Otras publicaciones:

9789871867516_frontcover1

12-3046t

Otras publicaciones:

9789871867103_frontcover

Book cover

8 El tema de la interdisciplinariedad

Sin ninguna pretensión de exhaustividad, me limitaré a un par de reflexiones sobre la importancia y necesidad de un verdadero diálogo interdisciplinar en la Universidad. Creo que casi todo lo que se puede decir sobre el sentido y contenido de fondo de la interdisciplinariedad es pertinente en la medida en que nuestras disciplinas convergen con lo humano. Por muy variadas que sean las materias, por dispersos y atomizados que parezcan los argumentos de nuestra discusión analítica y los métodos que usemos, de manera directa o indirecta acaban afectando a lo humano, y justifican su presencia en la Universidad porque pueden conectarse de una forma u otra con la que M. Oakeshott describe como una conversación esencial de la humanidad, que llega hasta nosotros desde la época de las cavernas[1].

El lema con el que nació la Universidad hace siete siglos es artes ad humanitatem. La Universidad es el lugar de las disciplinas orientadas al cultivo y crecimiento de lo más humano del ser humano. Había una materia troncal –Hauptfach, dicen los alemanes–, que era la Teología. Más tarde se fueron incorporando a la conversación otras disciplinas anejas Nebenfächer–, las que los medievales denominaban «artes»[2]. (Estas se parecen en parte a las actuales «competencias básicas», aunque los medievales no incurrieron en el vicio grueso de muchos pedagogos que hoy las consideran como si se tratase de protocolos instrumentales disociables de los «contenidos»).

Desde que nació, la Universidad ha ido desarrollando una mirada analítica que examina la realidad tratando de buscar la precisión –claridad y distinción, como diría un cartesiano–, y por tanto procurando distinguir en cada caso el objeto de estudio de otros objetos que, por su cercanía, podrían confundirse con él. Esto ha hecho que a lo largo de los siglos proliferen los discursos universitarios sobre los temas más variados, sobre lo divino y lo humano, podríamos decir. Aunque haya llovido mucho desde entonces, es bueno no olvidar cuál fue el argumento inicial, la Teología –y la Filosofía, como auxiliar de ella–, en conexión con la fibra profunda de esa conversación esencial de la que habla Oakeshott. Y después, desgajándose del tronco principal filosófico-teológico, la discusión sobre asuntos humanos y naturales, hasta llegar, en una etapa reciente, al discurso técnico-instrumental, que por supuesto tiene cabida, aunque hoy parece que pugna por opacar aquellos otros que le dieron entrada aquí.

La progresiva incorporación de nuevas materias, preocupaciones y argumentos ha sido resultado vegetativo del desarrollo de la lente analítica. Pero gracias a la presencia de la Filosofía, que trata de desarrollar también la perspectiva sintética, la Universidad ha sido, hasta épocas relativamente recientes, un eficaz dique frente a la creciente fragmentación de la cultura y la dicotomización de los saberes, de manera que el enfoque humano y humanístico ha ido integrando también la realidad no humana –la naturaleza material– en la medida en que está al cuidado del hombre, como explica la encíclica Laudato si del papa Francisco. Todo cabe en el proyecto sapiencial de la Universitas –la universalitas–, incluida la mercadotecnia. (Entre otras cosas, porque si no fuera por los mercaderes tampoco estaríamos aquí. Por tanto, bienvenidos sean). El diálogo interdisciplinar hay que llevarlo a cabo entre todos, y la clave es que nadie se encierre en un discurso monológico, como pide la vocación misma de ser universitario.

