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Conclusiones

La analítica desarrollada en los capítulos antes presentados, relativa a una muestra compuesta por tres tipos de discursos sociales (legislativo, mass-mediático, testimonial), exhibe la insistencia de puntos de vista, argumentos y relatos cuyos efectos estigmatizantes y subordinantes encuentran sustento en una larga historia de reiteraciones. La fuerza discursiva que revisten hace de ellos componentes de una grilla de inteligibilidad dominante que regula las posibilidades de interpretar, razonar y percibir los sucesos que reciben el nombre de violación. En esta tesis, los entendemos como parte de lo que, según propusimos en nuestro planteo teórico-conceptual, Sharon Marcus (1994) denomina “guión social de la violación”. A la vez, nuestro análisis dejó en evidencia que estas fuerzas discursivas regulatorias no son inquebrantables. En el andar de los relatos, emergen formas de narrar y caracterizar la violencia sexual que, de modos subrepticios y negociados, son capaces de impugnar los estigmas y de contravenir el sometimiento.

En el primer capítulo, la pregunta ¿qué es una violación? fue el punto de partida para desandar la premisa jurídica según la cual, lo que define a una violación es la falta de consentimiento. A partir del análisis, la aparente univocidad de esta afirmación tuvo que ser desandada. La lectura crítica de la manera en que el consentimiento opera en distintos segmentos del corpus discursivo considerado, puso en evidencia que esta categoría encierra una multiplicidad de ecos discursivos que promueven juicios y valoraciones morales respecto del comportamiento de las personas que han padecido una violación. El consentimiento fue caracterizado, entonces, como un topos argumentativo, cuyo funcionamiento e implicancias nos abocamos a describir.

Una de las resonancias de este lugar común es la sospecha de la que son objeto las personas agredidas sexualmente. La relectura de distintos trabajos críticos feministas sobre la ley penal y la jurisprudencia (Chejter, 1996a; Rodríguez, 2000; Hercovich, 2002) nos permitió rastrear las huellas de este recelo en los antecedentes del actual Código Penal Argentino. En la redacción previa a la reforma introducida por la Ley 25.087, el descrédito de quienes se presentaban a denunciar una violación encontraba sustento jurídico en el criterio esbozado por el par de categorías resistencia-consentimiento, el cual definía a una y otra como opuestos excluyentes. El dualismo actuaba como un criterio de veredicción a la hora de juzgar el relato de las personas agredidas. Bajo su régimen, para que los dichos de las denunciantes fueran creídos, se exigían pruebas físicas, daños visibles que den cuenta de la fuerza ejercida por el agresor para concretar el ataque sexual. La exigencia partía de la presunción de que la persona vulnerada había accedido a la relación sexual que estaba denunciando como forzada. Toda vez que no hubiera marcas físicas que probaran la resistencia, se suponía el consentimiento. La complejidad del problema reside en que, si bien la reforma del Código Penal buscó modificar este escenario, retirando la palabra resistencia de la letra de la ley, la sospecha volvió a instalarse con la introducción de la fórmula “consentimiento libre”. Como señala Hercovich (2002), cuyo planteo retomamos en nuestro desarrollo, la nueva cláusula penal instaura una ficción jurídica que continúa ignorando los factores coercitivos que condicionan el consentimiento. Una vez más, la letra de la ley viene a obturar la consideración de las “soluciones de compromiso” y las paradojas a las que se enfrentan las personas agredidas sexualmente: entre ellas, que aceptar ser violada puede ser una forma de evitar daños físicos y preservar la propia vida. Cabe señalar, que la relevancia de estas negociaciones y el recelo con el que son evaluadas en los escenarios judiciales se volverá a poner de relieve al considerar distintos relatos de personas que sufrieron agresiones sexuales. En esta revisión crítica, propusimos relacionar el planteo de Hercovich con el modo en que Judith Butler problematiza el consentimiento sexual. El enlace entre ambos desarrollos nos permitió dar lugar a una serie de cuestionamientos que subrayan la necesidad de reconsiderar críticamente el dualismo libertad/sometimiento. La observación de Butler destaca que la figura legal del consentimiento presupone un sujeto volitivo y racional, e invita a preguntarse: ¿qué ocurre si la acción de aceptar o rechazar un encuentro sexual no es el resultado de una deliberación racional?, ¿cómo habilitar una perspectiva que permita atender al hecho de que, lejos de ser quien conduce la acción, el sujeto que “consiente” se expone, en ese acto, a una transformación de la que no puede dar cuenta cabalmente?

