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4 Estrategia en los márgenes

Política económica: ¿para qué?

Como desarrollamos en los capítulos previos, posicionar al Estado como motor del desarrollo de sectores y tecnologías estratégicos constituye un paradigma internacional que abarca tanto a los países de desarrollo temprano como tardío que, no obstante, adopta características propias en la semiperiferia.

Mariana Mazzucato (2014 [2013]) analizó este fenómeno tanto en Estados Unidos como en Europa, donde los gobiernos traccionaron el desarrollo de las nuevas industrias actuando como el principal proveedor de capital de riesgo y el primer demandante de tecnologías innovadoras, lo cual requiere una visión de largo plazo y confianza en el papel del Estado en la economía, y exige no solo capacidades burocráticas, sino también experiencia real para el impulso de sectores y tecnologías específicos (Mazzucato, 2014 [2013]: 31-32).

En este marco, esta autora describe escenarios en los que el Estado proporcionó la principal fuente de dinamismo e innovación en economías industriales avanzadas, señalando que el sector público ha sido el actor principal de lo que suele conocerse como la “economía del conocimiento”, es decir, una economía motivada por el cambio tecnológico y la producción y difusión de conocimiento. Así, en el desarrollo de la aviación, la energía nuclear, las computadoras, Internet, la biotecnología y los actuales desarrollos de la tecnología verde, ha sido y es el Estado –y no el sector privado– el que ha movido el motor del crecimiento, gracias a su disposición a asumir riesgos en áreas en las que el sector privado se ha mostrado demasiado adverso (Mazzucato, 2014 [2013]: 31-46).

Ahora bien, a diferencia de los países centrales, en los que el desarrollo científico-tecnológico e industrial muestra un fuerte y continuo intervencionismo estatal gracias a su estabilidad institucional, política, económica y social, como contraste, en los países semiperiféricos el rol del Estado no se ha caracterizado, precisamente, por procesos de continuidad. Si nos situamos en el contexto latinoamericano, un fenómeno que contribuye a explicar esta discontinuidad son las transformaciones que ha experimentado la dinámica del Estado bajo la alternancia de gobiernos de corte neoliberal, englobados bajo la denominación de “neoliberalismo periférico” (Hurtado, 2017), en cuyo marco se constata un fuerte desmantelamiento de los procesos industriales como así también de los procesos de producción de conocimiento y desarrollo tecnológico vinculados a procesos de desarrollo dependiente. Y, los gobiernos de orientación keynesiana, cuyas administraciones coincidieron con períodos en los que se intentó la aplicación de iniciativas que mostraron rasgos de políticas de Estado, y se orientaron a articular –no exentos de importantes obstáculos y contradicciones internas– el Estado con el conocimiento y la industria nacional.

Dado que este libro analiza gobiernos que expresan la discontinuidad mencionada –el de Cristina Fernández (2007-2015) y el de Mauricio Macri (2015-2019)–, en este punto nos detendremos a describir brevemente sus principales lineamientos de política económica que resultan claves para dar cuenta de las formas divergentes de comprender el rol del Estado en la promoción de la CTI y la industria como motores del desarrollo socioeconómico, observadas en estas gestiones.

Para dicha caracterización, tomaremos como base el estudio coordinado por Eduardo Basualdo (2017) presentado en la obra Endeudar y fugar. Un análisis de la historia económica argentina, de Martínez de Hoz a Macri. En este trabajo se explica que el ciclo de gobiernos iniciado con Néstor Kirchner (2003-2007) y continuado por Cristina Fernández (2007-2015) asumió como eje central de sus políticas económicas la profundización de la industrialización, pero intentando neutralizar la influencia decisiva del capital extranjero y potenciando la expansión de las empresas nacionales, públicas y privadas, como medio para lograr el crecimiento económico, el desarrollo científico-tecnológico y la distribución equitativa del ingreso en la sociedad. En este marco, en el período 2003-2013 se observó el inicio de la segunda década de expansión ininterrumpida más elevada de la historia argentina (6,7% anual acumulativa)[1], superior incluso a la que se registró durante la segunda etapa de sustitución de importaciones que alcanzó entre 1964 y 1974 el 5,2% anual acumulativa, crecimiento que se desacelera a partir de 2012, entre otros factores, dado el recrudecimiento del estrangulamiento del sector externo. Esto se tradujo, en el período 2003-2015, en un ritmo del crecimiento económico que no solo fue el más elevado para la Argentina en términos históricos, sino que fue uno de los mayores dentro de las principales economías latinoamericanas –como es el caso de Brasil y México, cuyo crecimiento alcanzó el 3% y el 2,6% respectivamente– y superior al de las economías norteamericana y europea (el 1,8% y el 1,5%), según surge de la información del FMI (Manzanelli y Basualdo, 2017: 83).

El acelerado crecimiento en este período se vinculó a tres factores principales: (i) el crecimiento de la inversión que creció un 23% en el período 2002-2007; (ii) la reversión de los términos de intercambio adversos que habían caracterizado la situación latinoamericana, y de la Argentina en particular, durante el proceso de sustitución de importaciones; y (iii) la política adoptada por el gobierno que implicó un cambio sustancial respecto al anterior enfoque ortodoxo y monetarista adoptado en la valorización financiera que predominó en el período 1976-2001 (Manzanelli y Basualdo, 2017: 83-84).

La política económica del período 2003-2015 favoreció la producción de bienes –en especial, transables– como así también la recuperación del salario real, que acarreó una acentuada expansión del consumo privado y las exportaciones. A su vez, se inició un proceso de desendeudamiento externo mediante la renegociación de la deuda externa que implicó, entre otras cosas, el saldo de la deuda contraída en la década anterior con el FMI y otros acreedores multilaterales. Esto se tradujo en una mayor sustentabilidad del proceso económico, dada la autonomía que esto significaba para la política económica del país y la remoción de los condicionamientos por parte de estos organismos. Finalmente, esta política impulsó también la fijación de tasas locales por debajo de la inflación, a partir de 2003, lo que provocó que se desvíen a los capitalistas de la especulación financiera hacia la inversión productiva y se fomenten altos niveles de consumo. Esta inversión desplegó un crecimiento muy acentuado durante 2002-2011 y se contrajo en 2009, si bien fue recién a partir de 2012, en el marco de la crisis mundial y la emergencia de la restricción externa, cuando se estancó el crecimiento de la inversión bruta (Manzanelli y Basualdo, 2017: 84-85).

En lo que refiere a la producción industrial, a partir de 2002, y particularmente a partir de 2003, el liderazgo sectorial fue asumido por la producción de bienes y, dentro de esta, por la rama industrial[2]. Esto se modificaría a partir de 2008, cuando los servicios encabezaron el liderazgo sectorial, y superaron a la producción de bienes, y sobre todo, a la industria, la construcción y la producción agropecuaria. En efecto, a partir de ese año, coincidiendo con la emergencia de la restricción externa y, dada una política industrial débil que no realizó modificaciones sustanciales en la estructura productiva, se hicieron más evidentes las dificultades para tornar sustentable el crecimiento económico ante los tradicionales efectos del sector externo[3]. A esto se sumó que fue también, a partir de 2008, cuando se acentúa la asociación entre la fuga de divisas y la reducida propensión inversora de las grandes corporaciones, dado que se elevaron tanto el volumen de las ganancias no reinvertidas como la fuga de capitales al exterior. En este sentido, según Manzanelli y Basualdo (2017: 101-108), estas dificultades fueron acompañadas por la carencia de capacidades estatales suficientes para reorientar el papel inversor del gran capital hacia sectores claves de la economía en función de los intereses específicos de los sectores populares.

Ahora bien, el cambio de gobierno, en diciembre de 2015, y la asunción de la alianza Cambiemos significó un giro copernicano en el paso de un gobierno nacional y popular a otro de carácter neoliberal[4]. Fue la primera vez que en la historia moderna de la Argentina un partido orgánico del capital financiero internacional accedió al control del Estado junto con las facciones aliadas del capital concentrado. El nuevo gobierno buscó poner en marcha una modificación de la naturaleza del Estado que permitiera aplicar un nueva política económica de corte ortodoxo, introduciendo una redefinición de la estructura económico-social y de la distribución del ingreso, con el propósito de consolidar la dominación del capital sobre el trabajo, y así modificar drásticamente las directrices que orientaban el proceso iniciado por el ciclo de gobiernos del período 2003-2015. Mientras en ese ciclo se puso énfasis en el crecimiento económico y la redistribución del ingreso a favor de los asalariados, la política de la nueva gestión se sustentó en dos ejes principales: (i) modificar la estructura estatal conformada durante los gobiernos de los períodos 2003-2007 y 2007-2015 para adecuarla a las necesidades de una transferencia de la regulación al mercado; y (ii) poner en marcha una política de “ajuste económico” (Manzanelli, González y Basualdo, 2017: 196).

El diagnóstico inicial de la alianza Cambiemos al asumir el gobierno nacional fue que los desequilibrios macroeconómicos y la “falta de crecimiento” –desmentido por el propio Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) de la nueva gestión, que afirmó que el PBI había crecido en 2015– eran producto del intervencionismo estatal que impulsaba una sobreexplotación del consumo interno basado en altos salarios de los trabajadores y un elevado gasto público, lo cual provocaba un cuantioso déficit fiscal que potenciaba un proceso inflacionario creciente. Se trata de una visión que ignora las causas estructurales que afectan la economía interna a través del estrangulamiento del sector externo[5], tales como el tipo de crecimiento industrial –que requiere altas y crecientes importaciones–[6], el significativo déficit externo del sector energético y la elevada fuga de capitales al exterior, producto de la internacionalización financiera del capital extranjero, los grupos económicos locales y, en general, de la alta burguesía argentina. En este marco, entre las principales medidas económicas impulsadas por el gobierno a partir de 2016, se encontraron: la eliminación de las restricciones para la compra de moneda extranjera –que generó un salto en el tipo de cambio del 40%–; la implementación de iniciativas de apertura comercial –facilidades para acceder a importaciones, la eliminación o reducción de los derechos de exportación, la quita de retenciones a las exportaciones de granos y carnes, y de actividades extractivas como la minería–; la reducción del gasto público concentrado en la finalidad “servicios sociales”[7]; el aumento de las tarifas de los servicios públicos –gas, agua, electricidad y transporte–; miles de despidos en el sector público; inicio de un nuevo ciclo de endeudamiento externo, etcétera. En el plano industrial, el nuevo gobierno alentó desde su inicio la consolidación de una estructura productiva asentada en las importaciones primarias en lugar de promover la diversificación de la matriz industrial. Es decir, se trató de políticas tendientes a profundizar la “reprimarización” de la economía, con los consecuentes conflictos con las propias empresas industriales extranjeras que tienen una elevada participación en esa actividad económica (Manzanelli, González y Basualdo, 2017: 196).

Este cambio de rumbo de las políticas económicas tendría un impacto significativo en las líneas de política tecnológica y en la evolución de industrias estratégicas basadas en el conocimiento iniciadas durante el ciclo de gobiernos anterior. Para dar cuenta de esto, en este capítulo nos focalizaremos en las políticas nuclear y de comunicación satelital en cuyo marco, durante el gobierno de Cristina Fernández, el MINPLAN[8] lideró proyectos tecnológicos estratégicos: el CAREM 25, a cargo de la CNEA, en el sector nuclear, y los satélites geoestacionarios, gestionados por ARSAT, en el sector de comunicación satelital. En el estudio de estas dos políticas sectoriales, analizaremos el rol del Estado en la definición de estos proyectos tecnológicos estratégicos, las condiciones históricas y de coyuntura que posibilitaron la selección y profundización de ciertas líneas de desarrollo tecnológico y los vínculos que se establecieron entre el Estado, el sector científico-tecnológico y el sector productivo.

En este sentido, el estudio de las políticas públicas implementadas en dos sectores de importancia estratégica para el desarrollo industrial argentino que tienen un fuerte componente científico-tecnológico posibilitará no solo resignificar los resultados obtenidos en el estudio de la política de CTI impulsada por el MINCyT, sino también comparar las dinámicas y lógicas observadas en estas tres políticas públicas –evaluando sus grados de articulación, contraste y divergencia–, en orden de dar cuenta de las principales características que adoptó la política de CTI transversal a sectores con capacidad de impacto socioeconómico impulsada por el Estado argentino durante las dos gestiones de gobierno analizadas.

La política nuclear: nace un sector estratégico

Antecedentes del desarrollo nuclear argentino

En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos comenzó a promover las potencialidades de los usos pacíficos de la energía atómica. A la vez, el todavía reciente lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki (Japón) en 1945 alimentaba el miedo de las sociedades industrializadas sobre los alcances de la destrucción atómica. Esto último se convirtió en una pieza central de la estrategia geopolítica que el gobierno norteamericano implementaría en la segunda mitad del siglo XX, con el objeto de monopolizar el mercado de tecnología nuclear y obstaculizar el desarrollo nuclear de otros países, en su afán de configurarse como la única potencia nuclear legítima (Hurtado, 2014)[9].

En Argentina, desde ciertos sectores científicos y militares se vio a la energía atómica como una oportunidad histórica. El gobierno militar que llegó al poder en 1943, de matriz nacionalista y antiliberal, produjo un marcado giro industrialista a partir del establecimiento de una nueva posición del Estado frente al sector industrial y de una serie de instrumentos que serían los antecedentes de las políticas industriales del peronismo. También impulsó la creación de una burocracia especializada para hacer frente a los problemas que planteaba el desarrollo industrial, como la necesidad de estudiar la cuestión de los combustibles y la energía, así como la programación de su producción y distribución. También se concretó, en 1944, el primer régimen de promoción de las “industrias de interés nacional”, que protegía a las actividades industriales que empleaban materias primas nacionales o eran de interés para la defensa, y se incrementó, con resultados dispares, la participación directa del Estado en sectores que servían de base para la defensa, como la producción de acero, aeroplanos, automóviles y la industria química (Barbero, 1997: 381; Belini, 2004: 74-77).

