Muchos piensan que, al igual que la verdad, el bien es relativo, y consiste en lo que cada uno estima bueno, o conveniente para él, o lo que el consenso mayoritario decide que lo sea. Aunque sea el mantra de los foros culturales europeos, en el fondo hace falta asumir una postura intelectualmente forzada para sostenerlo.
He asistido a muchos congresos de ética en los que está casi vetado emplear las palabras «bien» y «mal». Concitan un rechazo análogo al que provocan las palabras «verdad» y «falsedad», y por las mismas razones, pues el bien es la verdad en sentido práctico, la verdad que está por hacer. En los ámbitos académicos parece obligado esquivarlas. Ahora bien, si se piensa un momento, es un poco descerebrado descartarlas del discurso ético, o en general de la argumentación en cuestiones prácticas. Es un auténtico disparate pretender armar un discurso ético eliminando las nociones de bien y de mal. Las personas que aún conservan la cabeza sobre los hombros se dan cuenta de que esos vetos son algo postizo. Aunque hagamos la restricción mental de descartar esas nociones de nuestro discurso para ser gente correctita y aseada en los foros donde se reparten medallitas a la corrección política, ética, académica, en el fondo todo el mundo sabe lo que significan, y significan mucho. Probablemente las primeras nociones que captamos son las de bueno, malo, verdadero y falso[1].
Alguien puede disfrazarse de «librepensador», de persona muy «crítica» y circunspecta, y simular que no da nada por supuesto. Puede también construir un lenguaje que eluda esas categorías fundamentales, pero aunque todo esto sea aún muy presentable, incluso constituya un timbre de gloria en muchos foros paraintelectuales, no le hace más inteligente, sino menos. No quiero decir que las personas que ceden a semejante simulación no piensen en tales categorías, sino más bien que tienen que callarse lo que piensan, o decir lo que no piensan, para esquivar los reproches u ostracismos que decretan tantas agencias y «observatorios» encargados de sofocar que la gente piense, o diga lo que piensa. (Ahora en Europa es particularmente represiva la «policía» del llamado gender). Todo esto no nos hace más librepensadores, sino todo lo contrario.
La Universidad tiene que ser un reducto para poder investigar y pensar libremente, sobre todo en nuestros días frente a la restricción mental obligatoria, a la represión y la autoamputación intelectual que gestionan quienes se creen autorizados a decidir sobre qué se tiene que hablar, qué se tiene que decir y qué hay que callar sobre cada tema siguiendo sus protocolos, argumentarios o guioncitos, como si la Universidad fuese su predio particular, o como si las autoridades académicas hubieran de comportarse como los «aparatos» de los partidos políticos. En especial el discurso de las ciencias sociales va siendo colonizado por una «neolengua» hecha de talismanes, palabritas mágicas que todo el mundo tiene que repetir ritualmente hasta la fatiga para no ser visto como un marciano o un aerolito; «palabros» descerebrados, importados o mal traducidos del inglés, que trituran la lengua y que llegan a constituir no ya una jerga sino más bien una clave. Otras veces son palabras de noble cuño y tradición, pero, en manos de demagogos profesionales que las tratan a martillazos, a menudo acaban significando lo contrario de aquello para lo que fueron acuñadas, o vacías de contenido, de manera que a base de significarlo todo o casi todo, terminan por no significar nada o casi nada en concreto[2].
Otra ventaja que tiene la Filosofía es que generalmente –hay excepciones– inmuniza contra las jergas. El lenguaje filosófico por antonomasia es el lenguaje ordinario. Alguna vez hay que agregarle algún tecnicismo, pero no muchas. En su mejor tradición socrática, la Filosofía emplea la lengua común, porque su tema es el «mundo de la vida» (Lebenswelt), como gustan decir los fenomenólogos alemanes. Me parece acertadísima la descripción que, en un trabajo titulado «La Filosofía como ingenuidad institucionalizada», hace Robert Spaemann de la tarea filosófica al decir que ante todo ha de defender lo que la verdulera ya sabía desde siempre contra las asechanzas de una gigantesca sofística[3].
