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Capítulo V

A la sombra de los bárbaros

Hoy ha concluido, por fin, la erección de la gran muralla. Nadie se aventuraría a indagar cuándo se iniciaron los trabajos, porque la investigación, además de descabellada, sería peligrosa. Debemos conformarnos, entonces, con creer lo que se cuenta por las noches en torno de las fogatas, cuando los patriarcas, luego de otear las sombras para asegurarse de que no hay guardias cerca, discurren sobre la cronología del prodigio arquitectónico, ubicando sus orígenes en la primera dinastía, o en un ciclo quizá puramente mítico que se pierde en el declive de los tiempos.

Eduardo Goligorsky, “A la Sombra de los Bárbaros”

 

… trazar un límite puede tener muy diversas razones. Si yo rodeo un lugar mediante una valla, una línea o de alguna otra manera, puede que esto tenga el propósito de no dejar que alguien salga o entre; pero también puede que forme parte de un juego y que el límite tenga que ser saltado por los jugadores; o puede indicar dónde termina la propiedad de una persona y empieza la de otra; etc. Así, pues, si trazo un límite, con ello no se dice para qué lo trazo.

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas

La visibilización de los sectores populares como desafío a la construcción moral de la ciudad

Como hemos adelantado en los capítulos precedentes, en la última década del siglo XX Villa Gesell registró el crecimiento demográfico más alto de toda su historia, como resultado del cual la ciudad ingresará en el nuevo siglo con una población superior a los 24.000 habitantes. Como también hemos tenido ocasión de señalar, este crecimiento estuvo en gran medida empujado por una intensificación de diversas corrientes migratorias preexistentes, así como por la emergencia de nuevos aportes de origen rural, urbano y metropolitano suscitados por los efectos económicos deletéreos acumulados por una década de políticas de inspiración neoliberal ancladas en la convertibilidad monetaria (Torrado, 2004). Sumados al para entonces importante crecimiento vegetativo de la población, estos migrantes contribuyeron a engrosar y a expandir los barrios del oeste de la ciudad que habían comenzado a crecer silenciosamente en la década del 70, y que habían permanecido ocluidos durante los dos decenios sucesivos en la imaginación de los principales actores políticos y sociales de la ciudad, así como entre sus más emblemáticos emprendedores morales.

A medida que nos acercamos al fin de siglo, sin embargo, encontramos que la posibilidad de prolongar este escotoma que confinó durante tres décadas a estos habitantes de sectores populares en el backstage material y simbólico de la ciudad resulta cada vez más inverosímil. No solo porque su peso demográfico, su importancia económica y su dispersión residencial en la ciudad han aumentado de manera considerable –aunque ciertamente estos factores tienen su peso, y mucho– sino en particular porque desde mediados de la década de los 90 los sectores populares de la Argentina urbana en general –objeto de una invisibilización activa y efectiva durante esa década en la que los principales actores políticos del país se jactaban de haber colocado a la Argentina en sintonía con su destino manifiesto de país ‘del primer mundo’ (Grimson, 2012)– comenzarán a transitar una serie de procesos que tendrán como efecto su progresiva visibilización, que podemos remontar en parte a la eclosión piquetera que comienza en 1996 (Svampa, 2004), y que se aceleran sobre finales de la década y comienzos de la siguiente, en particular a partir de la crisis de finales de 2001 y su prolongación durante los meses sucesivos (Pereyra, Vommaro y Pérez, 2013).

Sin embargo, esta visibilidad creciente de los sectores populares de la Argentina, que supo encontrar su via ascensionis a través de una lectura en clave épica de resistencia popular a la hegemonía neoliberal, habrá de encontrar muy pronto –a partir de 2003– su via negationis a través de una clausura –o al menos una torsión– en un escenario en el que los sectores medios aparecen como fatigados y exhaustos de un estado de ‘revolución permanente’ y demandan un ‘regreso a la normalidad’ que implica, entre otras cosas, el confinamiento relativo de los actores de sectores populares a sus territorios de sociabilidad periférica: “los barrios” (Svampa, 2004; Merklen, 2005). Al mismo tiempo, la presencia cada vez más central de un discurso sobre la “inseguridad” que tiene como centro el delito urbano callejero y como protagonistas y putativos responsables a los jóvenes varones de sectores populares urbanos (Reguillo, 2007; Kessler, 2009) –y que hará eclosión en lo que podemos denominar “el momento Blumberg[1] (Calzado, 2006)– produce un fuerte efecto de estigmatización sobre los sectores populares urbanos por parte de ciertas fracciones de los sectores medios, y en particular entre aquellos segmentos cuya distancia con aquellos es menor. Así, a lo largo y a lo ancho del país, resulta habitual para comienzos de siglo que se desplieguen dispositivos materiales y simbólicos demandados, alentados o en el mejor de los casos tolerados por las ya mencionadas fracciones de los sectores medios, que tienen como objetivo efectivo o incluso declarado el confinamiento o el disciplinamiento de estos actores súbitamente visibles cuya aura romántica y militante comienza a ser leída según los trazos más familiares de una retórica de la sospecha y la amenaza.

Como hemos documentado en detalle al comienzo del presente texto, esta visibilización creciente de los sectores populares en la escena pública de la Argentina urbana de finales del siglo XX y comienzos del XXI así como las correlativas reacciones por parte de aquellas fracciones de los sectores medios que se perciben súbitamente amenazadas por ellos, encontró su correlato en el paisaje urbano de la ciudad de Villa Gesell, y alcanzó su consumación definitiva para las vísperas de los comicios de 2007 con los que comenzáramos nuestro itinerario etnográfico. Como hemos visto a lo largo del capítulo I, la visibilidad súbita de estos sectores, leída en clave de proliferación ominosa e inexplicable, operó como una suerte de interpelación colectiva que a todos los efectos obligó a diversos actores sociales y políticos de la ciudad –o para ser más precisos y rehuir un determinismo en el que no creemos, creó una serie de condiciones objetivas que los interpelaba con una intensidad difícil de resistir– a ocupar sus puestos de combate y a revestirse con sus paramentos de emprendedores morales, esto es, a construir y proponer interpretaciones verosímiles y persuasivas de estos fenómenos sobre la base de los recursos morales a su alcance. Como puede esperarse a partir de lo ya señalado en nuestra introducción, los recursos movilizados fueron recogidos principalmente de los repositorios constituidos por los más difundidos y exitosos repertorios locales –cuya sociogénesis reconstruyéramos en los capítulos precedentes–, a los que se sumaron en circunstancias específicas recursos adicionales provenientes de una pluralidad de repertorios de curso más amplio y de difusión más generalizada con los cuales estos se combinaron en respuesta a coyunturas particulares. Como es de rigor, más allá de que estas interpretaciones pudieran surgir a título puntual, su proliferación y reiteración fueron creando las condiciones para su progresiva convergencia en el marco de un proceso de delimitación moral colectiva (Barth, 1976; Douglas, 1986; Cohen, 1985 y 2000) como los que ya hemos encontrado en la reconstrucción etnográfica de las anteriores ‘crisis identitarias’ sufridas por las localidades del partido y que, tal como hemos visto, supusieron una serie de esfuerzos por establecer criterios morales lo más taxativos posibles que permitieran distinguir –en una suerte de litmus test– a los pobladores ‘auténticos’ de potenciales advenedizos, invasores, usurpadores o pretendientes espurios a la dignidad de tales.

Circulación ulterior de los principales repertorios locales

Hemos visto ya varios ejemplos que revelan hasta qué punto cuando la definición pacífica de un ‘nosotros’ se vuelve súbitamente problemática, la urgencia por definir colectivamente el alcance de esa predicación adquiere un carácter crucial e insoslayable. Como es razonable suponer, resulta habitual ante encrucijadas de esta clase que los recursos y repertorios que sirvieron para resolverlas en circunstancias análogas en el pasado –o al menos para encontrarles sentido– sean reactualizados en un proceso de circulación renovada e intensificada. Mal puede extrañarnos, por consiguiente, que en la Villa de comienzos de siglo hayamos encontrado un acentuado interés por la historia local, interés de una intensidad que bordeaba con frecuencia la obsesión.[2] Así, a la circulación sostenida de los textos fundacionales[3] que funcionaran como dispositivos centrales[4] de difusión del repertorio de los pioneros y la de sus armónicos posteriores, se les fueron agregando en el transcurso de la primera década del nuevo milenio una serie de obras de carácter epigonal, que recorrieron una y otra vez las sendas abiertas por sus predecesoras –como las ya mencionadas de García y Palavecino (2006) o Los incautos de Carlos Ortiz (2010)–, a las que podemos añadir la aparición de un número de ensayos de interpretación histórica entre los cuales se destacan los seis textos ya mencionados de Oviedo a los cuales hemos hecho referencia (Oviedo, 2002, 2004, 2005, 2006, 2007 y 2009), cuatro de los cuales hemos analizado in extenso en el capítulo III.

Al mismo tiempo, las industrias culturales comenzaron a multiplicar las ‘historias de pioneros’, haciéndolas circular en diversos soportes. Numerosos programas de radio comenzaron a dedicar segmentos o incluso emisiones enteras a anécdotas e historias provistas por los oyentes, y diarios y semanarios publicaban –y siguen publicando con frecuencia– entrevistas a ‘pioneros’.[5] Con el tiempo, los medios audiovisuales habrían de sumarse a esta tendencia: la productora de contenidos Gesatel, propiedad de la emisora local de televisión, puso en marcha en el año 2009 un exitoso y muy cuidado ciclo denominado Pioneros: historias de vida, con entrevistas a algunos de los primeros pobladores de la Villa, establecidos allí en las décadas del 40 y del 50.[6] También se realizaron diversos documentales para ciclos de exhibición nacional, que oscilan entre la reproducción didáctica de los topoi estilizados y puestos en circulación por el relato canónico que hemos reconstruido en el capítulo II[7] y productos más cuidados que siguen las huellas de Pioneros: historias de vida.[8]

Como hemos adelantado, esta prolífica oferta de dispositivos, discursos y productos en torno de la historia de la ciudad era recibida con avidez por el público geselino: en los siete años que dedicamos al trabajo de campo, nuestros informantes y entrevistados no perdían ocasión para recomendarnos lecturas, programas de televisión o documentales como los ya mencionados. Los libros sobre ‘la historia de la Villa’, viejos y nuevos, aparecían milagrosamente sobre mesas de café y cajoneras durante las entrevistas y éramos testigos con frecuencia de hasta qué punto las muestras y eventos llevados a cabo por el Museo y Archivo Histórico recibían una afluencia constante de público local. Las principales librerías, por su parte –así como los kioscos de diarios y revistas–, suelen exhibir en forma prominente los ejemplares disponibles de los textos mencionados y el semanario El Fundador publica con asiduidad textos ‘históricos’ acerca de la Villa y sus ‘pioneros’ –varios de ellos reediciones o reimpresiones de notas aparecidas en años anteriores.