En este marco, las experiencias de planificación de la posguerra fueron seguidas con atención durante los gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1952 y 1952-1955), que decidió el ingreso de la Argentina en “la era atómica”. La virtual planificación centralizada y efectividad de las prescripciones keynesianas que Estados Unidos heredó de la guerra representaban en ese momento un claro indicador de cómo el Estado podía desempeñar un papel protagónico en la estabilización y direccionamiento de una economía capitalista (Berrotarán, 2003: 85).

Desde los inicios de la primera presidencia de Perón (1946-1952), el discurso oficial ponía un énfasis creciente en las áreas de la ciencia y la técnica que pudieran incidir sobre los sectores estratégicos de la economía. En este marco, se posicionó en un primer plano la previsión de fuentes de energía, en el cual la energía de origen nuclear aparecía como una de las fuentes alternativas que era necesario desarrollar en el país para complementar las fuentes ya existentes, como carbón mineral, energía hidráulica, hidrocarburos y combustibles vegetales. Desde el punto de vista geopolítico, el desarrollo de este sector también era una solución a la dependencia del carbón y petróleo extranjeros (Hurtado, 2014: 42).

El 31 de mayo de 1950, se creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA)[10] como un organismo dependiente de la Presidencia de la Nación a través del Ministerio de Asuntos Técnicos, cuya finalidad sería coordinar, estimular y controlar las investigaciones atómicas que se realizaran en el país.

Después de los primeros años de desarrollo de la comisión, en 1956 se anunció que la Argentina compraría el primer reactor nuclear de investigación a Estados Unidos, casi al mismo tiempo en que se tomaba la misma decisión en muchos países de las semiperiferias y periferias, entre ellos Brasil. Sin embargo, a diferencia del resto de estos países, al año siguiente se comunicó la decisión de que el reactor no se compraría, sino que se construiría en la CNEA (Quihillalt, 1979). El Reactor Nuclear Argentino (RA-1), que alcanzó su estado crítico el 17 enero de 1958 (Forlerer y Palacios, 1998: 43), fue el paso inicial que hizo posible elaborar un imaginario tecnológico-industrial como rasgo institucional de la CNEA, materializado en una orientación de política nuclear que mostraba sus potencialidades como paradigma alternativo a la ciencia académica, tanto por su capacidad de definir una agenda de metas tecnológicas que buscaban dar solución a problemáticas locales como por las formas complejas de organización que eran su condición de posibilidad. Mientras que esta tensión entre política tecnológica sectorial y ciencia académica estaba presente en aquel momento en los países centrales, también se observaban los esfuerzos por complementar estas dos orientaciones con resultados muy positivos. Por el contrario, en Argentina, estas dos perspectivas iban a seguir trayectorias de institucionalización con escasos vínculos, fragmentación característica del complejo CyT nacional que perdura hasta el presente[11],[12].

A partir del desarrollo de este reactor, se comienza a configurar en la CNEA una estrategia de política tecnológica basada en el desarrollo incremental de procesos de aprendizaje, acumulación y escalamiento de capacidades para la fabricación de reactores de investigación –que presentan su contrapartida en la generación de capacidades institucionales y organizacionales necesarias para producir estos procesos–, que demostró enorme eficacia en contexto de país semiperiférico y que explica el hecho inusual de que la Argentina alcanzara la frontera tecnológica en un segmento tecnológico de estructura oligopólica –los reactores de investigación–, ganando licitaciones a empresas francesas o surcoreanas para vender estos artefactos a países como Australia y Holanda. Esta estrategia incluyó desde el comienzo la promoción de actividades que hicieron posible un creciente enraizamiento en sectores vinculados al uso de radioisótopos, asesoramiento a pequeñas empresas nacionales de metalurgia, la promoción de incentivos para la conformación de un sector de proveedores locales y el desarrollo de capacidades internas enfocadas en la producción de los elementos combustibles de estos reactores[13]. Es decir, la conjunción de estas condiciones de posibilidad le permitió a la CNEA desarrollar reactores destinados a la exportación, entre los cuales el primer reactor nuclear exportado fue a Perú en 1986[14].

Luego del RA-1, otro hito importante en la historia de la CNEA ocurrió en 1963, con la decisión de iniciar los estudios para la compra de la primera central de potencia, Atucha I[15]. Esto marcó el inicio de un nuevo estadio en la historia de la comisión y la consolidación de un perfil que, a diferencia de lo que ocurría con la ciencia académica, fue derivando hacia una agenda integrada por una red cada vez más densa de problemas cuya solución requería de desarrollos tecnológicos y organizacionales, de la adquisición de nuevas competencias y del diseño y la construcción de plantas de producción. Los objetivos eran bajar costos, autoabastecerse de procesos y materiales, construir una doble articulación con la industria local –resolviendo algunos de sus problemas e incentivando su integración a la red de proveedores de los proyectos de la CNEA– y realizar actividades regionales de formación y asistencia para ir construyendo una posición de liderazgo en América Latina. Estas decisiones consolidaron una política nuclear con una clara orientación hacia la búsqueda de lo que los propios actores llamaron “autonomía tecnológica” o “independencia tecnológica” y los usos pacíficos (Hurtado y Harriague, 2017: 150; Harriague, 2018). En este contexto, no resultó un hecho menor la adopción de una línea de centrales de agua pesada/uranio natural como combustibles, lo que reflejó la decisión de alcanzar el autoabastecimiento del combustible y evitar la dependencia de Estados Unidos, que en ese momento era el único proveedor de uranio enriquecido (Sabato, Wortman y Gragiulo, 1978). En otras palabras, la CNEA comenzaba a configurar una política nuclear sectorial, que incluía eslabones de investigación, desarrollo y producción, definida por una frontera tecnológica local que se desacoplaba de las modas o agendas internacionales, y se enfocaba en dinámicas industriales, tecnológicas y científicas con fuerte enraizamiento local (Hurtado, 2014: 106-107).

Con la compra de la primera central de potencia, se fue consolidando otra estrategia de política tecnológica que iba a encontrar numerosos obstáculos en las siguientes décadas al punto de que su principal objetivo, la construcción de centrales nucleares de potencia nacionales, no se pudo alcanzar al presente. En este caso, la estrategia consistió en la incorporación incremental de capacidades nacionales en las sucesivas centrales de potencia. En el marco de la construcción de la primera central, cuya licitación ganó la empresa alemana Siemens en 1968, se impulsó la máxima participación posible de técnicos argentinos y sectores de la industria local. Esta particularidad no solo se daría con la construcción de la primera central de potencia, sino que signaría toda la trayectoria institucional de la CNEA. De hecho, dos de los aspectos que tuvieron un peso decisivo en la elección de la empresa alemana para la construcción de Atucha I fue que esta empresa era capaz de proveer una central de uranio natural –lo que haría posible no requerir uranio enriquecido de Estados Unidos y, a la vez, procesar el uranio extraído del territorio argentino– y la aceptación de Siemens de “abrir el paquete tecnológico” como condición de posibilidad para generar los procesos de aprendizaje, transferencia de tecnología y acumulación local de capacidades. Así, para la construcción de esta central, el Servicio de Asistencia Técnica a la Industria (SATI) –creado en 1961 por iniciativa del Departamento de Metalurgia de la CNEA y la Asociación de Industriales Metalúrgicos– identificó que el 12% de las necesidades de ítems electromecánicos y el 90% de la obra civil de la construcción de la central podía ser cubierta por la industria nacional. Al mismo tiempo, los términos de contratación con la empresa alemana incluían que no hubiera dominios reservados, lo cual posibilitó la participación de técnicos argentinos durante los procesos de construcción de la central. Decía Jorge Sabato más tarde al respecto: “Hay equipos argentinos metidos por todos los recovecos de esa central” (Sabato, 1970: 38).

Otro aspecto que tiene íntima vinculación con el anterior, y que también se configuraría como un rasgo original y orientado de la política nuclear, fue la relevancia que tomó –no exenta de pujas y fuertes tensiones entre las perspectivas opuestas y contradictorias que mostraban los cargos gerenciales y técnicos de la comisión– la noción de autonomía tecnológica. En este marco, Jorge Sabato dedicó numerosos escritos a los procesos de importación de tecnología, en los que distinguía la “importación ciega”, que conduce “a una alienación social y cultural de los países importadores”, de la “capacidad tecnológica autónoma”, entendida como la “capacidad [de un país] para definir, establecer y controlar la mezcla de tecnología –tecnología nacional-tecnología importada– más apropiada y conveniente para satisfacer sus propios intereses”. La encrucijada planteada por la primera central de potencia iba a reaparecer de forma recurrente cuando se decidiera avanzar sobre las otras tecnologías del ciclo de combustible necesarias para su funcionamiento. “Se ha propuesto que la mejor manera de lograr ese control efectivo del flujo tecnológico sería a través de una drástica reducción de la tecnología importada y aún de su total eliminación –autarquía tecnológica–”, explicaba Sabato. “La clave está en comprender que la política tecnológica integra la política económica”. De la “plena compatibilidad” de ambas deben extraerse los criterios “para poder así evaluar el ‘grado de dependencia tecnológica’ ya existente en el sector y compararla con la que se desea que haya”. Para controlar la tecnología importada se requería del desarrollo de las capacidades para una “importación ‘abierta’ e ‘inteligente’” (Sabato y Mackenzie, 1982: 216, 218, 220).

En el plano geopolítico, desde mediados de los años setenta, la “proliferación nuclear” comenzó a instalarse como un concepto que reflejaba más la preocupación de las potencias mundiales por la capacidad de desarrollo nuclear industrial de los países del “tercer mundo” que por su capacidad para producir explosivos atómicos. Por la capacidad incremental sostenida que había mostrado la Argentina para impulsar el desarrollo de una industria estratégica en el sector nuclear, fue incluido en el grupo de países que terminaron siendo objeto de las estrategias de bloqueo junto con Brasil, India, Pakistán y Sudáfrica.

En este marco, las superpotencias –con Estados Unidos a la cabeza–[16] impulsaron la firma de tratados internacionales que, por debajo del objetivo de la no proliferación de armas nucleares, buscaban bloquear el desarrollo de industrias nucleares competitivas en la semiperiferia y la periferia. Entre estos tratados, pueden mencionarse el Tratado del Antártico, el de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares, firmados por la Argentina en 1959 y 1963 respectivamente, además de los dos más relevantes, el de Tlatelolco y el de No Proliferación de Armas Nucleares, firmados por el país recién en 1992 y 1994, respectivamente.

Ahora bien, el gobierno de la última dictadura cívico-militar (1976-1983), que coincide con el ingreso de la ola neoliberal en el país, llegó al poder con un ambicioso proyecto económico refundacional que se propuso clausurar cuatro décadas de industrialización y que anunció desde el comienzo una política económica de adaptación compulsiva a las condiciones dominantes en el sistema financiero internacional (Hurtado y Harriague, 2017: 151). Durante la dictadura, el desarrollo nuclear argentino siguió su curva ascendente, si bien bajo las tensiones y francas divergencias acerca de la conveniencia y necesidad del impulso al sector que se confrontaban hacia el interior de la cúpula militar gobernante. En este sentido, resulta paradójico que mientras el desplazamiento del centro de gravedad económico hacia la valorización financiera iniciaba un proceso de drástico quiebre de cuatro décadas de industrialización sustitutiva como núcleo articulador del modelo de acumulación, la política nuclear mantuvo la “misma” dirección que había adoptado desde los años sesenta[17].

Por otro lado, en este contexto surge, en 1978, un programa secreto para desarrollar una planta centrada en la tecnología de enriquecimiento de uranio en Pilcaniyeu, a sesenta kilómetros de Bariloche (Río Negro). En el marco del conflicto por las islas Malvinas, la presencia de submarinos británicos en el límite territorial argentino motivó que un grupo de la CNEA y la empresa INVAP se embarcara en los primeros estudios de diseño de pequeños reactores de potencia. Si bien el origen de la iniciativa se vinculaba al proyecto de un submarino nuclear, fue reformulada como reactor de potencia para ser empleado en el abastecimiento de energía eléctrica a poblaciones de no más de 30 000 habitantes. Este proyecto más tarde se conocerá bajo la denominación de Central Argentina de Elementos Modulares (CAREM).

También fue bajo el régimen militar que, en 1976, se acordó entre la CNEA y el Gobierno de la provincia de Río Negro la creación de la empresa Investigaciones Aplicadas (INVAP) bajo la forma jurídica de sociedad del Estado. Concebida como “fábrica de tecnología” en la concepción de Sabato, INVAP fue un spinoff del Centro Atómico Bariloche.

Sobre la creación de la empresa y el rol del Estado en este marco, así como en el impulso de la actividad nuclear, Héctor Otheguy (2018), presidente actual del Directorio de INVAP, afirmó:

Si el Estado no hubiera participado e impulsado una actividad nuclear intensa, INVAP no hubiera existido […] pero antes de fundarse la empresa el Estado fue creando el terreno fértil para que brote INVAP. Sin este sustrato tecnológico INVAP hubiese sido inviable […]. El Estado debió confiar en que una organización de desarrollo científico y tecnológico, impulse proyectos para los que no existía experiencia previa. Era un Estado tomador de riesgo, como en todo el mundo, y esto se canalizó a través de la CNEA que era la que le encargaba los proyectos a INVAP […] Hubo una decisión muy estratégica para la Argentina que fue la de construir en el país el RA-6 si este reactor se hubiera comprado afuera, y no se hubiera realizado acá, toda la cadena de desarrollo tecnológico que generó INVAP no hubiese sido posible. Ese fue el primer paso que nos llevó con los diferentes proyectos de la empresa a que se ganaran licitaciones internacionales, se forjara una presencia en el mundo como empresa de tecnología, se conservara en el país la materia gris, se le diera trabajo a empresas subcontratistas, se ahorraran divisas, se bajaran las importaciones, etcétera. Todo esto es posible por lo que nosotros llamamos el uso estratégico del poder de compra del Estado, esto es clave y no es un invento argentino, porque es lo que hacen todos los países que se han desarrollado tecnológicamente. Es decir, el Estado toma la delantera en desarrollos cuyo riesgo es mayor del que está dispuesto a invertir y soportar la industria privada porque el Estado cumple un rol complementario al de esa industria. Si el Estado no hubiese cumplido ese rol no hubiese sido posible que en materia nuclear una empresa argentina como INVAP compita internacionalmente con empresas de los países desarrollados, para los cuales es más fácil entrar a cualquier mercado. Porque una cosa es que una tecnología venga de Estados Unidos, Alemania o Japón, y otra, mucho más difícil, es que venga de Argentina (Otheguy, entrevista personal, 2018)[18].

