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1 Movimientos sociales, luchas por el hábitat y democratización

Puntos de partida y herramientas para leer

Los sitios de democracia siempre exponen el cartel «en construcción».

Charles Tilly, “La democracia es un lago”

Habitar, para el individuo o para el grupo, es apropiarse de algo. Apropiarse no es tener en propiedad, sino hacer su obra, modelarla, formarla, poner el sello propio. Henri Lefebvre, “De lo rural a lo urbano”

Presentación

En las próximas páginas proponemos algunas claves teóricas e históricas desde las cuales se desarrolla posteriormente la lectura de una parte significativa de la historia de las luchas por el hábitat en Córdoba. El desafío de esta exposición es congruente con la dificultad que plantea nuestro propio objeto de investigación, multidimensional y necesariamente transdisciplinario. Sirva -a modo de brújula para un recorrido productivo por las líneas que siguen- puntualizar otra vez nuestro objetivo principal: se trata centralmente de reconocer de qué manera ciertas experiencias de lucha y movilización por el hábitat contribuyeron a la democratización del espacio urbano en Córdoba, considerando sus principales expresiones en el escenario abierto tras la salida de la dictadura y centrando particularmente la atención en el período que se extiende entre 1987 y el año 2004, delimitación temporal sobre la que volveremos más adelante. Para ello, proponemos pensar los procesos de configuración del espacio urbano como campo de experiencias, como conjunto de relaciones sociales y terreno de constitución de demandas y sujetos en torno al hábitat y al habitar la ciudad cuya acción tuvo determinados efectos pragmáticos en distintas dimensiones de lo urbano.

El capítulo desarrolla en primer lugar los conceptos teóricos centrales de nuestro enfoque analítico, construido desde una perspectiva sociopolítica a partir de la cual buscamos comprender las relaciones entre la acción colectiva y los procesos de democratización en un momento histórico particular. Cuatro constelaciones conceptuales son reconstruidas para arribar, en cada caso, a la delimitación de los conceptos que constituyen el entramado teórico de nuestro trabajo: el problema de la movilización, el de los efectos de la acción, el de la ciudad y el espacio urbano, y el del par democracia/democratización.

En segundo lugar, se plantean sintéticamente las líneas generales de algunos debates que atraviesan desde hace no pocos años el campo de los estudios sobre la movilización social, y que aportaron a configurar nuestros propios interrogantes tanto como a formular los horizontes de esta investigación en términos de su aporte al desarrollo del conocimiento. Nos referimos a dos cuestiones presentes en el campo de estudios sobre los movimientos sociales: el debate acerca de la potencialidad política de la movilización de carácter urbano y, por otro lado, la controversia respecto de las posibilidades y límites de los movimientos sociales frente al dilema de la institucionalización. En ese marco, por último, proponemos el concepto de campo de experiencias que, articulado en el entramado conceptual presentado previamente, nos permitió construir una lectura posible de los hechos[1] para contribuir a los debates planteados.

La última parte del capítulo se dedica al desarrollo de la propuesta metodológica que ordenó el análisis y la interpretación de los datos, asentada en una perspectiva cualitativa y orientada a producir con los propios actores una narración de los procesos históricos indagados, asumiendo la hipótesis de continuidad (Nardacchione, 2011) tanto entre el saber científico y el saber popular como entre la acción colectiva y su interpretación por parte del investigador.[2]

Acción colectiva, movilización y movimientos sociales

Tal como quedó expresado en la introducción, nos referimos aquí a los movimientos sociales partiendo de la premisa de que la existencia de tales movimientos no debe darse por supuesta (Cefaï, 2003; Melucci, 1994, Boltanski, 2000). Desde esta perspectiva, resaltamos el carácter político de los procesos de subjetivación producidos en el marco de la acción contenciosa (Mc Adam, Tarrow y Tilly, 2005) en la medida en que -al menos potencialmente- suponen la transformación de las identidades previamente constituidas y la “apertura de un espacio de sujeto” (Rancière, 2007), instaurando nuevos nombres que irrumpen en el orden social establecido.

Buena parte de las investigaciones sociales en las últimas décadas -especialmente luego de la ruptura económica, política y social de diciembre de 2001- se articuló en torno de una serie de hipótesis que referían a las transformaciones del espacio social y las formas de la acción colectiva, para las cuales las teorías clásicas de los movimientos sociales resultaban demasiado rígidas (Schuster, 2005). Al calor de estas transformaciones -y del agotamiento de ciertas perspectivas tradicionales con las que se habían abordado los procesos de movilización social-, se desarrollaron nuevos enfoques que en nuestro país permitieron enriquecer el análisis de la acción colectiva atendiendo a los episodios de protesta, en un contexto de transformación de los modos de sociabilidad de los sectores populares y de emergencia de una nueva politicidad articulada alrededor de la inscripción territorial de los sujetos (Merklen, 2004; Svampa, 2005; Svampa y Pereyra, 2004, entre otros). En este marco, las revisiones de los enfoques teóricos -y de ciertos usos “excesivos” de las teorías[3]– permitieron avanzar en ajustes, reconceptualizaciones y también propuestas de articulación entre perspectivas heterogéneas, en la búsqueda de alternativas más potentes para el abordaje de los nuevos contextos.

En un sugerente recorrido sobre los “grandes paradigmas” desde los cuales se analizó la acción colectiva desde mediados del siglo pasado, Jasper (2012) se detiene en una crítica a los limitados intentos del llamado “McTeam” (Mc Adam, Tilly y Tarrow) por superar el sesgo estructuralista de las teorías del proceso político. Frente a las limitaciones de esta perspectiva, ya advertida por los propios fundadores[4], Jasper propone volver la mirada hacia la acción, hacia los motivos de la gente para actuar y hacia las interacciones entre diferentes actores -que no están necesariamente determinadas por las relaciones existentes-. No se trata de retornar a la fenomenología clásica, sino de enriquecer la perspectiva desarrollada por uno de los cuerpos teóricos más fértiles para el estudio de la acción colectiva. De esta manera, “la ruta es ahora colocar firmemente al significado y a la intención en contextos sociales, en arenas institucionales, en redes sociales y en formas de interacción que los estructuralistas consideraban importantes”. (Jasper, 2012)

Los propios procesos de configuración de actores colectivos resulta, desde esta perspectiva, una tarea analítica de primer orden, contra toda ilusión acerca de su unicidad. De esta manera, la formación de causas colectivas -y en general la dinámica de la acción política- es una puerta de entrada para el análisis de la construcción de los colectivos, que no están allí previamente y “preparados para el uso” del sociólogo (Boltanski, 2000: 25). La teoría de los actos de habla ofrece, en este sentido, una clave de comprensión de la movilización social a partir del reconocimiento de los procesos de configuración de los propios sujetos de la acción:

La acción colectiva genera ilocucionariamente un sujeto de enunciación colectiva (…). Esta característica confiere a la acción colectiva una dimensión performativa en la que, simultáneamente con la realización del acto de lenguaje (la protesta, reclamo, promesa, declaración, etc.) emerge de la acción misma un hablante colectivo, un nosotros, que sintetiza la acción colectiva y el acto ilocucionario como tal. (Naishtat, 1999)

De este modo, el sujeto de la teoría de los actos performativos es un sujeto que se constituye como tal a través de la acción, en un espacio público atravesado por múltiples voces y configurado hegemónicamente. Así, todo intento de concebir la identidad de los sujetos de manera unívoca, fija y cerrada resulta infértil en la medida en que las categorías y sentidos que la constituyen son resultados contingentes e históricos de procesos permanentes de lucha, disputa y resignificación. En el mismo sentido, se vuelve significativo incorporar la historicidad de los movimientos (Pérez, 2010) como dimensión central de análisis para restituir el espesor y densidad de los sujetos políticos configurados al calor de las luchas por el hábitat. Como también lo advirtieron Mc Adam, Tarrow y Tilly (2005), las contiendas políticas no pueden comprenderse cabalmente al margen de las características históricas específicas, en la medida en que se invisibilizan los modos en que la historia previa de luchas en una sociedad determinada reaparece y configura -de modos más o menos conscientes- los nuevos episodios de confrontación.

La indagación que se plasma en este libro parte de un entramado conceptual construido así sobre la base de diversos aportes, fundamentalmente en el cruce entre las propuestas teóricas de la perspectiva europea de los nuevos movimientos sociales y la vertiente norteamericana de la acción colectiva[5], que ya cuenta con una rica experiencia de trabajo teórico y empírico en nuestro país, y a cuyo desarrollo y problematización ha colaborado la incorporación -mucho más reciente pero no por eso menos rigurosa- de algunos aportes de la sociología pragmática y pragmatista francesa (Nardacchione, 2005 y 2011; Naishtat, 2005; Natalucci, 2008 y 2012). En este marco, se concibe a los movimientos no como objetos empíricos caracterizados por su unidad intrínseca, sino en tanto sistemas de acción multipolares en los que los sujetos producen significados que dan sentido a su acción. De este modo, la fuerza de los movimientos sociales reside en buena medida en el desafío simbólico que éstos implican a los códigos que impone la cultura dominante, es decir, en su capacidad para articular espacios públicos que instauran nuevos “puntos de referencia para la comprensión, la interpretación y el juicio que los actores utilizan en su vida privada y pública” (Cefaï, 2003). Desde esta perspectiva, en este trabajo partimos de la consideración de los movimientos sociales en tanto sistemas de acción caracterizados por los siguientes rasgos:

  • configuran una identidad colectiva, construyendo un “nosotros” en procesos que no pueden ser reducidos al cálculo de costos y beneficios, y en los que las identidades sedimentadas y las emociones cumplen un papel fundamental (Tejerina, 2005; Cadena Roa, 2002);
  • comparten objetivos comunes, en un proceso dinámico de construcción y reconstrucción de los marcos de acción colectiva y de interpretación acerca de las oportunidades políticas para la movilización;
  • mantienen lazos de solidaridad, conformando una red de relaciones -generalmente diversa en cuanto a sus formas de organización, liderazgo, modalidades de comunicación- entre actores que interactúan, negocian entre sí y adoptan decisiones;
  • sostienen cierta continuidad de la acción colectiva, tanto en el tiempo como en el espacio, manteniendo cierto núcleo común más allá de las variaciones vinculadas con los contextos y las propias dinámicas internas;
  • desarrollan acciones públicas en torno a ciertas demandas, utilizando diferentes repertorios de acción.

Al mismo tiempo, tal conceptualización de los movimientos sociales implica el supuesto de que no toda acción colectiva conlleva la existencia de un movimiento, tal como indicamos al comienzo de este apartado. Desde la perspectiva de los estudios sobre protesta social, otro conjunto de conceptos permite enriquecer el análisis de las diferentes formas de la acción colectiva puesto que ofrecen herramientas conceptuales de carácter empírico-descriptivo (Schuster, 2005) compatibles con la noción -de carácter teórico-explicativo- de movimiento social.[6] En este sentido, a lo largo de este trabajo daremos cuenta de procesos de movilización[7] en el marco de los cuales se constituyen y emergen organizaciones que protagonizan acciones de protesta entendidas como “acontecimientos visibles de acción pública contenciosa de un colectivo, orientados al sostenimiento de una demanda (en general con referencia directa o indirecta al Estado)”. (Schuster y Pereyra, 2001)

En este marco, la identificación y reconstrucción de ciertos “tejidos invisibles” que evidencian la vinculación entre acciones colectivas aparentemente desconectadas, habilita líneas de interpretación que enriquecen la lectura de los procesos al proponer una instancia de mediación entre los episodios de protesta y la acción sostenida de las organizaciones que nombramos como movimiento. El concepto de red de protesta indica la presencia de cierta familiaridad que conecta entre sí a distintas acciones de protesta, y permite comprender la dimensión de su inscripción pública y de su impacto político en general (Schuster, 2005).

