Comenzamos esta tesis con una pregunta que, sugerida por Hegel en sus Lecciones, insistió a lo largo de todo nuestro trabajo. Luego de haber realizado el presente recorrido podríamos formular aquel interrogante del siguiente modo: ¿Cómo habría de ser un conocimiento de la historia que no consistiera en un dirigirse hacia ella con los conceptos exteriores y pre constituidos por el pensamiento? En otras palabras ¿cómo debería ser un conocimiento que, sin renunciar a la verdad, no se vinculase con lo sido como si se tratara de algo exterior y ajeno a manipular? En suma, ¿cómo dotar de orden a la masa de acontecimientos históricos sin hacer violencia a sus contenidos particulares, pero sin comportarnos, tampoco, frente a ellos de un modo meramente complaciente?
Atendiendo a estas preguntas, lo que Hegel –en sus Lecciones– proponía evitar en una consideración filosófica de la historia universal, podría ser enunciado en los siguientes términos: en primer lugar, no quedar preso de la inmediatez como sucedía en los relatos de Tucídides y Heródoto; en segundo lugar, no realizar proyecciones subjetivas sobre los materiales históricos, como sí hacía, a su entender, la consideración pragmática de la historia; en tercer lugar, no extraer de la historia enseñanzas morales; y, finalmente, su modo de considerar la historia universal no podía contentarse ni con historias parciales, ni con generalidades abstractas. De tal suerte hacía de uno de sus objetivos centrales no confundir la causalidad externa (la contingencia) con la causalidad interna (o necesaria).
Los principios antes enumerados habrían de regir el modo hegeliano –filosófico– de considerar la historia. Estas eran las exigencias que se desprendían del propio texto, mas, el éxito con que Hegel llevó a cabo esta tarea en sus Lecciones, y el modo en que él concibió la relación “inmanente” entre lo universal y el fenómeno particular, fueron algunos de los puntos severamente cuestionados y objetados por los autores que presentamos a lo largo de los distintos capítulos.
Las preguntas y exigencias, en absoluto conformistas, antes bien, estas inquietudes “bienintencionadas” obtuvieron de Hegel respuestas altamente complejas y problemáticas. Nacidas de un genuino interés por hacer justicia a lo existente redundaron, sin embargo, en la reproducción de aquellos elementos que se pretendían superar.
De tal suerte, proponemos a continuación y a modo de conclusión, revisar de qué manera y en qué aspectos de estas exigencias, pusieron el acento cada uno de los autores que trabajamos en nuestra tesis. Probablemente, en ocasiones, se nos podrá objetar que, en algunas dimensiones las críticas que presentamos pueden ser compartidas por más de un autor; en otras, se nos reprochará, tal vez, que las reformulaciones no son tan inmediatas. En nuestra defensa podemos aducir que, tratándose de conclusiones de una tesis de maestría, es decir, de un estudio preliminar de donde esperamos emerjan los interrogantes que serán abordados en nuestra tesis doctoral, optamos por subrayar aquellos aspectos que consideramos prominentes en los distintos autores, a sabiendas de la imposibilidad de dar cuenta cabal de la multiplicidad y complejidad de las temáticas –siempre– parcialmente expuestas. Tomando en cuenta nuestras propias limitaciones asumimos, no obstante, el riesgo.
I
Comencemos, luego, por la primera crítica, nos referimos a la que Hegel dirigía a las consideraciones de la historia que quedaban presas de la inmediatez y que, a pesar de sus esfuerzos, se volvería en su propia contra. El filósofo alemán recriminaba a los narradores antiguos su incapacidad para elevar a conciencia los acontecimientos históricos, su incapacidad de reflexionar en torno a lo que, dándose a partir de ellos, los excedía, se prolongaba por el conjunto. Les criticaba, en suma, que se limitasen a representar los hechos históricos, a describirlos tan sólo.
Quizás Lukács sea uno de los autores que más énfasis hizo sobre la cuestión de la inmediatez y del carácter meramente descriptivo de las ciencias burguesas[1]. En Historia y conciencia de clase ambas críticas las comprendimos en el marco de las antinomias de la razón burguesa. En forma sintética podríamos reproducir sus componentes del siguiente modo: en primer lugar, en una sociedad configurada por la lógica mercantil, las relaciones entre los hombres devienen, en virtud del fetichismo de la mercancía, en relaciones entre cosas; en segundo lugar, el principio de igualdad y libertad como presupuesto del sistema de producción capitalista se convierte, debido al proceso de cosificación, en la sujeción y servidumbre de estos mismo hombres a una ‘segunda naturaleza’ por ellos producida, pero vuelta ajena y opresiva para ellos. De este modo, en tercer lugar, el racionalismo moderno que se había anunciado como el único capaz de descubrir la conexión última e inmanente de todos los fenómenos de la realidad social termina viéndose imposibilitado de penetrar en la génesis y caducidad de aquella “objetividad fantasmal” (o segunda naturaleza) por ellos creada. Finalmente, la insistencia de este mismo racionalismo en el carácter productivo del espíritu entra en contradicción con un mundo de cosas que, habiendo sido producida por los hombres, son percibidas, ahora, como ajenas y extrañas a su voluntad, como, en suma, improducidas y trascendentes.
De esta situación antinómica, señalamos con Lukács, dan cuenta los modos en que las ciencias particulares y la filosofía burguesa producen conocimiento sobre lo real. En la forma en que ellos comprenden y conceptualizan el mundo se vuelve patente aquella paradoja. El conocimiento basado en un modelo racional matemático-formal, como única forma de acceder a la realidad –según postulaba el racionalismo moderno– quedaba preso de la inmediatez, de la coseidad de aquellas formas aparienciales. Las ciencias y la filosofía no pudiendo penetrar en la génesis de las formaciones sociales inmediatamente dadas, las reproducían como formas cerradas, conclusas e inmutables, en otras palabras, las eternizaban mediante la postulación de leyes formales o mediante su tratamiento a partir de categorías unilaterales y a-problemáticas del pensamiento. Esta imposibilidad –sosteníamos en el Capítulo III– lejos de ser atribuible a la intención de un sujeto o al estado aún no desarrollado del conocimiento científico, respondía a una “limitación de tipo estructural”. Ella era producto, por un lado, de la situación que debían conceptuar: un mundo cosificado; y, por otro, de la identificación que había producido el racionalismo moderno entre conocimiento racional y conocimiento matemático-formal como “nuestro” único modo de conocer.
Consecuentemente, el quedar preso de la inmediatez representaba para Lukács, como también lo representara para Hegel, un problema en la consideración filosófica y científica de la realidad, sólo que para el primero, este problema no era mentado como una falta de “distanciamiento” respecto del objeto de conocimiento –la historia–, sino que representaba, antes bien –como dijimos– un límite de tipo estructural. Este límite se hacía presente en el pensamiento kantiano bajo la distinción entre fenómeno y cosa en sí, bajo la escisión entre forma y contenido, sujeto y objeto. Pero también en Hegel aquella limitante estructural volvería a aparecer. Tampoco él había podido penetrar en la génesis y caducidad de las formas inmediatas, aparienciales. Si bien en el desarrollo hegeliano se había superado, para Lukács, el planteo kantiano, al rebasar la escisión entre fenómeno y cosa en sí, forma y contenido, sujeto y objeto, a través de la consideración dialéctica, mediada, de la realidad; no se pudo, no obstante, ir más allá.
Como tuvimos ocasión de analizar, Lukács reconocía que el planteo del filósofo alemán contenía la “posibilidad de seguir desarrollándose hacia una dialéctica materialista: la posibilidad metodológica de reconocer y conocer la realidad social del presente en su realidad”[2] comportándose frente a ella de un modo crítico práctico y no meramente moral. Pero insistimos, esto era en él sólo una posibilidad, contenida, fundamentalmente, en su noción de mediación y de totalidad.