Con la caída del gobierno militar, el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) heredó un plan nuclear sobredimensionado para las capacidades presupuestarias y financieras de un país devastado y endeudado. A pesar de los problemas inflacionarios derivados del aumento desorbitante de la deuda externa ocurrido durante la dictadura, que motivaron posteriormente importantes recortes presupuestarios en todos los sectores públicos, incluyendo la CNEA, el gobierno democrático se afirmó en una posición “autonomista” en el área nuclear. En este marco, Alfonsín mantuvo la posición de no ratificar el Tratado de Tlatelolco, pese a la continuidad de las presiones de Estados Unidos. A su vez, el gobierno radical fortaleció la colaboración argentino-brasileña, y firmó, en 1985, la “Declaración conjunta sobre la política nuclear”.

Si bien estas medidas no se inscriben en una continuación de la política nuclear heredada de la dictadura, buscaban afianzar el desarrollo nuclear argentino que, como vimos anteriormente, también ocurrió durante el régimen militar. Así, podemos encontrar una continuidad política en el sector nuclear, que pese a las enormes diferencias de contexto y de proyecto nacional entre el primer gobierno peronista (1946-1952), el gobierno de facto (1976-1983) y el gobierno radical (1983-1989), conservó su núcleo duro: la autonomía en la toma de decisiones sobre un desarrollo nuclear fuertemente basado en la industria local (Hurtado, 2014: 252).

La asunción de Carlos Menem (1989-1999) significó el retorno a un nuevo ciclo de políticas neoliberales en el país. Como respuesta a la inestabilidad política, la crisis económica y las presiones externas, el gobierno dio inicio a un plan de “reforma estructural”, que incluyó la apertura de la economía, la desregulación de los mercados, un programa de privatización de las principales empresas públicas y la concesión de los servicios públicos en su mayoría a empresas extranjeras. La consigna de “achicamiento del Estado” significó en el área nuclear una “reestructuración” traumática que incluyó la promoción del retiro voluntario, con la consecuente pérdida de conocimiento tácito acumulado (Hurtado, 2014: 273)[19].

En este marco, el plan nuclear no solo era considerado un sector del Estado que había que reducir y privatizar, sino también un elemento de confrontación con Estados Unidos que era necesario desactivar[20]. En 1995, la CNEA figuraba en el Ministerio de Economía como “Organismo en Disolución”, y era sometida a sucesivos “retiros voluntarios”, mientras, en paralelo, se imposibilitaba el ingreso de nuevo personal. Como consecuencia de estas políticas y su desmembramiento en 1994, su plantel se redujo a unas 200 personas. Con presupuestos congelados, donde casi el 80% se destinaba a sueldos, los grupos de investigación de la CNEA sobrevivieron realizando servicios a terceros en los temas más disímiles (Hurtado y Harriague, 2017: 155; Harriague, 2018).

La política económica de los años noventa promovió una primarización ruinosa de la trama industrial y la privatización de más de 290 empresas públicas. La política exterior de ese período había utilizado desarrollos tecnológicos que costaron décadas como carta de negociación para la obtención de préstamos para el pago de los intereses de la deuda. La ausencia de políticas tecnológicas que guiaran a las instituciones públicas de I+D actuaba como fuerza centrífuga sobre sus unidades de I+D, compelidas a buscar “clientes” que decidieran el rumbo de sus actividades con el objetivo último de autofinanciar su supervivencia (Hurtado, 2010: 197)[21].

En términos generales, durante esta administración gubernamental, se abandonaron los postulados nacionalistas y estatistas (Cavarozzi, 2006: 12), se realizaron importantes recortes y reformas institucionales que impactarían significativamente en las capacidades burocráticas del sector público bajo la consigna de menos Estado (Oszlak, 1999: 4) y el país perdió capital humano, densidad científico-tecnológica y capacidades productivas a partir de la aplicación de un conjunto de políticas públicas inspiradas en el “Consenso de Washington” (Katz, 2009: 23).

Sin embargo, el ciclo de gobiernos iniciado en 2003 y que se extendió hasta 2015 puso nuevamente al Estado en el centro de la escena política, económica y social. Este nuevo ciclo se propuso abandonar la matriz neoliberal reinstalada en la década de 1990 e iniciar un proceso de resignificación del sentido social y económico de la ciencia y la tecnología. En este escenario, las principales fuerzas transformadoras fueron la recuperación de un proyecto de país industrial e inclusivo y la decisión de poner a las actividades de I+D en la primera línea de las políticas públicas.

Puede decirse que en este período se observó, en determinados sectores industriales –como el nuclear y el de comunicación satelital–, una organización institucional de complejidad creciente en torno al diseño y ejecución de proyectos tecnológicos estratégicos, como fueron el proyecto CAREM 25 y los satélites geoestacionarios ARSAT 1 y 2, que analizaremos a continuación.

Relanzamiento del Plan Nuclear y el proyecto
CAREM 25

La decisión oficial de recuperar el sector nuclear como un sector estratégico para el desarrollo industrial argentino ocurrió en 2006, cuando el gobierno de Néstor Kirchner anunció su reactivación. Esta iniciativa de reconstruir el sector y transformar su impulso en una política de Estado fue ratificado por Cristina Fernández al sancionar la Ley N° 26566, en noviembre de 2009, que declara de interés nacional las actividades tendientes a la extensión de la vida útil de la central nuclear de Embalse.

El 26 de agosto de 2006 se presentó en la Casa Rosada el “Plan de Reactivación de la Actividad Nuclear”, centrado en cuatro ejes: (i) la finalización de la central Atucha II; (ii) los inicios de un estudio de prefactibilidad para la construcción de la cuarta central nuclear; (iii) la extensión de la vida útil de la central de Embalse; y (iv) la reanudación de la producción de uranio enriquecido.

De los objetivos planteados en el relanzamiento del Plan Nuclear, quizá el más significativo en términos de búsqueda de la autonomía tecnológica fue la finalización del proyecto CAREM, un reactor de baja potencia pensado para ser construido en un 100% con capacidades locales y cuyo presupuesto global fue estimado en U$S 700 millones.

El proyecto CAREM tuvo sus orígenes en la década de 1980, cuando entre 1982 y 1983, la CNEA e INVAP trabajaron en el informe titulado “Estudio sobre reactores de potencia”. Allí se describía al reactor CAREM en una versión preliminar y un modelo más pequeño que había sido diseñado para submarinos tipo TR 1700, de la clase del submarino argentino Santa Cruz (Hurtado, 2009). Si bien el origen de esta iniciativa se vinculaba al proyecto de un submarino nuclear, frente a los cuestionamientos que suscitaba esto desde los organismos internacionales (Castro Madero, 1992), fue reformulada como reactor de baja potencia para ser empleado en poblaciones de no más de 30 000 habitantes[22].

El proyecto CAREM viene a suplir el plan original de incorporación de capacidades locales incrementales a reactores de potencia comprados bajo la cláusula de “paquete abierto”. Este plan original contemplaba que la quinta o la sexta central de potencia podrían ser fabricadas con capacidades locales. Sin embargo, la paralización de Atucha II a comienzos de los años noventa clausuró este sendero de aprendizaje y escalamiento. De esta forma, el proyecto CAREM recuperó el objetivo original de una central de potencia 100% nacional. Este proyecto contempla el desarrollo y diseño de una central nuclear de potencia avanzada, cuya primera etapa implica la construcción de un prototipo. Si se finalizara, este proyecto permitiría contar con el primer reactor de potencia íntegramente diseñado y construido en la Argentina, y el primero en el hemisferio sur. En términos de capacidades tecnológicas e industriales, el CAREM representa una evolución para el país respecto al posicionamiento y prestigio obtenidos en el mercado internacional de reactores de investigación.

Ahora bien, alcanzar este objetivo le permitiría a la Argentina posicionarse a la vanguardia del mercado de centrales de baja potencia de última generación, y así se perfilaría como uno de los líderes mundiales en el segmento de reactores modulares de baja y mediana potencia. En este sentido, la finalización del CAREM no solo significaría dar un paso clave en la creación de un sistema propio de generación nucleoeléctrica, sino que también posibilitaría abrir las puertas a la exportación de centrales de baja potencia, como ya ocurre con los reactores de investigación y producción de radioisótopos (De Vido y Bernal, 2015: 668-669).

La demanda global de los reactores de potencia para 2030-2035, según el actual presidente de la CNEA, Osvaldo Calzetta Larrieu, se estima en U$S 400 000 000. En este marco, la Argentina podría apuntar a abastecer el 20% de la demanda mundial (Télam, 2017), dada su posición estratégica para responder a las demandas mundiales de una tecnología para la cual el país cuenta con importantes capacidades acumuladas en el sector nuclear desde la década de 1950.

Por otro lado, es importante remarcar que este proyecto es considerado un hito para la industria nacional, ya que se prevé que el 70% de sus insumos, componentes y servicios vinculados sean provistos por empresas nacionales calificadas bajo los estándares internacionales de calidad, particularmente de las empresas NA-SA, INVAP y CONUAR[23]. De esta forma, este proyecto fue concebido también como un dinamizador del sector industrial del país. Por ejemplo, por sus características relativamente sencillas en cuanto a su construcción y operación, el CAREM es óptimo para cubrir una amplia gama de necesidades propias de los países en desarrollo (OEI, s.f.), como el abastecimiento eléctrico de zonas alejadas de los grandes centros urbanos o polos fabriles con alto consumo de energía. Ofrece también otras prestaciones, como una eficiente fuente de alimentación de plantas de desalinización de agua de mar o la provisión de vapor para diversos usos industriales (CNEA, 2018)[24].

Esta iniciativa aplica a una política orientada a una misión, en la que la misión consiste en fabricar un reactor de baja potencia –con una participación protagónica de la industria nacional–, y los problemas socioeconómicos que orientan su desarrollo son: en primera instancia, abastecer de energía eléctrica a pequeños polos fabriles industriales y a pequeñas poblaciones alejadas de los grandes centros urbanos. Y en una segunda etapa, comercializar esta tecnología en mercados de condición oligopólica, ya que a la fecha, son solo cinco países los que tienen capacidad de fabricarla, entre los que se encuentran Canadá, Estados Unidos, Rusia, China y la Argentina.

Este reactor se presenta como una alternativa más evolucionada que los reactores que se encuentran en operación o en construcción en todo el mundo, particularmente por el riguroso estándar de seguridad que se obtiene mediante soluciones de alta ingeniería que simplifican su construcción, operación y mantenimiento. Dadas las mejoras tecnológicas realizadas en el reactor, permitirá abastecer de energía eléctrica a localidades de 100 000 habitantes. Según el Plan Nuclear de 2006, se esperaba que la puesta en marcha del prototipo CAREM se llevara a cabo en 2015. Posteriormente, se afirmó que, por retrasos en el comienzo y realización de las la obras, se estimaba que el proyecto podría concluir a fines de 2019, y se pondría el reactor en marcha a mediados de 2020 (Télam, 2017). No obstante, durante 2019, el gobierno de la alianza Cambiemos confirmó la paralización de la construcción del reactor en el marco de la crisis de financiamiento por la que atraviesa el país y que afecta fuertemente el desempeño histórico del sector nuclear.

La política de comunicación satelital: diversificación estratégica

Antecedentes sobre el desarrollo de tecnología satelital

La industria satelital se divide habitualmente en dos segmentos denominados “Downstream” y “Upstream”, términos tomados de la industria del petróleo que permiten identificar los distintos actores involucrados. En el primer segmento, se encuentran los fabricantes de satélites, incluyendo a los integradores y a quienes desarrollan sistemas, subsistemas y componentes, los proveedores de servicios de lanzamiento al espacio y los operadores satelitales. El segundo segmento agrupa la oferta de servicios sobre los operadores satelitales, a aquellas compañías que agregan algún valor sobre la capacidad que ofrecen las plataformas satelitales desde el espacio. Los satélites que los operadores controlan pueden estar en distintas órbitas y tener diversas funciones. Actualmente, muchos de ellos son utilizados para observación de la Tierra, navegación y comunicaciones, y tienen aplicaciones tanto en el ámbito civil como en el militar (Serra y Rus, 2017). Ahora bien, dentro de la industria satelital, es importante diferenciar entre dos tipos de satélites: los de observación y los de comunicaciones.

La información procesada por los satélites de observación tiene aplicaciones vinculadas a: (i) temas agropecuarios, pesqueros y forestales; (ii) hidrología, clima, mar y costas; (iii) gestión de emergencias; (iv) vigilancia del medioambiente y los bienes naturales; (v) cartografía, geología, producción minera, planificación territorial e infraestructura para diseño de carreteras y vías férreas; y (vi) gestión de la salud (Drews, 2014: 14). En el ámbito público, los servicios prestados por este tipo de satélites tienen aplicabilidad en el seguimiento fiscal, la regulación de las exportaciones primarias, la planificación de obras de infraestructura, el monitoreo del clima y la gestión de emergencias, los procedimientos de seguridad interior, entre otros. En cuanto al ámbito privado, los sectores que son potenciales demandantes de los servicios de los satélites de observación son las grandes explotaciones agroindustriales, el sector financiero, las empresas de logística y de transporte y las explotaciones mineras, gasíferas y petroleras, que a partir de la información procesada por este tipo de satélites, pueden elaborar estimaciones más aproximadas de rendimiento y producción (Vaiana, 2017: 181-183).