La cuestión de los efectos de la acción

Si bien la pregunta por los efectos o resultados de la movilización está presente en la mayoría de los enfoques de investigación sobre acción colectiva, lo cierto es que pocos avances se han logrado en cuanto a las estrategias heurísticas más adecuadas para abordar este campo de problemas. En este sentido, un amplio espectro de cuestiones se abre a la consideración del investigador interesado en dar cuenta de la relación entre acción colectiva y democratización: los impactos en el escenario político en el que se desenvuelven los movimientos (incidencia en políticas públicas, apertura de espacios de negociación, procesos de generalización de la demanda y articulación política, entre otras dimensiones de análisis), así como los efectos a mediano y largo plazo, que exceden las demandas explícitamente formuladas: la politización del espacio urbano y la configuración de una “nueva cultura del territorio” (Rafet Soriano, 2009), el efecto agregador, de recomposición de la vida colectiva (Frutos, 2002) y la afirmación de una perspectiva de derechos y de la noción de ciudadanía entre los actores (Naishtat, 1999), entre otros procesos vinculados de distintos modos con la movilización colectiva.

En su clásico libro El poder en movimiento (1997), Tarrow parte del supuesto de que es virtualmente imposible aislar los efectos del movimiento social, en la medida en que el sistema responde, más que a la acción episódica y particular, a la “confrontación generalizada” que suele desatarse alrededor de un objeto de conflicto. Aun así el autor plantea, a manera de intuiciones que requieren mayor desarrollo, tres tipos de efectos indirectos de la acción colectiva: (i) la politización de la gente que participa -las “consecuencias biográficas” en los términos de Giugni, Mc Adam y Tilly (1998)-; (ii) la transformación de las instituciones y prácticas políticas, y (iii) los cambios en la cultura política. Retenemos esta sugerencia inicial para desarrollar algunos fundamentos de nuestra propuesta.

Frente a los intentos por establecer una correlación estructural entre movimientos sociales y democracia (por ejemplo, Tilly 2010), Cefaï (2003) cuestiona con sumo detalle diez hipótesis acerca del potencial democratizador del asociativismo. Sus conclusiones invitan a poner el foco del análisis en la vinculación de las asociaciones con el espacio público, en la construcción de ámbitos por los que circulan nuevos sentidos y se despliega una “política de la significación”. Desde esta perspectiva, dos de las dimensiones propuestas por Tarrow -la referida a la politización de los sujetos de la acción y la de las transformaciones en la cultura política- pueden ser aprehendidas y reenfocadas a través del análisis de la conformación de los movimientos sociales y de la constitución de arenas públicas.

Los movimientos sociales como vectores de democratización: las gramáticas de movilización

El estudio de los efectos de la movilización en relación con la propia configuración de los actores que se movilizan habilita múltiples enfoques. Por un lado, la perspectiva del proceso político atiende a la movilización de recursos orientada a la construcción de una estructura capaz de sostener la acción contenciosa y la negociación con los oponentes, a la vez que mantener y recrear la dinámica de participación interna y las redes de solidaridad con los aliados de modo de garantizar la continuidad del movimiento. Desde el enfoque de los movimientos sociales -más preocupado, como ya se indicó, por los procesos de conformación de los movimientos y la construcción de la identidad- se sostiene que la movilización colectiva es “producto de procesos sociales diferenciados, de orientaciones de acción, de elementos de estructura y motivación que pueden ser combinados de maneras distintas” (Melucci, 1994b: 155-156). En este sentido, las organizaciones que se movilizan no son entidades monolíticas, ni puede presumirse su homogeneidad y coherencia a lo largo del proceso histórico. Por ello, una cuestión a indagar refiere justamente a los modos en que los actores colectivos enfrentan los avatares del contexto y orientan su acción a partir de ciertas opciones organizativas, particulares formas de distribución del poder y modos de deliberar y construir las lecturas del escenario y los objetivos comunes. El concepto de gramática de la movilización propuesto por Trom (2008), desde una perspectiva pragmática de la acción, permite dar cuenta de los procesos de configuración de las organizaciones, recuperando su articulación con la dimensión pública de la movilización a la vez que restituyendo la pregunta acerca del sentido de tales opciones organizativas. De este modo, ofrece pistas ciertas para indagar sobre la performatividad política de la propia organización como tal, en la medida en que permite rearticular el estudio de la conformación del movimiento con el de su actuación en público.

En una acepción general, una gramática aporta un repertorio de argumentos, justificaciones y marcos para la interpretación de las acciones; sin embargo, como advierte Natalucci (2010a), este concepto amplio permite distinguir dos dimensiones que aparecen solapadas en la conceptualización original de Trom: la relativa a los estilos organizativos y a la dinámica cotidiana de los movimientos, que remiten a sus modalidades de construcción interna, y por otro lado la referida a la combinación de acciones orientadas a la coordinación y despliegue de intervenciones públicas, dirigidas a cuestionar o ratificar el orden social. La autora propone en este marco el concepto de gramática política, con el que retiene ambas dimensiones, y reserva el concepto de gramática de movilización para dar cuenta de las modalidades de construcción interna, los espacios de deliberación y toma de decisiones y los mecanismos de distribución del poder hacia el interior del espacio colectivo.

Desde este enfoque, es posible captar la performatividad de la acción en tanto configuradora de nuevos espacios de acción en común, atravesados por determinadas formas políticas y que instituyen un “modo de estar en lo social, de ser en lo público” (Muñoz, 2004). En ese sentido, la acción colectiva cuenta entre sus efectos con la constitución de un espacio de experiencias, donde los sujetos interactúan y construyen reglas para esa interacción, recuperan tradiciones, establecen objetivos comunes, elaboran sus demandas y definen sus repertorios de acción inscribiéndose en y recreando una cierta gramática de movilización, cuyo carácter y alcances democratizadores deben ser analizados empíricamente.

Movilización y constitución de arenas públicas democráticas

En una apuesta por superar las limitaciones de la perspectiva estratégica de la acción -expresadas por ejemplo en el sesgo instrumental con el que fueron abordados los procesos de enmarcado de la acción desde la teoría de la movilización de recursos-, desde diversas corrientes se avanzó en la problematización de la inscripción pública de la acción colectiva como cuestión que permite dar cuenta de las dimensiones normativas y éticas de la protesta, no reducible a su componente conflictivo particular. En ese sentido, aportes más recientes de una sociología inspirada en el pragmatismo norteamericano proponen atender a los efectos de la acción colectiva en la configuración de arenas públicas que “abren mundos de principios y valores, donde están en juego diferentes formas de realidad, de derecho y de justicia, en las cuales los actores cooperan o se enfrentan, pero a los que apuntan como ciudades donde desearían vivir” (Cefaï, 2008: 77-78). En este marco, una dimensión de análisis acerca de los efectos de la acción refiere a su performatividad, entendida como “[…] la capacidad inherente de toda enunciación pública de redefinir las reglas y los recursos que constituyen el campo simbólico dentro del cual se produce y se reconoce”. (Pérez, 2005: 330)

Dos cuestiones se abren al análisis de la performatividad de la acción colectiva desde la perspectiva planteada: la emergencia de nuevos actores -la configuración del propio actor como enunciador, así como la definición de sus destinatarios y oponentes-, y la formulación de problemas a través de ciertas operaciones discursivas cuya eficacia pragmática está en relación, entre otras cosas, con la capacidad de generalización de los reclamos en el espacio público.

La acción colectiva supone la apelación a un público -un tercero que debe juzgar la legitimidad del reclamo y de los propios actores-, y en esa relación reside su carácter político. En efecto, la acción colectiva “surge como un expediente de fuerza ilocucionaria para agendar el reclamo en el espacio público” (Naishtat, 1999), por lo que se vuelve significativo indagar acerca de la capacidad de los actores para incorporar sus demandas a la agenda pública, para ganar apoyo en la sociedad, para abrir un debate público acerca del conflicto y de su naturaleza, entre otros asuntos. La performatividad de la acción se vincula, en este sentido, con la capacidad de los actores de inscribir el conflicto en el espacio público presentándolo como un problema que compete a todos. Esta generalización de los problemas y demandas se sustenta en operaciones de fundamentación o justificación, cuya eficacia reside en la superación de la pura confrontación antagónica entre un ellos y un nosotros mediante la apelación a un tercero “que pone el conflicto en un espacio común a las partes” (Nardacchione, 2005: 93). En esta operación resulta clave la noción de derecho, ya advertida por los teóricos del proceso político como un “marco maestro” propio de los regímenes democráticos.[8]

En este marco, como lo advirtió Boltanski (2000), la estructura discursiva de la denuncia tiene una eficacia pragmática particular. La oposición entre víctimas y victimarios, la apelación a un horizonte de justicia, la referencia a un daño, permiten estructurar el discurso de modo tal que su generalización adquiere mayores posibilidades de éxito. Sin embargo, los reclamos no alcanzan esa generalidad del mismo modo en cualquier contexto sociohistórico: el concepto de gramáticas de la vida pública (Cefaï, 2012) permite reconocer que las movilizaciones y demandas deben plegarse a unas particulares configuraciones de lo público -por ejemplo, formas de dramaturgia y de retórica específicas-, o en términos de Trom (2008), inscribirse en un orden de motivos específico, capaz de activar un sentido de lo justo y referido a un bien común, a través del cual se expresa prácticamente su dimensión normativa.

En efecto, las posibilidades de inscripción de un problema en el espacio público están condicionadas por las propias gramáticas, reglas y distribuciones de poder que configuran este ámbito atravesado por la hegemonía. Un análisis exhaustivo de la constitución histórica y los rasgos del espacio público contemporáneo exceden las posibilidades de este trabajo; a los fines de nuestra construcción teórica, sostendremos la hipótesis acerca de la “mediatización hegemónica de lo público” (Córdoba, 2013), que supone comprender la centralidad de los medios masivos de comunicación en la configuración del espacio público -superando las teorías acerca de su influencia limitada a la producción de agendas-, a la vez que reconocer la coexistencia de una lógica hegemónica de producción y visibilización (la “visibilidad mediática”) con otras formas no mediatizadas, de carácter alternativo y/o subordinado. Desde esta perspectiva, el espacio público impone ciertas condiciones a la acción colectiva, a la vez que es terreno de disputas en el que nuevos asuntos, justificaciones y modos de generalización de las demandas pueden emerger de la mano de la movilización social.

Pero asimismo es cierto, como señala Nardacchione (2005), que la generalización del conflicto se encuentra también en relación con el logro de resultados materiales concretos, es decir, con la realización -al meno parcial- del componente estratégico de la acción (Naishtat, 1999). Por ello, resulta significativo poner en relación los efectos de las “puestas en escena” de los colectivos con los logros y resultados de la acción en términos de la ampliación de las posibilidades de acceso a, en nuestro caso, los bienes y servicios propios de un hábitat de calidad. En este sentido, retomamos la dimensión propuesta por Tarrow para el estudio de los efectos de la acción colectiva, relativa a las transformaciones en las instituciones y prácticas propias del régimen político.

Los efectos estratégico-institucionales de la acción

Un tercer tipo de efectos refiere así a los impactos producidos por la acción de los movimientos en el plano de la institucionalidad estatal y las políticas públicas, en el sentido propuesto por el Grupo de Estudios sobre Protesta Social (GEPSAC), en tanto “[…] resultados que producen las protestas ya sea en términos de la satisfacción de sus demandas o de las transformaciones del sistema político institucional”. (Schuster, et. al. 2006: 8)

Enfocar la mirada sobre esta cuestión requiere sin embargo algunas precisiones más: por un lado, incorporar una conceptualización acerca de las políticas públicas -en nuestro caso específico, las políticas sociales- que permita comprenderlas como arenas de conflicto y disputa, resultado contingente y “condensación de los procesos de hegemonización político-cultural que caracterizan un ciclo histórico, en una sociedad determinada” (Grassi, 2003: 23). Por otra parte, integrar al análisis una consideración sobre las capacidades estatales, para dar cuenta de las respuestas del Estado a las demandas sociales en términos de las formas y resultados de su procesamiento institucional.

