deducirse todas las cosas y en ello –afirman Adorno y Horkheimer– no se distinguen sus versiones racionalistas y empiristas. Pero, el que disuelva la multiplicidad en la unidad, el que su método sea analítico, no es el peor de los reproches que pueda hacérsele al iluminismo, pues lo más nefasto en él es su anticipación del proceso[14], su apriorismo. Un modo de esta anticipación es la matematización –sostienen los autores–, el poner en una ecuación una “x” como incógnita supone ya disolver la incógnita, “caracterizarlo como archiconocido”. Lukács criticaba en un sentido similar la manera en que Leibniz había entendido la posibilidad de ir más allá del problema de la irracionalidad de lo dado –y su fracaso– al integrarlo y conceptualizarlo como “problema” y oportunidad para reordenar conceptualmente el sistema; pues esta integración –advertía Lukács– se realizaba bajo la égida de las nociones de problema y conceptualización propias del esquema matemático, y esta condición, su estar predeterminadas, su ser siempre ya adecuadas y exigidas de antemano por el sistema, las tornaba aproblemáticas[15]. Así, lo que la matematización resuelve es un problema sólo aparente, pues lo que intenta ordenar en legalidades abstractas es ya un material vuelto o construido como abstracto.

Volvemos a dar nuevamente con Kant en este capítulo pues es él, para ambos autores, quien enunció el veredicto “con la fuerza de un oráculo” cuando se propuso conciliar el progreso infinito con la postulación inflexible de la limitación en el terreno del conocimiento. Kant afirmó: “No hay ser en el mundo que no, pueda ser penetrado por la ciencia, pero lo que puede ser penetrado por la ciencia no es el ser”[16]. Luego ¿qué se conoce cuando se conoce? En principio y en sentido negativo “no es el ser” lo que la ciencia aprehende. Podríamos decir entonces, es sólo lo que ya de antemano ha depositado en él lo que ella, en su actividad, recoge. Este primer sentido –más adelante daremos cuenta de otro– podría vincularse con lo que para Lukács realizan las ciencias particulares, es decir, trabajar sobre algo ya recortado como lo “inteligible” y, por lo mismo, aproblemático, pero al costo del desconocimiento de la sustancia última del conocimiento y al precio de la experiencia de la enajenación de los bienes de la cultura en sentido amplio[17].

A este respecto Adorno y Horkheimer afirman:

Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos. Comprender los datos en cuanto tales, no limitarse a leer en ellos sus abstractas relaciones espaciotemporales, gracias a las cuales pueden ser captados y manejados, sino, al contrario, pensar esas relaciones como lo superficial, como momentos mediatizados del concepto que se realizan solo en la explicitación de su sentido social, histórico y humano: la entera pretensión del conocimiento es abandonada. Ella no consiste sólo en percibir, clasificar y calcular, sino justamente en la negación determinada de lo inmediato[18].

El formalismo, el quedar preso de la inmediatez de lo dado, representaba para Lukács uno de los límites del racionalismo burgués y de su conciencia cosificada. En Dialéctica del Iluminismo sucede que el orden lógico que establece la ciencia –deducción, conexión, dependencia y jerarquía de los conceptos– está fundado sobre las relaciones correspondientes de la realidad social y la división del trabajo, pero no expresan, como sugería y deseaba Durkheim, la solidaridad subyacente al lazo social, sino el dominio y poder de mando como lógica de la sociedad. Así, la universalidad de las ideas, siguiendo a Adorno y Horkheimer, desplegada gracias a la lógica discursiva, oculta bajo el dominio en la esfera del concepto, el dominio de lo real. En este marco la pregunta ¿qué se conoce cuando se conoce? podría ser respondida del siguiente modo: lo que se conoce es lo real como objeto de dominio, el hecho de que todo material puede ser manipulado y sometido; y la “verdad” que afirma que las relaciones sociales están mediadas por el poder.

Como en Lukács, también para Adorno y Horkheimer, las lógicas del “concepto” (que no agotan a la razón) están atravesadas por las lógicas de la sociedad burguesa. Si ésta última se halla dominada por la equivalencia (la reducción de lo cualitativamente heterogéneo, trabajo concreto, a una “gelatina” homogénea y abstracta –trabajo humano abstracto–), en el iluminismo, la misma lógica de la abstracción y de la formalidad se presta como esquema de calculabilidad del universo. Una vez más, el dominio sobre los objetos, sobre el hombre y sobre la naturaleza exterior e interior tiene, también para estos pensadores, un alto costo: “el extrañamiento de los hombres respecto a los objetos dominados” y respecto de sí mismo. El término que alude a este fenómeno es el de reificación y su definición es deudora del concepto lukacsiano de cosificación. De hecho, este término producido por Lukács, ha sido traducido recientemente por Graciela Calderón como reificación en ocasión del estudio de Axel Honneth. Para este autor el concepto remite en Lukács “a un desacierto en una praxis o en una forma de actitud humana que define la racionalidad de nuestra forma de vida”[19]. En estos términos, su alcance es de largo aliento, pues sugiere –dice Honneth– un “diagnóstico social de época”[20].

En Dialéctica del Iluminismo la reificación posee un uso extendido y, sin dudas, menos específico del que –como vimos– le asignaba Lukács. La reificación asume en el capítulo I de este libro (“Concepto de ilustración”) múltiples significados: está asociada a los hombres o sujetos, ellos serían objeto de reificación toda vez que, o bien se los redujera a mera parte de la fábrica o la oficina, a componente técnico, o bien cuando se los redujera a una serie de respuestas estandarizadas, a estímulos homogéneos; se vincula también al espíritu en sentido amplio y al ”alma” de los hombres, éstas se reificarían cuando se vuelve a lo anímico in-animado, a la fuerza viviente no-viviente (“El animismo había vivificado las cosas; el industrialismo reifica las almas”[21]); finalmente, con reificación se señala una condición del pensamiento, el pensamiento reificado es aquel que permanece en los confines de las matemáticas, del orden, del control, de la administración de lo dado. Reificación del pensar que redunda en la imposibilidad del pensamiento de reflexionar sobre sus propios límites, negando, de tal suerte, lo que caracterizaba al iluminismo como tal, esto es, su criticismo.

Es precisamente este criticismo el que Adorno reconoce a Kant en sus “Lecciones”[22]. Allí, Adorno indica que la diferencia entre Kant y el idealismo, radica en que el primero tiene conciencia de la ‘diferencia ontológica’ que existe entre cosa y concepto, entre sujeto y objeto. Él, aun partiendo de los presupuestos acríticos y atemporalmente válidos de la lógica tradicional (aristotélica) que reduce la multiplicidad de lo existente a la unidad de la conciencia, es capaz, sin embargo, de mantener la opacidad de estos dos momentos –cosa y concepto–. El problema surge, tal como señalábamos con Lukács, en que Kant persigue la constitución del sistema, pero, nuevamente, su ventaja –que para Lukács era signo de su “honestidad” pero también de su fracaso– reside en mantener, dice Adorno, la conciencia de bloque. En otras palabras, la conciencia que se tiene acerca de que “la unidad de la razón no es una totalidad y que uno siempre se topa con algo que representa sus propios límites”[23]. Así, lo que Lukács cuestionaba del planteo kantiano –su imposibilidad de superar la escisión sujeto/objeto– es ahora recuperado por Adorno en la medida en que, en Kant “estos dos momentos, por un lado el momento sistemático, que urge a la unidad de la razón, y por otro lado el momento de conciencia de lo heterogéneo, del bloque, del límite, ejercen una influencia recíproca constante”[24]. Si bien en la Crítica a la razón pura se traslada la unidad de lo ente y el concepto de ser a la conciencia, simultáneamente, dice Adorno, Kant se niega a derivar todo lo que es de la conciencia. Esta presencia del límite a lo absoluto es disuelta en el planteo de Hegel (en la remisión al universal absoluto o, en término de la filosofía de la historia, en el sujeto-objeto idéntico).

Sin embargo, el que esta dimensión –en tanto momento de la Crítica a la Razón Pura– sea recuperada no supone que se recobre el planteo kantiano in toto, pues avanzadas estas “Lecciones” emergen, a partir del análisis de los “enunciados metafísicos” y los “juicios sintéticos a priori”, algunos motivos críticos. Aquí solo nos importa subrayar lo siguiente: cuando Kant afirma que poseemos siempre un impulso a ir más allá de nuestros juicios hacia un conocimiento más fundamental y absoluto, cree que esta compulsión se encuentra en las cosas mismas y no en el sujeto. Esta creencia significa, para Adorno, que uno sólo se conforma con el conocimiento cuando lo remonta al absoluto y esta exigencia encierra el presupuesto de “una adecuación entre espíritu cognoscente y los objetos del conocimiento posible”. A su vez, la presuposición de esta adecuación implicaría como punto de partida una identidad última entre la facultad cognoscente y el objeto de conocimiento[25]. Finalmente agrega Adorno: “quiero decir con esto que no tenemos ninguna seguridad de que este afán (Drang) de reducción a un elemento último y originario no es en el fondo un engaño en el cual se ha atrincherado el impulso absoluto de dominio de la conciencia, es decir, en última instancia la violencia que se ejerce sobre la naturaleza”[26].

Es el dominio real que subyace al pensamiento identificador el que en las páginas de Dialéctica del Iluminismo es, también, severamente cuestionado. Este pensamiento, en su forma reificada, como instrumento del orden, al renunciar a pensarse a sí mismo ha renunciado –dicen Adorno y Horkheimer– a su propia realización[27].

Dirijámonos ahora a la segunda tesis que los autores adelantan: “el iluminismo vuelve a convertirse en mitología”. Antes que nada, habría que interrogar el carácter que en este texto asume la palabra mitología. A juzgar por el uso que allí se le da al término, la mitología sería, en principio, quien habría puesto en marcha al iluminismo, ambos pueden medirse en función de un elemento común: su afán totalizador. Explicar al mundo en términos de “nada o todo” es mitología –aseveran los autores–. Pero también Adorno y Horkheimer entienden bajo este término la clásica operación de una inversión, esto es, hacer aparecer algo como su opuesto: la injusticia social históricamente producida como algo eternamente inmutable, lo producido por el concepto como el hecho bruto, entre otras inversiones posibles.

En uno de los pasajes del libro leemos lo siguiente:

Como los mitos ponen ya por obra la Ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la mitología. Todo el material lo recibe de los mitos para destruirlo, pero en cuanto juez cae en el hechizo mítico[28].

Uno de los elementos que dan cuenta de esta suerte de reincidencia es el de la repetición. En este punto es preciso advertir un doble movimiento: por un lado, como vimos, la magia se diferencia del mito (y de la ciencia) en virtud de las mediaciones que cada una de ellas opera; pero, por otro lado, habría un elemento en la magia que la aproximaría al “mito” (en sentido amplio): este elemento es, como adelantamos, la repetición. Ella se corresponde con la voluntad de conjurar un hecho ocurrido con el objeto de sustraerse a su poder. Ahora bien, si en un primer momento, en la magia, esta operación se realizaba mediante la mímesis de aquello que se pretendía conjurar, y en este sentido, podía decirse de ella que era fluida y dúctil, no obstante, esta ductilidad se perdería en un segundo momento, cuando el ritual mágico se petrifica y convierte en una serie de repeticiones mecánicas, rigurosas e inmodificables. Es en este segundo momento cuando magia y mito se aproximan.

