Herramientas teóricas para la construcción del problema de investigación
Cultura del trabajo: la búsqueda de un concepto
Una suerte de acuerdo fundante en la teoría social clásica ubica al trabajo como la categoría sintética y motor fundamental en el análisis del mundo y la estructura social (Friedmann, 1985; Rojas y Proietti, 1992; De la Garza Toledo, 2000; Neffa, 2001). Por ello, el mundo del trabajo y la cuestión del empleo tuvieron históricamente una atención central en los estudios sociales, más aún en aquellos que versaban sobre la vida de las clases populares. No es casual que la cultura del trabajo haya aparecido en estudios históricos como la matriz de sentido central para comprender la cultura popular de principios de siglo XX en Argentina (Falcón, 1990).
Muchas de las primeras investigaciones en sociología del trabajo se orientan a las dimensiones estructurales y económicas de los procesos de trabajo y del mercado laboral (Rojas y Prioietti, 1992). La crisis de los años setenta, del Estado de Bienestar y del modelo de desarrollo capitalista vigente, habría marcado una primera ruptura teórica en este campo de estudios, que reorientó su mirada hacia el espacio fabril, la acción obrera, la política y, fundamentalmente, hacia el sujeto en el mundo del trabajo (Touraine, 1992 [1966]; Goldthorpe, 1992; Leite, 2012). Durante la segunda mitad del siglo XX un conjunto de investigaciones comenzó a señalar críticamente la sobre-enfatización de la dimensión material de los análisis sociales sobre el mundo laboral (Reygadas, 1998), conjuntamente con una carencia de herramientas conceptuales e investigaciones que le dieran un estatus epistemológico de peso a su dimensión simbólica (Drolas et al., 2005).
En vista a estas preguntas muchos desarrollos teóricos se dedicaron a tender hilos conceptuales entre las nociones de trabajo y cultura (Supervielle, 2017), como acceso privilegiado al vínculo entre “posiciones objetivas” y “actitudes subjetivas” (Drolas et al., 2005; Longo, 2005; Willis, 1988 [1977]), o, lo que viene a ser lo mismo, entre la “sedimentación de estructuras de clase” y los “procesos de identificación subjetiva” (Guadarrama Olivera, 2010; De La Garza Toledo, 2000; Leite, 2012).
Como muestro a continuación, a tal punto se ven entrelazados las dimensiones de clase y trabajo en los estudios sobre sectores populares, que la reconstrucción de los antecedentes teóricos relevantes para la investigación se organiza en torno a la tensión y la distancia que adquieren estos polos.
Experiencia y cultura obrera
Tal como sostiene Crompton, los estudios y teorías sobre las clases sociales a lo largo del siglo XX fueron subrayando su configuración no sólo económica, sino fundamentalmente cultural, a la vez que aumentaba la atención dedicada al lugar del consumo y el gusto en la vida social (Crompton, 1993: 206). En el marco de este “giro cultural”, la preocupación por el mundo simbólico del trabajo[1] adquiere espesor teórico, sin dejar de lado las tensiones analíticas clásicas de los materialismos y los culturalismos.
Un conjunto de investigaciones desde la década de 1950 presenta un suelo común de construcciones conceptuales en torno a la identificación de universos morales singulares y propios de las clases populares y de sus formas de trabajo: mundos simbólicos relativamente autónomos, resistentes a los procesos culturales hegemónicos, con patrones morales de dignidad, respeto y mérito particulares y alternativos. Como mostraré más adelante, este tipo de construcciones resultan problemáticas, tanto para el análisis de la estructura de relaciones sociales contemporánea y local, como para las especificidades de mi problema de investigación.
Los reconocidos estudios de Victoria Novelo y Juan Luis Sariego Rodríguez en torno a la noción de cultura obrera (Guadarrama Olivera, 2000; Reygadas, 1998) inauguran un abordaje sobre la dimensión simbólica del mundo obrero en América Latina, sobre la imposición dialéctica de modos de trabajo y modos de pensamiento en la vida de la fábrica y sobre los procesos de resistencia y creación simbólica y subjetiva en este ámbito (Novelo et al. 1986: 69-73). Estas preguntas se formulaban desde un anclaje de clase y bajo el paradigma metodológico del materialismo histórico (Sariego Rodríguez, 1992)[2]. La perspectiva se centra en la materialidad del proceso de trabajo como sinécdoque de las “condiciones materiales de vida cotidiana” de las clases populares, reduciendo el análisis de la cultura obrera a los problemas de “conciencia de clase” (Reygadas, 1998)[3]. Aun así, sus estudios instalaron un conjunto de interrogantes novedosos acerca de la formación y la reproducción de la fuerza de trabajo en el modo de producción capitalista (Novelo et al., 1986) reinsertando estos problemas en el marco de procesos culturales hegemónicos (Guadarrama Olivera, 2000).
Desde la perspectiva de la configuración cultural de los procesos de clase, el estudio de Hoggart sobre la cultura obrera en Inglaterra, publicado en la década de 1950, descentra su indagación del espacio fabril para reseñar un conjunto de actitudes, sentidos de pertenencia y autoadscripciones que caracterizan el mundo simbólico de la “gente común”; un mundo en franca retirada ante el avance de la sociedad de masas (Hoggart, 2013 [1957]). La caracterización de una “cultura con estilo omnipresente” en la vida de la clase obrera[4] muestra en su investigación la centralidad de la vida doméstica y barrial para la comprensión plena de la cultura obrera, incluso en su conexión con los valores laborales.
Tal como lo mostrará décadas después Florence Weber (1991), este giro analítico que abandona el énfasis histórico puesto en el movimiento obrero organizado y en los individuos excepcionales y militantes en esta clase, es central para comprender las nuevas formas de leer el mundo popular, sus dinámicas, sus personas y su cultura.
Enmarcado en lo que algunos denominaron, a manera de síntesis, materialismo cultural, los estudios de E. P. Thompson (1989 [1963]) exploran dos formatos históricamente alternativos de configuración de la cultura popular entre los siglos XVII y XIX en Inglaterra: la experiencia de clase y la economía moral de la multitud. La clave de lectura, en términos experienciales y de tradiciones culturales, reconstruye un mundo de acciones y prácticas colectivas que ponen en juego repertorios culturales y nociones legitimadoras alternativas[5] a las de la clase dominante y de la economía política capitalista (Thompson, 1993).
Thompson intenta mostrar la constitución misma del simbolismo dominado en relación con la cultura oficial, sin pensarla como un ámbito autónomo que sólo luego de ser producido entra en conflicto. Su noción de clase y de cultura es intrínsecamente conflictiva y relacional: “Ni el proceso de producción en sí mismo, ni el proceso de extracción de excedentes los une de verdad [a los trabajadores]” (Meiksins Wood, 2000 [1995]: 112). Sólo la producción histórica de una experiencia común y una vivencia y sentimiento de ilegitimidad de la explotación habrían permitido la emergencia de formaciones culturales populares de oposición y resistencia.
Aquí una de las paradojas características del siglo: tenemos una cultura tradicional rebelde. No pocas veces la cultura tradicional de la plebe se resiste, en nombre de la costumbre, a las racionalizaciones e innovaciones económicas (tales como el cercamiento de tierras, la disciplina de trabajo, los mercados de grano “libres” y no regulados) que pretenden imponer los gobernantes, los comerciantes o los patrones […] Pero cuando el pueblo busca legitimaciones para la protesta, a menudo recurre de nuevo a las reglas paternalistas de una sociedad más autoritaria y entre ellas escoge las partes más adecuadas para defender sus intereses particulares (Thompson, 1993: 22).
Su aporte fundamental, desde mi perspectiva, es el de mostrar la fluidez de las fronteras morales, las prácticas de intercambio y apropiación, en proceso de lucha y legitimación, de disputas materiales y culturales, sobre valores morales y distribuciones económicas. Es el de proponer un análisis de los conflictos sociales en el proceso de formación del capitalismo, en clave de lectura moral y profundamente relacional[6]. Sin embargo, su énfasis en los movimientos y procesos de resistencia (Thompson, 1993; Scott, 2000), tendió a mostrar, tal como lo sostiene Ariel Wilkis, la dimensión más homogénea de los sectores populares –poniendo en juego pocas herramientas para analizar sus heterogeneidades y diferenciaciones internas– y a construir categorías analíticas que impiden la observación de ciclos, temporalidades y acumulaciones (Wilkis, 2014: 175-178). Volveré sobre estos problemas conceptuales al desarrollar la noción de capital moral.
Los obreros desaparecen del paisaje social
En las últimas décadas del siglo XX una serie de transformaciones fundamentalmente a nivel productivo[7] y, por extensión, a nivel de la estructura social, produjeron cambios importantes en las investigaciones sociales sobre el mundo del trabajo y, más específicamente, sobre el mundo popular. A nivel político, la crisis del Estado de Bienestar, del “pacto keynesiano” y la ciudadanía laboral (Alonso, 2009), se correspondió con procesos generalizados de precarización y flexibilización laboral (Castel, 1997; 2010), producto de transformaciones estructurales en el modelo de acumulación capitalista (Leite, 2012).
Sumado a un crecimiento en las dinámicas de individuación social (Castel, 2010; Merklen, 2005; 2013), el advenimiento de la crisis de reproducción de las clases populares desde la década de 1970, tanto en países europeos y en EEUU como en América Latina, plantea desafíos que modifican por completo la manera de pensar la cultura del trabajo. Esta crisis aparece como un triple proceso de descalificación económica, política y simbólica de las clases populares (Beaud y Pialoux, 2015).
En primer lugar, el proceso de desvalorización de su fuerza de trabajo, el aumento del desempleo y la degradación de las condiciones del empleo obrero; la desvalorización de su recursividad en el mercado de trabajo centrada en la fuerza física y en los valores de virilidad (Mauger, 2012), alentada por un crecimiento y diversificación del sector servicios en el mundo popular (Bourgois, 2010 [1995]).
A su vez, se desarrolla un correlativo proceso de desvalorización simbólica, resultado paradójico y contradictorio de la ampliación en el acceso al sistema educativo (fundamentalmente de nivel medio), que produce la emergencia de un “mercado de identidades” múltiples y alternativas (Mauger, 1995: 18-22). En parte, esta desvalorización se traduce en conflictos generacionales y en la formación de sentimientos de “vergüenza de clase” hacia el interior de las familias de clases populares (Mauger, 2012), así como en fractura y fragmentación de la relativa insularidad[8] de la vida obrera (Pialoux y Beaud, 2010 [1993]; Leite, 2012). El cuadro se completa con la crisis del sindicalismo y privatización del mundo obrero (Weber, 1991: 180), ruptura en la acumulación política de la clase obrera organizada (Mauger, 2012; Beaud y Pialoux, 2015 [1999]), solidaria a la vez con los procesos de extrañamiento y de crisis de “transmisión generacional” en estas clases. En palabras de Beaud y Pialoux (2015: 26), los obreros desaparecen del paisaje social.
En este nuevo marco, la agenda de los estudios laborales fue profundamente formateada por las nociones de fragmentación y multiplicidad. Las clases populares, que nunca habían dejado de ser heterogéneas, aparecieron cada vez más caracterizadas por su multiplicidad intrínseca, en la cual resaltaban los conflictos, disparidades y diferenciaciones generacionales en su interior (Mauger, 2012; Beaud y Pialoux, 2015). Así, el horizonte de investigación de las culturas laborales fue tomando centralidad, en la medida en que decrecía la injerencia de la noción de cultura obrera.
La cultura en plural: de la cultura obrera a las culturas laborales
La noción de culturas del trabajo en el ámbito de la investigación social surge con fuerza en aquel contexto de transformaciones del modelo productivo y del mundo popular. Estos enfoques incorporaron en su análisis (en cierta continuidad con la perspectiva de la cultura obrera) elementos de una ideología del trabajo (Palenzuela, 1995), es decir, de los procesos de modulación de las prácticas y cosmovisiones en la fabricación del consenso en el ámbito laboral (Burawoy, 1979) y de la definición del trabajo como obligación moral o ética (Weber, 2006 [1905]; Bauman, 1999).
Las culturas del trabajo aparecen, así, como matriz signada por la posición en las relaciones de producción y por la materialidad y las particularidades de los procesos laborales (rama económica, riesgos laborales, espacios de trabajo, etc.), enfatizando, de esta manera, la dimensión “creativa” e “interpretativa” de los propios sujetos trabajadores (Moreno Navarro, 1997). De este modo, las culturas del trabajo se definen como
Conjunto de conocimientos teórico-prácticos, comportamientos, percepciones, actitudes y valores que los individuos adquieren y construyen a partir de su inserción en los procesos de trabajo y/o de la interiorización de la ideología sobre el trabajo, todo lo cual modula su interacción social más allá de su práctica laboral concreta y orienta su específica cosmovisión como miembros de un colectivo determinado (Palenzuela, 1995: 13)[9].
Guadarrama Olivera, por su parte, las conceptualiza como procesos de generación, actualización y transformación de las formas simbólicas en la actividad laboral (Guadarrama Olivera, 2010: 219). En consonancia con esta línea, la investigación antropológica de Luis Reygadas sobre las maquiladoras en México habla de “nuevas culturas del trabajo” en tanto dimensión simbólica de las relaciones laborales contemporáneas: procesos de creación, transmisión y apropiación de significados en el mundo del trabajo (Reygadas, 1998: 3).
Esta nueva formulación teórica incorpora una perspectiva más profundamente “holista” (Moreno Navarro, 1997) descentrada del proceso de trabajo propiamente dicho, articulando las “culturas empresariales de producción” y las interpretaciones y producciones simbólicas propias de los trabajadores. A la vez, discute críticamente su operacionalización como concepto en el marco de una estructura productiva que compelía a dar cuenta de las particularidades, multiplicidades y fragmentos de las diversas vidas ocupacionales, más que de las “homogeneizantes” culturas de clase.