En la medida en que el Estado opera como agente estructurador de los escenarios de conflicto por la distribución y acceso a los bienes urbanos, el análisis acerca de los alcances, límites y modalidades de resolución de las demandas por parte de las instituciones estatales se vuelve una clave para comprender los efectos democratizadores de la acción colectiva. Una atención sobre el Estado -en sus diferentes niveles y expresiones- resulta imprescindible para comprender la relación establecida entre la política institucionalizada y la acción contenciosa, y permite dar cuenta de su papel democratizador vinculado a su capacidad para restaurar y/o ampliar derechos.[9] En este marco, una dimensión central de nuestro estudio refiere a los condicionamientos e influencias recíprocos entre la acción colectiva y la actuación del Estado, partiendo del concepto de capacidades estatales[10] para dar cuenta de la aptitud de las instancias de gobierno para obtener resultados a través de políticas frente a los problemas públicos, definidos y redefinidos de modo constante a través de la interacción entre individuos, grupos y organizaciones con intereses, ideologías y recursos diferentes (Repetto y Andrenacci, 2006:314). La capacidad del Estado se vincula con las características de su aparato administrativo y los recursos disponibles (Pirez, 2014), pero también con las aptitudes políticas de los agentes estatales enfrentados a la tarea de interpretar y problematizar las demandas de los grupos movilizados y tomar decisiones que representen y expresen los intereses e ideologías de los mismos (Repetto y Andrenacci, op.cit.). Desde esta perspectiva, la capacidad estatal puede observarse en: a) la interacción ampliada con diferentes grupos de interés; b) la recepción y procesamiento de demandas y c) la capacidad política de tomar decisiones que expresen las demandas de grupos mayoritarios, más allá de los recursos que movilicen en la esfera pública (Gordillo y Ferrari, 2015).

En este marco adquiere una relevancia especial el estudio de las políticas sociales, entendidas como

[…] aquellas específicas intervenciones del Estado que se orientan (en el sentido de que producen y moldean) directamente a las condiciones de vida y de reproducción de la vida de distintos sectores y grupos sociales, y que lo hacen operando especialmente en el momento de la distribución secundaria del ingreso. (Danani, 2004)

Mucho más que instrumentos técnicos orientados a la asistencia de los grupos excluidos, las políticas sociales expresan “la medida en que una sociedad se aleja o se acerca del reconocimiento de las necesidades de todos sus miembros y su capacidad de protección de los mismos” (Grassi, 2003), pero también se convierten en arenas de disputa por la definición de los agentes, los recursos y las modalidades de distribución preferentes en cada coyuntura. Desde este enfoque, las instituciones involucradas en los programas sociales, las políticas que desarrollan y las representaciones que les otorgan sentido son todas ellas resultado de complejos procesos de interacción entre actores globales y locales, en los que intervienen la historia, la cultura y las configuraciones políticas en cada país. En particular, el análisis de las intervenciones del Estado en relación con el hábitat -y las modalidades de producción sobre las que se sustentan- permite dar cuenta de los modos de distribución y acceso a ciertos bienes (y su relación con la igualdad); la tendencia o no hacia un equilibrio de las relaciones de fuerza entre sectores con diferentes dotaciones de poder; el aporte al fortalecimiento y autonomización de los sectores populares; la respuesta a las necesidades habitacionales; la incorporación de formas de producción del hábitat popular; en definitiva, sus resultados en términos de garantizar a la población el “derecho a la ciudad” (Di Virgilio y otros, 2007).

En esta línea, y cruzando las dos dimensiones de análisis expuestas, un indicador de los efectos de la acción colectiva puede reconocerse en el perfil de las políticas públicas en lo que refiere a las formas de distribución de los recursos -en este caso, de los bienes y servicios urbanos-. En otras palabras, en la medida en que las iniciativas del Estado facilitan o no el acceso y uso de la ciudad como una cuestión de derechos, independientemente de la capacidad económica de los actores.

La ciudad, ámbito de la reproducción y objeto de luchas

La ciudad contemporánea, ámbito privilegiado de la reproducción social, se estructura a través de una dinámica que integra -de manera diferente y desigual- a los componentes de la sociedad. La forma urbana –los aspectos físicos de la ciudad- y las relaciones sociales que se despliegan en el espacio urbano constituyen una unidad que puede ser abordada distinguiendo analíticamente algunas dimensiones: la ciudad física (suelo y vivienda, infraestructuras, equipamientos y servicios), la ciudad como unidad de reproducción económica (el entramado de actividades industriales, de intercambio comercial y de servicios), las relaciones de poder (estructura de gobierno, mecanismos de toma de decisiones) y la producción simbólica de la ciudad (Pirez, 1995). La dimensión física es clave a la hora de comprender los procesos de organización del espacio urbano, la distribución de la población y las condiciones para la movilización colectiva. La organización material de la ciudad, resultado de políticas e iniciativas de los distintos actores sociales –Estado, mercado, organizaciones sociales y familias-, permite dar cuenta de las luchas por la apropiación del espacio urbano y sus consecuencias en la definición de los patrones de urbanización y las políticas de hábitat en un período determinado.

En este marco, como ya ha sido dicho, la urbanización es a la vez un proceso y un producto que expresa y configura las relaciones de desigualdad social. Así como la estructuración de clases y grupos sociales genera un sistema de estratificación en cuyo seno se distribuyen diferencialmente los recursos (materiales, simbólicos, relacionales) y las posibilidades para el control de esa distribución, la estructura urbana es otro factor sustancial en la configuración de los sujetos y de los escenarios de disputa en las sociedades contemporáneas. Como indican Perelman y Di Virgilio (2014), el diseño urbano tiene una enorme capacidad de regular, modelar, reprimir o potenciar prácticas y cursos de acción, y lo hace a través de los rasgos que asume cada ciudad en relación con tres dimensiones:

(i) las características del segmento del mercado de tierras y el tipo [de] hábitat en el que los actores desarrollan su vida cotidiana. (ii) Las condiciones de su localización asociadas a formas diferenciales de acceso al suelo, a los servicios, a los equipamientos urbanos, a los lugares de trabajo, etc. (…) y (iii) los flujos, las circulaciones e interacciones que propone a través de las características, calidad y condiciones de acceso de los espacios públicos, del equipamiento social, de los servicios sociales básicos (salud y educación) y del sistema de transporte urbano. (p.11)[/footnote]

En otro trabajo, Perelman y Cosacov (2011) complejizan las lecturas habituales sobre la dimensión simbólica de los procesos de segregación, y proponen atender, más que a los dispositivos de construcción física de las distancias sociales (típicamente, los barrios cerrados y los barrios pobres), a los “entre lugares”, a los modos de interacción y a las maneras de gestionar los espacios públicos en la ciudad.[/footnote]

Incorporar de manera productiva la dimensión de la espacialidad en los estudios de la acción colectiva sigue planteando aún desafíos teóricos. Por un lado, el desafío de volver a pensar el peso de las estructuras materiales y de la distribución de los objetos y las poblaciones por el espacio urbano en la configuración de las situaciones en las que se desarrolla la acción colectiva. En este marco, se vuelve significativo rastrear una serie de procesos e iniciativas que a lo largo de la historia reciente fueron dando forma a la estructura urbana de Córdoba, delimitando las condiciones del acceso al hábitat de la población cordobesa. Provisoriamente, retomamos para dar cuenta de ello una definición de hábitat que es resultado del trabajo sostenido de distintas organizaciones en todo el mundo; se trata de un concepto abarcador que incluye “la totalidad de las relaciones entre las circunstancias físicas, los recursos naturales y las características y actividades socioculturales de la población, todo lo cual constituye el medio ambiente en el cual se reproduce la vida social urbana” (Shutz, citado en Buthet, 2005). Por otro lado, el desafío de concebir al espacio como campo de disputa y lucha -la lucha por “nuevas geografías” (Porto Gonçalvez en Bringel, 2011)-, que implican nuevas formas de marcar, representar y apropiarse del espacio. Para ello, sugiere Bringel (2011), es preciso entre otras cosas desarrollar una concepción relacional y dinámica que atienda a las múltiples espacialidades de la acción colectiva, reconociendo diferentes escalas, redes de activismo y dinámicas de movilización y desmovilización en el territorio.

Partiendo de comprender a la urbanización a la vez como proceso y como producto del trabajo social, el concepto de apropiación de Lefebvre -opuesto al de propiedad tal como se define en el paradigma marxista- revela toda su potencia para avanzar en la perspectiva analítica que construimos para nuestro estudio:

Si en la creación de obras-productos el hombre se crea a sí mismo, si la “cosa” creada -como precisara Marx- encierra y oculta las relaciones sociales y la intensidad de la vida humana, no puede bastar con dominar la naturaleza y la vida social, hay que apropiarse de ellas. Apropiarse del espacio se presenta, entonces, como un acto complejo pero necesario de la apropiación de la vida misma. (Martínez, 2014: 9)

La posibilidad de esta apropiación supone el conflicto en la medida en que enfrenta dos lógicas antagónicas: una relativa a la configuración espacial regida por la razón industrial y la maximización de las ganancias[11] (que Lefebvre denomina “hábitat”), y otra fundada en el valor de uso y el simbolismo del espacio (denominada “habitar” y que está en la base de las luchas por el “derecho a la ciudad”). En este sentido, con un optimismo tal vez excesivo pero sugerente para nuestro estudio, el sociólogo sostiene que “en y por el espacio la obra puede atravesar el producto, el valor de uso puede dominar el valor de cambio: la apropiación, invirtiendo el mundo, puede dominar la dominación.” (Lefebvre en Martínez, 2014)

En tanto el habitar constituye no solo un hecho material -vinculado a la reproducción de la fuerza de trabajo- sino también un hecho antropológico, el concepto de apropiación del espacio remite a la posibilidad de acceso y uso en forma crecientemente desmercantilizada de los bienes y servicios urbanos, tanto como a la configuración de relaciones sociales que confronten con los sistemas de clasificación y estratificación establecidos y a la producción de significaciones capaces de orientar procesos de transformación del estado de desapropiación de los sujetos respecto del espacio urbano. En este sentido, así como las clasificaciones espaciales tienen un origen y un significado social -por ejemplo, en la producción de fronteras materiales y simbólicas entre barrios cerrados y espacios públicos en la ciudad-, tanto las transformaciones estructurales como las protestas sociales impactan sobre esa materialidad y esos significados.

Tensiones de la democracia y los procesos de democratización

Un repaso por la profusa bibliografía y los múltiples debates acerca de la cuestión de la democracia se torna una empresa ciertamente inviable en el marco de este trabajo. Sin renunciar a la necesaria delimitación de los conceptos -que supone siempre una especificación de las fuentes de inspiración así como de las distancias con otras concepciones teóricas-, optamos aquí por retomar una de las propuestas de la última obra de Tilly (2010), que condensa sus reflexiones en torno a las vinculaciones entre la movilización colectiva y los procesos de democratización y desdemocratización en las sociedades contemporáneas. Al igual que la mayor parte de su obra, en este libro Tilly ofrece -más que una reflexión teórica o filosófica acerca de la cuestión democrática- un modelo de análisis que permitiría dar cuenta de los efectos de la acción colectiva en los procesos de construcción de la democracia.