Como hemos señalado, estos productos reproducen en términos generales los recursos identitarios y morales presentes en la épica fundacional canonizada en los textos de Sierra y Masor y que configuraran ese repertorio prestigioso que denomináramos de los pioneros. Sin embargo, como también hemos mostrado, esta versión original convive con su reconstrucción y ampliación ulterior en el marco de ese tardío repertorio libertario construido a partir de una concordatio con la primavera hippie, que circula en simultáneo con su predecesor tanto en dispositivos textuales (Saccomanno, 1994; Oviedo, 2002; Magnani, 2011; Provéndola, 2013), museográficos –como la ya mencionada muestra El paraíso de la juventud. Los años sesenta y setenta en Villa Gesell[9] y su catálogo– o audiovisuales –en particular las más recientes de las producciones mencionadas en los párrafos precedentes, en las que encontramos explícitamente afirmada la homología o incluso la identidad entre los “pioneros” que forjaron la Villa y los “pioneros” que dieron origen al rock nacional. A estos dos repertorios centrales debemos agregar, por último, la circulación simultánea aunque en menor escala, con una inscripción institucional endeble o incluso ausente, y de manera menos articulada, de ese repertorio crítico que gira en torno de las impugnaciones morales a la ciudad de los fenicios, consagrado en letras de molde por los textos tardíos de Oviedo (2006 y 2007, 2009) y elaborado ulteriormente por otros notorios autores locales (Brunet, 2009; Saccomanno, 2012).

Como hemos visto al ocuparnos de ellos en orden sucesivo, cada uno de estos repertorios incluye entre sus componentes una serie de recursos que permiten a los emprendedores morales que se sirven de ellos articular etiologías alternativas del proceso de transformación experimentado por la Villa, proceso respecto del cual las versiones rivales comparten tanto el diagnóstico general –la Villa ha cambiado su morfología social, y “se ven clases de personas que antes no se veían”– como la percepción de su carácter deletéreola situación es insostenible. Los repertorios de difusión más generalizada –el de los pioneros y el libertario–, fundados de manera análoga en la delimitación de una Gemeinschaft caracterizada por un conjunto de virtudes morales exclusivas y excluyentes, aunque menos restrictivas en el caso del segundo que del primero, leen la repentina irrupción de los sectores populares en la escena pública de la Villa (irrupción que como sabemos no es más que la visibilización de una presencia elidida durante las últimas tres décadas) como un fenómeno tan inexplicable como ominoso que reclama en forma irrecusable una explicación que neutralice su carácter Unheimlich. La versión crítica de “las dos ciudades” sustentada en la impugnación moral a los fenicios, por su parte, propone una interpretación de la mudanza en una clave más estructural y progresiva aunque bajo una modalidad que distribuye la agencia –y por tanto la responsabilidad moral– en una forma notoriamente sesgada,[10] aunque no por ello rehúya las calificaciones estigmatizantes hacia sus putativas víctimas, quienes son habitualmente presentadas –como tuviéramos ocasión de mencionar en el capítulo I– como portadoras de indolencia, inseguridad o criminalidad, vicios cuya gravedad terminal da testimonio de la profundidad de la crisis (cf. Oviedo, 2007: 60, 92, 112-122 y Oviedo, 2009: 49, 99-100, 168).

Así, frente al desafío de una ciudad que se vuelve súbitamente opaca (o incluso irreconocible) como resultado de la invasión de una serie de actores de extracción popular hasta ayer ausentes de una Villa demográficamente homogénea y socialmente preservada –esta es la versión de quienes movilizan los repertorios de los pioneros y libertario– o, alternativamente, del incremento desmesurado y patológico de su número acompañado del deterioro creciente de sus condiciones objetivas y subjetivas de vida causado por la reproducción sostenida e irracional de un modelo turístico parasitario, predatorio y alienante –como sostienen quienes esgrimen los recursos del repertorio de los fenicios–, parece prácticamente imposible (o al menos moralmente censurable) permanecer indiferentes. Nos encontramos en consecuencia frente a uno de esos momentos críticos que –como señaláramos en la introducción– suelen precipitar la reflexividad moral de los actores sociales de manera pública y visible, y que los impulsa a pronunciarse con mayor frecuencia que la habitual respecto de cuestiones identitariasquiénes o qué somos y por qué somos eso que somos– y a fortiori y sobre esa base a sugerir determinadas opciones políticas –es decir, prescripciones acerca de qué debe hacerse en respuesta a la coyuntura presente. Cada uno de estos pronunciamientos implica, por supuesto, desafíos explícitos a las modalidades alternativas de plantear las preguntas y de ofrecer respuestas a ellas, situación que configura una disputa persistente por la veracidad de las representaciones identitarias en competencia así como por la correlativa legitimidad de las propuestas políticas que de ellas se siguen.

La pregunta identitaria, sin embargo, no involucra un diagnóstico meramente impersonal; por el contrario, remite a una guerra de posiciones en la que se encuentra en juego de manera crucial el estatuto del propio enunciador, esto es, su capacidad de presentar persuasivamente un ‘nosotros’ lo suficientemente inclusivo como para quedar del lado de dentro de las murallas identitarias que defienden a la ciudad ‘auténtica’ de los invasores amenazantes y espurios. Resulta muy posible que otros, por su parte, consideren a ese mismo enunciador como parte de la horda invasora, y prefieran por tanto construir esas murallas en una posición más interior y resguardada. De esta manera, el escenario abiertamente conflictivo que surge como resultante de esta coexistencia simultánea y polémica de posicionamientos alternativos anclados en repertorios contrastantes o incluso contradictorios revela con claridad meridiana las asimetrías, ventajas y límites a los que se enfrentan diversas clases de actores de acuerdo con sus posiciones respectivas en la morfología social de la ciudad, y que configuran el universo de sus ‘movidas’ posibles en el delicado juego de la afirmación y la impugnación identitarias –juego de cuyo éxito o fracaso relativo depende a posteriori la posibilidad de reclamar mayor o menor legitimidad para sus prescripciones políticas.

Así, si hasta ahora hemos reconstruido los procesos de sociogénesis de los principales repertorios locales y los rasgos sustanciales de su articulación y circulación sucesivas sin hacer mayores referencias a la posibilidad efectiva que tienen diversos actores de movilizar los recursos reunidos en ellos, ha llegado el momento de detenernos en la topología social de estos procesos de apropiación, movilización y recusación sin los cuales, como señaláramos en nuestra introducción, los recursos no constituyen recursos, ni los repertorios pueden leerse como repertorios. Como veremos en los párrafos que siguen, un análisis de esta clase habrá de revelarnos la existencia de una asimetría constitutiva que expresa las posibilidades diferenciales con las que cuentan diversos actores para (re)presentarse como geselinos de pleno derecho –y por tanto como parte de la ‘comunidad amenazada’ en oposición a la exterioridad amenazante– y que configuran ulteriormente los límites objetivos de su putativa agencia política.

Acceso diferencial a recursos y repertorios en el proceso de autenticación moral

La identificación con un colectivo social en tanto comunidad imaginada (Anderson, 2007) puede entenderse (al igual que cualquier proceso de construcción identitaria) como resultado de una negociación más o menos explícita entre las pretensiones o reclamos de determinados actores sociales y el reconocimiento, impugnación o imputación alternativa por parte de otros pacíficamente admitidos como parte del colectivo respecto del cual estos reclaman pertenencia (Cuche, 1996; Grimson 2011).[11] Leído en esta clave identitaria, Los establecidos y los outsiders, célebre texto de Elias y Scotson (2000), ofrece un modelo bien conocido de un proceso de esta naturaleza, en el marco de una comunidad relativamente circunscripta y sobre la base de una asimetría manifiesta en el acceso a ciertos recursos cruciales: en un extremo, los ‘ciudadanos de bien’, la ‘gente como uno’, los miembros del establishment, quienes, al conseguir monopolizar con relativo éxito el lugar de emprendedores morales y en su doble carácter de juez y parte, suelen ser admitidos sin mayores dificultades como miembros de pleno derecho de la comunidad con la que se identifican. Correlativamente y en el otro extremo, los actores cuyos reclamos de pertenencia plena al colectivo son rutinariamente impugnados por el implacable tribunal de la ‘buena sociedad’, ya sobre la base de la ausencia de ciertos atributos que se suponen inherentes a la identidad a la que se aspira, ya en virtud de la presencia de otros atributos negativamente valorados e incompatibles con aquellos.

Más allá de la fecundidad heurística del modelo de establecidos y outsiders (o quizás, precisamente, en virtud de ella) no está de más recordar que las relaciones descriptas por Elias y Scotson constituyen tipos ideales que se refieren a procesos que suelen aparecer en la vida efectiva de los grupos sociales de un modo mucho más desprolijo y cuyo alcance, extensión y explicitud habrán de diferir de comunidad en comunidad. Si bien tanto el título como el argumento central de la obra ya citada plantean la tipología que opone ‘establecidos’ a ‘outsiders’ en clave de oposición polar, tenemos razones para creer –como mostraremos en breve– que su plena fecundidad heurística es alcanzada cuando se la interpreta como un continuum de posiciones en el cual los outsiders de ciertos establecidos pueden bien ser (esto es, reclamarse como) los establecidos de otros outsiders, en una gradación que expresa a cada momento un estado de tensión permanente en el cual actores de diversas clases intentan movilizar recursos identitarios traducibles a alguna forma de legitimidad que les permita distinguirse de aquellos que no pueden recurrir a esos mismos repertorios, en una guerra de posiciones hasta cierto punto homóloga de la persistente disputa por la distinción reconstruida por Bourdieu (2006) en uno de sus textos más célebres.

Entonces –de manera análoga a lo que en el capítulo precedente señaláramos para los marpampeanos–, en un escenario en el que la identidad colectiva de la Villa aparece como incierta, confusa o incluso amenazada, en un espacio público en el que “ya no se sabe quién es quién”, en una ciudad en la cual las personas con las que nos cruzamos en la calle pueden ser parte de esa barbarie invasora que la intriga política derramó desde el conurbano o una de las innumerables víctimas pasivas –pero no por ello menos peligrosas– de la especulación inmobiliaria y la voracidad agiotista de los powers that be, las cuestiones de la autenticidad y la pertenencia adquieren una urgencia particular. Resulta perentorio en este escenario determinar quiénes son –esto es, quiénes somos– las ‘personas respetables’, aquellas cuyas disposiciones morales se muestran consistentes con las que se esperan de un ‘auténtico geselino’ y de quienes por tanto puede esperarse la sensatez suficiente como para proponer –o al menos reconocer y adherir a– soluciones políticas que tengan sentido desde el punto de vista de la ciudad y su ‘esencia’. En este escenario de sospecha identitaria generalizada todo ocurre como si, de hecho, los habitantes de la ciudad (o al menos quienes se encuentran en posiciones particularmente ambiguas, liminales o inciertas) se vieran virtualmente desafiados de manera permanente –y de hecho, en no pocos casos en efecto lo son– a demostrar la intensidad y la legitimidad de su vínculo sustantivo con ella. Las herramientas fundamentales para esta demostración implican, como ya lo hemos señalado, la movilización de los recursos morales disponibles en los principales repertorios locales en vigencia, en busca de argumentar una identificación apodíctica con Villa Gesell y su putativa esencia que distinga a estos nobles enunciadores de la chusma de los recién llegados,[12] invasores, oportunistas y depredadores.