Hegel, a diferencia de lo que sucedía con el idealismo kantiano, no ocultaba lo dado en la arquitectura de las formas racionales puras producidas por el entendimiento, sino que, parafraseando a Lukács, comprendía el carácter irracional de lo dado en el contenido del concepto, lo retenía, pero se esforzaba al mismo tiempo por rebasar y superar esa comprobación para construir el sistema. Como sugerimos unos reglones más arriba, a diferencia de Kant, quien separaba las categorías gnoseológicas, por lado y, lo sensible, por otro, postulando entre ambos una diferencia de tipo ontológica, en Hegel, esta diferenciación se disolvía o, en rigor, se “resolvía” en la afirmación que rezaba que toda representación ideal, todas las categorías gnoseológicas, eran, simultáneamente, reales. Dicho de otro modo, desde la perspectiva hegeliana lo espiritual sólo existía en los contenidos en que se daba en el mundo de la extensión, en lo intramundano[3]. No habiendo, luego, una diferencia ontológica entre lo ideal y lo real, en Hegel –señalábamos con Lukács– se producía la crítica al supuesto contenido irracional de lo dado. Al pensar en términos de proceso el conocimiento sobre la realidad social, se eliminaba la oposición fenómeno-esencia, inmediato-cosa-en-sí, pues se concedía existencia objetiva tanto al fenómeno inmediato como a la esencia, estribando su diferencia en la diversidad de los grados de existencia. En la postulación de las distintas gradaciones del ser residía una de las mayores revelaciones de la lógica hegeliana a ojos de Lukács.
Sin duda, reconocía Lukács, la historia del método dialéctico arraiga en el racionalismo, pero se opera en él una reorientación. Tanto en la Fenomenología como en la Lógica Hegel emprendía por primera vez la tarea de fundar todos los problemas “en la naturaleza material cualitativa del contenido, en la materia en sentido lógico filosófico”[4]. Nacía así la lógica del concepto concreto de la totalidad, como también, la categoría de sujeto, entendida no ya en términos de un espectador inmutable de la dialéctica objetiva del ser y los conceptos, sino como la ocurrencia del proceso dialéctico entre el sujeto y el objeto. Con ello se resolvían –sostenía Lukács– las antinomias y ello porque: en primer lugar, lo verdadero era entendido no sólo como sustancia sino como sujeto; en segundo lugar, el sujeto, es decir, la conciencia, el pensamiento, era pensado simultáneamente como productor y producto del proceso dialéctico; y porque, finalmente, se entendía al mundo como un mundo por él producido, como una configuración consciente, a pesar de la objetividad con la que se le enfrentaba.
En Hegel, la filosofía clásica había arribado, para Lukács, a un cambio en la significación de la identidad de lo real para explicar la concreción y el movimiento, y había enunciado esta sustancia con el significante Historia. Ella se erigía como el terreno de la génesis, la creación y, en tanto tal, como la vía predilecta para la resolución de varios de los dilemas irresueltos en el idealismo kantiano.
El movimiento de interdependencia entre realidad y concepto que Hegel había fundado, representaba para Lukács una de las dimensiones más valiosas de la dialéctica hegeliana, en rigor, de su “realismo” y de su intento por superar el dualismo kantiano.
Sin embargo, si por un lado, se rescataba el realismo de Hegel, en la medida en que su dialéctica se afincaba en el presente como único lugar en el que podía ser descubierto el carácter procesual de toda objetividad histórica, dado que en él se daba a conocer de la manera más clara la unidad de “resultado y punto de partida del proceso”; por otro lado, este rechazo a todo pensamiento que se dirigiera utópicamente al futuro, postulando al presente como único camino epistemológicamente legítimo para acceder a la cognosciblidad del futuro, se malograba en el momento en que su ‘presente’ perdía cada vez más la tendencia que apuntaba –inmanentemente– al futuro, y se anquilosaba progresivamente hasta convertirse en un resultado fijo. Cesaba, así, de ser dialéctico[5]. A partir de allí, el carácter procesual de la realidad quedaba cancelado, se anulaba.
Al problema de la petrificación del carácter procesual de la historia producida por Hegel, se sumaba para Lukács otro, y era la subsistencia en sus proposiciones de un lastre idealista referido al sujeto de la acción. Hegel había creído, ilusoriamente al decir de Lukács, encontrar este ‘nosotros’ producto del cual resultaba la historia, en las configuraciones concretas de los Espíritus Nacionales. De su mano se perdió en la mitología del concepto. Pues este supuesto sujeto-objeto de la historia no satisfacía las exigencias metódicas sistemáticas que Hegel había atribuido a su sistema. El Espíritu Nacional no era otra cosa que la determinación de una entidad superior denominada –por Lukács– Espíritu de Mundo. Pues el Espíritu Nacional sólo de modo aparente era el sujeto de la historia y ello debido a que era reducido a un medio a través del cual se expresaba, por encima de él, el Espíritu de Mundo, que no pudiendo existir por fuera de estos particulares era, sin embargo, su conciencia. Quizás la idea que mejor resuma este razonamiento sea la noción de ‘astucia de la razón’, que servía a Hegel para llenar las lagunas del pensamiento, para leer en la insensatez de ciertos acontecimientos el necesario camino que hubo de emprender la astuta razón para arribar a su Reino. La acción devenía de éste modo trascendente y la libertad mera ficción.
A partir de lo anterior, se despojaba a la historia de su significación, primero, en función de la relación de casualidad que se establecía entre los acontecimientos y su explicación racional; las conexiones racionales causales de las que se pretendía dar cuenta desde una “filosofía de la historia” eran escamoteadas por el concepto de la astucia de la razón. La historia, luego, volvía a sumirse en la facticidad y la irracionalidad que parecían haberse superado. Sucumbía la razón en las antinomias de la cosa-en-sí predialéctica, pues, el contenido o sustancia última de la historia (y su conocimiento), aparecía, o bien, como dato anecdótico y prescindible en la consideración de la “astucia de la razón”, o bien, como “resto irracional”, impensado. En segundo lugar, la historia era despojada de su significación en la medida en que la relación inexplicable entre Espíritu Absoluto e Historia obligaba a Hegel a postular un final de la historia, presente –como vimos– en su tiempo. Por último, la génesis se independizaba de la historia, pues aparecía un Espíritu de Mundo dotado de las cualidades de “lo originario” en su acepción de fuente dadora de sentido, de origen primero, del que todo brotaba, pero que –a su vez y en su carácter da tal– se presentaba como improducido, como trascendente.
Así, si bien Hegel extremaba las antinomias y contradicciones del pensamiento burgués no podía escapar a ellas, volvía a quedar preso de la inmediatez, de las formas aparienciales, dando claras muestras de su actitud: una actitud meramente contemplativa. La solución a estos dilemas las plantea Lukács al proponer “otro punto de vista”, al interrogar la totalidad concreta de lo real, al producir la unidad de aquel sujeto-objeto para probar y mostrar la ‘acción’, mediante la demostración, también concreta, de aquel ‘nosotros’, de aquel sujeto de cuya acción resulta verdaderamente la historia: el proletariado. A partir de allí Lukács funda una filosofía de la praxis, una forma de reflexionar acerca del conocimiento que, no sólo no quedaría presa de la inmediatez sino que tampoco supondría un dirigirse hacia la historia con los conceptos a priori del entendimiento, pues la verdadera interpretación de la historia la produciría la historia misma al producir al proletariado como sujeto-objeto. Él, es el único que en su hacer rebasa la inmediatez, pues al hacer de sí mismo un objeto, una mercancía, se vuelve capaz de conocer la estructura dual sobre la que se imprime la totalidad social. En otras palabras, el proletariado, no debiendo situarse por fuera de ningún objeto, conoce inmanentemente la estructura dual de toda mercancía, y es esta condición la que guarda aquella intención de totalidad, de conocimiento de la estructura configuradora de la sociedad toda. Pero el conocimiento de la totalidad –como ya desarrollamos– no es cabal e ilimitado; a la totalidad sólo podemos acceder por aproximación –decía Lukács–.
Para que esta posibilidad objetiva de rebasamiento de la inmediatez (cifrada en la intención de totalidad que tiene el proletariado) devenga realidad efectiva, es preciso, afirma Lukács, la fortaleza de las luchas y la organización política del proletariado.
No quisiéramos ser redundantes en relación al planteo más propositivo de Lukács, preferimos remitir, en todo caso, a la lectura de los apartados finales de nuestro Capítulo III, pues consideramos mejor dar paso a la segunda crítica.