La necesidad de explorar críticamente el dualismo libertad/sometimiento presupuesto en la categoría de consentimiento, también se puso de relieve en el análisis de la polémica mass-mediática movilizada por el caso conocido como “General Villegas”. En aquel contexto, fueron las palabras con las que la adolescente agredida intentó dar cuenta de lo que le había pasado las que contribuyeron a desarmar la dualidad excluyente. Ni elección completamente autónoma, ni absoluta sumisión, su acción no se ajustaba a los estándares previstos por el dualismo. La tarea analítica pudo mostrar la confluencia de la mencionada dicotomía libertad/sometimiento con una moral sexual que somete a examen la conducta sexual de las mujeres como requisito para probar la existencia del delito. Moralidad que las palabras de la joven venían a poner en entredicho: su decir dejaba en suspenso la toma de partido entre las posiciones de absoluta víctima o provocadora y culpable.

Estos hallazgos dialogan con el análisis de fragmentos de testimonios tomados entrevistas con tres mujeres agredidas sexualmente (dos mujeres cis y una mujer trans), cuyos relatos muestran que la violación no acontece en un escenario en el que las opciones posibles se dividen en ser libre o someterse. Al contar el modo en que lograron preservarse a sí mismas y escapar de la situación de violencia padecida, las entrevistadas despliegan formas variables de negociación frente a la acción impuesta por los agresores. Sus narraciones muestran que cuidarse y buscar la manera sobrevivir son acciones que pueden tener lugar aún en situaciones donde la relación de fuerzas es de extrema desventaja. A la hora de denunciar lo acontecido, esta capacidad de autopreservación hará recaer sobre ellas el juicio moralizante: se reavivará la vieja lógica jurídica que exigía marcas físicas como prueba de la ausencia de consentimiento y de la existencia del delito. Su capacidad de negociación se volverá, entonces, un motivo de suspicacia (“¿no se habrá ido con un noviecito?”, “sos una puta”). Como sucediera con los dichos de la adolescente agredida en el caso de General Villegas, estos relatos dejan en evidencia la valoración que la lógica del consentimiento reserva para la conducta sexual de las mujeres. El análisis de una cuarta entrevista (con otra mujer cis) nos conduce profundizar la crítica del dualismo libertad-sometimiento desde una perspectiva diferente. En el transcurso del diálogo mantenido, la entrevistada pronuncia un vocablo inexistente en el léxico vigente. “El momento de la consensuación” es la manera en que ella nombra la instancia de “pregunta mutua” sobre la posibilidad de mantener un encuentro sexual. La innovación léxica señala aquello que no puede ser cercado bajo los límites de la deliberación racional, ni reducido a una propuesta unilateral. Como hicieran los dichos de la adolescente agredida en General Villegas, la novedosa palabra abre un espacio discursivo que no tiene cabida dentro de los límites promovidos por la grilla de intelegibilididad jurídica. A partir de la descripción, en el discurso de la entrevistada, del modo en que la relación sexual impuesta es construida por el agresor como un encuentro romántico, nos preguntamos ¿de qué manera los marcos sensibles promovidos por los discursos circulantes pueden favorecer el avasallamiento del cuerpo ajeno y obliterar la percepción del sufrimiento? La pregunta anima un cuestionamiento ético que demanda ir más allá de los límites fijados por los esquemas de inteligibilidad disponibles. No se trata de indagar acerca de lo que hizo o dejó de hacer la persona agredida, sino de analizar los modos en que se configuran los marcos de sensibilidad que hacen posible el ejercicio de la violencia.