En la Argentina se produjo una importante acumulación de conocimientos y capacidades para la construcción y operación de estos satélites en el marco de la expansión de la industria espacial que tuvo sus inicios en el ámbito militar en la década de 1950 con la creación de la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (CNIE) como organismo dependiente de la Fuerza Aérea (Hurtado, 2016: 42). Sobre la base de los recursos humanos y materiales de la CNIE, con el objetivo de sacar el sector espacial del ámbito militar y ubicarlo bajo la esfera civil, en 1991 se creó la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) con la función de llevar adelante misiones espaciales científicas y de observación de la Tierra. En este marco, la CONAE desarrolló cuatro misiones satelitales: SAC-A, SAC-B, SAC-C y SAC-D/Aquarius y actualmente se encuentra avanzando con las misiones SAOCOM 1A, SAOCOM 1B, Sabiamar y la Serie SARE, todos con su centro de control en el Centro Espacial Teófilo Tabanera (CETT). Por otro lado, también se encuentra en etapa de desarrollo un lanzador para satélites de hasta 250 kilogramos para órbitas polares denominado Tronador II[25], cuya construcción está a cargo de la empresa VENG S. A. (Drews, 2014: 13; Bianchi y Rus, 2016: 82).

Ahora bien, para el desarrollo de sus satélites de observación, la CONAE contrató a INVAP, que es la única empresa en el sector de tecnología espacial argentino, calificada por la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (NASA) para la realización de proyectos espaciales, dadas sus reconocidas capacidades para el diseño y la construcción de satélites de observación de la Tierra. Es importante destacar este punto, ya que la experiencia tanto de INVAP en la construcción de satélites de observación como de la CONAE en su operación fueron condiciones de posibilidad claves para asegurar el rápido tránsito de la Argentina hacia la construcción y operación de satélites geoestacionarios que se concretaría a partir de la creación de la empresa estatal ARSAT.

El otro tipo de satélites son los de comunicaciones, los cuales dinamizan la industria de la comunicación satelital que, desde la década de 1960, es considerada estratégica para las economías más desarrolladas y, por lo tanto, foco de políticas industriales y tecnológicas coordinadas. Debido a su alto contenido de I+D, los efectos de difusión de conocimiento técnico y su relevancia en el comercio internacional, las potencias económicas intervienen activamente con recursos de protección, compra pública e incentivos a sus empresas de servicios de comunicación satelital y producción de satélites. Complementan esta intervención con políticas exteriores que impulsan la expansión de sus negocios (Hurtado y Loizou, 2017: 14).

Los satélites de comunicaciones, cuya actividad se focaliza en el ámbito civil y comercial, representan alrededor del 50% de los satélites operacionales en la actualidad. Estos satélites son fundamentales para la industria de la televisión, ya que permiten un servicio de brodcast– difusión amplia– en extensas áreas, lo que incrementa las posibilidades de distribución comercial de los contenidos audiovisuales[26].

Además de este uso, los satélites de comunicaciones son ampliamente destinados a la distribución de contenidos audiovisuales, al establecimiento de redes de comunicaciones –principalmente donde no hay otro medio– a la conectividad en el aire y el mar y, desde la aparición de las terminales remotas VSAT, para ofrecer Internet satelital. En la etapa actual del desarrollo satelital es también importante considerar que los nuevos servicios satelitales ofrecidos están abriendo nuevos mercados, incorporando a la conectividad satelital industrias como el transporte aeronáutico, marítimo y terrestre, las redes de comunicaciones móviles y los usuarios hogareños (Serra y Rus, 2017: 4-5).

Los satélites de comunicaciones representan una herramienta básica en las comunicaciones a distancia, ya que permiten entregar servicios de telecomunicaciones a regiones y localidades asiladas o de difícil acceso, donde los sistemas de comunicaciones terrestres no ofrecen cobertura o su despliegue resulta económicamente inviable. Al brindar soluciones de conexión que no pueden ofrecer las redes tradicionales, las comunicaciones por satélites favorecen el desarrollo de las economías del país, sobre todo las regionales (Bianchi y Rus, 2016: 70).

La mayoría de los satélites de comunicaciones se ubican en la órbita geoestacionaria[27], principal activo utilizado para las comunicaciones comerciales vía satélite, por lo que también se los conoce bajo la denominación de satélites geoestacionarios. Ocupan para ello distintas posiciones orbitales que son, en sí mismas, un recurso natural valioso y escaso. Esto ha llevado a una búsqueda incansable de los países por obtener posiciones orbitales geoestacionarias que les permitan desarrollar su industria satelital y generar más y mejores comunicaciones satelitales (Bianchi y Rus, 2016: 70).

Neoliberalismo y NahuelSat

Durante la década de 1990, mientras la CONAE iniciaba el desarrollo de satélites de observación y en los países desarrollados los sectores estratégicos –como las comunicaciones satelitales– continuaban siendo objeto de apoyo activo de sus Estados, en las semiperiferias y periferias se comenzó a ejercer una fuerte presión para promover su desregulación. Los gobiernos neoliberales de América Latina ignoraron las lecciones disponibles de las economías desarrolladas, especialmente el hecho de que los sectores económicamente estratégicos son de competencia imperfecta y presentan estructura oligopólica o monopólica al interior de las economías nacionales. En Argentina, al igual que en otros países de la región, como México, Venezuela o Perú, se impulsó la privatización y desregulación de las comunicaciones satelitales, a diferencia de países como Corea del Sur o Singapur, donde las iniciativas de liberalización fueron más restringidas (Hurtado y Loizou, 2017: 14).

Si bien durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) se comenzó a trabajar en la generación de condiciones para que la Argentina incorpore sistemas de satélites geoestacionarios, recién a comienzos de la década de 1990, durante el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), se impulsaron las primeras iniciativas concretas. Siguiendo el manual de la ortodoxia neoliberal, se creó la empresa privada NahuelSat, de capitales mayoritarios extranjeros –inicialmente europeos–[28].

Esta empresa recibió del Estado argentino una licencia por veinticuatro años, que podía extenderse por seis años adicionales, para operar el “Sistema de Satélite Nacional Multipropósito”. Con este fin, también se le transfirió la gestión de las posiciones orbitales geoestacionarias (POGs) 72 y 81 de longitud oeste (72° O y 81° O), asignadas al país por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) –organismo dependiente de las Naciones Unidas–.

Luego de varias modificaciones de la composición accionaria, donde jugaban los intereses de las empresas europeas y norteamericanas, NahuelSat incumplió sistemáticamente con el compromiso de ocupar la POG de 81° O. Como exige el reglamento de la UIT, si la posición orbital no era ocupada, el país perdería sus derechos sobre la misma, a lo cual se sumaba que el Reino Unido estaba reclamando formalmente esta posición. Además, el Nahuel-1, satélite comprado en el exterior con el que se había ocupado la POG de 71° O, comenzó a mostrar problemas técnicos que suponían una altísima probabilidad de que la vida útil del satélite se viera acortada (Bianchi, 2018).

El gobierno de Fernando De la Rúa (1999-2001) aceleró la decadencia de NahuelSat al impulsar la firma de acuerdos de reciprocidad con Canadá, México, España, Brasil y Holanda, y autorizar la entrada al mercado local de por lo menos dieciocho satélites (Hurtado y Laizou, 2017: 16).

La crisis de 2001 consolidó la tendencia de NahuelSat; mientras Argentina pedía prórroga para conservar la POG de 81° O, el gobierno de transición de Eduardo Duhalde (2002-2003) realizó una auditoría a la Secretaría de Comunicaciones (SECOM) y a la Comisión Nacional de Comunicaciones (CNC) y encontró serios problemas en su relación con NahuelSat, además de un “accionar difuso” de ambas instituciones, que intimaron tardíamente a NahuelSat para que presente el Plan de Actividades para ocupar la segunda posición orbital. Se explicaba que la “información proporcionada no satisface la posibilidad de coordinar, sincronizar y controlar el curso de las múltiples actividades”; también se constató una desconexión absoluta con la CONAE y el Plan Espacial Argentino (AGN, 2003).

La creación de ARSAT y el protagonismo del Estado

En 2004, luego de la llegada al gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007), la SECOM comenzó a exigirle a NahuelSat la búsqueda de socios para lograr, por lo menos, el 50% de la inversión de los U$S 300 millones necesarios para la construcción y el lanzamiento del segundo satélite que pudiera ocupar la segunda posición orbital que debía coordinar Argentina, la 81° O. Esto se daba en un marco poco alentador para NahuelSat, dado que el Nahuel-1 acumulaba una serie de fallas y se acercaba la finalización de su vida útil. La empresa había tomado la determinación de no reemplazar el satélite y tampoco había avanzado en la exploración de la segunda posición orbital. En este contexto, las dos posiciones orbitales asignadas al país por la UIT corrían el riesgo de perderse. Esta situación generó una crisis durante la presidencia de Néstor Kirchner. En ese entonces, el secretario de Comunicaciones era Guillermo Moreno, quien luego ocuparía la cartera de Comercio en la misma gestión. La solución ante la posible pérdida de las dos posiciones orbitales consistió, primero, en revocar la asignación de la POG de 81° O a NahuelSat, ubicar en ella satélites interinos para protegerla y enviar al Congreso de la Nación un proyecto de ley para crear una empresa estatal que operara satélites de comunicaciones geoestacionarios (Serra y Rus, 2017: 12) en reemplazo de NahuelSat.

En julio de 2005, Néstor Kirchner anunció el plan de crear la Empresa Argentina de Soluciones Satelitales (ARSAT) –una empresa 100% estatal, originalmente 98% de las acciones del Ministerio de Planificación y el 2% del Ministerio de Economía–, encargada de lanzar y operar el satélite que iba a ocupar la posición 81° O[29]. Así, ARSAT no nace como resultado de una política concebida previamente para el sector, sino de una situación de coyuntura relacionada con la urgencia de ocupar una posición orbital asignada a la Argentina y con la quiebra de NahuelSat. Otro aspecto a considerar es que la plataforma geoestacionaria de telecomunicaciones que se decidió impulsar no tenía antecedentes en el país. Si bien las decisiones tecnológicas que se tomaron en este marco para el diseño y construcción de los satélites geoestacionarios, así como la contratación de los proveedores para los distintos sistemas y subsistemas seleccionados y el proceso de aseguramiento de la plataforma, permitirían generar cierta confianza, la realidad comercial indicaba que hasta que no fuera exitosa la puesta en servicio de la plataforma, no había forma de posicionar a la empresa en la industria (Bianchi y Rus, 2016: 24-25).

El punto innovador de este proceso, que tendría consecuencias en el largo plazo, era que la empresa pública INVAP se encargaría del diseño y la fabricación de los satélites geoestacionarios a un costo unitario estimado de U$S 250 millones (Hurtado y Loizou, 2017: 15). Al ser INVAP la contratista principal, pasó a tener a su cargo el desarrollo de proveedores, en su mayoría pymes de base tecnológica, especializadas y certificadas en industria aeroespacial. Por su parte, ARSAT quedaría a cargo de la relación con los proveedores internacionales de carga útil, propulsión y lanzamiento (Bianchi y Rus, 2016: 83; Vaiana, 2017: 177).

Desde la primera mitad de la década de 1990, luego de la creación de la CONAE, INVAP se había diversificado hacia el desarrollo de satélites de observación (Nash, 1994), y al momento de la creación de ARSAT, ya se habían puesto en órbita los tres primeros satélites de la serie SAC, todos diseñados y construidos por INVAP. Sin embargo, a pesar de ciertas similitudes entre los satélites de observación y los geoestacionarios, estos últimos presentan complejidades y desafíos técnicos radicalmente distintos que obligaban a INVAP a dar un importante salto tecnológico en su fabricación[30].

Ahora bien, la decisión política de defender las posiciones orbitales con satélites desarrollados localmente permitió que en muy poco tiempo la Argentina se configure como uno de los pocos países del mundo con capacidad de desarrollar satélites geoestacionarios, entre los que también se encontraban Estados Unidos, Rusia, China, India, Japón, Alemania, Francia, Italia e Israel. Para ello colaboraron tres factores: (i) la existencia de un industria espacial previa; (ii) el conocimiento de técnicos e ingenieros argentinos sobre la operación y especificación de satélites geoestacionarios; y (iii) la decisión política tomada por el Estado nacional de desarrollar en el país estos satélites a través de la creación de la empresa estatal ARSAT como operador satelital, fomentando la industria nacional y tomando a INVAP como núcleo organizador del ecosistema satelital argentino (Bianchi y Rus, 2016: 82).

Por otro lado, es interesante remarcar que las personas que venían trabajando desde hacía diez años en NahuelSat serían clave para los desafíos futuros. Los conocimientos que habían desarrollado los equipos de ingeniería de esta empresa, que fueron absorbidos por ARSAT, permitieron esbozar los primeros trazos de su trayectoria. Así, ARSAT heredaba de NahuelSat un equipo de profesionales que tenía en su haber la licitación de siete satélites geoestacionarios, y que por lo tanto conocía las plataformas del mercado (Bianchi, 2018). Esto le dio a ARSAT un bagaje de conocimiento del mercado geoestacionario que le permitió definir su plataforma en un lapso de tiempo medianamente corto.

A lo largo de 2010, los procesos de toma de decisiones comenzaron a acelerarse y los objetivos de ARSAT se fueron diversificando y volviéndose cada vez más ambiciosos. Entre otras iniciativas, se comenzó la construcción de la primera red troncal de fibra óptica estatal de Sudamérica, un proyecto que se propuso la construcción de más de 35 000 kilómetros de conexiones federales con el propósito de cambiar el paradigma de las comunicaciones en nuestro país. También se inició en ese año la construcción de la plataforma de distribución de la Televisión Digital Abierta (TDA), gratuita y de alta calidad. Todas estas acciones se orientaban a la satisfacción de los desafíos técnicos que exigía la hoy trunca Ley N° 26 522 de Servicios de Comunicación Audiovisual.