En diálogo conflictivo con esta tendencia, muchas de las etnografías obreras realizadas desde finales de la década de 1970 parten de este marco de discusiones y asumen cabalmente el desafío metodológico de reconstruir marcos de sociabilidad fragmentados, múltiples, anclados en las lógicas sociales más amplias que llevaron a la crisis de reproducción de las clases obreras.
Una de estas investigaciones es la realizada por Michael Burawoy (1979), quien, en base a un trabajo de campo en el interior del espacio fabril, analiza la construcción de consenso operada por la dirección empresarial en el proceso productivo de la fábrica: un conjunto de estrategias de regulación de la espontaneidad del “juego” individual, de imposición de su propio sistema cultural por medio de la coacción constante y de la incorporación/participación de los trabajadores en las “decisiones” de la empresa. Al mismo tiempo el autor intenta desenmarañar una serie de sentimientos, escamoteos, satisfacciones y apropiaciones alternativas por parte de los trabajadores respecto de las estrategias empresariales.
Florence Weber (2008) y Leite Lopes (2011 [1976]), en base a investigaciones sobre grupos obreros distintos entre sí (la primera sobre una villa obrera francesa, el segundo sobre los obreros de los ingenios azucareros pernambucanos) proponen desanudar las relaciones intra-clase y los procesos de heterogeneización y diferenciación interna de las clases obreras contemporáneas. Weber realiza un esfuerzo metodológico por pensar conjuntamente los dominios de la producción (fábrica) y la reproducción (espacio habitacional), como mundos objetivamente separados, con modalidades y racionalidades propias, pero articulados por una homología estructural de las posiciones ocupadas y de las relaciones simbólicas entre ellas establecidas (Weber, 2008: 16).
En un movimiento metodológico homólogo, la etnografía de Olivier Schwartz (1990) explora el universo de gustos y deseos de la clase obrera, en la tensión existente entre el proceso de “privatización” de su mundo y sus particulares configuraciones familiares. El autor vuelve sobre un espacio doméstico con mayor “autonomía cultural” que el espacio fabril, para restituir los sentidos en el uso del tiempo, las elecciones, el tramado de dependencias y necesidades en estos lugares, aún en un mundo obrero mucho más penetrado por la escolarización y por el contacto con la cultura oficial que el visitado por Hoggart en la década de 1950 (2013).
Por su parte, el estudio de Paul Willis (1988) sobre jóvenes de clase obrera en Inglaterra analiza los procesos de formación subjetiva de disposiciones al trabajo para la inserción en las relaciones de producción capitalista, bajo las posibilidades limitadas de su situación de clase en un contexto de “democratización” del sistema escolar (Willis, 1988; Palenzuela, 1995). La manera en la que este autor reconstruye analíticamente los lazos entre el mundo escolar y el mundo de la fábrica abre nuevos caminos para la exploración etnográfica de la producción y las formas de la cultura obrera descentradas del proceso de trabajo propiamente dicho; formas enfocadas al conjunto de experiencias vitales, en una pluralidad de mundos de la vida –denominados “cultura de la fábrica”, “cultura del barrio”, “cultura de resistencia a la institución escolar”, etc.– (Reygadas, 1998). También aporta elementos para la teorización en torno a la cultura de las clases populares, en la medida en que acopia datos locales en referencia a diferentes territorios o localidades, explorando, a través de la “movilidad” entre esferas, la formación cultural del trabajo en el capitalismo (Marcus, 1991 [1986]; 2001 [1995]).
Siguiendo a Weber (1991), entiendo que las nuevas miradas sobre el mundo obrero presentan la tendencia de descentrarse de los lugares habituales de indagación (trabajo, sindicato, política) para insertarse en el mundo del ocio, del consumo y de la escuela. Esto abre el horizonte de análisis a los procesos de individuación y privatización del mundo obrero y a la exploración de sus vínculos con la crisis de desempleo, la consiguiente reclusión doméstica de los trabajadores y la fractura de los lazos y espacios colectivos (Pialoux y Beaud, 2010).
Si bien este viraje contribuyó con el tiempo a la formación de algunos problemas metodológicos –como la exageración en el diagnóstico de la pérdida de centralidad del trabajo en la vida de las clases populares–, produjo a su vez un renovado interés por las disputas en torno a la moral popular y las preocupaciones propias y ajenas sobre el “hedonismo” (Murard y Laé, 2013), por las transformaciones en la noción de dignidad obrera (Pialoux, Weber y Beaud, 1991) y por la construcción de abordajes de la clase obrera que recuperaran el devenir total de su vida cotidiana (Beaud y Pialoux, 2015).
El “fin de la cultura del trabajo” en Argentina
Las discusiones que pretendían articular las dimensiones de lo simbólico y lo estructural en el mundo del trabajo tomaron fuerza en Argentina a la luz de las profundas transformaciones sociales producto de décadas de reformas y políticas neoliberales. La idea de una pérdida de centralidad del trabajo en la vida social (Neffa, 2001) había logrado instalarse en el sentido común académico, junto a un acuerdo en torno a la pérdida de vigencia de la categoría de clase para describir la realidad social[10]. En el marco de este consenso, un conjunto de investigaciones se dedicó a explorar las transformaciones subjetivas de las clases populares en la sociedad argentina contemporánea (Svampa, 2005).
En un texto de la compilación Desde abajo, de gran difusión en su época, Maristella Svampa sostuvo que el nuevo marco social estaba signado por un proceso de redefinición de alteridades sociales (Svampa, 2000a; De La Garza Toledo, 2000) e instrumentalización del trabajo[11]. Esta dinámica habría producido un viraje en el modo de constitución de las identidades sociales, marcando un fuerte agotamiento de la cultura del trabajo y un re-centramiento hacia el mundo del consumo (Svampa, 2000a). Como antes expliqué, la crisis de las clases populares habilitó indagaciones sobre la cuestión identitaria que tendieron a descentrarse de su anclaje “laboral”.
A partir de esta caracterización, Svampa analiza las transformaciones simbólicas en un grupo de trabajadores de la industria siderúrgica en términos de “identidades astilladas” (Svampa, 2000b). En sus vidas (fundamentalmente en la de los jóvenes obreros), la pérdida de referencias y de marcadores morales clásicos de la clase obrera (entre ellos, la valoración más romántica del trabajo como dignificante y del peronismo como lenguaje político privilegiado[12]) habría desplazado sus procesos identitarios hacia consumos culturales masivos, individualistas y ego-céntricos (Svampa, 2000b: 154).
Resultado también de un proceso de investigación en la década de 1990, la publicación de El trabajo en el espejo aparece como un punto de referencia de un conjunto de indagaciones que acumulaban varios años en la misma dirección. Desde una definición que articula las perspectivas “biográficas” y “relacionales” (Dubar, 2001; Longo, 2005), Battistini entiende a la identidad como la forma particular en la que los trabajadores interpretan y producen significaciones sobre los cambios estructurales de su sociedad (Battistini, 2005: 24). En aquel momento, el marco laboral sería caracterizado fundamentalmente por un proceso de crecimiento de la competencia individual, de la amenaza de desempleo y de la inestabilidad laboral. En adición, escenarios antes estructurados bajo códigos comunes centrados en el mundo del empleo estable (la empresa, el barrio, la calle, la familia, etc.), comienzan a verse desanclados por dicho cimbronazo estructural (Battistini, 2005: 29-31).
Desde esta perspectiva, Battistini y Wilkis (2005) muestran cómo los vínculos familiares y empresariales de un grupo de jóvenes trabajadores de Toyota operan en transacciones subjetivas que re-valorizan el espacio de trabajo y las nociones de “sacrificio” y “esfuerzo” en sus construcciones identitarias. Los puestos en esta fábrica (una empresa internacional) implican una “recompensa simbólica”, un punto de referencia de “seguridad” –de acuerdo a las expectativas de la clase media-baja y baja– en un contexto de incertidumbre y precarización. De esta manera, los autores remarcan una reactualización de principios valorativos e identitarios heredados (Battistini y Wilkis, 2005) que discute la tesis de ruptura generacional respecto de la cultura del trabajo (Svampa, 2000b).
Definiendo referentes empíricos vinculados a ámbitos productivos y laborales particulares, estos textos discuten la asentada idea de la pérdida de centralidad del trabajo en la cultura vital de las clases populares y recuperan el lugar del empleo como valor social entre jóvenes pobres de Argentina (Longo, 2005: 201-213; Battistini y Wilkis, 2005). Sin embargo, centrados en la categoría de Identidad –tal y como fue definida en estas investigaciones (Dubar, 2001)–, continuaron en la dirección de reconstruir mundos simbólicos particulares y fragmentarios, vinculados a prácticas ocupacionales diferenciales.
Como ya planteé, si bien muchos de estos trabajos fueron publicados en la primera década del siglo XXI, las investigaciones que los sustentaban fueron realizadas y referidas a los procesos sociales ocurridos durante la década de 1990. En la medida en que el período de la post-convertibilidad fue avanzando, algunos de estos autores percibieron ciertos cambios en las lógicas societales, señalando una reactivación de la cultura del trabajo en la vida de los sectores populares (González Bombal, Kessler y Svampa, 2010), en el discurso de las políticas sociales (Cortés y Kessler, 2013), y en sus dispositivos de legitimación (Andrenacci et al., 2006). Otras investigaciones señalaron, también, una reaparición de la clase obrera como protagonista de la conflictividad social en el país (Varela, 2009), sosteniendo que su acta de defunción académica fue producto más de modas teóricas y recortes empíricos que de procesos efectivamente sucedidos[13].
Cierto es que una nueva configuración de condiciones estructurales, fundamentalmente vinculadas a las políticas y la dinámica del mercado laboral en el país (pero también en América Latina), funcionaron como condición de posibilidad para una transformación en el modo de diagnosticar, problematizar e intervenir en el mundo del trabajo. Este cambio habilitó una reemergencia de “teorías nativas” de intervención vinculadas a lo que entiendo como cultura del trabajo. La manera en la que impactan estos procesos en la configuración de la producción simbólica de las clases populares requiere, por su parte, un análisis que atienda a la complejidad del fenómeno.
Siempre fuimos fragmentarios: problemas conceptuales
Las investigaciones que vengo reseñando se vieron marcadas por dos influencias teóricas fundamentales para la época[14]. El esquema común del argumento conceptual de los autores que desarrollo implica que la complejización, fragmentación y diferenciación estructural produce, casi indefectiblemente, una fragmentación y multiplicación identitaria equivalente, lo cual lleva a abandonar progresivamente los programas de investigación orientados por la búsqueda de identidades laborales fuertes o culturas de clase (obrera) relativamente homogéneas.
El sociólogo Richard Sennett sostenía que la formación de identidades laborales estaba fundamentalmente constituida por lo ocurrido en el proceso de trabajo (Sennet, 2000: 67). Los procesos productivos que, desde la década de 1980 en EEUU, por su discontinuidad, tecnificación y descalificación, se organizaban en torno a “tareas fáciles” y a una comprensión superficial de la totalidad del proceso por parte de los trabajadores, habían generado indiferencia y compromisos identitarios “débiles” (Sennett, 2000: 73). La “nueva ética del trabajo” que Sennett describe para finales del siglo XX está compuesta por competencias “blandas”, procesos de “interpretación profunda” y técnicas de “manejo afectivo”. Esta nueva realidad moral habría generado marcas identitarias mucho más volátiles que el simbolismo tradicional de la clase trabajadora.
Zygmunt Bauman, otra de las balizas teóricas de este campo de investigaciones, sostenía que las transformaciones identitarias de la época podían caracterizarse como el paso de la “ética del trabajo a la estética del consumo” (Bauman, 1999). La modernidad tardía concentraría sus mecanismos de subjetivación en la obligación y la voluntad de consumo efímero, tanto como las identidades formadas en el devenir de estas prácticas. Las transformaciones en el mundo del trabajo, como la flexibilización laboral, producirían también identidades flexibles (Bauman, 1999: 49-51) y un des-dibujamiento entre las fronteras de los ámbitos del trabajo y del ocio (el trabajo comenzaría ser pensado también como un entretenimiento).
Este viraje en el centro de atención desde la esfera laboral a la esfera del ocio no modifica el pensamiento de ámbitos separados por fronteras relativamente fijas, esencializadas y estancas. Tal como argumentaré en el último capítulo de este libro, la producción de fronteras entre esferas resulta central para comprender el problema de la cultura del trabajo en la vida de las clases populares.
El argumento en torno a la idea de fragmentación resulta problemático en varios sentidos para la construcción de mi problema de investigación. En primer lugar, porque supone que, bajo algún modelo de desarrollo, patrón de acumulación o modelo productivo en la historia (taylorismo, fordismo, etc.), cierta homogeneidad estructural habría producido, con más o menos mediaciones, identidades laborales unitarias y fuertes. Sin embargo, como sabemos al menos desde la irrupción de los estudios de E. P. Thompson en la historia social inglesa, la heterogeneidad estructural de los procesos de trabajo no es una novedad exclusivamente contemporánea. Reconociendo el lugar de los grandes talleres en la sociabilidad básica de la formación de la clase obrera, Thompson (1989) sostiene que su experiencia de clase surge en la relación dialéctica entre la producción de la vida material y la expresión cultural de la conciencia de clase. En este sentido, la clase aparece como una relación humana que “unifica sucesos, experiencias y conciencias” (Thompson, 1989: XIII) de trabajadores y artesanos de diversas ramas e industrias, y que requirió de un profundo trabajo político y cultural de instituciones religiosas, sociedades de fomento, mutuales y demás cuerpos sociales, que contribuyeron a producir esta identidad y, en este proceso, a formar la clase obrera inglesa. Así como las identidades laborales no surgen, sin más, mecánicamente, del proceso de trabajo, tampoco se licúan automáticamente por transformaciones que complejizan la estructura laboral.