En la discusión sabia –la que está llamada a promover la Universidad– comparecen categorías y principios extraídos de nuestro trato habitual con la realidad y con las personas, que es lo que estructura el ethos, el ámbito primario del vivir y del pensar. En su mayor parte, comparecen en forma de preconceptos y de prejuicios, pero acceden a este foro precisamente con la pretensión de convertirse en conceptos y juicios contrastados. Mi maestro, Antonio Millán-Puelles, decía que la Filosofía consiste en elevar a sabido lo consabido. A la discusión siempre vamos provistos de preconceptos y prejuicios. Kant pensaba que la razón ha de librarse de todo supuesto (Voraussetzungslosigkeit). Modestamente, corregiría en este punto al filósofo alemán. Creo que eso no es posible, si bien sí lo es, y muy deseable además, lograr que no se queden en «meros» supuestos, sino que se contrasten unos con otros de forma que se ponga de relieve su valencia lógica. Ahora bien, hay ciertos supuestos básicos del pensar –conceptos y juicios– dotados de valor axiomático, que en modo alguno pueden ser elucidados por la argumentación y que han de admitirse sin duda ni discusión (sine dubitatione et discursu), precisamente para que el discurso racional funcione, i.e discurra o fluya a partir, no sobre, ellos. Incluso aunque hagamos la restricción mental de decir: Voy a olvidarme de ellos, voy a discurrir como si (als ob) no tuvieran valor, es imposible obviarlos. Hasta el relativista, que parece tenerle fobia a la verdad, si sabe lo que dice cuando dice que la verdad no existe, lo que está pensando es que eso es verdad: «Es verdad que la verdad no existe». No hay manera de pensar en algo sin pensarlo como verdadero, y no hay manera de expresar un pensamiento que no sea exteriorizar una pretensión de verdad. Luego habrá que comprobar si eso es verdad, pero en la medida en que se piensa, es inevitable pensarlo como verdadero. De lo contrario, ¿qué hace quien piensa? Lo mismo ocurre en el uso práctico de la razón, cuyo empleo espontáneo está estructurado implícitamente por el principio: «Haz el bien y evita el mal» (fac bonum, vita malum), o, expresado en forma enunciativa, «hay que hacer y procurar el bien, y hay que evitar el mal» (bonum est faciendum et prosequendum, malum vitandum), cuya posesión habitual los tomistas denominan «sindéresis». Es tan obvio que ni siquiera nos detenemos a formularlo.
Da la impresión de que casi todo el gremio académico de la Bioética se ha empeñado en desarrollar un discurso patizambo y descerebrado, un constructo completamente artificial empecinado en obviar y eliminar ese axioma[4]. Quien piensa que un médico no está para matar y que en ningún caso se debe dar muerte a otro ser humano, se encontraría en una situación de desventaja retórica en dicho gremio, i.e tendría que demostrarlo, pues hay supuestos que relativizan la prohibición absoluta de matar: «Hay casos en los que… Habría que ver… A lo mejor lo bueno es matar». Parece que el discurso está construido sobre el supuesto alternativo al fac bonum vita malum. Salvo excepciones, en cualquier congreso de bioética un paisano armado tan sólo de sentido común tendría que asumir la carga de la prueba si pretendiera que nunca se debe matar a un inocente[5]. Desde luego, Kant sí tiene bastante claro que nunca debe ser así, y lo pone de relieve con su teoría del «imperativo categórico». Pero algunos, supuesta o realmente kantianos, incluso con una parte de Kant en la mano, tratan de armar un montaje intelectual según el cual podría defenderse eso o lo contrario. Así es imposible discutir en serio.
