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5 Iterar las satisfacciones

En conexión con esa forma de trabajo intelectual que hace énfasis en el esfuerzo teórico y el rigor en el pensar, podemos encontrar otro aprendizaje humano de gran calado. Consiste este en acostumbrarse a aplazar la satisfacción, a diferir las recompensas de lo que hacemos. La civilización tecnológico-digital nos hace familiar la representación de que se pueden esperar resultados inmediatos de casi todo lo que hacemos. Acción-reacción, todo tiene un resultado automático, se aprieta un botón y ocurre algo inmediatamente, por ejemplo se prende o se apaga la luz. Desde luego, es una maravilla disponer de aparatos que nos facilitan mucho la existencia, que simplifican funciones y tareas instrumentales que sin ellos serían penosas y nos llevarían mucho tiempo todos los días. Pero en la Universidad también interesa, y ante todo, aprender que hay logros que uno no puede alcanzar de forma automática, dando a un botón o a catorce –aplicando un protocolo–, sino que hay que perseguirlos con tenacidad y esfuerzo, echarles tiempo, y mucho –horas, semanas, meses o años– para ver los resultados. Los colegas que trabajan en lo que los anglosajones llaman investigación básica –en algunas Universidades de América del norte les llaman los «bueyes de la investigación», porque son los que acarrean el trabajo menos vistoso– tienen amplia experiencia de esto. Los resultados de lo que hacemos los investigadores y los profesores –sobre todo los resultados de mayor envergadura cognoscitiva y humana– vienen después de esfuerzos prolongados, muchas veces reiterados después de cosechar fracasos. Es un aprendizaje humano de gran categoría, que la Universidad está en situación privilegiada de dispensar. Y si eso no se aprende en la Universidad, es más difícil aprenderlo en otro sitio.

Es un reto, pues estamos acostumbrados más bien a lo contrario; todo ha de ser de inmediato. Un síntoma de madurez intelectual y vital se advierte cuando una persona abandona la ingenuidad de quien lo exige «todo… ¡Ya!». La Filosofía también puede ayudar en esto. Quien ha tenido alguna relación con ese gremio sabe lo difícil que es llegar a resultados netos. Los problemas filosóficos que a día de hoy seguimos discutiendo son en esencia los mismos que suscitó Platón en sus Diálogos. Aún continuamos en esa conversación, y probablemente no llegaremos nunca a concluirla. Las cuestiones filosóficas son, como decían los griegos, aporéticas, caminos que no tienen fin; siempre se puede avanzar, discurrir, sin terminar en la meta definitiva. Problemas filosóficos que tras larga discusión hayan alcanzado una solución, no ya definitiva, sino aceptada pacíficamente por la mayor parte del gremio, apenas los hay. Yo creo que hay alguna discusión filosófica que se ha logrado zanjar, pero realmente son muy excepcionales los casos de esto.

A las personas jóvenes que se acercan por primera vez a la Filosofía les desalienta –y es lógico– la sensación de que los filósofos andan, desde hace siglos, en disputas inacabables que heredan de otros pensadores anteriores, sin ninguna expectativa razonable de llegar a un acuerdo ni siquiera en lo más básico: Llega uno muy listo y aduce un argumento en apariencia convincente, y después viene el siguiente, no menos listo que el anterior, que con un argumento no menos contundente dice justo lo contrario. A muchos esto les deja perplejos, sin saber a qué atenerse[1].

Hay quienes piensan que una discusión académica sólo tiene sentido si finalmente se llega a un resultado en forma de acuerdo o «consenso». La mayor parte de la discusión humana no es así, gracias a Dios: No se trata de consensuar nada. En algunas cuestiones políticas –no todas, ni creo que las más importantes– habrá que intentar un acuerdo entre los interlocutores, y eso consistirá en que se sienten a la misma mesa, se establezca un protocolo, que haya un moderador que reparta equitativamente el turno de palabra, que cada uno exponga sus intereses, al final un apaño, un acta, la firma y la foto de familia… Les parece a algunos que eso sí que es un diálogo con sentido, que ha merecido la pena. Pero se trata de un tipo de discusión muy concreta y restrictiva, a saber, la negociación. No tiene mucho sentido pretender que en las cuestiones científicas, éticas o estéticas lleguemos todos a un acuerdo, o que terminemos pensando lo mismo. Además, sería una pena que finalizara esa discusión, tan interesante.