En el segundo capítulo, recorrimos la ligazón que la violación mantiene con el honor. Rastreamos las huellas de este enlace en la historia de la penalización jurídica de los delitos sexuales. En el contexto local, hasta la sanción de la Ley 25.087 en el año 1999, la definición de los delitos sexuales como “delitos contra la honestidad” –heredera de las Partidas de Alfonso el Sabio– incorporaba al Código Penal Argentino una penalización de los delitos sexuales que encontraba sustento en una trama de valores androcéntricos. En esta trama, el género se encontraba ligado con el parentesco y anudado con relaciones de propiedad sobre los cuerpos. Se tejían en ese enlace vínculos de los que las mujeres no participan más que como bienes de intercambio. Bajo este marco jurídico, el bien protegido por la ley penal no era la persona afectada, sino la honra de los varones ligados con la víctima y, en coincidencia con el efecto moralizante promovido por el par resistencia-consentimiento, la ley hacía de la conducta sexual de las personas agredidas un criterio de valoración de la existencia del delito. Sólo se consideraba punible la violencia sexual ejercida contra las denunciantes cuya reputación las hiciera merecedoras del atributo de “honestidad”. Con la intención de modificar esta lógica masculinista, la Ley 25.087 cambió la rúbrica del Título III de la Segunda Parte del Código Penal por la de “Delitos contra la Integridad Sexual de las Personas” y suprimió todas las referencias a la honestidad y al estado civil de las víctimas al interior del articulado. Sin embargo, más allá de la intención de legisladores y legisladoras, las valoraciones morales implícitas reingresaron con la nueva denominación: como ha señalado críticamente Hercovich (2009), la palabra “integridad” remite a la condición de virgen y, aplicada a las personas, es sinónimo de honestidad. Reverberación del sentido, persistencia de históricos valores sedimentados en las palabras, que continuamos indagando en otros segmentos del corpus discursivo considerado.

El análisis de los fundamentos de los proyectos de ley que proponen la pena de castración para los condenados por delitos contra la integridad sexual de las personas, nos permitió desentrañar la insistencia de la lógica del honor y la honestidad: la castración se configura en el discurso legislativo como una venganza viril cuyo objetivo no sería reparar el daño sufrido por la víctima, sino restaurar un orden de estatus generizado (Segato, 2003). En la escena de castigo promovida por esta propuesta penal, las personas agredidas no ocuparían más que un rol subsidiario, como objetos de una disputa de la que no son protagonistas.

Dado el problema del honor, los relatos en primera persona nos permitieron advertir que la narración de la experiencia sufrida puede hacer de la reiteración de los valores promovidos por el discurso jurídico la ocasión de emergencia de fisuras en la moral dominante. En dos testimonios de mujeres se advierte que, animados por la historia que la palabra violación arrastra consigo, los sentimientos de culpa y vergüenza recaen como estigmas sobre ellas. Sin embargo, esta mácula insidiosa –que tiene efectos sobre lo que se puede decir y sobre la imagen de sí–, es revertida en el relato de maneras que caracterizamos como imprevistas. En un caso, la culpa es removida al ubicar los acontecimientos en el sitio que les corresponde: algo que sucedió contra la propia voluntad. En el otro, la fuerza injuriante de la palabra “violada”, recibida como un insulto, da lugar a un acto de justicia que redirige la condena hacia quienes han proferido el agravio. En ambos casos, la lógica del honor, que prevé que las mujeres violadas queden marcadas por una mancha imborrable resulta cuestionada en su eficacia.