En segundo lugar, la idea de fragmentación como orientación global de la investigación resulta problemática dado que, tal como señala Lamont en su estudio sobre las fronteras morales de la clase trabajadora en EEUU y Francia, los individuos de esta clase social no se comportan como “hombres posmodernos” que se “recrean a sí mismos cada mañana al despertar” (Lamont, 2000: 11): su vida diaria, su sociabilidad y la manera en la que “describen el mundo” se asienta en el conocimiento profundo de lo que denominan “gente como nosotros”. Atendiendo a que la clase social puede seguir significando un recurso identitario fundamental para algunas personas, entiendo que resulta productivo poner en suspenso el supuesto que dictamina un des-dibujamiento correlativo entre estructura productiva y proceso de trabajo, por un lado, y las identidades de clase, por otro.
En tercer lugar, pienso que la adscripción a la tesis del “fin de la cultura del trabajo” (como derivación de tesis más amplias sobre el fin de las clases o el fin del trabajo tal y como lo conocemos) descansa en una indistinción conceptual que, a los fines de mi investigación, debo aclarar. Aun cuando el diagnóstico acerca del estallido de las identidades laborales a partir de la década de 1990 en Argentina pueda ser aceptable, la cultura del trabajo en esta investigación refiere a un orden diferente de hechos (o al menos, a un orden conceptual distinto en la producción de datos). Recupero, para esto, la distinción de Grimson entre la categoría de cultura, reservada para hablar de prácticas, creencias y significados sedimentados, y la noción de identidad, como conjunto de sentimientos y categorías de pertenencia (Grimson, 2011: 138-139)[15]. Por ello, la cultura como disposición relacional y articulada de las heterogeneidades, las desigualdades y las clasificaciones, habilita determinadas dinámicas hegemónicas y, por lo tanto, determinados campos de posibilidades para las identificaciones. En este sentido, considero que es fundamental poner en cuestión la afirmación que deduce, de la pérdida de centralidad del mundo del trabajo para los anclajes identitarios en las últimas décadas[16], la corrosión equivalente de centralidad del trabajo en el sedimento de prácticas y simbolismos compartidos por las clases populares. En otras palabras, y como trataré de demostrar a lo largo de este libro, entiendo que del diagnóstico de la fragmentación de identidades laborales no puede deducirse el llamado “fin de la cultura del trabajo” (Míguez y Semán, 2006).
Universos morales autónomos: la perspectiva subcultural
Como se pudo observar hasta aquí, un conjunto de conceptualizaciones se ha construido en torno a la relación entre trabajo y cultura y, de manera más amplia, entre posiciones de clase y formaciones culturales. Antes que detenerme en el desarrollo de cada una de estas formulaciones, me dedico aquí a mostrar cierta lógica conceptual común subyacente que permite discutir las limitaciones de los modelos de explicación cultural para dar cuenta de la dinámica propia del problema de esta investigación y mi trabajo de campo.
La cultura de la pobreza y sus críticas
En su investigación sobre familias pobres mexicanas, Oscar Lewis (1967) acuñó la noción de cultura de la pobreza para dar cuenta de un conjunto de prácticas –fundamentalmente económicas– de los sectores populares en el mundo del “subdesarrollo”. El autor describe la cultura de la pobreza como un “modo de vida que se transmite y hereda”, de generación en generación, con “estructuras y razones propias”, es decir, bajo la configuración de una “subcultura”, “con sus propias modalidades y consecuencias distintivas psicológicas” (Lewis, 1961). Lewis sostiene que estos contenidos simbólicos se generan en condiciones de precariedad, desempleo, bajos ingresos y en un contexto de desorganización colectiva y valores dominantes voluntaristas.
Por otra parte, la cultura de la pobreza implica cierta positividad en la medida en que “ofrece una serie de recompensas sin las cuales difícilmente los pobres podrían sobrevivir. La cultura de la pobreza es tanto una adaptación cuanto una reacción frente a su posición marginal en una sociedad capitalista, estratificada en clases y con alto nivel de individuación” (Gutiérrez, 2005: 30).
La caracterización de Lewis de la cultura de la pobreza a partir del impulsivismo, el presentismo y el fatalismo (Hoggart mismo asignaba algunos de estos rasgos a la cultura obrera, aunque con un tono reivindicativo) le valió al autor un conjunto de críticas por su análisis (Gutiérrez, 2005: 31)[17]. En primer lugar, la sanción de un ciclo autoperpetuante de comportamiento y actitudes disfuncionales en las familias pobres parecía responsabilizar a los agentes por su propia situación de subalternidad; un movimiento teórico que termina por adscribir a la lógica voluntarista de la ética protestante del trabajo (Bourgois, 2010). La manera en la que Lewis incorporaba las condiciones estructurales en su esquema teórico hacía de estas un simple contexto, como “caldo de cultivo” para la formación de una “cultura de la pobreza”, y no como fuerza estructurante e interviniente (metodológicamente articulada) en los procesos sociales.
En segundo lugar, la caracterización de contenidos de esta cultura pecaba de “miserabilismo” y “dominomorfismo” (Grignon y Passeron, 1991). Adoptando las categorías teóricas legítimas construidas para la producción de datos sobre la cultura de las clases dominantes, Lewis encuentra en la observación de las clases populares “subdesarrolladas” sólo carencias, faltas, capacidades truncas o niveles bajos.
Sin embargo, tal como sostiene Bourgois (2001), la influencia política de Lewis generó toda una agenda de investigación que se dedicó a discutir las prácticas “autodestructivas” de las familias pobres en distintos registros etnográficos, antes que a discutir las consecuencias teóricas de este enfoque. Dejando de lado –sólo por el momento– los problemas asociados a su voluntarismo teórico, resalto el gesto conceptual de reconstruir un universo moral (de valores disfuncionales, en este caso) que corresponde culturalmente (transmisión intergeneracional) a un sector social particular (los pobres), asignándole a esta producción simbólica una dinámica reproductivista relativamente separada, autónoma e independiente (Gutiérrez, 2005) de las transformaciones estructurales y otorgándole fuerte determinación sobre sus prácticas económicas. Sin las consecuencias políticas nefastas que se le adjudican a Lewis, buena parte de las investigaciones subculturales presentan estos mismos gestos conceptuales subyacentes.
Transgresión, innovación y estilo: las subculturas juveniles
La noción de subcultura fue también utilizada en el ámbito de la sociología norteamericana de la década de 1950 y 1960 en el marco de los estudios sobre delincuencia juvenil. La clásica investigación de Albert Cohen (1955) discute con la teoría de la desviación mertoniana, poniendo en evidencia que la subcultura delincuente juvenil no funcionaba pura y exclusivamente como un contexto de “innovación”, sino que se definía como un marco de referencia moral alternativo que constituía actos de manera no-utilitarista, como “valores en sí mismos”, habilitando formas singulares de hedonismo y de búsqueda de reconocimiento social (Cohen, 1955: 28-30).
En este planteo, la subcultura delictiva no aparece ya como un déficit-moral, sino como la creación de un marco de valores alternativo (Young et al, 2008) que vuelve “aceptables” acciones reprimidas en otros contextos de referencia. Muchas de estas investigaciones recuperan el estudio pionero de William Foot Whyte (1971 [1943]), Sociedades de la esquina, para discutir la sanción de desorganización y pluralismo moral que pesaba sobre las prácticas no-convencionales de algunos grupos de jóvenes. El estudio de Foot Whyte describe la estructura de la pandilla como un sistema de obligaciones recíprocas y favores mutuos, que lejos de estar “desorganizada” presentaba una baja flexibilidad individual, una fuerte jerarquía de relaciones personales basadas en lazos de reconocimiento intracomunitario, lealtad y una centralidad de la figura del líder. Antes que carecer de estructura, la pandilla “desanclaba de la estructura social general” a sus miembros. Estos nuevos marcos habrían surgido de principios de asociación diferencial o autoselección, es decir, a partir de espacios de sociabilidad juvenil relativamente autónoma (Kessler, 2004; Feixa, 2008). Afín a este razonamiento, la tesis de la asociación diferencial aparece como un antecedente también fundamental para estas investigaciones (Sutherland, 1988 [1956]).
Aun ante la ausencia de vocaciones de oposición política manifiesta, estas subculturas emergían en contextos de precaria integración a la cultura hegemónica –incluso cuando algunos de sus valores fuesen recuperados, resignificados y “dados vuelta” por el filtro del “estilo” (Feixa, 2008)–, caracterizándose fundamentalmente por la transgresión de la moralidad hegemónica (Míguez, 2008).
En la década de 1970, un conjunto de autores, muchos de ellos aglutinados en el Centro de Estudios sobre Cultura Contemporánea de Birmingham (CCCS), bajo la dirección de Stuart Hall y Tony Jefferson, reelaboran la noción de subcultura, reinsertándola en un marco teórico gramsciano[18].
A partir de una reintroducción de la producción simbólica subcultural en marcos de conflictos y disputas generacionales (Corrigan, 2010) y de clases sociales (Hall et al., 1978; Cozzi, 2013), las subculturas juveniles se definen en esta corriente como soluciones simbólicas o mágicas (Hebdige, 2004 [1979]) a las contradicciones estructurales, es decir, a conflictos tanto respecto de la cultura dominante como de la cultura parental puritana (Clarke et al., 2010: 104-105; Cohen, 2002; Feixa, 2008: 92-94; Míguez, 2008). Las subculturas juveniles se comprenden como búsquedas en torno a la recuperación de una cohesión social añorada (Clarke et al., 2010) –la perdida “comunidad de clase obrera” (Hebdige, 2004: 104)– y a la dotación de sentido de la propia marginalidad (Machado Pais, 2003).
De esta forma, los estudios sobre subculturas juveniles de la década de 1970 –con miradas ya no restringidas a las prácticas delictivas, sino también habiendo incorporado los estudios sobre producciones simbólicas expresivas en términos de “estilo”, como manifestaciones “en los signos” de las resistencias al orden social establecido (Hebdige, 2004: 33)– abordaban formas de vivir, negociar o resistir la experiencia misma de la subordinación (Chaves, 2010; Clarke, 2010), entendiendo este conjunto de relaciones de lucha como expresión del carácter siempre activo de las estructuras de clase (Clarke et al., 2010)[19].
Las culturas populares como universos morales autónomos
La etnografía de Philippe Bourgois (2010) sobre el mundo de la economía informal y la venta de crack en Harlem resulta un antecedente central para mi estudio, tanto por la complejidad con que aborda las configuraciones alternativas de lo laboral y lo moral (la “búsqueda de respeto”) como por los distintos movimientos teóricos que le requiere tal análisis.
Si bien su investigación no realiza un desarrollo detenido en base a la noción de subcultura, la construcción de su problema parte de una serie de críticas a la noción de cultura de la pobreza de Lewis (algunas de las cuales, expuse en párrafos anteriores). En su investigación, Bourgois describe y analiza las condiciones de vida de un grupo de nuyorikans cuyas trayectorias oscilan entre un mercado laboral precario y una economía informal delictiva, en un contexto de crisis del pleno empleo y desgranamiento de la promesa del trabajo industrial y el ascenso social.
Esto ha producido lo que yo llamo la “cultura callejera de la inner city”: una red compleja y conflictiva de creencias, símbolos, formas de interacción, valores e ideologías que ha ido tomando forma como una respuesta a la exclusión de la sociedad convencional. La cultura de la calle erige un foro alternativo donde la dignidad personal puede manifestarse de manera autónoma […] Esta cultura callejera de resistencia no es un universo consciente o coherente de oposición política. Por el contrario, es un conjunto espontáneo de prácticas rebeldes que se ha forjado paulatinamente como un modo, un estilo, de oposición (Bourgois, 2010: 38).
La propuesta metodológica de este autor refleja un esfuerzo por dar cuenta del vínculo entre acciones individuales y restricciones estructurales. En un contexto de violencia cotidiana y corrosión de los lazos y las estructuras de contención de las instituciones sociales del Estado, el estudio de Bourgois intenta reconocer el margen de agencia de los “peones” de las fuerzas estructurales, dando entidad así a una lectura de sus contradicciones constitutivas, que articula la mirada sobre la resistencia de la cultura callejera, con la atención sobre su ímpetu violento y destructivo (Bourgois, 2010: 47).
Recuperando esta perspectiva conceptual, un conjunto de investigaciones antropológicas en Argentina construyó la hipótesis del “fin de la cultura del trabajo” –en cierta afinidad con las investigaciones sobre identidades laborales que reseñé anteriormente–. En la introducción a un libro dedicado al estudio de distintas manifestaciones de la cultura de las clases populares en la Argentina contemporánea, Míguez y Semán sostienen que existe –luego de la década de 1990– un agotamiento de la matriz popular estructurada en torno a la “cultura del trabajo” (Míguez y Semán, 2006: 31). Esta dinámica habría impuesto nuevos contenidos históricos para el simbolismo de las clases populares, en un contexto signado por el post-trabajo: el cortoplacismo, la fuerza, la jerarquía y la dependencia como lógicas y valores estructurantes de esta matriz.