En el iluminismo, por su parte, la repetición retorna bajo la figura de la legalidad, y esta objetivación de las normas que regulan el funcionamiento de lo social, es acompañada por la creencia del hombre en su condición de sujeto libre. Sin embargo, y, a pesar de la voluntad que esta frase expresa: “El principio de la inmanencia, que declara todo acontecer como repetición, y que la Ilustración sostiene frente a la imaginación mítica, es el principio del mito mismo”[29]. Así, la idea según la cual todo habría ya sucedido, que nada nuevo podría existir bajo sol, redunda en la imagen de la autoconservación y la adaptación que confirma aquello que se pretendía negar: el destino como ilusión mítica.

Para el pensamiento científico la salida del círculo que él misma traza y que delimita su tarea de ordenador de lo que es, significa demencia y autodestrucción con la misma fuerza con que era sentido el temor del mago primitivo de salir del círculo trazado con el fin de una determinada exorcización. La repetición mítica devenida legalidad, conjuntamente con la destinación devenida autoconservación desemboca en una duplicación mitológica (ideológica), exacerbada por la pretensión de libertad –y de superación– contenida en la razón iluminista.

El motivo de la autoconservación se relaciona íntimamente con los desarrollos de Nietzsche sobre el ideal ascético. Contrariamente a lo que este ideal pretende de sí –esto es, ser una afirmación del sí que encuentra su impulso y origen en mismo como potencia– ese ideal ascético representa, asevera Nietzsche, una actitud reactiva: “una vida ascética es una autocontradicción: en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorarse de la vida misma” [30] pero que no puede. Su pretendida negación de la vida como terreno de la caducidad, del devenir, en pos de una vida verdadera situada en el más allá, no es más que la expresión de su impotencia y voluntad de autoconservación. Por su parte, en Adorno y Horkheimer la autoconservación está ligada al destino. Podríamos interpretar este destino con la nietzscheana afirmación acerca de la condición de los creadores de la moral esclava, su determinación reactiva, su no-poder-ser de otro modo al que son, esto es, su ser impotentes. No obstante, dice Nietzsche, son “astutos” y su astucia radica en invertir (transvalorar) el signo de los valores “nobles”: la identificación aristocrática cuya serie es “bueno” = “noble”, poderoso, bello, feliz, amado por Dios, transmutó en otra –señala Nietzsche– que identifica lo bueno con lo miserable, lo pobre, lo sufriente, lo enfermo, como únicos benditos por Dios. Esta astucia es la misma que actúa en el ideal ascético, pues éste no es más que una “estratagema en la conservación de la vida” por parte de los débiles e impotentes. A propósito de esto Nietzsche afirma:

En el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorarse de él en la medida en que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta ahora[31].

Este hombre negador de la vida es el mismo hombre que ha creado infinidad de síes en virtud de su impotencia y en orden a su autoconservación. También a la astucia se liga la autoconservación en Dialéctica del Iluminismo, y es figurada a través del “engaño” en que Odiseo hace incurrir a los Dioses para dominarlos (a ellos y a las fuerzas naturales por ellos representada). La astucia es el desafío vuelto racional, es el engaño y ejercicio de la violencia sobre sí y sobre el resto[32], y es también el producto del reconocimiento de la debilidad e impotencia de quien ha de enfrentarse a fuerzas que lo superan.

Precisamente con Odiseo se anuncia, para estos autores, la razón iluminista. Él es el testimonio de la dialéctica del iluminismo, pues a él puede remontarse la genealogía del sujeto moderno[33]. Es específicamente el relato sobre el canto de las sirenas el que expresa, para Adorno y Horkheimer, el nexo inextricable entre mito, dominio y trabajo. En aquel pasaje se prefigura la relación de dominio, mando y trabajo que se tornará preeminente en el orden capitalista. Allí, las sirenas, su canto, tientan con la promesa de felicidad supuesta en la posibilidad de perderse en el pasado. Pero el héroe del poema al que está dedicado el canto de las sirenas, es uno que se ha hecho adulto merced al sufrimiento. Odiseo ha dejado tras de sí todo aquello que le valió el logro de su identidad, de su unidad, y todo lo que dejó atrás en su hacerse ha entrado en el “reino de las sombras”. Odiseo quiere liberar el instante presente de su pasado, manteniendo a éste último “detrás del límite absoluto de lo irrecuperable y poniéndolo, como saber utilizable, a disposición del instante presente”[34]. Las sirenas conocen este pasado reciente y seducen con la promesa de placer en la que podría incurrir un nostálgico que añorase verse envuelto en su pasado. Sin embargo, esta promesa de “perderse” representa, también, la amenaza de disolver y anular el Sí arduamente conquistado:

El temor de perder el sí mismo, y con él la frontera entre sí y el resto de la vida, el miedo a la muerte y a la destrucción, se halla estrechamente ligado a una promesa de felicidad por la que la civilización se ha visto amenazada en todo instante[35].

El modo que, según los autores, la civilización encontró de escapar a esta amenaza, no es muy distinto al que Nietzsche sugería bajo la noción de ideal ascético: obediencia y trabajo, actividad maquinal[36]. En este camino la felicidad y satisfacción se tornan mera apariencia, pura impotencia.

Odiseo “igualmente hostil a la propia muerte y a la propia felicidad” –dicen los autores– “sabe todo eso” y frente a la presencia amenazadora de las sirenas resuelve: en primer lugar, atarse a un mástil para no sucumbir a la tentación y garantizar la continuidad de su vida, pero sin dejar de escuchar el canto de las sirenas. Para que esto fuera posible, era necesario, en segundo lugar, tapar las orejas de los remeros y ordenarles remar. De tal suerte, hace que los otros trabajen para él, para sí mismo; él puede escuchar el canto de las sirenas y extasiarse con su belleza pues sus súplicas de ser desatado no alcanzan los oídos de los remeros con las orejas cubiertas. Los remeros, en cambio, sólo conocen de aquel canto el inminente peligro y con su trabajo reproducen tanto su vida como la vida de su opresor.

Es la racionalidad de Odiseo, su astucia, la que neutraliza el poder de las sirenas al construirlas como puro objeto de contemplación[37], y al hacer de él una mínima expresión, inmovilizarse, e incluso, en cierto modo, negarse[38]. A partir de allí, goce artístico y trabajo manual quedan divorciados.

De este modo: “La humanidad ha debido someterse” –afirman Adorno y Horkheimer– “a cosas terribles hasta constituirse el sí mismo, el carácter idéntico, instrumental y viril del hombre” [39].

Pero aún hay más, pues de otra prefiguración da cuenta el mencionado pasaje: quien manda al decidir no “perderse”, resuelve, al mismo tiempo, no participar en el trabajo de remar y quedar, además, inmovilizado; los remeros, por su parte, en su labor, se relacionan inmediatamente con las cosas pero sin poder gozar de ellas, pues la condición bajo la cual esta actividad se cumple es de constricción; no sólo por el mando, sino también, por la obstrucción violenta de los sentidos. La situación de ambos es lamentable, como en Lukács, también aquí remeros (proletarios) y héroe (burgués) comparten una misma situación: “Los oídos sordos, que permanecieron así para los dóciles proletarios desde los tiempos del mito, no representan ninguna ventaja respecto de la inmovilidad del amo”[40]. Empero, a diferencia de Lukács, en Adorno y Horkheimer la condición de los esclavos (o de los trabajadores modernos), su posición en la estructura, no encierra necesariamente ninguna “posibilidad objetiva”, ni “tendencia” o “impulso” hacia la desfetichización o desmitificación de la totalidad social, y a su consecuente emancipación. A pesar de los esfuerzos del Sí, los hombres son reducidos, por mediación de la sociedad total, a las leyes de su desarrollo, esto es, a simples seres genéricos “iguales entre sí por aislamiento en la colectividad coactivamente dirigida”[41].

Como señalábamos unas páginas más arriba, el pensamiento que refleja y perpetúa el mecanismo coactivo sobre la naturaleza –sostienen Adorno y Horkheimer–, es pensamiento que olvida que en su determinación se encontraba la obligación de pensarse a sí mismo. El pensamiento se ha reificado y mediante él “los hombres se distancian de la naturaleza para ponerla frente a sí de tal modo que pueda ser dominada”[42]. El concepto ha devenido cosa, inmutable, idéntico a sí mismo, capaz de aferrarlo todo. Sin embargo, en la imposibilidad de negar su función de separación, de distancia y objetivación respecto del objeto, puede leerse, como si dijéramos, sintomáticamente, el índice de su propia falsedad y de su propia verdad. La conciencia de esta escisión pone de manifiesto, una vez más, la dialéctica inherente del iluminismo, pues:

La condena de la superstición ha significado siempre, a la vez que el progreso del dominio, también su desenmascaramiento. La Ilustración es más que Ilustración: naturaleza que se hace perceptible en su alienación. En la conciencia que el espíritu tiene de sí como naturaleza dividida en sí misma, la naturaleza se invoca a sí misma, como en la prehistoria, pero no ya directamente con su presunto nombre, que significa omnipotencia, es decir, como mana, sino como algo ciego, mutilado[43].

En esto consiste la dialéctica de la razón iluminista: en que todo progreso ha significado un acrecentamiento del dominio y, simultáneamente, una promesa de mitigarlo. Porque el concepto permite medir la distancia que separa a los hombres de la naturaleza, habilita también la determinación de la injusticia. Es esta función, la que en virtud de “la anamnesis de la naturaleza en el sujeto” hace que el iluminismo, como principio, se encuentre en oposición al dominio.

Considerando lo expuesto hasta aquí en términos de un “diagnóstico” socio-histórico, proponemos ahora analizar la conferencia de Adorno de la década del ’30 titulada “Actualidad de la filosofía”, pues allí como acá se realiza la crítica a las pretensiones de una ratio autónoma idealista. Una frase de Dialéctica del Iluminismo sintetiza, a nuestro entender, lo que se tratará en aquel texto: “Cuanto más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo”[44].

Diagnosis: (in)actualidad de la filosofía

También de un diagnóstico parte Adorno en “Actualidad de la filosofía”: en un mundo que ha tirado por tierra toda pretensión de razón, la antigua ilusión de abarcarlo todo con el pensamiento, de asir con el concepto la totalidad de lo real, se ha vuelto altamente problemática. Ante la severa mirada de Adorno, los grandes proyectos filosóficos –deudores del idealismo– cumplen una función eternizadora; el enseñorarse por parte del aparato teórico de todo lo que existe, que denunciaba Adorno junto a Horkheimer como reproductora de la violencia del orden social (del dominio) retiene un gesto complaciente. Ambos –función eternizadora y complacencia– no se ostentan en una respuesta, se esconden, antes bien, en una pregunta: la que interroga por el Ser. Tal pregunta, formulada por los proyectos ontológicos de su tiempo, es la misma –argumenta Adorno– que subyacía a los sistemas idealistas que aquellos buscaban superar. Quizás el sintagma que mejor resuma estas pretensiones sea el de ratio autonoma[45]. Una ratio calculante, administradora, que, situándose por fuera de la realidad (de la naturaleza, del objeto) la domina mediante el concepto. Una ratio tal, no hace, en su hipostasiada autonomía, más que reproducir las lógicas de dominio reales que gobiernan el funcionamiento de lo social –como tuvimos ya ocasión de referir–.