Una discusión académica vale la pena cuando contribuye a clarificar mejor las posturas en liza. En determinados temas no se le puede pedir más –tampoco menos–, y si contribuye a la claridad, presta un servicio impagable.

La Universidad nació con la vocación de ser un espacio apropiado para la discusión racional, sabia e inteligente, sobre asuntos de envergadura humana. En el recinto académico encontraban su albergue adecuado dos actividades, principalmente, la lectio y la disputatio, leer y discutir lo leído; es decir, documentarse, estudiar en serio, formarse opinión sobre esos asuntos que nos interesan a todos a título de seres humanos, y compartir ese interés contrastando nuestros puntos de vista sobre ellos.

Nuestro trabajo consiste en introducir poco a poco a los estudiantes en esa discusión esencial. A nosotros no nos interesa consensuar una política, llegar a un acuerdo, o negociar nada. Gracias a Dios, no nos van a pagar más por convencer a más gente. Es una ventaja extraordinaria que tiene nuestra profesión. En casi todas las profesiones, una parte creciente del trabajo consiste en «vender» lo que uno hace. Pero no es nuestro caso. Creo que es una asechanza contra la fibra misma de la institución universitaria que el planteamiento mercantilista invada los espacios académicos en la forma en que ya está ocurriendo esto con la excusa de Bolonia. Quienes perpetran esta colonización pretenden que a los investigadores y profesores se nos obligue a dedicar cada vez más tiempo a la mercadotecnia, a evaluar y «visibilizar» el impacto de lo que hacemos, tareas que pueden tener mucho sentido en el mundo empresarial, pero que cada vez van abduciendo más esfuerzos y energías, generalmente en menoscabo de nuestro auténtico servicio. Tengo mucho respeto a los mercaderes, pero yo no soy eso. Mi trabajo no consiste en vender nada ni en convencer a nadie de nada. No soy un sacerdote, ni un político, ni me tienen que votar, gracias a Dios. Lo principal que he de hacer es ayudar a los estudiantes a discurrir con rigor y a discutir con razones de peso.

Desde luego, hoy hace falta dinero para hacer algo en serio, y tal vez haya que emplear algún tiempo en quehaceres como levantar fondos, armar redes, trabajar en equipo para visibilizar más, etc. Pero cuando todo eso va en detrimento de las tareas fundamentales que justifican nuestro sueldo, entonces hay un desorden. Y las obligaciones que tenemos los profesores, además de las estrictamente académicas, son cuatro: 1) estudiar, saber mucho –todo lo que se pueda– de la materia o materias que uno debe impartir, 2) preparar bien la docencia, empleando los recursos que uno pueda allegar para que sea lo más eficaz posible desde el punto de vista didáctico, 3) atender bien a los estudiantes, y 4) contribuir, en la medida que se pueda, al desarrollo del conocimiento en la materia que uno cultiva. Ese es ante todo nuestro trabajo. Lo demás va detrás; de lo contrario –si invertimos el orden de las prioridades– no lo hacemos bien como universitarios.


  1. Una de las causas de mi temprana afición por la Filosofía fue tener varias oportunidades, cuando era muchacho, de asistir a conversaciones muy interesantes sobre temas filosóficos. En mi ingenuidad –y era lo que más me atraía de esas experiencias– llegué a pensar que un argumento racional lógicamente bien armado, con independencia de su eficacia retórica –digamos, de su presentación más o menos seductora– tenía la cualidad de poder zanjar una discusión. Me fascinaba la fuerza, incluso la violencia –era más una impresión estética que una convicción lógica– con la que una conclusión se infiere de sus premisas, y me parecía que la irrupción de un argumento contundente podía clausurar un largo debate, cerrar cualquier discusión, incluso sobre los problemas más difíciles. Aunque me costó aceptarlo, poco a poco me fui dando cuenta de que eso no sucede casi nunca. Obedece precisamente a la complejidad e importancia de las cuestiones que se plantean en Filosofía. La envergadura de estas hace muy difícil llegar a conclusiones definitivas, mas, por modesto que sea, cualquier avance en la forma de plantearlas –con más claridad quizá–, en dar algo más de luz –aportando tal vez un enfoque nuevo del problema–, o teniendo en cuenta un ingrediente novedoso, puede valer más, por su cualidad humana y humanizadora, que muchos logros cosechados en toda la historia de una ciencia natural. Por otra parte, todo logro cognoscitivo, es verdadero logro humano en la medida en que siempre abre nuevas perspectivas de logros ulteriores.


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