Como ya hemos sugerido en passant, ni todos los recursos son igualmente eficaces para estos propósitos, ni todos los actores sociales se encuentran igualmente habilitados para movilizarlos. La regla general suele ser que los recursos que los geselinos en posiciones estructurales más precarias procuran movilizar en su intento por definirse a sí mismos y ser reconocidos por otros como establecidos coexistan con otros más prestigiosos. Estos últimos permiten ser esgrimidos por otros actores que pueden, a su vez, reclamar mayores cuotas de legitimidad y desde la atalaya de una posición más consolidada y favorable. La afinidad con una de las oleadas migratorias consideradas fundacionales, argumentada en términos de una continuidad moral anclada en los repertorios más prestigiosos asociados a ellas, representa el ejemplo más eminente de este uso de tales recursos:

No importa lo que te digan: ser geselino va más allá de vivir en la ciudad… por más que hayas vivido, no sé, muchos años. Ser geselino tiene que ver… con estar compenetrado con lo que la ciudad es… con lo que fue, con lo que significó hacerla… yo aprendí a ser geselino escuchando y sobre todo mirando a mi viejo, y él de esto sabía porque fue uno de los que hizo esta ciudad… ¡cómo no va a saber qué significa ser geselino! Y tiene que ver con una forma de ser, que no se aprende de otra manera que esa (Santiago, 44 años, ingeniero agrónomo e hijo de pioneros).

yo no sé quién tiene el geselómetro [ríe] o si alguien lo tiene, pero vos me preguntaste a mí y yo te digo que el geselino de verdad, el auténtico, el geselino posta es el que representa lo que fue Gesell en su mejor momento, en el momento en que Gesell fue “la Villa”. No sé… por ahí es una boludez, pero yo veo a un tipo de saco y corbata diciendo que es geselino y me dan ganas de cagárme[le] de risa en la cara [y decirle] “No, hermano, lo que vos sos es un careta, un pelotudo [ríe]… andáte a Pinamar”… o a Mar del Plata… ojo, por ahí no hace falta haber estado ahí, en ese momento… pero los que estuvimos tenemos como eso… como que es natural para nosotros. Y la gente lo sabe, sabe que en el fondo nosotros y gente como nosotros fue la que hizo la Villa (Ernesto, 62 años, artesano).

Como puede imaginarse, estos recursos de particular eficacia están fuera y por encima del alcance de quienes se han establecido en la ciudad en las décadas más recientes, quienes no pueden recurrir a ellos con ninguna posibilidad razonable de éxito. Correlativamente, pueden ser utilizados por quienes sí tienen acceso a ellos para empujarlos hacia las tinieblas exteriores de los ‘recién llegados’,[13] tal como pone de manifiesto el siguiente contrapunto:

o sea, yo sé que por ahí no soy como esos que están en la ciudad hace… no sé… cuarenta o cincuenta años y que se las dan de pioneros… pero lo que importa es que yo me vine acá a laburar y no a rascarme el higo, y que tengo los mismos derechos que cualquiera, porque me vine con mi familia, con mis hijos, a criarlos, a hacer… a armar mi vida con mi familia, y que me vine a un lugar que siento como mío… y por el que por ahí dejé otras cosas, mejores… bah, no sé si mejores, pero más oportunidades… porque sentía que mi lugar era este, y yo no le pedí ni le pido nada a nadie y eso es lo que importa… ¿o no? (Carlos, 31 años, empleado en una gomería).

Mirá, yo entiendo que un tipo que vive del otro lado [del Boulevard] por ahí pueda decirse geselino, o incluso sentirse geselino. Pero como te decía yo soy de los que piensanojo, no sé si está bien o está mal, pero yo pienso así que hacer el cambio de domicilio en el documento no te hace geselino, porque hay una historia detrás, hay… hay… una cultura, una forma de ser, una historia compartida que es la que te hace geselino… y eso no lo tenés de un día para otro… hace falta tiempo, hacen falta, no sé… dos generaciones, ponele, mínimo… no tiene que ver con el tiempo, tiene que ver con que eso es lo que te lleva incorporar lo que sería la esencia del lugar… eso que te decía antes (Santiago, 44 años, ingeniero agrónomo e hijo de pioneros).

Aun así, no resulta infrecuente que incluso los pobladores llegados en forma relativamente reciente y con una inserción estructural más precaria recurran a algunos de los valores morales inscriptos en el repertorio de los pioneros –en especial el trabajo, el sacrificio, y la voluntad de progreso individual y colectiva– en un intento de reclamar cierto tipo de legitimidad que los distinga de esa masa de ‘otros’ perturbadores –vagos, cómodos y cortoplacistas– a quienes se adjudica el deterioro del tejido social y vecinal de una Villa antes paradisíaca y homogénea.

Para mí la diferencia que importa está entre la gente de laburo como puede ser uno… la [gente] que se rompe el lomo laburando, la que se sacrifica por la familia, para poder tener tu casita [y progresar], el que manda a sus pibes al colegio y el que le importa todo un carajo, que chupa, se droga, vive de planes… que no piensa en el mañana… la pendeja que se llena de pibes… esa es la diferencia… importante, el resto son boludeces… Si vos ves la historia de este lugar, la que pasan en la tele [se refiere a ‘Pioneros’] te das cuenta que a esta ciudad la hicieron laburantes, laburantes como uno. No parásitos ni vividores: tipos que se rompieron el lomo laburando, con un oficio, como nosotros (Carlos, 31 años, empleado en una gomería).

Mis viejos laburaron toda la vida, los dos laburaron… y a nosotros nunca nos enseñaron otra cosa que esa: que si querés progresar no te queda otra [que laburar]… sí, obvio, es muy choto vivir toda la vida laburando, sobre todo cuando vos ves que hay otros que hacen la fácil… pero si vos mirás alrededor [señala] vos ves que este lugar… bah, por lo que yo sé de la historia de este lugar, que era así [no se hizo] solo, lo hicieron un montón de tipos laburando… no como todos esos que vinieron después a afanar o a vivir de arriba con lo de la política (Diana, 23 años, empleada doméstica).

También se encuentra disponible –aunque solo para ciertas clases específicas de actores, con marcados sesgos de clase y de generación[14]– la posibilidad de recurrir en forma aditiva o disyuntiva a los recursos morales alternativos del repertorio libertario, como el inconformismo, la informalidad, la bohemia o un naturismo reencarnado en ecologismo, así como la de establecer una continuidad más directa a través de una serie de prácticas que prolongan y remiten directamente a las consideradas emblemáticas de los habitués de la Villa a finales de los 60 y comienzos de los 70, como la producción de artesanías o la práctica de la poesía, la literatura o las artes en general.

yo siento que este es mi lugar en el mundo, y siempre supe que en cuanto pudiera me iba a venir acá, porque esta ciudad tiene un ángel que llama a la gente como yo. Así como llamó a [Luis Alberto] Spinetta o a Miguel Abuelo en su momento, así como llamó a tantos y tantos artistas… ojo, no es que me compare con ellos, lo que te quiero decir es que esta es una ciudad que llama a gente con inquietudes culturales, así, o artísticas… así fue siempre, y así [lo] sigue siendo ahora. Claro que no todo el mundo lo ve, no todo el mundo [viene por eso] y yo creo que ese es parte del problema (Luciana, 29 años, pintora).

Ahora bien, como ya señaláramos, son aquellos geselinos que se han establecido en la ciudad en forma más o menos reciente, cuya posición estructural, económica y laboral es por tanto más precaria, y que se han asentado en la franja oeste de la ciudad, “del otro lado del Boulevard”,[15] quienes con más frecuencia son interpelados explícita o implícitamente para que demuestren su vínculo sustantivo y auténtico con la ciudad. Apenas puede sorprendernos, por tanto, que sea entre ellos, como lo muestra el testimonio de Carlos arriba citado, donde hemos encontrado el mayor celo a la hora de socializarse activamente como geselinos –leyendo y releyendo los textos canónicos, mirando y comentando con sus pares los programas periodísticos y documentales, concurriendo a las muestras y exhibiciones del museo, ayudando a sus hijos en las tareas escolares relacionadas con la ciudad, su flora y su fauna, su geografía y su historia–, y entre quienes encontramos que despliegan con más ímpetu los principales recursos de identificación moral con la ciudad (y en particular aquellos que los separan de los ‘auténticos outsiders’, indistinguibles de ellos a todos los efectos prácticos). Así, es común que estos informantes se presenten ante todo, como hemos visto, haciendo énfasis en su carácter de esforzados emprendedores, como una suerte de pioneros secundum quid, que “dejaron todo” en sus lugares de origen para mudarse a Gesell y contribuir al mejoramiento físico y moral de la ciudad, “trabajando sin parar” y “poniéndole el hombro a la Villa”. Muchas de las virtudes a las que los argumentos de quienes movilizan estos recursos hacen referencia intentan replicar, en menor escala y según modalidades menos heroicas y más secularizadas, las de los pioneros originales, en quienes se reconocen y de quienes se reclaman herederos (en especial, las virtudes del sacrificio, la constancia y la visión de futuro), a la vez que construyen una imagen especular de los vicios opuestos, atribuidos a los ‘recién llegados’ del conurbano bonaerense, que caracterizáramos en detalle en el capítulo I.

Como hemos tenido ocasión de oír decenas de veces en los testimonios de los migrantes más recientes y en posición más precaria, su identificación virtuosa con la ciudad se argumenta, sobre todo, a partir de la categoría del merecimiento:[16] se trata de inmigrantes que aunque reconocen estar muy distantes –histórica y moralmente– tanto de los pioneros de la edad heroica como de los caleidoscópicos hijos del flower power, reclaman una membresía de pleno derecho como geselinos a partir de su contribución laboriosa al crecimiento y al engrandecimiento de una ciudad que es indiscutiblemente suya en la medida en que, como diría Vico, la conocen porque la han hecho. Los auténticos ‘recién llegados’, por el contrario, ocuparían una posición parasitaria, en la medida en que acceden, sin arte ni parte, a una ciudad que ha sido construida sobre la base del esfuerzo ajeno y al disfrute de un conjunto de beneficios que reciben “servidos”, sin haber hecho nada para merecerlos:

… [la Villa] (…) se empezó a poblar más… y… con los años fue creciendo, porque (…) ahora hay más cosas, quedan más locales abiertos [y entonces] la gente [que viene] se queda, no se va. Es gente que antes por ahí venía en temporada, a probar suerte, y terminaba la temporada y se iba. Ahora se queda, tal vez… Antes en invierno no había nada, había que bancarse el invierno… Ahora hay de todo, y entonces tienen todo servido, no como nosotros, que no teníamos nada… (Soledad, 22 años, estudiante).