Hay disciplinas que hacen un énfasis mayor en el foco analítico. Otras que tienen una lente más sintética –las humanidades–; otras que cultivan preferentemente el enfoque histórico y obligan a desarrollar más la inteligencia analógica, la capacidad de encontrar relaciones, convergencias y divergencias; hay ópticas más idiográficas o descriptivas, y otras más nomotéticas o prescriptivas, unas más atentas al examen de la realidad en perspectiva sincrónica y otras en perspectiva diacrónica, etc. Todos estos enfoques constituyen formas variadas de emplear la inteligencia, con mayor o menor presencia en las respectivas materias. Naturalmente, el enfoque hermenéutico está muy presente en el mundo de las ciencias sociales. Precisamente uno de los grandes beneficios del diálogo interdisciplinar es que ayuda a complementar unas con otras esas diversas ópticas, y a entender que es tan humana una como otra. Por eso puede corregir eventuales excesos o defectos –miopías o hipermetropías– en el empleo de las diversas lentes.

Me parece que el mundo de las ciencias sociales acusa en nuestros días una potente inflación del foco hermenéutico. El empleo desproporcionado de esa lente, en vez de ayudar a mirar mejor la realidad a su través, la termina deformando. Es un problema que hoy tienen, en especial, la sociología y las llamadas ciencias de la educación, que por un lado prescriben atenerse tanto al contexto que parecen olvidarse del texto y, por otro, limitan cualquier forma de teoría a establecer un «marco teórico».

Desde luego, el foco analítico no es el más adecuado para acercarse a las realidades humanas, toda vez que el ser humano no es, en sentido estricto, analizable. Como decía Leonardo Polo, el humano es un ser «sistémico», y en un sistema el todo es mayor que el sumatorio de las partes, pues incluye la relación funcional entre ellas. En efecto, todo lo humano es sistémico; no es agregación, sino organización, organismo. No se pueden separar en el hombre la dimensión intelectual, moral, cívica o afectiva; son distintos aspectos de la realidad humana que están esencialmente conectados. Aunque para obtener logros de relieve haya que emplear el análisis, no se puede perder de vista la conexión de esas diversas facetas que se integran en un todo que les da sentido. Los límites del análisis proceden de que esas dimensiones de lo humano no son fracturables; la fragmentación nos presentaría un cadáver, no un ser vivo.

La sensibilidad hermenéutica ha desarrollado una lente que hace visibles el contexto y la genealogía, i.e la realidad no sólo en lo que ha llegado a ser (in facto esse), sino también en su devenir (in fieri). No se puede comprender lo humano sin esa doble perspectiva, hermenéutica y genealógica. Pero esto tiene un límite que a menudo olvidan muchos estudiosos y cultores de las ciencias sociales, y es que también las cosas llegan a ser en la medida en que hasta cierto punto se emancipan de su causa (es lo que significa etimológicamente la palabra «existir», extra causas sistere, digamos, haber «salido de madre»). Lo que cada realidad tiene de «real» igualmente lo tiene de estar más allá, y ser algo más, que sus factores originarios. Y la realidad, sobre todo el ser humano, no es sólo lo que le hace ser su contexto.

Sería ciego ignorar las virtudes de la hermenéutica para afinar una lente, que no por oblicua deja de ser necesaria para mirar lo humano desde su contexto cultural y sociohistórico. En su versión gadameriana, la hermenéutica aporta mucho, por ejemplo, la finura de sus análisis lingüísticos, la circunspección, la revalorización de la tradición y una elaboración realmente meritoria del concepto de formación. Pero tanta atención al contexto amenaza con diluir el «texto». Es verdad que en el mundo de las ciencias humanas y sociales son necesarias esas atenciones y cautelas, e igualmente lo es percibir la historicidad de todo,… Pero sin incurrir en el historicismo y en el sociologismo, que son formas bastante aseadas de un relativismo que resulta desazonante. Al menos tal como la experimento yo, dicha desazón se debe, en lo esencial, a que pretendiendo excluir todo dogmatismo –probablemente de forma sincera y honesta– muchos hermeneutas muy aseados y circunspectos terminan en uno bastante peor que el que ellos impugnan, consistente en vetar toda forma de teoría que no sea la de establecer un «marco teórico», es decir, en desactivar cualquier tentativa de mirar la realidad de frente, i.e afrontándola directamente. Si cada acercamiento a la realidad ha de reeditar una genealogía completa de ella –digamos, ab ovo– entonces nunca llegamos a ver nada. A su vez, si no salimos del huevo estamos ciegos. Si sólo cabe mirar «a través» (del marco, de las genealogías), entonces en lugar de aclararse, los objetos a los que apunta nuestra mirada devienen cada vez más oscuros. Así, nunca llega a verse nada, pues son tantos –infinitos– los filtros «a través de los que» (quo) hay que mirar, que se nos pierde todo «qué» (quod), y acabamos en un discurso mágico-estético, o en un preciosismo sobre lo que nos resbala.