Ahora bien, lo que la pregunta por el Ser supone es, en primer lugar, una adecuación entre ser y pensamiento, o, expresado en otras palabras, una identidad entre sujeto y objeto; en segundo lugar, la pregunta por el ser deja intacta la idea de totalidad, de una realidad cerrada o sin fisuras dispuesta a ser aprehendida y susceptible de ser aferrada por el pensamiento (el concepto). Identidad sujeto-objeto, de un costado; totalidad, de otro, comienzan a vislumbrarse así como dos aspectos vinculados a un mismo problema. Lo que este planteo revela es la compatibilidad entre, por un lado, la identidad sujeto-objeto subyacente al idealismo y, por otro, el que esta identidad sea el resultado del proceso de separación entre sujeto y objeto, de su unilateralidad sugerida en estos textos y desarrollada en el capítulo “Concepto de iluminismo” que analizamos en las páginas anteriores. La totalidad, por su parte, remitiría a cierta “voluntad de sistema” de los proyectos filosóficos, esto es, a una aspiración al establecimiento de un conjunto de principios y leyes a partir de los cuales pueda deducirse toda singularidad; o bien, a la sistematización de un conjunto de principios aplicables, gracias a su universalidad y generalidad, a distintos fenómenos ya aislados también de la realidad en una relación de exterioridad que se traduciría llamativamente en una “feliz” identidad, en rigor, en una identificación del sujeto con las categorías que él mismo depositó –de antemano– en el objeto o de una reducción de todo lo existente a la conciencia del sujeto del conocimiento.

El derrumbamiento de estas pretensiones de la ratio autonoma dejó sus huellas en los grandes sistemas filosóficos. El recorrido que Adorno realiza buscando destacar estas huellas, encuentra justificación en la medida en que “la cuestión de la posibilidad de la filosofía únicamente se desprende con precisión del entretejerse histórico de preguntas y respuestas”[46]. Sólo a través de la imbricación intrahistórica de ambas (de preguntas y respuestas) podemos arribar –sugiere Adorno– a una redefinición crítica de la problemática.

Si bien la reproducción en extenso del recorrido que Adorno realiza carece de relevancia a los fines de nuestra tesis, nosotros intentaremos realizar una síntesis, quizás, algo esquemática, con el objetivo de no perder el hilo de su argumentación y buscando subrayar los elementos que contribuyen a la reflexión en torno a los problemas que nos ocupan[47]. Por un lado, luego, sus comentarios críticos se extienden desde el idealismo clásico, pasando por el neokantismo (“Escuela de Marburgo”) hasta arribar a la Lebensphilosophie. Hasta aquí las críticas que realiza Adorno se dirigen fundamentalmente al formalismo y a la deriva irracionalista de estas corrientes. Estas críticas podrían parangonarse con aquellas que Lukács dirigiera a los planteos filosóficos contemporáneos al suyo, pero si Lukács cuestionaba al formalismo su capacidad de regular el detalle o su aparente opuesto, esto es, el establecimiento de leyes generales abstractas dejando al acaso la comprensión de la totalidad y, por tanto, desestimando el contenido concreto, intrahistórico, de los fenómenos; Adorno cuestiona de ambas su unilateralidad, pues, o bien se elimina la determinación histórica disolviendo la realidad en formas lógicas (neokantismo) o bien persisten en la pura descripción de la facticidad, de la inmediatez, de la empírea (vitalismo). Si el acento recae en Lukács en la antinomia de un sistema que se pretende universal, pero que es incapaz de dar cuenta de la totalidad por su propia determinación y limitación estructural, en Adorno el énfasis está puesto en la postulación unilateral de una identidad entre realidad y pensamiento, entre sujeto y objeto, de una reducción de lo real a lo fáctico (a través de la mediación del concepto) que luego se asume como inmediato e intacto, ya sea al sujeto, a la razón, a la conciencia[48].

De esta reducción dan cuenta también, aunque desde otra perspectiva, las filosofías científicas; ellas no vuelven ya sobre la pregunta fundamental del idealismo, esto es, la que interroga la constitución de lo real, porque creen disponer en sus datos (sea los de la conciencia o sea los de sus investigaciones empíricas) de un fundamento más sólido. Todas ellas permanecen, para Adorno, dentro del marco de una propedéutica de las ciencias naturales.

En una posición equidistante a estas dos aventuras –las filosofías tradicionales y las científicas– se emplaza otro intento, el realizado por la fenomenología y que consiste “en el empeño por lograr […] un orden del ser vinculante y situado por encima de lo subjetivo”[49]. El elemento paradójico de su búsqueda reside en hacerlo a partir de las mismas categorías con las que operaba el idealismo que se pretendía superar.

En esta saga encuentra lugar la formulación de Martin Heidegger –que reseñaremos en virtud de la importancia que asumirá en la formulación del problema de la historia–. Su pregunta no se dirige ya a la relación entre ideas objetivas y ser objetivo, sino al ser subjetivo sin más. Dice Adorno: “la exigencia de la ontología material se reduce al terreno de la subjetividad, en cuyas profundidades busca lo que no es capaz de encontrar en la abierta plenitud de la realidad”[50]. Por ello no es casual que Heidegger recurra a Kierkegaard, último proyecto occidental de una ontología subjetiva. Pero Kierkegaard –demuestra Adorno[51]– no alcanza en el plano de la subjetividad ningún ser fundado firmemente; el abismo que se abre es el de la desesperación en que se derrumba la subjetividad. De este infierno sólo se puede salir mediante un “salto” en la trascendencia (el espíritu subjetivo tiene que sacrificarse a sí mismo) y en Kierkegaard este salto se orienta en el sentido de la fe religiosa, de la Biblia. Heidegger, por su parte, sólo se abstiene de recurrir a la fe, a la Biblia, mediante la aceptación de “una realidad adialéctica por principios e históricamente predialéctica, una realidad siempre ‘a mano’ (disponible)”[52]. También en él ocurre el salto y la negación dialéctica del ser subjetivo, sólo que bajo la prohibición de la fe. En su lugar Heidegger reconoce la trascendencia hacia el ‘ser así’: una trascendencia en la muerte. Con la metafísica de la muerte Heidegger completa –argumenta Adorno– la fenomenología del ‘impulso’ de Scheler[53] aproximándose, así, al vitalismo que en su origen pretendió superar. En este sentido, la diferencia que subsiste, para Adorno, entre un vitalista como Simmel y el pensamiento neo ontológico de Heidegger estriba en que el primero conserva categorías psicológicas donde el segundo ubica categorías ontológicas. Se dirige también en esta dirección –entender a la fenomenología como sucesora del vitalismo– el hecho de que Heidegger sólo logre sustraerse al problema del historicismo, a través de la ontologización del tiempo como dato de la condición humana. La búsqueda de la fenomenología material de lo eterno en el ser humano, es disuelta en lo eterno de la temporalidad.

De este modo, argumenta Adorno: “A las pretensiones ontológicas ya sólo les bastan entonces aquellas categorías de cuya hegemonía exclusiva quería librar al pensamiento la fenomenología: mera subjetividad y mera temporalidad”[54].

Continuando con el recorrido que propone Adorno, no fue la neo-ontología sino la ciencia de la lógica y la matemática, con el auxilio de la crítica epistemológica, quienes con mayor fuerza han realizado la crítica al idealismo al restringir al ámbito de la experiencia todo conocimiento.

Ante esta situación –sostiene Adorno– los caminos que le quedarían a la filosofía (en sentido amplio) no serían más que dos: en primer lugar, devenir en mera instancia ordenadora y controladora de ciencias particulares y; en segundo lugar, el concepto polar de poesía filosófica “cuya arbitrariedad con respecto a la verdad sólo se ve superada por su inferioridad estética y por su lejanía en cuanto sea arte”[55]. La segunda opción es descartada de plano. La primera, representada, según Adorno, por el Círculo de Viena (el empiriocriticismo), aunque viable, no libera, no obstante, a la filosofía de sus problemas –antes mencionados– inherentes a ella e irresueltos:

El primer problema es el que refiere al sentido de lo ‘dado’. Esta categoría, central para el empirismo –según Adorno–, se vincula con la cuestión del “correspondiente sujeto”. Y este problema no ha sido allí resuelto, pues sólo se lo podría resolver a partir de una respuesta proporcionada histórico-filosóficamente, en tanto el sujeto de lo dado no puede pensarse en términos de una trascendencia, ahistórico e idéntico, sino reflexionando sobre él como una figura cambiante e históricamente comprensible. El empirismo ha tomado como evidente el punto de partida kantiano, esto es, la postulación de un yo trascendental que acompaña todas mis percepciones y la consideración de lo “dado” en términos de lo fenoménico, lo inteligible. Y se ha contentado y conformado con este hallazgo. La pura reducción de lo dado a la unidad, o conciencia de un sujeto, no es por ellos cuestionada.

El segundo problema es el representado por la ‘conciencia ajena’: “el del yo ajeno, que para el empiriocriticismo sólo puede hacerse accesible por analogía, sólo reconstruirse después tomando como base la experiencia propia”[56]. Este problema fue resuelto arbitrariamente y de modo parcial, pues esta ajenidad está ya supuesta en el propio lenguaje del empirismo y en la postulación de un criterio de verificabilidad basado en las reglas de adecuación o correspondencia entre pensamiento y realidad.

A partir de estos dos problemas, el Círculo de Viena continúa aquella filosofía idealista con la cual quería romper. Sin embargo, sus intervenciones contribuyen –sostiene Adorno– a depurar los planteos propios de la filosofía. Pues no es otra cosa que la situación en que se encuentran las ciencias particulares la que favorece la especificación de los problemas de la filosofía. Ciencia y “filosofía” no se distinguen, afirma Adorno, por su grado de abstracción o generalidad. Su diferencia radica, antes bien, en que conciben de manera distinta los hallazgos con los que tropiezan, la primera creyéndolos últimos y fundamentales; la segunda, por el contrario, viendo en ellos un signo que la conmina a descifrar. En otras palabras –en las de Adorno– “el ideal de la ciencia es la investigación, el de la filosofía la interpretación”[57].

Lo que a partir de este recorrido queda evidenciado no es más que la “imposibilidad por principio de una respuesta para las preguntas filosóficas cardinales”[58]. O, parafraseando al Adorno de la Teoría Estética, lo que se ha vuelto evidente es que nada respecto a la “filosofía” es evidente.

En este marco es preciso –considera Adorno– reflexionar en torno a la sedimentación histórica de la que cada una de estas nociones es portadora, con el objetivo de lograr, a partir de su mutuo extrañamiento, su crítica y corrección recíproca. Pero esta crítica y corrección no serán dadas de una vez y para siempre. De allí lo problemático, para nuestra tesis, que puede resultar pensar, a partir del desarrollo de Adorno que presentamos, algo así como un único y atemporal “concepto de historia”. Antes bien, lo que podemos retener de las reflexiones que hasta aquí revisamos es cierta actitud de alerta frente a razonamientos “reificantes”, ciertas indicaciones o exigencias críticas.

