Otras publicaciones:

tapa_estrada_final

9789871867974-frontcover

Otras publicaciones:

9789871867929_frontcover

12-3864t

3 La Oficina de Empleo

Los emprendedores morales de la cultura del trabajo

La activación de la sociedad: de la asistencia a la promoción

En el contexto de la post-convertibilidad, atravesada la crisis y el período de transición que se prolongó desde 2001 a 2003 en el país, la cuestión de los “planes sociales” se ubicó en el centro de la opinión pública. Las políticas de transferencia o sostenimiento de ingresos fueron insistentemente cuestionadas como “causantes” de un desincentivo de la mano de obra para la búsqueda de empleo: un quiebre histórico contra la mentada “cultura del trabajo” en Argentina[1]. De estas políticas, la más importante, por su masividad y visibilidad, fue el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD)[2], dependiente de la Gerencia de Empleo y Capacitación Laboral (GECAL), orientada a garantizar la subsistencia básica de las familias más empobrecidas y afectadas por el contexto de crisis.

Una vez avanzada la post-convertibilidad y recuperada la dinámica del mercado laboral en el país, el discurso y la estrategia de legitimación política le otorgaron un lugar central al trabajo, en el marco de una tradición política como el peronismo, de interpelación a los ciudadanos en su carácter de trabajadores. Tal como lo plantean Cortés y Kessler,

Una variable política y otra ideológica sustentan la estrategia social del período. La primera, la alianza con los sindicatos que da un papel central a las políticas para asalariados formales. Las negociaciones colectivas, el incremento del salario real y la derogación de leyes de flexibilidad laboral de los 90 mejoraron sensiblemente la situación de estos trabajadores. La segunda, marcando un corte radical con el pasado, el gobierno confiaba volver a la “cultura del trabajo” con un “giro productivo” que absorbiera la población asistida; ambición que distintas coyunturas obligarían a atenuar (Cortés y Kessler, 2013: 252-253).

Un viraje discursivo acompaña las transformaciones estructurales en el mercado de trabajo de la post-convertibilidad en la construcción de problemas públicos para la política de empleo: ya no fueron los desempleados estructurales en situación de riesgo aquellos sujetos en el centro de la escena, sino los in-empleables, poblaciones “vulnerables” que no habían podido incorporarse a los beneficios del mundo del trabajo en un período de crecimiento[3].

En este contexto, las políticas de empleo en Argentina pasaron desde una perspectiva de intervención indemnizatoria a diseños de movilización de la oferta de trabajo y la creación de empleo (Jacinto, 2010). Aunque el universo de este nuevo paradigma de dispositivos e instituciones dista mucho de ser homogéneo, se pueden señalar ciertas características fundamentales de las políticas activas de empleo para jóvenes, tomando en cuenta su principal manifestación en el país: el Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo (PJMYMT)[4].

Por un lado, la aplicación de este paradigma habría surgido en el contexto de emergencia de toda una nueva institucionalidad de mediación (Jacinto y Millenaar, 2009; Brandán Zehnder, 2014), propia de los contextos de heterogeneización, desafiliación, desestabilización e incertidumbre de los procesos de transición de los jóvenes hacia la –adulta– vida laboral y de una redefinición global de la relación entre los individuos y el colectivo social (Serrano Pascual, Fernández Rodríguez y Artiaga Leiras, 2012). Los programas orientados por la activación habrían surgido con el objetivo de apuntalar un momento de la trayectoria juvenil que, en un pasado ideal, se habría dado de manera “ordenada e inclusiva” (para todos los jóvenes “por igual”).

Por otra parte, como muchas de las investigaciones señalan, las políticas activas implican una perspectiva centrada en la regulación y formación de aspectos subjetivos (Pérez y Brown, 2014), tales como la formación actitudinal, de mejoramiento del autoestima, de incentivo y motivación para el empleo (Pérez, 2013), de habilidades comunicacionales e interaccionales para el mundo del trabajo, a partir de intervenciones personalizadas y de procesos de acompañamiento permanente (Darmon et al., 2006; Jacinto y Millenaar, 2009; Martínez López, 2009).

Esta estrategia de subjetivación sienta sus bases en un diagnóstico orientado por la noción de empleabilidad: proponiendo una particular articulación entre los elementos estructurales y subjetivos del mercado de trabajo, se entiende que el problema de empleo juvenil debe explicarse, por un lado, por el desarreglo de expectativas de los jóvenes inempleables y las demandas reales del mercado de trabajo (Salvia, 2008) y, por el otro, por un déficit de competencias (capital humano) y educación (Salvia, 2013), según lo entienden las conceptualizaciones de los principales organismos internacionales en la cuestión.

En este sentido, la perspectiva de intervención habilitada por este diagnóstico es la de la formación (subjetiva, de valores y de actitudes). Sin embargo, mientras que en la década de 1990 ésta se focalizaba fundamentalmente en acciones de capacitación, el cambio de siglo –y de condiciones estructurales– produjo un fuerte viraje hacia la perspectiva de orientación e inducción al mundo del trabajo (Pérez, 2013; Jacinto, 2008; Jacinto, 2010). En esta construcción del problema, la política activa ya no identificaría una falta de “competencias técnicas” específicas en los jóvenes vulnerables para ocupar puestos de trabajo calificados, sino más bien un déficit de “competencias básicas y transversales” para la búsqueda, consecución y mantenimiento de empleos: aquellas competencias que se adquieren en la vida familiar y escolar “normal”, y que son, justamente, más complejas de generar, pues son aprehendidas como “naturales”. Esta intervención, mucho más adaptada a un mercado laboral flexibilizado, promueve –en consecuencia– la formación de competencias “flexibles” (ya sin la figura del saber específico en términos de oficio) para desempeñarse en un mundo del trabajo signado por la incertidumbre (Jacinto y Millenaar, 2009: 71).

Así, la intervención en términos de “formación para el trabajo” en dispositivos políticos para la población juvenil se basa en una serie de supuestos acerca de los jóvenes de determinados sectores sociales, una generación “perdida” y, en gran medida, sin valores, in-competente e in-empleable. En este marco político-discursivo y de transformaciones institucionales y de gestión de la cuestión del empleo juvenil, surge y comienza a funcionar el PJMYMT.

Breve descripción operativa del Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo

En el contexto del Plan Integral para la Promoción del Empleo “Más y Mejor Trabajo”, a cargo del MTESS, el PJMYMT (Res. 297/2008) tiene su comienzo en el año 2008, aunque en Córdoba recién empieza a aplicarse en 2010, con un gobierno municipal que se define afín a la orientación política del Gobierno Nacional. Su gestión se apoya en las capacidades institucionales en el nivel local –particularmente de los municipios– por medio de los servicios de empleo[5].

Los beneficiarios-destinatarios del programa son jóvenes entre 18 y 24 años de edad, sin su escolaridad formal finalizada, que se encuentren desempleados o sin un empleo registrado legalmente. El objetivo del programa estriba en la mejora de las condiciones de empleabilidad de sus beneficiarios y la generación de oportunidades de inclusión social y laboral[6].

El PJMYMT cuenta con cinco líneas de acción básica (orientación laboral, certificación de estudios formales, formación profesional, autoempleo y entrenamientos laborales). La primera (condición con la que los beneficiarios tienen que cumplir para el acceso al resto de las prestaciones) es el Proceso de Orientación e Inducción al Mundo del Trabajo (POI), una suerte de curso-taller introductorio, dictado por distintas instituciones (Universidades públicas y privadas, fundaciones, ONGs, movimientos políticos, etc.)[7], con una duración de cuatro meses, que consta de distintos módulos. Su objetivo es, a la vez, la introducción de los jóvenes en la vida laboral, sus normas, prácticas, derechos y obligaciones, la alfabetización informática básica y la construcción de “proyectos formativo-ocupacionales” a partir de los cuales se desarrollan acciones planificadas en el marco del programa[8].

[…] se le brindará al joven elementos para la identificación de: i) sus intereses, necesidades y prioridades y su vinculación con un proyecto formativo y ocupacional; ii) las particularidades de su entorno social y productivo para elegir estrategias de formación y trabajo; iii) los saberes y habilidades para el trabajo que haya adquirido en distintos espacios de aprendizaje y experiencia; y iv) estrategias adecuadas para planificar y desarrollar su itinerario de formación, búsqueda y acceso al empleo (Res. MTESS 497-2008. Las cursivas son mías).

Una segunda línea es la Certificación de Estudios Formales (CEF), que consiste en asistencia económica para la terminación de la escolaridad en Centros de Educación para Adultos[9]. La tercera línea es la Formación Profesional (FP)[10], en la que se brindan distintos tipos de capacitaciones laborales a partir de convenios con Instituciones, Municipios y Sindicatos. La cuarta es un apoyo económico y técnico a la formación de micro-emprendimientos de autoempleo[11]. Por último, los denominados Entrenamientos Laborales[12], que consisten en pasantías en empresas u organizaciones con una duración entre 3 y 6 meses[13].

El funcionamiento del programa incluye una asignación económica por beneficiario por un plazo que varía entre los 2 y los 18 meses, condicionada al cumplimiento de compromisos específicos vinculados a la participación en actividades del programa. A diferencia de otras políticas (tal como se esfuerzan en aclarar los agentes estatales del programa), los beneficiarios sólo consiguen ser titulares de una prestación monetaria (variable, de acuerdo a la actividad[14]) siendo asignados a servicios del programa (es decir, realizando alguna “actividad”). Esto implica un seguimiento constante que es realizado por los agentes del equipo técnico a través del soporte de la plataforma informática del Ministerio. Esta característica aparece de forma recurrente en los discursos de los entrevistados, pues pone en funcionamiento efectivo una de las definiciones fundamentales de las llamadas “políticas activas de empleo”: las contraprestaciones laborales (Neffa, 2012; Grassi, 2018).

El acceso al resto de las prestaciones está mediado por la primera instancia del programa (orientación). Esto constituye un elemento que define la particularidad de este dispositivo en relación a otro tipo de intervenciones estatales orientadas a la inclusión laboral juvenil[15]: el joven accede a las diferentes prestaciones de acuerdo al proyecto formativo ocupacional decidido y definido “por él mismo”.

El Proyecto Formativo Ocupacional (el módulo más relevante de la instancia introductoria), es un constructo en base a la historia personal de cada uno de los beneficiarios. Éste da cuenta de sus trayectorias educativas y formativas, así como también de sus experiencias laborales previas. El proyecto es individual y resume las herramientas con las cuales el joven cuenta para acceder al mercado de trabajo y aquellas de las que carece y debe obtener en el marco del programa. Si bien las prestaciones son generales y se presentan como acciones integradas, los recorridos que cada uno de los jóvenes emprende son muy singulares, generando, en lenguaje de la política activa, diferentes “circuitos operativos” (Res. 461/2008).

La oficina de empleo

Llegué a la OE por intermediación de Eva, una amiga que conocí trabajando en la municipalidad. El lugar donde se ubica la OE se encuentra rodeado de oficinas estatales, municipales y provinciales, gran parte de ellas de servicios públicos y recaudación. La oficina se ubica de frente a la entrada del edificio y tiene una pared completamente vidriada, por lo que, cuanto sucede en su interior, resulta visible desde afuera. El decorado verde impacta la vista, combinando cartelería casera de cursos de capacitación, idioma y cocina, con publicidad de campañas estatales contra la violencia y la discriminación de género.

Al ingresar el jueves a la mañana a la OE me encontré con que nadie me había “anunciado”. Los operadores que me recibieron tuvieron que hablar por teléfono a la oficina central para confirmar mi permiso para permanecer allí con ellos y, eventualmente, entrevistarlos. La primera en recibirme fue Graciela, una mujer de alrededor de cuarenta y cinco años. Lenta para caminar, muy enérgica para hablar. Le expliqué que estaba haciendo un estudio y que pretendía observar la dinámica de la OE. Aceptó, en apariencia, la explicación de mi presencia en el lugar. Sin embargo, a pesar de mis aclaraciones, durante mucho tiempo me presentó como alguien que iba a “monitorearlos”.

Junto a ella, de frente a la puerta, se encontraba Sergio sentado detrás de una computadora. Si bien su función oficial era la carga de datos y la sistematización de la información, las listas y los perfiles, terminaba cumpliendo, por necesidad cotidiana o por indicaciones de la coordinación general, funciones de atención a los beneficiarios. Quien más esperaba encontrar en la OE (Julieta), fue finalmente la persona que estuvo ausente la mayor parte de mi estadía. En un año con lanzamientos permanentes de POI, era más el tiempo que pasaba asistiendo a los cursos que en la misma oficina. Eso también restringía su capacidad para gestionar el resto de las prestaciones ofrecidas por el PJMYMT.