Partimos entonces de explicitar un supuesto -que es una preocupación- inicial y que compartimos con el autor: la democratización es un proceso dinámico que permanece siempre incompleto y corre permanentemente el riesgo de reversión (Tilly, 2010:29). El autor sostiene que los múltiples y variados mecanismos que promueven la democratización pueden sintetizarse en tres procesos básicos: el incremento de la integración de redes de confianza dentro de la política pública (la incorporación de las redes y organizaciones existentes al régimen democrático, disminuyendo la segregación e incentivando el compromiso con las causas colectivas de la democracia); el incremento de la separación de la política pública respecto de las desigualdades categoriales (de clase, raza, religión, género, etc.) y la disminución de la autonomía de los principales centros de poder de la política pública (el control o inhibición del poder coercitivo de ciertos grupos autónomos tanto dentro como fuera del Estado, a través de la participación popular y la igualación en el acceso a recursos y oportunidades fuera del Estado) (Tilly, op.cit: 210 y ss).

De esta caracterización de los procesos “hacia la democratización”, retenemos por nuestra parte algunas ideas que nos permitirán delinear -en algunas casos a partir de la confrontación- nuestra concepción acerca del papel de los movimientos sociales en la construcción de la democracia. Pero dejamos sentado inicialmente otro supuesto: la interacción de los movimientos sociales con los procesos de democratización no tiene efectos en una sola dirección; por el contrario, acción colectiva y régimen político se configuran mutuamente en una relación compleja en la que las oportunidades políticas para la acción -entre otros elementos- se transforman al calor de las luchas e invitan a los colectivos a plantearse nuevos desafíos en torno a los modos de organización interna, de participación popular y de elaboración de justificaciones públicas.

Tilly asume como punto de partida que los Estados democráticos (liberales) conviven con la desigualdad material, e incluso invierten en su mantenimiento. Por lo tanto, “el logro democrático consiste en aislar la política pública de cualesquiera que sean las desigualdades materiales existentes” (Tilly, 2010: 155). Sin embargo, esta concepción ofrece pocas pistas para dar cuenta del carácter de las políticas públicas concretas, en la medida en que, entre otras cosas, buena parte de las políticas públicas -y especialmente las políticas sociales- durante los años neoliberales se focalizaron en grupos sociales específicos. En este sentido, infinidad de políticas sociales se desplegaron desde fines de los años ochenta para contener a grandes sectores de población en condiciones de extrema precariedad pero, como se hizo evidente unos años después, tales políticas no sólo no revirtieron sino que fueron funcionales al mantenimiento de la desigualdad[12] (Grassi, 2003; Danani y Hintze, 2011; Medina, 2012). Por otra parte, este enfoque obscurece el reverso de estos procesos: la concentración del poder y la transferencia de recursos desde el Estado hacia el sector privado a través de las políticas públicas, a partir de vinculaciones que no tienen que ver con la distribución de “categorías sociales” abstractas sino con la presencia y agencia de grupos de poder específicos.

Desde otro enfoque teórico, Esping-Andersen también aborda un análisis acerca del papel del Estado en la producción y reproducción de la estratificación social, y el planteo de su problema de indagación central no parece distanciarse del que vimos en Tilly: “¿Contribuye [el Estado] a aumentar o a disminuir las diferencias de estatus o de clase existentes? ¿Crea dualidades, individualismo o una amplia solidaridad social?” (Esping-Andersen, 1990: 5). El camino de Esping-Andersen para avanzar en estudios empíricos, sin embargo, es muy diferente. El autor sostiene que la política social supone un proceso de “desmercantilización” en la medida en que permite a los trabajadores sustraer algún aspecto de su vida de la lógica del mercado, socializando -y politizando- la reproducción. En este sentido, la igualdad en una sociedad determinada no se relaciona solamente con la extensión de los derechos sociales, sino con el grado en que tales derechos permiten a los sujetos desarrollar una vida relativamente independiente de las fuerzas del mercado, disminuyendo el status de los ciudadanos como “mercancías”.

Desde esta perspectiva, Pirez (2014) avanza con propuestas de análisis para el campo de los estudios urbanos, señalando que la intervención desmercantilizadora del Estado supone procesos de distribución que reconocen derechos sobre la base de un acuerdo que legitima la captación fiscal de recursos para su distribución por medio de la política social y urbana. Estas intervenciones públicas -cuya vinculación con los procesos de democratización ya comienza a vislumbrarse- no son una respuesta estructural del Estado sino actuaciones políticas como resultado de un conjunto de condiciones y procesos, entre los que se cuentan principalmente

[…] la relevancia del excedente de la mano de obra en cada sociedad y en diferentes momentos; la existencia de prácticas sociales no mercantiles de reproducción de la fuerza de trabajo; las luchas sociales: relativas a la reproducción de la fuerza de trabajo, entre los trabajadores y el capital, como entre diferentes fracciones (inmobiliario y resto) del capital; y la “capacidad” (económica, y sobre todo política) del Estado para desarrollar actividades y destinar recursos fiscales. (Pirez, 2014: 485)

Al mismo tiempo, agregamos nosotros, es necesario reconocer que el carácter de tales intervenciones está en fuerte relación con la lucha simbólica que define el sentido de las acciones, vinculándolas o no al reconocimiento de ciertos derechos, habilitando o no a la movilización colectiva.[13] De este modo, el estudio acerca de las formas objetivas de distribución de los recursos urbanos, desde una perspectiva estructural atenta a los modos de producción de la ciudad y las correspondientes formas de organización del Estado, debe ponerse en relación con una mirada sobre los actores y las luchas por establecer los alcances y límites de los derechos vinculados con el hábitat, los mecanismos de inclusión / exclusión implicados en las políticas públicas, los modos de nombrar los conflictos que atraviesan la vida urbana y la articulación e instalación de demandas en el espacio público.

La segunda dimensión propuesta por Tilly en relación con los procesos de democratización refiere a la centralidad de la participación política popular como condición para el incremento de la amplitud, igualdad y protección de la consulta mutuamente vinculante en las interacciones entre ciudadanos y Estado (Tilly, op.cit: 179). Los cambios en la configuración del poder como resultado de la movilización de los actores colectivos, el compromiso con la democracia asumido por los actores frente a las diferentes coyunturas en las que su sentido es tensionado públicamente (procesos electorales, amenazas de grupos destituyentes, crisis económica y social), la confianza en los mecanismos de representación y participación instituidos -así como la disposición a transformarlos y recrearlos en un horizonte de profundización democrática- aparecen así como cuestiones a atender en los estudios acerca de la construcción de la democracia.

En efecto, más allá del conjunto de procesos y mecanismos que tendencialmente aportan a los procesos de democratización, un asunto medular de la democracia refiere a la participación social, es decir, a las formas que asume la relación de la ciudadanía con la institucionalidad estatal. En relación con esta dimensión para el análisis de los procesos de democratización, según Tilly, dos cuestiones ameritan un señalamiento. En primer lugar, la idea acerca de la “integración en la política pública” de las redes y organizaciones conformadas en el seno de la sociedad civil como horizonte de la democracia, descuida el problema de la incorporación estatal como tensión que atraviesa las experiencias participativas y configura los alcances y límites de su impacto político.[14] En segundo término, como señalan Bringel y Etchart (2008) y argumenta analíticamente Cefaï (2003), no todo movimiento social implica un enriquecimiento de la res púbica, la apertura de espacios de deliberación o la redistribución de recursos materiales y/o simbólicos.[15] En este sentido, es necesario reconocer algunos rasgos del espacio público y del régimen político en el que se desarrollaron las diferentes experiencias de participación en políticas estatales. Como señala Dagnino, hacia fines del siglo pasado la invocación a la participación y el fortalecimiento de la sociedad civil se constituyó en el núcleo central de una disputa simbólica entre dos proyectos -uno democratizador, que tiene su origen en las luchas por la emancipación en los 60 y 70 y en algunos casos participó en la reconstrucción de la institucionalidad democrática en los 80; y otro neoliberal, instaurado y consolidado en la década de los 90 en toda América Latina. En el discurso de los organismos internacionales, que poco a poco fueron modelando el perfil de las políticas públicas en América Latina, y en las iniciativas de los colectivos movilizados por la defensa de los derechos, es posible dar cuenta de esta “confluencia perversa” en los lenguajes de los distintos proyectos, “perversidad [que] está colocada, desde luego, en el hecho de que, apuntando para direcciones opuestas y hasta antagónicas, ambos proyectos requieren una sociedad activa y propositiva” (Dagnino, 2004: 97).

Desde esta perspectiva, reconocer los alcances democratizadores de la participación de las organizaciones -tanto en las políticas sociales como en otras instancias de la dinámica democrática- requiere indagar acerca de los sentidos construidos en las arenas públicas específicas respecto de esa participación, así como advertir los modos en que tales experiencias impactaron en el fortalecimiento de las propias organizaciones movilizadas y en la transformación de las políticas públicas y escenarios políticos previos en el horizonte de garantizar un acceso igualitario a la ciudad.

El tercer mecanismo identificado por Tilly como factor causal de los procesos de democratización refiere a la inhibición de los centros de poder coercitivo autónomos dentro y fuera del Estado. El reverso de tal mecanismo es también descripto por el autor: la incidencia de los grupos de poder sobre la definición del sentido y orientación de la política pública, constituye un factor de desdemocratización. Esta dimensión de análisis resulta especialmente significativa, pues expone la tensión entre una concepción procedimental y una sustantiva de la democracia. En este sentido, los límites del primer enfoquen se evidencian en el obscurecimiento de la existencia de factores de poder, así como en la presuposición de un escenario de igualdad de recursos para la toma de decisiones y un Estado abstraído e incontaminado de tales agentes. Atender a esta dimensión permite dar cuenta del peso de ciertos actores de poder en determinadas coyunturas que, más allá de la voluntad o capacidad de los agentes del Estado, operaron en la definición de los contornos de la democracia informando las políticas públicas en función de sus intereses específicos.

La movilización social en la construcción de la democracia

De esta manera, nuestro concepto se aparta de la tradición liberal abonada por la noción de poliarquía de Robert Dahl, de honda caladura en la teoría política contemporánea, para recuperar la centralidad de dos aspectos constitutivos de la “tradición democrática” (Mouffe, 2003; Freibrun y González Carvajal, 2007): la igualdad como principio sobre el que descansa en última instancia toda concepción democrática[16], y la intervención popular como condición misma de la política.[17] La instalación de una demanda en el espacio público, su configuración como cuestión de la agenda política (en la medida en que logra articular sentidos provocando una fisura en la distribución normal de problemas y soluciones), la confrontación con adversarios portadores de contrademandas, la apelación a un público que debe reconocer el reclamo tanto como a los propios actores, resultan así claves de lectura pertinentes para este enfoque.

Los contornos de una concepción tal remiten además a una particular configuración del propio campo de la teoría política, atravesado en los ochenta por el debate sobre las formas y modelos de la transición democrática, entendida como movimiento no revolucionario de salida de los regímenes totalitarios que se habían instalado en la región durante las décadas anteriores. La circulación de las concepciones teóricas engendradas al calor de esos procesos no quedó restringida al ámbito académico; las representaciones y prescripciones vinculadas con tales maneras de comprender la democracia tuvieron una significativa capacidad performativa durante estos años. Como señala Lesgart (2002):

Las ideas de democracia política y de transición a la democracia, empleadas de manera opuesta a las de autoritarismo y a la de revolución y utilizadas por mucho tiempo como metáforas, conceptos evaluativos, categorías descriptivas, modelos de cambio político y consignas, delimitaron tiempos subjetivos y objetivos, políticos y académicos: pasado y futuro, experiencias y expectativas (p. 166)

En ese marco, la “transitología” (como visión hegemónica dentro de la ciencia política de la transición) acompañó los procesos de (re)construcción de la institucionalidad y los procedimientos de la democracia, marcando en buena medida los límites del pensamiento sobre lo político y lo social durante los años ochenta. En la década siguiente, la instalación y consolidación de políticas económicas de signo neoliberal fue acompañada por el desarrollo de este enfoque teórico, que llevó al extremo la separación entre lo social y lo político y “capturó” la noción de democracia al asimilarla con las posibilidades de expansión del libre mercado. De esta manera, entre ambas décadas se produjo en la teoría de la democracia un desplazamiento conceptual que acompañó los procesos de consolidación del neoliberalismo en la Argentina (Castorina, 2007).