Claro, ahora es una boludez, no cuesta nada decir “yo soy geselino”. Ahora está todo hecho, es un lujo esto, es Disney… pero a mí a veces me da bronca porque es como que vos te hacés una casa y te rompiste el culo haciéndola y nadie te regaló nada, y cuando está terminada te caen unos tipos que ni conocés, [te dicen] “Permiiiiiiso…” y se te instalan. O como cuando tenés la pileta, que a la hora de limpiarla o de pintarla [al principio del verano] no aparece nadie. Cri, cri… [remeda el ruido de grillos]pero llega el primer día de calor, y te cae hasta el primo tercero de tu tatarabuela (Santiago, 44 años, ingeniero agrónomo).

Cabe destacar que si bien estos usos derivativos de ciertos recursos del repertorio de los pioneros son movilizados sobre todo por aquellas familias que se establecen durante los 80 y los 90 y que cuentan, por tanto, con al menos una (y a veces dos) generaciones en Gesell, puede recurrir a él, en principio, cualquier residente que esté en condiciones de argumentar que “dejó todo” para “venirse a la Villa” y contribuir “con su trabajo honrado” al crecimiento de la ciudad. Sin embargo, como hemos ya señalado, esta operación deja siempre abierta la posibilidad de impugnación por parte de aquellos que cuentan con credenciales identitarias mejor fundamentadas y que en cualquier ocasión pueden, en virtud de ello, optar por desconocer el reclamo de quienes consideran ‘advenedizos’, los que están, por tanto, en riesgo permanente de ser empujados allende las fronteras que dividen a los ‘establecidos’ de los ‘recién llegados’. Al mismo tiempo, estos recursos pueden ser movilizados de manera recursiva, en una gradación imperceptible que configura una aproximación asintótica a un grado cero de exterioridad supuesto por la condición de outsider pleno, sin alcanzarlo nunca –en la clave de ese retruécano que enunciáramos al inicio de esta sección: los ‘recién llegados’ de ciertos ‘establecidos’ pueden reclamarse ‘establecidos’ respecto de otros ‘recién llegados’ de quienes buscan distinguirse y así, ad infinitum, en una cadena de legitimidades decrecientes.

Siendo así, apenas puede sorprender que los reclamos de autenticidad fundados en estos usos sean sometidos a un escrutinio tan constante como minucioso por todos los candidatos a ‘establecidos’, en particular por parte de quienes cuentan con credenciales más recientes, que movilizan con sumo celo y enorme detalle una serie de evidencias en las que buscan anclar su derecho legítimo a utilizar los recursos y atributos ya mencionados para distinguirse con vehemencia de los ‘auténticos recién llegados’: “gente sin oficio”, “improvisados”, oportunistas, migrantes que han “caído” a Villa Gesell no por convicción o por elección sino faut de mieux, y que no participan de la “cultura del trabajo” (sin que, por eso, pueda asignárseles una posición contracultural o libertaria sustentada en los recursos del repertorio del hippismo).

Aun así, y más allá de las pretensiones de respetabilidad moral y de autenticidad identitaria de estos candidatos a establecidos con credenciales más bien precarias, lo cierto es que suelen carecer por regla general de recursos suficientes –o más bien del acceso a ciertos recursos críticos– como para estabilizar sus reclamos de una manera que resulte persuasiva a los ojos de sus coterráneos mejor posicionados, de modo tal que las interpelaciones que estos construyen de los ‘recién llegados’ frecuentemente los vuelven a empujar del otro lado de los limes, confundiéndolos en una masa indiferenciada de outsiders cuya diversidad interna permanece invisible[17] y esto más allá de la posición moral o política que tengan en relación con ellos.

Obvio… yo sé, como todo el mundo sabe, que entre esa gente [del otro lado del Boulevard] tenés gente de laburo, que se rompe el lomo, como tenés al fierita que sale de caño a conseguir guita para la droga… pero igual a la larga o a la corta es gente… que viene de otra realidad, con otra idiosincrasia, gente que…ojo, no los juzgo, yo digo como es nomás que por ahí nunca tuvo un piso de material, que nunca tuvo una ciudad linda como estaporque vienen de un barrio de mierda y no saben muy bien qué hacer con ella. O sea, si yo me crié toda la vida en La Matanza… por más que me traigan acá voy a seguir viviendo como si esto fuera La Matanza, por más onda que le ponga y por más laburador que pueda ser… pero esto es Gesell, no La Matanza… y por ahí esta gente estaría mejor en otro lado, más parecido a lo que ellos conocen… (Cristian, 37 años, comerciante).

Como puede verse a partir de las afirmaciones precedentes, más allá de los considerables esfuerzos realizados por muchos de los geselinos de afincamiento más reciente en la localidad para movilizar recursos de repertorios consagrados en el marco de una empresa de identificación virtuosa, el carácter ubicuo y naturalizado de la percepción dicotómica de “las dos ciudades” o “las dos Villas” –sobre todo a partir de su consolidación en el repertorio de los fenicios y su sucesiva consagración ensayística (Oviedo, 2006 y 2007, 2009; Brunet, 2009), literaria (Saccomanno, 2012) y periodística[18]– sigue operando en este sentido como un recurso de interpelación poderoso y eficaz con el que amplios sectores de la sociedad geselina consiguen erosionar –y en el extremo bloquear– la operación potencialmente recursiva y ascendente de estos pretendientes lejanos a la respetabilidad moral y a la inclusividad identitaria.

Las controversias en torno de la autenticidad identitaria y la pertenencia de pleno derecho en la Villa Gesell de principios de siglo, por consiguiente, muestran un perfil bimodal: de un lado, los establecidos de la ciudad, estructuralmente bien posicionados y con la posibilidad de acceder a y movilizar una amplia panoplia de recursos –incluyendo los más prestigiosos y eficaces del repertorio original de los pioneros y de su versión ulterior ampliada y libertaria–, que argumentan de modo apodíctico su propia autenticidad y sus vínculos sustantivos con la ciudad, y desde allí, la legitimidad de sus representaciones sobre ella; del otro, una serie de recién llegados de los cuales una porción sustantiva aspira a ser incluido en el colectivo del que los primeros forman parte indiscutible, pero cuyos recursos no les posibilitan alcanzar la velocidad de escape que les permitiría consolidar esa asimilación, y que los coloca en riesgo perenne de ser empujados a las tinieblas exteriores de quienes no tienen siquiera los recursos necesarios para argumentar esa forma derivada e inestable de pertenencia, los outsiders definitivos.

Como hemos ya señalado, estos posicionamientos identitarios configuran a posteriori posibilidades diferenciales en lo que hace a la capacidad que los diversos actores tienen de proponer y legitimar agendas políticas alternativas. Como queda razonablemente claro del cuadro que acabamos de reconstruir, los establecidos de la ciudad consideran que en virtud del vínculo privilegiado, singular y sustantivo que tienen con la ciudad –y del que los recién llegados carecen– son ellos quienes saben lo que Villa Gesell realmente es, lo que necesita y lo que debe hacerse para que se reencuentre con una ‘esencia’ que si no se ha perdido aún, está a punto de perderse, quizás para siempre. Consecuentemente son ellos –argumentan– quienes deberían mantener (o recuperar, toda vez que lo hayan perdido) el control político de la ciudad. Las protestas de los ‘recién llegados’ en lo que hace a su putativo derecho a pronunciarse sobre la ciudad y su destino, sobre la base de una supuesta afinidad moral u emotiva, nunca puede considerarse totalmente libre de sospecha; más aún, su autenticidad solo puede ser considerada definitivamente establecida cuando coincida con las prescripciones emanadas de los cenáculos de los ‘geselinos auténticos’, los establecidos irrecusables, y sobre todo cuando estos aspirantes a la respetabilidad local se alineen pacíficamente bajo sus estandartes y consignas.

Sin embargo, como ya hemos visto al hablar del papel y el peso de los diversos repertorios en la representación de la ciudad, los establecidos no forman un bloque homogéneo, y sus prescripciones políticas por tanto –la respuesta a la ya mencionada y leniniana pregunta de qué hacer– distan de mostrarse unánimes. Hemos mostrado en capítulos precedentes que no faltan entre ellos quienes han incorporado con soltura muchos de los recursos presentes en el repertorio de los fenicios, en particular el binarismo sociológico expresado en la metáfora de “las dos ciudades”; y a los ojos de estos actores lo que está en juego es la oposición ya presentada y abundantemente desarrollada entre dos proyectos urbanos, económicos, sociales y a fortiori políticos: los que oponen el “balneario” a la “ciudad”. Una buena parte de los actores con mayor legitimidad identitaria, sin embargo, firmemente anclada en las representaciones consagradas por la circulación de los repertorios más prestigiosos –y en particular el repertorio canónico de los pioneros interpreta este proceso de transformación social en clave patológica, como una suerte de desarrollo tumoral inesperado que es preciso extirpar o al menos neutralizar a los efectos de recuperar la Villa auténtica y su “esencia”. Llegamos así a un escenario en el que los repertorios locales de identificación moral que fueron ensamblándose, consolidándose, reelaborándose, mudando y circulando en diversos dispositivos formales e informales a lo largo de la historia de la Villa comenzarán a ser movilizados en el marco de un debate específicamente político, debate en el cual el advenimiento de Jorge Rodríguez Erneta a la Intendencia de la ciudad con el que comenzáramos nuestro itinerario etnográfico representa el momento más intenso, visible, explícito y por tanto, analíticamente promisorio.

Las disputas políticas de la gestión Erneta en términos de la movilización de repertorios morales alternativos

Retornamos así por última vez a los resultados de la jornada electoral de 2007 que constituyera el punto de partida de nuestro tour de force antropológico. A la luz de los elementos presentados en las secciones precedentes, la propuesta de “refundación” de Rodríguez Erneta puede reconocerse sin demasiado esfuerzo como la actualización de un proyecto político construido a partir de la movilización de recursos provistos por el repertorio crítico de los fenicios, y en particular de su esquema polar de “las dos ciudades”, que fuera objeto en los discursos del intendente de una combinación con una serie de recursos adicionales provenientes del repertorio más amplio y de vigencia más extendida provisto por la retórica peronista y en particular sus tropos más frecuentados en el discurso político a escala nacional en la primera década del siglo (Biglieri y Perelló, 2007). Esta combinación multiplicó sus efectos y permitió inscribir su proyecto como una empresa de reivindicación social y de reparación histórica encarnada en una cruzada justiciera contra las camándulas que durante décadas habrían monopolizado en su propio beneficio una ciudad que debería ser patrimonio común de todos los geselinos.