Cuando este virus invade el discurso sobre la educación produce una perplejidad que no es buena, toda vez que el conocimiento sobre la educación es esencialmente práctico, y por eso necesita superar la indecisión y desconcierto en el que queda cuando no se puede «entender» algo porque nunca se acaba de «comprender»[3].

No faltan quienes, creo que de forma abusiva, identifican sin fisuras «teorizar» y «contextualizar». En el discurso de las ciencias sociales se ha puesto de moda emplear esas expresiones como sinónimas, como si la única manera de entender algo fuese contextualizarlo, como si la teoría tan sólo pudiera ceñirse a ofrecer un «marco teórico» para acercarse a un objeto, o, en definitiva, como si «entender» no fuera nada más que «interpretar en el contexto». Hay formas de teoría que no son hermenéutica ni propedéutica. En concreto, la actitud teórica primigenia –la que nos enseñaron los griegos– no consiste en interpretar algo, ni «acercarse» paulatinamente a ello, sino más bien en mirar despacio, contemplar sin distracciones y apuntar al núcleo de lo que estamos viendo.

Si a base de intentar comprender no se termina por entender casi nada –salvando el aporte de una clarificación lingüística, que, sin ser poco, es teóricamente insuficiente–, la única pregunta con sentido será, no la que se dirige a la realidad, sino precisamente al sentido, y a nuestras «interpretaciones» de ella, que pueden ser infinitas, pues también lo son las perspectivas posibles. Ahora bien, de esa manera la Teoría Social se erige en philosophia prima en lugar de la Metafísica, y entonces estamos nuevamente en la que Hegel llamó «dialéctica del amo y el esclavo» (Herrschaft und Knechtschaft); la que se supone que empuñaba antes el látigo (del dogmatismo), ahora se arrodilla para ser flagelada por su antigua víctima.

La inflación hermenéutica es una forma peculiar de «tiranía» racional, y amenaza con convertir la interpretación, no ya en discurso hegemónico, sino único. Modestamente yo les pediría a algunos hermeneutas: ―No me interprete usted, escúcheme. Haga el favor de tomarme en serio un momento, y concederme que lo que digo «quiere decir» precisamente lo que «dice»[4].

Lo que quiero decir, y digo, es que el diálogo interdisciplinar, al confrontar con este otros enfoques –más o menos analíticos, pero habituados a mirar la realidad directamente, no «a través»–, puede contribuir a limar sus asperezas, a pulir excesos y a reducir a dimensiones más razonables esa hiperinflación hermenéutica, que en el fondo oculta que las personas no sólo son función de sus influencias sociohistóricas y familiares –por otro lado muy reales–, y a poner de relieve que, por muy condicionado que esté por esos factores, el ser humano no está determinado en todas las facetas de su vida por haber recibido de sus padres una educación u otra, o por haber nacido en el norte o en el sur. Entre lo menos aburrido que tiene el ser humano destaca el hecho de que, sin dejar de ser hijo de su tiempo, o de su barrio, es algo más que eso. No percibirlo lleva a incurrir en determinismos poco cuerdos que opacan la fundamental diferencia entre los seres humanos y los gatos.