En el tercer capítulo, se analiza el modo en que el binomio interior/exterior opera, en dos segmentos del corpus discursivo considerado –el Código Penal Argentino y la prensa gráfica masiva–, configurando lo que se define y describe como una violación. El estudio crítico de la fórmula “acceso carnal por cualquier vía” nos permitió señalar los efectos regulatorios que este tecnicismo jurídico reviste respecto de la caracterización del cuerpo de las personas agredidas. Dada dicha definición de la violación, la corporalidad de quien denuncia un ataque sexual deviene un espacio interno, cuyas partes hacen las veces de hendiduras por las que acceder a él. Retomamos en este punto un debate irresuelto entre los doctrinarios jurídicos: si la fellatio in ore constituye o no “acceso carnal”. Nuestra revisión de estos planteos permitió destacar que la cuestión jurídica se formula desde un punto de vista androcéntrico, el cual reduce la violación a un problema de traspaso o de vulneración de fronteras: lo que los juristas tratan de dilucidar es qué zonas del cuerpo son propicias para que el “miembro viril” acceda al espacio corporal interno de la persona agredida. La reflexión sobre los comentarios de especialistas del derecho nos permitió destacar que, en este debate, como sucediera con el topos del honor, nuevamente, el discurso jurídico desatiende el sufrimiento de las personas denunciantes y redirige hacia ellas las sospechas. Dentro del mismo capítulo, la caracterización de la violación como una forma de “ingreso” forzado a un espacio interno, resonó con dos series de noticias publicadas en La Nación en períodos de tiempo diferente (2003 y 2008-2009). En la primera de estas series, que se inicia en mayo de 2003, se destacó el protagonismo de los “vecinos”. Ellos se presentan como los principales afectados por las agresiones sexuales y como los promotores de distintas medidas de seguridad. La configuración identitaria de este sujeto colectivo se apoya sobre una delimitación geográfica y está signada, según deja entrever nuestra lectura, por una particular pertenencia de clase (entre los caracteres idiosincráticos del ser “vecino” se destacan hábitos consumo y recreación que demandan contar con determinada capacidad adquisitiva). Dichas marcas identitarias contrastan con las que son asignadas a su antagonista: los sujetos clasificados como peligrosos pertenecen a los sectores más desfavorecidos de la sociedad y habitan fuera del barrio y/o de la ciudad. Dada esta caracterización, las zonas de riesgo están constituidas por los espacios limítrofes o de contacto con el afuera no urbano o no-urbanizado y, para prevenir los ataques, se promueve el cercamiento y la vigilancia. Lo que se intenta lograr con las mencionadas acciones de control es mantener separados y distinguir a vecinos-vulnerables de extranjeros-peligrosos. En la segunda serie de noticias considerada, que abarca los últimos meses de 2008 y los primeros de 2009, describimos cómo se delinea una estrategia de prevención de las agresiones sexuales que promueve el cercamiento del espacio de la casa y propone limitar el tránsito de las mujeres por el espacio abierto de la ciudad. La histórica división espacial que asigna los sujetos femeninos al espacio doméstico y los sujetos masculinos al espacio público, converge en estas crónicas con la “gramática genérica de la violencia” (Marcus, 1994) que caracteriza a las mujeres como vulnerables e indefensas y a los varones como invencibles y agresivos. Esta misma lógica organiza una distribución espacial del miedo y del peligro: las mujeres deben sentirse seguras en el interior de la casa, los varones pueden transitar sin riesgos por el espacio abierto de la ciudad. De conjunto, el desarrollo del tercer capítulo permitió señalar los efectos regulatorios promovidos por la caracterización de la violación como una forma de invasión. Referida a la corporalidad de las personas agredidas, esta definición, tiene por efecto limitar y obliterar las posibilidades de percibir el sufrimiento que ellas padecieron. Al aplicarse como criterio de distribución del peligro en el espacio urbano, refuerza el miedo y promueve el encierro de quienes se construyen como potenciales víctimas de la violencia.

