La introducción de una fuerza icónica en el espacio de juego de la verdad es una tarea que exige una ardua labor de interpretación textual. En ningún pasaje de Grundfragen der Philosophie hay una referencia explícita a la noción de un acto icónico. Dentro de las distintas tareas interpretativas hay una que se destaca especialmente de las demás, a saber, desarrollar un argumento convincente que ponga en duda la lectura que Bredekamp hace sobre Heidegger. En efecto, en su libro Der Bildakt (2015) niega que sea posible atribuirle a Heidegger una auténtica reflexión sobre la fuerza icónica. Por este motivo, es necesario detenerse en el concepto de acto icónico para examinar si existe algún impedimento conceptual que lo excluya de la constelación argumentativa en la que Heidegger se mueve.
El objetivo primordial de este capítulo es analizar la posibilidad de afirmar si en el pensamiento de Heidegger hay una auténtica reflexión sobre el acto icónico. Digo “posibilidad de afirmar” porque en el próximo capítulo voy a mostrar cómo efectivamente el curso Grundfragen der Philosophie contiene una referencia explícita a la fuerza icónica. Pero antes de abordar esta segunda tarea, es necesario tomar en cuenta seriamente la prohibición explícita de Bredekamp para averiguar si está fundada en razones extraídas de una lectura atenta de la obra de Heidegger o se trata, más bien, de un juicio sumario basado en una mirada externa.
Para llevar a cabo este objetivo voy a dividir la exposición en tres apartados. En el primero, haré una reconstrucción del concepto de acto icónico tal como Bredekamp lo desarrolla en Der Bildakt. En este primer paso la tarea fundamental será sacar a la luz el marco teórico al que corresponde dicha noción, y reconstruir toda la red conceptual que describe el acto icónico. En el segundo apartado voy a examinar las razones por las que Bredekamp afirma que en el pensamiento de Heidegger no hay lugar para una fuerza icónica. Una vez expuesto el punto de vista de Bredekamp, haré un examen crítico de su argumentación. Primero para mostrar que el rol fundamental que tiene el concepto de latencia en la definición del acto icónico desarma su crítica. Después, voy a referirme a las investigaciones de Roberto Rubio sobre la exhibición originaria para sentar los conceptos fundamentales desde donde es posible apropiarse del concepto de acto icónico desde los supuestos de la filosofía de Heidegger. Esta referencia teórica es fundamental ya que, contra las interpretaciones habituales sobre el lugar negativo que ocupan las imágenes en el pensamiento de Heidegger, Rubio muestra con sólidos argumentos que esta faceta crítica solo representa un aspecto de su concepción sobre la iconicidad. En Heidegger hay, al mismo tiempo, una postura iconoclasta, que es la más conocida, pero también existe una reflexión sobre una iconicidad originaria que está referida a los temas de la exhibición (Darstellung) y de la producción (Hervorbringung).
Por último, en el tercer apartado intentaré reformular el concepto de acto icónico en términos de una teoría de la enunciación. Este tercer paso pretende ser una reflexión que toma como punto de partida los conceptos de acto icónico, latencia y producción para precisar la idea de una enunciación icónica. Con este concepto es posible volver al comentario de Grundfragen der Philosophie a fin de mostrar cómo el espacio de juego desencadena una fuerza icónica.
1. La filosofía del acto icónico de Horst Bredekamp
1.1. El concepto de acto icónico
Quien hizo del concepto de acto icónico[1] (Bildakt) el fundamento teórico de su reflexión fue el historiador del arte Bredekamp. La primera formulación aparece en el libro Theorie des Bildakts (2010). En 2015 publica una nueva versión bajo el título Der Bildakt, donde hace una serie de precisiones conceptuales sobre los argumentos desarrollados en la primera edición. La elaboración de este concepto toma como punto de partida un diagnóstico de la situación cultural contemporánea, según el cual las imágenes dejaron su rol secundario en la sociedad y pasaron a ocupar un lugar fundamental. Los medios de comunicación masiva, la política, la guerra, la ciencia y el derecho experimentaron en las últimas décadas una transformación gracias al poder de las imágenes. A raíz de esta proliferación icónica Bredekamp (2015: 25) sostiene que no se puede comprender el mundo contemporáneo sin tener en cuenta las imágenes.