Sin embargo, los propios resultados de los procesos de transición y la consolidación de una democracia neoliberal en Argentina y América Latina, interpelaron a la ciencia política en sus bases, advirtiéndose desde algunos enfoques los límites impuestos por una concepción procedimental, formal, estrictamente “política” de la democracia, asociada al régimen político y a las preferencias y relaciones entre las elites. Fundamentalmente luego de la crisis de 2001, las revisiones de aquellos conceptos, la reflexión en torno a los cuestionamientos públicos hacia la democracia “realmente existente” y la indagación sobre los nuevos modos de pensar y practicar la democracia en los movimientos sociales, renovaron el campo de la teoría. El escenario abierto por la crisis de diciembre de 2001, como ya señalamos, permitió dar un nuevo giro a la teoría sobre la democracia. De los múltiples aportes y reflexiones generados en el campo, nos interesa fundamentalmente destacar la restitución de la pregunta por el papel de la acción colectiva y los movimientos sociales en los procesos de construcción de la democracia. En trabajos latinoamericanos recientes sobre la relación entre movimientos sociales y democracia (por ejemplo Bringel, 2009; Bringel y Echart, 2008; Acosta, 2011) se evidencia el supuesto acerca del papel de las luchas sociales como factor dinamizador de los procesos políticos, en la medida en que introducen una tensión entre la democracia como forma de poder popular y como mecanismo para la toma de decisiones. Desde esta perspectiva la movilización social, la multiplicación y el incremento de las demandas en función de los escenarios cambiantes, están en la base de la democratización entendida como proceso de reinvención permanente de la democracia y sujeto a dinámicas de ampliación y retracción (Bringel y Echart, 2008).

Nuestro trabajo supone, en ese marco, un desafío particular: el de leer e interpretar la experiencia de movilización y democratización en torno al hábitat en los ochenta y noventa con los “lentes” proporcionados por la teoría posterior a la crisis de 2001. El desafío consiste, como ya hemos sugerido, en el hecho de que las propias prácticas de los actores estuvieron atravesadas por las concepciones sobre la política y la democracia de la época, y que tales nociones marcaron performativamente sus lecturas sobre la situación, la construcción de horizontes y expectativas y la definición de las formas adecuadas para intervenir en el espacio público. Como veremos, sin embargo, dichas concepciones fueron tensionadas en la práctica de los movimientos sociales, lo cual permite reconocer algunas continuidades y rupturas en los modos de comprender la democracia a lo largo del período que va desde el fin del gobierno autoritario hasta los años posteriores a la crisis de diciembre de 2001.

Movimientos urbanos, territorialidad y politicidad

Las obras seminales de Henri Lefebvre (1978 y 1974) y Manuel Castells (1988) [1974] sentaron las bases para una sociología del espacio urbano que, desde una perspectiva neomarxista, intentó dar cuenta de los conflictos sociales asociados a la ciudad como espacio para el consumo colectivo. En adelante, los estudios sobre la movilización en el espacio de las ciudades conformaron un campo fuertemente atravesado por las expectativas de los autores respecto de la potencialidad política de la acción colectiva urbana, que se expresaron entre otras formas en un debate acerca de la existencia misma de movimientos sociales de carácter urbano.

En efecto, si aceptamos que la ciudad capitalista es el topos donde se condensan los procedimientos técnicos, económicos y políticos de dominación de la vida social, la pregunta de la sociología cobra relevancia: “¿puede lo urbano (…) erigirse como soporte y médium de una resistencia efectiva y virtualmente victoriosa frente a la cotidianidad programada?” (Martínez, 2014: 6). Frente a esta disyuntiva, las respuestas y debates desplegados dentro de los marcos de comprensión del marxismo estructural, en poco tiempo condujeron a un callejón sin salida. Y la cuestión de los movimientos urbanos, tanto como la propia “sociología urbana”, perdieron protagonismo en el escenario de los estudios sociales contemporáneos.

Sin embargo, los comprobados procesos de territorialización de los conflictos y de la acción colectiva, así como las correlativas transformaciones en los modos de la sociabilidad y la política, continúan interpelando a las ciencias sociales y prolongan el “malestar en el concepto” (Pérez, 2010). ¿Con qué palabras nombrar estas formas organizativas que actúan desde los territorios urbanos segregados, desiguales, disputados entre lógicas mercantiles, estatales y sociales de producción de la ciudad? ¿Cómo interpretar las potencialidades políticas, económicas y sociales de estas luchas -en términos de su impacto a corto y largo plazo- en las ciudades latinoamericanas? ¿Qué nos dicen estas experiencias acerca de la política, y particularmente de la relación fundamental entre movimientos sociales y democracia?.

Una reflexión pionera en estos debates es la que Silvia Sigal formuló ya en 1981, a partir de una lectura crítica sobre las teorías de la marginalidad y en la que incorpora el concepto de “marginalidad espacial”. Desde su perspectiva, las luchas marginales -en la medida en que se definen por el horizonte de adquisición plena del derecho de ciudadanía-, deben enfrentar la contradicción de luchar contra un adversario -el Estado- que es, a la vez, el que debe asegurar su integración. En ese marco, su hipótesis es que “las conductas marginales, insertas en una trama institucional, no logran mantener la relación de oposición a un adversario, relación fácilmente transformada en una relación entre Estado protector y colectividad asistida” (Sigal, 1981: 1570, destacadas en el original). Desde la constatación acerca de la emergencia del barrio como lugar de solidaridad y de reivindicaciones comunes durante esos años, Sigal cuestionaba la idea acerca del supuesto aislamiento político de los marginales, y proponía como hipótesis la inserción e interrelación completa entre marginales y Estado, expresada en la dependencia de los pobres respecto de las políticas públicas.

La autora avanzaba además en una especificación de los dispositivos estatales que operaban en la anulación del potencial disruptivo de los marginales: a) la transformación de la acción colectiva de demanda e impugnación en “tramites individualizados e insertos en lógicas instituidas”, y b) la resolución de las demandas bajo el signo de la asistencia. Este proceso se cumplía además a través de dos mecanismos principales:

[…] la desagregación, es decir, la atomización por la reorganización cuando el Estado responde estableciendo prioridades […] y la burocratización, es decir, la respuesta en términos de planes u organismos diferentes que imponen restricciones en nombre de las disponibilidades o secuencias de la planificación global y oponen a las reivindicaciones concretas una racionalidad general. (Sigal, 1981: 1576)

El conjunto de los dispositivos y mecanismos estatales para la distribución del bienestar garantizaban así la relación de dependencia de los marginales respecto del Estado a través de dos procesos que, en el plano simbólico, fijaban los límites de la politicidad posible de esa relación: la asignación de recursos en tanto “dones” de un Estado asistencial y la disolución del origen social y conflictivo de los derechos.

Veinte años después de estas reflexiones, la crisis de 2001 y la emergencia de la experiencia piquetera impulsó un resurgimiento del debate acerca de la dimensión política de la acción colectiva anclada en el territorio. Como ya hemos señalado, la territorialización de la acción colectiva se constituyó en un tópico de las ciencias sociales post 2001, y se vinculó con la descomposición de la sociedad salarial y el repliegue -o confinamiento- de los pobres urbanos en el espacio barrial (Merklen, 2005; Svampa, 2005, entre otros). En muchos casos, a esta constatación siguió la pregunta acerca de las consecuencias de este proceso en cuanto a la capacidad de los sujetos “territorializados” de intervenir en este orden de cosas: las ideas acerca de una “politicidad positiva” (Merklen, 2005) o “positividad relativa” (Maneiro, 2012) y el concepto de “cultura política” (Grimson, 2008) sirvieron a los investigadores para cuestionar las perspectivas que identificaban al territorio como puro espacio de la dominación, el control estatal y la heteronomía de los sujetos. Pero ¿en qué consiste esa politicidad construida en los espacios territoriales? Paula Varela (2010) sugiere una pista que seguiremos aquí, para concluir a nuestro turno con una propuesta de comprensión de la dimensión política de la movilización vinculada con el espacio urbano.

Varela sostiene que el énfasis en el estudio de la acción colectiva en los barrios -escindida de la comprensión acerca de las transformaciones en los modos de organización y acción en el mundo del trabajo- no logra escapar de una concepción que separa el mundo de la producción y de la reproducción como esferas autónomas, incorporando en los propios lentes del investigador unas fronteras trazadas por el orden social neoliberal. Este esquema de comprensión, sigue la autora, se sostiene sobre una equívoca disociación teórica entre lo político y lo social, en función de la cual lo político en los barrios -disociado de lo social- queda restringido al puro control estatal. Frente a los límites de estas perspectivas -evidenciados por la irrupción del movimiento piquetero en los barrios y rutas de varias ciudades en todo el país, que exhibieron una significativa capacidad de articulación e impugnación del orden- Varela propone cambiar el objeto del análisis: la atención debe centrarse no ya en el barrio o la fábrica como “recipientes” de los procesos de movilización, sino justamente en los propios procesos de politización / despolitización del conjunto heterogéneo de trabajadores, en el marco de los cuales la fábrica y el barrio constituyen espacialidades que configuran distintas formas de politicidad.

Partiendo de esta propuesta, aún resta otra cuestión -lógicamente anterior a la pregunta por la politicidad-: ¿en qué consiste la territorialidad de la acción colectiva? Aunque la respuesta parece obvia -fundamentalmente a partir de la proliferación de estudios empíricos sobre la movilización y la protesta en el espacio barrial-, los condicionamientos que supone una conceptualización ambigua no son menores. En este sentido, una vez asumido el diagnóstico acerca de la intensificación y visibilidad de la acción colectiva en el espacio barrial, en el contexto de transformación radical del mundo del trabajo, es hora de repensar la productividad de los conceptos construidos para interpretar los múltiples y diversos procesos sociales asociados a estas tendencias generales. El concepto de “territorialización de la acción colectiva” es una de las nociones que debieran abandonar su cómodo lugar de supuesto teórico para convertirse en herramienta capaz de movilizar nuevas preguntas.

Nuestra propuesta consiste entonces en distinguir analíticamente aquellos procesos de movilización popular -de organización colectiva, politización y confrontación con el poder- que se despliegan en el espacio barrial o urbano, de aquellos que se articulan alrededor de demandas por el acceso y uso del territorio de la ciudad[18], es decir, con el espacio urbano como objeto de disputa. El énfasis de las ciencias sociales en el anclaje territorial de la acción colectiva desdibujó esta diferencia empírica entre acciones que suponen diferentes modos de articulación con el espacio de la ciudad, en el marco de las profundas transformaciones urbanas registradas durante el neoliberalismo. De esta manera, la teoría limitó las posibilidades de indagar acerca de las potencialidades de esta vinculación, al restringir la politicidad de los movimientos a su dimensión identitaria (la identidad barrial como forma precaria de afiliación) o a su relación con las políticas estatales territorializadas[19], planteando como “techo” de esta politicidad la relación (clientelar) con el Estado.

En Merklen (2005) se esboza una pista para indagar sobre ciertos indicios que podrían dar cuenta de la superación de los límites impuestos a la acción colectiva inscripta en los territorios: la emergencia de demandas por trabajo indican, para este autor, un “enclave” de ciudadanía en los reclamos -generalmente de asistencia estatal- por parte de los movimientos. Sin embargo el análisis no avanza mucho más, y la pregunta acerca de cuál es la performatividad política de ese “enclave” permanece sin respuesta (Varela, 2010). Frente a esto, proponemos por nuestra parte que un camino productivo para enriquecer estos debates se encuentra en el análisis de las luchas y movilizaciones articuladas en torno de los modos de producción, acceso y uso de la ciudad, análisis que debe asumir como punto de partida la imposibilidad -e impropiedad- de una división entre el mundo del trabajo y el barrio, entre la fábrica como espacio de la producción y el territorio urbano como espacio de la reproducción. No pretendemos con esto volver a introducir la hipótesis acerca del carácter estructuralmente transformador de la lucha por el hábitat urbano. Partiendo del supuesto acerca de la contingencia del mundo social -y por lo tanto, de la imposibilidad de definir de manera apriorística la calidad y potencialidad contestataria de un sujeto predeterminado-, nuestra apuesta se orienta a integrar algunos aportes y conceptualizaciones de los estudios sobre la cuestión urbana al análisis de las experiencias concretas de politización y lucha en los territorios.