II
La segunda crítica que enumeramos al comienzo, consiste en la imputación realizada por Hegel a la consideración pragmática de la historia de proyectar subjetivamente sobre sus objetos. De esta objeción tampoco estuvo exento el planteo hegeliano. Pues el modo en que Hegel buscó resolver este “inconveniente” no fue satisfactorio a ojos de los autores de la “Escuela de Frankfurt”. En primer lugar, en lo que respecta a Walter Benjamin, el cuestionamiento a la proyección subjetiva sobre los materiales históricos asumió –en nuestro trabajo– distintas figuras: fue mentado como una crítica a la denominada fuerza fuerte, pero también apareció como un ataque al elemento épico existente tanto en la idea de una “historia universal” como en la propuesta, opuesta en su punto de partida, del “historicismo”; ambas compartían la convicción de que la historia era algo que “se dejaba narrar”. Estas dos críticas conllevaban, a su vez, un fuerte cuestionamiento a la noción de temporalidad como algo continuo, homogéneo y vacío. Quizás podemos sintetizar todas estas cuestiones en el rechazo a sus supuestos: una idea fuerte de identidad y un sentido arraigado de presencia.
Contra ambas nociones Benjamin introducía la idea de discontinuidad en la historia. La historia, lejos de presentarse como cosa que se dejaba narrar, era pensada como algo diferente respecto de sí misma, como algo no idéntico, que llevaba al presente a ponerlo en crisis. La historia inscribía, así, en el presente, su propia falta de identidad, de plenitud. Muchas imágenes benjaminianas iban en este sentido, entre otras, la de la historia no como un hilo “liso y terso” o como un “rosario” que se escurre entre las manos, sino como un hilo áspero y rugoso, uno de “mil greñas”. La historia no siendo luego una materia ofrecida a la narración, era, por el contrario, objeto de una construcción –decía Benjamin–. Esta construcción, como lo fuera también para Nietzsche, consistía en la labor de glosar, de hacer de los acontecimiento de la historia piezas “cortantes y tajantes”, piezas que, antes que encajar armónicamente en su (im)propio pasado, entraran en conflicto en y con el presente, mostrando su inmanente problematicidad, indicando su falta de contemporaneidad. Como en Nietzsche[6], pero también como luego lo sería para Adorno, la investigación materialista de la historia que Benjamin proponía era una que se entregaba a la tarea de comentar, interpretar fragmentos, despojos, ruinas.
Lo que el intérprete materialista hacía era discontinuar los materiales históricos, es decir, no devolverlos a un tiempo homogéneo y vacío. Dicho de otro modo, el materialista histórico hacía saltar la disonancia, la plétora de tensiones que anidaran en ellos.
Para evitar que la historia, el pasado, fuera mentado como material dócil, familiar, en el cual nos reconocemos porque podemos proyectar a partir de lo que “es”, de lo que “se prolongó” en el presente, lo que “fue” –como realiza una “historia universal”–, era necesario concebir lo histórico en su singularidad, esto es, era preciso asumir la distancia que de él nos separaba, sin negar tampoco las tensiones que en él y en el presente albergaran. Es precisamente este reconocimiento el que fue malogrado por el historicismo cuando suprimió la distancia temporal que lo separaba de su objeto y cuando hizo de la empatía el método para “presentificarlo”. El pasado, a través de ambos procedimientos, lo único que puede producir es embelecimiento. En este afán “museológico” se trae el pasado al presente para devolverlo a una lejanía infinita, y liquidar y conjurar con ello todo su posible poder de conmoción.
Es preciso, para evitar la proyección subjetiva sobre los materiales, reconocer, luego, la no identidad del pasado consigo mismo como así también nuestra no identidad, su falta de presencia como nuestra falta de presencia y plenitud. A partir del reconocimiento de que ni pasado ni presente tienen su origen en sí mismo, puede el pasado conmover al presente, llevarlo a una situación crítica, inscribir en él una cuenta pendiente, exigirle pensar su condición no reconciliada, su falta de realización.
Para Theodor Adorno esta proyección sobre los materiales, este concebir a los mismos como masa amorfa, dispuesta, “a la mano”, debía ser pensada como un producto de la historia. Sólo podemos reflexionar sobre los materiales de la historia –pero no sólo sobre ellos– como materia a manipular, cuando el sujeto que así los concibe se tiene a sí mismo como identidad plena, como sujeto del dominio. La Dialéctica del Iluminismo puede ser pensada precisamente como el relato de la genealogía de ese sujeto moderno, y de las antinomias que lo habitan (recordemos que todo progreso en el iluminismo acrecienta el dominio pero también aumenta la promesa de aplacarlo, ésta es su paradoja.). Sólo reconociendo la proyección subjetiva como herida histórica podemos estar advertidos de la violencia que ella contiene y que el pensamiento reproduce.
Para Adorno y Horkheimer, había sido Nietzsche el primero en comprender, como pocos después de Hegel, la dialéctica del iluminismo, y había enunciado la relación contradictoria que lo ligaba al dominio[7]. La proyección requería, de este modo, de un sujeto fuerte que, como resultado histórico fuera producto de una escisión respecto del objeto y de su mundo circundante; de esta separación creciente buscamos dar cuenta en nuestro Capítulo V a partir del análisis diferencial de las formas de mediación que actuaban, respectivamente, en la magia, el mito y ciencia. Como pudimos ver allí, sólo en ésta última –y específicamente bajo la forma del positivismo– la naturaleza perdía todas sus cualidades para presentarse como naturaleza caótica al servicio de una razón ordenadora y el Sí que se afirmaba en esa separación, en esa independencia, era un Sí omnipotente, que se tenía (en tanto dueño) como una identidad abstracta.
Afirmamos junto a los autores, simultáneamente, que el dominio real que subyacía al pensamiento identificador de la ciencia, como instrumento del orden, era uno que se levantaba sobre el dominio efectivo en la realidad; esta índole de razonamiento era, además, una que había renunciado a pensarse a sí misma, a pensar sus propios límites. Esta característica crítica que sí habría estado presente en los planteo de Kant (en términos de ‘diferencia ontológica’ o ‘conciencia de bloque’) se había perdido, para Adorno y Horkheimer, en los desarrollos de Hegel. Él, al erigir la idea de absoluto y de “reconciliación” bajo la figura del universal había subordinado una de las categorías que mayor potencial crítico guardaba: la noción de negación determinada. A partir de lo anterior la crítica que marcaba la diferencia entre iluminismo y positivismo se disolvía, pues la voluntad contenida en el primero de pensar la determinación concreta de lo universal, pensando con ello lo particular en su particularidad, era desplazada al priorizarse la coherencia del sistema, o en rigor, al deducirse, a partir de lo que es (de aquello que había logrado imponerse), lo acaecido.
Con esta última crítica se vincula el quinto punto que al comienzo mencionábamos, pero antes de dirigirnos hacia él, revisemos la tercera cuestión que allí anunciamos.
III
En tercer lugar, entonces, la intención de no extraer de la historia enseñanzas morales recibió de Nietzsche su crítica más directa. Como tuvimos ocasión de demostrar, Nietzsche iniciaba su libro De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida (1874) con una cita que decía: “‘Por lo demás, me es odioso todo aquello que únicamente me instruye, pero sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato’”[8]. Las palabras eran de Goethe y servían a este pensador para introducir el problema de la necesidad de considerar el valor y el no-valor de la historia en relación a la vida. El no-valor refería al exceso de historia, a la historia como conocimiento superfluo y “artículo de lujo”. A este modo de considerar la historia al que se aproximaba “el refinado paseante por el jardín de la ciencia” se le oponía otro, aquel que consideraba lo necesario, más lo necesario no para el saber –en el sentido hegeliano de la causalidad interna sobre el que volveremos en estas páginas– sino lo necesario para la vida y la acción.
En el Capítulo II afirmamos con Nietzsche que los aduladores de la historia, entre cuyos miembros podía contarse al propio Hegel, hablaban siempre del ‘érase una vez’ y no de lo que debiera o no haber sido, es decir, de la moral. La historia se convertía luego en fuente de inmoralidad efectiva y el historiador se engañaba al pretender hacer de ella –simultáneamente– un juez de aquella inmoralidad: “Así sois vosotros, abogados del diablo, porque hacéis del éxito, del factum, vuestro ídolo, pese a que el factum siempre es estúpido y, en todos los tiempos, se ha parecido más a un becerro que a un Dios”[9]. El hombre, continuaba, es virtuoso cuando no nada a favor de la corriente, cuando enfrenta las fuerzas ciegas que lo arrastran, cuando se resiste a la tiranía de lo real y al sometimiento a las leyes y fluctuaciones históricas. Estas naturalezas, estos “luchadores contra la Historia” permanecen –afortunadamente– en la memoria histórica y no por exaltar el “así es” sino, antes bien, por la apuesta de un “debe ser así”. Estos hombres no se consideran epígonos, no llevan a la tumba a una generación; ellos, por el contrario, la fundan –afirmaba Nietzsche–.