“Vengo por la beca”

Un mostrador cortaba el paso de la gente que llegaba a la puerta de la oficina. Desde allí exponían su necesidad y eran invitados a entrar, esperar, o a ir a otra dependencia, dependiendo de lo que dijeran. Al ser uno de los primeros espacios del edificio era muy común que la gente llegara a preguntar por trámites que correspondían a otras agencias estatales. Una gran mayoría de los jóvenes que, efectivamente, se dirigía a la OE, tenía dos fórmulas básicas de presentación: “Vengo por la beca” o “Vengo a buscar trabajo”. La fórmula disparaba casi automáticamente respuestas estandarizadas alternativas de parte del agente que los atendiera.

La primera fórmula provenía de quienes habían accedido a la información del programa por vía de la escuela para jóvenes y adultos del barrio, por algún compañero o por los facilitadores en estas instituciones. A ellos se les explicaba que el PJMYMT dependía del ministerio de “trabajo”, con lo que el objetivo no era otorgar “becas”, sino mejorar la “empleabilidad”. Se explicitaban las condiciones de accesibilidad al programa, los compromisos que se asumían con la firma del convenio y las instancias que deberían atravesar en su itinerario.

La segunda fórmula generaba una explicación que partía de diferenciar la “mejora de la empleabilidad” de la “inserción en una relación de dependencia”, aunque de algún modo el discurso era homólogo. Se explicitaban todas las instancias de “formación” que mediaban entre el ingreso al programa y la posibilidad de realizar un “entrenamiento laboral”. Se aclaraba el carácter acotado de los entrenamientos, su duración de meses y el reducido número de proyectos que estaban funcionando en el momento de la consulta.

Los relacionadores[16] entrevistados del equipo técnico del PJMYMT aclaraban obsesivamente la diferencia entre una “pasantía” y un empleo propiamente dicho[17]: mientras que el segundo implica una relación de dependencia formal, con una serie de obligaciones y derechos entre las partes, el programa no “inserta laboralmente” a los jóvenes, sino que les abre la posibilidad de tener “experiencias laborales certificadas”, o, tal como indica su denominación técnica, “entrenamientos laborales”. En base a esta noción centrada en el “aprendizaje”, los integrantes del equipo técnico defienden determinadas condiciones y reglas que van desde el tiempo de trabajo válido para los beneficiarios (que no puede superar la media jornada), hasta el tipo de tareas que pueden realizar. Los jóvenes, en cambio, casi siempre consideran las pasantías como una oportunidad de “quedar fijo” en un puesto de trabajo, a partir de lo cual aceptan muchas de las horas extras o el sobre-trabajo propuestos por los encargados o los empleadores, con el objetivo de “hacer buena letra” y tener más chances de ser contratado formalmente por la empresa[18].

Sí. Yo lo que noto es que cuando uno les cuenta bien el programa lo que más les interesa es el entrenamiento laboral, es lo primero que preguntan: si es un entrenamiento y si después pueden quedar fijos. […] Entonces es lo primero que te preguntan, apenas se inscriben es lo que más les interesa y tienen todas las expectativas puestas en eso. Siempre pasa un tiempo que es relativamente un mes o dos meses hasta que realizan el POI […] Y resulta extraño porque se acercan mucho a la oficina, llaman por teléfono: “No, que yo tengo que hacer el curso, todavía no me llamaron”, son muchas las expectativas ahí. Cuando uno los convoca, uno se encuentra con que: “No, no, que no puedo. No, que el colegio. No, que los días. No, que esto”. [Mercedes – Agente del equipo técnico]

Hay un gran esfuerzo puesto en diferenciar esta política de empleo, “activa”, de los “planes sociales” que, de acuerdo a las descripciones de los agentes estatales, habían hecho mella en la cultura de las familias y los beneficiarios del programa: en el PJMYMT sólo existen asignaciones monetarias por “contraprestación”[19]. “Como en un trabajo”, la única posibilidad de “cobrar” (a mes “vencido”) es “haciendo” una actividad: asistiendo a la escuela (“terminalidad”), realizando un curso (“FP”), insertándose en un “entrenamiento”. La presentación del programa y la explicación de su dinámica pone a los operadores estatales en situación de negociar y adaptar las expectativas de los jóvenes asistentes a una lógica con itinerarios, procesos y temporalidades institucionales que no responden a la inmediatez de las trayectorias de los beneficiarios ni a lo acuciante de su necesidad material (Zunigo, 2008).

Entrevista: diagnóstico e intervención

Durante los primeros encuentros, permanecí con los operadores de la oficina –fundamentalmente con Graciela– mientras realizaban entrevistas de admisión. La interacción comenzaba con un chequeo de todos los “papeles” necesarios para la inscripción en el programa. Si no contaban con alguno, los dirigían a la asistente social del edificio para que los tramitara: “Uno tiene que ser de acero –me dice Graciela–. Si no te traen los papeles, no los anotas”. Defendía así una suerte de proceder impersonalizado: no pensar en la particularidad de cada caso, no involucrarse por más que haya un tratamiento cara a cara, conservar los protocolos y los requisitos formales: “trabajar a reglamento” (Perelmiter, 2015). En otras situaciones, no obstante, sostendría criterios diametralmente opuestos.

El momento de la entrevista funcionaba como un dispositivo central en el esquema del PJMYMT, por varias razones. Según me explicaban, constituía primero una suerte de “diagnóstico propio” a partir del cual se conforman “perfiles” laborales individuales para cada beneficiario: su historia, su experiencia y sus intereses. El perfil luego “se completa” con la información recabada en el POI, un proceso que aparecía como mucho más largo y reflexivo[20].

Algunos de los agentes justificaban la necesidad del dispositivo como una suerte de “simulacro” de las “verdaderas” entrevistas: las de selección de personal, en una búsqueda laboral (Beaud, 1996). En este sentido, la práctica formativa comienza desde el primer momento de interacción, en una suerte de cuestionario que empuja a los jóvenes, en el marco de una relación que se construye como distendida y de “confianza”[21], a adquirir hábitos de lenguaje, presentación y expresión que comiencen a desandar el camino de sus carencias. La entrevista, en este sentido, forma parte de la amplia producción de competencias transversales.

Uno de los coordinadores me explicaba:

O sea, muchas veces pasa por generar condiciones de empleabilidad, […] que los chicos puedan hacer un buen curriculum, porque muchas veces es que no sabe presentarse, entonces, en una empresa no sabe cómo dirigirse a un empresario, qué tiene que decir, qué no, cómo tiene que ir vestido, son cuestiones que vos decís, de sentido común, ¿no? Con la población que nos manejamos, son jóvenes que no saben qué decir, a veces saben un montón de cosas y no las saben expresar, entonces, a veces, vos decís: “Bueno, sí, son objetivos muy pequeños”, pero sí. Porque esa es la idea, generar empleabilidad, no es directamente… si hay inserción laboral, bienvenida sea, de hecho hay casos… pero es difícil por una cuestión de contexto macroeconómico. [Aprender a] mostrarse, venderse. No saben vender, no saben mostrarse, mucha, como vergüenza. Hay otros casos ¿no? Pero yo te digo, como la generalidad […] El joven tiene estas características de ser poco expresivo, en vez de mirar a la persona a los ojos mira para abajo, en vez de expresar lo, murmura, por decirte, o sea, lo mínimo para ingresar a una entrevista: “Como le va, buenos días, mi nombre es tanto… [Benicio – Agente del equipo técnico]

Viéndome parado, sin saber para dónde avanzar, Graciela me invitó a sentarme a su lado. Quedaba casi escondido detrás del CPU de su computadora para los que se sentaban a hacer la admisión. Llegó de golpe a inscribirse un grupo de mujeres que ella había conocido el día anterior. Había ido a dar una charla sobre el programa a pedido de una médica del dispensario de un barrio cercano. Hacía toda la descripción del largo itinerario y de los pozos en los caminos de tierra en voz alta, de modo que Sergio escuchara. Las “chicanas” respecto de las políticas y los políticos del Estado nacional y municipal eran moneda corriente. Según me adelantó, muchas de las convocadas eran mujeres en “situación de violencia de género” o “en ejercicio de la prostitución”.

Entró y se sentó la primera de ellas. Graciela me miró y le aclaró: “me están monitoreando”. Luego se dirigió a ella: “-¿Con quién vivís? / -Con una amiga / -¿Es tu pareja? / -No, no, amiga. Me vine de Monte Maíz porque quiero progresar / -¿No hay soja allá? [pregunta Graciela en tono irónico] / -Sí, pero hay que ser familiar o político para que te sirva. A mí me gusta la informática / -Acá hay una tecnicatura en el barrio, a partir de las cinco de la tarde ¿Tenés algún curso hecho? / -Yo hice un curso en Autocad, en Corel… no es una carrera terciaria pero era de 2 años. Cuando vuelva al pueblo traigo los certificados. Idioma, manejo italiano, más, e inglés, menos. Cuando estaba en Monte Maíz daba clases particulares…”. Graciela anotaba los intereses en el sistema. Mientras esperaba la actualización de internet hacía percusión con los dedos en el teclado. “Técnica en computación”, “atención al cliente”, “atención de mostrador”… “-¿Qué te gustaría aprender? Java y Oracle es lo que hubo el año pasado / -No, eso ya lo tengo”. Graciela seleccionó la opción de “administración de empresas”. Le recomendó consultar la página de Facebook de manera asidua por si le interesaba algún curso, aunque no todos eran abiertos al público. “Entrá, sacá todo lo que es propaganda política y mirá las ofertas de formación”. La entrevista terminó como empezó: explicándole la diferencia entre la intermediación en la OE y en una consultora privada: “Acá no te cobramos comisión ni nada”.

Antes de que entrara la siguiente entrevistada, Graciela me siguió contando del grupo de mujeres que había convocado. Todas tienen hijos y la mayoría son “peruanas” (la mención, en general, refería más al origen migratorio de las familias que a la condición legal de nacionalidad). “El problema es que hay muchas cosas que estas mujeres saben hacer y no lo piensan como posible empleo. Saben hacer tortas, por ejemplo, pero les falta germen emprendedor. Saben cocinar, pero no lo ven como un negocio. Bueno, muchas no manejan computación… casi todas tienen experiencia en cocina y limpieza y les interesa la costura, por ejemplo, como ámbito laboral. Yo sé, igual, que no va a ser fácil que consigan algo en relación de dependencia…”.

Pasó Celeste y se sentó. “-¿Para qué venís? (preguntó Graciela, queriendo saber si estaba inscripta ya en un plan) / -Para buscar trabajo / -No (sin explicar, chequea en el sistema con su número de documento). Efectivamente, vos ya estás en el jóvenes. Mirá, puede que te llamen en una semana o pueden pasar 3 años sin que pase nada ¿entendés? [deja pasar un momento mientras tipea] ¿Soltera? / -Conviviendo / -Decile que se casen. Acá hay un registro civil. Que venga y saque turno / Pero él no quiere (contestó Celeste medio tentada) / Entonces déjalo” (dijo sonriendo, con los anteojos a media asta, sin desviar la vista del monitor).

Celeste cursaba en un IPEM con orientación en Ciencias Naturales: “porque no me gustaba lo social. No hay algo que me guste… farmacéutica capaz…”. Contó su experiencia laboral: fue telefonista en un consultorio odontológico, atendió el negocio de carnicería de sus padres mucho tiempo y también trabajó en una estación de servicio, en el bar. Dejó ese último trabajo porque eran muchas horas y las hacían hacer de todo (tanto que “se les quemaba la comida”): moza, café, ayudante de cocina. También le interesaban las áreas de computación y administración. “-¿De qué te gustaría trabajar? / -De cualquier cosa /-¿Cómo cualquier cosa? ¿Cortando fierros del ocho te gustaría? ¿Limpiar baños tenés ganas? /-Bueno, no. No sé…”.

Le siguió Cintia. Era la hermana melliza de Celeste. “Contame tu experiencia laboral /-No, no tengo /-¿Nunca trabajaste? ¿De nada? ¿Cuántos años tenés? / Veintitrés /-Y nunca trabajaste… / -Sí, pero nunca en blanco / -Ah… vamos de nuevo. Contame todos los trabajos que tuviste”. Trabajó repartiendo folletos y dice que es muy “ordenada”. Cuenta que uno de sus profesores tiene una biblioteca y ella le ordena los libros. “Entonces servirías para secretaria o administrativa también”, le contesta Graciela mientras selecciona esas opciones en el sistema. Dejó el colegio con orientación en técnico mecánico. Graciela, en tono de reclamo, le plantea: “-¿Por qué lo dejaste? / -Porque quedé embarazada / -Bueno, pero eso no te impide / -Pero me quedé sola y empecé a trabajar cama adentro”. Graciela se queda un momento callada, sin dejar de mirarla. “¿Te animás a hacer algo de refrigeración? Porque tiene poca injerencia la mujer [en esa rama], pero la gente prefiere que a la casa vengan mujeres en vez de varones”. Las personas se seguían amontonando en fila afuera y cada entrevista duraba promedio cuarenta minutos. La cantidad de gente esperando me ponía un poco incómodo. Se repiten las recomendaciones: “-Mirá Facebook y cerrá los ojos a la propaganda política, para enterarte de los cursos / -No uso Facebook. No me llama mucho la atención / -Bueno, te tiene que llamar la atención, porque hoy por hoy todo se maneja así”, le contestó Graciela, de nuevo en tono de reprimenda.