Como adelantamos en ocasión de Dialéctica del Iluminismo toda rigidificación de los conceptos es mítica, así como mítica –en su más vulgar acepción de ideológica– es la postulación de un pensamiento de la identidad según se desprende de los análisis de “Actualidad de la filosofía” y que se prosiguen en “La idea de historia natural”. Precisamente hacia estas cuestiones que entran, más claramente, en escena en la conferencia citada de 1932 nos dirigiremos en el siguiente apartado.

El problema del sentido. Quinta aparición: crítica a la categoría neo ontológica de historicidad

En la conferencia de 1932 Adorno orienta sus conceptualizaciones en el sentido de rebasar la antítesis entre naturaleza e historia. El propósito de este ensayo radica en que ambos conceptos queden superados en su propia separación, en la producción de su mutuo extrañamiento, en la mostración de su recíproca unilateralidad. Persiguiendo este objetivo Adorno buscará disolver el concepto mítico tanto de naturaleza (“como lo que está ahí desde siempre, lo que sustenta a la historia humana y aparece en ella como ser dado de antemano”)[59]; como el de su par, la historia (entendida como la ocurrencia de lo cualitativamente nuevo, de lo no idéntico). Así, su idea de historia natural será producto de un doble planteo –insinuado por Adorno al inicio de esta conferencia–:

  1. Tomar ‘lo natural’ como punto de partida; ello equivale, en la perspectiva adorniana, a tomar a la ontología como punto de partida (“el problema del ser sin más”), pues ella representa lo que el autor denominó bajo el concepto mítico de naturaleza: lo dado, lo dispuesto, lo “a la mano”;
  2. Realizar un giro con el objetivo de: “desarrollar el concepto de historia natural, a partir de la problemática de la filosofía de la historia”[60].

Luego, como hiciera en “Actualidad de la filosofía”, Adorno comienza con la consideración crítica de las filosofías –fundamentalmente el desarrollo ontológico de la fenomenología posthusserliana– que abordaron esta problemática. Define aquellos planteos como un intento por superar la posición subjetivista y, paradójicamente, disolver todas las determinaciones del ser en determinaciones del pensamiento. Persiguiendo este objetivo –arguye Adorno– los proyectos neo-ontológicos creen poder “fundar toda objetividad en determinadas estructuras fundamentales de la subjetividad” reemplazándolas por un planteo en el cual se ganaría un ser diferente, “una región del Ser trans-subjetiva, óntica[61].

Mas su paradoja radica –como sucediera con los intentos por superar los problemas que la pregunta por el Ser encerraba en el idealismo– en pretender alcanzar esta nueva definición a partir de la misma ratio subjetiva y a través del mismo lenguaje de la ratio articulando su interrogación de una manera doble: pregunta por el ser mismo (cosa en sí); pregunta por el sentido del ser (como adherido al ente o como posibilidad sin más).

Una de las tesis del artículo que funcionará como sostén de la crítica adorniana, afirma lo siguiente:

el planteo ontológico del que hoy nos ocupamos detenta la misma posición de partida que la ratio autónoma; para ser más precisos, la cuestión del sentido del ser solo puede llegar a plantearse donde la ratio reconoce la realidad que se halla frente a ella como algo ajeno, perdido, cósico, sólo donde no es ya directamente accesible y el sentido no le es común a ratio y realidad[62].

La pregunta por el ser y por el sentido, desde una lectura sintomática, evidencia su supuesto o punto de partida, esto es, el sinsentido que para la ratio asume la realidad, su coseidad y ajenidad. Coseidad y sinsentido que la ratio, a su vez, rehúye a pensar como históricamente producida. Esta cuestión se desprende del punto de partida de la ratio al que se le agrega como agravante el hecho de que “dotar de sentido al ser no es otra cosa que implantarle significados tal como los ha establecido la subjetividad”[63]. Así, en la búsqueda por atribuir un sentido no subjetivo a la desquiciada realidad se termina con la imputación de significados que, proviniendo de formas de pensamiento del sujeto, se invisten con la fuerza de “lo objetivo”, en el sentido de “lo verdadero”, lo que recoge “fielmente” el concepto.

La pregunta por el sentido del ser (en su doble acepción de: significado “oculto” que es preciso sacar a luz por análisis y como categoría) pierde, en el planteo ontológico, la tensión gnoseológica que lo caracterizaba en el platonismo: “lo existente mismo se convierte en sentido, y en lugar de una fundamentación del Ser más allá de lo histórico, aparece un proyecto del Ser como historicidad”[64]. De este modo, no se apela a una instancia trascendental para fundar el sentido, (él aparece como estando ya justificado por la empiria, por lo que existe sin más) pero sí se menta una categoría, la historicidad, que se hace pasar por la estructura ontológica del Ser; sin embargo, con ello, como veremos, no se resuelve el problema, por el contrario, la tensión se diluye. Pues, desde el punto de vista de la historia, del historicismo, esta operación disuelve los contenidos históricos en mera formalidad y abstracción; en tanto desde el punto de vista de la ontología, la cuestión se invierte, todo pensamiento radical sobre la historia presupone ya un proyecto del Ser “merced al cual la historia le viene dada como estructura del Ser”.

Dos son las cuestiones que Adorno subraya en relación al tratamiento que la fenomenología da al problema entre naturaleza e historia. Por un lado, considera que el giro fenomenológico posee un momento de verdad que consiste en dejar de lado la pura antítesis entre historia y ser; pero, por otro lado, aquel momento de verdad deviene falso en cuanto “es la historia misma en su extrema movilidad la que se ha convertido en estructura ontológica fundamental”[65] del Ser.

Llegados a este punto –estado de la discusión– emergen una serie de motivos críticos: la unión de la cuestión ontológica e histórica bajo la categoría de historicidad no basta –afirma Adorno– para dominar la problemática concreta. Y ello queda evidenciado a partir de la ponderación de dos cuestiones:

1) El proyecto neo ontológico: “sigue anclado en determinaciones generales. El problema de la contingencia histórica no se puede dominar desde la categoría de historicidad”[66]. La categoría de ‘lo viviente’ es insuficiente a la hora de interpretar este fenómeno particular, de remitir a la ‘facticidad’ de un modo no descriptivo. Esta discusión, desplegada en el propio terreno ontológico, ha sido resuelta sólo de modo expeditivo: “incluyendo toda la facticidad que no encaja en el modelo ontológico mismo en una categoría, la de la contingencia, la de la casualidad, y aceptando en el proyecto a ésta como determinación de lo histórico”[67]. Así, la casualidad es, paradójicamente, el nombre que se le da a la determinación de lo histórico. Lo histórico, es decir, la variabilidad de la realidad en tanto estado de cosas producido por los hombres sería, ahora, lo contingente, lo que, ocurriendo en la historia, no puede ser derivado de las circunstancias que lo produjeron. Lo que esta operación pone de manifiesto es, para Adorno, la impotencia de esta perspectiva de conocer el material empírico. Simultáneamente se produce –según Adorno– un giro en el interior del esquema de la ontológica. Un giro hacia la tautología:

allí donde algunos elementos no encajan en las determinaciones pensadas y no se pueden hacer transparentes a su luz, sino que se plantean en su puro estar ahí, transformar ese plante del fenómeno en un concepto general, y acuñar algún título de dignidad ontológica para él. Así sucede con el concepto de ser para la muerte en Heidegger, y también con el mismo concepto de historicidad[68].

De este modo, el intento de la neo ontología heideggeriana por hacer caber a naturaleza e historia en la categoría de historicidad fracasa “porque con ella se reconoce ciertamente que hay un fenómeno fundamental llamado historia, pero la determinación ontológica de ese fenómeno fundamental […] o [su] interpretación ontológica […] se frustra, al transfigurarlo en ontología”[69].

El problema de la historia y el problema del ser no se resuelven haciendo de la historicidad una categoría ontológica. Heidegger, al designar a la historia como estructura global del ser, la equivale a la ontología. Así, se eliminan algunas cualidades concretas del ser para transponerlas al ámbito de la ontología y, de este modo, antes que a la resolución del problema se procede a su liquidación. Esta cuestión: “viene adherido necesariamente al planteamiento ontológico mismo, que […] no es capaz, por su punto de partida racional [la ratio autónoma], de interpretarse ontológicamente a sí mismo como lo que es: a saber, algo producido y derivado de la ratio idealista”[70]. En otros términos, en los de la Dialéctica del Iluminismo, su imposibilidad procede de su condición de pensamiento reificado, en otros términos, en que puede pensar todo menos a sí mismo, a su propia determinación.

El segundo problema de la neo ontología se relaciona íntimamente –siguiendo el desarrollo de Adorno– con lo que acabamos de afirmar:

2) En el planteo neo-ontológico no se ha abandonado el punto de partida idealista, pues en él se hallan dos definiciones propias de esta índole de pensamiento. La primera refiere a la noción de totalidad como categoría abarcadora de las individualidades contenidas en ella: totalidad estructural o unidad estructural. La creencia en la posibilidad de resumir unívocamente la totalidad de la realidad en una estructura: “alberga la pretensión de que aquel que resume en esa estructura todo lo existente tiene el derecho y la fuerza para reconocer en sí mismo y adecuadamente lo existente, y para darle cabida en la forma”[71].

La segunda definición, afín al pensamiento idealista, es la que remite al énfasis en la noción de posibilidad en detrimento de la realidad. La relación entre ambos términos es tenida por la neo-ontología como su mayor limitación[72]. La dificultad que la atraviesa en todo momento es la prioridad del ‘proyecto’ del Ser frente a la facticidad “y, con esa premisa acepta el salto entre él y la facticidad; la facticidad ha de acomodarse después, y si no, se la abandona a merced de la crítica”[73]. Es idealista, pues la contradicción entre posibilidad y realidad se corresponde, para Adorno, con la kantiana contradicción entre estructura categorial subjetiva y multiplicidad de lo empírico (entre lo que podemos conocer de entre la multiplicidad de los “objetos”, lo fenoménico y, sobre lo que sólo podemos pensar, lo nouménico o cosa en sí). Esta reminiscencia de posiciones idealistas, explica no sólo la formalidad y generalidad del planteo neo ontológico, sino también su caída en la tautología. Y esta recaída en la tautología es explicada por Adorno mediante el “lema de la identidad”. Reproducimos las palabras del autor:

Me parece que no hay que explicar la tendencia tautológica de otra forma que mediante el antiguo lema idealista de la identidad. Esta tendencia surge al incluir un ser que es histórico en una categoría subjetiva como historicidad. El ser histórico comprendido en la categoría subjetiva de historicidad debe ser idéntico a la historia. Debe acomodarse a las determinaciones que le marca la historicidad[74].

Luego de todo lo expuesto, es preciso revisar el segundo movimiento que propusimos –junto a Adorno– al inicio de este apartado, esto es, revisar el punto de partida de la escisión entre Ser natural, por un lado y, Ser espiritual e histórico, por otro. Y ello, con el objetivo de producir un pensamiento que sea capaz de realizar la unidad concreta de naturaleza e historia. Con concreta se refiere Adorno a una forma de pensamiento que se limite y agote en las determinaciones del Ser real; que no se oriente, luego, a las contradicciones abstractas entre Ser posible, por un lado y Ser real, por otro. Dirigirse, en suma, a lo existente, a lo determinado, en concreto, intrahistóricamente. La concreción de este planteo conduce a la realización de la crítica de aquellos procedimientos que hacen equivaler lo natural con lo estático enfrentándolo a lo histórico como lo dinámico. Estas conceptualizaciones representan, para Adorno, absolutizaciones falsas. Consecuentemente, el problema de la historia requiere, en función de un abordaje no reificante, un cambio de perspectiva. De las implicancias de este “cambio de perspectivas” daremos cuenta en el apartado que sigue.