Otra aseveración realizábamos allí: la posición de Nietzsche –decíamos– podía ser leída como una crítica a la Teodicea hegeliana, a la justificación del mal “pasado” en el bien “futuro”, que es siempre, a su vez, contemporáneo a su relato. Ella interrogaba el por qué y para qué de las existencias y de las muertes en los mismos acontecimientos. En este sentido, la felicidad –pero también el aprendizaje– se presentaban como dos motivos que habiendo sido rechazados por Hegel para una consideración verdadera y filosófica de la historia[10], emergían con fuerza en el planteo nietzscheano.
Nietzsche no pretendía justificar el dolor a través del conocimiento, ni imputaba a éste último la tarea de, mediante los “ojos de la razón”, dar sentido a la caducidad, a la muerte, en virtud de una promesa de salvación o en manos de un Espíritu que se autoafirmaba en la historia. El fin no era la realización de la Idea de libertad, ni el camino plagado de ruinas que hubo de dejar la razón tras de sí en su hacerse. El fin era, para Nietzsche, la felicidad, y ella dependía de cierta capacidad de olvido, de cierto vivir de manera no-histórica. Así, sin la capacidad de desembarazarse de las cadenas del pasado no habría disfrute del momento, del ahora de la felicidad. La idea de felicidad volvería a parecer en Walter Benjamin. Sobre ella y no sobre el Reino de Dios habría de erigirse la idea de historia[11].
Sobre el olvido y su opuesto, la memoria, como así también acerca de la felicidad, nos referimos con Nietzsche en ocasión de su libro –escrito unos años después– titulado La genealogía de la moral (1887). En el “Tratado primero: ‘bueno y malvado’, ‘bueno y malo’” el autor interrogaba la procedencia, la genealogía de dichas nociones, y descartando la interpretación que rezaba que lo ‘bueno’ procedía de ‘lo útil’ y lo ‘no-egoísta’, Nietzsche afirmaba allí que el verdadero origen de estas nociones provenía de un pathos de la distancia, es decir, de una relación de dominación de una especie superior sobre otra inferior. Lo ‘bueno’ era, de este modo, lo noble, poderoso, superior, en oposición a lo bajo, lo abyecto, lo plebeyo. Fue sólo a partir del instinto de rebaño que los términos “egoísmo”-“no-egoísmo” como términos antitéticos vieron la luz. Fue en el seno de la casta sacerdotal que se desarrollaron las nociones de ‘bueno’ y ‘malo’ en sentido no-estamental. Fue también allí donde el alma se volvió ‘malvada’. Pero lo que nos importaba subrayar a este propósito en nuestro Capítulo II era la importancia que la transvaloración de los valores tuvo y tiene –señalábamos con Nietzsche– en la creación de valores morales que, lejos de interrumpirse, encontraban en la ciencia y la filosofía un terreno apto para su continuidad.
En pocas palabras, la transvaloración refería a una operación de inversión ocurrida en la historia: la identificación aristocrática cuya serie era bueno = noble, poderoso, bello, feliz, amado por Dios, había transmutado en otra –señalaba Nietzsche– que identificaba lo bueno con lo miserable, lo pobre, lo sufriente, lo enfermo, como únicos benditos por Dios.
Con esta inversión llevada a cabo por el pueblo judío y coronada por el cristianismo y la “autocrucifixión de Dios para la salvación del hombre”[12] nacía en la moral la “rebelión de los esclavos” (que no ha cesado de vencer afirmaba el filósofo). El nacimiento de esta moral era un “no” dicho hacia “afuera”, que distaba del origen de la moral noble nacida de un sí dicho a sí misma. La moral esclava necesitaba de un mundo externo y opuesto para ser, para surgir, pues su modo era la reacción. Ella era fruto del resentimiento, de la impotencia (por oposición a la potencia “noble”) y acabaría por ser más inteligente –afirmábamos con Nietzsche– que las razas nobles, pues veneraría esta cualidad como condición de existencia y no como mero refinamiento. Esta moral reactiva “creó” un enemigo “malvado” y se ubicó por oposición a él como “lo bueno”. Nietzsche nos recordaba que ‘malvado’ provenía de böse que significaba lo original, el comienzo, la auténtica acción. Así, lo noble cuyo origen se encontraba en sí, que era acción espontánea, había devenido por inversión ‘lo malvado’ (que es lo bueno visto desde la perspectiva del resentimiento) cuando para la moral noble lo ‘malo’ proviniendo del término schlecht significaba la creación posterior, lo marginal, nuevamente, lo reactivo.
Pero explicitemos –decía Nietzsche– el otro origen, el origen noble de lo ‘bueno’. Una imagen surgida de la paráfrasis de Nietzsche nos resultaba esclarecedora: los corderos piensan que el ave de rapiña es malvada; el ave de rapiña piensa que los corderos son sabrosos. Lo que a través de este ejemplo se sugería era el carácter reactivo en un caso y la acción espontánea, sui generis, en otro. Al respecto afirmaba Nietzsche: “Exigir a la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-juzgar, un querer-enseñorarse […] es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice en fortaleza”[13]. Un quantum de fuerza es eso, un quantum de actividad, un pulsionar, un actuar. Sólo por un malentendido o juego del lenguaje se le imputaba a un sujeto un hacer. La moral del pueblo separaba la fuerza –aseveraba Nietzsche– de su exteriorización, como si hubiera un dueño que pudiera optar por exteriorizarla o no, como si existiera algo así como una intención que antecediera un actuar. Tampoco la filosofía y la ciencia habría podido desprenderse de estos “sujetos”. Pero no ha de sorprender que “las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen a favor suyo esa creencia e incluso […] sostengan con mayor fervor [la idea] de que el fuerte es libre de ser débil”[14]. El arte de falsificar la impotencia había devino, así, en virtud renunciadora, callada, expectante. La imposibilidad de acción se trocó en mérito y la necesidad de autoconservación y autoafirmación redundó en la necesaria creencia y postulación del “sujeto”.
Finalmente, en lo que respecta al olvido esta es una virtud de la moral noble por oposición a la memoria, instrumento del resentimiento que se ha instaurado a través del ideal ascético. En efecto, todo el “Tratado segundo: ‘culpa’, ‘mala conciencia’ y similares” consistía en el relato de la violencia que supuso la creación de un animal al que le fuera lícito hacer promesas, esto es, la creación de la memoria; fuerza “antinatural”, reactiva, que violenta a la capacidad o fuerza activa del olvido. Ella no representaba un querer, un poder, antes bien, era un “no-querer–volver-a-liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica memoria de la voluntad”[15]. La memoria se presentaba, de este modo, como la otra cara del resentimiento.
La felicidad también difería en cada una de estas valoraciones morales. En tanto en la moral esclava ella era sólo episódica, en el sentido de estar referida a un mero relajamiento de los miembros, a una distención, a algo pasivo; en la moral noble (o guerrera) la felicidad era actividad, artificialidad.