Entró una chica, con ropa muy vieja. La acompañaban su hija, de aproximadamente cinco años, y una perra mediana. La reconocieron inmediatamente y Graciela se quejó: “siempre con la perra…”. Sergio la espantó haciendo ruido con pisotones. “-¿Cómo va en la escuela? / -Bien, bien (respondía tímida) / -¿En la escuela? (preguntó la nena, sorprendida) /-Sí, tu mamá va a terminar la escuela (le contestó Graciela, como retándola)”. La madre parecía incómoda. Quería saber si ya había fecha de cobro para ella, pero le pidieron que se acercara la semana siguiente porque no había novedades. Le dieron el teléfono de la oficina anotado en un cartoncito, rezongando porque ya lo había perdido dos veces.

Familia y dependencia

Tienen que aprender a ser independientes, de los padres también. A la señora de recién le expliqué. El chico no hablaba, se ahogaba, no podía hacer nada, y este es un programa que se trata de que, aunque sea discapacitado, pueda trabajar por sí mismo [refiere al PROMOVER, un programa de inserción de personas con discapacidad]. A ella también le dije. Se le pasaron las cuotas del Seguro de Desempleo sin hacer nada porque nadie le avisó. Perdió la posibilidad de un [financiamiento por] micro-emprendimiento. Pero ella trabajó en los comedores de la [Universidad] Católica y la Reina Fabiola. Entonces tiene experiencia haciendo comida sana y le recomendé que empiece a hacer. Tanta gente con diabetes que hay… que se haga una red, y después se consigue, ya no por [Ministerio de] Trabajo, pero algo para micro-emprendimiento en economía social o en el Ministerio de Desarrollo Social puede haber. [Graciela. Agente del equipo técnico]

Demandas como esta eran recurrentes en la vida cotidiana del programa. Estando en la oficina, observo que llega una pareja hasta la puerta del lugar. Eran dos personas de aproximadamente cincuenta años de edad. La mujer tenía algún tipo de discapacidad motriz y tendía a mover su cuerpo compulsivamente: “Mi hija está anotada acá ¿a quién le tengo que preguntar por los cursos?”, preguntaba. Sergio, con mejor predisposición que la habitual, procedió a explicarle que la atención le correspondía a un empleado que no se encontraba ese día, pero terminó accediendo a fijarse en el sistema, para lo cual les solicitó el número de documento de su hija. La pareja empezó a buscar sin éxito en la cartera de la señora. Sergio les aclaró que sólo necesitaba el número y ellos le explicaron que era eso justamente lo que buscaban. Una vez encontrado y dictado el DNI, Sergio les confirmó que se encontraba registrada solamente en la bolsa de trabajo. Los únicos cursos que había –les informaba– eran de soldador y tornero, “para mujer, nada”. El hombre que acompañaba a la mujer parecía no entender y preguntaba una y otra vez por cursos destinados a personas que tuvieran entre 15 y 35 años. Sergio le explicaba, con tono poco cordial, que no había nada para personas entre 15 y 18 años y que los cursos que había para mayores de 18 años eran los que ya les había detallado. La repregunta y la explicación se repitieron al menos cuatro veces. La interacción terminó por la insistencia de Sergio en que era la joven la que tenía que ir a consultar. “Tiene que venir su hija”, fue una advertencia que repitió a otros padres que consultaban lo mismo.

Alex, uno de los jóvenes que conocí durante mi trabajo de campo en la escuela del barrio, me relató una situación similar: “Llegué y… primero que nada la retaron a mi mamá…. yo con mi mamá no me hablo mucho ¿viste? Y entré con mi mamá y bueno, mi mamá como que estaba muy del lado mío y la retaron… le dijeron que la entrevista no era con ella, era conmigo. La sacaron… / -¿y a vos qué te pareció eso? / – Me reía (contento). Porque estaba mi mamá acá y… el tipo le dijo señora, váyase… la entrevista es con él y ya es grande. Y se paró y se fue y yo me reía (risas). Y bueno, me dijeron que tenía que ir al colegio, me dieron un número de Carlos… un asistente de un centro de educación ahí en la Alvear. Y mi mamá llamó, todo y después hablaron y me dijeron que sí, que me podía anotar y al tiempito empecé”.

La preocupación por la independencia de los jóvenes (por su constitución en tanto individuos plenos, emancipados de sus familias) era homóloga y complementaria a la preocupación por la independencia de las mujeres. Graciela, particularmente involucrada con la cuestión, me explicaba, describiendo su propia tarea en la OE: “Trabajo mucho con mujeres, porque hay que ver… que muchas de ellas padecen violencia de género, y las hacen pasar por el psicólogo del dispensario, después la denuncia, después otro psicólogo de la OE del centro, entonces al final la terminás victimizando más, varias veces. Por eso para mí lo más importante acá es articular y tender redes. También porque la idea es que no dependan tanto de la oficina de empleo. Pero bueno, acá también hacemos lo que podemos. Viste lo que es. Pateamos penales la mayor parte del tiempo”[22].

Los operadores caracterizaban las familias de beneficiarios por la presencia de padres y madres jóvenes, que “no han trabajado”. Los beneficiarios del programa, desde esta perspectiva, les aparecen a muchos de los agentes estatales (aquellos que sostienen discursos más duros e “indignados” respecto a la dinámica del mundo del trabajo de los últimos años) como la “tercera generación de desempleados”: potencialmente una “generación perdida” (siguiendo, según sus propias referencias, las preocupaciones e indicaciones de la OIT).

Entonces la única cultura, o el mundo del trabajo, como no son valores aprendidos, entonces hay jóvenes que no han visto ni laburar a sus viejos, entonces (…) si vos o ves un ritmo de vida que de lunes a viernes tu viejo se va en el auto o en el colectivo a laburar, o en la bici (…), pero si no lo tenés, es lógico cuando digas, si vos tenés que ir a laburar: “¿por qué?; ¿qué es eso?”, capaz que no, no comprendes el verbo trabajar… [Benicio. Agente del equipo técnico]

En distintas dimensiones, el dis-valor de la dependencia pone en juego –y cuestiona– el estatuto moral de persona de estos jóvenes y de los integrantes de sus familias: jóvenes que no logran volverse adultos sin emanciparse de sus padres, beneficiarios que corren el riesgo de “asistencializarse” por depender demasiado del Estado y sus programas (Sennett, 2003).

Los chicos están muy acostumbrados a que uno los convoque, que los llame, como que tengan casi todo servido también, y eso yo lo noto, por ejemplo, con chicos que hace mucho tiempo que están acá en el programa, que ya han realizado un curso de capacitación, que han realizado un entrenamiento y vienen: “Bueno, ¿Qué más hago?”, y uno, bueno, como que tiene que despegar, ya tienen que buscar, tratamos de hacerle como una intermediación laboral, de decir(le): “Bueno, si te gusta alguna empresa o sabes de alguna empresa que están buscando algunos puestos, buscamos el número de teléfono y nosotros te hacemos la intermediación laboral”, pero ya no como entrenamiento y ya no como parte del programa. La idea es que ingresen en blanco, digamos, no de la mano del programa. Y eso cuesta… cuesta. Es difícil establecer un límite de decir hasta qué punto uno los acompaña a los jóvenes y hace bien en ese acompañamiento y hasta qué punto uno les tiene que soltar la mano y que ya vayan solos y busquen solos las cosas (…) es difícil eso. [Pamela. Agente del equipo técnico]

Escuchar y describir

Como sostiene Stephane Beaud (1996), el dispositivo de la entrevista en las políticas de inserción funciona como un teatro en el que se escenifica, a la vez, la producción de un vínculo, la realización de un diagnóstico y la imposición de categorías y necesidades respecto del devenir del beneficiario en el trayecto operativo del programa.

La relación de cercanía vincular y emocional requerida por las políticas activas entre orientadores y beneficiarios de estos espacios –demasiado parecida, por momentos, al mandato etnográfico del “estar ahí” para justificar decisiones e interpretaciones (Perelmiter, 2015)–, comienza su construcción desde el momento mismo de la entrevista. Esta búsqueda implica un ejercicio de equilibrio permanente, verdadera alquimia pedagógica que pivotea entre una relación de proxemia subjetiva y de distancia social y administrativa[23] (Zunigo, 2008), de indagación sobre datos, gustos, intereses y preferencias personales, pero también de exigencia de destrezas expresivas y de información sobre los compromisos institucionales: “esto no es un subsidio, sólo cobrás el incentivo si hacés alguna actividad… como si fuera un trabajo”[24].

La complejidad de esta búsqueda consiste en la pretensión de algunos de los operadores estatales del PJMYMT de producir un rapport moral (Zunigo, 2008) sin por ello ver socavada su propia figura de autoridad en materia de empleabilidad. El trabajo de vinculación, con miras a la orientación y el acompañamiento, se realiza en simultáneo con un trabajo de involucramiento y escrutinio de los beneficiarios: los orientadores no receptan simplemente demandas, sino que intentan “hacer surgir” nuevos proyectos, “enganchar” con propuestas y búsquedas laborales, “interesar” a los jóvenes en determinadas actividades (Zunigo, 2008). Sobre este verdadero trabajo de re-conversión y adaptación de las expectativas (Beaud, 1996) volveré a partir de la descripción de la instancia formativa del POI.

Por su parte, este dispositivo brinda acceso a una suerte de diagnóstico nativo, actualizado, en terreno (Perelmiter, 2015; Cortés y Kessler, 2013), sobre el problema de la empleabilidad. Las entrevistas encarnan las categorías de inactividad, de inestabilidad, de inempleabilidad; llenan de historia las condiciones de “vulnerabilidad” y las “trayectorias familiares desfavorables” y contribuyen a la construcción de modelos propios de juventud con “problemas de empleabilidad”: jóvenes que “no saben hablar”, que “no se pueden expresar”, que “no te miran a los ojos”, que “les faltan los dientes”, que “no saben llegar puntuales a una cita”.

En estos relatos, los jóvenes provendrían de familias que no han trabajado “por generaciones”, corrompidas por la política social “asistencialista”, de los subsidios sin contraprestación. Falta de planificación, falta de hábitos, falta de constancia. Jóvenes que no deciden ni logran “valerse” por sí mismos; adultos problemáticos que reproducen la infantilización de sus hijos, a quienes “habría que comenzar a tratar como adultos”. Usos y rutinas que se trasladan a la vida misma del programa: falta de autonomía y de responsabilidad. Tendencia a la dependencia y la pasividad respecto de tutores y orientadores, quienes pretenden funcionar como nuevas figuras de autoridad.

El problema de la empleabilidad se reactualiza como problema de competencias: hablar, comunicar, mirar a los ojos, presentarse, venderse, ser puntual. Se constituye de esta manera una explicación nativa de la problemática: la empleabilidad como “tema cultural”, como problema de “educación”, de crianza, socialización, en valores, hábitos y buenas costumbres en el mundo del trabajo. Las formas de interacción en la OE, a partir de un diagnóstico de la cuestión laboral de los jóvenes en términos subjetivos y actitudinales, disponen a percepciones que anclan en el “instinto” de los agentes estatales (Martínez López, 2009) –pero también de otros agentes homólogos– y a intervenciones de tipo formativas (Martín Criado, 1999; 2005).

Orientación e inducción al mundo del trabajo

Llego de mañana a la oficina. Graciela estaba en un barrio, haciendo difusión y Julieta en un POI en el centro. Sergio, que cargaba datos a contrarreloj, me invita a que entre al POI que se desarrollaba en el mismo edificio y que había empezado hacía dos semanas. No estaba en mis planes, pero no quise contradecirlo y me dirigí hacia el “aula”. Estaban todos en el anfiteatro, en el escenario. Hacía bastante frío y la luz era muy tenue. Me presenté ante docentes y alumnos del curso y conté sobre mi investigación. Luego de hacer algunos chistes sobre el uso de la información que generaría, me invitaron a sentarme con ellos.