Antes traté de mostrar que el propósito de una discusión académica no es llegar a un acuerdo o consensuar nada. Pero para discutir en serio hacen falta algunos acuerdos de fondo, no al final, sino al comienzo de la discusión. En ninguna discusión todo es discutible. Ya decía Aristóteles que los principios de la demostración no pueden ser demostrados. La Filosofía –al menos la parte más ambiciosa de ella, la «Filosofía primera» o metafísica– es un discurso sobre los principios, pero eso no quiere decir que pueda erigirse en instancia crítica respecto de los axiomas fundamentales de la razón, entre otras cosas porque la propia Filosofía es ciencia y, como toda ciencia, acepta axiomas que no discute. La razón filosófica reflexiona sobre los primeros principios pero sin cuestionar su valor, sino precisamente reconociéndolo; en otros términos, no es una discusión sobre ellos sino desde ellos.
¿Cómo podría demostrarse que el todo es mayor que la parte? Demostrar es reducir a evidencia lo que no la posee. Mas lo que es máximamente evidente, ¿cómo podría ser demostrado? Si se entiende el concepto de «todo» y el concepto de «parte», el juicio que los une afirmando que «el todo es mayor que la parte» ni necesita ni puede ser demostrado. Basta mostrarlo para entender que es evidente. ¿O cómo podría hacerse más claro que una cosa es distinta de su contraria? ¿O que hay que hacer el bien y evitar el mal? ¿O que no se debe maltratar a la propia madre? Probablemente en un momento de cansancio, imagino que tras discutir con algún cínico de su época, Aristóteles dice que quien piensa que se puede maltratar a la propia madre no necesita argumentos sino azotes[6]. Lo dice en un libro de lógica, y lo dice quien inventó la lógica, alguien sin duda muy amigo de los argumentos, no un skin-head. Pero lo dice.
Que un médico no está para matar sino para otras cosas es algo que goza de una evidencia análoga. Si alguien quiere que le eutanasien hay otras personas a las que acudir. Los verdugos norteamericanos que trabajan en estados en los que es legal la pena capital son auténticos expertos en dar muerte sin dolor. Un médico está para otra cosa. Que un médico no está para eutanasiar, o para practicar abortos, es un punto de partida, no de llegada. A partir de ahí podemos y debemos discutir otros asuntos. Ahora bien, si la bioética sólo está de acuerdo –y parece que es lo único en que lo está– en considerar discutible la prohibición de dar muerte y en aplaudir a quienes más la cuestionan, entonces el axioma que hace posible una discusión medianamente cuerda se viene abajo. Para llegar a eso hace falta que el concepto de bien y verdad –o los respectivos de maldad y falsedad–, así como los axiomas básicos del uso teórico y práctico de la razón –el principio de no contradicción, o este de que hay que hacer el bien y evitar el mal– desaparezcan o queden vacíos de contenido, i.e hace falta cancelar la razón[7].
He de confesar que durante un tiempo –ya no– me desalentaba comprobar que una parte no pequeña de mi trabajo consiste en buscar argumentos para «demostrar» lo evidente. Digo que ya no me desalienta esto, porque he descubierto que a Platón y Aristóteles les pasaba algo parecido, y realmente son precedentes egregios: Si a ellos les pasaba, yo no me puedo quejar. He llegado a acostumbrarme, incluso a aprender, que también es eso hoy un trabajo filosófico.
