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4 El valor de la racionalidad teórica

En el entorno de la vida universitaria hay ciertos elementos en la atmósfera sociocultural que pueden estimular nuestro trabajo, pero también hay otros que más bien lo dificultan o distorsionan. Uno de estos escollos es la representación, muy común, de que valioso es tan sólo lo que «vale para algo». Los profesores de Filosofía tenemos amplia experiencia de lo que es afrontar la pregunta que nunca falta en nuestros estudiantes: ―¿Y esto para qué sirve? ―Yo ya estoy acostumbrado; creo que el 60% de mi trabajo consiste en darle respuesta cuando está referida a la Filosofía. Suelo decirles que la Filosofía no sirve para nada, no nos va a resolver ningún embrollo de la vida; simplemente ayuda a vivir con más lucidez. Si uno es capaz de distinguir una vida lúcida de una vida estúpida, entonces está en condiciones de entender que hay cosas cuyo valor no estriba en valer para algo. De ese tipo de valor están provistas las realidades que en el fondo consideramos más valiosas, que son aquellas de las que se ocupan las Humanidades clásicas. La Universidad nació para el cultivo de esas disciplinas. Luego se han ido añadiendo otras más técnicas, de aplicación. Pero la Universidad no surgió para acometer los trajines de la vida, ni con el objeto de suministrar pasaportes eficaces para ingresar en el mercado de trabajo.

Hoy la gente que viene a la Universidad en su mayoría llega con esta expectativa, y sería un anacronismo ignorar esa demanda. Pero si fuera esto lo principal o más sustantivo del trabajo universitario –como suponen los documentos relativos al llamado proceso de Bolonia, que inundan la Universidad europea con criterios mercantiles y burocráticos esencialmente extraños a nuestra tarea– podríamos ahorrarnos una Institución que resulta muy cara, y que podría ser suplantada con amplia ventaja por otras que lograran ese objetivo antes, más y mejor, y de forma más barata, por ejemplo las escuelas profesionales, o los departamentos de formación de las propias empresas, que en muchas ya los hay.

La importancia de nuestro trabajo no reside en su «visibilidad», ni en la coordinación y colaboración con los poderes fácticos. Tampoco puede ponderarse en términos de impacto social, y menos aún puede ser valorada por su impacto en el mercado. El influjo social de la formación superior universitaria depende de otras razones ajenas a la influencia tal como la entienden los mercaderes o los políticos. Su verdadero aporte a la sociedad es poco «impactante». Estriba en que las personas que pasan por nuestra Institución tengan la oportunidad de familiarizarse, durante el tiempo que están aquí, con un estilo de pensar riguroso, ordenado y a la vez creativo, capaz de salirse de los supuestos convencionales y de diseñar proyectos audaces en beneficio de los demás, especialmente de los más necesitados. Aunque esas personas puedan ejercer su profesión en formas variadas que tengan más o menos influjo en la sociedad, lo que reciben aquí es formación intelectual y humana, un modo de crecer para adentro, de afianzar la raíz que no se ve, que en su día podrá dar frutos que se vean. Es nuestro esfuerzo, en el fondo, una «inversión» a largo plazo, si se me permite ese lenguaje, y en algunos casos –comparativamente pocos– un trabajo de iniciar en la docencia y en la investigación a las personas que sienten inclinación hacia estas tareas.

Aunque no puede estar cerrada a otras formas de usar la razón, la Universidad surgió para el cultivo preferente de una forma de racionalidad teórica particularmente ambiciosa. La facultad racional ante todo está para conocer, bien que pueda emplearse igualmente para otras cosas, por ejemplo contar. Es sin duda una actividad racional, y es razonable que aquí también se aprenda a contar los dineros, o los eventuales apoyos a la hora de medrar socialmente. Ahora bien, están mutilando la razón quienes piensan que tan sólo vale para contar dineros, votos, o las veces que el ratón presiona la palanca en la caja de Skinner[1].


  1. En su famosa lectio ultima en la Universidad de Regensburg (12 de septiembre del 2006), el entonces Papa Benedicto XVI lo explicó con mucha claridad, y a la vez con gran profundidad. Cfr. «Fe, razón y Universidad. Recuerdos y reflexiones». (Disponible en http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg.html).


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