La tallerista abrió la jornada pidiendo una tarea que había encargado la semana anterior (buscar una nota de diario con una temática específica). Por segunda vez consecutiva los jóvenes no habían cumplido con la consigna. Esto ameritó una charla, en tono de sermón, sobre lo que implicaba su “responsabilidad” en el marco del curso, la necesidad de que asumieran una “actitud activa” en ese contexto y de que se “comprometieran” con la actividad como lo harían con un “trabajo” de verdad. Nicolás, el beneficiario del programa sentado a mi lado, participaba y comentaba todo el tiempo sobre lo que decía la docente. Dijo que no estaba de acuerdo, que creía que podían hacer la actividad ahí mismo, que no había necesidad de “quedarse discutiendo” al respecto y que, “en realidad”, en un trabajo la “responsabilidad” era distinta, porque se cobraba un “sueldo” y que, “entonces”, no era la misma situación. La docente, no conforme con la respuesta, pero sin encontrar forma rápida de rebatirla, quedó un momento en silencio y cerró la situación con la afirmación: “cada uno sabrá”.

Conocer(se) y proyectar(se)

A partir de contactos en común pude entrevistar a personas que habían sido docentes de POI en ediciones anteriores, pero que ya no se encontraban más vinculadas a estos espacios. Entre las críticas que formulaban a la metodología y el contenido del programa fue muy recurrente el desacuerdo respecto del tipo de intervenciones de corte “psicologista”. Desde su perspectiva, muchos de los problemas con los que los jóvenes debían lidiar cotidianamente se trataban desde una mirada de “autoayuda”, que ponía el acento en tomar las “decisiones correctas”, en saber “venderse”, en mantener el “buen camino”, en llegar a “conocer” sus propios intereses, deseos: “descubrir” aquello que “quieren hacer”[25].

Este tipo de enfoques aparecía también en otros momentos del programa y estaban en el seno de su diseño original. La conformación de un perfil laboral individual estructuraba el armado de todo el proceso de orientación en torno a la noción de “proyecto”: el conocimiento de los gustos, deseos e intereses, implicaba, en grados diversos, procesos complementarios. Primero, el de producir esos intereses como tales, involucrar a los jóvenes con las instancias del programa, interesarlos en la formulación y el desarrollo de los servicios y en la mejora de su empleabilidad: no aceptar la indefinición y resignación de “cualquier cosa” ante un pedido de comunicación de “intereses”. En segundo lugar, la evaluación “realista” de las condiciones, recursos y posibilidades de cumplir con dichos anhelos laborales. Por último, la planificación a largo plazo, como formulación de un proyecto formativo-ocupacional, para cumplir con dichos objetivos.

Son dos meses de capacidad[26] para conseguir un buen trabajo, cómo se puede hacer para conseguir un buen trabajo…. Muchas cosas nos explicaron así y que esos dos meses se aprenden muchas cosas, que son dos meses que nos van a tener así haciendo capacidad, capacidad de cómo buscar y conseguir [Jennifer. Beneficiaria del PJMYMT]

La tallerista del POI coordinaba una actividad que muchos habían llevado hecha desde sus hogares. La consigna era contar qué pensaban hacer en los próximos años. “-No sé… tengo una hija. Pienso en trabajar para darle cosas a ella. Ahora trabajo de promotora. Me gusta porque son tres días nomás y eso me deja mucho tiempo con ella”. Otro de los jóvenes, que había contado que era músico, le preguntó “-¿y cuando seas vieja?”. Todos rieron. Dijo que le gustaría encontrar algo fijo, más seguro, como una tienda de ropa. Otra chica dijo que quería ponerse su propia peluquería cuando se recibiese del curso de estética que estaba realizando. Otro beneficiario dijo que quería tener una veterinaria, que le gustaban mucho los animales, “y si no, abogacía”. Ante la ambigüedad de la respuesta, la docente le propuso “elegir” y, en base a eso, “planificar”. Le dijo que tratara de imaginarse un día común de trabajo para poder figurarse “qué descartar”. Nicolás contó que le gustaría trabajar en empresas de autos, o tener un taller, ser policía, bombero o piloto de avión. Discutieron sobre las dificultades y lo costoso que eran algunas de esas opciones, además de cuáles eran las posibilidades de conseguir medios para esos proyectos. El siguiente, uno de los jóvenes que había llegado a mitad de la clase (con “permiso”, por venir de un entrenamiento), dijo que quería ser policía, militar o gendarme. “Me gusta”, dijo, a lo que otro agregó, completando: “… ser cobani”. “Cómo están vestidos”, aclaró el primero y una de las chicas replicó: “Ropa prestada”[27].

Mientras la docente intentaba dar pautas para “afinar” en la definición de objetivos ideales y de modos de búsqueda, Nicolás continuaba hablando con su compañero. El ruido provocó que la tallerista lo hiciera correr de lugar para separarlo de su interlocutor. El joven accedió de muy mala gana, diciéndole “hartante” y “molesta”, no directamente, pero lo suficientemente alto como para que le escuchara. Un poco descolocada, la docente reaccionó con la frase “nos tranquilizamos…”, dirigiéndose al grupo en general. Cuando el módulo terminaba y la tallerista se cruzó con el docente del siguiente módulo, escuché que le advertía “hoy están un poco retobados”, aunque reconociendo una parte de la responsabilidad, por “no haber sabido manejarlos”[28].

Muchas de las entrevistas a agentes estatales evocaban imágenes similares: “pibes que quieren ser futbolistas, pero no están inscriptos ni en un club; pibas que quieren ser modelos”. En el marco de las imputaciones de presentismo y de falta de realismo, los proyectos “fantasiosos” que estos agentes pretendían de-construir respondían a ideales “sin esfuerzo”, de “dinero fácil”, con un déficit en el conocimiento y reconocimiento adecuado del mercado laboral, de los hábitos de trabajo y del lugar de las carreras en el estudio y el empleo, según lo indicaba la “norma social” (tal como era imaginada a partir de las disposiciones sociales propias del discurso legítimo encarnado en los operadores del programa).

Como vengo sosteniendo, el proceso de disciplinamiento y el trabajo simbólico de reconversión de las expectativas, en tanto producción de disposiciones adaptadas (Mauger, 2001) y sentidos de los límites apropiados a su posición –“ubicar a los jóvenes”– (Beaud, 1996) implica un trabajo en dos dimensiones. Por un lado, el denominado “control emocional”: un proceso formativo no sólo sobre la dimensión de lo expresivo y comunicativo, sino también sobre lo “reactivo”. En distintas instancias, desde las jornadas de POI, pasando por las entrevistas, hasta los entrenamientos, las reacciones identificadas como “violentas”, “malas respuestas” y la cuestión de los “modos y modales” en general son objeto de regulación en tanto que expresan un conflicto: el de las normas de “etiqueta” (Goffman, 2004) de los contextos laborales “formales” (imaginados por los operadores como las inserciones laborales ideales para los beneficiarios), en contraposición a los códigos de interacción en los cuales muchos de estos jóvenes han formado o consolidado su habitus de clase, en el marco de contextos laborales con reglas vinculares informales o personalizadas –como es el caso del sector de la construcción y del trabajo doméstico–[29].

En segundo lugar, la evaluación de las expectativas o proyectos de los jóvenes como “irreales” –ya sea por dispersos (ser “abogado” o “veterinario” como parte del mismo proyecto) como por improbables– deriva en intervenciones que llaman a la elección, a la resignación o a tomar estrategias de empequeñecimiento (Bourdieu, 2006; 2011b): si una carrera como “Contador público” aparece como inalcanzable (porque el beneficiario aún no ha terminado la escuela secundaria o tiene obligaciones domésticas y una situación económica al límite), se proponen “salidas” alternativas, como “secretariado administrativo” o formación profesional en “atención al cliente”.

Otros agentes estatales no clausuran las opciones “de máxima” y a largo plazo, aunque orientan sus intervenciones a alejar temporalmente el objetivo y plantear los “pasos” a seguir: ingresar en el programa, realizar el curso introductorio, anotarse en un CENMA y finalizar la escolaridad obligatoria. En una ocasión, Graciela me mostraba el CV de uno de los formularios que tenía atrasados para cargar en el sistema. Me decía que le daba “fiaca” y me describía la situación: “esta chica tiene primaria incompleta, es del campo y quiere ser secretaria de un estudio…”. Sergio la interrumpió y acotó en tono burlón: “adivino… era tridente, o bi-dente” (refiriéndose al estado de su dentadura). Graciela dejó de mirarlo, moviendo la cabeza en señal de desaprobación. Sergio continuaba “y vos la ves, y vos sabés…”. Como si Sergio nunca hubiese interrumpido, Graciela continuó su explicación, mirándome: “entonces, la agarrás por el lado de… bueno, no terminaste la escuela… tenés que esforzarte, terminar por lo menos”. Sergio, insistiendo en no abandonar la conversación, reforzaba: “Sí, Graciela, pero vos la ves y sabés…”.

Inasistencias y justificaciones

Como primer espacio institucionalizado de formación en el marco del programa, y uno de los más estables, asiduos y constantes en el tiempo, el POI servía para fundar disposiciones y “hábitos” duraderos, para luego ser reforzados por la participación en otros servicios de empleo, como los cursos o los entrenamientos. Una de estas disposiciones era la “relación con la autoridad”, preocupación fundamental para los agentes estatales, ante trayectorias de jóvenes que caracterizaban como “des-institucionalizados”[30].

En segundo lugar, y profundamente vinculado a la intención de formar hábitos y rutinas propias de la “institución”, encontré una serie de prácticas en torno al control de la asistencia, el cumplimiento de horarios y la justificación de inasistencias. La continuidad del dictado de comisiones de POI dependía de la asistencia sostenida de un número mínimo de beneficiarios, que potencialmente podía ser “inspeccionada” por personal del Ministerio. Por esta razón, la posibilidad de mantener en el tiempo este compromiso era una temática central en la presentación de la propuesta de los operadores a los jóvenes convocados para realizar el trayecto introductorio al programa, como así también era objeto del cálculo, las prioridades y jerarquías que los agentes estatales establecían al momento de seleccionar jóvenes para uno u otro servicio. Aun así, las inasistencias eran tan recurrentes como “preocupantes” para los agentes estatales y talleristas.

Fue habitual ver intervenciones de los tutores, a pedido de los talleristas, en el espacio mismo del POI, para refrescar las implicancias y los compromisos de una política activa de empleo: sólo cobrarían el “incentivo” quienes “cumpliesen” con su obligación, que era la asistencia. En caso de estar impedidos por razones “legítimas”, los jóvenes deberían “demostrar” estos inconvenientes, presentando algún tipo de “certificado”. La exigencia de certificación médica como única justificación autorizada para las inasistencias forma parte del proceso de “orientación” e “inducción” a las reglas universalmente válidas en el mundo del trabajo (formal).

En la práctica, terminé observando que los “arreglos” eran mucho más laxos que lo que se sostenía públicamente en dichas charlas. El acceso a certificación era bastante escaso entre los jóvenes. Por otra parte, las razones de “salud” constituían una franca minoría entre los motivos de inasistencia. En contraposición, el compromiso y la contribución a tareas en el espacio doméstico, fundamentalmente en el caso de las mujeres, para reemplazar a sus madres en trabajo de limpieza, cocina y, fundamentalmente, de cuidado de menores, llevaba a muchas beneficiarias a faltar, o bien, a retirarse temprano y llegar tarde al curso. En el caso de los varones, su vínculo con trabajos inestables, changas y, fundamentalmente, la inserción laboral de sus familias en el sector de la construcción, hacía que muchas veces respondieran a los ritmos de demandas esporádicas de mano de obra del denominado “sector informal de la economía”. Cubrir a un pariente en el kiosco, como ayudante de peón o “tomar” un trabajo “intensivo” de una semana eran razones comunes por las cuales los jóvenes se ausentaban una o varias clases del POI.

El compromiso que de manera tácita se construía, consistía en informar las faltas, preferentemente con tiempo de anticipación, haciendo una suerte de arreglo precario con el tutor u orientador. A la validación de esta justificación se sumaban, además, criterios de legitimación (o de impugnación) complementarios: el seguimiento personalizado de los “tutoreados” les permitía, a los agentes estatales, establecer, con conocimiento de causa, la credibilidad de los argumentos y el grado de “necesidad” y “precariedad” de la situación de cada joven, sobre quienes los “permisos” adquirían una flexibilidad diferencial. Estos pedidos, además, quedarían en una suerte de registro mental de los tutores, que contribuía a la clasificación de cada beneficiario como candidato “viable” o “no viable” para los servicios más pretendidos en el PJMYMT.