No resulta anecdótico que el trabajo de campo de buena parte de estas investigaciones se haya realizado en espacios particularmente caracterizados por fenómenos de transgresión[20]. En el caso de Míguez (2008), su investigación sobre jóvenes en conflicto con la ley penal reconstruye la manera en la que la transgresión normativa se torna una pauta identificatoria en este contexto (el de la subcultura del delito juvenil). La lógica subcultural transforma en recurso un acervo disponible entre personas en posiciones marginales, para resolver sus problemas cotidianos, tanto a nivel material como simbólico (Míguez, 2008: 239). Así, la fuerza física (como devenir de la significación histórica del valor del esfuerzo) se vuelve un capital en el marco de este mentado agotamiento de la pauta identitaria popular de la “cultura del trabajo” (Míguez y Semán, 2006)[21].
Entiendo que la injerencia explícita o implícita de esta perspectiva teórica orientó la mirada de las investigaciones hacia los fenómenos más disruptivos, alternativos y, por momentos, violentos, exotizables y alterizables del mundo popular. Esto es particularmente relevante para los estudios sobre jóvenes: creo que las innovaciones e importantes aportes de las investigaciones informadas por la perspectiva subcultural les prestaron mucho menos atención a las fracciones de las clases populares que, aun siendo clasificadas como transgresoras o desviadas por las clases dominantes (la sanción de aquello que “les falta”, como la cultura del trabajo), no llegan necesariamente a constituir “universos” morales alternativos y autónomos.
Es posible que, a partir de estos horizontes conceptuales, haya quedado cierta vacancia y se hayan producido relativamente pocos datos sobre la vida y los sentidos de aquellos jóvenes de clases populares definidos como “pringaos” (Willis, 1988), pasivos (Ortner, 2016), conformistas o adaptados, en el contexto de las posiciones subordinadas de la estructura social[22].
Cultura del trabajo: universo moral común y homologías estructurales
He llegado a caracterizar algunos de los antecedentes fundamentales en la vinculación conceptual entre clase, trabajo y cultura. Pude también mostrar su operatividad para la investigación y las implicancias técnicas de este tipo de elecciones y usos teóricos. En el marco de la construcción de mi problema de investigación, existen dos supuestos básicos de las conceptualizaciones subculturales que resultan problemáticos[23]. La revisión intenta hacer consciente aquellos objetos, aristas y problemas que estas teorías resaltaron y también aquellos otros que ocultaron. A partir de esta explicitación, construiré las herramientas teóricas para las operaciones analíticas propias de esta investigación.
En primera instancia, es necesario poner en tensión el supuesto de la formación de universos morales y culturales autónomos. Con matices y heterogeneidades que intenté marcar, los esquemas subculturales (de la pobreza, de clase, juveniles, etc.) implican perspectivas que tienden a realzar la autonomía simbólica y la discontinuidad moral. Sin embargo, en el análisis global de mi material de campo, encontré que, lejos de sistemas de moralidad grupales o locales, la cultura del trabajo se manifestaba como un diagnóstico (lo que los agentes estatales sancionaban como carencia en las trayectorias familiares de las clases populares), como un acervo disponible en la frontera entre grupos y posiciones, tanto para los jóvenes beneficiarios del programa de empleo, como para los agentes estatales de esta política, para los docentes de la escuela del barrio y para muchos de los padres y vecinos adultos que entrevisté. Antes que valores alternativos o de resistencia, las referencias a la cultura del trabajo que las personas motorizaban en el campo hacían mención a un universo moral relativamente común[24] (no bajo la figura de comunidad, sino bajo una regulación hegemónica de sus contenidos), del cual se apropiaban[25] y reproducían de manera diferencial.
A medida que el trabajo de campo fue derivando en distintos espacios institucionales e informales del barrio –un circuito por el cual muchos de los jóvenes de esta investigación circulaban–, la noción de cultura del trabajo me resultó mejor descripta como un sistema de clasificaciones morales, a la vez, conflictiva y colaborativamente co-producido por familias de clases populares (jóvenes y adultos, con sus respectivas disputas hacia el interior de dichas unidades domésticas) y agentes de diversas fracciones y posiciones de clase media.
Siguiendo a Ortner (2016), considero que es necesario salir de conceptualizaciones que reproducen cierto esencialismo cultural, es decir, de los conceptos que suponen a un grupo, en posesión de una cultura, con acciones profundamente orientadas por ella. La omnipresencia del recurso simbólico de la cultura del trabajo, entonces, no es observado como “lo propio” de las actitudes y saberes de “una clase”, en el sentido de Hoggart (2013), sino más bien como una manera de tramitar y experimentar la relación entre agentes de posiciones distintas (y desiguales) del espacio social, particularmente disponible para los jóvenes de clases populares (y para los productores de su condición juvenil).
Por otra parte, recorrer distintas escenas sociales me llevó a reparar en la importancia de esta heterogeneidad. La omnipresencia del sistema clasificatorio parecía requerir una continuidad analítica de los esquemas categoriales de distinción que se ponían en juego en cada uno de estos espacios, una homología basada en las oposiciones y las significaciones que entiendo bajo la noción de cultura del trabajo: sólo de esta manera podría comprender los nexos entre las clasificaciones y valorizaciones operadas sobre beneficiarios de programas, estudiantes y trabajadores, en base a categorías equivalentes.
El recorrido por este circuito me llevó además a visibilizar y comprender el esfuerzo puesto por muchos de estos agentes para distinguir y construir fronteras entre ámbitos de validez diferencial para la aplicación de recursos y criterios de legitimidad singulares: justificaciones y autoridades que aparecían como válidas sólo en el “hogar” o la “familia”, actitudes aceptables sólo en el espacio de la “pura economía”, valores que no debían escenificarse nunca en el ámbito “estatal” o público, etc. Los recursos, esquemas de percepción y valoración puestos en juego para producir estos límites entre ámbitos de moralidad (que a la vez eran sitios o locaciones de mi trabajo de campo) son leídos aquí como parte de la configuración de la cultura del trabajo.
El segundo supuesto que pretendo tensionar es el de la búsqueda [obligatoria] de procesos de lucha subyacentes en las manifestaciones subculturales. La lógica de análisis centrada en el binomio resistencia / adaptación (por cierto, coherente con el modelo de universos morales autónomos) genera rigideces conceptuales que ya fueron señaladas en la etnografía de Bourgois en su lectura de la cultura de la calle en clave contradictoria[26] (Bourgois, 2010): la resistencia cultural y los impulsos autodestructivos se articulan profundamente en su escritura sobre la vida de los vendedores de crack de Harlem, en su análisis sobre la resistencia a los parámetros morales dominantes de la sociedad neoyorkina y los consiguientes obstáculos que esto les plantea para insertarse en contextos institucionales o laborales con códigos interaccionales diferentes. En línea con este planteo, Cohen señala también que la noción de “solución simbólica” de los problemas estructurales en términos subculturales puede constituir “problemas nuevos”, en la medida en que el simbolismo subcultural refuerce la subalternidad de sus protagonistas (Cohen, 2002). Tal como sostiene Bourdieu, “La resistencia puede ser alienante y la sumisión puede ser liberadora. Tal es la paradoja de los dominados, y no se sale de ella” (Bourdieu, 1988: 157). Martín Criado (1998) también vuelve sobre este punto, indicando que medir las prácticas [clasificadas como] disruptivas de determinados grupos de jóvenes en términos de su “eficacia” para la “resistencia” al orden social dominante implica la imposición del interés y la lógica “teórica” del investigador sobre la lógica “práctica” de los nativos.
De esta manera, pretendo reinscribir el análisis sobre la cultura del trabajo en el marco de una teoría de la práctica, habilitando comprensiones de las apropiaciones y usos diferenciales de este acervo simbólico como movilizaciones e inversiones de un recurso estratégico, relacionalmente articulado desde distintas posiciones de clase. Además, busco habilitar la construcción de un problema de investigación y una estrategia metodológica acorde a estas opciones conceptuales y epistemológicas, que articule explícitamente la reconstrucción de escenas sociales de interacción y procesos sociales estructurales relativos a la desigual distribución de los recursos de poder, con centro en la noción de homología de posición.
Cultura del trabajo como categoría analítica
En base a lo expuesto, debo resolver tres interrogantes complementarios en la construcción de la perspectiva teórica para esta investigación. El primero, ¿cómo analizar un conjunto de prácticas que, situadas en escenas distintas, presentan sistemas clasificatorios y disposiciones comunes? El segundo, ¿cómo contribuye la cultura del trabajo en el procesamiento y organización de las diferencias simbólicas en este sistema relacional?; o, en otras palabras, ¿cómo leer la cultura del trabajo en términos de prácticas sociales de clasificación y enclasamiento? Y el tercero, ¿cómo analizar un conjunto de procesos sociales insertos en un universo moral, a la vez, común a distintas posiciones y diferencialmente apropiado? Partiendo de este conjunto de preguntas defino las herramientas conceptuales que sostienen el análisis de este libro. Este desarrollo teórico se estructura en torno a las nociones de habitus de clase, diferenciación simbólica y capital simbólico.
La noción de cultura en el marco de la teoría de la práctica
La senda conceptual a partir de la cual religo las distintas dimensiones de la “cultura del trabajo” se ubica en el contexto de la teoría de la práctica (Sewell, 2005; Ortner, 2016)[27]. Si bien las discusiones conceptuales sobre la noción de cultura en antropología tienen una diversidad de versiones y caminos (Kuper, 2001), la teoría de la práctica propone una manera específica de explorar las líneas de correspondencia entre las divisiones “objetivas” del mundo social y sus principios de visión y división, o bien, lo que sería lo mismo, la correspondencia entre las estructuras sociales y las estructuras mentales (Wacquant, 2005 [1992]: 37-39; Ortner, 2016: 3). Esto implica construir indagaciones sobre la cultura no tanto como una “especie” particular de práctica (como esfera del mundo), ni como sistema de símbolos públicamente disponibles y ritualizados (Geertz, 2003 [1973]: Kuper, 2001), sino como dimensión simbólica de toda práctica social (Wacquant, 2005)[28].
Este particular abordaje orienta los interrogantes acerca de “lo cultural” en torno a la manera en la que las personas traducen significativamente sus desigualdades materiales (Sewell, 2005: 164), es decir, a la forma en que tramitan su posición social –en el caso de esta investigación, fundamentalmente sus posiciones de clase social y clase de edad[29] (Chaves, 2010)– en el marco de la lógica de clasificación y ordenamiento del capitalismo contemporáneo (Ortner, 2016). En otras palabras, asumir esta perspectiva implica estudiar la manera en que las interpretaciones nativas del mundo social producen sentido, proponen relatos, explicaciones y soluciones para su propia desigualdad (Harris, 2006).
Al vivenciar el conjunto de sus relaciones sociales (interaccionales y estructurales), los agentes producen tipificaciones, modos de percepción, significación y acción sedimentados, que poseen un estatuto epistemológicamente objetivo y ontológicamente (inter)subjetivo (Grimson, 2011: 159). Estas tipificaciones constituyen el sustrato de lo que llamo cultura y, más específicamente, de lo que denomino “cultura del trabajo”, abriendo una serie de interrogantes acerca de su formación, negociación y uso[30].
Del trabajo de campo y la unidad de la práctica
Como describí anteriormente, las conceptualizaciones y modelos analíticos acerca de la cultura laboral resultaban problemáticos por su concentración en el proceso de trabajo y en el espacio laboral. Mientras tanto, las trayectorias y la vida cotidiana de los jóvenes con los que me encontré en el programa de empleo requerían otro tipo de aproximaciones.
Durante mi trabajo de campo en el PJMYMT escuchaba recurrentemente hacer referencia al “desempleo” como un “flagelo” que había castigado a los jóvenes beneficiarios, a sus padres y a sus abuelos: “Tercer generación de desempleados, por eso no tienen cultura del trabajo”. La afirmación se repetía en charlas con funcionarios, en sus intentos por explicar la razón de ser de esta política pública: familias problemáticas, temprano abandono de la escuela, falta de valores positivos en su ambiente. Sin embargo, las vidas laborales de estos jóvenes se caracterizaban menos por un desempleo de largo plazo que por una recurrente inestabilidad laboral (Kessler, 2004).
Las nociones de culturas laborales enfocadas en el proceso de trabajo suponían la formación de lógicas y códigos específicos, a partir de la permanencia prolongada en determinados ámbitos y espacios laborales y en el marco de configuraciones relacionales estables. Si bien algunas de las experiencias de estos jóvenes (fundamentalmente las primeras, en la construcción y el empleo doméstico) ejercían una suerte de socialización laboral de carácter duradero[31], la participación intensiva y permanente en determinadas actividades ocupacionales no funcionaba de manera tal que permitiese suponer la conformación de “culturas laborales” como las que describían los estudios pioneros de la antropología latinoamericana (Novelo et al., 1986; Reygadas, 1998). El proceso de trabajo no era la “constante” sobre la cual indagar para analizar el mundo simbólico que intentaba reconstruir en mi estudio. Antes bien, la investigación requería encontrar los dispositivos teórico-metodológicos acordes para desentrañar dinámicas sociales de inestabilidad en sus inserciones laborales y en su vida en general.
El sistema de categorías que comenzaba a observar no se asentaba tanto en saberes y conocimientos técnicos específicos de oficios y actividades en su materialidad misma, sino más bien en nociones mucho más amplias, difusas y ambiguas sobre las “actitudes” en el mundo del trabajo. Estas nociones se extrapolaban a la totalidad de la vida política y social de los jóvenes. Más que con una dispersión categorial que redefiniera situacionalmente (por ocupación o ámbito laboral) la validez singular de las clasificaciones sociales disponibles, lo que observé fue una cierta recurrencia en los esquemas clasificatorios y en los patrones de valorización de las personas, las actitudes y las competencias, formal y moralmente vinculadas al mundo del trabajo.