De este diagnóstico cultural, que no se reduce al arte, sino que comprende casi todas las esferas de la vida social, Bredekamp (2015: 315) arriba a una cosmología de la imagen. El concepto de acto icónico no pretende dar cuenta solo del hecho sociológico de la proliferación de imágenes y de su poder real en la vida social. Más bien intenta situarse en un nivel de análisis ontológico. La realidad en toda su diversidad fenoménica implica la noción de acto icónico. Los artefactos y las obras, los seres vivos y los inanimados son portadores del acto icónico[2]. Se trata, por lo tanto, de una reflexión ontológica y, como tal, puede caracterizarse como una auténtica filosofía de la imagen[3]. Un indicio muy claro de que su discurso sobre la imagen tiene claramente una pretensión filosófica radica en la afirmación de la universalidad del acto icónico:
Las reflexiones de Lucrecio, Darwin, Peirce y Warburg llegan al ámbito principal de la definición de materia y vida que se cierran categorialmente a una explicación última. Como analista de la actividad propia de la imagen que se extiende desde la materia inorgánica pasando por el mundo de lo orgánico hasta la esfera de la cultura, son los [autores] mencionados, en el mismo sentido, indicadores de la validez universal [allgemeine Gültigkeit] del acto icónico. En todas sus relaciones, de la materia inorgánica pasando por el mundo animal hasta las culturas humanas, el acto icónico se muestra como una magnitud universal [eine universale Gröβe] que, en el sentido de Peirce, pertenece a las “verdades” que “no dependen de nuestro espíritu, sino de la naturaleza” (Bredekamp, 2015: 314-315).
La ontología del acto icónico tiene como correlato una antropología del animal simbólico que Bredekamp toma del pensamiento de Aby Warburg y de Ernst Cassirer. No se trata de afirmar que el fundamento del acto icónico radica en la condición simbólica del ser humano, como si las imágenes no fueran más que objetos pasivos de la actividad simbólica del hombre. Bredekamp se apropia de la antropología del Cassirer y Warburg para sostener que las imágenes se activan cuando entran en contacto con el hombre. De este modo se despierta su latencia, es decir, cobran vida, se ponen en acto e interactúan recíprocamente con el hombre. La relación de las imágenes con el hombre se rige por la lógica de dos agencias que interactúan (Bredekamp, 2015: 318-319).
Una vez caracterizado el marco teórico al que pertenece la reflexión sobre el acto icónico como una genuina reflexión filosófica, es necesario pasar a la definición misma del concepto. La introducción de la noción de acto icónico (Bildakt) está orientada a precisar el estatuto ontológico de las imágenes. Bredekamp toma como punto de partida de su análisis a dos figuras centrales del Renacimiento italiano: Leonardo y Alberti. Los rasgos ontológicos que Bredekamp considera fundamentales para la elaboración de su concepto de acto icónico son los siguientes: la materialidad, la fuerza, la vida y la artificialidad.
Los objetos materiales producidos por el hombre son portadores de una fuerza que, según Leonardo, los capacita para dar órdenes y hablar. De esta manera, los artefactos gozan de una autonomía que hace que se comporten como seres vivos. La fuerza de los artefactos no proviene de una proyección por parte del espectador, sino de su propia latencia como artefacto. El espectador no puede controlar lo que las imágenes hacen. Por ello, Leonardo afirma que uno puede quedar prisionero de ellas.
Esta primera caracterización tiene dos presupuestos: la asimilación del concepto de artefacto o producto con el de imagen y la noción de latencia. El primer presupuesto expresa cabalmente la idea de imagen que está implicada en el concepto de acto icónico. Se trata de una definición amplia que identifica la imagen con cualquier tipo de materialidad que indique una cierta elaboración humana. La artificialidad es el indicio de que un objeto (natural o producido) pueda ser considerado como una imagen. Bredekamp (2015: 40) toma esta concepción de Alberti: “En su primera y fundamental definición, el concepto de imagen abarca toda forma de creación [Form der Gestaltung]”. Más adelante complementa esta primera definición así: “De acuerdo con Alberti se puede hablar de una imagen (simulacrum) en el momento en que los objetos de la naturaleza como, por ejemplo, las raíces[4], exhiben un mínimo de elaboración humana” (ibíd.: 42).