Yo he tenido acuerdos con profes del PFO, de pibes que han faltado mucho, pero porque la situación hacía que no lo pudieran sostener, y qué se yo…: “Che, este chico falta mucho, lo tenés que dar de baja”, y no, y llegás a un acuerdo (…) ¿me entendés? Por eso que me es vital a mí el vínculo con el profe del PFO, es vital. Yo con él establezco un mutuo acuerdo: “Che, prestale atención a este pibe porque viene con una carga de este tipo” [Facundo. Agente del equipo técnico]

Equivalente a las ausencias en los lugares de trabajo, las “faltas” eran tomadas por los agentes estatales como “evidencias” del diagnóstico realizado acerca del problema de empleabilidad de los jóvenes. Incluso en contextos favorables de “ayuda”, “contención” y “emulación” de las reglas en el mercado de trabajo, los beneficiarios mostraban serios problemas para sostenerse en el tiempo como participantes de distintos espacios.

Lo que pasa es que nosotros al tener una primera instancia de capacitación, los cursos introductorios al programa, donde los chicos tienen que cumplir horarios, tienen que asistir, todo, es como que vuelven a estar dentro de un margen institucional que tienen que cumplir horarios, cumplir asistencias. Pero cuando uno ya los deriva a la práctica, y faltan… a veces no avisan, sobre todo en las prácticas. Están como reglamentados, que tienen que avisar, que tienen que respetar a la persona que tienen en la empresa, que no tienen que faltar… [Pamela. Agente del equipo técnico]

Como volveré a analizar en próximo capítulo, muchas veces la credibilidad de las justificaciones es reforzada a partir de la asistencia de las madres –y en menor medida, de padres– a la OE para garantizar que la falta de sus hijos o hijas había sucedido por pedido y autorización suya. El insistente señalamiento de este problema por parte de los agentes estatales implicaba cierto intento de purificar los principios de justificación adecuados (certificaciones institucionales), formando competencias necesarias para el reconocimiento de situaciones sociales diferentes (Boltanski y Thévenot, 2006 [1991]: 216-217). Por otra parte, esta disrupción colocaba a los beneficiarios en una posición negativamente asociada a su condición de juventud: la de la “inmadurez”, encadenada, a su vez, a una situación de dependencia.

Problemas con el pago: interés y vocación

La docente dictaba una actividad en el marco del PFO (repetidas veces, porque los chicos no alcanzaban a escribir al ritmo en que ella hablaba): “Escribir detalladamente la actividad que me gustaría como trabajo”. En medio del dictado, llegó Julieta junto a la coordinadora de la OE, Mercedes, a quién había conocido en la oficina central. Contaron que había habido un problema con el pago del “estipendio” por el POI. Aclararon que el problema era de tipo “administrativo”, que provenía de un error del “Ministerio” y que ellas (del equipo técnico) “no tenían nada que ver”. Así, el cobro del estipendio se atrasaría un mes.

Costó mucho quitarles a los jóvenes la impresión de que los estaban “estafando” y que les habían “robado” un mes de cobro, aun cuando las operadoras repitieron varias veces que iban a cobrar más tarde, pero que garantizaban la totalidad de las cuotas, porque “todo lo que se hace en el programa, se cobra”, porque es un “incentivo”, una “compensación” por su actividad. Los chicos se quedaron murmurando. Cada tanto, había silencio y uno quedaba hablando solo, diciendo que era “un chamullo”.

Los problemas con el cobro eran muy comunes, y las explicaciones burocráticas de fechas de acreditación, cargas en el sistema, fechas de cierre, problemas ministeriales, etc., nunca satisfacían demasiado a los jóvenes que, respondiendo a la interpelación de “tomarse el curso como un trabajo”, esperaban cobrar “en tiempo y forma”. El compromiso y el contrato moral de las condiciones y las actitudes exigidas en el marco del programa, en este sentido, no se establecían en una sola dirección, sino que generaban relaciones de intercambio y obligaciones mutuas, en base a las cuales podían formularse una serie de reclamos, denuncias y juicios valorativos.

Por su parte, la cuestión del cobro era objeto de preocupación entre los operadores. El dinero era tematizado casi siempre como un “incentivo” y negado en su carácter de “subsidio”. La asociación entre una tipología de política social “asistencialista” de la que la gran mayoría de los agentes estatales sentía la necesidad de des-marcarse, un vínculo de tipo “dependiente” con los beneficiarios y una relación “interesada” con el Estado y sus agentes, eran elementos recurrentes en la manera de describir y argumentar de los operadores sobre el PJMYMT.

Muchos de los agentes estatales negaban las formas más “espurias” de interés como motivación en el programa: “les interesa progresar, terminar la escuela, aprender a trabajar”. Esto no implicaba construir a los jóvenes en términos “des-interesados”. Antes bien, las discusiones sobre el “cobro” y el lugar del “incentivo” en el programa pretenden construir y distinguir –en asociación con ciertos elementos del discurso oficial de las políticas activas– al interés de tipo “vocacional” como criterio válido de selección y prioridad en la distribución de los recursos del programa. A la vez, las intervenciones de los operadores buscan circunscribir a la “necesidad material” como elemento de legitimación, justificación o valor exclusivo de la política asistencialista[31].

Esta suerte de arreglo de negación y disimulo de alguna manera se sostenía vigente en tanto y en cuanto el pago del “incentivo” fuese regular o la expectativa de que así sucediese quedara vigente. Cuando aparecían conflictos por las demoras y los problemas administrativos, se abrían frentes de disputa en los cuales el vínculo “personalizado” entre operadores y beneficiarios tensionaba con las obligaciones “puramente económicas” del programa con los jóvenes.

Conocer, clasificar, orientar

Habiendo establecido descripciones locales de la “vulnerabilidad” y diagnósticos actualizados de la problemática de la empleabilidad juvenil, los agentes distinguen, a grandes rasgos, entre jóvenes (expresiva y comunicativamente) “despiertos”, “responsables” y “realistas”, valorados positivamente en los procesos de selección, por ejemplo, para los entrenamientos laborales, o los escasos proyectos de financiamiento para el “auto-empleo” que surgen en el marco del programa. En su etnografía, Zunigo concluye también que los jóvenes más valorados por los agentes de las misiones de inserción son aquellos que, provenientes de las fracciones mejor posicionadas de las clases populares, son identificados como “autónomos y responsables” (Zunigo, 2012).

En contraposición, el reconocimiento de jóvenes “infantiles”, de “baja autoestima”, “dependientes” (de sus familias, de los mismos agentes estatales, del Estado, etc.) se constituye en una forma de categorización negativa. Esta clasificación dispone a orientarlos hacia servicios menos valorados y con menores posibilidades de “proyección” en el programa: por ejemplo, los cursos de FP en los que suele sobrar “cupo” (informática básica, atención de estaciones de servicio, etc.). Como ya planteé, el dis-valor de la dependencia en el discurso de gran parte de los operadores del PJMYMT se redobla en la medida en que, por asociación al “interés material” tal y como es construido en el mundo de la “asistencia social”, se opone al esfuerzo y el trabajo como valores en sí mismos (Darmon et al., 2006), acciones no-instrumentales, legítimos otorgadores de dignidad personal y, por lo tanto, de valor social, en un sistema clasificatorio basado en la imaginería del trabajo.

Como ya mencioné, gran parte de los diagnósticos situacionales de empleabilidad en las interacciones entre los operadores y los beneficiarios del programa se anclan en la “presentación de sí” y en la dimensión de lo “no dicho” en los cuestionarios: un escrutinio detallado sobre vacilaciones, longitud de respuestas, pronunciación, dirección de la mirada, etc. (Beaud, 1996). Y también, de una serie de reglas estéticas “inconfesables” acerca de determinados segmentos del mercado de trabajo, pero que funcionan como “secretos a voces” en los cálculos y pronósticos de los operadores: en distintas circunstancias fui testigo de narraciones sobre conflictos con empresarios y jóvenes, a raíz del desplazamiento, la marginación o la exclusión de personas por el estado de su dentadura, por el corte de pelo, por su olor, etc., fundamentalmente en puestos de “atención al cliente”.

La evaluación que los operadores del programa practican sobre las vidas laborales de los jóvenes, sobre posibilidades de logros, factibilidad de proyectos y validez de cursos de acción elegidos, incluye cálculos que integran de manera compleja mucha de esta información no-sistematizada, desde el aspecto, la presentación y las características fenotípicas, hasta el “carácter”, el temperamento y la autoestima; cálculos que adquieren, en este contexto, gran capacidad predictiva, así como poder performativo. Todo un conjunto de “impresiones” que, a la vez, se apoyan en el diagnóstico “actitudinal” sobre el problema de la empleabilidad y co-producen las condiciones de personalización para la intervención en la cuestión.

Así, la intervención formativa en términos de activación se comprende bastante bien a partir de expresiones como “sembrar el germen emprendedor” o “enseñar a venderse”. Como mostré, la definición problemática en términos actitudinales y el énfasis puesto en la “presentación de sí”, sumado a las condiciones efectivas del programa, la disponibilidad real de servicios y las exigencias cotidianas de la OE, orientan la intervención de los operadores del PJMYMT fundamentalmente como un ejercicio de puesta en valor de competencias existentes: el giro que a nivel global ha sido nominado “de la capacitación a la orientación” se expresa aquí en un esfuerzo de los agentes estatales por volver “económicos” saberes y prácticas no valoradas por los beneficiarios en sus estrategias de inserción en el mercado de trabajo (cocina y cuidado de personas, en el caso de las mujeres, changas y trabajo familiar, en el caso de los varones).

La producción de una nueva recursividad y, por lo tanto, la ruptura con la carencia en materia de empleabilidad de estos jóvenes se da, en gran parte, en términos de un trabajo de reconversión simbólica (Zunigo, 2008; Martínez López, 2009). En un sentido germinal, esta reconversión se define como acto de reconocimiento social del acervo de saberes y prácticas con los que algunos de los jóvenes ya cuentan y, por lo tanto, como un proceso de disputa y renegociación de las categorías de percepción y apreciación de los recursos valorados y valorizados en el mercado del trabajo.

Visitar, acompañar, sensibilizar

Nos encontramos con Eva en la central de policía a las ocho de la mañana para tomar el colectivo y hacer una “visita” a una empresa de logística en la que había al menos tres entrenamientos. Ella llevaba unos papeles para terminar de cargar los proyectos en el sistema. Según me contaba, estaban teniendo muchos problemas para la “derivación” de perfiles (la selección de beneficiarios por parte de los tutores, a pedido de los relacionadores). Había cambiado la forma de “cargar los proyectos”, es decir, de darles entidad en el sistema informático del Ministerio para que se pudieran “vincular” beneficiarios y efectuar los pagos de estipendios. Me contó los problemas que surgieron por centralizar esta tarea en un área de la Municipalidad: la persona a cargo decidía cuáles proyectos cargar y cuáles no en base a su relación y sus problemas personales con los operadores de cada OE, por lo que muchas veces generaba falsas expectativas y dejaba “caer” proyectos de jóvenes que ya habían empezado a ir a las empresas. “Como es de la gestión, y tiene cuña, no se la puede tocar… solamente la movieron y ahora cargamos nosotros mismos”.

Como la empresa quedaba bastante alejada, hablamos mucho en el recorrido. Fueron varias las historias que me contó sobre nuevos integrantes de los equipos técnicos que contaban con “contactos” políticos, que eran “acomodados” en nuevos puestos y dependencias del Estado Municipal por no cumplir con sus obligaciones en el programa. Los relacionadores de esta “nueva camada” no informaban bien a los empresarios y con el tiempo surgían conflictos cuando tenían que encargarse de algunos costos económicos (seguro, cobertura médica, etc.). “Imaginate, el nuevo director de empleo ni sabía que trabajábamos con desempleados”, me decía tentada de risa. También criticaba que, en la última gestión, hubiesen utilizado muchos entrenamientos laborales para cubrir tareas de la misma OE, siendo que ninguno de los pasantes tendría luego oportunidad para “quedar efectivo” como empleado municipal.

Ya en la empresa (una compañía de logística y distribución con varias sucursales), y luego de esperar unos minutos en recepción, nos atendió Lorena, la encargada de RRHH. Tenía alrededor de treinta años. Ella no recordaba el motivo de la entrevista con Eva y no podía firmar los papeles ya que era la contadora la que tenía ese poder. Revisaron juntas los formularios, la cantidad de copias, los nombres de cada una, la “prepaga”, etc. Lorena se mostró muy agradecida y contenta con el desempeño de Eva, que resolvía todo en poco tiempo. “-Es mejor estar protegidos, nosotros y los chicos, tener todo bien hecho… yo te agradezco mucho / -No, no… [respondía Eva] no hay que agradecer, es un servicio público que se brinda”. Sin decirlo, hacían referencia comparativa al desempeño del relacionador anterior, uno de los “acomodados” por la gestión municipal. “Son tres copias y me devolvés sólo una… municipalidad, contrato legal… listo”. Lorena le volvió a pedir disculpas por no tenerle la firma de la contadora preparada.