Durante ese mismo año, también se inició el Programa Conectar Igualdad, que se proponía incorporar a nivel nacional, en forma igualitaria y masiva, las TIC[31]. Y finalmente, también se inició el Plan Nacional de Telecomunicaciones Argentina Conectada, que se proponía acortar la brecha digital en el país, con un importante componente de infraestructura y conectividad[32].

Este proceso de crecimiento y diversificación comenzaba a transformar a la empresa ARSAT en un jugador temido para los oligopolios de telefonía celular y televisión por cable, que eran los mismos que manejaban los medios masivos de comunicación. En este marco, es importante remarcar que a partir de 2011, ARSAT cambia su perfil de empresa de proyectos a empresa de servicios. Es entonces que concreta su primer plan de negocios que busca, a partir de la inversión inicial del Estado, llegar a manejarse con flujo propio. Así, el ARSAT-3, que esperaba ponerse en órbita en 2019, fue diseñado para fabricarse con el flujo generado por los otros dos satélites, lo que implicaba un desacople financiero del Estado (Bianchi y Rus, 2016; Vaiana, 2017).

También en 2012, ARSAT comenzó la construcción del centro de datos más grande y seguro de Argentina y América Latina, de 4500 metros cuadrados y con certificación internacional Tier III y personal calificado. A su vez, en 2013, se inauguró en Bariloche (Río Negro) el Centro de Ensayos de Alta Tecnología S. A. (CEATSA), una sociedad entre INVAP y ARSAT que contaba con las instalaciones necesarias para hacer los ensayos ambientales para la industria satelital en la que el Estado invirtió U$S 40 millones. Se trataba de un centro único en América Latina para hacer ensayos ambientales en satélites de esa magnitud que brinda servicios de ensayos ambientales para las industrias satelital, aeroespacial, electrónica, automotriz, agroindustrial, energéticas, de bienes de capital, de comunicaciones y de defensa (De Vido y Bernal, 2015: 759).

Por otro lado, ARSAT tenía proyectado promover una fuerte integración regional, dado que Venezuela y Bolivia habían comprado satélites a China, y Brasil estaba en negociaciones con Francia. Ante la demanda concreta de servicios satelitales en los países vecinos, la empresa había proyectado integrar a su desarrollo de largo plazo a otros países de la región. Esto abría la posibilidad de que cada país pudiera fabricar una parte del satélite; por ejemplo, Bolivia podía fabricar los paneles solares y así incrementar la inversión y transferencia de tecnología producida localmente (Vaiana, 2017: 177-178; Bianchi, 2018).

En este sentido, es importante destacar que uno de los puntos contemplados en el Plan Geoestacionario Argentino 2015-2035 fue la optimización de la plataforma diseñada por ARSAT, y fabricada por INVAP, a través del desarrollo de nuevos modelos cuyo financiamiento y articulación con el sector científico-tecnológico se realizaría a través del MINCyT (Bianchi y Rus, 2016: 29). Si bien en septiembre de 2015, ARSAT y MINCyT firmaron un convenio orientado a impulsar líneas de investigación para incrementar la eficiencia de la plataforma satelital de ARSAT (MINCyT, 2015), el objetivo no lograría concretarse (Rus, 2018; Bianchi, 2018).

El 16 de octubre de 2014 fue lanzado el ARSAT-1 desde el Puerto Espacial Europeo de Kourou, en Guayana Francesa. Desde la Estación Terrena Benavídez, se colocó al satélite en la POG de 72° O, a 35 786 kilómetros de altura, donde comenzó a operar por un período de quince años. Este satélite, se convirtió en el primero de los satélites del Sistema Satelital Geoestacionario Argentino de Telecomunicaciones[33].

Los principales clientes de ARSAT-1 son algunas de las empresas de telecomunicaciones más importantes, como Telefónica y Telecom, empresas de telecomunicaciones satelitales como Telespazio, Servicio Satelital y Velconet, y señales de televisión, en su mayoría canales provinciales. Sobre este satélite, también opera el componente de la Televisión Digital Abierta (TDA) que distribuye alrededor de veinte señales gratuitas sobre todo el territorio nacional. El mismo también es regularmente contratado para uso ocasional de capacidad satelital por una multiplicidad de empresas que operan transmisiones en vivo, tanto en Argentina como en los países limítrofes (Serra y Rus, 2017: 13-14). La puesta en órbita y operatividad de este satélite incrementó la capacidad argentina en telecomunicaciones, además de impulsar el desarrollo de la industria satelital nacional[34].

El 30 de septiembre de 2015, fue lanzado y ubicado en la POG de 81° O, el segundo de los satélites geoestacionarios fabricados en el país, el ARSAT-2, desarrollado para brindar servicios de telecomunicaciones sobre el continente americano en tres coberturas: sudamericana, norteamericana y hemisférica (Vaina, 2017: 171). A diferencia del ARSAT-1, este satélite inició la explotación de la posición orbital 81° O y así incorporó a la oferta del operador satelital servicios en banda C y amplió la cobertura más allá de Argentina y sus países limítrofes. El ARSAT-2 dispone de menos potencia sobre el territorio nacional, pero su cobertura abarca toda Sudamérica, excepto Brasil. Además dispone de un haz con cobertura sobre Estados Unidos y el sur de Canadá en banda Ku y un haz amplio que cubre toda América Latina en banda C (Serra y Rus, 2017: 13). Esta misión de ARSAT no contaba con un satélite alquilado que brindara previamente servicios, pero sí contemplaba la migración de clientes de ARSAT que se encontraban en satélites de terceros operadores que la empresa alquilaba en otras posiciones orbitales. De esa forma, durante su primer año de vida, el ARSAT-2 tendría una ocupación de alrededor del 30% de su capacidad desde sus primeros días en el espacio (Bianchi y Rus, 2016: 25). Al ponerse en órbita en 2015, los servicios del ARSAT-2 fueron ofrecidos a tres de estos clientes –Telefónica de Argentina, Claro (AMX) y Red Intercable Satelital (Grupo Clarín) (Serra y Rus, 2017: 15).

La iniciativa de fabricar el ARSAT 1 y 2 también se ajusta a las características de una política orientada a una misión que consiste en construir y poner en órbita satélites geoestacionarios con una participación protagónica de la industria nacional, y los problemas socioeconómicos que orientaron su desarrollo fueron: en una primera instancia, ofrecer y comercializar, nacional y regionalmente, servicios satelitales de Internet, TDA y telefonía. Y en una segunda etapa, comercializar estos satélites en mercados internacionales.

Recordemos que en los inicios de ARSAT, Argentina integraba el grupo de los diez países del mundo con capacidad para fabricar esta tecnología, por lo que se trataba entonces de un mercado oligopólico.

A fines de 2015, ARSAT era una empresa en expansión que contaba con dos satélites de diseño y construcción nacional que ocupaban las dos posiciones orbitales argentinas, un centro de datos de 4500 metros cuadrados con certificación internacional Tier III y personal calificado, ochenta y ocho estaciones terrestres de Televisión Digital Abierta (TDA) en su última etapa de despliegue, que había logrado cubrir el 80% de la población con el servicio terrestre y el 100% del territorio con el servicio satelital –incluyendo la península Antártica y las islas Malvinas–, en proceso de tendido de una red troncal, clientes como los operadores Claro o Telefónica Argentina y un cronograma para finalizar su puesta en operación a fines de 2016 (Rus, 2017a).

El retorno al retiro del Estado y la paralización de ARSAT

En diciembre de 2015, cuando asume la presidencia Mauricio Macri, la industria global de satélites –servicios satelitales, equipos de tierra, manufactura de satélites e industria de lanzamientos– se encontraba en expansión. En este marco, ARSAT mostraba una tendencia creciente, con un incremento de ingresos del 4% en el período 2013-2014. Incluso, sus ingresos pasaron de U$S 89 mil millones en 2005 a U$S 203 mil millones en 2014, con una tasa de crecimiento promedio del 9,5% anual, según el informe de la Satellite Industry Association (2015) (Hurtado y Laizou, 2017: 17).

En ese momento, el ARSAT-1 se encontraba con su capacidad casi totalmente vendida y el ARSAT-2 estaba en proceso de entrada en servicio y con un cronograma de migraciones de tres clientes para ocupar el 30% de su capacidad (Rus, 2016). Sin embargo, la alianza Cambiemos decide la paralización del proyecto ARSAT-3 y el retorno a un nuevo ciclo de “cielos abiertos”, que autorizó, en su primer año de gobierno, la entrada de siete satélites extranjeros al mercado satelital argentino y, a julio de 2017, había autorizado siete satélites adicionales, lo que violaba los artículos 22° y 24° de la Resolución N° 3609/99 (Rus, 2017b). Entre otras consecuencias, en 2019 se perdería la prioridad de banda Ka en la POG de 81° O en favor de Francia. Por esta razón, para esa fecha estaba programado el lanzamiento del ARSAT-3, concebido para contar con capacidad en esa banda. A principios de 2019, se hizo público que el gobierno le alquiló a la empresa europea SES el satélite Astra-1H, que ya superó su vida útil, solo para ubicarlo en la posición orbital 81° O y evitar así que UIT le quite los derechos de uso sobre ese espacio. La operación le costó a la Argentina € 7 millones.

En julio de 2017, se filtró una carta de intención confidencial entre ARSAT y la empresa norteamericana Hughes para crear una nueva empresa con el 51% accionario en manos de la segunda. En un nivel técnico y jurídico, Hughes se quedaría con el negocio de banda ancha. Dado que la carta de intención asume que el ARSAT-3 se ubicaría en una posición orbital argentina, es inevitable concluir que una parte de este patrimonio público se pretendía transferir a la empresa norteamericana. No obstante, esto no se concretó a la fecha, lo cual estaría violando el artículo 8° de la Ley N° 27208 de promoción de la industria satelital[35] (Rus, 2018).

Ahora bien, la carta de intención ARSAT-Hughes supone la clausura de una política de Estado que presentaba una concepción sistémica de componentes geopolíticos, económicos, empresariales y científico-tecnológicos: ampliación futura del número de posiciones orbitales asignadas por la UIT a Argentina, servicios satelitales orientados al mercado local y regional, desarrollo incremental de tecnologías para la producción de satélites, procesos de transferencia de tecnología, formación de proveedores nacionales y de recursos humanos calificados. Desde esta perspectiva, la soberanía satelital resultaba una variable clave para resguardar la capacidad de tomar decisiones autónomas acerca de cómo maximizar los beneficios económicos y sociales en la prestación de los servicios de transmisión de datos y en el desarrollo de tecnologías que en pocos años podrían comenzar a exportarse (Hurtado y Loizou, 2017: 17).

El desmembramiento y cambio de rumbo de la empresa ARSAT y la búsqueda de socios extranjeros coincide con un acelerado proceso de desindustrialización, el desmantelamiento de otros sectores estratégicos –producción pública de medicamentos, agricultura familiar, vagones de carga, energía eólica, algunos proyectos del sector nuclear, entre los más visibles– y el desfinanciamiento del sector público de ciencia y tecnología. Por otro lado, es importante remarcar que este proceso de desmembramiento y pérdida del sendero de ARSAT no debe pensarse aislado de los cambios de dependencia a los que estuvo sujeta la empresa desde la asunción de la alianza Cambiemos, y que deben considerarse como un factor de incidencia a la hora de analizar la estabilidad institucional que requieren las políticas de Estado. Según la Resolución N° 1/2015 del 17 de diciembre de 2015, ARSAT pasa a la órbita del Ministerio de Comunicaciones, creado el 10 de diciembre del mismo año, a través del Decreto N° 13/2015 que modificó la Ley de Ministerios N° 22520, y mediante el cual, a su vez, se eliminó el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios (MINPLAN). Recordemos que durante el período 2007-2015, ARSAT y la política de comunicación satelital habían dependido del MINPLAN, de la misma manera en que lo habían hecho la CNEA y la política nuclear en el mismo período, y estas últimas pasaron a depender del Ministerio de Energía y Minería a fines de 2015. Posteriormente, a través del Decreto N° 513/2017 firmado el 14 de julio de 2017, se vuelve a modificar la Ley de Ministerios, y se elimina el Ministerio de Comunicaciones. En este marco, las funciones de este ministerio, al igual que la política de comunicación satelital y ARSAT, pasan a depender del Ministerio de Modernización. Ahora bien, en septiembre de 2018, en el marco de la renegociación del acuerdo con el FMI, este ministerio es eliminado, por lo que la política de comunicación satelital pasa a depender de la Jefatura de Gabinete.

En este contexto, las contradicciones en los dichos de funcionarios públicos vinculados al destino de ARSAT permiten inferir que el gobierno de Mauricio Macri no dispone de un plan de mediano plazo para el sector de las comunicaciones satelitales, el cual ha habilitado el ingreso de veintidós satélites extranjeros que compiten con los satélites geoestacionarios argentinos (Rus, 2018).

¿Estrategia en las políticas nuclear y de comunicación satelital?

En este capítulo, nos propusimos analizar las políticas públicas implementadas en el sector nuclear y de comunicación satelital en Argentina durante el gobierno de Cristina Fernández (2007-2015) y el de Mauricio Macri (2015-2019) tal y como hicimos con la política de CTI focalizada del MINCyT. Esto nos posibilitará comparar dos enfoques de políticas sectoriales relacionadas con la producción de conocimiento científico-tecnológico a partir de premisas que presentan rasgos divergentes. Mientras que la política de CTI del MINCyT parte de nociones como TPG –concepto relacionado con las tecnologías de frontera–, la definición de temas estratégicos (NSPE) que no definen metas puntuales y la idea de generar flujos de innovación para mejorar la competitividad de la economía, las políticas nuclear y de comunicación satelital suponen el impulso de procesos de aprendizaje, acumulación incremental y escalamiento tecnológico que definen objetivos específicos relacionados con las capacidades locales –no con tecnologías (o conocimiento) de frontera– y son concebidos para promover nuevos segmentos de la economía de alto valor agregado con fuerte liderazgo del Estado –reactores de investigación y de potencia, y satélites de observación y geoestacionarios– que también tienen un relevante impacto social.