“Un cambio de perspectiva”: la idea de historia natural

“El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Le preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y como todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear.”

Sigmund Freud[75].

Desde la mirada de Adorno, el planteo del problema de la relación entre naturaleza e historia, será riguroso:

cuando consiga captar al Ser histórico como Ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o cuando consiga captar la naturaleza como ser histórico donde en apariencia persiste en sí misma hasta lo más hondo como naturaleza[76].

No se trata ya de subsumir la totalidad en la categoría de historicidad como hecho natural, como dato ontológico, antes bien, la tarea podría enunciarse del siguiente modo: transfigurar la historia concreta en naturaleza dialéctica. En ello consistiría la idea de historia natural.

Para operar esta transmutación Adorno propone un nuevo punto de partida –referido ya al inicio del anterior apartado–: la problemática histórico-filosófica. A esta área remite la concepción de historia natural que, llamativamente, ha trabajado de modo fundamental con temáticas vinculadas a la teoría estética. Adorno se refiere a los dos textos centrales en los cuales se inspira su idea, pues ellos están dedicados a lo que comúnmente se denomina teoría estética o teoría del arte: el estudio titulado Teoría de la novela de György Lukács y El origen del drama barroco alemán de Walter Benjamin.

La idea de historia natural, luego, abreva en dos fuentes, representadas por estos dos nombres. Del primero, Adorno toma la noción de segunda naturaleza[77]. Ella surge en el marco de la afirmación de la existencia, históricamente determinada, de, podríamos decir, “dos mundos”: uno, inmediato, no producido; otro, enajenado aunque producido. A la primera naturaleza Lukács la identifica con la de las ciencias naturales, ella es también, en algún sentido, naturaleza enajenada, pues, consiste en necesidades conocidas a través de distintos métodos y de la construcción de legalidades, pero cuyos sentidos últimos nos son ajenos e imposibles de captar. Por su parte, la segunda naturaleza o mundo de la convención, es aquella a la que pertenecen las cosas creadas por el hombre, pero perdidas para el hombre. A este mundo sólo se sustrae –para Lukács– lo más íntimo del alma. Es el mundo de la autoridad y la ley, pero que no se ofrece al sujeto como sentido, ni como inmediatez sensorial. De este modo, la segunda naturaleza es lo históricamente producido pero vuelto ajeno. Un cosmos en el que no podemos penetrar y al cual tampoco podemos descifrar.

Ambas nociones se aproximan o, en rigor, la segunda deviene espejo, réplica, de la primera. Esto significa que el mundo creado por los hombres se le opone al hombre con la misma ciega necesidad que la primera naturaleza que, en su carácter de “improducida” no puede ser penetrada en su génesis, y por lo tanto tampoco en su caducidad. Este es el punto de partida y, el problema de la historia natural es la pregunta acerca de cómo es posible aclarar, conocer ese mundo enajenado, cosificado, muerto.

Para Adorno, Lukács se acerca a la problemática de la relación entre historia y naturaleza cuando describe a la ‘segunda naturaleza’ como sentido paralizado, enajenado, como “calvario de interioridades corrompidas” que sólo podrían despertar mediante “un acto metafísico de resurrección de lo anímico que lo creó”[78]. Del planteo de Lukács Adorno retiene la idea de calvario y su necesidad de redención. De modo tal que:

El problema de ese despertar que se concede como posibilidad metafísica constituye lo que aquí se entiende por historia natural. Lo que contempla Lukács es la metamorfosis de lo histórico, en cuanto sido, como naturaleza, la historia paralizada es naturaleza[79].

En el calvario se encuentra ese elemento que es la cifra, que conmina y exige ser interpretado, sólo que, para Adorno, Lukács sitúa la resurrección en un horizonte escatológico[80], quedando, entonces, a cuenta de Benjamin –segunda fuente en la que abreva su pensamiento– el proporcionar el giro clave para la idea de historia natural. Pues es él quien sustrae la resurrección de la lejanía infinita y la coloca en una cercanía infinita, convirtiéndola en objeto de interpretación filosófica. Adorno reconduce estos desarrollos a algunos fragmentos del estudio sobre el Trauerspiel. Varios años después afirma que lo que atrae a Benjamin en el escrito acerca del barroco: “no es sólo contemplar vida fosilizada –y despertarla como en la alegoría– sino también considerar cosa viva haciéndola presentarse como pasada, ‘prehistórica’, para que entregue prontamente su significación”[81]. El movimiento es doble: si por un lado, la historia en el barroco asume la fisonomía de la naturaleza mentada en la calavera, la ruina, el jeroglífico, que reclama aún en su inexpresividad y ausencia simbólica, una interpretación, por otro lado, se torna a lo viviente “prehistoria”, fósil, con el objeto de que entregue, mediante su alegorización, todo su significado.

Ambos autores –señala Adorno– insisten en una palabra: tránsito/transitoriedad. Es precisamente en este punto donde convergen historia y naturaleza. Lukács hace que “lo histórico en cuanto sido se vuelva a transformar en naturaleza”[82], por su parte, en Benjamin: “La misma naturaleza se presenta como naturaleza transitoria, como historia”[83].

En esta conferencia de Adorno, la tan citada frase del Trauerspiel asume un rol central, reproducimos en extenso el fragmento tal y como aparece en la versión de “La idea de Historia Natural”:

‘Desde la categoría decisiva del tiempo, cuyo traslado a este terreno de la semiótica constituyó la gran perspicacia romántica de este pensador, se puede establecer la relación entre símbolo y alegoría de forma eficaz y en términos formales. Mientras en el símbolo, en la transfiguración de la caída, el rostro transfigurado en la naturaleza se manifiesta fugaz a la luz de la salvación, en la alegoría la facies hipocrática de la historia se encuentra ante los ojos del observador como paisaje primordial paralizado. La historia con todo lo que desde el mismo comienzo tiene de intemporal, de doloroso, de falto, se expresa en un rostro, no, en una calavera. Y tan cierto como que falta en ella toda libertad ‘simbólica’ en la expresión, toda armonía clásica en la figura, todo lo humano, lo es también que no expresa sólo la naturaleza del existir humano sin más, sino la historicidad biográfica de un individuo en esa su figura de naturaleza caída plena de significado como enigma. Este es el núcleo de la manera alegórica de mirar’[84].

El fragmento de Benjamin que Adorno extracta continúa. Pero antes de seguir, quisiéramos hacer algunos comentarios en relación a esta primera parte de la cita. En primer lugar, entonces, para intentar volver inteligible el razonamiento adorniano, deberíamos aclarar que, en el estudio sobre el Trauerspiel de Benjamin, particularmente, en su “Introducción” de lo que se trata es de una crítica “epistemológica” a los modos de concebir el conocimiento y la verdad. Siendo excesivamente esquemáticos, si al primero se lo asocia con el método y la función subsunsora del concepto que redunda en la proyección y en la acción ininterrumpida de un conocer intencionado, que tiene a su objeto como “cosa” susceptible de ser poseída; a la segunda, a la verdad, Benjamin la vincula con la idea que, no admitiendo ser poseída, se manifiesta, se ofrece a la contemplación[85]. Pero lo que aquí nos importa subrayar es la relación entre la idea y la discusión que, en torno al símbolo y la alegoría se desarrolla en esta “Introducción” y en otro de los capítulos de El origen del drama barroco alemán. En la primera leemos: “La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la palabra en que ésta es símbolo”[86]. Las palabras, desintegradas en la percepción empírica, poseen dos dimensiones: una simbólica (más o menos oculta); y “un significado abiertamente profano” –dice Benjamin–. En relación a esto último, en el capítulo titulado “Alegoría y Trauerspiel Benjamin afirma que el Romanticismo continuó la noción que estableciera el Clasicismo sobre el ‘símbolo’. Su uso da cuenta –a ojos del autor– de la impotencia crítica filosófica del Romanticismo, incapaz de hacerle justicia tanto a la forma como al contenido estético en virtud del carácter adialéctico de su perspectiva. Esto sucede cuando la ‘manifestación’ de una ‘idea’ es definida como ‘símbolo’ –tal como hicieron el Clasicismo y el Romanticismo– eliminando con ello la unidad entre objeto sensible y suprasensible propio del símbolo teológico y reduciéndolo a una mera cuestión de relación entre lo que se manifiesta y la esencia. Paralelamente a este concepto profano de ‘símbolo’ del clasicismo se construye, señala Benjamin, su respuesta especulativa, esto es, el concepto de lo alegórico. Pero lo alegórico concebido como el telón de fondo, oscuro, sobre el cual destaca el mundo del símbolo. De este modo, símbolo y alegoría constituían, para el período que Benjamin analiza, dos formas de expresión en disputa, en donde la segunda –la alegoría– era negativamente valorada o llanamente desestimada. Pues, por un lado, se asociaba la ‘idea’ al ‘símbolo’, y por otro, el ‘concepto’ a la ‘alegoría’. Y, en la medida en que el arte –se aducía– no trataba de conceptos, la alegoría, luego, habría de permanecer extraña a su campo. Benjamin erigiéndose en contra de estas interpretaciones produce su crítica mediante el extrañamiento de los polos mineralizados idea-símbolo, concepto-alegoría y la puesta en suspenso de la evidencia respecto de su mutua remisión. Así, el autor del Trauerspiel afirma el carácter expresivo de la alegoría; ella es expresión –afirma– “de igual manera que lo es el lenguaje y hasta la escritura”[87].

Es en este contexto que la alegoría es pensada en términos de “historia primordial del significar”, cuyo impulso se encuentra –tal como lo demostrara el romántico Giehlow– en el esfuerzo humanista por descifrar jeroglíficos. Es aquí que se introduce la importancia de la categoría de tiempo aportada también por este pensador romántico al que Adorno sólo alude. En este sentido Benjamin sugiere que: “La relación entre el símbolo y la alegoría se puede definir y formular persuasivamente a la luz de la decisiva categoría del tiempo”[88]. Encontramos algunos elementos para reflexionar en torno a esta diferencia en un ensayo de Benjamin titulado “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”. Allí se insiste en que el contraste entre ambas manifestaciones estéticas estriba en su “diferente posición ante la noción de tiempo: histórico”[89]. La tragedia se caracteriza por la concepción de un tiempo pleno –dice Benjamin–; y si en ella el héroe muere, pues a nadie se le permite vivir en un tiempo tal, la muerte, sin embargo, es el ingreso en la inmortalidad, de ahí su ironía. Por el contrario, al drama (Trauerspiel) lo rige una ley que se limita –afirma Benjamin– a la existencia terrenal. En él la muerte no está, como en la tragedia, sobredeterminada, tampoco representa el acceso a la inmortalidad, la muerte en el drama (Trauerspiel) “sin la certeza de una vida más alta y sin ironía constituye la transformación de la vida εις ἂλλο γένος”[90]. El hecho de la muerte cobra, de este modo, otro estatuto, ella temporiza la vida, en cierta forma le es inmanente, no dotando a la vida de un sentido retrospectivo, inscribe en lo que es su fragilidad y caducidad.