La noción de latencia como segundo presupuesto de la idea de imagen remite a las reflexiones de Hans Ulrich Gumbrecht. Esta referencia es muy importante porque Gumbrecht forma el concepto de latencia a partir de la filosofía de Heidegger. Antes de abordar expresamente los textos de este autor, querría detenerme en el modo en que Bredekamp describe la latencia de las imágenes. Su sentido está unido indefectiblemente a las nociones de fuerza y actividad. La introducción de esta nueva dimensión tensiva de la imagen comienza con una reflexión sobre un dicho de Leonardo. En un papel que estaba sobre una obra cubierta y dirigido a un potencial observador, Leonardo escribió: “No descubrir [enthüllen] si amas la libertad, pues mi rostro es cárcel del amor” (citado por Bredekamp, 2015: 27).
Bredekamp ofrece varios ejemplos de obras de arte que llevan un velo o cubierta para desactivar su poder sobre el espectador. Uno de los más significativos es el de la exposición de Guernica de Picasso en el segundo piso del edificio de Naciones Unidas en 2003. El 5 de febrero de ese mismo año el secretario de Estado Colin Powell debía dar una conferencia de prensa en el mismo lugar donde estaba exhibido el cuadro. La delegación norteamericana ordenó que se cubriera el Guernica con un lienzo azul para evitar la confrontación entre un cuadro antibélico y el secretario de Estado. A propósito de ello, Bredekamp (2015: 231) comenta: “Con esta acción se confirmó de manera impresionante la advertencia del desvelamiento [enthüllen] de Leonardo”.
A partir de este ejemplo paradigmático se puede concluir que las imágenes son portadoras de una fuerza y actividad que tiene la capacidad de transformar al espectador. Este poder icónico [Bildkraft] fue interpretado hasta los tiempos de la Ilustración a partir de una serie de conceptos que están tomados de la causalidad físico-natural. La fuerza causal de las imágenes tiene el sentido de “vis, virtus, facultas y dynamis” (Bredekamp, 2015: 30). Se trata de una agencia icónica (imagines agentes) que les confiere a las imágenes la autonomía característica de los seres vivos.
El hecho de que la vitalidad [Lebendigkeit] de la imagen, junto con la posibilidad de “hacer algo a alguien” [Antun], posea también la potencia de herir pertenece a las determinaciones esenciales de aquello que constituye el núcleo del siguiente ensayo en cuanto fenomenología de la acción icónica [bildaktive Phänomenologie] (Bredekamp, 2015: 31).
Bredekamp mantiene la idea de fuerza, agencia y causalidad con que la tradición preilustrada describía el poder efectivo de las imágenes, pero la reformula a partir de un vocabulario que tiene como intención someter la causalidad física a un proceso de desnaturalización. En este sentido debe leerse, a mi juicio, la caracterización de su propio proyecto como una fenomenología de la acción icónica. Si bien no hay una afirmación explícita sobre este problema metodológico, las permanentes advertencias sobre el peligro de equiparar la fuerza icónica con la magia (Bredekamp, 2015: 2-13) solo pueden ser entendidas en el marco de una concepción desnaturalizada de la agencia icónica. En efecto, una concepción mágica de la acción icónica se inscribe palmariamente en el marco de una teoría causal naturalista.
Para llevar a cabo esta purificación del concepto de fuerza y agencia icónica de toda connotación fisicalista y mágica, Bredekamp se vale de dos estrategias argumentativas. En primer lugar, apela al concepto aristotélico de enérgeia para categorizar la fuerza desde un punto de vista ontológico. Sin embargo, no se remite a los libros de la Física o la Metafísica. Por el contrario, toma el concepto de enérgeia tal como Aristóteles lo usa en el contexto de la Poética y la Retórica. Esta decisión es muy importante porque el modelo con el que Bredekamp desnaturaliza la causalidad icónica procede de dos usos determinados del lenguaje, a saber, la función poética (mostrar) y la función retórica (convencer y emocionar). La transposición de la agencia icónica del vocabulario naturalista a un concepto ontológico que se vale de los usos poético y retórico del lenguaje representa un primer paso para la introducción de la analogía entre los actos de habla y el acto icónico.