La primera observación es que los dos gobiernos analizados presentan diferencias radicales de orientación en las políticas desplegadas para los sectores nuclear y de comunicación satelital que no fueron independientes del cambio de rumbo en la política económica. Mientras que durante el gobierno de Cristina Fernández, estas políticas se insertaron en un conjunto de políticas públicas que se propusieron recuperar el papel de un Estado erosionado por las políticas neoliberales de la década de 1990, e intentaron delinear un proyecto de país industrial e inclusivo, con el macrismo se retornó a políticas públicas de perfil neoliberal que reiniciaron procesos de primarización y financierización de la economía que comprometieron al sector CTI en su conjunto (Basualdo, 2017). Promoviendo un nuevo patrón de acumulación caracterizado por la valorización financiera cuya primera manifestación se dio en América Latina en la década de 1970, que derivó en ciclos de desindustrialización y extranjerización en buena parte de las economías semiperiféricas.

Así, durante el período 2007-2015, las políticas nuclear y de comunicación satelital lograron impulsar y ejecutar importantes proyectos tecnológicos en el marco de una estrategia basada en la búsqueda de la autonomía tecnológica, la infraestructura institucional y las competencias técnico-administrativas acumuladas, y la integración de la industria nacional. En ambos casos, la idea de liderazgo regional es también una variable a considerar en relación, por ejemplo, con el objetivo de exportar reactores o satélites a países de la región.

El camino recorrido por ambas políticas sectoriales durante este período da cuenta de una comprensión contundente de lo que significa para un país semiperiférico como la Argentina, que cuenta con una matriz productiva principalmente agroexportadora y un sector industrial con profundos desequilibrios, con algunas capacidades de baja y media intensidad tecnológica, proponerse la incorporación de tecnologías económicamente estratégicas. Esto requiere, como punto de partida, la creación de entornos institucionales adecuados para el acceso a sectores de alta intensidad tecnológica, lo cual supone a su vez la construcción de capacidades estatales para impulsar trayectorias evolutivas de escalamiento selectivo en la jerarquía de habilidades y competencias tecnológicas, organizacionales, institucionales y políticas, necesarias para la gestión de tecnologías estratégicas.

La historia económica enseña que estos objetivos se logran mediante procesos de aprendizaje del tipo “acortamiento de la brecha” –o catching up–, término genérico que alude a procesos con especificidades nacionales y sectoriales propias, que involucran inicialmente la generación de capacidades para la transferencia, la imitación, la ingeniería inversa y las modificaciones marginales de productos y procesos por laboratorios públicos y/o sectores o grupos de empresas involucradas. Dicho de otra forma, la incorporación de tecnologías avanzadas que puedan operar en sectores estratégicos para la economía de un país no puede ser un punto de partida, sino un punto de llegada de un proceso complejo de evolución tecnoeconómica (Amsden, 2001).

No obstante, lo ocurrido en los sectores nuclear y de comunicación satelital luego de la asunción de la alianza Cambiemos, da cuenta de una discontinuidad abrupta en los intentos de consolidar una política de Estado en ambos sectores, que coincide con el retorno a un nuevo ciclo de políticas neoliberales. En este contexto, se observó el regreso a una concepción que entiende que la intervención del Estado solo debe limitarse, en el mejor de los casos, a resolver las “fallas del mercado” y que, en consecuencia, no desempeña ninguna función en la gestión de la creación, desarrollo y crecimiento de tecnologías y sectores estratégicos para la economía y el desarrollo social. Los hechos más significativos que dan cuenta de este fenómeno son la paulatina desfinanciación, retraso y paralización de obras y plantas de producción del sector nuclear, así como también la falta de orientación y desmembramiento de la empresa estatal ARSAT en el contexto de un nuevo ciclo de desregulación de un sector estratégico, que está derivando, igual que en los años noventa, en la acelerada extranjerización de las comunicaciones satelitales.

Ahora bien, si nos centramos en el período 2007-2015, entre los principales elementos que compartieron estas políticas, podemos mencionar que: (i) estuvieron bajo la coordinación del MINPLAN; (ii) se basaron en una mirada sistémica sectorial que impulsó el desarrollo de proyectos estratégicos orientados a objetivos que tuvieron un fuerte componente CTI; (iii) se focalizaron en dos sectores estratégicos para la economía argentina que contaban con importantes capacidades acumuladas para la gestión y comercialización de proyectos tecnológicos de magnitud, basados en procesos de desarrollo tecnológico local y objetivos específicos bien definidos; (iv) lograron instalar “triángulos sectoriales”, en cuyo marco se observó una articulación relativamente virtuosa entre el Estado, el sector científico-tecnológico y el sector industrial; (v) generaron ecosistemas de aprendizaje, escalamiento e innovación que incluyen la participación de un importante número de proveedores industriales locales. Sin embargo, en el marco del cambio de gobierno de diciembre de 2015, estas políticas pierden estabilidad institucional y pasan a depender alternativamente del Ministerio de Energía y Minería, el Ministerio de Comunicaciones, el Ministerio de Modernización y la Jefatura de Gabinete. Esto se dio en el contexto del resurgimiento de un Estado “predatorio” (Evans, 1995; 1996) puesto al servicio de fracciones concentradas financieras, entre las que se encuentran el capital extranjero en sus diferentes manifestaciones, los grupos económicos locales y los terratenientes pampeanos, si bien resulta evidente que la fracción hegemónica está conformada por los bancos transnacionales y las empresas extranjeras no industriales (Manzanelli, González y Basualdo, 2017: 190-191). En este marco, se volvió a observar, tal como sucedió en la década de 1990, la puesta en marcha de procesos de desmembramiento y desmantelamiento del sector público, que incluyó abruptos cambios institucionales que afectaron seriamente la estabilidad institucional que requiere la continuidad de políticas de Estado en sectores estratégicos para el desarrollo industrial, como fue el caso histórico de la política nuclear argentina y como lo venía demostrando la política pública en el sector de comunicación satelital a partir de 2006 con la creación de ARSAT.

Las trayectorias de ambas políticas dan cuenta de aprendizajes organizacionales e institucionales –tanto en las instituciones de I+D como en los proveedores industriales asociados– en sectores estratégicos, que tuvieron sus orígenes en la década de 1950, con los primeros pasos de la política nuclear durante el primer peronismo y que, a pesar de una trayectoria sinuosa que logró atravesar dictaduras y profundas crisis económicas, se consolidó durante la segunda mitad del siglo XX. En este sentido, si nos centramos en el sector nuclear, la relativa estabilidad institucional con la que contó la CNEA desde su creación en 1950 permitió importantes procesos de acumulación de conocimiento tácito y formal, expansión y diversificación institucional, y enraizamiento con otros sectores que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia del sector satelital, el cual durante la década de 1990, se centraría en el desarrollo de los satélites de observación y, en la década siguiente, en el de los satélites geoestacionarios.

Dada la capacidad que mostró la Argentina para desarrollar una industria nuclear en el mismo momento de despegue de la tecnología nuclear a inicios de los años cincuenta, fue objeto de numerosas acciones de bloqueo lideradas por Estados Unidos, en particular durante la década de 1970, bajo la consigna de no “proliferación nuclear”. Esto se tradujo en el inicio de fuertes acciones diplomáticas y de organismos internacionales cuando un conjunto de países como India, Brasil, Pakistán, Sudáfrica y la Argentina comenzaron a demostrar trayectorias de desarrollo autónomo y, por lo tanto, se transformaron en posibles competidores en segmentos del mercado nuclear de estructura oligopólica, momento en que la geopolítica condiciona la economía global a favor de los países centrales.

Pese a estas dificultades, la CNEA se configuró como el epicentro de la política nuclear, materializada en una línea de investigación y desarrollo de reactores de investigación de complejidad creciente, seguida por la construcción de centrales nucleares con una fuerte participación de la industria nacional, y el avance hacia la fabricación de los elementos combustibles de las futuras centrales de potencia que abría la posibilidad del autoabastecimiento energético cerrando el ciclo completo del combustible nuclear a nivel local.

En términos ideológicos, esta orientación de la CNEA se tradujo en la consigna de autonomía tecnológica, que desde la perspectiva científico-tecnológica, significaba el acceso a competencias necesarias para lograr objetivos tecnológicos propios y, desde la perspectiva política, que esto ocurriera sin interferencias o restricciones externas. En este sentido, cabe mencionar que la trayectoria de aprendizaje recorrida por la CNEA para construir reactores nucleares de potencia y desarrollar tecnologías del ciclo del combustible nuclear eran condiciones de posibilidad para la integración y articulación de la industria local en la forma inicial de una red de proveedores. Cumplidos estos primeros estadios y consolidada una industria nuclear nacional, un cuarto elemento era lograr que el país alcanzara el liderazgo regional: exportar radioisótopos, reactores de investigación –incluidos sus elementos combustibles–, ciclo del combustible de reactores de potencia y finalmente, reactores de potencia. Otro aspecto importante a considerar en la trayectoria exitosa de la CNEA es que se trató de una institución que desde sus inicios manejó grandes presupuestos y sistemas administrativos complejos de compra, instalación y gestión de equipamientos diversos, aun con las limitaciones propias del sector público y las dificultades de un país semiperiférico para acceder a instrumentos de punta (Hurtado, 2014: 125-142). Esto derivó en que, a lo largo de más de medio siglo, la CNEA atravesara un verdadero proceso de acumulación de competencias que da cuenta de su probada capacidad para gestionar proyectos tecnológicos estratégicos de envergadura orientados por una misión.

Este aspecto resulta una dimensión clave para dar cuenta de las implicancias que tiene, para la implementación exitosa de iniciativas de política pública de mirada sistémica en sectores estratégicos para el desarrollo socioeconómico, contar con lo que podríamos asociar a una “burocracia weberiana”. La presencia de esta burocracia especializada resulta un punto sensible para consolidar políticas de Estado en contexto semiperiférico. En el caso del sector nuclear, las posibilidades de desarrollo de esta burocracia se vio afectada en la CNEA durante las políticas aplicadas en la institución en el contexto de “achicamiento” del Estado de la década de 1990, lo cual se tradujo en importantes dificultades para retomar la capacidad de diseño y gerenciamiento de proyectos de elevada complejidad tecnológica en el marco del relanzamiento del Plan Nuclear en 2006, que incluyó la reactivación del proyecto CAREM. La lección que emerge en este sentido es que las posibilidades de sostener en el tiempo políticas de Estado requiere considerar, entre otros aspectos, la relevancia de no discontinuar los procesos de desarrollo y evolución de las burocracias especializadas en sectores estratégicos para el desarrollo nacional, que se configuran como un factor clave para el diseño e implementación de políticas sectoriales de largo plazo.

Ahora bien, el año 2006 se configuró como un punto de inflexión para este sector con el relanzamiento del Plan Nuclear, momento en que se retomaron importantes líneas del desarrollo nuclear nacional. En este contexto, la reactivación del proyecto CAREM significaba para el sector nuclear la posibilidad de retomar un proyecto tecnológico estratégico que podría posicionar a la Argentina a la vanguardia del mercado internacional de reactores de mediana y baja potencia, a la vez que le abría las puertas para la exportación de centrales de baja potencia a otros países, como ya sucedía con los reactores de investigación y de producción de radioisótopos. Otro de los aspectos que dan cuenta de la importancia estratégica de este proyecto fue que preveía que el 70% de sus insumos, componentes y servicios fueran provistos por empresas nacionales. Finalmente, el proyecto también daba cuenta de una nueva dimensión de enraizamiento social, dado que el reactor posibilitaría abastecer de energía eléctrica a 100 000 habitantes, y sería particularmente apto para zonas alejadas de los grandes centros urbanos o para polos fabriles de alto consumo de energía.

No obstante, la trayectoria ascendente que mostró el sector nuclear desde la década de 1950, bajo el liderazgo de la CNEA, profundizada a partir de 2006 con el relanzamiento del Plan Nuclear, encontró otro punto de inflexión con el cambio de gobierno a fines de 2015, que se tradujo en un destino incierto para las líneas programáticas definidas en 2006, incluyendo el desarrollo y finalización del proyecto CAREM. En este punto, es importante señalar que la plataforma de capacidades y conocimientos acumulados en el sector nuclear sentaron las condiciones de posibilidad para la emergencia de otro sector económicamente estratégico para la Argentina, que se constituye como un desprendimiento del sector nuclear: el sector de comunicación satelital.

Desde la década de 1960, la industria satelital es considerada estratégica para las economías desarrolladas, dado que ofrece una gran dinámica donde la investigación, el desarrollo y la producción de bienes son fuentes de oportunidades comerciales de altísima rentabilidad. En consecuencia, desde entonces, es foco de políticas industriales y tecnológicas coordinadas en los países desarrollados.

Sin embargo, al igual que lo observado en los países semiperiféricos con capacidades para el desarrollo nuclear, durante la década de 1990, mientras en los países centrales la industria satelital era objeto de un fuerte apoyo estatal, en las semiperiferias y periferias se comenzó a ejercer presión para promover su desregulación. La Argentina no fue la excepción, y al igual que otros países de la región como México, Venezuela o Perú, impulsó la desregulación de las comunicaciones satelitales a diferencia de los países del Este Asiático, como Corea del Sur o Singapur.

Si bien fue durante el gobierno de Raúl Alfonsín cuando se comenzó a trabajar para la incorporación al país de satélites geoestacionarios, paradójicamente, fue con el gobierno de Carlos Menem cuando, en paralelo con la creación de la CONAE (1991) y el inicio del desarrollo de satélites de observación, se comenzaron a impulsar las primeras iniciativas concretas basadas en la creación de la empresa privada NahuelSat.