- Los aristotélicos hablan del habitus principiorum, el «haber» intelectual que está al comienzo y en la base de todo discurso, i.e la posesión cognoscitiva de lo más básico, los primeros principios de la razón. Consideran que el hábito de los principios es una virtud intelectual, «dianoética». Tomás de Aquino explica que no es un acto intelectual, sino el conocimiento habitual, implícito, de ciertos axiomas fundamentales que a su vez presuponen ciertos conceptos igualmente primeros, que están como en el genoma, en la estructura profunda de cualquier uso de la inteligencia, tanto teórico como práctico. En esta categoría se sitúan el concepto de ente y sus propiedades trascendentales –entre las que se cuentan la verdad y el bien–, y el principio de no contradicción, de identidad, de tercero excluido, etc.↵
- Me he ocupado de este problema en Barrio, J.M. (2008) «La corrupción del lenguaje en la cultura y en la vida», Pensamiento y Cultura (Colombia), vol. 11, nº 1, julio, pp. 35-48. En la Universidad importa sobremanera emplear un lenguaje claro y diáfano, palabras con sentido bien definido. Ya dije –y reitero– que no tenemos que convencer a nadie ni venderle nada. Nuestra obligación es pensar con rigor, y ayudar a los estudiantes a eso, a discurrir con la mayor claridad que se pueda. Hemos de huir de la ambigüedad, o de decir cosas que a todos gusten. En este sentido, me niego a ser «inclusivo», a usar palabras que lo incluyan todo, una cosa y su contraria, para que nadie se moleste y se vea discriminado. Eso está bien –dentro de unos límites– para un político, no para los académicos. Me niego a no «discriminar» una cosa de su contraria, y a balar con el rebaño repitiendo que todo es «igual», o que vale por igual, o que da igual. El principio de no contradicción –que prescribe distinguir una cosa de su contraria– está en el genoma mismo de la razón. Quienes afirman a la vez y en el mismo sentido una cosa y su contraria se contradicen, o no saben lo que dicen. Más de uno replicará: ―¿Pero acaso no somos «librepensadores»? ¿Por qué hay que atenerse a ese principio? Si puedo afirmar, por ejemplo, que el todo es mayor que la parte, pero también puedo decir que la parte es mayor que el todo, entonces tengo más opciones, soy más libre. Si hay que atenerse a las leyes de la lógica parece que se le ponen puertas al campo, se nos impide pensar libremente… ―Obviando la cuestión de si puede haber alguna forma de pensar que no sea hacerlo libremente, a quienes abusan del «palabro» –que, por cierto, ya va estando algo gastado, si bien aún es una etiqueta presentable para parecer «progresista»–, modestamente les respondería: Está muy bien pensar libremente, pero también lo está pensar correctamente, y si usted quiere hacer eso tiene que atenerse al Diktat de la Lógica. Si usted dice una cosa y su contraria, ni siquiera usted entiende lo que dice, y menos puede pretender que le entiendan otros. Con el pretexto de la inclusividad y la no discriminación no me meta usted todo en el cajón de sastre, donde todos los gatos son pardos; hay gatos pardos y otros no pardos, y son cosas distintas, aunque por decirlo se le eche encima a uno la policía del gender. En el mundo de las ciencias sociales –sobre todo en el de la pedagogía– hoy les parece a no pocos que la única forma de dedicarse seriamente al trabajo universitario es que no se le caigan a uno de la boca expresiones como que hay que ser «inclusivos», «iguales», «no discriminadores». Piensan que son las únicas causas a las que un universitario puede dedicarse si tiene conciencia social, y además ha de hacerlo con indignación y «santa ira» contra los homófobos.↵
- [Die Aufgabe der Philosophie ist es,] «daß, was die Gemüsefrau immer schon wusste, in Schutz zu nehmen gegen den fortgesetzten Versuch einer gigantischen Sophistik, es ihr auszureden». Vid. Spaemann, R. (1974) «Philosophie als institutionalisierte Naivität», Philosophisches Jahrbuch, Band 81, p. 142.↵
- Vid. Barrio, J.M. (2015) «La Bioética ha muerto. ¡Viva la Ética Médica!», Cuadernos de Bioética, n. 86, XXVI/1ª, enero-abril, pp. 25-49.↵
- Vid. Müller, A.W. (1997) Tötung auf Verlangen. Wohltat oder Untat?, Reclam, Stuttgart, 1997. Un comentario interesante al libro de Müller puede encontrarse en Thomas, H. «Muerte a petición: ¿Piedad o crimen? Reflexiones sobre la filosofía de Anselm Winfried Müller». Cuadernos de Bioética 50, (2003), 11-23.↵
- Topica I, 11, 105 a.↵
- O bien reducirla a su uso meramente estratégico, el que de ella hacen los expertos norteamericanos en la «teoría de la decisión racional» (decision-making). Da la impresión de que hay lógicos que se dedican no a desarrollar el logos sino a pulverizarlo, al menos en la forma que llaman los griegos nous, o los latinos habitus principiorum.↵