Esperando el colectivo de vuelta, Eva dijo que primero me iba a llevar a los entrenamientos que hablaran “bien” de ella, largando una carcajada. “Ahora estoy saliendo bastante [de la oficina] porque ando medio loca… medio Gasalla [se ríe fuerte], así que mejor voy a tomar aire. Ayer con todas las cosas que me hicieron… un pibe que estaba ahí en la oficina con el PJMYMT y me hinchó para que le consiguiera una práctica. Le di a elegir entre todas las prácticas que había y fue un solo día a la empresa y llamó a la OE para decir que no iba a ir más porque no le gustaba el laburo en la fábrica de pastas… me dejó dicho que yo sabía que no le gustaba y que si no le conseguíamos un trabajo como el que él pretendía, pensaba hablar con el director de empleo… ¡pendejo de mierda! [imitaba su propio grito en la oficina]. Así que mejor ando en la calle… la oficina me cansa”.

En sus interacciones con jóvenes y empleadores, Eva era cuidadosa de no arrogarse méritos por acciones que, como siempre aclaraba, son “servicios públicos” o “derechos”, ni “buena voluntad”, ni “favores” a particulares. Sin embargo, el conjunto de dinámicas y condiciones de personalización de los procesos en el contexto de la OE, como ya sostuve, definían expectativas morales que disparaban situaciones de “indignación” de cualquiera de las partes, ante lo que fuese interpretado, ya sea como “estafa” (el atraso en el cobro), ya sea como desaire (el rechazo de un puesto “por cuestiones de gusto”). Estas situaciones de ruptura (Zigon, 2007), tan significativas en cuanto muestran los principios subyacentes a partir de los cuales se construyen juicios de valor sobre objetos y personas, dejan entrever cierta pervivencia de oposiciones y expectativas en torno al ideal de “buen” pobre (Darmon et al., 2006; Saraví, 2015): el pobre meritorio, laborioso y resignado (Fassin, 2003).

Llegamos a una nueva empresa: una fábrica de muebles de diseño. Ésta no tenía más de diez integrantes en total, contando a su dueño. Javier tenía alrededor de cuarenta años, vestía ropa informal, cómoda. Sonreía mucho. Era conversador y amable. Se mostraba muy conocedor de las historias individuales de los jóvenes en su empresa y recordaba permanentemente la “complejidad” de sus vidas. Como a Eva le faltó un formulario le pidió prestada la computadora a Javier, revisó datos de algunos chicos y mandó a imprimir lo que faltaba. Todos nos reímos de lo olvidadiza que era.

Javier se jactaba de haber adquirido gran experiencia en la evaluación de los jóvenes que llegaban para entrenarse en su empresa: “A esta altura, los veo entrar por la puerta y ya sé todo de ellos: su historia, su familia, de dónde viene, todo”. En este sentido, algunas de las técnicas que había observado en el marco de las entrevistas e interacciones en general en la OE se repetían en los espacios laborales en los que los beneficiarios se insertaban: una sobre-interpretación general de marcas, actitudes y rasgos, que permitía sintetizar, en poco tiempo, una enorme cantidad de información para valorar y juzgar simbólicamente a los pasantes, es decir, para determinar y producir su valor social (Wilkis, 2014).

Eva le comentaba de las reestructuraciones del programa, y del problema del ingreso de operadores que no tenía el mismo perfil “social” (se refería a las ciencias sociales) que habían tenido históricamente los integrantes del equipo técnico. Él acordaba: “Claro… una cuestión de educación”. Eva aclaró que eran todos estudiantes avanzados de abogacía y él la corrigió, “No, educación es mucho más, es lo que te enseñan en la familia. Al final, todo se reduce a eso. El otro día, una mujer, en un auto, abrió la ventanilla y tiró basura y una botella para afuera. Y no es cuestión de clase social, porque tenía un auto más caro que el mío. Eso es educación y lo tenía al hijo sentado al lado. Ahí ¿Qué ejemplo le estaba dando? Yo si la veo a mi hija que hace eso, la bajo del auto y la hago que lo recoja”. La problematización a partir del concepto de “empleabilidad” contiene, en germen, la definición de la situación problemática en términos de “culturales” (educativos, en un sentido amplio) y, por lo tanto, prioriza intervenciones “pedagógicas”: de formación, orientación e inducción (Darmon et al., 2006; Martínez López, 2009).

La última empresa que fuimos a visitar era una fábrica de sándwichs. Un negocio familiar. Adelina, la mujer de alrededor de cincuenta años que atendía, nos abrió la reja desde adentro con un botón en el mostrador y nos acercó banquetas. Estaba colorada de calor. Había juntado muchos papeles en un bibliorato para Eva, pero sólo algunos servían. Contó en detalle la historia de su negocio anterior y del cambio de titularidad. Sus hijos la acompañaban: el varón preparando un sándwich y la mujer en la computadora. Ésta última había sido la que se contactó con Eva por e-mail.

Adelina pidió que los pasantes fuesen varones, porque el que les “enseñaba” era su marido y ya varias veces habían probado con mujeres, pero “los hombres resultan más eficientes”. Eva, disimuladamente, le discutió: “seguramente” era una cuestión de “afinidad” más que de “capacidades”. Ante esto, la mujer corrigió su expresión: “lo que es más importante son las ganas, la actitud…”, dijo haciendo un ademán enérgico con las manos hacia adelante. Adelina aclaró que las únicas tareas que no realizarían los pasantes sería el corte de jamón y de queso, aunque igualmente les enseñarían a manejar la máquina: “en eso (en el ahorro en el corte) se ve la diferencia económica en el negocio”, explicaba.

“No va a haber problema alguno… van a andar bien los chicos… mi marido sabe trabajar y enseñar. Él trabaja desde chiquito, porque es del campo y allá cocinaba pan y pastelitos con su mamá”. Ante sus preguntas, Eva le explicó que los beneficiarios del PJMYMT tenían ciertas experiencias laborales, pero siempre en condiciones de informalidad, sobre todo en el sector de la construcción. “Ah, sí, mi marido trabajó también en la construcción. Es muy pesado ese trabajo. Igual, esto (la fábrica de sándwich) también es sacrificado, no como en la construcción, pero tampoco como atención al cliente. Esto es una fábrica y si no producís, no tenés qué vender”. Cuando los papeles estuvieron completos, Eva les explicó que iba a tener que cargar esa misma jornada los formularios, porque al día siguiente era la fecha de cierre de proyectos de ese mes: “No importa igual, vamos a estar bien, porque yo trabajo”, dijo, sonriendo y remarcando las últimas dos palabras.

La negociación de las categorías legítimas de evaluación

Además de la búsqueda de empresas y la construcción de proyectos de entrenamiento, gran parte del esfuerzo de los relacionadores está orientado a un proceso, doble y simultáneo, de control y “sensibilización”. El escrutinio sobre las prácticas, las relaciones y el entendimiento en el mundo del trabajo no recae exclusivamente sobre los beneficiarios del programa, sino también sobre los empleadores, en empresas de diversas escalas. Las empresas más grandes, en general, eran percibidas como más provistas de protocolos, controles de asistencia, cumplimiento de normas acordadas por convenio, con política clara de recursos humanos, etc. Las PyMEs o emprendimientos familiares, de manera mucho más habitual, tendían a generar arreglos alternativos, a proponer tiempo de trabajo “en negro”, horas extra “fuera de convenio”, a no comunicar a la OE las ausencias de los pasantes en el lugar de trabajo, etc. Por otra parte, aun cuando la capacitación técnica no se ubique en el centro de la comprensión nativa del programa, existe una fuerte preocupación de parte de los relacionadores por garantizar (en el contexto de los entrenamientos) que los proyectos pensados para la calificación laboral de los jóvenes no funcionen como una precarización encubierta de mano de obra por parte de las empresas: “Hay que controlar que el puesto de operario no termine limpiando, que el mozo no termine siendo lavacopas…”[32].

La mayor preocupación pasa, igualmente, por intervenir sobre los criterios de selección, y contener las tendencias de los empleadores a operar en base a prejuicios y categorías de discriminación estética, cultural y social. Las narraciones de los funcionarios del ministerio refieren a una diversidad de experiencias de discriminación hacia los jóvenes, que requieren de su intermediación con docentes y autoridades de instituciones en los que se realizan actividades del programa, los “primeros en excluir a los beneficiarios del sistema educativo”.

Por otra parte, la presencia de jóvenes de familias “vulnerables” en instituciones públicas, muchos de ellos provenientes de distintas villas y asentamientos de la ciudad, produjo, en el marco del PJMYMT, distintas situaciones de reacción de las fuerzas policiales, deteniendo y evitando la circulación de los beneficiarios del programa en diferentes espacios institucionales “poco habituados a su presencia”.

Los relatos de los operadores incluyen historias de comprensión y progresiva transformación por parte de empleadores que, en un principio, restringían la visibilidad y el acceso de los beneficiarios a muchas de las actividades y puestos de mayor calificación por motivos (supuestamente) ilegítimos en el sistema clasificatorio de la cultura del trabajo: portación de rostro, estética (dentadura, rastas, tatuajes, etc.), nivel económico de las familias de origen, etc. En estas narraciones, los mismos empresarios manifestaban su sorpresa ante el rendimiento y el avance de los jóvenes en los entrenamientos, convirtiéndose en promotores de las “bondades” del programa entre sus pares.

El proceso de inserción de los jóvenes en los respectivos espacios laborales implica, entonces, lo que los agentes estatales definen como un “trabajo de sensibilización”, solidario con la definición de las acciones en el problema de la empleabilidad juvenil como un “problema cultural”, que demanda de intervenciones para la “transformación de las mentalidades”. Este trabajo comienza por la óptima explicación del tipo de relación establecida entre la empresa y el beneficiario, situación signada por un paradigma de “formación” en contraposición a la tradicional relación de dependencia laboral. En la representación de los relacionadores, por esta razón, sensibilizar a todos y cada uno de los actores (desde los responsables de recursos humanos hasta los “encargados” que tendrán a su cargo los jóvenes en la vida cotidiana del PJMYMT), resulta vital para el éxito de los proyectos: “uno explica y arregla los términos del programa con el de recursos humanos, y después el que está con el joven es el jefe de producción, que no tiene idea del programa, no conoce los jóvenes, no está sensibilizado”.

La intervención de los agentes estatales en estos ámbitos negocia de manera permanente la legitimidad de las categorías de valoración y valorización de los jóvenes en los espacios laborales. Se esfuerzan por comunicar una definición de la situación en términos no exclusivamente económicos (como “trabajo”), sino “educativos”, de “socialización” laboral y, fundamentalmente, de “inclusión” social. En este contexto, los operadores del programa tienden a desalentar valoraciones basadas en aspectos estéticos o en prejuicios relativos al sexo (“las mujeres son menos eficientes”). Al mismo tiempo, siempre priorizando los procesos de formación y calificación laboral de los jóvenes, admiten como legítimas apreciaciones y valoraciones del desempeño en términos solidarios al sistema de categorías producido, validado y puesto en juego en el paradigma de la política activa: las evaluaciones del valor social de los jóvenes en torno a actitudes (responsabilidad, proactividad, puntualidad, reconocimiento de la autoridad, laboriosidad, etc.), “impresiones” o “sensaciones” por parte de los empleadores.

De esta manera, el “proceso de sensibilización” de los empleadores y la definición del objetivo en términos de “cambio de mentalidades” puede leerse en gran medida como un trabajo simbólico de producción de categorías de percepción legítimas (y, complementariamente, de las disposiciones a percibir en base a estas categorías) de las prácticas laborales de los jóvenes “vulnerables”; es decir, un proceso de producción simbólica del sistema de clasificación de la cultura del trabajo, que interviene en los esquemas mismos de la posición de empleadores del sistema relacional que investigo.

Un trabajo artesanal

Llegando a la OE me encuentro con Graciela fumando en la puerta. Me quedo con ella, que me cuenta su itinerario de difusión del día anterior por barrios de la zona. Cuando entramos, me muestra la pila de formularios tomados “a mano” que luego debería cargar en el sistema. “Así fueron todos los primeros meses, porque no teníamos internet. Impresora tuvimos hace dos meses apenas, así que cargábamos pero después teníamos que hacerlos volver para que firmaran”. Como las búsquedas de perfiles para entrenamientos y cursos no admitían filtros por lugar de residencia, todas las personas que eran inscriptas en esa OE se identificaban por un asterisco que Graciela –por motu propio– incluía al final, para poder encontrarlos a simple vista en las listas de la plataforma informática.