Las principales acusaciones que hemos visto en boca de sus rivales y opositores políticos, por su parte, toman una forma que no oculta su deuda con una variedad de recursos alternativos movilizados en forma incompatible con los precedentes y provenientes de los restantes repertorios locales –en particular el de los pioneros, en su versión original, pero también aunque en menor medida de su reformulación ampliada y libertaria– a la luz de los cuales estos ‘recién llegados’ y sus análogos en el funcionariado de la ciudad no podrían considerarse auténticos geselinos –al menos en tanto apoyen a quienes usurpan el control político de una ciudad respecto de la cual no tienen credenciales morales suficientes como para reclamar como propia– dado que no comulgan con ninguna de las virtudes consagradas que caracterizan este estatus de modo inequívoco. A la luz de este diagnóstico resulta evidente que no pueden ser otra cosa que peones pasivos –o en el peor de los casos activos parásitos y oportunistas– movilizados en el marco de una estrategia de acumulación de poder por parte de un intendente inescrupuloso y sus cómplices y aliados de ocasión. Asimismo, como hemos visto, estos repertorios permitían arribar por vía indirecta y en clave de inferencia al déficit de autoctonía del intendente del cual se seguirían todos los restantes. En efecto: si uno u otro repertorio reconocen una serie de virtudes que sus hacedores imprimieron a la ciudad y que configuraron su esencia –como la ‘cultura del esfuerzo’ o el ‘amor por la naturaleza’, para mencionar solo las más emblemáticas–, y el intendente no hace gala de ellas ni las fomenta, sino que más bien se caracteriza por su indiferencia hacia ellas o peor aún por el estímulo de sus contrarias –a través de una arquitectura basta, descuidada y agresiva del paisaje o del “fomento a la vagancia” representado por los planes sociales y otras dádivas menos definidas con las que compraría la voluntad de los sectores populares–, eso nos permite establecer sin sombra de duda alguna que Rodríguez Erneta no es ni puede ser un geselino digno de ese nombre.

Aun así, quisiéramos subrayar que los contornos que finalmente asumiera esta confrontación estaban lejos de ser evidentes o previsibles, y que esta no puede deducirse mecánicamente de los recursos en pugna, en particular porque su movilización efectiva no divide las aguas políticas de manera tan tajante como una consideración abstracta de los repertorios podría sugerir. Como ya argumentáramos en la introducción, no tiene sentido predicar agencia de los repertorios, ni pueden pensarse como conjuntos cerrados y mutuamente excluyentes en lo que hace a la inclusión de recursos específicos. Prueba de ello es el hecho ya mencionado en el capítulo I de la existencia de un número sustancial de geselinos que comparten el diagnóstico de la polarización social y urbana expresado en el recurso de “las dos ciudades”, sin que eso implique de suyo la movilización simultánea de los restantes recursos del repertorio de los fenicios o la extracción mecánica de la necesidad de un acto de ‘reparación justiciera’ (en la medida, claro está, en que unos y otro son considerados causa de esa misma fisión en el marco de una falaz lucha de clases suscitada o azuzada por el propio Ejecutivo local).[19]

Más aún, si analizamos en detalle la propuesta de “refundación” declamada por Rodríguez Erneta, tampoco queda claro de modo inequívoco que estemos frente a la discontinuidad irreductible que sus opositores le imputan. Si volvemos, por ejemplo, a los lineamientos sugeridos por el Plan Estratégico presentado durante la Gestión Baldo que citáramos in extenso en el capítulo III, encontraremos que cada uno de los anuncios y propuestas que su oponente y sucesor fuera hilvanando en forma sucesiva en el marco de su epopeya justiciera podría incluirse sin forzarlo en uno o más de sus ejes fundamentales –en particular en el cuarto, quinto y sexto y en menor medida en el tercero[20]–, de manera tal que no hubiese implicado contradicción alguna interpretar estas iniciativas en el sentido de una continuidad relativa. Sin embargo, aunque formalmente posible, cualquier propuesta de interpretación en esta clave continuista en las condiciones concretas que caracterizaron la escena política geselina a lo largo de nuestro trabajo de campo hubiese sido rápidamente señalada por nuestros informantes –sin importar su signo político– como inverosímil, o incluso ridiculizada como impensable.[21] Más bien al contrario: como ya hemos visto, en el contexto de una polarización creciente de las posiciones políticas de la ciudadanía en torno del gobierno nacional –la ya mencionada “grieta”– y, consecuentemente, de las correspondientes a su encarnación a nivel local representada por la gestión Erneta, el ejecutivo local enmarcó explícitamente su proyecto en clave de provocación, reivindicando una reparación histórica que en ocasiones parecía coquetear peligrosamente con la revancha. Correlativamente, los sectores económica y socialmente dominantes de la ciudad, afines a las fuerzas de oposición y que habían conseguido mantener su hegemonía política y social sobre la ciudad durante al menos los veinticinco años precedentes, leyeron este programa en clave de amenaza, de discordia y de lucha de clases, en un proceso cuyos contornos a nivel local reproducían con frecuencia varios de los rasgos de su contraparte más amplia a escala nacional (Biglieri y Perelló, 2007).

John y Jean Comaroff (2011), en un texto al que ya hemos hecho referencia, argumentaron que las apelaciones a la autoctonía surgirían como respuesta a la percepción de una amenaza a la unidad por parte de una heterogeneidad creciente, como un intento de apuntalar un colectivo puesto en crisis por la “multiplicación de sus componentes por debajo”. Más concretamente, afirman que la circulación de los argumentos de autoctonía representarían la consecuencia de una putativa incapacidad de regular los flujos de aquello que no debería entrar, pero entra, y de aquello que debería quedar ‘entre nosotros’, pero sale, en el marco de un orden neoliberal que pide de los Estados, simultáneamente y en forma contradictoria, que se abran y se cierren a la vez. Como hemos esperado mostrar a lo largo de nuestro argumento, este parece ser el caso, punto por punto, de la ciudad de Villa Gesell en la última década. Siendo así, apenas puede extrañarnos que a partir de la percepción creciente de una transformación social, demográfica y política percibida por numerosos actores en clave de catástrofe, el primer reflejo haya sido la retórica de la autoctonía, cifrada en esta clave moral traducida al lenguaje político y en una jugada, como vimos, difícil de contrarrestar para el entonces intendente.

Sin embargo, el proceso de recombinación mediante el cual Rodríguez Erneta imbricara el recurso local de “las dos ciudades” y la retórica acusatoria del repertorio de los fenicios con el recurso más sedimentado y extendido de la dialéctica peronista de barricada y su oposición entre “pueblo” y “oligarquía” empujó a sus rivales políticos a recurrir de manera análoga a un repertorio de impugnación del peronismo históricamente sedimentado y que incluye entre sus recursos, como hemos visto, tanto términos que se refieren a lo que podríamos denominar ‘desviaciones antirrepublicanas’ –nepotismo, corrupción y negociados, personalismo y autoritarismo– como las que tendrían que ver con una putativa degradación y degeneración del proceso del sufragio –clientelismo, demagogia y manipulación de los sectores populares con fines electorales–, que se funden con el déficit ya mencionado de autoctonía en ese gentilicio ulteriormente movilizado como acusación: el de “político del conurbano”. Este proceso, por su parte, habría de desencadenar consecuencias tan imprevistas como paradójicas: como hemos visto, a medida que la formulación negativa, localmente arraigada y moralmente legitimada de la autoctonía –“no es de acá/viene de afuera”– comenzó a ser especificada y reformulada en clave predicativa –“es un político del conurbano”–, los recursos movilizados sufrieron una deslocalización parcial y dieron un peso relativo mayor a esos recursos político-morales de largo alcance, amplia difusión y considerable profundidad histórica antes adventicios –los del repertorio del peronismo y el antiperonismo– que deslizaron el debate local en una dirección convergente que lo aproximó a su contraparte nacional, debilitando y quitando de las manos de los críticos de Rodríguez Erneta y su gestión la baza ganadora de la autoctonía que habían introducido en la mano precedente. Si antes de 2011 –por poner una fecha hasta cierto punto inexacta– las principales impugnaciones hacia Rodríguez Erneta y su obra de gobierno se expresaban en la ya mencionada clave de autoctonía/forastería –obligándolo a responderlas, como hemos visto, por medio de una serie de ‘jugadas’ defensivas y de eficacia limitada en el mismo plano y en el mismo tono en que fueran propuestas estas objeciones–, luego de esa fecha las acusaciones locales replican en términos generales las esgrimidas contra el gobierno nacional por sus opositores, habilitando una respuesta más articulada por parte del ernetismo, y una consolidación de sus posiciones que se vuelve posible a partir del recurso a una conspiración conservadora, retrógrada y antipopular, en una maniobra que aunque no le sumó más apoyo político del que había conseguido hasta entonces y que ni siquiera le permitió conservar por entero el capital político acumulado, al menos le permitió retener un modicum de apoyo electoral en circunstancias de creciente deterioro de su imagen como intendente.[22]

A su vez, las ya mencionadas etiologías implícitas y explícitas de la transformación de la Villa encontraron una determinación y una especificación ulteriores en las disputas políticas suscitadas en torno de la gestión Erneta. Si, como ya tuvimos ocasión de argumentar, el repertorio original de los pioneros y su reelaboración ampliada en clave libertaria reclamaban una explicación de la súbita y misteriosa irrupción de unos sectores populares hasta entonces innegablemente ausentes de la escena pública de la ciudad, la predicación de Rodríguez Erneta como un agente irreductiblemente foráneo y la de sus políticas como mero despliegue mimético de la “política del conurbano” ofrecen súbitamente una respuesta de esta clase y, aún más, una sumamente precisa: la ya mencionada migración forzada de “gente del conurbano” que hizo posible el triunfo y la continuidad inverosímiles de un candidato tan manifiestamente contrario al ser y al sentir de la ciudad. Por su parte, el tropo de “las dos ciudades”, movilizado a partir del repertorio de los fenicios, encuentra una evidencia creciente entre los aliados del intendente –e incluso entre muchos que aunque no adhieren a su persona o a su manera de hacer política acuerdan con sus diagnósticos[23]– a partir de su insistente reiteración retórica en los discursos de la gestión, al tiempo que la propuesta de “refundación” ya mencionada procura ensamblarlo –en una operación una vez más imprevista e inverosímil– con recursos provenientes del repertorio de los pioneros y que hace ahora hincapié en un Don Carlos ‘fundador de ciudades’ y ‘urbanista autodidacta’ (Castellani, 1997), cuyo proyecto habría quedado trunco por la incomprensión de sus sedicentes herederos y continuadores, que ignorando la clarividencia implícita en su genio de visionario, quisieran hacernos creer que si viviera seguiría pensando en la Villa Gesell del siglo XXI como si todavía fuera el pequeño balneario engendrado por el trabajo de sus manos a mediados del siglo XX.

Las invasiones bárbaras como mito político

A la luz de estas consideraciones, que recogen los hilos que fuimos enhebrando a lo largo del desarrollo de nuestro argumento, estamos en condiciones de responder a la última y más fundamental de nuestras preguntas, la que tiene que ver con la modalidad específica que asumió la articulación local de recursos y repertorios en el marco del conflicto político que atravesara la ciudad de Villa Gesell entre 2007 y 2014, los años en los que Jorge Rodríguez Erneta ocupó el Ejecutivo municipal, y de cuya reconstrucción nativa nos ocupáramos en el capítulo I.