Esta empresa mostró un desempeño zigzagueante durante toda la década de 1990 e incumplió sistemáticamente con las metas relacionadas a la puesta en órbita de un segundo satélite que ocupara la segunda posición orbital de 81° O reclamada sistemáticamente por el Reino Unido. A su vez, la empresa mostró serias dificultades para implementar acciones coordinadas y estratégicas en el sector de comunicación satelital, que incluía una desconexión absoluta con la CONAE y el Plan Espacial argentino.

No obstante, al igual que en el sector nuclear, el año 2006 también representó un punto de inflexión para el sector de comunicación satelital, con la creación de la empresa ARSAT. Ocho años más tarde, con la puesta en órbita del ARSAT-1, esta empresa le iba a permitir a la Argentina ser uno de los diez países del mundo, y el único país del hemisferio sur, con capacidad de desarrollar satélites geoestacionarios de telecomunicaciones, una de las industrias más competitivas a escala global.

Esta empresa integró diez años de capacidades desarrolladas por NahuelSat, que tomó como plataforma de escalamiento tecnológico, lo cual le permitió en 2014 y 2015, a menos de una década de su creación, poner en órbita los satélites ARSAT-1 y ARSAT-2, únicos satélites geoestacionarios fabricados en el país.

La trayectoria de ARSAT, al igual que el caso de la CNEA, tuvo como epicentro de su red de proveedores industriales altamente calificados a INVAP, la cual, como contratista principal, tuvo una participación protagónica en la fabricación del ARSAT-1 y el ARSAT-2.

A fines de 2015, ARSAT era una empresa en expansión que contaba con: (i) dos satélites geoestacionarios de diseño y construcción nacional, ocupando las dos posiciones orbitales asignadas a la Argentina por la UIT; (ii) un centro de datos con certificación internacional Tier III y personal calificado; y (iii) ochenta y ocho estaciones terrestres de Televisión Digital Abierta (TDA) en su última etapa de despliegue que había logrado cubrir el 80% de la población con el servicio terrestre y el 100% del territorio con el servicio satelital, incluyendo la península Antártica y las islas Malvinas.

Este estado de situación mostraba a ARSAT como un caso exitoso de desarrollo tecnológico fronteras adentro en un sector económico y socialmente estratégico para un país semiperiférico, que no solamente significó la adquisición de conocimientos para el desarrollo local de satélites geoestacionarios, ni se limitó a la generación de capacidades tecnológicas. Esta empresa posibilitó depositar en los equipos técnicos un aprendizaje tácito de envergadura sobre la relación comercial con grandes operadores satelitales, así como en la interacción con otras empresas nacionales e instituciones públicas de I+D, y con distintos organismos gubernamentales internacionales.

Ahora bien, las características del desarrollo de esta empresa y los efectos multiplicadores asociados a su ecosistema de aprendizaje, escalamiento e innovación fueron el resultado de una política de Estado implementada en el sector de comunicación satelital argentino iniciada en 2006, con el gobierno de Néstor Kirchner, y continuada durante el gobierno de Cristina Fernández.

En el marco de esta política, el Estado intervino activamente con la misión de promover y ejecutar un sendero de desarrollo científico y tecnológico donde actores públicos y privados produjeran procesos de aprendizaje y acumulación de capacidades, escalamientos tecnológicos e innovaciones, y generaran beneficios con impactos tangibles en la sociedad, que van desde la creación de empleos de calidad hasta la mejora de la balanza comercial (Hurtado, Bianchi y Lawler, 2017: 67).

En otras palabras, se trató de una política de Estado basada en una concepción sistémica de componentes geopolíticos, económicos, empresariales y científico-tecnológicos, que pretendía ampliar el número de posiciones orbitales para la Argentina, continuar proveyendo servicios satelitales a nivel local y regional, impulsar el desarrollo incremental de tecnología satelital y la formación de proveedores nacionales y de recursos humanos calificados (Hurtado y Loizou, 2017: 17).

Sin embargo, la asunción del gobierno de Mauricio Macri significó la clausura de esta concepción estratégica de las comunicaciones satelitales, en cuyo marco se decidió detener la construcción del ARSAT-3 y retornar a un nuevo ciclo de “cielos abiertos” autorizando el ingreso de más de veinte satélites extranjeros al mercado argentino. A su vez, se paralizó la instalación de antenas de televisión digital, se discontinúo la entrega de codificadores y se transfirió el centro de datos al Ministerio de Modernización. Finalmente, a mediados de 2017, se filtró una carta con la intención confidencial de ARSAT y la empresa Hughes de crear una empresa con la mayoría accionaria a nombre de la empresa norteamericana, lo que implicaba que la misma se quedara con el negocio de banda ancha y se apropiara de manera ilegal de parte del patrimonio del Estado argentino. Esta intención hasta el momento no se ha concretado, dadas las prohibiciones que establece la Ley de Industria Satelital N° 27208, en lo referido a las modificaciones del paquete accionario de la empresa estatal ARSAT.

Si nos centramos exclusivamente en el gobierno de Cristina Fernández, una mirada de conjunto de las tres políticas públicas sectoriales analizadas –la política de CTI en cabeza del MINCyT, y las políticas nuclear y de comunicación satelital lideradas por el MINPLAN– dan cuenta de un fuerte protagonismo del Estado en el diseño e implementación de iniciativas de tipo mission oriented centradas en el impulso de proyectos tecnológicos estratégicos en el sector nuclear y de comunicación satelital, como catalizadores del desarrollo socioeconómico basado en el conocimiento en contexto semiperiférico. Paralelamente, el sector CTI se centró en el impulso de sectores generales y TPG entendidas como “estratégicas” según los criterios de los países centrales, lo cual limitó seriamente las posibilidades de definir proyectos tecnológicos estratégicos con capacidad de impacto en el desarrollo socioeconómico nacional.

La desarticulación observada entre las iniciativas impulsadas en el marco de estas tres políticas durante este período, que incluyó el desacople en la selección de sectores y tecnologías estratégicos entre estos ámbitos de la política pública, permiten inferir que no estuvieron integradas a una matriz común orientada a concentrar los esfuerzos en determinados sectores, tecnologías y temas considerados prioritarios para el desarrollo socioeconómico argentino. Esto se tradujo, por un lado, en intentos de definir una estrategia de desarrollo tecnológico autónomo de largo plazo, centrado en la promoción de la industria nacional, en sectores de importancia socioeconómica para la Argentina, como son el sector nuclear y el de comunicación satelital. Y, por el otro, en el impulso de sectores y TPG que no se basaron en una estrategia de desarrollo de largo plazo y mostraron un débil enraizamiento socioeconómico, pero que posibilitaron generar un espacio institucional innovador –los fondos sectoriales– para avanzar en el fortalecimiento de dos debilidades históricas del sector CTI nacional: la articulación entre la infraestructura científico-tecnológica y la estructura productiva, y la generación de conocimiento y tecnologías con capacidad de impacto socioeconómico.

De este estado de situación se infiere que, durante el gobierno de Cristina Fernández, se impulsaron iniciativas que podemos asimilar a intentos de definir políticas de Estado en el sector nuclear y el de comunicación satelital, si bien mostraron una fuerte desarticulación con las políticas implementadas en el sector CTI. Por el contrario, los marcados retrocesos en curso observados en estos tres ámbitos de la política pública, iniciados a fines de 2015, permiten concluir que una mirada de conjunto desde el año 2007 hasta el presente señala la clausura de la posibilidad de definir en la Argentina una política de CTI de Estado transversal a sectores con capacidad de impacto en el desarrollo socioeconómico nacional.