Lo que Bredekamp retiene del uso que Aristóteles hace de la enérgeia radica en la función mostrativa del lenguaje. Aristóteles trata este tema cuando aborda el uso poético del lenguaje en el marco de la función retórica. Al usar el lenguaje para convencer y persuadir es lícito apelar a imágenes poéticas. A partir de allí, Bredekamp establece una analogía: las imágenes físicas tienen la capacidad de conducir algo ante los ojos del mismo modo que lo hacen las imágenes poéticas. En ello radica su eficacia, su fuerza realizativa:
Se trata de la enérgeia desarrollada en la teoría del lenguaje antigua que Aristóteles en la Poética notó que surgía a partir del “conducir algo ante los ojos” [Vor-Augen-Führen]: una exhibición [Darstellung] es arrebatadora si se despierta [erwecken] la impresión de haber estado vivamente presente. En la Retórica unió este “conducir algo ante los ojos” con aquella enérgeia que “expresa efectividad [Wirksamkeit]”. Esta modalidad de fuerza retórica que se enciende [entzünden] por las imágenes lingüísticas que se efectúan vivamente tiene una afinidad que surge de sí misma con la imagen que emerge materialmente. […]. Esta transferencia [Übertragung] de las imágenes del lenguaje a la presencia física de los artefactos fue retomada en el Renacimiento como un motivo fundamental de la teoría del arte. Cuando Leonardo habla de que la pintura “pone ante los ojos”, realiza también él la transposición de la enérgeia de la retórica a las artes plásticas (Bredekamp, 2015: 31-32).
Querría detenerme en dos aspectos del texto recién citado. En primer lugar, la idea de Leonardo, según la cual las imágenes materiales o, lo que es lo mismo, los productos artificiales guían la mirada de modo tal que ponen algo presente ante los ojos, resalta el valor deíctico y mostrativo de los íconos. La transposición del lenguaje a las artes plásticas se da en el plano de la función mostrativa del lenguaje. Del mismo modo que el discurso hace ver, así también las imágenes instituyen una mirada. Este aspecto eminentemente deíctico tanto del lenguaje como de las imágenes guarda una similitud muy evidente con nuestro análisis de la interrogación en el capítulo 2 del presente libro.
El segundo aspecto que querría destacar de la cita es el uso de los verbos despertar y encender. Claramente se trata de dos términos que tienen un significado causal, es decir, expresan el comienzo de algo. Pero su sentido está por fuera del campo de los acontecimientos naturales. No producen un objeto, sino que instituyen una mirada. De esta manera despertar y encender se inscriben dentro de lo que en el capítulo 1 llamé como “explosión del sentido”. Los artefactos materiales dan inicio a un campo mostrativo. Transforman la mirada del espectador de modo tal que puede convertirse en su propia prisión. Las imágenes materiales son la sede de la explosión del sentido.
Estos dos últimos comentarios son el punto de partida para introducir la segunda estrategia argumentativa con la que Bredekamp desnaturaliza el concepto de fuerza icónica. La transposición de la fuerza del uso retórico y poético del lenguaje al campo de las imágenes adquiere un estatuto más preciso cuando utiliza como modelo de análisis la teoría de los actos de habla. La importancia de la filosofía de John L. Austin en la formación del concepto de acto icónico radica en su función metodológica. Con ello quiero decir que la definición de acto icónico surge a partir del procedimiento de analogía con el acto de habla. La analogía no consiste en que el acto de habla se lleva a cabo por medio del lenguaje y el acto icónico, por medio de imágenes físicas. La perspectiva que le interesa a Bredekamp no se centra en el medio que se utiliza para vehiculizar la fuerza. Más bien, la medida desde la cual establece una analogía está en la estructura enunciativa del acto de habla. En efecto, transpone la posición del locutor inherente a todo acto de habla a las imágenes materiales.
El presente ensayo va, desde un punto de vista lógico-conceptual como según el tema, por otro camino[5]. No pone la “imagen” en el lugar de las palabras, sino en el del que habla [der Sprechende]. En la medida en que esa posición es ocupada por la imagen, no se cambian los instrumentos, sino los actores […]. El sentido del “acto de habla” desde Schleiermacher hasta Austin apuntaba a los actos de expresión [Äuβerungsakte], que convierten en su propia esencia los efectos de las palabras y los gestos en el espacio exterior del lenguaje. El concepto utilizado aquí de “acto icónico” recoge esta definición de tensión [Spannung], para trasladar el ímpetu [Impetus] al mundo exterior de los artefactos. En este cambio de posición se trata de la latencia de la imagen, para jugar por sí misma un activo rol propio en la interacción con el espectador (Bredekamp, 2015: 59).