No estoy diciendo que haya que ver lo humano sin atender al contexto, pero es importante no caer en el extremo opuesto, un dogmatismo que obliga a mirar siempre de costado, oblicuamente. ―«Yo soy yo y mi circunstancia», dice con razón Ortega; mi circunstancia forma parte de mi sustancia. ―De acuerdo, pero no soy un ser meramente circunstancial. Ningún ser humano puede ser ajeno a su circunstancia cultural y sociohistórica; en buena parte somos lo que nos han hecho ser esas circunstancias en que hemos venido a la existencia, y otras que a lo largo de ella nos acompañan. Pero existimos como humanos en la medida en que, sin llegar a emanciparnos por completo de su influjo, no somos un mero producto o subproducto de ellas. Ignorarlo conduce a que cualquier enunciado deba ir precedido de ochenta cláusulas en las que se ponga de relieve que a esa afirmación se llega como resultado de otras afirmaciones, innumerables, sobre un contexto que es infinitamente variable. Es esta una forma de dogmatismo travestida de relativismo y sobriedad intelectual que me resulta particularmente molesta: No se puede decir nada sin más. Cualquier juicio asertórico tiene que estar subordinado, en su valor enunciativo, a un universo hermenéutico que en último término es inabarcable, pues son infinitos los puntos del espacio desde donde se puede interpretar cualquier realidad. Finalmente no es posible decir nada claro, se diluye el valor concreto de las personas, de las acciones y de las responsabilidades.

Tantas cláusulas tienen como consecuencia –probablemente es un efecto perverso, no buscado– una constante fractura del discurso, e incluso su cancelación, pues discurrir es pasar de una afirmación a otra. Y ante todo porque no es auténtico discurso el que está hecho tan sólo de representaciones simples, conceptuales o, como sucede demasiado a menudo, meramente icónicas[5].

Si no se llega al juicio, que es donde la inteligencia asume un compromiso con la realidad extramental, no hay propiamente discurso. Este es el que enlaza y contrasta enunciados sobre una realidad que está más allá de mis representaciones. En cambio, la representación simple –meramente conceptual o icónica– tan sólo habla de lo que tengo en la mente, no de lo que hay en la realidad.

Cada sujeto tiene su imagen de la realidad, pero la realidad es la que es. Las representaciones son, ciertamente, interpretaciones, lecturas subjetivas de la realidad. Ahora bien, la realidad es algo más que el conjunto de nuestras interpretaciones, por mucho que digan algunos hermeneutas sobrados de imaginación. Si no trascendemos la representación simple no hay más que diálogo de sordos, monólogo solipsista: ―Tú has nacido en tal barrio, has tenido tales papás, y para ti la realidad es la que determinan esas condiciones originarias. Cada uno tiene su cosmovisión, su narrativa, y como las narrativas son inconmensurables –no hay patrones ni criterios para medir su valor y para contrastarlas unas con otras–, lo lógico es que nos vayamos cada uno a su casa y cada cual se lleve puesta la suya; se acabó la discusión. ―Si es así, la Universidad carece de sentido, porque esta Institución nació precisamente para entrecruzar los diversos «relatos», es decir, para estructurar espacios de discusión racional.

Las razones que aducimos en el foro académico están armadas con los elementos de cada «narrativa» individual, mas, en tanto que «razones», están dispuestas a confrontarse entre sí, a contrastarse y a «medirse» de cara a arrojar algo más de luz sobre el relato que nutre la conversación esencial que, a título de humanos, heredamos y continuamos, en especial aquí, en la Universidad. Obviamente, cuando voy a discutir lo hago desde mi perspectiva, pero también lo hago con la pretensión implícita de no quedarme encerrado en ella, de trascenderla apuntando a algo que no es tan sólo mi representación.

Ahora bien, hablo yo, no tan sólo mi circunstancia. Y pido a mis interlocutores que den por sentado que, mientras no haya razones suficientes en contra, la responsabilidad de lo que digo es mía, no de mis meninges gallegas, o del nivel de hierro cerebral con que me he desayunado esta mañana. Es un detalle de benevolencia racional –si se quiere, de cortesía retórica– conceder que en principio la gente dice honestamente lo que piensa. Aunque alguien pueda estar equivocado, hay que suponer que no tiene la actitud falsaria de enmascarar nada tras oscuros y arcanos factores inelucidables, que en el fondo serían los auténticos responsables de lo que dice. ―No, mire usted: Hablo yo; soy mayor de edad y me responsabilizo plenamente de lo que digo. De lo contrario, no hay diálogo sino sandez sin límites.