De este modo: “El tiempo dramático es un tiempo no colmado y sin embargo finito, tiempo no individual pero carente a la vez de universalidad histórica […] La universalidad de su tiempo no es mítica, sino espectral”[91]. Lo profano, lo espectral, lo caduco impregnan todos los intersticios de El origen del drama barroco alemán.

Recordemos que, en la muerte, historia natural e historia humana se interceptan, y que, en el estudio sobre el Trauerspiel, la alegoría es la forma que expresa este encuentro irresuelto e irresoluble. Pablo Oyarzún remite a una cita de Eric Santner para dar cuenta de esta tensión: “la historia natural nace de las posibilidades duales de que la vida pueda persistir más allá de la muerte de las formas simbólicas que le dieron significado y de que las formas simbólicas puedan persistir más allá de la muerte de la forma de vida que les dio vitalidad humana”[92] .

Como afirmábamos unas páginas más arriba, en la alegoría la naturaleza se ofrece como “paisaje primordial petrificado”: la historia se inscribe en términos de naturaleza caduca, de ahí la ruina como figura suya. La ruina es la fisonomía alegórica que cristaliza la relación entre naturaleza e historia. La esencia de la ruina se aproxima a la definición de Santner que nos proporcionaba Oyarzún, pues en su inexpresividad y resistencia radical a toda simbolización, no obstante, la reclama. Así como la ruina, la calavera –también inexpresiva e inorgánica– “la más sujeta a la naturaleza” –dice Benjamin y retoma Adorno– señala plenamente como enigma tanto la condición de la vida humana como la historicidad biográfica individual. La calavera es la retirada de la vida y en su condición de naturaleza muerta, caída, se erige en objeto de alegoresis.

En ello consiste el núcleo de la visión alegórica que a Adorno interesa y en ello reside también la exposición barroca y secular de la historia, en tanto historia del sufrimiento del mundo. Sufrimiento que deviene significativo tan solo en la etapa de su decadencia. En esta dirección es que debemos interpretar lo que afirma Benjamin cuando escribe: “la alegorización de la physis no puede llevarse a cabo con la suficiente energía más que gracias al cadáver. Y los personajes del Trauerspiel mueren porque sólo así, en cuanto cadáveres, pueden ser admitidos en la patria alegórica. Perecen no para acceder a la inmortalidad, sino para acceder a la condición de cadáveres”[93]. Pero, señala Benjamin, la caducidad no aparece tanto representada alegóricamente, cuanto “significando ella misma, ofrecida en cuanto alegoría: en cuanto la alegoría de la resurrección”[94].

Adorno lee en Benjamin y en su modo alegórico de mirar, la expresión de una relación histórica: “entre lo que aparece, la naturaleza manifiesta y lo significado, a saber, la transitoriedad”[95]. Ahora bien, Adorno introduce aquí una pregunta que involucra dos cuestiones: ¿qué significa el discurso sobre lo transitorio y qué significa protohistoria[96] del significado? El único modo de explicarlo, sostiene el autor, es a través de una estructura particular: la constelación[97]. Ella consiste en la explicitación de un concepto a partir de una configuración de ideas, en esta oportunidad, principalmente cuatro: transitoriedad – significar – naturaleza – historia. Ninguna de ellas son invariantes, por el contrario, “se congregan en torno a la facticidad histórica concreta que al interrelacionar esos elementos, se nos abre en toda su irrepetibilidad[98].

¿De qué modo se relacionan estos elementos entre sí? En Benjamin –siguiendo la lectura que propone Adorno– la naturaleza, en tanto creación marcada por la transitoriedad, porta en sí el elemento de la historia. Adorno lo pone en los siguientes términos: “Cuando hace su aparición lo histórico remite a lo natural que en ello pasa y se esfuma. A la inversa, cuando aparece algo de esa ‘segunda naturaleza’ […] se descifra cuando se hace claro como significado suyo la transitoriedad”[99]. Para Adorno, Benjamin concibe esto como la existencia de fenómenos protohistóricos que originariamente estaban allí, pero que se han olvidado y que son significados en lo alegórico. En esta protohistoria misma como transitoriedad, está implicada tanto la noción de historia como el concepto de lo originario.

Lo anterior supone entender todo ser o ente como el encastre de ser natural y ser histórico: “En cuanto transitoriedad, la protohistoria está absolutamente presente. Lo está bajo el signo de la ‘significación’”[100]. ¿Qué debemos entender por ‘significación’? En primer lugar, podemos afirmar que con ella se quiere enfatizar la idea de que los elementos naturaleza e historia no se disuelven uno en otro, sino que se ensamblan entre sí, de modo que lo natural aparece como signo de la historia y la historia como signo de la naturaleza. De lo que esta transitoriedad daría cuenta es de la variación de lo significado, esto es, de la imposibilidad de lograr una definición, o un método, de una vez y para siempre para asir la historia; en todo caso, el significado que ella asuma dependerá de las condiciones de significación y de la relaciones recíprocas y los elementos que, como “campo de fuerzas”[101] concurran en torno a ella. Historia natural como determinación, entonces, de aquello que, en cada momento histórico particular evocan ambos términos con el fin de producir su corrección mutua a partir de la mostración de sus unilateralidades o excesos. El significar deviene, así, un elemento constitutivamente capaz “de realizar la transubstanciación de la historia en protohistoria. De ahí una ‘protohistoria del significado’”[102].

Finalmente, en la imagen del calvario habrán de confluir las tres posiciones: en Lukács –sugiere Adorno– el calvario representa lo enigmático; en Benjamin, esta imagen es la cifra que hay que leer; en tanto para el pensamiento histórico-natural de Adorno, el calvario equivale a la significación: “Todo ente se transforma en escombro y fragmento, en un calvario en el que hay que encontrar la significación, en el que se ensamblan naturaleza e historia y la filosofía de la historia se hace con la tarea de su interpretación intencional”[103].

De este modo la doble tarea propuesta por Adorno y reproducida al inicio del presente apartado, redunda en un doble giro:

  1. Llevar la problemática ontológica a una formulación en términos históricos. Hacer lo que la ontología no puede realizar consigo misma, esto es, pensar su propia determinación y sus límites.
  2. Mostrar en la figura de la transitoriedad cómo la misma historia impulsa hacia un giro ontológico.

Con ello, lo que se busca desde la perspectiva adorniana es: “alcanzar a ver la facticidad histórica en su misma historicidad como algo histórico-natural”[104].

Por último, en oposición al modo en que los proyectos ontológicos reflexionaron acerca de las determinaciones generales de la historia, para Adorno –al igual que para Benjamin– ellas se presentan como algo discontinuo. Ofreciéndose a sus ojos “como discontinuidad entre el material natural, mítico-arcaico de la historia, de lo sido, y lo nuevo que en ella emerge dialécticamente, lo nuevo en sentido estricto”[105].

Con el objetivo declarado de no anticipar la historia natural como unidad y de mantener la contradicción de los términos –naturaleza e historia– Adorno propone dotar al pensamiento del auxilio de ciertos hallazgos que tuvieron lugar en el campo de la investigación psicoanalítica.

En el psicoanálisis, sugiere Adorno, encontramos esa tensión entre el material natural, mítico arcaico, y lo nuevo que emerge en la historia, en la diferencia sostenida entre símbolos arcaicos, a los que no se conecta ninguna asociación, y símbolos intrahistóricos, intrasubjetivos, dinámicos, que pueden eliminarse, transformarse en actualidad psíquica o conocimiento.

La filosofía debe elaborar, especificar y confrontar, esos dos elementos. En lo mítico arcaico –prosigue– no subyace algo estático, en estas imágenes, por el contrario, ya se encuentra adherido el elemento de la dinámica histórica, y ello acontece de forma dialéctica. Ya en su fundamento, lo dado de lo mítico es plenamente contradictorio. Del pretendido carácter estático de los elementos míticos es de lo que tenemos que desembarazarnos –asegura Adorno–.

Por otro lado, lo ‘nuevo’ producido dialécticamente en la historia se presenta como algo arcaico. Aquí residen las mayores dificultades. “La historia es más mítica cuando más histórica es”[106]. En la misma conferencia Adorno concluye: “La segunda naturaleza es en verdad la primera. La dialéctica histórica no es un mero retomar lo protohistórico reinterpretado, sino que los mismos materiales históricos se transforman en algo mítico e histórico-natural”[107]. Pensar la historia como naturaleza implica, por un lado, destacar aquellos elementos que, queriendo erigirse como “lo nuevo” que en ella emerge, como su “novedad”, no representan más que la continuidad de “lo mismo” y, como intentamos demostrar a lo largo de esta tesis, eso que hemos de develar como “lo mismo”, como repetición, ha sido históricamente producido como dominio. No es otra cosa lo que Adorno intentó demostrar junto a Horkheimer bajo la figura de “la dialéctica del concepto de Iluminismo”. Por otro lado, transformar los materiales históricos en algo mítico-natural supone desatar las tensiones y contradicciones que anidan en ellos; supone confrontar su pretendido carácter estático con lo que en ellos es movimiento, dynamis, posiciones no reconciliadas.

Ahora bien, estos autores, como vimos, no son los únicos que han enunciado en estos términos la problemática de la historia, de su conocimiento y crítica; precisamente, hacia los modos en que los distintos planteos desplegados en la presente tesis se articulan, interceptan o ensamblan, nos dirigiremos en las “Reflexiones finales” que presentamos a continuación.