Las diversas observaciones en mi trabajo de campo (detalladas en la introducción y el capítulo metodológico) ponían progresivamente en evidencia la necesidad de contar con herramientas conceptuales que habilitaran el análisis de un acervo moral común, relacional, surgido en la frontera estructural e interaccional entre posiciones sociales desiguales.
A su vez, se hacía necesario contar con conceptos que permitieran el análisis de las posibilidades diversas de usos y apropiaciones de este acervo común. Tal como sostiene Grimson (2011), las clasificaciones son más compartidas que los sentidos sobre las mismas. Aun cuando la cultura del trabajo aparecía como una configuración a la que remitían, práctica y discursivamente, jóvenes beneficiarios, técnicos estatales, docentes, familiares, vecinos, etc., cada uno de ellos lo hacía con posibilidades de significación, uso, articulación y efectos totalmente distintos. Es, entonces, a partir de la noción de habitus, que daré cuenta de los diferentes esquemas de percepción y disposición a la práctica que habilitan apropiaciones diferenciales de este universo moral.
Esquemas y disposiciones para el uso y la apropiación de la cultura del trabajo
La categoría de habitus constituye un punto de apoyo que permite re-articular analíticamente los principios generadores de la práctica (Wacquant, 2005; Gutiérrez, 2012) y los cursos de acción socialmente disponibles para un conjunto de agentes (Swidler, 1986). Resultado de la incorporación de las estructuras objetivas a partir de la experiencia de la posición social ocupada (Wacquant, 2012 [2001]), este principio generador de estrategias (Gutiérrez, 2012), históricamente constituido en forma de disposiciones duraderas y trasladables (Bourdieu, 2010c [1980]), permite abordar líneas de continuidad y recurrencia en situaciones cambiantes.
Esta noción resulta útil para volver inteligible la relación entre las prácticas y las situaciones en las que éstas toman lugar. El habitus funciona como una categoría conectiva y relacional en dos sentidos. Por un lado, explicita la articulación analítica entre la posición (de clase, edad, sexo, etc.) ocupada en la estructura de relaciones y el sistema de disposiciones para las prácticas, percepciones y valoraciones (Gutiérrez, 2012). En segundo lugar, esta noción relacional permite dar cuenta del vínculo entre la dimensión de las estructuras y la recurrencia en una serie de prácticas y sentidos observados en el trabajo de campo: el habitus explicita la conexión construida entre posición y práctica social de una manera que muchas otras teorías de la acción se limitan exclusivamente a insinuar.
Este concepto no viene a reemplazar la noción de cultura de la antropología geertziana, pensada como sistemas simbólicos públicamente disponibles (Geertz, 2003; Kuper, 2001). Más precisamente, el habitus re-articula la categoría de cultura en un marco general de la teoría de la práctica. El habitus no está constituido como una forma de “subjetividad” o “conjunto de representaciones”, sino más precisamente como estructura[32], sistema de disposiciones para la producción de prácticas y representaciones (Bourdieu, 2010c). Esta estructura funciona, entonces, como posibilidad objetiva (incorporada) de la práctica, e instrumento de apropiación de aquellos contenidos disponibles en determinado acervo cultural. La cultura del trabajo se configura, así, como un campo de referencia relativamente común (Grimson, 2011), aunque los agentes de distintas posiciones se apropien de sus elementos de manera diferencial, a partir de necesidades distintas y con resultados u efectos desiguales[33].
La etnografía de Paul Willis (1988) resulta valiosa justamente por este tipo de operaciones teórico-metodológicas. Antes que reconstruir la contra-cultura escolar de los jóvenes de clase obrera como una subcultura fundamentalmente localizada –en el sentido que defiende Abu-Lughod (2005 [1997]; 2012 [1991])[34]–, su estudio aparece como una exploración de la formación de disposiciones subjetivas para el trabajo (disposiciones sobre las relaciones con la autoridad, sobre el uso de la fuerza física, sobre los valores relativos a los saberes teóricos y prácticos, etc.), a partir de un ir y venir argumentativo y analítico entre distintas escenas de la vida de estos jóvenes: la escuela, la fábrica, la familia. Su relevancia estriba menos en la identificación de pautas de interacción propias de una localidad etnográfica, que en la reconstrucción de estructuras de valor y valorización en la relación entre espacios diferenciales: la escuela y el trabajo.
Entiendo que el sistema de disposiciones (habitus de clase) que orienta las prácticas de los jóvenes de clases populares de esta investigación debe ser genéticamente reconstruido en torno a la multiplicidad de esferas que constituyen la configuración de la cultura del trabajo (Bourdieu, 2010c: 132). Esto implica pensar la unidad de la práctica, hacia afuera y hacia adentro de los ámbitos propiamente laborales. Conlleva, además, restituir sistemas categoriales centrados en el trabajo, en su puesta en juego en escenas sociales diversas, desde la laboral, hasta la estatal, la escolar o la familiar.
La categoría de habitus de clase resulta vital para un distanciamiento crítico de los análisis basados en el supuesto de heterogeneización, multiplicidad y fragmentación, cuyo origen ha sido fundamentado en las transformaciones de los procesos productivos. En algunos pasajes de su obra, Bernard Lahire desarrolla una crítica al carácter unitario y sistemático de la noción de habitus que tiende a basarse en la perspectiva de la fragmentación. El autor sostiene que esta categoría tiende a restituir, mediante el estudio de una situación, la totalidad de un “estilo de vida”, muchas veces sin evidencia empírica de tal homogeneidad[35] (Lahire, 2004 [1998]: 30-31; Corcuff, 2014). Lahire desarrolla la noción de actor plural, producto de contextos de socialización múltiples y heterogéneos, de la participación en universos sociales variados en diferentes posiciones en la estructura de cada uno de ellos. De esta manera, y por extensión, criticando la categoría misma de campo, Lahire (2004) entiende que la supuesta correspondencia posición/disposición no es observable empíricamente, menos aún en sociedades diferenciadas y profundamente heterogéneas.
Si el carácter transferible de las disposiciones es siempre potencial, sería necesario “seguir” a un mismo actor en una pluralidad de “esferas de actividad” (Lahire, 2004: 118) para captar así la manera en la que las personas distinguen qué esquemas son pertinentes en cada contexto social (micro-situación, configuración, universo social, etc.). La posibilidad de distinción (de contextos) se comprende como una competencia resultado del aprendizaje[36] a partir de la utilización de esquemas sociales diferentes para contextos distintos de acción. La transferencia analógica[37] de saberes y esquemas se daría, así, únicamente entre situaciones semejantes.
El planteo de Lahire se asienta en el plano teórico-metodológico, dejando de lado núcleos epistemológicos centrales de la teoría de la práctica, vitales para una comprensión global de su propuesta. La crítica basada en la imposibilidad de observar la homología entre situaciones responde a un olvido significativo: la homología estructural funciona como una postulación analítica, que sólo es válida en base al conocimiento de distintas situaciones interaccionales –tal como se puede observar en las etnografías de Weber (2008) o Willis (1988)–, lo cual permite ordenar las recurrencias registradas en distintas escenas, poniéndolas en relación con datos significativos, aunque no construidos exclusivamente en base a la observación directa.
Así, la noción de homología implica, metodológicamente, la relevancia de un conjunto de relaciones sociales, de existencia estructural, que no necesariamente se manifiestan en interacciones co-presenciales entre agentes individuales. El desarrollo de Lahire tiende a asociar los datos “empíricos” con aquellos datos surgidos de la observación y el registro “directo”, mientras que la teoría de la práctica permite concebir a la realidad como un conjunto de relaciones, tanto estructurales como interaccionales.
Mi trabajo de campo fue asentándose en distintos espacios institucionales e informales correspondientes a la vida cotidiana de un conjunto de jóvenes, descentrándose, en su búsqueda, del espacio propiamente laboral y del proceso de trabajo. Observé disposiciones y sistemas de clasificación con cierta semblanza de familia entre escenas de la política pública, de la escuela, del barrio y del espacio propiamente laboral, que producían fronteras y patrones para distinguir, juzgar y valorar con categorías homólogas a jóvenes y no-jóvenes, estudiantes, trabajadores y beneficiarios de un programa de empleo.
En este último sentido, entiendo al habitus de clase como esquema de percepción y acción que organiza las apropiaciones diferenciales del acervo común de la cultura del trabajo y por ello funciona como principio unificador del conjunto de experiencias y significaciones de la desigualdad social que estos agentes desarrollan en su vida cotidiana. Así, aparece como la unidad práctica de un conjunto de estrategias de clasificación y enclasamiento, que resultan de la re-traducción simbólica de la estructura de posiciones o, lo que es lo mismo, de la producción de sentidos vividos sobre las desigualdades materiales.
Por otra parte, la representación que los agentes se hacen de su propia posición y de la posición de los otros en el espacio social (así como por lo demás la representación que dan de ella, consciente o inconscientemente, por sus prácticas o sus propiedades) es el producto de un sistema de esquemas de percepción y de apreciación que es él mismo el producto incorporado de una condición (es decir de una posición determinada en las distribuciones de las propiedades materiales y del capital simbólico) y que se apoya no sólo en los índices del juicio colectivo sino también en los indicadores objetivos de la posición realmente ocupada en las distribuciones que ese juicio colectivo toma en cuenta (Bourdieu, 2010c: 225).
Distinción y fronteras: una economía de los bienes simbólicos
El entendimiento de que las prácticas sociales se constituyen en el marco de espacios organizados en torno a una multiplicidad de recursos (Bourdieu y Wacquant, 2005 [1992), obliga a pensar las prácticas de distinción (Bourdieu, 2006) como vectores estratégicos con peso propio, es decir, articulados sistemáticamente en la puesta en juego de una variedad fenoménica de acciones muy distintas para producir y reproducir la posición social de los agentes y, en este mismo acto, la estructura social toda (Bourdieu, 2006; Gutiérrez, 2005; 2012).
En la medida en que tomé distancia de mi primer acercamiento a la cultura del trabajo en términos de universos morales autónomos y propios de dinámicas “subculturales”, comencé a vislumbrar el lugar que los valores asociados a esta configuración cultural (el esfuerzo, el sacrificio, la honestidad, el cuidado, etc.) ocupaban en la construcción de diferencias significativas sobre las relaciones de desigualdad, pero también en la legitimación de las posiciones sociales adquiridas, en la determinación del valor de las personas y en su inserción en el mercado laboral.
El habitus de clase de cada uno de los agentes del sistema relacional que investigo, en tanto esquema de precepción y apreciación, no sólo dispone a la producción de “sentidos sobre el propio lugar” y sobre el lugar de los demás en el espacio social, sino que inserta estos sentidos (en tanto “sentidos de clase”) en la inteligibilidad moral de la distribución de los recursos sociales: califica la manera en la que los beneficios se distribuyen diferencialmente entre las distintas posiciones sociales, como justa o in-justa. Las prácticas de distinción no sólo versan sobre los lugares y las distancias, sino que explican e interpretan las razones de las proximidades y los alejamientos, impugnan su justicia, la disputan, la negocian. Y para esto, echan mano a un repertorio cultural (Swidler, 1986) compuesto fundamentalmente por lo que Thompson denominó “nociones legitimadoras” (Thompson, 1993; Manzano, 2007), acerca del merecimiento de los recursos poseídos, del valor de estos recursos y de la dignidad e in-dignidad de semejantes y ajenos.
En este sentido, Bourdieu sostiene[38] que las oposiciones simbólicas (al estilo de lo “alto” y lo “bajo”, lo “moral” y lo “inmoral”, la “dignidad” y el “dis-valor”) remiten a oposiciones homólogas del orden social, a razón de la misma relación que vincula las estructuras cognitivas con las estructuras sociales o, lo que es lo mismo, los principios de división con las divisiones sociales (Bourdieu, 2006: 479). Así, el conocimiento del mundo social –como conocimiento socialmente construido del mundo– forma parte del objeto de investigación que construyo y abordo, en conexión con la categoría de habitus: la percepción de los lugares y las distancias sociales, en tanto actividades estructurantes que funcionan en la práctica y para la práctica, son a la vez actos enclasables (insertos en un sistema relacional) y actos de enclasamiento (de agencias de clasificación, valoración y valorización).
De esto se sigue que “Una clase se define por su ser percibido tanto como por su ser” (Bourdieu, 2006: 494). Las prácticas de distinción a partir de las cuales las dignidades, merecimientos y el valor social son negociados entre los agentes del sistema relacional en torno a la formación de la cultura del trabajo para jóvenes de clases populares, ponen de manifiesto la manera en la que la lucha por las distribuciones es inseparable de la lucha por las clasificaciones (Bourdieu, 2010c: 227)[39].
En este sentido, las indagaciones sobre las disputas por el valor simbólico de las personas en torno al trabajo como estructura y valor transferible a múltiples escenas sociales, va paralela a la pregunta por la re-articulación estratégica de estas disputas: la configuración de la cultura del trabajo es, para esta investigación, resultado de la relación entre la distribución estructural y la clasificación simbólica en las trayectorias vitales de los jóvenes de clases populares, síntesis dialéctica de la producción material de sus recursos y posiciones y de la reproducción simbólica en la totalidad de su vida[40].