Luego, la imputación de una acción a un sujeto pleno de intención, la impresión violenta de una memoria, y la sujeción ocurrida sobre la base de la “culpa”, el pecado y la consecuente promesa de salvación que conllevaba la depreciación de la vida profana, eran mentadas como el resultado de aquella inversión que, pensada en términos de transvaloración se continuaba en el ideal ascético que subyacía y fungía el terreno común de la religión, la filosofía y la ciencia. Él era producto de la voluntad de introducir en la conciencia de los hombres su autodesprecio, su miseria, al punto de lograr que se avergonzasen de la propia felicidad. El ‘pathos de la distancia’ que era el punto de partida de la genealogía de la valoración moral (de lo bueno y lo malo) era también aquí el que mantenía la diferencia entre los “sanos” y los “enfermos”. Y, de entre éstos últimos, una porción había asumido –afirmaba Nietzsche– el rol de direccionar el “resentimiento” para neutralizar la amenaza de anarquía o el estallido del rebaño. Con el objeto de volver inocuos a los enfermos, ellos –los sacerdotes ascetas– se servían de los peores instintos de los que sufren “con la finalidad de lograr la autodisciplina, la autovigilancia, la autosuperación”[16]. No se atacaban las “causas”, tan sólo se mitigaba el sufrimiento por vía moral-psicológica, por el training, mediante la actividad maquinal (a la que llaman ‘la bendición del trabajo’), pero también mediante el desenfreno de los sentimientos que, al redundar en culpa, resultaban provechosos para la intervención y justificación religiosa. El motivo de la actividad maquinal y su relación con la autoconservación fue reelaborado por Adorno y Horkheimer en Dialéctica del Iluminismo con el fin de reflexionar, no casualmente, sobre Odiseo como testimonio de la “genealogía del sujeto moderno”.
Mas, en nuestro segundo capítulo, la importancia de comprender el ideal ascético radicaba en que la pluralidad de sus sentidos evidenciaba una única cuestión: “la realidad fundamental de la voluntad humana: su horror vacui [horror al vacío]: esa voluntad necesita una meta –y prefiere querer la nada a no querer”[17]. El ideal ascético, decía Nietzsche, “cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instrumento para su obra, como vía y como medio para su meta”[18]. Lo que venía a proporcionar el ideal ascético era una meta, en rigor, un sentido que colmara el vacío, la falta en el hombre. Este vacío que no encontraba explicación y que el hombre no podía justificar, hacía de él un ser sufriente, “sufría” –decía Nietzsche– “del problema de su sentido”. Pero lo más interesante del planteo consistía en que el problema no era el sufrimiento mismo sino:
el que faltase la respuesta al grito de la pregunta: ‘¿para qué sufrir?’ […]. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, –¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido![19].
De este modo el sufrimiento era interpretado y con él arribaba el horizonte de la culpa y la perspectiva de la salvación.
Ahora bien, el antagonista de este ideal ascético (en principio sacerdotal, pero no solo sacerdotal) no era la filosofía ni tampoco la ciencia. Ambos constituían –para Nietzsche– “su más espiritualizado engendro”: no eran libres como se pretendían “pues creen [creían] todavía en la verdad”[20]. No sólo eso, ambas compartían con el ideal ascético una serie de presupuestos: el desprecio por la vida, por la sensualidad, la corporalidad, la materialidad y lo más fundamental, una fe metafísica en “la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad”[21].
Finalmente, Nietzsche imputaba a Hegel el ser el retardador par excellence de la victoria del ateísmo, en otras palabras, le atribuía una cuota de la responsabilidad en la demora de la caída de la moral esclava (judeo-cristiana y de la continuidad de la fe metafísica contenida en el ideal ascético) por su apelación al sentido histórico, por su divinización de la existencia.
La historia cristiana habría de ser sustituida –afirmaba Nietzsche en De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida– por otra mejor. La nueva historia tenía una triple tarea: en primer lugar, reconocer al origen como origen histórico; en segundo lugar, la historia habría de resolver por sí misma el problema de la historia; finalmente, el saber debía volver su crítica contra sí mismo. “Este triple debe constituye el imperativo del espíritu del ‘tiempo nuevo’, en el caso de que haya en él algo realmente nuevo, potente, prometedor de vida y original”[22].
Como intentamos demostrar en nuestros capítulos III, IV y V, estas exigencias fueron acogidas por los autores del llamado “marxismo occidental”, si bien con distintos matices. En primer lugar, el reconocimiento de un origen no como algo originario, impoluto, primero e idéntico a sí, sino como uno conflictivo y doloroso, en constante devenir, fue uno de los puntos desarrollados por Lukács, Benjamin, Adorno y Horkheimer. En segundo lugar, la obligación de pensar los problemas de la historia, pero también de la filosofía y la ciencia, en términos intrahistóricos, en otras palabras, la obligación de reflexionar en torno a las determinaciones sociales del conocimiento, fue otro de los puntos centrales abordados también por estos tres autores, en la presente tesis. La idea, en tercer lugar, de un pensamiento que ha de hacerse violencia a sí mismo, que ha de pensar en sus propios límites fue, sin duda, uno de los aportes fundamentales de la “Escuela de Frankfurt”. Baste, por ahora, remitir a aquel párrafo de Dialéctica del iluminismo que decía: “Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para traspasar los mitos”[23].
Finalmente, contra el supuesto de una identidad entre sujeto y objeto comprometida en la fe metafísica y en el postulado de la incriticabilidad de la verdad, contra la imputación de una acción a la intención de un sujeto, contra la asignación de un sentido teleológicamente orientado tendiente a la justificación del sufrimiento, contra la idea, en suma, de una libertad realizada allende el dominio efectivo, se erigieron las posiciones que desplegamos en las páginas anteriores.
Veamos ahora qué ocurre con la cuarta exigencia.
IV
En cuarto lugar, la voluntad de Hegel de no contentarse con historias parciales, ni con generalidades abstractas, tampoco pudo ser realizada cabalmente a pesar de sus incansables e inestimables esfuerzos. Su genuino intento de hacer justicia a las historias particulares, concretas, de los Espíritus de pueblo quedó anulado –a nuestro entender– a partir del enunciado de la razón como sustancia infinita. Pues, si la razón en tanto sustancia y potencia infinita es, por un lado, materia, es decir, todo lo que existe como vida y no-vida, es lo animal, lo vegetal, pero también lo mineral además de lo humano; por otro lado, es forma, esto es, la realización de aquel contenido en diferentes y múltiples plasmaciones. Luego, nada puede escapar a ella. Hegel a este respecto sostenía: “esa idea se manifiesta en el mundo y que nada se manifiesta en el mundo sino ella”[24]. Si ese “ella” remite a la razón, y si nada de lo que se manifiesta en el mundo puede ser distinto a la razón, no queda más que afirmar que “todo lo real es racional”. En otras palabras, si como afirma Hegel lo “que es conforme a la idea tiene realidad”, entonces, no sólo la frase “lo racional es real” es válida, sino también su inversión, esto es, “lo que es real es racional” o bien lo “ideal (conforme a la idea) es real”. Es el peligro inminente que encerraba esta posibilidad la que volvía altamente problemáticas las afirmaciones de Hegel para Adorno y Horkheimer. A este respecto, en un artículo de 1938 Horkheimer analizaba la frase completa extraída de la Filosofía del derecho de Hegel que decía lo siguiente: “‘Lo que es racional, es real; lo que es real es racional’”. Las dos partes entraban en contradicción –aseveraba Horkheimer–. Si el primer fragmento afirmaba que un algo incondicionado que existiera por fuera de la idea no se diferenciaría de una quimera, aseverando luego que lo que era pensado debía tener existencia terrena; por otro lado, la segunda parte de la frase, operaba como una sanción respecto del curso del mundo, éste habría de transcurrir ordenadamente según el pensamiento puro de la razón. ¿Cómo eran posibles ambas afirmaciones? ¿De qué modo podía convivir una intención iluminista con una doctrina metafísica? se preguntaba allí el autor. La respuesta la encontraba Horkheimer en el concepto de conocimiento incondicionado acuñado por la filosofía idealista alemana y continuado por Hegel. Dos eran sus supuestos: identidad de sujeto y objeto, y fundamentación del saber particular en el conocimiento de la totalidad. Ambos supuestos fueron centrales en la crítica realizada a Hegel por los “frankfurtianos”.
En rigor, Hegel eliminaba de su planteo la posibilidad de la existencia de algo así como “historias parciales”, o mejor particulares, pues para que a estas se le otorgase una existencia verdadera debería contemplarse la posibilidad de algo realmente diferente, distinto en la historia. Y, como vimos, para Hegel no existe nada por fuera de la razón, del Espíritu; para él, las historias parciales no son más que la forma que se da a sí el Espíritu, que siempre era Uno e idéntico a sí mismo.
Su planteo, bajo ningún punto de vista, podría contentarse con historias parciales, pues como él mismo afirmaba: “Por cuanto tratamos de la vida del Espíritu y consideramos todo en la Historia Universal como manifestación, siempre nos ocupamos del presente cuando recorremos el pasado por grande que sea”[25].