En el cuarto capítulo, el análisis de dos testimonios (de una mujer cis y de un varón cis) pone de relieve la capacidad del acto de contar para abrir cuestionamientos a los sentidos sociales de la violación que se muestran prevalentes y que infunden, en quienes padecieron una agresión sexual, sentimientos de vergüenza, humillación y miedo. Confluyen en estos relatos distintos elementos que fueron objeto de nuestra atención en capítulos anteriores. Los dos testimonios desatacan el deshonor asociado con la violación y dejan entrever el valor diferencial que éste reviste según el género. Para Carla, lo que predomina es la victimización y la culpabilización de sí misma respecto de lo acontecido. A Martín, la burla y el desprecio manifestados por el colectivo de varones reunido en una cancha de fútbol le hacen saber cuál era el trato que podía esperar si hacía conocer la agresión padecida. En ambos casos, el relato exhibe la capacidad de desafiar estos juicios estigmatizantes. El testimonio de Carla muestra cómo dar el nombre de violación a una experiencia puede movilizar todo un universo de sentidos y trastocarlo. La nominación de la experiencia se destaca, entonces, como una ocasión en la que, a la vez que se avivan juicios sexistas sedimentados en las palabras, emergen maneras inesperadas de entenderse a sí misma y de reconsiderar la violencia padecida. El acto de nombrar contradijo la narrativa que caracteriza al hogar como un espacio seguro y a la violación como algo que sucede con personas desconocidas y en espacios abiertos. También fueron cuestionadas las marcas de clase y las prescripciones morales que acarreaba aquel gastado relato. Eso no les pasa a las “señoritas de su casa” era el lema que hasta entonces organizaba su manera de juzgar los acontecimientos, es por eso que la palabra no encajaba con la experiencia propia. Una vez que el nombre “violación” se inscribió como un rótulo sobre lo acontecido, esa premisa debió ser cuestionada. En el relato de Martín, el autoritarismo de un modelo de masculinidad que se le presentaba como único lo había llevado a “guardar silencio” sobre la agresión sufrida. Lo que lo movió a callar fue la amenaza de ser expulsado del mundo varonil del que se sentía partícipe. En ese mundo, no era aceptable mostrarse dañado, débil, necesitado de ayuda. Habilitar un espacio para la narración de la propia experiencia, requirió, entonces, impugnar la distribución de la vulnerabilidad prevista por el modelo de la masculinidad imperante y quebrar los límites del modo de ser varón que hasta entonces había aceptado como “correcto”. Debió poner en cuestión, la “gramática genérica de la violencia” (Marcus, 1994), cuyo funcionamiento en otros tipos de discurso habíamos descripto en capítulos anteriores. Así fue cómo, al poner en palabras frente a otros su experiencia, este varón se vio movido a “hacer” de sí mismo algo distinto. El análisis de estos testimonios mostró que contar la violencia sexual padecida es un acto verbal que afecta al cuerpo de quien lo asume no sólo porque requiere la movilización de su aparato fónico y de su gestualidad, sino, también, porque las palabras suscitan efectos corporales. Hablar sobre lo ocurrido conlleva el riesgo de que el peso de las palabras termine por fijarse sobre el propio cuerpo: estigmatizándolo o doblegándolo con el peso de la denigración. El desarrollo expuesto en este último capítulo destaca que remover esas marcas corporales puede requerir movilizar algo más que las palabras. Entonces, los gestos, los movimientos, la respiración, el ritmo de la elocución, devienen herramientas de una batalla micropolítica en la que se debate la manera de mostrarse y de verse a sí mismo/a.

*

En conclusión, la analítica desarrollada en esta tesis permitió describir líneas discursivas que, dada su insistencia, movilizan acuerdos tácitos y valoraciones que se muestran como autoevidentes, a la vez que destacó la capacidad de las palabras para romper estos marcos prefijados. Como hemos señalamos anteriormente, siguiendo a Butler, la historicidad de las palabras reside no sólo en su capacidad para avivar sentidos establecidos, sino también en su constante apertura hacia usos imprevistos. Una ironía, una burla, un gesto, un tono de voz, una pausa o una aceleración en lo que se dice pueden alterar el significado de lo dicho y dar lugar a una subversión de lo que hasta ese momento se mostraba como ineludible. En este espacio abierto por la enunciación a la emergencia de lo inesperado, los relatos de las personas afectadas pusieron en escena alteraciones respecto de las narrativas que pretendía fijar el sentido de su padecimiento. Se logró describir, entonces, el modo en que tiene lugar aquello que fuera señalado al inicio de nuestro planteo: el “guión de la violación” no dirige nunca completamente la escena que busca regular.

El trabajo de investigación presentado dejó señalados algunos aspectos en los que cabría profundizar en nuevas investigaciones. En primer lugar, cabe destacar que la inclusión de testimonios de personas de diferente identidad de género mostró la riqueza y la necesidad de avanzar en un estudio de tipo comparativo, que permita describir las implicancias diferenciales que la problemática de la violación reviste según el género de las personas afectadas. Por otra parte, la indagación realizada mostró la relevancia de profundizar en el estudio de la manera en que la problemática de la violación converge y se enlaza con el discurso de la seguridad ciudadana. Consideramos que allí se abre un núcleo problemático que amerita ser considerado en trabajos específicos. En tercer lugar, una dimensión a explorar en mayor profundidad son los efectos de sentido que emergen de la articulación del lenguaje verbal con los movimientos corporales. En nuestra investigación, atender a dicho enlace se mostró como una actividad fructífera para describir la manera en que los sujetos reelaboran su propia experiencia y, en ese proceso, configuran y reconfiguran los sentidos sociales circulantes. Entendemos que profundizar en el estudio de dicha articulación redundaría en un valioso aporte, tanto en términos de ampliación del campo de conocimientos sobre la temática como de producción de nuevas aproximaciones metodológicas.



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