Tal como sostiene Michel Lamont (2000), la clase obrera organiza mapas mentales en torno a un conjunto de fronteras morales basadas en el valor positivo del trabajo. Éstas fronteras subvierten las relaciones de legitimidad oficiales en base a estándares morales compartidos con otras clases sociales. Las personas reconstruyen, así, el “orden (moral) del mundo”, a partir de un mapa estructurado en torno a la responsabilidad individual, la laboriosidad, la honestidad y el cuidado familiar, afirmando su propia dignidad personal y su valor social para compensar la carencia de otros recursos de poder (fundamentalmente, el económico). Si bien no comparto plenamente la idea de que estas nociones de dignidad funcionen como una especie de contra-ideología de la clase obrera que cuestiona la meritocracia y produce definiciones alternativas de valor (Lamont, 2000: 114-115), sí considero que el aporte de esta autora pone en el centro del análisis las maneras en las que las construcciones de fronteras [o diferencias] morales estructuran las disputas por la consecución de la dignidad personal, entre los jóvenes de clases populares, pero también entre ellos y los agentes estatales, docentes y adultos de su ámbito relacional[41].
La construcción de fronteras morales basadas en el acervo de la cultura del trabajo –como sostuve anteriormente– se inserta en el centro del conjunto de prácticas que los jóvenes de clases populares despliegan para proveerse de recursos económicos, para acceder a puestos de trabajo disponibles en el segmento más precario del mercado laboral, para acumular los recursos que circulan a través de la oficina de empleo, para viabilizar su promoción escolar y para resolver airosamente conflictos y acusaciones que pudiesen pesar sobre ellos en estas distintas escenas sociales.
Capital simbólico: interés y moral
La reinserción del conjunto de prácticas que analizo aquí bajo el lente de la cultura del trabajo habilitó una reconstrucción teórica de esta noción de manera crítica. Además, me permitió hacerlo atendiendo a los problemas conceptuales y metodológicos que fueron surgiendo ante las dinámicas particulares del sistema relacional que abordo en esta investigación.
Las fronteras morales y las prácticas de clasificación y enclasamiento que las producen se construyen, según lo que vengo exponiendo, en base a un conjunto de categorías de percepción y apropiación que ponen en valor lo que, bajo el esquema de la cultura del trabajo, aparece como obligatorio (trabajar, estudiar, ser responsables, esforzarse para conseguir los objetivos, etc.). “Hacer de la necesidad, virtud”, según la expresión que identifica el “interés de la moral” entre aquellos que, desprovistos de otros medios, sostienen sus pretensiones a partir de garantías simbólicas, en el cumplimiento de las obligaciones escenificadas como virtudes morales (Bourdieu, 2011d). Estos procesos toman lugar en determinados espacios (Bourdieu, 2011c [1976]: 69; Wilkis, 2014: 165) que producen interés en las obligaciones morales, o, lo que es lo mismo, que producen interés (social) en la encarnación del desinterés (materialista o economicista)[42].
La recuperación de la perspectiva maussiana (Mauss, 2009 [1924]) le permite a Bourdieu reconocer una multiplicidad de formas de interés[43] (distintos del “puramente material”), a la vez que mostrar la necesidad económica del tipo de acumulación propiamente simbólica, sostenida bajo la forma del “desinterés” y la “gratuidad” de las prácticas, sin por ello reactivar las presunciones intelectualistas y calculadoras que asignan, a todos los agentes en todos los ámbitos de la vida, una racionalidad marginalista-economicista para la acción. De esta manera, Bourdieu intenta dar cuenta de la energía y el trabajo invertido en la legitimación del capital económico (Godelier, 1998), proceso que se encuentra casi siempre como una alquimia social de denegación, desconocimiento, eufemización y transfiguración de relaciones de dominación en relaciones de dependencia personal (Bourdieu, 2011a [1978])
Bourdieu acuña la categoría de capital simbólico para abordar el problema de la legitimidad en la apropiación de recursos, es decir, como concepto que nomina la transfiguración de las relaciones de fuerza en relaciones de sentido (Bourdieu, 1999 [1977]). Las prácticas de distinción son aquellas que producen dicha re-traducción en contextos determinados. Esto permite, tal como sostiene Wilkis (2014), encarar un programa de investigación sobre los “valores y las virtudes” en el marco de la teoría de la práctica[44]. Además, habilita una mirada acerca de la moral que realza la importancia de las disputas simbólicas y de la capacidad de agencia, sin perder de vista la estructura de relaciones, ni la “obligatoriedad” característica de lo moral (Mauss, 2009).
En esta línea, Ariel Wilkis propone la noción de capital moral (Wilkis, 2014; 2010) para hablar de las garantías de valor acumuladas e incorporadas por los agentes como respaldo de sus pretensiones y posiciones, particularmente en situaciones de desposeimiento relativo de otro tipo de recursos (como es el caso de las clases populares). El autor precisa aún más la definición de Bourdieu, hablando de una transmutación de las relaciones de fuerza en relaciones de valor.
Por estas razones, la asunción de las disputas morales por el capital simbólico como perspectiva teórica implica un análisis acerca de las maneras en las que las personas son medidas (esto es, percibidas, clasificadas, valoradas y valorizadas) en función del cumplimiento de obligaciones morales y, por lo tanto, implica un abordaje de la forma en la que dichos valores y obligaciones se instituyen como vectores estratégicos. Reinsertando esta discusión en uno de los debates nodales de la teoría antropológica clásica, es necesario analizar la manera en la que dichos valores producen un interés en el desinterés, en encarnar el hecho moral incluso en un ámbito de acción socialmente producido como instrumental (como es la economía en general, y el mundo del trabajo en particular), para la legitimación del status social total de las personas (Mauss, 2009)
El valor de la fuerza de trabajo aparece como el producto de un trabajo social de valorización que compromete un conjunto de estrategias individuales y familiares, sostenidas y prolongadas por redes de alianzas de especificidad y geometría de las variables. […] Este trabajo de valorización supone desvíos. Comprender los fundamentos sociales del valor, lo que revelan y disimulan los títulos socialmente producidos al empleo, supone a la vez tomar distancias en relación al momento y lugar de la colocación (y especialmente no encerrarse ni en la esfera de la producción ni en el mercado de trabajo) y analizar en su especificidad las estrategias de hacer-valor y de acumulación de crédito de las clases y fracciones de clase (Combessie, 1989: 105)[45].
De esta manera, la categoría de capital reinserta el problema de la cultura del trabajo en el marco de la propuesta metodológica de articulación entre un sistema de relaciones y unas escenas interaccionales particulares. A raíz de esto, entiendo que las transformaciones estructurales generan las condiciones para reconvertir y transformar la estructuración del capital simbólico en determinadas posiciones del espacio social[46].
El programa de investigación en torno a la noción de capital simbólico orienta el análisis, según sostiene Wilkis (2014), hacia la reconstrucción de continuidades morales –como unidad de apreciaciones y evaluaciones– antes que a la identificación de discontinuidades valorativas –más afines a la perspectiva de figuraciones de establecidos y outsiders (Elias y Scotson, 2000 [1965]), al enfoque subcultural (Clarke et al., 2010) o a la lectura de la noción de economía moral en tanto campo de fuerzas (Thompson, 1993)–.
La dinámica que intento mostrar aquí no es la de reconversión de recursos a partir de su inserción en un nuevo universo moral autónomo (al estilo subcultural). En cambio, pretendo abordar una configuración en un momento histórico particular (la post-convertibilidad), que se define más por un sistema relacional (coincidente con el circuito de mi trabajo de campo) que por un grupo concebido de manera aislada.
La cultura del trabajo como configuración histórica de la economía de los bienes simbólicos
Por estas razones, entiendo a la cultura del trabajo como una configuración histórica particular de la economía de los bienes simbólicos. Comprenderla de esta manera presenta la ventaja de pensar las prácticas y el universo de clasificaciones morales en clave de continuidad –como un sistema de categorías que es más común que sus usos y apropiaciones identitarias particulares– (Grimson, 2011). Pero también, permite pensarla de manera relacional, lo que lleva a poner el foco de la mirada en las disputas, las negociaciones y los compromisos -entre personas de clases sociales, de edad y de sexo diferenciales- que la configuran.
Esta definición implica una regulación de los conflictos y de la acumulación de capital simbólico en la vida de estos jóvenes basada en elementos y valores asociados al mundo del trabajo (el esfuerzo, la dignidad, la planificación, la disciplina, etc.), pero puesta en juego y valorizada en la totalidad de la vida social. Esto se volvió aún más visible al de-centrar la atención del espacio laboral como ámbito exclusivo, para encontrarme con los jóvenes en un conjunto de escenas y ámbitos, institucionales e informales, en los que se desarrolla su vida.
Pensarla como economía (lógica, dinámica, sistema relacional) de los bienes simbólicos, despega a la cultura del trabajo de su anclaje en los lugares (socialmente producidos como) laborales, para considerarla un lente que habilita el análisis de la producción diversa y multi-situacional de un sistema de clasificación simbólica de las personas, de sus prácticas y sus recursos, cuya presencia homológica puede ser analíticamente reconstruida en y entre distintas escenas de la vida de los jóvenes de clases populares.
El doble carácter del capital simbólico –su incrustación en relaciones de dependencia personal y su legitimación de jerarquías sociales materialmente fundadas– permite articular las dimensiones estructural e interaccional del análisis de la vida laboral de estos jóvenes. Por un lado, la noción de capital implica siempre su inserción en un sistema relacional, en un proceso de acumulación, en prácticas de inversión y valorización. La cultura del trabajo aparece como un marco de regulación simbólica en el que se insertan sistemas de estrategias que proveen los recursos necesarios para la reproducción de la vida social, fundamentalmente entre jóvenes que por su posición estructural deben resolver la privación de otros tipos de recursos (los ingresos monetarios familiares, las titulaciones escolares, etc.). El capital simbólico que se produce y acumula, en el marco de la cultura del trabajo, legitima, reconvierte y pone en valor la estructura patrimonial del conjunto de agentes que participan de este complejo relacional (jóvenes y no-jóvenes) y, por lo tanto, es apropiado, invertido y viabilizado estratégicamente de manera diferencial.
De esta manera, la cultura del trabajo funciona también como una economía de la búsqueda laboral y como una economía de las políticas de selección de mano de obra. Y esto es así, en la medida en que el mercado de trabajo constituye, a la vez, un espacio en el que se desarrollan las estrategias materiales por el control de los recursos (tanto para aquellos propietarios de los medios de producción que demandan mano de obra, como para aquellos desprovistos de cualquier otro medio que no sea su propia fuerza de trabajo para reproducirse), y un espacio de las estrategias simbólicas por la producción del valor de los sujetos, los objetos y las personas. El mercado de trabajo es, desde esta perspectiva, el espacio en el que se fijan los criterios que distinguen entre las prácticas sociales legítimas y las ilegítimas.
En el mercado de trabajo y en las empresas se producen continuas negociaciones y luchas –a veces sordas, a veces estruendosas– en torno al valor de los sujetos y objetos: en tomo a las normas de reglamentación del mercado simbólico en el que todos recibirán su precio. Luchas simbólicas: pero también políticas y económicas, porque lo que está en juego es la relación de fuerzas entre los diversos grupos y sus derechos diferenciales de acceso a recursos materiales. Pero también luchas que implican una inversión emocional de los sujetos: porque lo que está en juego es su identidad (Martín Criado, 1998: 347)
Por otra parte, el capital simbólico como perspectiva analítica implica el abordaje de la escenificación situacional de las posiciones sociales de los agentes en momentos y escenas interaccionales particulares. Las posibilidades de inserción en un puesto, las de lograr estabilidad, las de ascender, las de ser tenidos en cuenta en las redes familiares y vecinales de acceso al trabajo, son dirimidas, en los segmentos más precarizados del mercado laboral, en gran medida por signos éticos y estéticos, actitudes y competencias “comunicativas”, por la encarnación de “hábitos” y “buenas costumbres”, por la construcción de obligaciones como virtudes en la propia presentación personal y en las trayectorias laborales de estos jóvenes. Esta misma escenificación se actualiza, con características homólogas, en las más diversas escenas de su vida cotidiana.
La economía de los bienes simbólicos como configuración común de un universo moral pone en relación un sistema de clasificaciones con un repertorio cultural de formas para disputar y regular la experiencia de las relaciones entre posiciones diferenciales, tanto hacia el interior del grupo de jóvenes de clases populares que estudio, como así también respecto del resto de personas que forman parte de este sistema relacional. Así, las prácticas de clasificación y enclasamiento que transmutan relaciones de fuerza en relaciones de sentido –que disputan y regulan la asignación diferencial de legitimidades, méritos y dignidades de personas, recursos y posiciones– en base a valores y prácticas del mundo del trabajo, son posibles en la medida en que se encuentran con individuos dispuestos a –con los esquemas de percepción y valoración necesarios para– reconocer tales prácticas, recursos y justificaciones como símbolos de distinción significativos.
La definición de la cultura del trabajo como economía de los bienes simbólicos, por esto, conmina a pensar su propia producción en tanto capital, es decir, a pensar el trabajo simbólico y moral como proceso de producción de los agentes, de sus esquemas de percepción (habitus) y de su arreglo objetivo a dichos sistemas de clasificaciones. En el caso de los jóvenes de clases populares, la importancia de la preocupación social por “formarlos”, “educarlos” e “inculcarles la cultura del trabajo”, por producir sensibilidades y disposición al reconocimiento de estos signos de distinción como significativos, se relaciona con la relevancia de producir sus disposiciones a captar las desigualdades como diferencias-con-sentido.