Sergio me llama al asiento a su lado. Da vuelta el monitor y me muestra: un archivo de Excel para los inscriptos, con colores especiales para los activos. Uno para los beneficiarios que hacen cursos, uno para los que hacen entrenamientos. Un último archivo para los intereses de cada uno. Todos con sus respectivos filtros. Además, todas las carpetas con perfiles individuales, resultado del POI y elaborados por los docentes de PFO. Como ya mencioné, las “búsquedas de perfiles” para entrenamientos laborales eran bastante complejas. Implicaban, en un ritmo cotidiano casi siempre ajustado, cotejar varias fuentes de datos y dar cuenta de un conocimiento todo lo pormenorizado que se pudiera de los casos individuales, de las potencialidades actitudinales de los jóvenes para desenvolverse en puestos (no registradas en las “planillas”), por momentos más determinantes que sus intereses “explícitamente definidos” en los perfiles.

Al explicar sus funciones y su trabajo, los agentes estatales que entrevisté sacaban a relucir la característica de un trabajo con “vínculos personales” y “conocimientos instintivos” (Martínez López, 2009): “Tenemos una cantidad enorme de beneficiarios por tutor, entonces se desdibuja un poco esto de la tutoría real, como debe ser, que es más trabajo de artesano. GECAL siempre nos dice: ustedes trabajan como artesanos. Bueno, pero esta es la gracia y eso es lo que hacen los perfiles de los profesionales de las áreas de ciencias sociales… nos interesa hacer contacto con la gente y no que sea una planilla de Excel, un numero filtrado en un llamado, que ahora ni siquiera lo hacemos nosotros y ahí queda todo”.

Esta definición no quedaba exenta de problemas y tensiones: Sergio y Graciela se quejaban constantemente de que Julieta se negara a usar Excel porque “prefiere el papel”: “entrega las listas así (a mano), sin chequear… del POI, de los entrenamientos, de todo… yo la respeto, pero no estoy de acuerdo… además, cuando hay que consultarle, nunca atiende el teléfono, nada…”.

La adscripción al sentido artesanal del trabajo de orientación era sumamente significativa y condensaba asociaciones y oposiciones, respectivamente, centrales para el paradigma de la política activa. Graciela me explicaba así su llegada a la OE: “Lo que pasa es que necesitaban a alguien con empatía, con manejo de la gente, porque gran parte de la entrevista es eso. Lo formal te lleva ocho minutos, no más. Digamos, necesitaban alguien con trato con la gente y que también les pudiera poner límite. Hay gente que quiere ser empleada administrativa pero no terminó el primario, entonces le explico, no, primero tiene que terminar la escuela. Les cuento de los CEMPA, todo eso. El ministerio debería darnos el título de recursista laboral, porque en realidad es eso lo que hacemos. Y como yo hice la capacitación antes de entrar acá…”.

Previamente trabajó en el área de desarrollo social. Siempre aportaba datos a los beneficiarios acerca de trámites de la municipalidad o la provincia en esa secretaría. En poco tiempo rendiría concurso en la municipalidad para “pasar a planta”. Era de los pocos integrantes del equipo técnico que contaba con un contrato laboral en relación de dependencia. La gran mayoría tenía situaciones sumamente precarias, contratados como monotributistas, con sueldos bajos y pagos atrasados de hasta un año. “Necesitaban a alguien acá y nadie quería venir, como que hay una mala concepción de la periferia [comillas con los dedos]. Nadie quiere venir acá y la política es seguir reforzando la oficina central… entonces…”. Tal como sostiene Zunigo (2008), el trabajo de inserción laboral de jóvenes vulnerables implica una serie de disposiciones político-morales específicas y entre ellas, la propensión a la solidaridad con las clases populares.

Sin embargo, esto se cumplía a rajatabla sólo en un grupo específico de agentes estatales (que, con variaciones a lo largo de los tres años de trabajo de campo, fue el grupo mayoritario). Varios de los operadores narraba haber ingresado por convocatorias abiertas y haber sido seleccionado por su idoneidad técnica para el puesto: profesionales o pre-profesionales de las ciencias sociales, trayectorias de militancia o trabajo comunitario, funcionaban todas ellas como certificaciones del mentado “compromiso”, que era sacado a relucir tanto por ellos mismos, para legitimarse[33], como por las autoridades, en tiempos de conflicto por la falta de pago de haberes de los operadores. En el avance del Estado municipal en su disputa por la selección de personal con la dependencia del MTESS de la Nación, los nuevos ingresos al equipo técnico irían perdiendo progresivamente ese perfil (de ciencia) “social” que Eva siempre mencionaba. Esto generó un endurecimiento del discurso de distinción, que identificaba a los “recién llegados” con todo esos valores de los que los agentes “técnicos” buscaban distanciarse: el “acomodo” político, la lógica burocrática, la falta de “corazón” para ese particular trabajo[34].

La tarea de los operadores, entonces, se define como un trabajo artesanal, profesional, técnico y a-político. El tipo de criterios de validez y el carácter de su intervención se asocian a un compromiso moral, en oposición a móviles instrumentales de la burocracia (“son personas, no números”), la estandarización y la “rutina mecanizada” del empleo público. Estas significaciones se asientan, nuevamente, en la comprensión local del paradigma de las políticas activas: la composición y definición del equipo técnico del PJMYMT es leída en un marco de tensión y diferenciación de lo que se entiende como la política pasiva y asistencialista, de lógica “neoliberal”, llevada adelante por equipos de burócratas que intervenían, en un contexto de crisis, fundamentalmente a nivel de resolución de necesidades materiales, pero que por esto mismo, se veían limitados para producir cambios “culturales” y de “mentalidades”.

Este discurso de los agentes estatales produce una frontera simbólica entre el PJMYMT y otros formatos de política pública: la política social de tipo asistencialista de la década de 1990 en el país, como así también programas vigentes como el Programa Primer Paso (PPP)[35] de la provincia, en donde, de acuerdo a estos operadores, no existen instancias de acompañamiento, orientación ni control, mientras que lo que prima es un modelo “del individuo frente al mercado”.

Los números, el trato y los límites de la personalización

Desde esta postura, eran recurrentes las quejas de los operadores cuando la coordinación solicitaba abocar todas las funciones al desarrollo del POI, a entrevistar más gente, a cumplir con los objetivos cuantitativos fijados por el Ministerio, etc. Las referencias a la falta de recursos, por otro lado, era tan asidua como fácilmente comprobable: muchas veces sin internet, no podían cargar directamente los formularios en el sistema, con lo cual luego de tomar las entrevistas “a mano” debían dedicar tiempo de trabajo a “cargarlas en la plataforma informática”, resintiendo la atención de nuevos beneficiarios.

Sergio sostenía que si lo obligaban a tomar entrevistas no podía finalizar la actualización de la base de datos “en Excel” y se ponía muy molesto cuando algún coordinador le solicitaba que igualmente lo hiciera. Por otra parte, en general su trato con los jóvenes era irónico: los callaba, no aceptaba que repreguntaran y en general consideraba que sus dudas y consultas no eran válidas ni importantes.

Por otra parte, los miembros del equipo técnico eran también objeto de críticas que ponían en juego criterios de validez que reforzaban la definición local del paradigma de la orientación. En mi permanencia en la oficina presencié varias quejas de jóvenes que se dirigían a Sergio planteándole que les había solicitado uno o dos días antes que regresaran en esa fecha y luego, al verlos, no lograba reconocer sus rostros. Inmediatamente recordé cómo algunos de los operadores con más antigüedad en el programa (los que autoadscribían a un perfil de “profesional en ciencias sociales”) criticaban indignados a los “nuevos” agentes estatales por su incapacidad para “retener siquiera un nombre”.

Muchos de los beneficiarios que entrevisté acusaban situaciones similares: que los “vuelteaban”, que los tutores “nunca recordaban lo que te habían dicho la vez anterior”, que no tenían en cuenta que por esos errores “dejaban de cobrar” o cobraban los estipendios con atraso. Algunos también criticaban el sistema de tutoreo personalizado: “Vengo a consultar por cursos o prácticas y me dicen que no, que mi tutora es otra y que la que está no me puede atender. Pero al final, nunca que yo voy ella está, entonces nunca nadie me puede decir nada”.

La cultura del trabajo y la distinción entre los agentes estatales

Es necesario comprender que el conjunto de personas que hasta aquí denominé de manera amplia como “agentes estatales” está constituido por un mundo sumamente heterogéneo y desigual, con trayectorias diversas. De acuerdo a lo que señalé anteriormente, una fuerte escisión se produce entre quienes reivindican su ingreso al equipo del PJMYMT por méritos técnicos y profesionales (en general, con más antigüedad en el programa) y quienes son acusados por estos primeros de un ingreso por “cuña política” (en general, vinculados a la gestión de la Unión Cívica Radical en el Estado municipal). Si bien esta división es resultado de una permanente de explicitación de la línea moral que los divide, el trabajo de división que la produce como tal separa, a su vez, más o menos homogéneamente, disposiciones político-morales observables en el trato con los jóvenes y en la comprensión de la propia tarea. Sin lugar a dudas, las condiciones de extrema precariedad y maltrato de gran parte del personal del programa funcionan como una condición social de posibilidad para que las clasificaciones morales se vuelvan tan relevantes para revertir simbólicamente una situación de subalternidad objetiva evidente en el mundo de la burocracia estatal.

Más allá de los procesos de distinción, he establecido que entre agentes con distintas trayectorias hacia el interior de la formación estatal que constituye esta política de empleo existen puntos de acuerdo importantes en torno al sistema de clasificaciones de la cultura del trabajo (personalización de la atención, esquemas de percepción actitudinal y subjetiva, activación como horizonte, trabajo como elemento fundamental de la dignidad social y personal, etc.). Estos elementos parecen pesar mucho más que las divisiones ideológicas explícitas en torno al “progresismo” o al “conservadurismo” político: la cultura del trabajo como configuración histórica de la economía de los bienes simbólicos en este sistema relacional se constituye en un esquema de referencia común[36].

Por su parte, el discurso de la personalización de la atención y de la tarea de orientación parece funcionar más bien como la instalación de categorías legítimas de legibilidad de las prácticas (Truillot, 2001), antes que como una dinámica práctica efectiva del programa (dadas las condiciones, recursos, ritmos y posibilidades objetivas de la OE que describí). La intervención individual, personalizada y tendiente a la autonomía aparece como recurso de justificación y positivización para la lectura de los resultados del programa y de la oficina (muchos de los relatos de evaluación de la política se organizan en torno a casos ejemplares de reconversión, transformación y ascenso, dada la escasez de datos “estadísticos” para exponer), pero también como elemento de juicio crítico (Boltanski y Thévenot, 2006) por parte de los beneficiarios y de algunos agentes estatales para cuestionar el desempeño de los operadores del programa (“no recuerda los nombres”, “no están nunca”, “no son prolijos”, etc.).

Digresión metodológica sobre la presencia del investigador en la oficina de empleo

Algunas de las veces que la OE se llenaba de gente, Graciela y Sergio solían mandarme a sentar en el escritorio de Julieta, que quedaba directamente ubicado frente a la puerta de entrada y que estaba casi siempre vacío por la ausencia de la tutora. Muchas veces, con Graciela ocupada en una entrevista y con Sergio escribiendo sin desviar la mirada del monitor de la PC, sucedía que las personas amontonadas en fila detrás del mostrador empezaban a dirigir sus preguntas hacia mí. Cuando podía, los ayudaba, pero si exigían información precisa o actualizada, debía solicitarles que esperaran a que alguno de los dos agentes pudiese atenderlos. El carácter efímero y breve de la interacción hacía imposible explicitar con cada uno de ellos la verdadera razón de mi presencia allí (no dejaba de ser complejo tampoco en mis relaciones prolongadas en el tiempo en mi trabajo de campo). En general, la gente no terminaba de entender mi negativa a responder las preguntas y quedaba un poco descolocada. Esta situación me generaba bastante incomodidad.

La recurrencia con la que encontré registrada mi “incomodidad” en las notas de campo de mi estadía en la OE me llevaron a analizar la forma en la que estos momentos estaban asociados a situaciones de interacción en las que yo mismo me veía expuesto a ser juzgado por el dis-valor del no-trabajo y a la imagen común de burócrata estatal respecto de la cual muchos operadores invertían tanto esfuerzo en diferenciarse. Aún con diversos intereses e involucramientos en el campo de la política activa de empleo para jóvenes vulnerables, la presencia en la OE de alguna manera envolvía a todos los agentes (en mayor o menor medida, con consecuencias más o menos determinantes) en la economía de los bienes simbólicos de la cultura del trabajo[37].