De este modo, la voluntad de no contentarse con historias parciales, de orientarse a la totalidad, efectivamente se cumple, pero es este mismo cumplimiento el que lo conduce al fracaso. Dado que, como afirma Hegel, la razón no puede existir por fuera de las manifestaciones concretas y particulares que se da en la historia, éstas sólo tienen significación en la medida en que sirven de tránsito a otras determinaciones espirituales que, conservándolas (transfiguradas) las superan. Así, podríamos afirmar que a aquellas formas particulares, concretas, se las inmortaliza, y al inmortalizarlas se las justifica. Pero esta justificación dista de la voluntad de hacer justicia a la caduco, a aquello que quedó “trunco” en el camino de esta realización espiritual, a aquello que fue violentamente interrumpido. Aún más, el modo en que se produjo aquel fin, aquella interrupción de las formaciones particulares no importa a esta consideración de la historia, pues lo que a ella es caro es lo que habiendo sido “su” obra, las continúa, se continúa o prolonga por el conjunto.
Por otro lado, la intención de orientarse a la totalidad, a una no abstracta decía Hegel, tampoco se lleva a cabo satisfactoriamente. Ya Lukács, como tuvimos ocasión de demostrar, abordaba la polémica en torno a esta categoría, pues de un lado, la rescataba en función de su productivo rol heurístico y de otro, la criticaba en virtud del carácter meramente abstracto y cerrado que había asumido en el planteo hegeliano.
Adorno y Horkheimer, también cuestionan el modo en que Hegel concibió esta categoría. Para ambos el pensamiento de Hegel no se orienta a una totalidad concreta, antes bien, la supone o anticipa en el sistema, la hipostasia; reduce a ella toda multiplicidad y deduce de ella todo lo existente. Mas estas cuestiones sólo pueden esclarecerse si remitimos al quinto motivo crítico: la distinción entre causalidad externa, y causalidad “interna”; último punto del cual tomamos nota en nuestro primer apartado y que a continuación nos proponemos abordar.
V
Finalmente, llegamos a uno de los objetivos centrales propuesto por Hegel, esto es, no confundir la causalidad externa (la contingencia) con la causalidad interna (o necesaria), como principio que habría de regir el modo filosófico –y verdadero– de considerar la historia. Como es de esperar, este objetivo tampoco salió indemne de nuestro recorrido. Si en esta diferenciación se cifraba la posibilidad de una historia “objetiva” “justa” y “concreta”, su crítica y revisión se presentan como fundamentales.
Para descubrir la sustancialidad racional de la historia universal, señalaba Hegel: “hace falta la conciencia de la razón, no los ojos de la cara, ni un intelecto finito, sino los ojos del concepto, de la razón, que atraviesan la superficie y penetran allende la intrincada maraña de los acontecimientos”[26]. La verdad de la historia no se hallaba luego en la superficie de los fenómenos, en los hechos, en su posible combinación y efectos, sino en algo de mayor envergadura y profundidad que, encarnando en ellos, no obstante, los continuaba.
Captar esta verdad era lo que se buscaba mediante la consideración filosófica de la Historia que implicaba, así, eliminar, depurar lo contingente, lo externo, reteniendo sólo aquello que escapaba al acaso, aquello que se ajustaba a una necesidad interna. Pero la contingencia, afirmábamos en nuestro Capítulo I, no debía ser leída como el equivalente al azar, pues no era puro accidente. La contingencia refería, por el contrario, a un tipo específico de causalidad: una causalidad externa. Ésta se remontaba a causas, pero estas causas eran, para Hegel, sólo circunstancias, pues no se vinculaban a un sentido o fin último –e interior– de la razón. La causalidad externa al no remitir, en definitiva, a ningún telos que pudiera dotar de significación a los acontecimientos, se presentaba a sus ojos, como irrelevante.
Lo relevante, entonces, era lo que sí se relacionaba con un telos, aquello que produciéndose a partir del fenómeno –contingente o externa– lo excedía, “se prolongaba”, o expresándolo en una imagen, aquello que los atravesaba como una flecha y lo continuaba (se continuaba). Consecuentemente, lo que el pensamiento –la filosofía de la historia– hacía, era subrayar lo significativo de los acontecimientos concretos (en la acepción más vulgar de empíricos) para la razón, esto es, buscaba discernir entre lo esencial y lo inesencial. La determinación de ambos momentos estaba sujeta al fin que la razón perseguía o se daba a sí misma en la historia. Determinar este fin suponía dar con este tipo específico de causalidad: la causalidad interna.
Por esencial se entendía todo aquello que se orientase a la realización del fin interior a la razón. De tal suerte, para poder destacar lo esencial de lo inesencial era preciso, decía Hegel, conocer lo esencial, conocer el modo en que este fin se nos revelaba en la historia. Y, como en nuestro Capítulo I desarrollamos, este fin se reveló en la historia bajo la idea de libertad.
Respecto de la dialéctica de esta idea de la razón ya dimos cuenta en los distintos capítulos, veamos ahora, cuales son las críticas que esta consideración de la historia según el fin último recibió. Para ello hemos de tener en cuenta, en primer lugar, que quien aporta el sentido, la brújula –la determinación– de la “evolución” es, en Hegel, el concepto que el Espíritu tiene de sí, es decir, la Idea (la libertad, el autoconocimiento de lo absoluto). En la persecución de aquel(la), el Espíritu, en tanto individuo y en tanto negatividad, libra una lucha incesante consigo mismo a fin de aproximase a aquello que es. Pero esta progresiva concreción, que importa como momento suyo la narración, se realiza, tal como le objetaba Benjamin, desde un sí mismo, desde una autoconciencia que todo lo ha ya engullido, pues Hegel no dice otra cosa cuando afirma: “Si hubiese algo que el concepto no pudiese disolver, digerir, esto sería el mayor desgarramiento e infelicidad”[27]. En efecto, es desde lo que “se prolongó” efectivamente en la historia que se realiza la lectura retrospectiva del pasado, que se destaca su causalidad. En esta saga el Espíritu siempre permaneció, en rigor, idéntico a sí mismo, pues, como ya dijimos, nada puede haber por fuera, afuera, de él. Es precisamente desde esta identidad que se dirige hacia el pasado recogiendo en aquel lo que ya tiene, es decir, destacando sobre un fondo que produce como oscuro, aquellos perfiles que mejor reflejan su imagen (siempre) actual del presente. Enderezando en esta labor –según las propias palabras de Hegel– todo lo ocurrido en orden a la razón y en función de su continuidad.
Luego, podemos afirmar que, aquella definición de la consideración crítica de la historia que se pretendía “concreta”, “justa” y “objetiva” en el sentido de no disponer los acontecimientos de la historia como materia a la cual volver con los conceptos a priori de la razón, redunda en la proyección de un sí mismo que se ha logrado afirmar en función del dominio –siempre violento– no sólo sobre lo existente (naturaleza, en general) sino también sobre sí y sobre los otros. En una concepción tal, el pasado y el presente dejan de ser problemáticos desde el momento en que el primero es pensado como la antesala, la anticipación, la infancia de aquello que, el segundo, es decir, el presente, en cuanto resultado, produce como familiar.
El discernimiento entre causalidad externa e interna es llevado a cabo, podríamos decir con Benjamin, por aquella fuerza fuerte que interviene continuamente en la historia y traba complicidad con los dominadores a la sazón de todos los tiempos, cancelando con ello la posibilidad del advenimiento de una verdadera libertad a partir de la interrupción, del fin de las lógicas del dominio, pertrechadas en las nociones de identidad, continuidad y homogeneidad.
No hay una explicación inmanente de los fenómenos, podría aducir Adorno, lo que sí hay –en todo caso– es una capacidad asombrosa de dominar y administrar todo lo acaecido en la historia. No hay tampoco verdadera diferencia –como ya referimos–, pues sólo existe un sí mismo que no tolera que nada quede afuera. Y en esta aversión a lo otro, a lo diferente, el positivismo en tanto producto del iluminismo no es tan diferente o “superador” como quisiera del mito. Al explicar el mundo circundante en términos de todo o nada, mito e iluminismo, los aproximaba vertiginosamente. A este respecto Adorno y Horkheimer, aseveraban:
El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. Lo cual determina el curso de la desmitologización, de la Ilustración, que identifica lo viviente con lo no viviente, del mismo modo que el mito identifica lo no viviente con lo viviente. La Ilustración es el temor mítico hecho radical. La pura inmanencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú en cierto modo universal. Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo[28].