Una línea de investigación desarrollada en los últimos años abre una brecha en este sentido: se trata de los trabajos que analizan distintos conflictos ambientales -que han provocado en nuestra historia más reciente algunas controversias de gran envergadura-, y que remiten a disputas por el espacio vivido. Si bien estos estudios se concentran en un tipo específico de conflictos –aquellos desatados a partir de “afectaciones ambientales territoriales” (por ejemplo Merlinsky, 2009)-, algunas reflexiones en torno a la construcción de los problemas públicos resultan de interés para nuestro trabajo.

Los movimientos frente al dilema de la institucionalización

Con las transformaciones operadas en el régimen político a partir de 2003, y luego de la profunda crisis económica, política y social que viera nacer al dinámico y protagónico movimiento piquetero, la cuestión de la institucionalización de los movimientos sociales a partir de diversas formas de incorporación a la gestión de políticas públicas se volvió una preocupación central de los estudios sociales (Svampa y Pereyra, 2004; Massetti, 2009 y 2010; Svampa, 2011; Natalucci, 2012, entre otros). Las reflexiones producidas a partir de este proceso -que permitieron superar o complejizar nociones con escaso poder explicativo y una gran carga valorativa, como las de clientelismo y cooptación– permiten arrojar luz sobre procesos registrados en otras coyunturas históricas, y que permanecen relativamente obscurecidos por las interpretaciones de la época.

En primer lugar, no obstante, es preciso señalar el frecuente solapamiento de dos problemáticas que suelen tratarse de manera indistinta, pero cuya presencia simultánea en la realidad social no siempre se verifica. Por un lado, la problemática de la institucionalización propiamente dicha, manifiesta en procesos como la estabilización de los movimientos sociales en tanto instituciones -y en ocasiones como factores permanentes y dinamizadores de la vida social- (Eder, 1998; Mathieu, 2007), así como la creación de formas y dispositivos institucionales a partir de la demanda y la movilización colectivas. En este sentido, diversos estudios sobre la acción colectiva analizan el papel de los movimientos sociales en la creación de “nuevas formas culturales e institucionales” (Eder, op.cit.) y en la dinamización del espacio público, es decir, enfocan en los efectos pragmáticos de la movilización en la creación y difusión de sentidos sobre lo político, los derechos y la justicia, entre otros asuntos (Cefaï, 2011; Nardacchione, 2005, Schuster, 2005).

Por otro lado, el problema de la incorporación estatal de los movimientos y demandas sociales, cuestión abordada en una gran cantidad de trabajos desde una perspectiva relativamente homogénea, lo cual ha consolidado un “paradigma normal” (Gómez, 2010) en la comprensión de las relaciones entre movilización social y Estado. Este paradigma, coincidimos con Gómez, se articula alrededor de una serie de prejuicios y preconceptos que obstaculizan la lectura de los procesos sociales: entre otros, una concepción instrumental de las oportunidades políticas según la cual los movimientos negocian recursos a cambio de la desmovilización; un supuesto acerca de la subordinación de los movimientos en los procesos de incorporación al Estado, subsidiario del concepto de estatalización como adaptación a las lógicas burocráticas que les serían propias, y un corolario repetido acerca de la pérdida de autonomía de los movimientos sociales que apuestan por la vinculación con las instituciones estatales.

Al respecto nos interesa resaltar aquí tres aportes para pensar la relación entre acción colectiva, Estado y política, que ofrecen nuevas claves para interpretar las experiencias históricas específicas desde la perspectiva que venimos esbozando: en primer lugar, una manera de entender la institucionalización en relación con una concepción amplia de lo político, que se despliega en tensión con la política. Luego, una lectura acerca del Estado como territorio y espacio de disputas. Por último, una discusión acerca de la reversibilidad de los conflictos sociales y, por lo tanto, acerca de la precariedad de los dispositivos y regulaciones que como resultado de tales conflictos son creados, transformados o ratificados.

Institucionalización, o el encuentro de lo político y la política

Cuestionar la distinción clásica -y de raíz liberal- entre lo social y lo político, siguiendo la propuesta de Varela (2010), permite dar cuenta de los modos en que los actores transitan de uno hacia otro “terreno” en la disputa por la resolución de sus demandas. Pero al mismo tiempo, el rechazo de esta escisión entre sociedad y política -que restringe lo político al conjunto de agencias y procedimientos institucionalizados- implica también asumir una concepción amplia de lo político en tanto dimensión constitutiva de lo social, es decir, como el nivel ontológico de la institución de toda configuración particular de lo social (Stravakakis, 2007). Esta perspectiva teórica, impregnada con aportes de la corriente posestructuralista, propone reconocer en lo político una “dimensión inherente a toda sociedad humana” (Mouffe, 1996), que no debe confundirse con un determinado tipo de institución, una esfera o nivel de la sociedad. Enfatizar en esta concepción de lo político no significa, sin embargo, disolver la importancia de la política como esfera formal de la lucha por el poder y la construcción de instituciones capaces de establecer ciertas regulaciones que ordenan las relaciones sociales. Se trata más bien de advertir las distinciones entre registros del mundo “que no cesan de entretejerse, de contaminarse uno al otro” (Stravakakis, 2007: 117).

En este marco, la pregunta acerca de los modos de esa “contaminación”, de las superposiciones y condicionamientos mutuos, aparece como una cuestión central: ¿existe una “zona gris” entre la política y lo político?[20] ¿Hay algo en el funcionamiento de la política que permita la aparición de lo político? ¿De qué manera determinados dispositivos y ciertas acciones colectivas pueden constituir escenas para la emergencia de la disrupción? La propuesta de Natalucci es pensar la institucionalización como proceso que no se restringe a la relación entre los movimientos sociales y el Estado, sino que atraviesa el conjunto de los espacios y experiencias políticas y que constituye una “posibilidad de conformar nuevas pautas comunes que a modo de rutinizaciones organicen los modos en que los sujetos intervienen en las instancias de participación, de representación y de legitimación del orden”. (Natalucci, 2012: 15)

La cuestión de la autonomía cobra aquí una especial relevancia, siempre que logre ser incorporada a una reflexión crítica, despojada de prejuicios y arbitrariedades culturales en torno a lo que desde algún saber experto podría calificarse como la voz o la acción “verdaderamente autónoma” (Gómez, 2010). Siguiendo a Castoriadis (2001), una concepción de autonomía en tanto posibilidad de darse uno mismo su propia ley, permite trazar un horizonte vinculado a la construcción de regímenes democráticos en los que la participación en la conformación de la ley, la libertad y la igualdad tienen un sentido sustantivo y no sólo procedimental. De esta manera, en su dimensión colectiva la autonomía se expresa en la construcción de regímenes democráticos, regímenes que permiten precisamente su autoinstitución como práctica reflexiva y permanente. En este sentido, la democracia como poder del demos, es decir, de la colectividad, supone igualdad en el reparto del poder y, en consecuencia, en las posibilidades de participación efectiva en los procesos de toma de decisiones.

Desde esta perspectiva, los distintos tipos y grados de involucramiento en las políticas públicas, la elaboración de un discurso oficial desde las organizaciones socializado a través de estrategias de comunicación específicas, la definición de un sistema y mecanismos para la distribución del poder dentro del movimiento, entre otras acciones, dan cuenta de procesos de institucionalización que ponen en juego la tensión entre la disrupción y el orden, entre la heteronomía y la autonomía, evidenciando la doble valencia de lo político y la imposibilidad de una absorción total de una instancia por otra. Los modos en que estas experiencias son procesadas en el espacio público resultan una clave de comprensión central acerca de los alcances democratizadores de las luchas en sus articulaciones con el sistema institucional.

Conflictos sociales, cierres analíticos y reversibilidad

Por otra parte es necesario precisar que los cortes y periodizaciones en función de los cuales realizamos cualquier lectura, constituyen operaciones analíticas que -a la vez que iluminan ciertos aspectos de la historia- dejan relativamente en la sombra las continuidades respecto del pasado y el futuro de los hechos relatados. En particular, el estudio de los conflictos requiere atender a esta advertencia, a partir de la cual es posible también complejizar aquellos supuestos acerca de los efectos desmovilizadores de los procesos de institucionalización.

En la perspectiva de la acción colectiva desde la que nos posicionamos para indagar la historia de las luchas por el hábitat en la historia reciente de Córdoba, el conflicto[21] se convierte en un analizador privilegiado. En efecto, como sostiene Merlinsky

[…] explorar la constitución de conflictos que ponen en cuestión un nuevo orden de problemas transformándolos en asuntos públicos permite rastrear -a partir del análisis de un campo social concreto- la forma en que los actores sociales piensan sus ámbitos cotidianos de vida. (2009: 8)

Entendemos aquí al conflicto como un acontecimiento público, de carácter disruptivo, que configura y visibiliza a actores portadores de demandas frente a unos adversarios u oponentes ante la mirada de un tercero y que produce efectos no determinables a priori. Así definido, el conflicto permite no sólo identificar la presencia y características de los actores, redes, competencias para la acción, demandas y modos de justificación pública, sino también enfatizar en el carácter contingente y reversible de los procesos sociales: ningún resultado está escrito porque no existen mecanismos estructurales que permitan anticipar los resultados de la acción. De lo que se trata en la investigación es de reconocer los modos en que se producen en cada experiencia los ajustes y mutuas reconfiguraciones entre acción y situación, atendiendo a las particulares circunstancias y procesos históricos. En este sentido, la atención sobre las modalidades del cierre de los conflictos permite dar cuenta tanto de los impactos de la acción sobre el régimen político, como de las dificultades que deben enfrentar los actores movilizados y de la fortaleza o debilidad de los resultados alcanzados. El supuesto que subyace es, por cierto, que “[…] las disputas son siempre reversibles. [El conflicto] se trata sólo de una fase, en el marco de una serie más amplia, donde la disputa se encuentra permanentemente relanzada”. (Nardacchione, 2010: 14)

A la vez, una forma de cierre establece las condiciones para un nuevo conflicto, que puede transitar por caminos por completo diferentes. De esta manera, el cierre no constituye meramente un mecanismo de reducción de la disputa, sino que emerge como clave de interpretación de potenciales reaperturas (Nardacchione, op.cit: 29).

Esta perspectiva enciende una luz de alerta frente a la tentación de concluir de manera tajante acerca de los efectos de las experiencias de incorporación estatal derivadas de luchas y conflictos sociales. La idea de cierre como estabilización relativa, junto con la de institucionalización como creación de dispositivos que ofrecen nuevos marcos para la acción y para una eventual reapertura del conflicto, constituyen herramientas para un análisis más complejo de los impactos democratizadores de la movilización.

El hábitat como campo de experiencias

Por último, el hábitat -postulado como campo de experiencias– aparece como el concepto y a la vez objeto a partir del cual observaremos y analizaremos las distintas dimensiones planteadas más arriba, buscando a la vez articularlas de manera dinámica. Nuestra propuesta constituye así un intento por avanzar en la comprensión de la ciudad como escenario del conflicto a la vez que como objeto de disputas por su apropiación. Partimos para ello del reconocimiento acerca de la importancia del territorio como posibilidad (mínima) de afiliación en el marco de los crecientes procesos de exclusión de amplios sectores de la población del mundo del trabajo y de la protección estatal en el período que nos ocupa (Sigal, 2005). En esta inscripción territorial -que incluye ciertas oportunidades de interacción con políticas sociales también territorializadas- encontrábamos una clave de la politicidad de la acción colectiva en este contexto.