Finalmente, el trabajo simbólico de formación de repertorios de clasificaciones y categorías socialmente disponibles para evaluar y practicar, a través de la matriz del mundo laboral, distintos momentos y escenas de la vida social, implica un esfuerzo colectivo y prácticamente articulado de producción (de categorías, de agentes y de valor). Este esfuerzo sedimenta en un circuito, complejo de escenas sociales, por el que muchos de estos jóvenes transitan permanentemente, y que representa de manera bastante cabal la formación cultural de la que pretendo dar cuenta. La cultura del trabajo es mucho mejor descripta como un espacio de relaciones antes que como patrimonio moral de un grupo con dinámica de sociabilidad “autónoma” y “resistente” (tal como aparecería bajo las categorías subculturales o de culturas laborales). Por esta misma razón, más que demarcar las fronteras con otras culturas laborales, con otras prácticas ocupacionales, con culturas de otras locaciones institucionales (cultura doméstica, cultura escolar, cultura política, etc.), la cultura del trabajo, tal y como es aquí analizada, aparece como una organización particular –e histórica– de los repertorios y circuitos a partir de los cuales son producidas las fronteras entre personas, espacios y criterios de validez y justificación legítimos.
En este sistema relacional participan agentes (muchos de ellos socialmente definidos como “adultos”) que, desde distintas posiciones sociales invierten en este trabajo moral de producción su propio estatuto simbólico: agentes especialistas en los problemas socio-ocupacionales de los jóvenes “vulnerables” y, por lo tanto, tan capacitados como interesados en producir los problemas “juveniles” en su estatus público (Martín Criado, 1998; 1999; Chaves, 2005). Entiendo que la orientación práctica de los especialistas (interesados e involucrados) en la cuestión juvenil en el espacio en el que se ancla esta investigación, se estructura particularmente en torno a lo que conceptualizo como el acervo de la cultura del trabajo.
- Las subdisciplinas dedicadas a lo “laboral” poseen sus propias versiones de este “giro”. Para una reseña de estos cambios, ver Rojas y Proietti (1985), De La Garza Toledo (2000) y Leite (2012).↵
- Estos estudios investigaban la construcción de disposiciones clasistas para la acción, como mediaciones entre el ser y la conciencia social, en el marco del proceso de trabajo (Novelo et al., 1986; Sariego Rodríguez, 1992; Guadarrama Olivera, 2010; Reygadas, 1998).↵
- En este sentido, habrían dejado de lado miradas sobre otras dinámicas y procesos relevantes, como la expectativa de “ascenso social” y la formación de sentimientos de “vergüenza de clase” en estos sectores (Monsivais, 1987).↵
- Cultura definida en torno a procesos de individuación desdibujada; de separación tradicionalista de los roles paternos (provisión económica) y maternos (cuidado); del lugar de la “confianza” en sus prácticas de intercambio económico; de formación de identidades de oposición (“nosotros” versus “ellos”) que ridiculizan la autoridad; de sus criterios específicos de respetabilidad y orgullo; de las preferencias anti-teóricas, pragmáticas, liberales e igualitarias en el sentido común de estos sectores; de cierta forma de “tomar la vida tal y como viene” (Hoggart, 2013).↵
- Utilizo la idea de “alternativa” aquí no como elaboración innovadora y sin precedentes de patrones de legitimación por parte de “la multitud”. No se puede perder de vista la manera en la que los procesos de resistencia que Thompson reconstruye se valen de una historia de dominación paternalista y de costumbres estatuidas en tanto derechos adquiridos. Sin embargo, en el contexto de polarización política que el autor retrata a partir de la imagen de un “campo de fuerzas”, estas nociones que constituyen la economía moral de la multitud se definen como punto y polo de resistencia (y en ese sentido, como moral alternativa) ante el triunfante avance de la economía política capitalista y la despersonalización de las relaciones de dominación. ↵
- En el capítulo “Resistencia y sumisión en la escena laboral” retomaré esta perspectiva para analizar las prácticas de resistencia y sumisión de los jóvenes de mi investigación en los espacios laborales.↵
- Sobre el modelo productivo toyotista, Beaud y Pialoux explican: “Este nuevo modo de organización del trabajo descansa, esquemáticamente, sobre el principio de gestión de la producción a flujo tendido (“cero stock, “cero falta de piezas”) y sobre la imposición de normas de calidad muy estrictas (“cero falla”). La competitividad de la industria automotriz se funda ahora sobre la rapidez de adaptación a la demanda (se dice que el “mercado entra a la fábrica”) […]” (Beaud y Pialoux, 2015). Si bien es altamente problemático pensar este modelo en un sentido universal –más aún para un país como Argentina– (De La Garza Toledo, Celis Ospina, Olivo Pérez y Retamozo Benítez, 2011), lo cierto es que estas transformaciones impactan en la manera de abordar el mundo del trabajo desde las ciencias sociales, también en nuestra región.↵
- Utilizaré la expresión de insularidad en un sentido homólogo al de universos morales autónomos. ↵
- Este concepto pretende diferenciarse tanto de la noción lukacsiana de “conciencia de clase” (Lukács, 1985) –aún informada por la epistemología del “reflejo” y por una perspectiva homogeneizante de la clase social–, como de la noción gramsciana de “ideología” (Gramsci, 2006), en tanto que recuperaría con mayor énfasis la dimensión de la agencia de los trabajadores. Por último, el concepto se distingue de la noción de “cultura obrera” (Bouvier, 1986), en la medida en que, anclada en un contexto transformado, su interés estriba más en mostrar las heterogeneidades internas de la clase trabajadora y sus singularidades ocupacionales, que su estructura común.↵
- Un resumen de este debate puede encontrarse en Crompton (1993).↵
- Nociones como “lógica del cazador” (Merklen, 2000; 2005) y “lógica del proveedor” (Kessler, 2004), vinieron a dar cuenta de un contexto en el que el trabajo, en la medida en que perdía el lugar de valor y fin en sí mismo, fue progresivamente constituyéndose en “un medio más”, entre otros, para la provisión de recursos para la reproducción material de la vida.↵
- Julieta Quirós ha criticado esta tesis, argumentando que el reemplazo de la “identidad peronista” por una “identidad piquetera” en los sectores populares fue sólo sostenible en base a los discursos nativos de cuadros y dirigentes, pero no en base a las prácticas del común de personas en el ámbito y la periferia de los movimientos (Quirós 2006; 2011). ↵
- Varela muestra cómo la misma selección espacial-geográfica de lugares para el trabajo de campo fue orientando la mirada hacia procesos que sostenían la perspectiva del viraje de los sectores populares hacia una identidad “piquetera” (la mayoría de las etnografías había tendido a realizarse en el sur del Gran Buenos Aires), mientras que ocluía las miradas sobre la pervivencia de lógicas obreras en el mundo popular (en la zona norte e industrial del Gran Buenos Aires) (Varela, 2009).↵
- Otros autores podrían aparecer de igual forma, como Ulrich Beck, Robert Castel o el mismo Anthony Giddens. He elegido los que han dedicado particular atención a las transformaciones en el mundo del trabajo y que funcionaron como puntos de referencia para las investigaciones en Argentina antes reseñadas.↵
- La recuperación que aquí realizo del texto de Grimson no implica la adopción de la totalidad del programa de investigación esbozado en Los límites de la cultura, dado que implica un aparato conceptual centrado en la noción de configuraciones culturales, pensada para fenómenos centrados en la cuestión de las “fronteras”. ↵
- Este supuesto fue también puesto en duda en la enumeración previa de problemas conceptuales. ↵
- Uno de los debates fundamentales que Lewis encaraba en sus investigaciones era acerca de las posibilidades inscriptas en las políticas de redistribución material: para el autor, la noción de “cultura de la pobreza” serviría para comprender que la eliminación de la pobreza material no sería suficiente para terminar con la situación de estas familias (Lewis, 1967), sino que la persistencia de valores y comportamientos patológicos, transmitidos generacionalmente, autodestructivos para ellos mismos (aunque por momentos adaptativos o paliativos), hacían (¿también?) necesaria una intervención política “rehabilitante” en dicho sistema de valores (Bourgois, 2001). ↵
- Revisar esta perspectiva aparece como central para los fines de esta investigación, en dos sentidos. En primer lugar, porque implicaron una fuerte ruptura en cuanto a la construcción de la juventud como objeto de los estudios socioantropológicos. En segundo lugar, porque buena parte de las investigaciones inspiradas por esta perspectiva se orientaron hacia fenómenos de transgresión moral. Como mostraré en siguientes capítulos, las disputas que pude observar en mi trabajo de campo funcionaban, en gran parte, como acusaciones cruzadas de una mentada “pérdida de la cultura del trabajo” entre los jóvenes de clases populares, en tanto transgresión moral fundamental en nuestra sociedad. La disfuncionalidad de los contenidos simbólicos de la cultura de la pobreza de Lewis se estructuraba bajo la misma lógica de funcionamiento: la denuncia de una adhesión deficitaria al sistema normativo del mundo laboral, transmitida familiarmente a través de “generaciones de desempleados”.↵
- Si bien esta perspectiva estuvo fuertemente signada por los estudios de las clases subalternas y la cultura popular, la operación conceptual que quiero resaltar aquí no está restringida a este ámbito de realidad. Así como podemos encontrar cierto “aire de familia” entre algunas formulaciones de la subcultura de jóvenes de clase obrera y la noción de “economía moral de la multitud” de los estudios sobre los denominados “motines del hambre” de E. P. Thompson (1993), este autor usa la noción de “subcultura” para explicar también, en su estudio sobre los orígenes de la Ley Negra en Inglaterra, un clima moral punitivista que posibilita la sanción de semejante normativa a partir de la movilización de “sensibilidades de clase” de una fracción de los sectores dominantes, “con distancia intelectual y ligereza moral hacia la vida humana”, que prioriza la protección de la propiedad privada como valor fundamental y moviliza la despersonalización de las relaciones de clase, en tanto franca representación de los nuevos valores impuestos por la economía política capitalista (Thompson, 2010 [1975]). De manera homóloga, los libros de Stanley Cohen (2002) y la publicación colectiva del CCCS (Hall et al., 1978) recuperan los aportes de las teorías subculturales y de la teoría del etiquetamiento (Becker, 2009) para analizar los procesos de “reacción” social en torno a determinados fenómenos mediáticamente construidos en clave de “pánico moral”: asaltos y disturbios sociales que tienen a los jóvenes con determinados “estilos” subculturales como protagonistas. De esta manera, la pregunta orientadora acerca de los miedos reales que los discursos del pánico moral movilizan, reconstruye también universos morales “autónomos” (aun cuando estas investigaciones muestren un importante esfuerzo relacional). De esta manera, los autores reconstruyen lo que podría llamarse una formación de “subculturas de intervención estatal”. ↵
- A esto se suma que la investigación de Míguez se realiza en contextos de encierro, con jóvenes que han atravesado un proceso de selección y etiquetamiento estatal del sistema penal, lo cual incide de manera fundamental en la construcción del problema de investigación y de las expectativas mutuas en los vínculos generados en el trabajo de campo. Para un análisis profundo sobre estas situaciones y sus alternativas, ver Cozzi (2013). ↵
- Míguez no deja de reconocer que buena parte de las clases populares sigue funcionando apegadas al complejo cultural denominado “cultura del trabajo”. Sin embargo, entiendo que el conjunto de estas investigaciones juega con cierta ambigüedad al referirse alternativamente a configuraciones relacionales particulares (como el contexto de encierro carcelario), a fracciones, a subculturas, o a hipótesis sobre la “matriz cultural popular”, construidas en base a “recurrencias” y “semblanzas de familia” wittgestenianas válidas para pensar la cultura de las clases populares en general (Míguez y Semán, 2006: 31).↵
- Bajo ningún punto de vista pretendo con esta hipótesis plantear un diagnóstico general sobre el estado del arte en este punto. Entiendo que la afirmación sobre cierta vacancia debe restringirse exclusivamente al cruce de tres factores analíticos: los de juventud, trabajo y clases populares.↵
- Esto no debe opacar los aportes que las investigaciones desde la perspectiva de las subculturas han realizado a los estudios sobre juventud (Feixa, 1993; Machado Pais, 2003; Chaves, 2010), particularmente sobre las producciones simbólicas de jóvenes de clases populares desde la década de 1970. Es menester aclarar que la reconstrucción que he realizado y que plantearé a continuación señala la voluntad de reconocer las potencialidades y problemas teóricos de este enfoque para la construcción de mi propio problema de investigación y no limitaciones intrínsecas a las perspectivas ni a las investigaciones orientadas por la noción de subcultura.↵
- El argumento que intento plantear aquí recupera la crítica que desarrolla Cozzi (2013) en su investigación sobre violencia altamente lesiva en jóvenes de barrios populares de Rosario y Santa Fé. A partir de la lectura de David Matza (2015), la autora sostiene que más que valores desviados, en contextos de transgresión legal lo que se observa es una coincidencia con los valores subterráneos de la sociedad convencional o dominante. La idea de una imbricación de los mundos desviados y convencionales (Cozzi, 2013) aporta para el análisis de las diversas superposiciones e itercambios regulares de bienes y personas, y sus consecuencias para la reproducción de la vida social. Desde una perspectiva afín, Bermúdez y Previtale señalan que “Una de las derivaciones centrales de la exotización de las barriadas populares y de los pobres en América Latina, estuvo dada por aquellas descripciones que aislaban sus comunidades del resto de la sociedad. De hecho, estudios como los de los Leeds entre tantos otros, se concentraron en demostrar que, al contrario de lo que subyacía a la teoría del quizás excesivamente criticado Oscar Lewis (1995) [1965], estos espacios no constituyen sub-culturas o mundos aparte. Podemos advertir que aquellas perspectivas terminaron por impedir en definitiva analizar “los puentes y los múltiples pasajes de intercambio continuos que articulan diferentes mundos, grupos o culturas en procesos históricos interminables y cambiantes” (Zaluar, 1999: 21)” (Bermúdez y Previtali, 2014: 17).↵