  1. Buck-Morss, S.: Origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el instituto de Frankfurt. México, Siglo XXI, 1981, p. 142.
  2. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Fragmentos filosóficos. Introducción y traducción de Juan José Sánchez, Madrid: Trotta, 1998, p. 59. El subrayado es nuestro.
  3. Nos referimos a la afirmación hegeliana que sostiene que el hombre es un ser pensante, que su representación de lo real, del impulso, es a la vez ideal, en otras palabras, como afirmamos en el “Capítulo I”: “El hombre tiene impulsos, pero, simultáneamente, tiene la capacidad de reprimirlos. Al ser un ser pensante, sabe de su determinación y este saber le permite anteponer algo entre el impulso y su satisfacción. Él puede disponer diferentes mediaciones entre la urgencia y violencia de los impulsos y su satisfacción. Su especificidad e independencia reside precisamente allí, en saber aquello que lo determina y también -nuevamente- en poder negarlo”. Ver: Capítulo I.
  4. Como desarrollamos en los capítulos anteriores, para Hegel la historia filosófica universal consiste en el “descubrimiento” de las conexiones necesarias e interiores de los acontecimientos, siendo ello posible en virtud del conocimiento del fin último. Este fin es una de las categorías que la razón aporta para la consideración (racional) de la historia y consiste en la realización de la idea de libertad. Para Adorno y Horkheimer no sólo no es esta idea la que ha triunfado sino que en ella está contenido el dominio. Uno de los primeros filósofos en señalar esta dialéctica ha sido -para ambos autores- Nietzsche, él: “ha captado, como pocos desde Hegel, la dialéctica de la Ilustración. Él ha formulado su ambivalente relación con el dominio”. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Fragmentos filosóficos. Introducción y traducción de Juan José Sánchez, Madrid: Trotta, 1998, p. 98.
  5. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Op. Cit., p. 56.
  6. El concepto de sobredeterminación proviene del psicoanálisis y es definido del siguiente modo: “Hecho consistente en que una formación del inconsciente (síntoma, sueño, etc.) remite a una pluralidad de factores determinantes. Esto puede entenderse en dos sentidos bastante distintos: a) la formación considerada es la resultante de varias causas, mientras que una sola causa no basta para explicarla; b) la formación remite a elementos inconscientes múltiples, que pueden organizarse en secuencias significativas diferentes, cada una de las cuales, a un cierto nivel de interpretación, posee su propia coherencia. Este segundo sentido es el más generalmente admitido”. Jean Laplanche & Jean Bertrand Pontalis: Diccionario de psicoanálisis. Barcelona, Paidós Ibérica, 1996.
  7. Adorno y Horkheimer afirman: “En la magia se da una sustituibilidad específica. Lo que le acontece a la lanza del enemigo, a su pelo, a su nombre, le sucede al mismo tiempo a su persona; en lugar de Dios es masacrada la víctima sacrificial”. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Op. Cit., p. 65.
  8. Ibidem.
  9. Op. Cit., p. 66.
  10. Op. Cit., p. 69.
  11. Op. Cit., p. 70.
  12. Íbidem.
  13. Op. Cit., p. 78.
  14. La crítica a la “anticipación en el sistema” también es formulada por Benjamin en su “Introducción” a El origen del drama barroco alemán; allí dice: “Si la filosofía quiere mantenerse fiel a la ley de su forma, en cuanto exposición de la verdad, y no en cuanto guía para la adquisición del conocimiento, tiene que dar importancia al ejercicio de esta forma suya y no a su anticipación en el sistema”. Benjamin, W.: “Introducción: Algunas cuestiones preliminares de crítica al conocimiento” en El origen del drama barroco alemán, Trad. José Muñoz Millanes, España, Taurus, 1990, p. 19.
  15. Para Lukács la filosofía clásica -Leibniz en particular- profundizó la contraposición de forma y contenido, relativizando al mismo tiempo y de modo dinámico ambos conceptos. En él la irracionalidad del contenido aparece como problema y oportunidad para reordenar el sistema de formas. Esta interpretación hace del contenido “dado” uno “producido”, pero -advierte Lukács- este modo de operar proviene de la matemática que trabaja ya con un concepto de irracionalidad adecuado a sus propias exigencias metódicas. Y la producción del contenido, de la materia del ser, difiere de la producción del contenido de la matemática. En filosofía, a diferencia de las matemáticas, “producción” remite a conceptuabilidad de los hechos (y no a abstracta coincidencia entre producción y conceptualidad). Ver capítulo III. También: Lukács, G.: “La cosificación y la conciencia del proletariado” en Historia y conciencia de clase. Tomo II. Trad. Manuel Sacristán, España, Sarpe, 1984.
  16. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Op. Cit., pp. 79-80.
  17. En “Cosificación y conciencia del proletariado” Lukács sostiene que el acento puesto sobre las ciencias particulares supone ya el reconocimiento de la irresolubilidad del contenido de lo dado, del sustrato material. Pues en las ciencias a este se lo deja intacto con el objeto de poder moverse libremente en un mundo cerrado, puro, y con categorías del entendimiento aproblemáticas en su aplicación, justamente porque se aplican a una materia ya delimitada como “inteligible” y no ya al sustrato real, material. Ver Capítulo III de la presente tesis.
  18. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Op. Cit., p. 80.
  19. Honneth, A.: Reificación. Un estudio de la teoría del reconocimiento. Trad. Graciela Calderón. Argentina, Katz, 2007, p. 19.
  20. El desarrollo de Honneth, no obstante esta afirmación, se orienta al diseño de una teoría del reconocimiento cuya tesis podría enunciarse del siguiente modo: “la preeminencia ontogenética del reconocimiento frente al conocimiento”. Con este horizonte busca inscribir el concepto de reificación como una praxis de no implicación afectiva y como el olvido de aquel primer reconocimiento o condición no epistémica del pensamiento conceptual, en el conocimiento. El problema de Honneth es que lejos de pensar a la cosificación como fenómeno social “de época” como él mismo había reconocido en sus primeras páginas, termina remitiéndolo a una teoría cognitiva de los afectos individuales. Ver: Honneth, A.: Reificación. Un estudio de la teoría del reconocimiento. Op. Cit..
  21. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Fragmentos filosóficos. Op. Cit., p. 81.
  22. Adorno, T. W.: “Kants, Kritik der reinen Vernunft” (Nachgelassene Schriften, IV, 4. Frankfurt, Suhrkamp, 1995). Traducido por Adrián Navigante. Material del CEDINCI.
  23. Adorno, T. W.: “Kants, Kritik der reinen Vernunft”. Op. Cit.
  24. Op. Cit.
  25. Las críticas que realiza Adorno recuerdan a aquella que, a su turno, realizara Lukács. Para este último, Kant caía en la unilateralidad de la conciencia al intentar remitir lo que, en un principio, había pensado en términos de diferencia ontológica (y gnoseológica) a aquel núcleo de esencialidad platónico, de coincidencia plena, entre el sujeto y el objeto de su pensamiento, sólo que situado en el sujeto mismo. Ver capítulo III.
  26. Las “Lecciones” son sumamente interesantes aunque aquí no podamos abordarlas en toda su profundidad. Agregaremos solamente que Adorno adelanta dos tesis centrales: la primera, consiste en afirmar que la crítica kantiana no es un pensamiento meramente negativo que viene a romper con todas las disciplinas y las ciencias, antes bien, es un intento de rescatar la ontología en el marco del Iluminismo en el cual estaba haciéndose trizas; la segunda afirmación, íntimamente vinculada a la anterior, sostiene que en este planteo ontológico se postula aquella “diferencia ontológica”, esto es, la irreductibilidad de lo que es al concepto, pero también, la mediación recíproca entre “el concepto de la forma pura y el de la existencia”. Esta última cuestión hace que el planteo kantiano no sea un vacuo absolutismo lógico. Ver: Adorno, T., W.: “Kants, Kritik der reinen Vernunft”. Op. Cit.
  27. Los autores afirma al respecto: “Al renunciar al pensamiento, que se venga, en su forma reificada -como matemáticas, máquina, organización- del hombre olvidado de sí mismo, el iluminismo ha renunciado a su propia realización. Al disciplinar todo lo que es individual, el iluminismo ha dejado a la totalidad incomprendida la libertad de retorcerse -como dominio sobre las cosas- sobre el ser y sobre la conciencia de los hombres” Adorno T. W. y Horkheimer, M.: Dialéctica del Iluminismo. Op. Cit., p. 47.
  28. Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo. Fragmentos filosóficos. Op. Cit., p. 67.
  29. Íbidem.
  30. Nietzsche, F.: Genealogía de la moral. Trad. Sánchez Pascual, España, Alianza, 1972, p. 137.
  31. Op. Cit., p. 140.
  32. En efecto todo el Excursus I (“Odiseo o el mito del iluminismo”) gira en torno a las modalidades que esta astucia asume en el poema de Homero. Y el modelo de la astucia es el momento del engaño inscripto en el sacrificio.
  33. En el Excursus I los autores afirman que Odiseo es el prototipo del individuo burgués y que el universo homérico no es más que el producto de la razón ordenadora que universaliza la lengua, controla racionalmente el espacio, jerarquiza a los dioses, etc. Ver: Adorno, T. y Horkheimer, M.: Dialéctica del iluminismo. Op. Cit.
  34. Adorno, T. W. y Horkheimer, M.: Dialéctica del iluminismo. Op. Cit., 87.
  35. Op. Cit., p. 86-87.
  36. Para Nietzsche: “La actividad maquinal y lo que con ellas se relaciona –como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para la ‘impersonalidad’, para olvidarse-a-sí-mismos, para la incuria sui [descuido de sí]-: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor!”. Nietzsche, F.: Genealogía de la moral. Op. Cit., p. 156.
  37. No nos detendremos en la presente tesis en las reflexiones que en torno al arte se desarrollan y derivan de estos pasajes.
  38. No otra cosa sugieren los autores en el Excursus I. Odiseo, se dice allí, “se abandona, por así decirlo, a sí mismo para reencontrarse; la alienación respecto a la naturaleza, que lleva a cabo, se consuma en su abandono a la naturaleza con la que se enfrenta en cada nuevo episodio; y la naturaleza inexorable, a la que domina, triunfa irónicamente al volver él a casa como inexorable: como juez y vengador de la herencia de las potencias de las que escapó. En el estadio homérico, la identidad del sí mismo es de tal modo función de lo no idéntico, de los mitos disociados, inarticulados, que ha de pedirse prestada a ellos” y a los cuales él ordena de modo racional. Adorno T. W. y Horkheimer, M.: Dialéctica del Iluminismo. Op. Cit., p. 101.
  39. Op. Cit., p. 86. A la luz de estas reflexiones podría ser reinterpretada la tan citada frase de Benjamin: “No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie”. Benjamin, W.: “Sobre el concepto de historia” en Dialéctica en suspenso. Op. Cit., p. 52.
  40. Adorno T. W. y Horkheimer, M.: Dialéctica del Iluminismo. Op. Cit., p. 89.
  41. Íbidem.
  42. Op. Cit., p. 92.
  43. Íbidem.
  44. Op. Cit., p. 80.
  45. Para Adorno en la Crítica a la razón pura existe ya una tensión entre, por un lado, la pretensión de autonomía de la filosofía y por otro, la aplicación en su interior de criterios correspondientes a la ciencia. En las “Lecciones” leemos: “la filosofía reflexiona sobre sí misma en el espíritu de la ciencia, pero al mismo tiempo mantiene su pretensión de autonomía. En este sentido se puede decir que la filosofía kantiana se encuentra en el límite entre la filosofía y el positivismo, ya que es al mismo tiempo todavía metafísica y ya filosofía en cuanto ‘doctrina de la ciencia’”. Adorno T., W.: “Kants, Kritik der reinen Vernunft”. Op. Cit.
  46. Adorno, T. W.: “Actualidad de la filosofía” en Actualidad de la filosofía. Trad. José Luis Arantegui Tamayo, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 82-83.