Pero debemos ir más allá. El territorio -en nuestro caso, el espacio urbano- resulta ser en muchas ocasiones el propio objeto de las demandas, poniendo en evidencia -al menos potencialmente- las contradicciones entre un conjunto de derechos y prescripciones formales respecto del acceso a ciertas condiciones de vida para todos los ciudadanos, y la realidad de una distribución desigual, basada en la lógica mercantil, de los bienes y servicios urbanos. En este marco, el hábitat -en el sentido que dejamos expresado más arriba- emerge como un asunto cuya presencia material y simbólica atraviesa la vida social de manera sistemática y cotidiana. La calidad de la vivienda, la pertenencia a un barrio, el acceso a las redes de agua, electricidad o gas natural, las posibilidades de circular por el territorio urbano, las opciones de recreación y de consumo de actividades culturales, entre otras cosas, configuran de manera insoslayable las condiciones de vida de las familias. Son todas estas características, sumadas a la ya sugerida existencia de un acervo histórico de experiencias de lucha en relación con el hábitat, lo que nos permite proponer el concepto de campo de experiencias como herramienta analítica que abre nuevos caminos para dar cuenta de la politicidad del hábitat urbano.

Desde esta perspectiva, entonces, el hábitat se entiende aquí no sólo como una particular configuración de bienes y servicios que deben satisfacer necesidades humanas primordiales, tal como habíamos postulado inicialmente. El hábitat es, más que eso, un campo de experiencias particular en el que se producen procesos de subjetivación política, se despliegan conflictos y disputas por los modos de producción y apropiación de unos determinados bienes (aquellos que hacen posibles los procesos de urbanización), se producen interacciones entre diversos actores públicos y privados y con las políticas del Estado, y se crean, recrean y actualizan significados en disponibilidad, producto de una profusa y diversa experiencia histórica de luchas por el hábitat así como de la difusión de acciones colectivas desarrolladas en otros contextos. El habitar en la ciudad supone la constitución de redes sociales, interacciones, relaciones de comunicación, tejidos que configuran condiciones de posibilidad para la movilización en tanto aportan recursos materiales y simbólicos. A la vez, este entramado nutre a los actores de experiencias históricas que se constituyen en soportes de los procesos de construcción identitaria (Retamozo, 2010). En este sentido, el hábitat en tanto campo de experiencias configura un particular “espacio de posibilidades” para la emergencia y actuación de los movimientos (De la Garza, 2002; Melucci, 1999).

Por otra parte, y para despejar cualquier hipótesis estructural acerca del carácter intrínsecamente democratizador de los movimientos sociales, insistimos: si el espacio no es simplemente una arena inerte que la gente ocupa, sino que es producido a través de interacciones sociales y políticas, los conflictos y las acciones colectivas desplegadas en torno de ellos no necesariamente implican una lucha por la ampliación de los derechos ciudadanos en una sociedad determinada. Una diversidad de ejemplos en nuestra historia reciente permiten dar cuenta de la intensa movilización -y con resultados ciertamente favorables hacia sus posiciones- generada por algunos grupos en contra de la radicación de poblaciones pobres en ciertos sectores de la ciudad (lo que se conoció como “síndrome NIMBY”).[22] En este sentido, la emergencia de lo político y la ampliación de la democracia en el campo de experiencias vinculado al hábitat debe ser analizado en función de su particular configuración y desarrollo en contextos determinados.

Su reverso tampoco debería ser asumido como supuesto: las luchas inscriptas en el territorio no están condenadas por naturaleza a la fragmentación y el particularismo; no necesariamente son de carácter espasmódico y su subordinación a la institucionalidad estatal no es un destino prescrito. En el caso que nos ocupa, no son pocas las interpretaciones que han puesto el acento en uno y otro polo; todas ellas -y por supuesto, también la nuestra- constituyen narraciones de la movilización que aportan a la construcción de su sentido, y continúan dinamizando el campo de experiencias con reflexiones y evaluaciones que establecen nuevas condiciones para la reapertura de la acción colectiva.

Cuestiones de método

Dimensiones de análisis y corpus de la investigación

El estudio se ordena alrededor de tres dimensiones que sostienen el diseño metodológico:

  1. La articulación de actores, demandas y acciones alrededor de la cuestión del hábitat urbano en el período y escenario estudiados. El abordaje de este aspecto supone un rastreo histórico acerca de los antecedentes y trayectorias de los actores movilizados en torno a esta cuestión, así como las acciones emprendidas, los repertorios de protesta desplegados, la interacción con el Estado y otros actores, la identificación de oportunidades políticas para la acción y los conflictos abordados, incluyendo aquí una mirada sobre el carácter democrático o no de las formas organizativas y de distribución y ejercicio del poder en el propio movimiento. Este análisis sobre el proceso organizativo se sostiene a lo largo de todo el período, para dar cuenta de las transformaciones, actualizaciones, conflictos y dilemas internos que enfrentó el movimiento en cada uno de los subperíodos definidos.
  2. La inscripción de los problemas y demandas en el espacio público. Se enfoca en los procesos de configuración, visibilización y legitimación de demandas, problemas y actores vinculados con la cuestión del hábitat, la atribución pública de motivos para la acción, la elaboración de causas, la formulación de objetivos y la confrontación con adversarios en relación con las exigencias planteadas. Esta dimensión se aborda a través de un análisis pragmático, orientado a reconocer los modos en que los sujetos construyeron sentidos sobre el habitar la ciudad y lograron una generalización de sus reclamos legitimándolos como derechos, en el marco de ciertos regímenes de acción e interpretación hegemónicos. La estrategia metodológica consistió en enfocar en algunos conflictos desplegados alrededor de proyectos urbanos, políticas públicas o iniciativas del Estado que, durante el trabajo de campo de este estudio, emergieron en el propio discurso de los actores como eventos significativos. Los sentidos construidos -así como las disputas, apropiaciones y mutuos condicionamientos que estos procesos supusieron[23]– son analizados a partir de su inscripción en la agenda mediática y en la agenda estatal, así como también reconstruyendo la mirada de los propios actores acerca de las acciones públicas emprendidas.[24]
  3. Los impactos institucionales de la lucha por el hábitat en las políticas públicas del Estado y dentro de las propias organizaciones estudiadas. Se analizan los resultados de la acción colectiva en cuanto a la producción de las políticas sociales vinculadas con el hábitat, atendiendo a los momentos de diseño, ejecución e implementación de dichas políticas y los mecanismos de participación implementados. En tanto se considera a las políticas sociales como objetos de lucha por el reconocimiento de las necesidades y por su satisfacción (Grassi, 2003; Danani, 2004), se busca aquí identificar cómo y en qué medida el movimiento urbano se involucró en la democratización de la institucionalidad y las políticas del Estado relativas al hábitat. En el estudio de esta dimensión se incluye una caracterización de dichas políticas públicas en relación con su papel en los procesos de mercantilización / desmercantilización de la producción y el acceso a los bienes y servicios urbanos.

En función de la extensión del período considerado, se toman algunos casos de políticas sociales vinculadas con el hábitat que -para cada uno de los tres subperíodos delimitados- permiten dar cuenta[25] de las capacidades estatales para la definición e implementación de las políticas, del perfil de las mismas y de la incidencia del movimiento en estos procesos. Al mismo tiempo, tales políticas sociales son examinadas en relación con las demandas expresadas por los actores y los resultados de su interacción con el poder estatal.

El corpus de esta indagación se conformó a partir de un conjunto de fuentes documentales y hemerográficas -publicaciones y otros materiales de difusión de las propias organizaciones barriales, revistas institucionales de las ONG, documentos oficiales del Estado provincial y municipal y el diario La Voz del Interior, principal medio de comunicación masiva gráfica del interior del país- así como fuentes orales -entrevistas en profundidad a dirigentes barriales, referentes de las ONG y agentes del Estado-, según el detalle que sigue.

En relación con las fuentes hemerográficas, se utilizó la base de datos sobre acción colectiva de protesta construida por el equipo de investigación del Ciffyh – UNC del que formo parte, que releva la totalidad de las acciones de protesta registradas por el diario La Voz del Interior en el período 1984 – 2003. Además de la información de tipo cuantitativa que puede obtenerse a partir de este instrumento, la base resultó de suma utilidad para identificar algunas acciones a lo largo de nuestro período bajo estudio y rastrear su trayectoria. En muchos casos, debimos volver a la fuente original para recuperar los sentidos puestos en juego en el tratamiento periodístico de los hechos, tarea para la cual la sistematicidad de nuestra base de datos fue de gran ayuda.

Un extenso trabajo en el campo -primero como integrante de distintas ONG y luego en el marco de la investigación- me permitió recuperar una serie de materiales gráficos y audiovisuales producidos por las distintas ONG -con distintos niveles de participación de las comunidades barriales-, destinados a la comunicación de las experiencias, la socialización y la formación de dirigentes, así como a la difusión de las problemáticas y demandas del sector. La profusión y calidad de estos materiales dan cabal cuenta de la conciencia de los actores acerca de la importancia de la comunicación, y de los esfuerzos realizados -aun en condiciones técnicas y económicas muy poco favorables- para poner en público lo que sucedía en los márgenes de una ciudad mercantilizada. Recuperar una gran parte de las ediciones de revistas como “Aquí estamos los villeros” (1985-1990); “El indexado” (1989-1990); “La Ranchada” (1990-1993); “La Unión, nuestra voz” (1996-1997) -amén de las cartillas de formación, los documentos de sistematización de experiencias y otro materiales publicados de manera eventual- en un estudio que incorpora quizá por primera vez estos documentos al análisis social, conlleva una enorme responsabilidad a la vez que una gran motivación para poner en público los resultados de la investigación. Asimismo, se analizaron otras publicaciones halladas recientemente y que comienzan a ser material de estudio de otras integrantes del equipo, como la revista “Barrial”, publicada entre 1985 y 1989, así como las ediciones de la publicación “Desafíos Urbanos”, de la ONG CECOPAL, correspondiente al período bajo estudio.

En relación con las entrevistas, se realizaron en diferentes momentos a lo largo de los últimos años, en los que combiné mi trabajo de investigación doctoral con otras indagaciones emprendidas colectivamente desde el equipo de investigación del Ciffyh. En este marco, en un caso se realizaron dos entrevistas a la misma persona en diferentes momentos y contextos de trabajo, pero ambos relatos conforman un cuerpo con elementos útiles a la indagación. Se realizaron en total veintiún entrevistas a diferentes personas vinculas a los hechos investigados, en función de los siguientes perfiles: agentes o ex-agentes del estado provincial y/o municipal que se desempeñan o desempeñaron en áreas de hábitat y/o desarrollo social; dirigentes y/o integrantes de diferentes colectivos barriales o villeros; militantes políticos con inserción territorial y articulación con las organizaciones barriales; y profesionales de las ONG vinculadas al movimiento con diferentes niveles de responsabilidad hacia el interior de las instituciones.


El enfoque propuesto supone el reconocimiento y comprensión de los acontecimientos asumiendo la perspectiva de los actores, confrontándolo con otros elementos provistos por la indagación sin que esto suponga la búsqueda del dato “verdadero” u objetivo, sino como modo de valorar e interpretar los significados otorgados por los actores a los contextos, procesos y acciones en los que se desarrollaron los hechos que se investigan. El esfuerzo fue orientado, como sugiere Vasilachis de Gialdino (2006), hacia la construcción del proceso de investigación como actividad en la que el investigador y los sujetos involucrados en la indagación participan en una interacción comunicativa desde su innata capacidad de conocer. Desde esta perspectiva -que involucra posiciones epistemológicas tanto como éticas- “el resultado del proceso de conocimiento es una construcción cooperativa en la que sujetos esencialmente iguales realizan aportes diferentes” (Vasilachis de Gialdino, op.cit.: 37).