La determinación de que nada quede fuera puede ser pensada bajo el paraguas de aquel tono post al que hiciéramos referencia con Oyarzún en nuestra “Introducción” para señalar la crítica a la desmedida capacidad “administradora” (dominadora), “subsunsora” de lo real y de los acontecimientos, que caracteriza a ciertos discursos post que reflexionan en torno a la relación del presente con la historia y con lo “nuevo” que en ella puede emerger. En otras palabras, lo anterior no significa que ya nada pueda suceder, antes bien, alude a que “todo lo que pueda suceder aún podrá ser administrado y todavía más (éste sería el postulado administrativo por excelencia) que de antemano es administrable”[29]. La noción que sintetizaba esta capacidad “administradora” era –siguiendo a Oyarzún– la de providencia, esto es, lo ordenado y ordenable según un plan racional.
Es este tono de la administración que no tolera que nada quede afuera, es este tono que todo lo engulle (lo incorpora), el que vimos operando en Hegel, y también bajo el nombre de Providencia. Así, como señalamos en la “Introducción”, lo nuevo de lo “post” no sería, en rigor, tan novedoso, pues estando en acto en Hegel –de un modo verdaderamente sofisticado– fue cuestionado tanto por Friedrich Nietzsche y como por los pensadores del “marxismo occidental”. Y, como vimos, también de ellos recibió críticas complejas, en nada reduccionistas, substancialistas o arcaizantes.
Quizás una de las mayores virtudes de las diferentes posiciones críticas sea su capacidad de sostenerse en el abismo: de no sucumbir al irracionalismo, ni vanagloriarse de lo que pueda caer bajo el dominio del concepto.
VI
Por último, lo que de este trabajo resulta es la pregunta por un modo de pensamiento que no redunde en el festejo de lo existente (Hegel visto por Nietzsche, mas no sólo por éste); la pregunta por un pensamiento que haga de la verdad un problema (Nietzsche). Surge, asimismo, la necesidad de un tipo de razonamiento que evidencie su propia determinación social mostrando con ello los límites de la conciencia como límites “verdaderos”, es decir, un pensamiento que muestre a la conciencia cosificada como conciencia verdadera de la falsedad de lo social (Lukács). Finalmente, se nos presenta la urgencia de pensar un modo de relacionarnos con el pasado que no se traduzca en la identificación con el vencedor a la sazón de todos los tiempos; urge la necesidad de reflexionar acerca de la irreductibilidad de las imágenes pretéritas que no por reclamar una interpretación implique que la supongan o que venga con ellas adherida, dadas de antemano (Benjamin). Se evidencia, por otro lado, la exigencia de un pensamiento no reificado que pueda reflexionar sobre sus propios límites, hacerse violencia, pero asumiendo con ello la diferenciación de los distintos tipos de violencias inscriptas en las diferentes prácticas.
Irrumpe, luego, la cuestión referida a un modo de conocimiento acerca de lo social que se resista a cumplir una función eternizadora y complaciente respecto de lo existente. En otras palabras, el problema que se nos plantea nos devuelve la incómoda pregunta: ¿de qué modo puede realizarse una crítica al iluminismo como mitología (en el más lato sentido de ideología) desde un conocimiento, una ciencia o un saber determinado por las mismas lógicas que se quieren conjurar? (Adorno).
A lo largo de estas páginas la historia apareció como uno de los caminos privilegiados que podrían conducir a la desfetichización de la realidad y de la percepción que producimos respecto de ella. Pero, como vimos, más que de un concepto unívoco de historia de lo que se trata, en la mayoría de los planteos, es de un pensamiento crítico, negativo, que parte de lo existente para evidenciar sus limitaciones, que busca dar cuenta de las determinaciones concretas, sociales, del pensamiento. El carácter concreto de estas determinaciones hace que ningún concepto de historia posible pueda valer para todos y cada uno de los tiempos, antes bien, exige de la filosofía y las ciencias una incansable labor reflexiva, pues, en rigor, tampoco la noción de tiempo histórico, de sujeto y de totalidad –tanto de la historia como del conocimiento– son uno y el mismo, según la interpretación que propusimos de los distintos autores.
Quizás lo que resulta del presente recorrido no sea más que un nuevo y renovado conjunto de interrogante, que sólo de modo parcial y fragmentario, pudimos dar cuenta en estas páginas y que formará parte, sin dudas, de nuestras investigaciones futuras. Nos referimos al conocimiento como problema, al lugar de la verdad en las ciencias sociales, a la noción de crítica y de negatividad, a la cuestión del conocimiento como praxis social. En este sentido, nos preguntamos ¿cómo habría de ser un pensamiento que se resistiera a reproducir acrítica y aproblemáticamente el dominio efectivo sobre lo real? Si en Lukács la función desmitificadora quedaba en manos de una conciencia posible (atribuible del proletariado) que, asumiendo su historia material, concreta (su condición de ser producto de relaciones sociales) podía, orientándose a la totalidad, pensar la génesis, y por lo tanto, también, la caducidad del sistema del cual formaba parte; en Benjamin y Adorno el problema se presenta de un modo más complejo. No se trata ya del monopolio de la emancipación y la verdad en manos de un único sujeto en virtud de una posición “privilegiada” en la estructura económico-social. Antes bien, la posibilidad de un pensamiento no reificado se cifra en la construcción de una interpretación materialista y dialéctica de la realidad, partiendo del reconocimiento de la mediación del concepto.
En este sentido Adorno afirma en “Actualidad de la filosofía” que la interpretación no retrocede ante el derrumbe de las pretensiones filosóficas de la totalidad; que ella excluye todas las preguntas ontológicas, en sentido tradicional; que suprime toda idea de una totalidad autosuficiente del espíritu; y, por último, ella concentra las preguntas “filosóficas” en bloques intrahistóricos complejos. Pero no se trata aquí sólo de la filosofía, pues sospechamos que lo que es enunciado en este texto de la década del ’30, excede el mero ámbito disciplinario y sus sugerencias atañen a toda ciencia social que pretenda producir un conocimiento crítico en una sociedad “no reconciliada”.
Estas indicaciones conducen –afirma allí Adorno– a la disolución de aquello que, hasta ahora, hemos conocido bajo el nombre de filosofía –ahora sí, sin comillas–. La crítica a este pensamiento representa –no sólo en este artículo– una de las labores más serias y acuciantes.
Erigiéndose en contra de un pensamiento de la identidad Benjamin y Adorno llevaron adelante sus proposiciones críticas. Un modo de presentar los principios metodológicos surgidos de ella es el que propone Antonio Aguilera en su intento por contornear el pensamiento adorniano: “no identidad lógica no identidad psicológica y no identidad gnoseológica […]. En una fórmula ‘confrontación pensante entre cosa y concepto’”[30].
Desagregando cada uno de estos elementos advertimos que, el primero consistiría en la negación de la existencia de elementos absolutos en los fenómenos o en su terminología. En esto radica –parafraseando a Adorno– el afirmar que no es posible hipostasiar ni la totalidad, ni los elementos. Se vincula con esto la resistencia a las definiciones cerradas o definitivas que reifican o anquilosan los objetos. Mas ello no supone tampoco producir constantemente neologismos, pues la lógica que subyace es la misma: la desestimación de la realidad histórica[31]. En este marco de relación entre el concepto y el objeto, habría que comprender a las palabras como cicatrices históricas, como heridas a las que no podemos tapar con algún apósito, a las que es preciso dar un cuidado paciente y delicado, en la búsqueda por recomponer sus tejidos.
Habría que tener en cuenta, además, que los conceptos nunca podrán abrazar la significación de sus objetos, aunque no puedan más que intentarlo. Y en esto coincidiría también Lukács, a pesar de ciertos comentaristas de su obra que leen en la noción de totalidad una intención totalizadora del conocimiento, la postulación de una identidad sin resto entre sujeto y objeto.