Creemos que la evidencia presentada nos permite afirmar que nos enfrentamos al proceso de emergencia de un mito, construido sobre la base de la articulación de una pluralidad de recursos morales establecidos en clave identitaria, y que proceden de la movilización selectiva de una serie de repertorios locales surgidos y consolidados a lo largo del proceso de crecimiento y configuración de la morfología social de la ciudad de Villa Gesell –y de cuya reconstrucción detallada nos hemos ocupado en este libro– combinados con recursos adicionales provenientes de repertorios más extendidos y generalizados como los ya señalados del peronismo/antiperonismo (Aboy, 2008; Grimson, 2012: 175 ss. y 2019), los de los déficits morales de los sectores populares (Noel, 2006, 2009) o, en menor medida, los de la miopía cómplice y aspiracional de las clases medias urbanas (Adamovsky, 2009; Visacovsky y Garguin, 2009; Adamovsky, Visacovsky y Vargas, 2014). Formulado en el marco de nuestro propio vocabulario teórico, presentado en la introducción, un mito constituiría un caso particular y extremo de articulación de repertorios, en el cual un conjunto de recursos son objeto de una asociación duradera y fuertemente articulada en virtud de su capacidad de condensar en un dispositivo multidimensional una serie de representaciones taquigráficas de una realidad social compleja, que permiten concebirla en términos de totalidad a la vez que vuelven concebible operar sobre ella en virtud de ese mismo carácter unitario. En la medida en que ese mito incluye de forma implícita o explícita una propuesta orientada hacia la modificación activa y colectiva de un estado de cosas que se considera problemático, podemos denominarlo mito político.[24]

En este sentido –y aun cuando no compartimos por entero su caracterización– Luis Felipe Miguel (1998) provee un útil análisis sistemático y actualizado de los debates en torno de la noción de ‘mito político’, que incluye varias claves sugestivas que elaboran y amplían esta caracterización, y que merecen ser citadas in extenso.

En primer lugar el autor nos recuerda, siguiendo a Murray Edelman, la importancia que tiene la producción de explicaciones exhaustivas en el marco de la lucha política:

La política combina, sin que se pueda deslindarlos por entero, juicios fácticos y juicios de valor. La interpretación de la realidad está siempre en juego en los debates políticos. Evaluar los hechos y las tendencias, darles sentido, es uno de los objetivos [de la lucha política]. Murray Edelman, con cierta exageración, afirma que explicar los problemas sociales es aún más importante (en la política) que resolverlos (Miguel, 1998: 1).[25]

Asimismo, retomando una definición de Georges Sorel con fuertes resonancias durkheimianas, Miguel nos recuerda el carácter sintético y condensado de estas explicaciones míticas, que constituyen “conjuntos de imágenes capaces de evocar en bloque” una “masa de sentimientos” que constituye el objetivo de la movilización política (Miguel, 1998: 7). Es este carácter de “fuerza motriz” el que hace de él con frecuencia un arma en la lucha política, y el que nos revela un cierto carácter performativo inscripto en su sentido: “movilizar, empujar para la acción” (Miguel, 1998: 8). La eficacia del mito político, en ese sentido, está fundada en una parte sustantiva en el hecho de que aparece como una verdad incontestable “revelada o incluso amparada en el sentido común. Para el público, la verdad que el mito expresa es incontestable: está por encima de la razón y de los hechos” (Miguel, 1998: 9).[26]

La ya mencionada capacidad de movilización del mito político, por su parte, surgiría de la tensión que este es capaz de establecer en el marco del putativo pluralismo democrático a partir de una síntesis unitaria que define un ‘nosotros’ moral e identitario que busca –y consigue– negar la pluralidad mediante la pretensión de superarla en una síntesis más fundamental y trascendente. La caracterización de este proceso de unificación política e identitaria de su lógica implícita, su mecánica y sus consecuencias –deudor de la obra de René Girard– merece citarse exhaustivamente:

Todo proyecto político busca una unidad capaz de llevarlo adelante, de implantarlo. Para que gane viabilidad, este precisa reunir una multiplicidad de individualidades, intereses y ambiciones en un proyecto común. Debe incorporar lo particular en un general y, de manera inversa, tornar lo general integrante de los particulares (…) La tentación frecuente es negar esa multiplicidad en nombre de una unidad [preestablecida] (…) sustituir la construcción de la unidad (que presupone la diferencia) por el recurso a una unidad preexistente. Este es el proceso que lleva el discurso político a hipostasiar entidades como “nación” y “pueblo”. Y como tales entes no pueden exponer de forma inmediata la voluntad que se supone que tienen, es un [actor] político el que va a enunciarla. Deja de presentar un proyectoque, en cuanto tal, es una alternativa entre varias posibilidades para encarnar la supuesta aspiración del todo social (Miguel, 1998: 13-14).

Para René Girard, la voluntad de extirpar el conflicto disolvente del interior de la comunidad está en el origen de todos los mitos (…) De ella surge la necesidad del sacrificio ritual, que crea la unidad al dirigir hacia una víctima externa la violencia potencial que opone a los miembros de la comunidad. La presencia de la víctima propiciatoria garantiza “el pasaje de la violencia recíproca y destructora a la unanimidad fundadora” (…) Esa “lógica del chivo expiatorio”, por ponerle un nombre, permanece actuando en los mitos políticos contemporáneos estructurados sobre la idea de la Conspiración (…) Los sentimientos gemelos de la nostalgia de la unidad y de la aversión por el conflicto nos permiten aprehender la característica más importante del mito político: él es la forma política de rechazo a la política. El campo político está hecho de disenso, de conflicto, de desunión: es percibido también como hecho de deslealtad. Exhibe de forma permanente la falta de unidad dentro de la sociedad. El régimen democrático es particularmente vulnerable a ese tipo de crítica, toda vez que su principal ritual de cohesión socialla elección es también el punto culminante del proceso que expone con mayor nitidez la desunión, que es la campaña electoral, momento en que son destacadas con más fuerza las diferencias que separan partidos y candidatos (…) El mito utiliza ese rechazo a los procedimientos políticos como arma dentro de las propias disputas políticas. El fantasma de la conspiración aglutina a la comunidad contra un enemigo externo (al mismo tiempo que interno, esto es, infiltrado: de cualquier forma un extraño de hecho). La fantasía de la Edad de Oro es la de un tiempo en la que todo conflicto está extinguido (Miguel, 1998: 15-16).

La pormenorizada reconstrucción de unas putativas invasiones bárbaras a manos de las huestes depredadoras y parasitarias del conurbano bonaerense expresaría, en el marco del proceso de construcción mitológica cuyos resultados hemos expuesto en el capítulo I y de cuya lógica subyacente nos hemos ocupado en las secciones precedentes de este mismo capítulo –de modo análogo a lo señalado por Michael Taussig (1980) para el diablo en la Sudamérica andina o por Alejandro Isla (2002) para el Perro Familiar en los ingenios azucareros de la provincia de Tucumán–, una teoría nativa sumamente elaborada, verosímil y eficaz que permite a gran parte de los pobladores de Villa Gesell otorgar sentido toto simul a varias de las principales transformaciones sufridas por su ciudad en los últimos cuarenta años, a la vez que ofrece una explicación detallada y verosímil de sus causas, a partir de la combinación solidaria y el refuerzo mutuo de una serie de recursos y repertorios locales que se han vuelto evidentes a fuerza de su circulación repetida y exitosa en una serie de dispositivos orales, literarios, biográficos, periodísticos, cronísticos, audiovisuales, museográficos o escolares, que fecundados con los provenientes de otros repertorios más extendidos de alcance nacional puestos en circulación por los medios masivos de comunicación y las industrias culturales le dan una fuerza apodíctica capaz de resistir con éxito toda clase de impugnaciones, tanto las inspiradas en recursos alternativos como las que buscarían recurrir a la evidencia empírica.

Quisiéramos dejar en claro, sin embargo, que no es nuestra intención al presentar este mito denunciarlo como el putativo ejercicio de una ‘falsa conciencia’ distorsionada que debería ser exorcizada mediante el recurso a la verdad histórica –como lo hiciera Oviedo en el último de sus textos citados (Oviedo, 2009)– ni leerlo en una clave euhemerista que supondría una decodificación que nos permitiera separar la paja mitológica del trigo sociológico.[27] La operación de mistificación involucrada en el mito –en cualquier mito– es más compleja que la implicada en una simple distorsión y, como lo señalara el autor anteriormente citado, “la comprensión del fenómeno del mito político exige, del lado de la recepción, el estudio de las condiciones de esa receptividad” (Miguel, 1998: 17), lo cual implica a su vez un análisis exhaustivo de su verosimiltud social e histórica. Si hemos procurado mostrarnos lo más minuciosos y exhaustivos posible al reconstruir los contenidos, las articulaciones y los pliegues de esta formación mitológica, a la hora de caracterizar las sucesivas coyunturas mitopoiéticas que le dieron origen, o en la recapitulación del proceso de sociogénesis de los repertorios y recursos que fueron movilizados en su progresiva articulación, es porque consideramos que los fenómenos de esta naturaleza merecen ser tomados en serio –y muy en serio– a la hora de abordar la lógica y la dinámica morales de los procesos de transformación social y su ulterior transposición en la arena política.

Al fin y al cabo, si esta formación mitológica se ha extendido en forma tan exitosa, adquiriendo rápidamente en el proceso un grado de precisión, de detalle y de elaboración que solo pueden calificarse de bizantinos, es porque sin lugar a dudas se ha mostrado para un gran número de actores como una herramienta eficaz y productiva a la hora de acometer operaciones de adjudicación moral y de intervención política en el contexto sociológico de la Villa Gesell de comienzos de siglo. A su vez, esta eficacia tiene que ver sin duda alguna con el hecho de que –como todo mito exitoso– este dispositivo consigue expresar en forma simbólicamente condensada y estéticamente persuasiva una serie de procesos que efectivamente han atravesado a la ciudad de Villa Gesell –aunque no solo a ella[28]– y que incluyen la crisis de la ética protestante de mediados de siglo y el surgimiento correlativo de la contracultura en el marco de la transición del capitalismo fordista al capitalismo del consumo (Hall, 1968; Hall y Jefferson, 1975), el crecimiento con frecuencia explosivo de las ciudades medias de la Argentina (Vapñarsky y Gorojovsky, 1990; Vapñarsky, 1995; Noel, 2016d), las especificidades del desarrollo ligado al dispositivo balneario en determinadas escalas y las crisis sucesivas del modelo turístico a él ligado (Urry, 2002), el vertiginoso ascenso y la estrepitosa caída de la Argentina neoliberal (Torrado, 2004) y la correlativa invisibilización y visibilización de los sectores populares que trajo aparejadas (Svampa, 2005), la creciente centralidad del ecologismo, el ambientalismo o los ‘discursos del buen vivir’ diseminados entre determinadas fracciones de los sectores medios (Svampa, 2003 y 2004; Arizaga, 2005; Quirós, 2014), las tensiones ligadas a la emergencia del kirchnerismo como discurso político (Biglieri y Perelló, 2007) y la renovada vitalidad en ese contexto de la oposición peronismo/antiperonismo o la indignación moral asociada a esa persistente teoría nativa de la política popular expresada en la categoría acusatoria de ‘clientelismo’ (Noel, 2006), para mencionar solo los más salientes. Pero al mismo tiempo, porque esa condensación múltiple y abigarrada es producida en términos de una combinación localmente específica a lo largo de la cual varios de los habitantes de la ciudad consiguieron posicionarse como emprendedores morales y enhebrar con virtuosismo una pluralidad de recursos provenientes de los repertorios locales más extendidos y exitosos[29] con otros provenientes de repertorios regionales y nacionales de más amplio alcance o vigencia, en una síntesis elegante y persuasiva que les permitió entender a los geselinos de las primeras décadas del siglo XXI qué es lo que estaba sucediendo exactamente en una Villa que hasta hace poco tiempo aparecía como opaca, a la vez que pensar y proponer alternativas políticas para intervenir sobre ella en forma virtuosa.[30]