  47. Lo que no debemos olvidar es que lo que en esta discusión se jugaba era, en palabras de Susan Buck-Morss: “la posibilidad misma de la comprensión racional. Si la realidad no podía llegar a identificarse con los conceptos racionales, universales, como lo habían pretendido los idealistas desde Kant, entonces corría el peligro de despedazarse en una profusión de particulares que enfrentaran al sujeto de manera opaca e inexplicable” Buck-Morss, S.: Origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el instituto de Frankfurt. México, Siglo XXI, 1981, p. 158. A diferencia de lo que afirma Buck-Morss, consideramos que, quizás, el mayor peligro no radica en la opacidad de estos particulares, sino en su hipostasiada transparencia.
  48. La cuestión de la unilaterialidad, en rigor, también era formulada y criticada por Lukács en ocasión tanto del idealismo kantiano como del empirismo más vulgar. Ver capítulo III.
  49. Adorno, T. W.: “Actualidad de la filosofía”, Op. Cit., p. 76.
  50. Op. Cit., p. 80.
  51. Adorno conocía muy bien la obra de Sören Kierkegaard. Sobre su crítica versaría la habilitationsschrift de este pensador que, redactada entre 1929-1930, se publicaría en 1933. En ella “Adorno desafiaba toda la tradición del existencialismo, incluyendo a su último representante, Martin Heidegger”. Buck-Morss, S.: Origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el instituto de Frankfurt. Op. Cit. pp. 236-237.
  52. Adorno, T. W.: “Actualidad de la filosofía”, Op. Cit., p. 80.
  53. El intento frustrado de Scheler por lograr una fenomenología material da cuenta, según Adorno, de que el tránsito de la fenomenología “desde la región formal ideal a la material y objetiva no podía lograrse sin saltos ni dudas, sino que la imagen de una realidad suprahistórica (…) se enmarañó y deshizo tan pronto como se trató de buscar tal verdad precisamente en la realidad cuya captación constituía el programa de la ‘fenomenología material’”. El último Scheler fue capaz de reconocer que el salto entre las ideas eternas y la realidad (vía fenomenología material) era en sí mismo material-metafísico “abandonando así la realidad a un ciego ‘impulso’” cuya relación con las ideas es oscura y problemática. Su fenomenología material se ha replegado dialécticamente sobre sí misma. Adorno, T. W.: “Actualidad de la filosofía” Op. Cit., pp. 78-79.
  54. Op. Cit., pp. 81-82. Estos dos motivos, la pregunta por el ser y la pregunta por el sentido de lo dado, vuelven a ser interrogados en “La idea de historia natural”, si bien con distintos acentos y diverso grado de especificidad. Desarrollaremos este punto en el apartado correspondiente.
  55. Op. Cit., p. 84.
  56. Op. Cit., p. 85.
  57. Op. Cit., p. 87. En nuestras “Conclusiones” volveremos sobre las distintas lecturas que pueden hacerse de esta afirmación.
  58. Op. Cit., p. 83.
  59. Adorno, T. W.: “La idea de Historia Natural” en Actualidad de la filosofía. Barcelona, Paidós, 1991, p. 104.
  60. Op. Cit., p. 105.
  61. Op. Cit., p. 106.
  62. Op. Cit., pp. 106-107. Las cursivas son nuestras.
  63. Op. Cit., p. 107.
  64. Op. Cit., p. 109.
  65. Op. Cit., p. 110.
  66. Op. Cit., p. 111.
  67. Op. Cit., p. 112.
  68. Íbidem.
  69. Op. Cit., pp. 112-113.
  70. Op. Cit., p.113.
  71. Op. Cit., p. 114.
  72. Es al interior de la neo-ontología que se realiza el reconocimiento de este problema según Adorno.
  73. Op. Cit., p. 115.
  74. Op. Cit., p. 116. Las cursivas son nuestras..
  75. Freud, S.: “La transitoriedad” en Obras Completas, Tomo XIV. Buenos Aires, Amorrortu, 1998, p. 309.
  76. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., p. 117.
  77. En el capítulo III nos referimos a este concepto en Lukács que, apareciendo por primera vez en Teoría de la novela encontraría continuidad en el artículo “Cosificación y conciencia del proletariado” que allí analizamos. Ver: Capítulo III.
  78. Estas definiciones las extrae Adorno de un pasaje de Teoría de la novela. En él leemos: “Esta naturaleza, no es, como la primera, manifiesta y ajena al sentido: es un complejo significativo cristalizado, extrañado, que ya no despierta la interioridad; es un calvario de interioridades agusanadas, que por eso mismo no se podrían despertar -de ser ello posible- sino mediante el acto metafísico de resurrección de lo anímico que las creó”. Y, unas oraciones más adelante, continúa: “La extrañeza respecto de la naturaleza, respecto de la naturaleza primera, el moderno sentimiento sentimental de la naturaleza primera, es sólo proyección de la vivencia de que el autoproducido entorno de los hombres no es ya casa paterna sino cárcel”. Lukács, G.: Teoría de la novela en El alma y las formas y Teoría de la novela. Trad. Manuel Sacristán. México, Grijalbo, 1985, p. 331.
  79. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., p. 121.
  80. Como vimos en el capítulo III, la clave del “fin” la encuentra Lukács en la disolución del enigma de la mercancía, de la inmediatez cósica del ‘mundo de la convención’ en manos del sujeto-objeto idéntico de (y en) la historia: el proletariado. Único capaz de conocer al conocerse a sí mismo las mediaciones y determinaciones concretas de la totalidad social. Con ayuda de la dialéctica se resolvería también el problema de la cosa en sí, representante de las “antinomias de la razón burguesa”. Más ninguna de estas soluciones es compartida por Adorno. Intentaremos dar cuenta de estas divergencias en nuestras conclusiones.
  81. Adorno, T. W.: “Caracterización de Walter Benjamin” en Prismas. La crítica de la cultura y de la sociedad. Trad. de Manuel Sacristán, Barcelona, Ariel, 1962, p. 249.
  82. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., p. 122.
  83. Íbidem.
  84. Op. Cit., p. 123-124. Las cursivas son nuestras.
  85. En esta “Introducción” Benjamin afirma que en lo que concierne a la ley de su forma, el conocimiento, definido como haber y por tanto como cosa que se posee, ha renunciado a la exposición de la verdad. Esta última -la verdad- no puede ser entendida como el punto de llegada de un proceso engendrado en la conciencia, ella, por el contrario –como señalábamos hace unos instantes– se manifiesta. Escapa a toda interrogación para ofrecerse a la contemplación y no ya a la operación del método cuyo fiel es el concepto. En el conocimiento, el objeto es “casi” engendrado en la conciencia, por lo tanto, se correlaciona interiormente con ella, se termina postulando su identificación plena. Otra cosa sucede en la verdad, en ella “la unidad es una determinación absolutamente libre de mediaciones y directa. En cuanto que directa, es peculiar de esta determinación el no prestarse a ser interrogada”. En este sentido es que Benjamin afirma que la verdad se encuentra fuera del alcance de toda pregunta. No siendo una respuesta a una pregunta, la verdad habla, se manifiesta, se ofrece a la contemplación y como enigma, cifra, jeroglífico, exige una interpretación, pero no una que aniquile el misterio, sino una que le haga justicia. Benjamin, W.: “Introducción” en El origen del drama… Op. Cit., pp. 12-13.
  86. Benjamin, W.: El origen del drama… Op. Cit., p. 10.
  87. Op. Cit., p. 155.
  88. Op. Cit., p. 159.
  89. Benjamin, W.: “Drama (Trauerspiel) y Tragedia” en Ensayos VII. Trad. J. F. Yvars y Vicente Jarque. Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 136.
  90. Op. Cit., p. 137. La traducción del griego es “al otro género”. Una frase del estudio sobre el Trauerspiel puede echar luz al respecto. Dice: “Contemplado desde el lado de la muerte, la vida consiste en la producción de cadáveres”. La muerte no es la que da sentido, retrospectivamente, a la vida, aquella que “justifica” su existir y devenir a la manera de Hegel. Desde el punto de vista de la muerte, la vida sólo consiste en la producción de muerte -dice Benjamin- de cadáveres a la espera no de un sentido para ingresar en la inmortalidad, sino de su significación relacionada ahora con la eternidad. Benjamin, W.: “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”, Op. Cit., p. 214. Inmortalidad y eternidad no significan lo mismo, ya nos referimos a su diferencia en el apartado correspondiente a Benjamin.
  91. Op. Cit., p. 137.
  92. Oyarzún R., P., “Introducción” en Benjamin, W., El Narrador. Introducción, traducción, índice y notas de Pablo Oyarzún R., Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008. P. 37. Las cursivas son nuestras.
  93. Benjamin, W.: El origen del drama barroco alemán, Op. Cit., p. 214.
  94. Op. Cit., p. 230.
  95. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., p. 123.
  96. Esta noción no había sido introducida antes en el texto de Adorno, pero el sentido que se irá construyendo la relaciona -nuevamente- con el tratamiento que dio Benjamin a esta noción. En el “Convulto N” la define en los siguientes términos: “La forma arcaica de la protohistoria, que es evocada en toda época y hoy mismo vuelve a ser evocada por Jung, es aquella que hace la apariencia en la historia tanto más encandiladora, cuanto que le señala la naturaleza como su patria”. Benjamin, W.: La dialéctica en suspenso. Op. Cit., pp. 150-151. Las cursivas son nuestras.
  97. Recordemos que en Benjamin la constelación es el modo de exposición de la idea, de la verdad. No es casual que osta conferencia de Adorno se titule “La idea de Historia Natural”. En efecto, uno de los énfasis puestos en la “Introducción” del estudio sobre el barroco recae en la importancia de entender a la idea como configuración. El objetivo cifrado en la constelación, metáfora de la configuración, es afirmar que las ideas no son las leyes, ni los conceptos de las cosas, antes bien “en cuanto tal, la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por ella aprehendido”. Las ideas no contienen, por lo tanto, a los fenómenos, sólo los dota de un orden. La idea constituye -dice Benjamin- la interpretación objetiva de aquellos elementos de los fenómenos que la configuran. El acceso a ellos se da a través de su representación, que no es reflejo, sino, en última instancia, refracción, pues lo que la idea representa es algo “heterogéneo a lo por ella aprehendido”. La idea, al no contener en su interior a los fenómenos, al ser diferente a ellos, discontinua en relación a ellos, no puede ser erigida como criterio de los mismos, a la manera de un género que alberga en sí distintas especies. Es en esta dirección hacia donde apunta la argumentación de Benjamin cuando afirma: “Las ideas son a las cosas, lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas”. A la inversa, tampoco pueden los fenómenos erigirse en criterios que determinen la idea. El significado de los fenómenos, no siendo proporcionado por la idea, se ofrece en sus propios elementos conceptuales, son los elementos de los fenómenos quienes determinan a partir de sus relaciones recíprocas, sus afinidades y diferencias -como constelación- el alcance de los conceptos que los constituyen. Lo que la idea determina -en tanto interpretación objetiva– es sólo la mutua dependencia de los fenómenos, su ordenación y configuración. Y los elementos de los fenómenos que el concepto tiene como tarea redimir -como ya señalamos- se manifiestan con mayor claridad en los extremos. Ver: Benjamin, W.: El origen del drama…Op. Cit.
  98. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., pp. 124-125.
  99. Op. Cit., p. 125.
  100. Íbidem.
  101. La idea de “campo de fuerza” aparece también en un texto de Adorno que lleva por título El ensayo como forma (redactado entre 1954 y 1958). Allí esta noción es mentada del siguiente modo: “En el ensayo se reúnen en un todo legible elementos discretos, separados y contrapuestos; no es el ensayo andamiaje ni construcción. Pero, como configuraciones, los elementos cristalizan por su movimiento. La configuración es un campo de fuerzas, como, en general, bajo la mirada del ensayo toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas”. Ver: Adorno, T. W.: “El ensayo como forma” en Revista Pensamiento de los confines, Trad. Manuel Sacristán, número 1, segundo semestre de 1998. Universidad de Buenos Aires. Diótima, pp. 247-259, 1998. Las cursivas son nuestras.
  102. Adorno, T. W.: “La idea de historia natural”, Op. Cit., p. 126.
  103. Op. Cit., pp. 126-127.
  104. Op. Cit., pp. 127-128.
  105. Op. Cit., p. 129.
  106. Op. Cit., p. 132.
  107. Op. Cit., p. 134.


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