En cuanto a la segunda lógica propuesta, ésta debiera interpretase –sugiere Aguilera– en el sentido del quiasmo, de oponer verdades irreconciliables como si fueran posibles. El quiasmo es definido por el diccionario de la Real Academia como una figura de dicción que consiste en presentar en órdenes inversos los miembros de dos secuencias. Transpone expresiones cuya apariencia es la de una verdad evidente con el fin de que aparezca en el enfrentamiento lo que va más allá y escapa de los lugares comunes.
La tercera y última lógica, la de la no identidad gnoseológica, es pensada en términos de evidenciar aquello que rehúye al concepto. Esta operación consiste en el juego permanente de oposiciones, en presentar a un concepto como su opuesto, en volverle al concepto su otra cara. Una vez más, podríamos –ahora nosotros– proponer para esta lógica otra figura retórica: el oxímoron. Recurriendo también en esta oportunidad al diccionario de la Real Academia, encontramos que esta figura consiste en la combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto que originan un nuevo sentido. Esta lógica, implicada de cierto modo en el precepto benjaminiano de “correlacionar lo extremo y único con su semejante”[32] encuentra uno de los lugares privilegiados para su despliegue en “La idea de historia natural”, conferencia de Adorno que analizamos en nuestro capítulo V.
De lo que se trata, en última instancia, es de producir un tipo de conocimiento que reconozca la discontinuidad, la distancia e inconmensurabilidad que, en términos benjaminianos, separa al lenguaje divino del profano, a la inmanencia de la trascendencia, a la idea del fenómeno, al conocimiento de la verdad. Un tipo de práctica que no escamotee el principio crítico de no identidad entre realidad y concepto y que conduzca al cuestionamiento de aquellas pretensiones resumidas en la ratio autónoma (idealista) que, en su enseñorarse del dominio del concepto sobre todo lo real, es incapaz de advertir que ese dominio –como explicitamos con Adorno– cabalga, ni más ni menos, que sobre la violencia y dominio efectivo en la (extensa) realidad.
En este marco, lo que un pensamiento crítico reclama, en palabras de Benjamin, no es “un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia” a la frágil y cadente singularidad[33].
Hacia este complejo de problemas quisiéramos dedicar nuestros esfuerzos futuros.
- Las críticas que Lukács realiza sobre el carácter descriptivo de las ciencias burguesas las desarrollamos en los apartados titulados: “Los límites de la conciencia burguesa como límites objetivos” y “Cartografías de la filosofía y la ciencia burguesa”. Por considerar que allí se encuentran lo suficientemente desarrolladas no las reproduciremos en este apartado. Ver: Capítulo III. ↵
- Lukács, G., Táctica y ética. Escritos tempranos (1919-1929). Op. Cit., p. 193.↵
- Recordemos, por otro lado, lo que afirmábamos en nuestro primer capítulo: el espíritu en Hegel es sustancia, materia y forma infinita. No puede haber, luego, nada exterior a él y él sólo existe, a su vez, en formaciones particulares, concretas, en el sentido de efectivamente existentes. En nuestro primer capítulo señalábamos que, para Hegel, la tarea de la filosofía de la historia universal, parte del “supuesto de que el ideal se realiza y de que sólo aquello que es conforme a la idea tiene realidad”. Hegel, G. W. F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Op. Cit., p. 78.↵
- Lukács, G.: Historia y conciencia de clase. Tomo II. Op. Cit., p. 79.↵
- Lukács, G.: “Moses Hess y los problemas de la dialéctica idealista” en Táctica y ética. Escritos tempranos (1919-1929). Trad. Miguel Vedda. Buenos Aires, El cielo por asalto, 2005.↵
- Como vimos en nuestro capítulo II Nietzsche opone a la historia hegeliana, su propia concepción que toma en consideración lo conocido, lo corriente, lo cotidiano; una historia cuya tarea consiste en parafrasear fragmentos dispares de modo tal de elevarlos a rango universal, de mostrar que ellos contienen “un mundo entero de profundidad, poder y belleza”. Ver Capítulo II.↵
- Adorno, T. W., y Horkheimer, M.: Dialéctica del Iluminismo. Trad. H. A. Murena. Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 45.↵
- Nietzsche, F.: Sobre la utilidad y los prejuicios de la historia para la vida [Intempestivas II]. Op. Cit., p. 37.↵
- Op. Cit., p. 113.↵
- A este respecto Hegel afirma en sus Lecciones: “Se puede también tomar la felicidad como punto de vista en la consideración de la historia; pero la historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de la felicidad son en ella hojas vacías”. Hegel, G. W. F.: “Introducción general” en Lecciones de filosofía de la historia universal, op. Cit., p. 88.↵
- Ver a este respecto el último apartado de nuestro Capítulo IV.↵
- Nietzsche, F.: Genealogía de la moral, Op. Cit., p. 41.↵
- Op. Cit., p. 51.↵
- Op. Cit., p. 52.↵
- Op. Cit., p. 66. A este fin sirvieron todos los “instrumentos de cultura”: a sacar del animal rapaz uno manso y civilizado, un animal doméstico. Y esta tarea incluyó la violencia y el dominio para la construcción de sí, sobre -al menos- tres dimensiones: dominio de las circunstancias, dominio de la naturaleza, dominio de todas las criaturas. Es al final del proceso de uniformización y calculabilidad de los hombres que encontramos al individuo soberano. Ver: Nietzsche, F.: “Tratado segundo: ‘culpa’, ‘mala conciencia’ y similares” en Genealogía de la moral, México, Alianza, 1972. Pp. 65-110.↵
- Op. Cit., p. 149.↵
- Op. Cit., p. 114.↵
- Op. Cit., p. 170.↵
- Op. Cit., p. 185.↵
- Op. Cit., p. 173.↵
- Op. Cit., p. 176. Esta fe metafísica consiste en la creencia de un valor en sí de la verdad y lo que se requiere -asevera Nietzsche- es, precisamente, que este postulado sea puesto en entredicho, en otras palabras, es necesario hacer de la verdad no un postulado ni una fe sino un problema: “La voluntad de verdad necesita una crítica”. Ver: Nietzsche, F.: Genealogía de la moral. Trad. Sánchez Pascual, España, Alianza, 1972, pp. 113-186. ↵
- Nietzsche, F.: www.nietzscheana.com.ar, p. 33.↵
- Adorno, T. W. y Horkheimer, M.: Dialéctica del Iluminismo. Op. Cit., p. 60.↵
- Hegel, G. W. F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Op. Cit., p. 43. ↵
- Op. Cit., p.150. Unos renglones más arriba de la frase citada leemos: “Al concebir la historia universal, tratamos de la historia, en primer término como de un pasado; pero tratamos también del presente. Lo verdadero es eterno en sí y por sí; no es ni de ayer ni de mañana, sino pura y simplemente presente, en el sentido del absoluto presente. En la idea se conserva eternamente lo que parece haber pasado. La idea es presente: el espíritu es inmortal”. Hegel, G. W. F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Op. Cit., p. 149. ↵
- Op. Cit., p. 45.↵
- Op. Cit., p. 148.↵
- Íbidem.↵
- Oyarzún, P.: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en Walter Benjamin”, Op. Cit., p. 223. ↵
- Aguilera, A., “Introducción: lógica de la descomposición” en Actualidad de la filosofía, Paidós, Barcelona, 1991. p. 49.↵
- También en ello coincide Adorno con Benjamin. Para éste último las ideas al igual que las palabras capaces de expresarlas son finitas, de ello se deduce lo problemático de una constante invención de nuevos términos, pues, como afirma el autor: “Tales terminologías [neologismos] carecen de la objetividad que la historia ha conferido a las principales expresiones de la contemplación histórica”. Benjamin, W.: “Introducción…” en El origen del drama barroco alemán, Op. Cit., p. 19.↵
- En Benjamin esta noción aparece en relación a los elementos de los fenómenos que el concepto tiene como tarea redimir. Ellos se manifiestan con mayor claridad en los extremos. “La idea puede ser descripta como la configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante”. El dirigir la vista hacia los extremos, el poner el oído en aquello que de irrepetible, extremo o exagerado, tiene una forma artística, es una de las vías para salvar lo que la gran crítica dejo en el olvido por juzgarlo defectuoso e inconcluso. Ver: Benjamin, W.: El origen del drama barroco alemán. Op. Cit. p. 17. Ver también el capítulo IV de la presente tesis.↵
- Op. Cit., p. 13. ↵