  1. Juan Carlos Blumberg es un empresario textil argentino cuyo hijo Axel fue secuestrado el 17 de marzo de 2004 y posteriormente asesinado por sus captores. A raíz de este hecho se convirtió en el abanderado de la causa de la ‘inseguridad’ y organizó una serie de movilizaciones para exigir reformas legislativas y un endurecimiento de las penas para determinados delitos emblemáticos. Su carisma moral, mediático y político habría de prolongarse durante algo así como dos años, a través de los cuales su posición se fue deteriorando como consecuencia de ciertas tomas de posición públicas y políticamente incorrectas, de una participación como candidato en las elecciones legislativas de 2007 que lo desplazan de su posición de referente ‘apolítico’ y de la constatación de que durante muchos años había usurpado un título de ingeniero del cual carecía.
  2. Mutatis mutandis este interés reproduce a menor escala –tanto en sus características generales como en sus fundamentos sociológicos– el que Pablo Semán encontrara en relación con la difusión de la ‘historia de masas’ a nivel nacional (qv. Semán, 2006; qqv. Semán, Merenson y Noel, 2009).
  3. Así, a las numerosas reimpresiones de los libros seminales que mencionáramos en el capítulo II y a sus sucesivas reediciones –el de Masor será reeditado en 1995, a veinte años de la aparición del original, el de Sierra deberá esperar a fecha tan tardía como 2011– podemos agregar la aparición en 1983 de la obra testimonial de Rosemarie Gesell (1993) –a la que hemos hecho referencia en passant–, que conocería no menos de cuatro reimpresiones en diez años. Cabe señalar que en la mayoría de los casos, resulta sumamente difícil establecer con exactitud la cantidad y la fecha de las reimpresiones de las obras mencionadas, al tratarse de ediciones locales o de autor para las que suele ser sumamente difícil obtener información.
  4. ‘Centrales’ no implica ‘exclusivos’, especialmente en la medida en que como ya hemos tenido ocasión de señalar, los soportes de estos relatos habrán de multiplicarse en los años sucesivos. La circulación y dispersión de estas narrativas recibirán un impulso adicional a partir del año 1991, cuando la historia oficiosa de la Villa que hasta entonces circulaba sobre todo en los textos canónicos y sus reelaboraciones orales comenzó a ser interpelada desde una historiografía sistemática y un prolijo trabajo de archivo, suscitado a partir de la fundación del Museo y Archivo Histórico, en el predio que conserva las dos casas originales de Don Carlos –la de 1931 y la de 1952–, así como el escenario de su primera forestación exitosa (Rodríguez, 2014). La creación del Museo dio inicio a un proceso sostenido e incremental de patrimonialización y a la producción y circulación continua tanto de muestras y exhibiciones como de discursos orales y escritos –visitas guiadas, circuitos turísticos, folletos, catálogos, exhibiciones, placas conmemorativas, reseñas históricas, publicaciones para consumo turístico o escolar, y un largo etcétera– que, más allá del rigor historiográfico involucrado con frecuencia en su producción, serán apropiados y puestos en circulación en modalidades que reproducen y consagran en buena medida los nudos centrales del relato moral construido en décadas anteriores. Si bien por razones de espacio no podemos entrar aquí en detalles al respecto, los profesionales a cargo de estas instituciones son perfectamente conscientes –puesto que así nos lo han manifestado explícitamente– de que a la hora de comenzar a construir una historia sobre la base de los criterios rigurosos de la historiografía –y desde la base institucional de un museo– no construyen sobre un vacío, en la medida en que las historias narradas en los textos que hemos analizado y retransmitidas sucesivamente en formas múltiples y diversas constituyen una realidad con la que se ven obligados a entablar diversas negociaciones, frecuentemente complejas.
  5. Cabe señalar que este género periodístico y radiofónico está lejos de ser nuevo: por el contrario, reconoce numerosos antecedentes en las décadas precedentes, como es el caso de Néstor Melcom, quien en los años 83 y 84 publica en el semanario La Villa una serie de 40 entrevistas a pioneros (Oviedo, 2010: 13); el del periodista Eduardo Minervino, que hiciera lo propio en la década del 90 en el canal de cable local; o el del columnista Gonzalo García de Piedra, que publicara para esa misma década en el desaparecido Datos una serie de viñetas y notas de color sobre la década del 60, de la cual fue un notorio protagonista (y de las cuales tuviera la inmensa generosidad de proveernos copias, sin las cuales nos hubiese resultado imposible acceder a ellas).
  6. Asimismo, Pioneros resulta un producto innovador respecto de los relatos históricos iniciales y su noción de ‘pionero’. Como nos lo relatara uno de sus productores, el programa desde el principio se fijó como objetivo romper con ciertos estereotipos respecto de los ‘pioneros’ y de su rol en la fundación de la ciudad: su eclipse a manos de la figura omnipresente de Don Carlos, o el rol silenciado de las mujeres y de los ‘criollos’ –en particular en relación con la centralidad que en la historia canónica ocupa la migración europea. Aprovechamos aquí para agradecer a las autoridades del Canal 2 y en particular a Mario Carlini y a Susana Río el habernos provisto copias de las emisiones del programa y de numerosos materiales adicionales relacionados con él.
  7. Véase por ejemplo Descubriendo la Argentina insólita. Episodio “Villa Gesell” (2007), realizado por Kuntur Producciones, que contiene dramatizaciones de los principales episodios de la historia canónica –el episodio de Bodesheim, el de la Adesmia incana, la llegada de Stark– y cuyo argumento reproduce verbatim fragmentos de los textos tanto de Masor como de Saccomanno.
  8. Es el caso de Villa Gesell. La historia de los pioneros, un documental de Aníbal Zaldívar y Fernando Spiner que fue puesto al aire por primera vez en 2002 como primer episodio del ciclo Visionario, una serie documental de la Secretaría de Cultura de la Nación coordinada por Luis Barone y editada en formato DVD en enero de 2012 por el semanario El Fundador. Véase “Valioso Rrscate de Gesell”, diario La Nación, 17 de octubre de 2002. Disponible en <https://bit.ly/32LRKb8> (consultado el 30 de octubre de 2019).
  9. Aunque no podamos extendernos aquí sobre el particular, cabe señalar que la entronización de esta jeunesse dorée en las narrativas de esta clase será crecientemente movilizada con frecuencia en el marco de una operación de censura moral que compara la juventud “de antes” con la de “ahora”. Así, al tiempo que estos jóvenes de los 60 y los 70 –otrora “energúmenos”, “drogadictos” y “vagos”– son presentados como los émulos de Nietzsche, Baudelaire, Wilde o Jarry, sus homólogos contemporáneos son denostados como “arruinados”, y descriptos en los mismos términos morales con que eran estigmatizados sus predecesores a medio siglo de distancia. Como lo ha señalado con claridad Pablo Semán (2006), esta operación, sumamente frecuente a partir de los hechos conocidos como “La tragedia de Cromañón” representa una apenas disimulada estigmatización sociocéntrica de los sectores medios hacia los sectores populares.
  10. Como hemos visto, las críticas formuladas sobre la base de este repertorio responsabilizaban el deterioro de la ciudad al materialismo cortoplacista y a la voracidad mezquina de ciertos actores sociales y políticos de la ciudad. Sin embargo son estos actores los que monopolizan la agencia –así sea en forma negativa y en el marco del relato de un deterioro–, de modo tal que en el despliegue de su catilinaria los lugares que este repertorio les reserva a los ‘recién llegados’ no son más que, en una lógica miserabilista, los papeles pasivos de testimonio, síntoma o víctima de la decadencia en un proceso en el cual la agencia siempre está en otra parte, “de este lado del Boulevard”, mientras que del otro lado solo podemos esperar los resultados mecánicos de las limitaciones subjetivas de los propios sectores populares, que los transforman en el potencial botín demográfico y electoral de una serie de astutos actores políticos que saben muy bien qué hacer con ellos (Oviedo, 2009: 100 ss.).
  11. Siguiendo a Grimson (2011), denominamos ‘identificación’ al proceso por el cual determinados actores sociales reclaman su inclusión en ciertos colectivos e ‘interpelación’ al proceso mediante el cual estos reclamos son contestados, reforzándolos, disputándolos o rehusándolos.
  12. Como argumentan Elias y Scotson, el carácter de ‘establecido’ no depende tanto de la longitud de la estadía (aunque los “establecidos” muchas veces lo argumenten en estos términos) sino más bien de la capacidad de monopolizar y movilizar, de modo exitoso, ciertos recursos culturales, sociales y materiales, en el marco de una frontera retóricamente construida y moralmente reforzada, a partir de la percepción de una amenaza a la identidad colectiva (Douglas, 1986). Muchos de nuestros candidatos a ‘establecidos’ llevan de hecho menos tiempo en la ciudad que aquellos a quienes describen como ‘recién llegados’ y aun así la pertinencia de la distinción rara vez es puesta en duda.
  13. Aún más: algunos de entre los residentes de la Villa –estamos pensando en los “pioneros” o sus descendientes, y en especial aquellos que aparecen con nombre y apellido en los relatos canónicos– pueden movilizar en forma oblicua una suerte de cortocircuito para reclamar una legitimidad de enunciación identitaria que no requiere de la movilización de recursos morales, que nadie o casi nadie está en condiciones de disputarles y sobre la base del cual pueden impugnar las pretensiones de autenticidad de actores cuya posición estructural es más débil –y que por tanto se encuentran más limitados en lo que hace a la variedad y eficacia de los recursos que pueden movilizar. Apenas hace falta señalar que, en virtud de la alta legitimidad con que cuenta este repertorio, fundada en el número reducido de quienes pueden movilizarlo con éxito (un numerus clausus que surge de la existencia de una barrera de entrada prácticamente infranqueable: no puede haber ni habrá nuevas familias de pioneros), la pertenencia e identificación de estos pobladores con la ciudad se vuelve, a todos los efectos, invulnerable. Puesto de manera ligeramente distinta: el estatuto de ‘establecidos’ de estos “pioneros”, así como su identificación con la ciudad, difícilmente pueda ser impugnado o cuestionado desde el exterior del propio grupo. Aun cuando pueda objetarse la moralidad individual de tal o cual miembro de la ‘comunidad de pioneros’, la identificación de estos ‘apellidos’ con la Villa es constitutiva, cuasi apodíctica e inconmovible.
  14. La regla general era que quienes recurrían a este repertorio pertenecían o bien a una ‘pequeña burguesía’ con pretensiones literarias o artísticas, o bien a una juventud cuya militancia fuera forjada al calor del ecologismo de los tardíos 90, o bien a la generación atravesada por la efervescencia de los 60 y los 70 –ya fuera que efectivamente hubieran participado en ella o no, dentro o fuera de la Villa.