Ya avanzado el trabajo de campo, y aun sin lograr despojarme de mi propia valoración inicial respecto de aquellas experiencias, se volvió insoslayable el problema acerca de las múltiples interpretaciones sobre los procesos que íbamos indagando, en el cruce entre la memoria de los protagonistas, el entusiasmo por el encuentro con documentos silenciados por la historia y la historiografía, las disputas y conflictos aun no saldados entre los actores participantes en las luchas pasadas. A la predisposición de los actores -verificada a lo largo de nuestro trabajo de campo- para rememorar las experiencias de lucha por el hábitat en las que habían tomado parte -cada uno desde su particular posición-, se le sumó en muchos casos la voluntad de participar en procesos reflexivos y de incorporar explícitamente su propia interpretación sobre los acontecimientos pasados, adelantando conclusiones acerca de los interrogantes centrales de nuestra investigación. ¿Qué hacer con estas hipótesis de los actores? ¿Cómo incorporar las lecturas retrospectivas del pasado al análisis? ¿Hasta qué punto confrontar, incorporar o poner en diálogo las respuestas de los propios protagonistas a nuestras preguntas de investigación?.

Frente a estas cuestiones, una primera intuición resultó orientadora de nuestra búsqueda: la reconstrucción de los hechos pasados que estábamos realizando era resultado de un doble trabajo de interpretación, en el que el trabajo intelectual de los propios involucrados jugaba un papel central. Pero nuestra interpretación no podía situarse en un lugar muy distante al de los propios actores -al menos algunos de ellos, con los que compartimos espacios de acción, reflexión e investigación tanto en las propias ONG como en la Universidad-. Mucho menos cómoda aun me resultaba la posición del investigador como aquel que puede despojarse de sus propios marcos normativos y criterios de justicia, para “descubrir” en el discurso y la acción de los otros, relaciones de injusticia que estos no podrían ver por sí mismos.

La hipótesis de continuidad de la sociología pragmática, ya mencionada en este capítulo, permite abordar este dilema en la medida en que rechaza toda ruptura entre saber científico y saber práctico, así como entre ciencia y política. En la sociología de la crítica propuesta por Boltanski, entre otros, “la crítica deja de estar fundamentalmente en el observador y se traslada a los actantes. En otras palabras, la competencia para elaborar una crítica ya no es parte del punto de vista del observador sino de un arduo trabajo del actante” (Nardacchione, 2011: 178). En el mismo sentido el principio de simetría, que en la versión de Boltanski conduce a tratar simétricamente los argumentos y pruebas de los actores, termina de esbozar una ruta alternativa para este problema. El camino abierto por estas reflexiones incluye también una invitación que nos resultó especialmente sugerente: la de poner en público los saberes y competencias de los actores, sometiendo también a análisis las posturas de los observadores y el papel de las investigaciones sociales en el desarrollo de las propias experiencias estudiadas.


  1. Como propone Alabarces (2002), y frente al afán de las llamadas ciencias “duras” de establecer nuevas verdades sustentadas en la comprobación de hipótesis mediante procedimientos deductivos, el pensamiento sobre la sociedad y la cultura no puede ser más –ni menos- que un pensamiento de las conjeturas.
  2. Nardacchione (2005a) indica que la narración “fija” el sentido de la acción y la convierte en legado para las generaciones futuras. Desde esta perspectiva, la tarea del investigador implica una participación decisiva en la construcción del significado de la acción colectiva.
  3. Un caso típico de estos “excesos” es la proliferación de estudios sobre “nuevos movimientos sociales”, situación que llevó a Melucci a poner en cuestión su propio concepto y marcar nuevamente los contornos de su teoría en el texto “¿Qué hay de nuevo en los nuevos movimientos sociales?” (Melucci, 1994).
  4. Mc Adam, Tarrow y Tilly (2005) realizan en “Dinámica de la contienda política” una consistente autocrítica a sus formulaciones clásicas y proponen una nueva agenda teórica, centrada en los procesos y con la expresa intención de dotar de “dinamismo” a los estudios sobre acción colectiva.
  5. Por ejemplo a partir del trabajo del Grupo de Estudio sobre Protesta Social y Acción Colectiva (Universidad de Buenos Aires), el Grupo de Estudios Socio Históricos y Políticos (Universidad Nacional de Mar del Plata), el Centro de Investigaciones Socio Históricas (CISH) dirigido por Aníbal Viguera (Universidad Nacional de La Plata) y el equipo dirigido por la Dra. Mónica Gordillo en la Universidad Nacional de Córdoba, del cual formo parte, entre muchos otros.
  6. En el mismo nivel de análisis se sitúa el concepto de movimiento social de Melucci como “sistema de acción”, que establece así una distinción con aquellos enfoques que confunden el movimiento con un actor colectivo empírico movilizado (Retamozo, 2010).
  7. Asumimos aquí el concepto de movilización como una forma de la acción colectiva que “comporta un trabajo de formación política de un colectivo y no solamente la coordinación de muchas personas” (Trom, 2008).
  8. Los “marcos maestros” (Tarrow, 1997) son aquellas construcciones simbólicas que funcionan como orientaciones cognitivas para la acción de una diversidad de actores sociales en un escenario determinado. El concepto es usualmente utilizado para dar cuenta de los marcos compartidos durante un ciclo de protestas. Sin embargo, es posible reconocer la instalación y legitimación de ciertos sentidos compartidos que orientan la acción más allá de las protestas; en ese sentido, Lefort (1990) sostiene que la instauración del derecho garantizada por la vía de lo universal constituye un horizonte de sentido propio del orden político democrático.
  9. Nos situamos en una concepción del derecho que no hace foco en sus aspectos formales sino que lo entiende como motor de la ciudadanía en tanto práctica, es decir, como una forma particular de aparición de los individuos en el espacio público caracterizada por su capacidad de constituirse en sujetos de demanda y proposición respecto de diversos ámbitos vinculados con su experiencia (Mata, 2006: 8).
  10. También Tilly destacó la necesidad de incorporar el análisis de las capacidades estatales al estudio de las articulaciones entre la acción colectiva y los procesos de democratización. De modo similar al que planteamos aquí, Tilly concibe las capacidades estatales como “la medida en que las interacciones de los agentes del Estado sobre los recursos no estatales, actividades y conexiones interpersonales altera las distribuciones de tales recursos, actividades y conexiones personales, así como las relaciones entre dichas distribuciones” (Tilly, 2010: 203).
  11. El hábitat, agrega Martínez siguiendo a Lefebvre, es el espacio “manipulado por los tecnócratas en nombre de una “ordenación del espacio” al servicio de la estrategia capitalista de acumulación de capital (el espacio como mercancía) y la reproducción de las relaciones y divisiones sociales” (Martínez, 2014).
  12. Altimir, Beccaria y González Rozadas (2002) señalan que, desde el año 1974, se verificó una tendencia de constante empeoramiento de la desigualdad del ingreso de los hogares a un ritmo casi uniforme, que fue desde un coeficiente de Gini de 0,36 en 1974 a otro de 0,51 en el año 2000.
  13. En sentido estricto todas las intervenciones -tanto las impulsadas por el Estado como las que se originan en el ámbito familiar y comunitario- son desmercantilizadoras en la medida en que sustraen del intercambio mercantil alguna relación social. El propio Esping-Andersen propone el “alcance de los derechos” (en términos de su cobertura y sentido, desde la focalización en la pobreza hasta la universalidad) como una de las variables para el estudio empírico del carácter desmercantilizador de las políticas sociales.
  14. El problema de la institucionalización y/o incorporación estatal de los movimientos sociales es el objeto de la discusión del próximo apartado.
  15. También Tilly lo advirtió en su última obra, dedicada al tema de la democracia: “deberíamos dudar de que las asociaciones como tales tengan la clave de la participación democrática. Por el contrario, deberíamos reconocer que las formas de relaciones entre las redes de confianza y la política pública tienen que ver, y mucho” (Tilly, 2010: 130).
  16. Esta concepción -cuya dimensión ética y normativa es evidente- tiene también implicancias teóricas: en particular, sostenemos que no todos los movimientos sociales tienen efectos democratizadores; por el contrario, son democratizadores aquellos movimientos cuyas demandas se orienten explícitamente hacia el horizonte de ampliación de las condiciones de igualdad (Bringel, 2009).
  17. Frente a las formas “consensuales” del orden instituido, la democracia es la institución de la política misma, es el “sistema de las formas de subjetivación por las cuales resulta cuestionado, devuelto a su contingencia, todo orden de distribución de los cuerpos en funciones correspondientes a su “naturaleza” y en lugares correspondientes a sus funciones” (Rancière, 2007: 128).
  18. Retomamos aquí las intuiciones de autores como Pradilla (2014) y Di Virgilio y Perelman (2014), quienes proponen distinguir los conflictos y luchas en la ciudad -que se despliegan en el territorio urbano- de aquellos que plantean disputas por la ciudad, es decir, por el derecho colectivo al “usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad y justicia social” (Carta Mundial por el Derecho a la ciudad, 2004).
  19. En Grimson (2008) encontramos una vía de interpretación diferente para el caso de Buenos Aires en el contexto de la crisis de 2001: el neoliberalismo supuso una profundización y “endurecimiento” de las fronteras espaciales en la ciudad, y con ello un fortalecimiento de los procesos de segregación urbana. En ese marco, la ciudad devino “escenario de la protesta social”, y las organizaciones piqueteras erigieron a esos límites simbólicos (puentes, rutas, la estación de tren) como objetos de la disputa política. Lo que Grimson nos permite advertir es la presencia de la territorialidad en otra dimensión, diferente a la de las identidades o la disputa por las políticas sociales focalizadas: la de los repertorios de protesta, construidos simbólicamente en torno de aquellas fronteras que evidenciaban la desigualdad y la exclusión.
  20. Compartimos aquí la inquietud formulada en estos términos por Antonia Muñoz (2006).
  21. Inspirados en la propuesta de la sociología pragmática francesa (Melé, 2003 y 2004; Mathieu, 2007 y 2011; entre otros), trabajos recientes como el de Merlinsky (2009) dan cuenta de la productividad de esta estrategia de análisis para la comprensión de las luchas en el espacio urbano.
  22. NIMBY significa “not in my backyard” (“no en mi patio trasero”), y constituye una especie de etiqueta -de tono peyorativo- que las ciencias sociales adoptaron para referirse en general a las protestas impulsadas por actores locales en defensa de su territorio, frente a la radicación de emprendimientos de distinto tipo pero a los cuales no se oponen sustantivamente.
  23. Tal como lo indicamos más arriba, el concepto de “mediatización del espacio público” no supone solamente reconocer el poder representacional de los medios masivos, sino también “entender la «mediatización de lo público» como un proceso general de transformaciones en las formas de producir lo público propiciada por los cambios que introduce la «visibilidad mediática»” (Córdoba, 2013: 75).
  24. Incluimos esta última aclaración para enfatizar en la distinción entre “visibilidad pública” y “visibilidad mediática”, a partir de la cual es posible incorporar al análisis elementos provenientes de “otras lógicas y actores sociales que no terminan de adaptarse y/o someterse nunca ni completamente a las formas mediáticas de su constitución” (Córdoba, 2013: 76).
  25. Un estudio extenso y detallado de las políticas sociales del período sería objeto de otro trabajo, animado por la perspectiva de análisis de las políticas públicas. En nuestro caso, se trata más bien de reconocer de qué manera, en cada coyuntura dentro del largo período considerado, el movimiento se vinculó con el Estado y logró intervenir en el diseño y/o ejecución de algunas iniciativas públicas en relación al hábitat. En ese sentido, optamos por analizar, para cada subperíodo, las experiencias más significativas para los propios actores involucrados.


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