- La noción de apropiación ha aparecido en investigaciones antropológicas justamente para marcar el lugar de la contingencia y de las relaciones locales, que rompen con las visiones analíticas más homogeneizantes. En este sentido van los trabajos de Elsie Rockwell, respecto de la apropiación y las posibilidades de agencia de los sectores subalternos en torno a la cultura escolar hegemónica (Rockwell, 1985; 2005). La misma noción, aunque en un sentido que se aleja de nuestra perspectiva, es retomada por De Certeau para hablar de las “victorias tácticas” de los sectores populares y del reducto de libertad que subyace a los dispositivos de poder (De Certeau, 1996) ↵
- La etnografía de Willis es otro ejemplo de lectura de los procesos sociales en clave contradictoria (Willis, 1988; Ortner, 2016).↵
- Desde otros marcos conceptuales, existen múltiples coincidencias en preocupaciones y operaciones epistemológicas con la corriente antropológica de la economía política (Roseberry, 2002b; Nash, 2008; Bourgois, 2010; Wolf et al. 1994).↵
- Es en este sentido que Williams defendía la idea de cultura como parte del proceso social material humano de producción, es decir, como dimensión intrínseca del proceso de trabajo (en su sentido simbólico o imaginario): la cultura aparece, así, como un proceso de significación social y material (Williams, 1988 [1977]: 89).↵
- “Nos remite, en un momento del tiempo, a la división que se opera, en el interior de un grupo entre los sujetos en función de una edad social definida por una serie de derechos, privilegios, deberes, formas de actuar… –en suma, por una “esencia social”– y delimitada por una serie de momentos de transición […]. A su vez, cada grupo social establece una serie de normas de acceso –más o menos codificadas y ritualizadas en forma de “ritos de paso”- de una clase de edad a otra” (Martín Criado, 2009: 349).↵
- En el marco de un cierto proceso de “culturalización de la sociología” (estrechamente vinculado a lo que llamé “giro cultural” en los estudios sobre las clases sociales), el conjunto de estas discusiones se consolidan en un clima de reemergencia de problemas clásicos, en torno a la legitimidad y las disputas hegemónicas, o más precisamente, en un conjunto de investigaciones sobre el “mundo imaginativo” en el cual los sujetos construyen significado sobre sus conflictos, alianzas y negociaciones (Grimson y Semán, 2005: 18-19). Esto implica incorporar una nueva dimensión de interrogantes en el marco de la “correspondencia” entre estructuras sociales y estructuras de percepción: la pregunta por la dimensión moral de la experiencia subjetiva de las clases sociales y de la importancia de su abordaje etnográfico (Fonseca, 2005). En otras palabras, la indagación sobre la manera en la que las desigualdades estructurales influyen en la formación de compromisos, valoraciones y disposiciones, definiendo un particular devenir del proceso de reproducción de estas desigualdades (Sayer, 2005).↵
- En otros trabajos (Assusa, 2018) analicé el lugar de algunas experiencias laborales en la formación de los habitus de estos jóvenes, aunque no estrictamente bajo la configuración de culturas laborales, sino de disposiciones mucho más generales y trasladables entre distintas escenas sociales. ↵
- En relación a esta aclaración, la categoría de cultura de la antropología simbólica y la noción de habitus en la teoría de la práctica no pueden ser conceptos intercambiables, sino que pretenden dar cuenta de órdenes de realidad diferentes. Aclaro esto para explicitar que la crítica formulada en la primera parte del capítulo a los conceptos que nos llevarían a buscar universos morales con fronteras claras y definidas, correspondientes a un grupo o una posición estructural, no se aplicaría, de igual manera, a la noción de habitus. ↵
- Recupero, en este sentido, la distinción que realiza Swidler entre las operaciones de “descripción densa” en relación a construcciones conceptuales de cultura afines a la perspectiva de Geertz (1989; 2003), y operaciones de “explicación cultural”, en las que se concibe a la cultura como una “caja de herramientas” que aporta los componentes simbólicos para la construcción de estrategias (Swidler, 1986: 28). La autora ofrece así una conceptualización orientada al abordaje de “continuidades” culturales: la dimensión simbólica provee de materiales, capacidades, hábitos, sensibilidades, patrones de valoración y modelos para la construcción de cursos de acción o acciones reguladas a partir de formas establecidas de vida. ↵
- “También quiero aclarar que el argumento para la particularidad no es tal: no debe confundirse con argumentos para privilegiar micro o macro procesos. Los etnometodólogos […] y otros estudiosos de la vida diaria buscan formas de generalizar las micro interacciones, mientras que los historiadores, podría decirse, están buscando las particularidades de los macro procesos. Tampoco es necesario preocuparse por los aspectos específicos de la vida de los individuos ya que implica ignorar las fuerzas y dinámicas que no son locales. Por el contrario, los efectos de los procesos que no son locales, y a largo plazo se manifiestan sólo local y específicamente, se producen en las acciones de individuos que viven sus vidas de manera particular y se inscriben en su cuerpo y en sus palabras. Abogo por una forma de escritura que comunique mejor esto” (Abu-Lughod, 2012: 137-138). Si bien la postura de Abu-Lughod se acerca bastante al tipo de preocupaciones metodológicas que recupero de la Economía Política que pretende entender la formación de sujetos antropológicos en la intersección entre interacciones locales y procesos más amplios de Estado y formación del Capital (Roseberry, 1988), no comparto la idea de que tales procesos siempre se manifiesten en el ámbito de la localidad etnográfica. Considero que es necesario (fundamentalmente si se piensa más en relaciones sociales que en acciones individuales) poder dar cuenta de un conjunto de vínculos estructurales que conectan escenas de interacción sólo a partir de la reconstrucción analítica del investigador. Esto no implica defender las connotaciones de homogeneidad, coherencia y atemporalidad criticadas por la autora. Pero si reconocemos, con Fonseca (2005), que hay niveles de realidad que quedan “por fuera del foco etnográfico”, se debe dejar abierta la posibilidad de reconocer principios de unidad de la práctica, formas relacionales que no se manifiestan en interacciones concretas y regulaciones generales de ámbitos locales o particulares que deben ser incluidas conceptual y metodológicamente en nuestros análisis. ↵
- Un movimiento teórico homólogo, aunque sin explícita pretensión de crítica conceptual, puede encontrarse en el texto de Boltanski y Thévenot (2006)↵
- Como mostraré en el capítulo “La vida doméstica del trabajo”, uno de los problemas en relación con la noción de aprendizaje es que, por un lado, compartiendo, en cierta forma, el análisis de Boltanski y Thévenot (2006), Lahire da por supuestos dichos aprendizajes como capacidades metafísicas de los actores sociales, mientras que tiende a olvidar que la identificación misma de situaciones en tanto “semejantes” o “desemejantes” implica un conjunto de competencias de diagnóstico (de lo que los interaccionistas llamaron “definición de situación”) que se encuentran desigualmente distribuidas en la sociedad. Los conflictos, problematizaciones, acusaciones y reprimendas entre agentes en torno a la incapacidad para identificar situaciones válidas o propicias para determinados criterios de valoración, legitimidad y justificación fueron una constante en los registros de diversas escenas de interacción de estos jóvenes.↵
- Hacia el final de este libro volveré sobre el lugar de la analogía como operación práctica y teórico-metodológica central para mi argumento.↵
- Apropiándose de una tradición de indagaciones antropológicas que comienza al menos con los textos de Durkheim y Mauss (1996)↵
- “La lógica del estigma recuerda que la identidad social es la apuesta de una lucha en la cual el individuo o el grupo estigmatizado y, más generalmente, todo sujeto social, en tanto que es un objeto potencial de categorización, no puede responder a la percepción parcial que lo encierra en una de sus propiedades más que poniendo delante, para definirse, la mejor de ellas y, más generalmente, luchando por imponer el sistema de enclasamiento más favorable a sus propiedades o incluso para dar al sistema de enclasamientos dominante el contenido más adecuado para poner en valor lo que es y lo que tiene” (Bourdieu, 2006: 486).↵
- El clásico estudio de Elias y Scotson en Winston Parva (Elias y Scotson, 2000) vuelve sobre esta misma dimensión al restituir la contingencia de las fronteras simbólicas en tanto “sociodinámica de la estigmatización”. Las relaciones establecidos/outsiders vinculan la capacidad de estigmatización a las posiciones de poder y dirimen las construcciones de dignidad, confianza, valoración, orden moral, carisma grupal y desigualdad en el marco de procesos históricos prolongados y de interacciones sedimentadas en lazos emocionales, en el “conocimiento práctico” y en “fantasías colectivas”.
Sin embargo, su propuesta metodológica pensada para pequeñas comunidades y su acento puesto en dinámicas figuracionales de lo social como escenarios o paradigmas empíricos de los “macrocosmos sociales” (Elias y Scotson, 2000: 48-49) restringe las posibilidades de utilización de sus herramientas teórico-metodológicas en sistemas relacionales que no se actualizan necesariamente (al modo de las pequeñas comunidades) en situaciones estables y permanentes de interacción cara-a-cara. Las fronteras que pretendo desentrañar presentan dinámicas más fluidas, permanentemente negociadas, posibilidades amplias de impugnación y escenificaciones en discursos, documentos y prácticas que no requieren –obligatoriamente– de vínculos co-presenciales para funcionar como tales.
Lo que podría llamar una sociodinámica de la distinción basada en la cultura del trabajo, en cambio, no refiere tanto a disputas entre grupos con diferenciales de poder de gran asimetría (Elias y Scotson, 2000), como al trazado de fronteras de legitimación y dignidad entre posiciones –muchas veces– próximas, semejantes, dirimiendo rendimientos diferenciales de los recursos invertidos en la práctica, ante la amenazante competencia en la proximidad espacial y social (Bourdieu, 2010b).↵ - Indagar los modelos con los que se construyen estas fronteras implica reconocer cómo estos esquemas definen también patrones de oposición y alteridad, en otras palabras, “formaciones de clase” (Thompson, 1989). De esta manera, Lamont analiza la producción de “sentidos de valor”, de “dignidad” y “respeto”, a partir de la puesta en juego de repertorios culturales anclados en las condiciones estructurales de vida de las personas de clases populares (Lamont, 2000: 244-245).↵
- En su discusión respecto de las “economías de la buena fe” (Bourdieu, 2012), Bourdieu retorna sobre el debate antropológico respecto de la indistinción pre-capitalista entre los ámbitos de la cultura y la economía (Malinowski, 1986 [1922]), sobre las formas de intercambio no-económico y sobre los lazos sociales basados en relaciones de reciprocidad (Mauss, 2009; Godelier, 1998). Su crítica del concepto de interés económico en sentido restringido como producto histórico del capitalismo (Bourdieu, 1996; 1997b), recae en la identificación de un proceso –propiamente moderno– de constitución de campos de la práctica relativamente autónomos, diferenciados, con formas específicas de interés. Precisamente –y desde una perspectiva antropológica– la relevancia de su desarrollo teórico estriba en la construcción de una teoría general de la economía de las prácticas (Bourdieu, 2012), entre las cuales la práctica económica es una variante particular; un sistema de herramientas conceptuales que sirva para pensar el carácter total de los procesos y las prácticas sociales.↵
- El argumento del autor apunta a mostrar el carácter obligatorio de aquellas prácticas que se presentan como “liberales, nobles, modestas, desinteresadas” (Mauss, 2009: 150). Antes bien, el “interés” que se pone en juego en esta estructura de relaciones es un interés no-económico (o no-exclusivamente-económico, en el sentido que le otorga la economía política moderna al término) sino simbólico, por la acumulación de rangos, estatus, cargos, etc., es decir, por acuñar Honor y la “eficacia mágica” que el mismo conlleva (Mauss, 2009: 224).↵
- Bajo ningún punto de vista este análisis en el marco conceptual de la teoría de la práctica puede ser interpretado bajo la pretensión de “instrumentalizar” las “experiencias vividas”, de acuerdo a la formulación de Julieta Quirós (2011; 2015). Antes bien, los desarrollos de Mauss recuperados por Bourdieu hacen estallar la noción misma de “interés”, volviéndola, en un punto, consustancial a toda práctica social. Sancionar el carácter interesado de todo acto implica reconocer sus inversiones y sus efectos de poder propios, a la vez que analizar sus condicionamientos multidimensionales, materiales y simbólicos. En ningún sentido esta construcción “reduce” la complejidad de los procesos sociales. ↵
- Traducción de Enrique Martín Criado.↵
- En esta dirección, Gerard Mauger muestra cómo la crisis de reproducción de las clases populares habilitó una reconversión y revalorización de sus recursos: los jóvenes de clases populares en Francia, así, reinvierten un capital clave para estadios históricos anteriores en el marco de nuevas dinámicas sociales que desvalorizan económicamente la fuerza física como fuerza de trabajo –crecimiento del sector servicios– y descalifican escolarmente los valores viriles –pedagogía del autocontrol– (Mauger, 1998). En un nuevo contexto, la reconversión de la fuerza física (desde competencia laboral) a capital agonístico –es decir, a capacidad de combate violento– (Mauger, 2012) reubica prácticas y recursos históricos en el universo de la cultura de la calle, en un contexto de aprendizaje e interiorización de valores de virilidad, y de valoración de la fortaleza corporal como principio de autoestima y reconocimiento social: un contexto de lo que Mauger llama la formación de un “habitus guerrero”, en la fracción más desposeída de las clases populares (Mauger, 1998). Esta traslación habilita el reconocimiento de dichas destrezas como “virtudes”, y por lo tanto, como capital simbólico (Wilkis, 2014).↵