  15. Aun cuando sea unánimemente presentado como una frontera geográfica de carácter taxativo, “el Boulevard” y la cartografía moral por él configurada tienen ante todo alcance moral y un uso deíctico en el marco de una posición de enunciación determinada. Así, nos ha sucedido repetidas veces que entrevistando a informantes que se encontraban geográficamente “del otro lado del Boulevard” –esto es al oeste de él– movilizaran “este lado del Boulevard” como si de hecho estuviéramos al este de él, desplazando “el otro lado del Boulevard” más hacia el oeste de donde nos encontrábamos.
  16. Sobre la cuestión del ‘merecimiento’ y del ‘derecho al espacio público’, véase Oszlak (1991).
  17. ¿Qué hay de los outsiders propiamente dichos, aquellos para quienes el recurso a los repertorios prestigiosos de identificación están vedados por completo, en la medida en que están en principio marginados del acceso a los dispositivos que les permitirían argumentar esta pertenencia? Aun cuando no podamos entrar aquí en detalles, la evidencia disponible nos muestra que no existían durante el período de nuestra investigación repertorios alternativos de identificación colectiva que permitieran una ‘resistencia’ a los etiquetamientos que los establecidos intentaban imprimir sobre ellos. Sin duda este hecho guarda relación con la estrategia verticalista, personalista y centralizada del municipio durante los años de la gestión Erneta, que lejos de alentar los los procesos de movilización política y territorial en los escenarios de la periferia de la ciudad, más bien los desalentaba, ignorando y desestimando cualquier forma de reclamo colectivo que pudiera disputarle su lugar de representante monopólico de los sectores populares de la ciudad y de sus intereses (cf. capítulo I). Asimismo –y aun cuando no podamos detenernos aquí en ello visto que excede el período temporal cubierto por la presente obra–, existe evidencia indicial de que con el alejamiento de Jorge Rodríguez Erneta del Ejectutivo municipal (cf. nota 75, supra) los movimientos de base territorial comenzarán rapidamente a multiplicarse y consolidarse, ofreciendo a estos outsiders de ayer una amplia panoplia de recursos de identificación, casi siempre correspondientes a repertorios políticos de amplia circulación a nivel nacional en movimientos de esta clase.
  18. A este respecto, cabe señalar que la metáfora de “las dos Villas” ha sido rutinariamente incorporada al lenguaje periodístico local. A título de ejemplo, puede consultarse el nº 0 de la revista Noticias Geselinas Ilustradas.
  19. Resulta en este caso sumamente instructiva la tensión que encontráramos en muchos de los políticos que se sitúan en las antípodas del intendente Erneta y su gestión y que sin embargo comparten este diagnóstico de polarización social en torno del ‘qué hacer’ con estos ‘recién llegados’. Así, si bien por un lado reconocían el carácter consumado del asentamiento de esta nueva población y la necesidad de “hacer algo” al respecto, por otro lado la negación ontológica y moral movilizada en el marco de sus principales repertorios morales y políticos los llevaban con frecuencia a la parálisis, tal como lo muestra el siguientes ejemplo: “Ahí hay que andar con mucho tacto, con mucho cuidado. Por empezar, por no incentivarlo. A veces a la gente hay que decirle la verdad: ‘muchachos no hay trabajo’, no es demagogia [como sí lo es] traerlos en camiones para que hagan cambio de domicilio, que se pinta como un gran progreso pero quieren desestabilizar el padrón electoral. Me parece que eso hay que cortarlo. Y no incentivar lo que realmente no sirve. Generar más cultura del trabajo. No lo tengo muy claro, porque por un lado esa gente ya está… (…) Con cuidado hay que cambiar porque tampoco sería bueno cometer injusticias, porque ya es mucha gente [la que está], hay que ir haciendo los cambios (…) pero sí pensar en ese Villa Gesell y en ir avanzando en ese Villa Gesell, tendrán que ubicarse en las cosas que están haciendo (…) Tampoco te creas que la tengo tan clara. Hay que fijarse metas (…) no digo de echarlos… porque echarlos no se puede… pero… tampoco sé muy bien cómo se resuelve eso, porque es gente que no tiene nada que ver con nuestra idiosincrasia” (Eusebio, 72 años, político).
    A esto podemos agregar el comentario de una de nuestras informantes, que mencionaba en tono irónico que “pese a todas sus limitaciones, sigo prefiriendo a Erneta antes que a los radicales. El plan de gobierno de los radicales es construir la máquina del tiempo y volver a la Villa de los 70, o si no les sale, volver igual sacando a todos los negros a patadas”.
  20. Como hemos visto, estos ejes hacían hincapié en la necesidad de “propiciar una ciudad ambientalmente sustentable y territorialmente integrada”, de “construir y consolidar una sociedad crecientemente inclusiva y solidaria”, de “gestionar y construir la infraestructura de soporte que haga viable el modelo de desarrollo” y de “promover el acceso al trabajo, tendiendo a su sostenibilidad todo el año”, respectivamente.
  21. Acerca de la discontinuidad como clave de interpretación histórica en la cultura política de la Argentina puede consultarse Grimson (2007).
  22. La constatación de este deteriorio habría de volverse manifiesta en las elecciones de medio término llevadas a cabo en 2013, en la cual la lista del Frente para la Victoria que representaba al oficialismo ernetista recibió una dura derrota a manos de su opositor, Jorge Martínez Salas, que recibió el 42% de los votos (contra el 31% del oficialismo). Asimismo, por primera vez en tres décadas una tercera fuerza (Hernán Luna, por el Frente Renovador) ingresó al Concejo Deliberante. A raíz de estos resultados, el oficialismo perdió el quórum propio y la mayoría en el Concejo.
  23. Cabe señalar en este sentido que muchos actores políticos que no se encontraban particularmente próximos de la gestión Erneta afirmaban en ocasiones estar de acuerdo con la necesidad de compensar años o décadas –dependiendo del alcance de su comprensión histórica del proceso de transformación demográfica de la Villa– de abandono relativo. Aun así, insistían en que el problema radicaba en que Erneta había llevado el proceso demasiado lejos, transformándolo en una auténtica “lucha de clases”.
  24. Aun cuando no podamos entrar aquí en detalle sobre el particular, la inspiración de nuestro abordaje de la política y lo político en este contexto y del mito en relación con ella puede encontrarse en Turner (2008) y en Wolf (1964).
  25. La traducción de las citas del texto de Miguel son nuestras.
  26. Las constantes desmentidas, el invulnerable escepticismo y la invencible incredulidad a las que tuvimos que enfrentamos con frecuencia cada vez que discutíamos con nuestros informantes la profundidad temporal del proceso de transformación social y demográfica de la ciudad dan testimonio cabal de esta condición apodíctica del mito político. Incluso cuando les mostrábamos lo que para nosotros constituía evidencia fotográfica, cartográfica o documental irrecusable que mostraba que la expansión de la mitad oeste de la ciudad antecedía en tres décadas sus estimaciones, procedían a impugnarla sin titubear alegando su carácter dudoso, espurio, apócrifo o erróneo.
  27. Apenas hace falta señalar la futilidad de intentar “refutar” formaciones míticas, como si estas hubiesen sido construidas inductivamente a partir de una cuidadosa consideración de la evidencia (cf. nota 269, supra).
  28. Como ya tuviéramos ocasión de mencionar en el capítulo I, hemos encontrado este mismo relato de ocupación hostil de la ciudad a manos de las huestes de desposeídos del conurbano en no menos de una decena de ciudades del interior bonaerense –en muchas ocasiones muy distantes entre sí– y en al menos tres de otras provincias adyacentes, a lo cual podemos agregar evidencia indirecta de su presencia en, como mínimo, otra decena de localidades de la misma escala (Kessler, 2009; Noel y de Abrantes, 2016). Así las cosas, seguimos trabajando en la pregunta acerca de los orígenes y expansión de este repertorio generalizado, como también en la de su relación con el proceso de crecimiento demográfico de las ciudades medias mencionado en nuestra introducción (Noel y de Abrantes, 2016).
  29. Como hemos visto, a su vez, estos repertorios locales también combinaban, en su origen, recursos de diversa procedencia –y rara vez específicamente locales– en una regressio potencialmente infinita que nos recuerda, como ya sabía Boas, que la cultura es una cuestión de “parches y retazos”.
  30. Muchos de los trazos fundamentales de esta operación mitológica volverán a aparecer reinscriptos y ampliados en un dispositivo literario de un alcance sin precedentes en la historia de la ciudad: Cámara Gesell, una novela publicada por Guillermo Saccomanno en 2013. Cámara Gesell, distribuida por uno de los más importantes sellos editores comerciales de habla hispana, obtendrá premios internacionales y registrará una repercusión periodística que colocará a Villa Gesell en un lugar de la prensa metropolitana que no ocupara desde la década hippie. Al mismo tiempo, Saccomanno se coloca en un lugar de enunciación –puesto en evidencia no solo por el modo en que despliega su voz autoral sino por las numerosas declaraciones vertidas en medios de prensa– deudor no solo del naturalismo de Zola sino del de su posición como intelectual y crítico. En este sentido Cámara Gesell puede ser leído –al menos en parte– como el J’accuse de la Gesell de principios de siglo, aunque escrito en el registro de un roman à clef. En la línea de nuestro argumento, Cámara Gesell representa una transcripción particularmente lograda y en clave literaria del dispositivo mítico que reconstruyéramos en el capítulo I. Así las cosas, no necesitamos explicar que la recepción de la novela a nivel local ha sido particularmente entusiasta entre quienes comparten la representación mitológica de la coyuntura ernetista que hemos señalado, que leyeron la novela como confirmación ulterior y externa de “lo que siempre supimos”. Por supuesto, esto pone entre paréntesis el hecho de que Saccomanno ha movilizado para la construcción de su novela los mismos recursos que sus lectores han puesto en circulación –lo que es reconocido obsesivamente por el propio autor en todas las entrevistas y reseñas mediante la afirmación de que fue una novela “no tanto escrita como escuchada”–, y que devuelve destilados en una forma literaria lograda y en una prosa transparente y coloquial que –sumado al hecho de que el autor no se toma demasiado trabajo en disimular las referencias a lugares, eventos y personajes de la vida pública de la Villa– acentúa el potencial estatuto documental de los hechos narrados. En ocasiones, el mismo Saccomanno ha reforzado explícita y deliberadamente este efecto de veracidad, invocando el putativo estatuto privilegiado de la verdad literaria, que sitúa incluso por encima de una pedestre y fragmentaria verdad sociológica.


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