  1. La década de mayor crecimiento fue 1903-1913, cuando el PBI creció a un promedio del 7,1%.
  2. Las ramas manufactureras, que actuaron como locomotoras de la expansión fabril durante todos esos años, fueron la producción automotriz y la de bienes electrónicos de Tierra del Fuego. Ambas reflejaron una marcada desintegración vertical de sus actividades; y el aliento al consumo de estos bienes trajo aparejada una presión relevante sobre el saldo de la balanza comercial (Manzanelli y Basualdo, 2017: 102).
  3. Mientras el cuello de botella en el sector externo se puede interpretar como una causa estructural derivada de la “estructura productiva desequilibrada” histórica de la economía argentina (Diamand, 1973), los límites que exhibió el proceso de sustitución de importaciones industriales (Azpiazu y Schorr, 2010; Fernández Bugna y Porta, 2011; Schorr, 2013) no solo obedecen a causas estructurales, sino que también se asocian a cuestiones coyunturales, como las derivadas de las dificultades observadas en este período para avanzar en el definición y consolidación de una política industrial focalizada en sectores industriales estratégicos para el desarrollo socioeconómico.
  4. La forma de Estado denominada “nacional y popular” tiene una larga tradición en América Latina, que comenzó con los que fueron sus “padres fundadores”: Getulio Vargas en Brasil (1930-1945 y 1951-1954); Lázaro Cárdenas en México (1934-1940); y Juan Domingo Perón en la Argentina (1946-1955). Y fueron seguidos durante la década de 1960 y 1970 por gobiernos que se enfrentaron con posturas nacionales y populares o socialistas a la expansión transnacional de posguerra. Entre ellos: Velasco Alvarado en Perú y Torrijos en Panamá (1968); Torres en Bolivia (1970); Allende en Chile (1970); Rodríguez Jara en Ecuador (1972); y Cámpora y Perón en la Argentina (1973) (Manzanelli y Basualdo, 2017: 77).
  5. Entre las causas estructurales, se encuentra el hecho de que la Argentina cuenta con una “estructura productiva desequilibrada” (EPD) compuesta de dos sectores de niveles de productividad diferentes: el sector primario, el agropecuario, de una alta productividad, que trabaja a precios internacionales y exporta; y el sector industrial, de una productividad mucho más baja, que trabaja a precios sustancialmente superiores a los internacionales, fundamentalmente, para el mercado interno (Diamand, 1984: 7). Mientras el crecimiento de la economía –en particular el crecimiento industrial– requiere cantidades crecientes de divisas, el alto nivel de precios industriales que caracteriza a la estructura productiva desequilibrada impide que la industria exporte. De modo que, a diferencia de lo que sucede con los países industrializados, en los cuales la industria autofinancia las necesidades de divisas que plantea su desarrollo, el sector industrial argentino no contribuye a la obtención de las divisas que necesita para su crecimiento. Su abastecimiento queda siempre a cargo del sector agropecuario, limitado por una falta de producción mayor, por problemas de la demanda mundial o por ambas cosas. Surge así una divergencia entre el sector industrial que no puede producir las divisas para su crecimiento y la provisión de estas divisas a cargo del sector agropecuario de crecimiento mucho más lento. Esta divergencia es la responsable de la crisis de balanza de pagos en la Argentina y constituye el principal limitador del crecimiento del país (Diamand, 1972: 26).
  6. A diferencia de la productividad del sector primario, la productividad industrial no depende de las condiciones naturales más o menos favorables, sino que es función del grado de desarrollo del país. Las principales condiciones pueden resumirse en las siguientes: (i) la primera condición de una elevada productividad industrial es el alto nivel de capitalización de la industria en sí y del contexto donde opera; (ii) la segunda condición es el dominio de la tecnología, mejorado a través del “aprender haciendo” en la producción de los bienes que incorporan la tecnología en cuestión; (iii) en tercer lugar, la industria no es un simple agregado de actividades, sino un complejo sistema independiente, cuya productividad depende de la capacidad gerencial indispensable para coordinar, sincronizar y controlar las múltiples etapas productivas que convergen en la fabricación de un producto industrial; (iv) en cuarto lugar, la productividad depende del desempeño gubernamental necesario para proyectar, prever y planear a largo plazo las inversiones en máquinas y tecnología; y (v) en quinto lugar, la productividad industrial depende de las escalas, dado que las tecnologías modernas de producción en masa se caracterizan por bajos costos directos y por elevados costos fijos indirectos. Todas estas condiciones requieren el desarrollo de conocimientos tecnológicos, la capacidad para manejar un sistema interdependiente, un tamaño del mercado suficiente para justificar los métodos de producción modernos, y un Estado eficiente y estable, que además, otorgue protección a su industria nacional (Diamand, 1984: 4-5).
  7. Al analizar la evolución del gasto al interior de la función de “servicios sociales” entre 2015 y 2016, se observan caídas reales en las siguientes finalidades: vivienda y urbanismo (-62,3%), trabajo (-30,9%), ciencia y técnica (-11,9%), educación y cultura (-10,3%), salud (-8,5%), agua potable y alcantarillado (-6,4%) y promoción y asistencia social (-2,3%). La única finalidad que incrementa su presupuesto en términos reales fue la seguridad social (3,4%), fundamentalmente debido a los ajustes semestrales automáticos de jubilaciones y pensiones previstos en la Ley de Movilidad Jubilatoria (Ley N° 26417) promulgada en el año 2008, durante el gobierno anterior (Kicillof y Bianco, 2017: 10).
  8. Las políticas nuclear y de comunicación satelital en el período 2007-2015 estuvieron lideradas por el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios. A fines del año 2015, la política nuclear pasó a depender, junto con la CNEA, del Ministerio de Energía y Minería. Por su parte, la política de comunicación satelital, junto con la empresa estatal ARSAT, pasaron a la órbita del Ministerio de Comunicaciones, posteriormente al Ministerio de Modernización a mediados de 2017, y finalmente, a fines de 2018, a la Jefatura de Gabinete.
  9. En su empeño por asegurarse el monopolio nuclear y desalentar que otras naciones desarrollaran artefactos atómicos, a través de la Ley de Energía Atómica –conocida como “Ley MacMahon”–, aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1946, el gobierno norteamericano transformó en información clasificada todo el conocimiento codificado o tácito vinculado a la tecnología atómica. Incluso esta misma legislación autorizaba la pena de muerte para quienes revelaran secretos atómicos a otros gobiernos. Esta ley hacía imposible cualquier tipo de control internacional sobre armas atómicas, mientras paradójica y paralelamente, el gobierno de Estados Unidos impulsaba el “Plan Baruch” en el marco de la Comisión de Energía Atómica de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Este plan proponía crear un organismo internacional que tuviera “el control de la gestión o propiedad de todas las actividades potencialmente peligrosas a la seguridad mundial” y que una de sus principales tareas fuera “obtener y mantener información completa y cuidadosa sobre las fuentes mundiales de uranio y torio”. En la lista de “actividades peligrosas” se encontraba la prospección y procesamiento de uranio y torio, el enriquecimiento de uranio y las tecnologías vinculadas al plutonio (Fischer, 1997: 17-21).
  10. Ver Decreto N° 10936/50.
  11. En el caso de Estados Unidos, es claro el lugar protagónico que jugó la inversión del sector defensa en las universidades norteamericanas o el lugar de la National Science Foundation, el organismo paradigmático de las “ciencias básicas”, en lo que Weiss (2014: 27-28) llama “Estado de Seguridad Nacional”.
  12. El sentido simbólico, del RA-1 se completaba con la venta del know how desarrollado en el proceso de fabricación de sus elementos combustibles a la empresa alemana Deggusa. La venta se concretó en noviembre de 1959 en Frankfurt (Alemania), donde la CNEA entregó un informe completo del proceso de fabricación a cambio de la suma de U$S 14 000. Esta transferencia fue la primera exportación de tecnología nuclear en la Argentina (Martínez Vidal, 1995: 180; Coll y Radicella, 1998: 98-99).
  13. Reactores de investigación desarrollados para uso en el país por la CNEA (1958-2018): RA-1 (1958); RA-0 (1960); RA-2 (1961); RA-3 (1967); RA-6 (1982); RA-8 (1997); RA-10 (2018).
  14. Reactores de investigación exportados (1986-2018): RP-10 (1986; Perú); NUR (1989; Argelia); ET-RR-2 (1989; Egipto); OPAL (2007; Australia); RBM (2018; Brasil); PALLAS (2018; Holanda).
  15. Centrales de potencia instaladas en la Argentina: Atucha I (1974); Embalse (1982); Atucha II (2014). El proyecto de fabricar la III y IV central fue cancelado por el gobierno de la alianza Cambiemos en junio de 2018.
  16. En 1974, por iniciativa de Estados Unidos se habían comenzado a reunir en forma secreta los países exportadores de tecnología nuclear. Las reuniones de este grupo, poco más tarde conocido como el “Club de Londres”, fueron conducidas inicialmente por el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. El objetivo era poner restricciones al comercio de equipos y tecnologías nucleares y evitar que la competencia entre los países exportadores debilitara las exigencias de salvaguardias. Mientras que el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) se proponía establecer un límite entre un conjunto minoritario de países que podían fabricar artefactos nucleares y los que debían abstenerse, el Club de Londres intentaba ahora definir por tiempo indeterminado una nueva demarcación entre unos pocos países que podrían desarrollar el ciclo completo del combustible nuclear y los que deberían resignarse al papel de importadores de esa tecnología. Ignorando al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), este grupo trabajó en la redacción secreta de las “Pautas de Londres”, aprobadas en septiembre de 1977 y finalmente comunicadas a la OIEA en enero del año siguiente. En marzo, el Congreso de Estados Unidos acompañaba este proceso con la aprobación de la Nuclear Non-Proliferation Act, que establecía la prohibición de cooperar en el área nuclear con países que no aceptaran salvaguardias completas del OIEA de todas sus instalaciones (Hofmann, 1976; Casarales, 1987). Este escenario, que buscó justificar decisiones unilaterales con aplicación retroactiva, fue configurando un contexto que iba a perjudicar de forma incremental a los países en desarrollo que habían apostado a programas nucleares ambiciosos como la Argentina, Brasil, India, Pakistán, Yugoslavia y Filipinas (Hurtado, 2014: 190).
  17. Durante la dictadura cívico-militar, el desarrollo nuclear argentino persiguió tres objetivos: (i) avanzar en el desarrollo tecnológico de obtención de plutonio; (ii) desarrollar a nivel local la capacidad de fabricar a escala industrial los elementos combustibles de las centrales de potencia; y (iii) desarrollar la capacidad de producir a escala industrial agua pesada (Hurtado, 2014: 188).
  18. El RA-6 fue el primer reactor de investigación fabricado por INVAP e inaugurado en 1982. Se encuentra instalado en el Centro Atómico Bariloche (CAB) de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), en la ciudad de San Carlos de Bariloche (Río Negro).
  19. Durante el gobierno menemista comenzaron a mejorar las relaciones de la Argentina con Estados Unidos, lo cual significó ceder a las presiones de este país en relación al desarrollo nuclear nacional. Entre los acontecimientos más significativos que dan cuenta de esto, se encuentran, por ejemplo, el freno a las relaciones comerciales de INVAP con Irán, que desde 1988 trabajaba en el plan nuclear iraní. La cancelación de los contratos a fines de 1999 significó para INVAP una pérdida de U$S 25 000 000, lo que complicó sustancialmente su situación financiera. Otros tres acontecimientos que dan cuenta del viraje de Argentina durante la década de 1990 fue la ratificación del Tratado de Tlatelolco en 1992, la adhesión al Tratado de No Proliferación en 1994 y las intenciones del gobierno de iniciar un proceso de privatización del área nuclear, iniciativa que incluía las dos centrales de potencia –Atucha I y Embalse–, la tercera central en construcción, y las plantas de enriquecimiento de uranio y producción de agua pesada (The Wall Street Journal, 1992a; 1992b), cuya construcción pasó a depender de la empresa Nucleoeléctrica Argentina S.A (NA-SA). En este marco, las obras de Atucha II y la ampliación de Pilcaniyeu finalmente se paralizaron, y por las presiones de Estados Unidos, simultáneas a las presiones para el retiro de INVAP de Irán, se canceló definitivamente la planta de reprocesamiento de plutonio LPR, que había hibernado entre 1983 y 1991 (Hurtado, 2014: 81, 284).
  20. Así, en 1994, se decretó el desmembramiento de la CNEA en tres organismos: (i) la empresa Nucleoeléctrica Argentina S. A. (NA-SA), una sociedad anónima a cargo de las centrales de potencia, que esperaba ser privatizada y heredaba las obras de Atucha II, que se encontraban paralizadas; (ii) el Ente Nacional Regulador de la Energía Nuclear (ENREN), agente regulador del sector, que en 1997 se transformó en la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN); y (iii) la CNEA, llamada informalmente “CNEA residual”, que conservaba las actividades de I+D y los pasivos del conjunto. Como parte de estas transformaciones, la Empresa Nuclear Argentina de Centrales Eléctricas S. A. (ENACE) fue disuelta, y un grupo reducido de su personal fue absorbido por NA-SA.
  21. Como contrapunto de ese escenario, en paralelo, se inauguró en 1997 el reactor de investigación y producción de radioisótopos ETRR 2, construido por INVAP en Egipto y, a mediados de 2000, esta empresa ganó una licitación abierta por la Australian Nuclear Science and Technology Organization (ANSTO) para construir un reactor nuclear de investigación y producción de radioisótopos por el valor de U$S 180 millones (Jinchuk, 2002: 121). Este episodio fue para la cultura nuclear argentina un incentivo para persistir, en condiciones de enorme precariedad institucional, en la conservación de sus componentes ideológicos.
  22. Ver, por ejemplo, Tiempo Argentino (1985) y Buenos Aires Herald (1985).
  23. Combustibles Nucleares Argentinos (CONUAR).
  24. La construcción del prototipo del reactor comenzó el 8 de febrero de 2014 en el Complejo Nuclear Atucha, próximo a la localidad de Lima (Buenos Aires). Este prototipo constituye la primera etapa del proyecto, cuyo principal objetivo es la construcción de una pequeña planta nuclear. Se trata de un reactor incluido en la categoría “baja potencia”, según la clasificación del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), ya que su capacidad se encuentra por debajo de los 300 MW eléctricos (IAEA, 2007). Inicialmente, el reactor generaría un total de 25 MW eléctricos netos –27 MW, brutos de los cuales 2 MW se destinarían al consumo propio–, de lo que deriva su denominación CAREM 25. No obstante, gracias a sucesivas mejoras que en los últimos años se fueron aplicando sobre la ingeniería del reactor y también en el desarrollo de su balance de planta, el prototipo generará una potencia de alrededor de 33 MW. Se estima que la versión comercial de este reactor será capaz de generar alrededor de 120 MW, manteniendo todas las propiedades y características del prototipo. A su vez, la CNEA se encuentra trabajando en el desarrollo de centrales de potencia de alrededor de 480 MW, compuestas por módulos –reactores en serie– de 120 MW (CNEA, 2018).
  25. Tronador II es el nombre que recibe la segunda etapa del proyecto de desarrollo del lanzador espacial argentino. Comenzó a fabricarse en la segunda mitad de los 2000, y la empresa VENG (Vehículo Espacial de Nueva Generación) fue la contratista primaria. El Tronador es un cohete de un solo uso, de seis toneladas de peso, proyectado para colocar en órbita polar, a 600 kilómetros de distancia, satélites de 250 kilogramos (Drews, 2014: 20).
  26. Se prevé que esta demanda de servicios satelitales crezca exponencialmente a medida que se intensifique la migración a formatos de alta definición. Esta es una demanda que hay que considerar especialmente en Argentina, país que contribuye con un importante volumen de contenidos audiovisuales para Hispanoamérica (Bianchi y Rus, 2016: 70).
  27. Al conjunto de posición orbital, banda de frecuencia utilizada y zona donde se presta servicios –cobertura– se lo denomina recurso órbita/espectro. Estos conjuntos son administrados por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), organismo dependiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), responsable de su asignación a los distintos países, los cuales no deben perder los derechos obtenidos. La defensa de estas posiciones orbitales es una cuestión de Estado, ya que las mismas son consideradas tan importantes como cualquier recurso natural no renovable (Bianchi y Rus, 2016: 71).
  28. La convocatoria para la compra de acciones de NahuelSat se llevó a cabo a mediados de diciembre de 1995 y la participación accionaria quedó liderada por el consorcio europeo: Daimler–Benz Aerospace (11%), Aerospatiale (10%) y Alenia Spazio (10%). El resto de las acciones se distribuía entre Richefore Satellite Holding Ltd (Jersey, 17,5%), Lampebank International (Luxembourg, 11,5%), International Finance Corporation (World Bank Group, 5%), Banco de la Provincia Group (Argentina, 11,5%), BISA/Bemberg Group (Argentina, 11,5%), ANTEL (Uruguay, 6,5%) y Publicom S. A. (Argentina, 5,5%) (Oyarzábal, 1997: 17).
  29. Un dato que merece ser destacado en relación a la Ley N° 26092 que conduciría a la creación de ARSAT es que, durante su tratamiento, los entonces diputados Mauricio Macri y Oscar Aguad votaron en contra. Paradójicamente, en diciembre de 2015, asumirían como presidente de la nación y ministro de Comunicaciones respectivamente, y ARSAT quedaría bajo la órbita de la cartera de Aguad al desmembrarse el Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios (MINPLAN) y la Autoridad Federal de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (AFTIC).
  30. Mientras que los satélites de observación, operados por CONAE, pesan entre 200 kilogramos y 1,5 toneladas, orbitan entre los 200 y 1200 kilómetros de distancia de la Tierra y tienen una vida útil prevista de entre tres y cinco años, los satélites de comunicaciones o geoestacionarios, como los de ARSAT, pesan alrededor de 3 toneladas, orbitan cerca de los 306 000 kilómetros de distancia de nuestro planeta –donde no cuentan con ninguna protección de los campos magnéticos de la Tierra y están expuestos a un hábitat sumamente hostil–, y tienen una vida planificada de quince años. Además, los satélites geoestacionarios son mucho más costosos, no solo en lo que hace al lanzamiento, sino también en su fabricación, ya que deben cumplir con requerimientos mucho más estrictos de confiabilidad y de disponibilidad de servicio para una vida útil tres veces más larga que la de un satélite de observación (Bianchi y Rus, 2016: 83). Así, el ambiente en el que tienen que desempeñarse estos satélites, la vida útil de diseño, la disponibilidad del servicio y muchas otras condiciones requirieron de desarrollos de nuevas capacidades y conocimientos de nuevos proveedores y tecnologías.
  31. Ver Decreto N° 459/2010.
  32. Ver Decreto N° 1552/2010.
  33. El primer satélite argentino fue el LUSAT-1, desarrollado por AMSAT, una asociación de radioaficionados, y puesto en órbita en 1990 (Vaiana, 2017: 172).
  34. El mismo cuenta con la posibilidad de ofrecer servicios en banda Ku con una capacidad algo superior a los 100 MHz con cobertura sobre el territorio argentino, transporta señales de video y brinda servicios de televisión directa al hogar, de acceso a Internet para su recepción en antenas VSAT y de datos y telefonía sobre IP con igual calidad a todo el territorio nacional, incluidas las islas Malvinas y la península Antártica. Se trata de la mejor cobertura satelital que haya tenido el país, ya que la especificación del satélite por parte de ARSAT estuvo orientada por premisas de inclusión social (Serra y Rus, 2017; Vaiana, 2017).
  35. El artículo 8° de la Ley de Industria Satelital N° 27208 establece que “[…] el capital social de la Empresa Argentina de Soluciones Satelitales Sociedad Anónima AR-SAT estará representado en un cincuenta y uno por ciento (51%) por acciones Clase ‘A’, encontrándose prohibida su transferencia y/o cualquier otro acto o acción que limite, altere, suprima o modifique su destino, titularidad, dominio o naturaleza, o sus frutos o el destino de estos últimos, sin previa autorización expresa del Honorable Congreso de la Nación”.


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