Con el escuchar pasa algo análogo. Cuando escucho o leo el texto de un colega, lo que me interesa es qué dice y por qué, qué razones aduce, no quién lo dice y cómo ha llegado a decirlo. Eso puede interesar a alguien, pero en concreto a mí me interesa menos, sinceramente. Con eso no prejuzgo a qué debe dirigir cada uno su interés. Lo único que digo es que yo soy un teórico, no un hermeneuta, y si hay hermeneutas tentados de redirigir todo interés teórico hacia aquello que legítimamente les interesa a ellos, necesitan reflexionar sobre si esa actitud realmente ayuda en la tarea universitaria, o si más bien constituye un obstáculo para el verdadero diálogo.

Las circunstancias sociofamiliares y el hierro cerebral que cada uno tiene en las meninges son factores incomunicables, pero las razones –aunque también sean las que yo aduzco, las mías– sí que son comunicables a otros animales racionales. Sin tener esto claro la Universidad no es posible.

La vocación esencial de la Universidad no es la de ser el crisol de una humanidad nueva. Tampoco la de suministrar herramientas eficaces para que los ingenieros sociales lleven a cabo sus diseños. Esas son tareas periféricas a las que un universitario puede dedicarse, mas lo que ante todo le compete, y le compromete a título de tal, es ingresar en aquella conversación esencial, y aupar a otros hasta ahí.

Ahora bien, si la verdad no existe, o no es posible conocer algo de ella, ¿entonces qué sentido tiene discutir? ¿Puede servir la razón, en ese caso, para algo más que contar dineros, o votos? Es preciso recordar que la verdad es un bien, no sólo un pretexto para los violentos; que si el hombre es un ser racional no puede vivir sin verdad –así sólo puede malvivir–, y que en la Universidad lo principal es buscarla y servirla. Esta es la «servidumbre» más noble de un universitario, más que otras servidumbres utilitarias, y mucho más que la eficaz coordinación con el poder.