De esta manera he leído el conjunto de documentos, discursos, prácticas, interacciones, juicios y valoraciones en el marco del PJMYMT como un proceso de trabajo pedagógico-simbólico, menos dedicado a la formación disciplinante de disposiciones técnicas para la producción económica (dadas las condiciones reales de trabajo y recursos en el programa); y mucho más abocado a aquello que Bourdieu denomina violencia simbólica (Bourdieu, 2003 [1982]): a la producción, imposición y legitimación de esquemas de percepción, apreciación y valoración de la vida de los jóvenes de clases populares (“vulnerables”, “humildes”) en torno a la cultura del trabajo en su versión actualizada en categorías del paradigma de la activación: responsabilidad, autonomía, compromiso, capacidad comunicativa, puntualidad, buenos hábitos, etc.

Este trabajo simbólico da cuenta del interés objetivo (Bourdieu, 2003; Martín Criado, 1999; Martínez López, 2009) –expresado muchas veces en la negación explícita del interés material o instrumental– de los agentes estatales, expuestos también a formar y negociar el propio valor social en su inserción laboral a partir del sistema de clasificación de la cultura del trabajo, en torno al cual organizan y procesan sus propias disputas hacia el interior del campo burocrático.


  1. “Esta nueva cuestión social –presente en los países centrales, pero con mayor crudeza en América Latina– se patentiza como exclusión interna. En Argentina, a la situación anterior se suma el peso de la pérdida de vigencia de una fuerte tradición en la que el Estado apareció como garante de la cohesión social. En efecto, la integración social se estructuró históricamente a partir de dos ejes: el Estado y la Nación, sostenidos alrededor de la cultura del trabajo. Es así que la inserción social a partir de los frutos del trabajo no sólo nutrió el imaginario de los inmigrantes europeos en el inicio de nuestra nacionalidad, sino que acompañó el proceso de integración de los migrantes internos y de países limítrofes desde la década del ’30” (García Raggio, 1998: 16-17).
  2. Para el año 2003, esta política social supera el millón de beneficiarios. Con los años, su modalidad fue progresivamente reemplazada (y por lo tanto, su número de beneficiarios decreciendo) por otro formato de políticas, de tipo universalistas y centrada en un discurso de construcción de ciudadanía y derechos, antes que en el del desarrollo humano de los pobres. Más allá de su progresiva desaparición y su reemplazo, el PJJHD quedó en el imaginario y en la opinión pública como objeto de impugnación y preocupación moral hasta la actualidad. Para un análisis crítico del PJJHD ver los trabajos compilados en Andrenacci (2006).
  3. Esto no implica que los diagnósticos políticos abandonen la identificación de procesos como el alto desempleo, la precariedad y la alta rotación laboral en la población joven (Núñez, Vázquez y Vommaro, 2015). Sin embargo, el acento argumentativo del diagnóstico estaría puesto en otro tipo de definición en cuanto a la población objeto de las intervenciones políticas.
  4. Para una caracterización global del programa y sus dispositivos desde la perspectiva de la gubernamentalidad, ver Brandán Zehnder (2014).
  5. Con este objetivo se forma en el país la Red de Oficinas de Empleo, la cual sostiene diversidad de servicios: apoyo a la búsqueda de empleo y a la inserción laboral, intermediación laboral y orientación a toda la población y a todos aquellos programas y planes sociales dependientes de la GECAL (Seguro de Empleo y Capacitación, Programa de Empleo Comunitario, etc.). Para un análisis pormenorizado de las implicancias de esta red institucional, ver Brandán Zehnder (2014).
  6. Tal como lo menciona una de las resoluciones que componen su cuerpo normativo, el objeto principal del Programa es “Generar oportunidades de inclusión social y laboral de las y los jóvenes a través de acciones integradas que les permitan identificar el perfil profesional en el cual deseen desempeñarse, finalizar su escolaridad obligatoria, realizar experiencias de formación y/o de prácticas calificantes en ambientes de trabajo, iniciar una actividad productiva de manera independiente o insertarse en un empleo.” (Art. 1, Res. 497/2008)
  7. A partir del año 2014 el mismo pasó a denominarse Curso de Inducción al Trabajo (CIT).
  8. Los cursos se organizan con clases de 30 beneficiarios inscriptos, cuya asistencia es un objeto de control y negociación permanente entre las partes (tutores, docentes y beneficiarios). Las clases tienen lugar tanto en espacios céntricos de la ciudad (centros de capacitación, sedes de universidades, etc.) como en los distintos puntos territoriales en los que el programa funciona y tienen una periodicidad de tres veces por semana. Aquellos que cumplen con los criterios aceptables de asistencia (criterios definidos antes en la instancia práctica de negociación que en la formal de la “letra” del programa) cobran un beneficio económico de $450 (en valores de 2012) durante dos meses.
  9. Según los datos de una encuesta realizada por el Ministerio entre los años 2012 y 2013 a más de 1500 beneficiarios del PJMYMT, figura que el 77% de los beneficiarios participó en el servicio de finalización de estudios.
  10. Según datos de la misma encuesta, un 22% participó de este servicio.
  11. Un 5% de los beneficiarios habrían participado de este servicio.
  12. Considerando las prácticas en instituciones públicas y las derivaciones a empleos, un 12% de los beneficiarios habría participado en estos servicios.
  13. El objetivo que el equipo técnico le atribuye a esta prestación es la de la futura incorporación del joven en el puesto de trabajo en el que se desempeña la “práctica”. Formalmente, una misma empresa no puede incorporar a los jóvenes en entrenamientos por más de un período, sino que debe emplearlos a través de un Programa de Inserción Laboral, que implica ya una relación de dependencia con los derechos y obligaciones establecidas por ley. Esta intención, sin embargo, pocas veces se logra.
  14. Para los servicios de POI, CEF y FP y el curso de autoempleo, el monto que los jóvenes reciben es de $450 por mes de acuerdo al monto de las prestaciones para el año 2012. Para los entrenamientos es de $1000, de acuerdo al monto de las prestaciones para el mismo año.
  15. Como bien reseña Rodríguez (2010), las respuestas estatales ante la problemática juvenil con el trabajo en la región latinoamericana han ido variando a lo largo del tiempo, en relación a los diagnósticos que se presentaban. Así, desde mediados de la década de 1990 surgen una serie de políticas orientadas a lograr la inclusión laboral de este sector poblacional, que se desplazan en un arco que va desde programas destinados a fortalecer las competencias educativas (formales y profesionales), garantizar el primer empleo, fomentar el emprendedorismo, orientar e informar a los jóvenes en la búsqueda de trabajo, etc.
  16. La figura del relacionador en el equipo técnico del PJMYMT cumple con la función del vínculo con empresas y organizaciones para la realización de “entrenamientos laborales” y su supervisión
  17. En las reformas legales de la década de 1990, la inclusión de diversas modalidades de contratación flexibles sirvió para legitimar, fundamentalmente para los jóvenes “sin experiencia”, formas de contratación inestables y precarias que profundizaban las estructuras de desigualdad (Pérez, 2013).
  18. Volveré particularmente sobre esta cuestión en el último capítulo.
  19. Para un análisis de la figura de la “contraprestación” en las disputas morales en torno a las políticas sociales, ver Grassi (2018).
  20. Sin embargo, la puesta en relación de los datos producidos en una y otra instancia sería objeto de una complejidad que emergía cíclicamente. Constituía una de esas tareas “importantes” –pero no “urgentes”– para las cuales “nunca hay tiempo”.
  21. Una beneficiaria me explicaba que el programa le “gustaba”, particularmente por el trato de los tutores: “me tratan como persona”. Una de las operadoras, lo expresaba de esta manera: “Entramos en código y yo les explico siempre todo y trato de que ellos puedan ir construyendo esta confianza necesaria, porque es, cuando vos llegas a una oficina, a mí me ha pasado de hacer, de estar sin trabajo y he pasado de tener que hacer entrevistas que te preguntan hasta el color de la bombacha ¿viste? Y es fuerte. Entonces yo como que trato de construir ese vínculo de confianza y de calidez para, para que no sea tan así ¿no? Para que no se sientan invadidos ¿viste que vos te sentís?, le conté mi vida a alguien que no conozco, o sea. Entonces bueno, como que voy trabajando mucho eso y trato de que ellos se sientan cómodos y que vengan a la oficina, y cuando vienen, bueno, tomate un mate, hablamos” [Martina. Agente del equipo técnico]
  22. Según entiendo, quiere decir que atajan penales, es decir, resuelven como pueden las problemáticas que se les van presentando.
  23. Los operadores ejemplifican esta búsqueda de “distancia” para sostener autoridad a partir de pequeños gestos. No dar el número de celular personal a los beneficiarios, no aceptar agradecimientos por los servicios, remarcando siempre que se trata de “derechos”, etc.
  24. La explicación de uno de los tutores, continuaba así: “una actividad, digo, en sentido amplio, hacer una actividad implica la incorporación de valores, la incorporación de reglas, la incorporación de hábito de ir a trabajar, del hábito de estudiar, o sea, la posibilidad de generar relaciones, en ese sentido lo digo” [Álvaro. Agente del equipo técnico].
  25. Estas mismas talleristas reconocían que, si bien los jóvenes no mostraban “resistencia” a “jugar el juego del PFO”, no creían en la veracidad de la retórica de “autoayuda”. Según ellas, “en el fondo”, los jóvenes conocían las restricciones estructurales en su propia experiencia y estaban lejos de aceptar que “gran parte” se tratara de “decidir qué querían” para planificarlo y realizarlo. En muchas de las entrevistas que realicé con beneficiarios, el aprendizaje más valorado del programa en general, y del POI en particular, era la incorporación de derechos laborales, métodos de reclamo e instancias de control.
  26. Capacitación.
  27. Expresiones populares de uso despectivo o descalificante respecto de las fuerzas policiales.
  28. Fueron muy recurrentes las narraciones de conflictos de este tipo en el marco de los cursos. Casi siempre, los jóvenes me lo contaban como problemas provocados por los mismos docentes, “mandados”, que proponían actividades que invitaban al conflicto, o tenían un trato que generaba ese tipo de respuestas, o corregían insistentemente algún elemento hasta generar malestar en algún participante.
  29. Xavier Zunigo analiza, en el marco de una etnografía en una misión local de inserción laboral para jóvenes en Francia, el uso de la violencia como recurso de subversión del orden institucional de la oficina de empleo entre jóvenes que han formado sus habitus en el contexto de la “cultura de la calle” y orientadores construidos como “otros-de-clase” (Zunigo, 2012). Bourgois (2010) muestra conflictos homólogos en las inserciones formales de los vendedores de crack en su etnografía. En el último capítulo retomaré esta línea de análisis.
  30. La relación entre esta preocupación y la reescolarización de los jóvenes fue explorada en Assusa (2018).
  31. Darmon et al. (2006) analizan la manera en la que muchos beneficiarios de políticas de inserción niegan el móvil “económico” como motivo para la inscripción en los programas como una estrategia de diferenciación hacia el interior de campo de beneficiarios: la negación de la necesidad y la auto-adscripción a la elección “libre” de caminos vocacionales funcionan como estrategias de valorización simbólica de las condiciones de vida de los jóvenes.
  32. En el próximo capítulo vuelvo en detalle sobre un conflicto en torno a la asignación de tareas “descalificadas”.
  33. Tal como sostiene Shore, “Como los mitos, las políticas públicas ofrecen narrativas retóricas que sirven para justificar –o condenar– el presente, y algo más usual, para legitimar a quienes están en posiciones de autoridad establecidas” (Shore, 2010: 32).
  34. En su etnografía sobre las prácticas de evaluación moral de la política en un municipio del Gran Buenos Aires, Sabina Frederic establece la fuerte asociación entre el “interés” –instrumental, particular, individual, material– y la noción de “política” como categoría de acusación y juicio moral (Frederic, 2004: 161). En el contexto del PJMYMT y en referencia a los operadores del programa, esta distinción ha servido recurrentemente para legitimar e impugnar posiciones entre agentes estatales.
  35. El PPP es una política de empleo provincial que ha tenido varias ediciones desde 1999. Si bien se enmarca en la misma línea de políticas activas de empleo, cuenta solamente con el servicio de entrenamientos laborales, y sin un equipo técnico de las características del PJMYMT.
  36. Y por lo tanto, al mismo tiempo, un objeto de disputa por su definición legítima, por su elasticidad y por los elementos articulados en él.
  37. Como mencioné en el capítulo “Algunas cuestiones metodológicas” la negociación permanente de mi identidad y mis vínculos en el campo debió ser objeto de vigilancia y reflexividad permanente. Mi involucramiento en la dinámica de la oficina de empleo (más fortuito que planificado) me permitió dimensionar el peso de los procesos de distinción que allí tomaban lugar, en parte por la actitud metodológica que Favret-Saada (2013) denomina “ser afectado”.


Deja un comentario