  1. «Como seres humanos civilizados, somos los herederos, no de una cuestión sobre nosotros mismos y el mundo, ni de un cúmulo de informaciones, sino de una conversación, que comenzó en los bosques primitivos y se extendió y se hizo más articulada con el transcurso de los siglos. Es una conversación que se desarrolla tanto en público como en el interior de cada uno de nosotros. Por supuesto que hay discusión, investigación e información, pero éstas sirven para algo en la medida en que son reconocibles en el curso de dicha conversación, y quizá no como los momentos más cautivadores e interesantes de ella. Es la capacidad de participar en esta conversación –y no tanto la de razonar rigurosamente, o hacer grandes descubrimientos sobre el mundo, o incluso la de cambiarlo a mejor– lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro», vid Oakeshott, M. (1967) Rationalism in education and other essays, London, Methuen, p. 199.
  2. En el curriculum medieval se encuadraban armónicamente las artes de la palabra (trivium) y las artes numéricas (quadrivium). El trivium –en latín, los tres caminos o vías– albergaba las disciplinas literarias relacionadas con la elocuencia. La máxima latina Gram. loquitur, Dia. vera docet, Rhet. verba colorat resume los contenidos y enseñanzas de cada una de ellas: la Gramática, que preceptúa el uso correcto del lenguaje; la Dialéctica, que protocoliza la forma de discurrir correctamente para encontrar la verdad –es lo que hoy llamamos Lógica–, y la Retórica, que enseña a expresarse de modo convincente, persuasivo, «coloreando las palabras». El quadrivium –en latín, los cuatro caminos– agrupaba las disciplinas matemáticas: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música, la función de cada una de las cuales está expresada en la máxima Ar. numerat, Geo. ponderat, As. colit astra, Mus. canit, a saber, hacer números, calcular, cultivar el estudio de los astros y producir sonidos armoniosos. Las siete artes tradicionales organizan los estudios desinteresados –libres– y asimilan el descubrimiento altomedieval del corpus aristhotelicum. Una excelente explicación del valor de las «artes liberales» y una justificación de su centralidad en el currículo universitario puede encontrarse en Millán-Puelles, A. (2013) «La función social de los saberes liberales», en Antonio Millán-Puelles O.C., vol. III, Rialp, Madrid.
  3. No toda forma de entender consiste en comprender. Aunque en alemán ambas cosas se expresan ordinariamente con la misma voz, verstehen, hay una palabra algo más técnica que significa comprender, en el sentido de captar «prendiendo», a la vez, lo captado de su contexto: umfassen.
  4. A esto se refiere una locución de venerable linaje, intentio recta, que se contrapone a la intentio obliqua, un modo indirecto de ir a la realidad, i.e a través de las interpretaciones que de ella se hacen. En un libro autobiográfico recientemente publicado, Robert Spaemann tiene una interesante reflexión a propósito del filósofo Hans-Eduard Henstenberg, «un discípulo de Max Scheler que era amigo de mi padre y nos visitaba con frecuencia. Mantuve largas conversaciones con él, que representaba para mí la imagen de un hombre poseído por la pasión del conocimiento. Por otra parte, hasta hoy ha sido minusvalorado porque, siendo originariamente psicólogo, siempre se ha opuesto de forma coherente a la ruptura psicologista, sociologista e historicista de la intentio recta ontológica (…). Estaba en las antípodas de mi maestro Joachim Ritter, que siempre tenía preparada su pregunta favorita: “¿Qué significa esto?”. Para Henstenberg una proposición filosófica significa exactamente lo que ella dice y no otra cosa». Vid. Spaemann, R. (2014) Sobre Dios y el mundo. Una autobiografía dialogada, Palabra, Madrid, pp. 58-59.
  5. El aparente «discurso», por ejemplo de las ciencias de la educación, en una proporción no pequeña está hecho de palabras mágicas, que evocan una imagen y parece que lo dicen todo, pero a base de no decir nada concreto. De aquello de lo que supuestamente hablan no llegan a decir nada. Se mueven en un horizonte semántico puramente connotativo y apelan más a los sentimientos y las glándulas que a la razón. El relato actual de la pedagogía europea –sobre todo la que mayoritariamente se hace en mi país, España– difícilmente resiste el contraste discursivo, porque más que el afán de conocer le mueve el propósito de movilizar energías a favor de proyectos de ingeniería social que persiguen objetivos más o menos nobles como la igualdad, la inclusividad, la inteligencia «emocional», la lucha contra cualquier forma de discriminación, y sobre todo contra el patriarcado, la misoginia, la homofobia, la transfobia, la «lógica cisgénero» y otros demonios de la paranoia del arcoiris. El problema –y es esto igualmente un efecto perverso, probablemente no deseado, de la hipertrofia hermenéutica– es que se genera la «sensación» de crisis global: El mundo es injusto, la sociedad desigual, y eso no tiene solución, porque una solución realista sólo tiene sentido frente a un problema concreto. Ahora bien, si resulta que cada problema concreto está esencialmente conectado con todos los problemas del mundo, y con infinitas condiciones contextuales, resolver algo pasa por mejorar el cosmos en su totalidad, por lograr una humanidad nueva. La crisis global está servida y lo único que cabe, lógicamente, es, o bien buscar a un salvapatrias que nos la resuelva –el Adolf de turno–, o bien no levantarse de la cama hasta que el cosmos escampe. Consecuencia de esta incapacidad para afrontar las cosas, es que las autoridades educativas, en vez de facilitar a los profesionales de la educación y a los padres su tarea, se dedican a desviar la atención hacia causas que quizá satisfagan a los colectivos lgtb… No es nada fácil satisfacer todas sus reivindicaciones, siempre crecientes, pero mientras se procura tenerles contentos –emulando a la ONU– crece exponencialmente el fracaso escolar, el abandono y las oleadas de analfabetos funcionales que egresan del sistema escolar.


Deja un comentario