En la medida en que los artefactos son la sede de su propia enunciación, resulta evidente que la comparación entre el acto de habla y el acto icónico recae fundamentalmente en lo que Austin llama un acto perlocucionario. Al igual que la perlocución, el concepto de acto icónico intenta dar cuenta de los efectos que produce la imagen en la mirada del observador. La noción de latencia expresa precisamente la reserva potencial y tensiva de efectos de sentido que está supuesta en las imágenes y que se activa cuando interactúa con la posición del observador. Se trata, por lo tanto, de una concepción causal desnaturalizada de la producción de efectos icónicos. La definición de acto icónico resume en pocas líneas sus rasgos constitutivos:
De este modo el [presente] ensayo lleva a cabo una definición de acto icónico. Recíprocamente con el acto de habla el problema del acto icónico radica en qué fuerza capacita a la imagen para saltar [springen], al observarla o tocarla, de la latencia al efecto externo [Auβenwirkung] del sentir, pensar y obrar. En el sentido de esta cuestión debe entenderse por acto icónico un efecto sobre el sentir [empfinden], el pensar y el obrar que surge de la fuerza de la imagen y del efecto recíproco [Wechselwirkung] con el que está enfrente observando, tocando y también escuchando (Bredekamp, 2015: 60).
La imagen del salto para expresar el pasaje de la latencia de la imagen a los efectos en el espectador está en la misma línea semántica que los verbos despertar y encender. La idea de un salto de la potencia a la actualidad encierra dos ideas complementarias: la primera y más obvia es que el acto icónico es una instancia causal que se inscribe dentro de la lógica de la explosión. La segunda radica en que el pasaje de un estado a otro no sigue una lógica continua y gradiente. Por ser una modalidad de la explosión, el salto no puede ser anticipado, ni previsto, ni mucho menos controlado. El salto es un acontecimiento.
Para finalizar con este primer punto del apartado querría solamente aludir a un problema que está implicado en el concepto de acto icónico. Este problema emerge del mismo enfoque metodológico con el que Bredekamp elabora el concepto. En efecto, si el acto icónico surge por una transposición del concepto de enérgeia tal como Aristóteles lo emplea en el uso poético y retórico del lenguaje, y si esta misma transposición se refuerza cuando la definición de acto icónico se lleva a cabo a partir de su reciprocidad con los actos de habla o, más específicamente, con el acto perlocucionario, entonces la pregunta que surge es la siguiente: ¿cómo entiende Bredekamp las relaciones entre imagen y lenguaje? Esta pregunta interroga, desde un punto de vista más general, por los vínculos entre dos modelos de filosofía: aquel que se cristalizó en el giro lingüístico y aquel que nace como una reacción ante la afirmación de que el medio del lenguaje es el único espacio válido para la reflexión filosófica, a saber, el giro icónico.
Horst Bredekamp toma de Wolfram Hogrebe un diagnóstico conceptual general de la filosofía del siglo xx: “El siglo pasado comenzó con la conciencia, se agotó en el lenguaje y terminó en la imagen” (Bredekamp, 2015: 342, nota 94; destacado en el original). En el contexto de esta lectura global de la filosofía contemporánea, Bredekamp no se pronuncia por una oposición radical entre lenguaje e imagen. Más bien se inclina a pensar que hay una interacción entre ambas instancias. La fuerza del lenguaje y la de la imagen se potencian a sí mismas en el juego del intercambio. No se trata, por lo tanto, de dos espacios autosuficientes que se repugnan, sino, más bien, que el lenguaje y la imagen se mezclan y se separan al mismo tiempo, y, en esta interacción, se afirman a sí mismos. De ahí que Bredekamp diga que el modelo para pensar el vínculo entre ambas lógicas es el texto de Leonardo sobre el desvelamiento de una obra. En efecto, se trata de un discurso en el que se hace visible el acto icónico (Bredekamp, 2015: 61). El texto de Leonardo ejemplifica la zona intermedia en la que conviven conflictivamente la fuerza del lenguaje y el acto icónico.
1.2. El acto icónico como mirada y espacio tensivo de pensamiento
En el punto anterior traté la definición del acto icónico y el marco teórico general en el que se inscribe. El acto icónico es un concepto que intenta categorizar la fuerza causal de las imágenes materiales. Esta fuerza expresa, por un lado, una latencia, es decir, una potencialidad de sentido que se actualiza cuando las imágenes o artefactos interactúan con los hombres. Y, por otro, da cuenta de una “causalidad” que sigue el modelo de los actos de habla. La fuerza icónica no produce efectos del mismo modo que el calor dilata los metales, sino del modo en que un discurso transforma los sentimientos, el pensamiento y el obrar del receptor.
La idea de que los artefactos son la sede de una fuerza icónica tiene como finalidad justificar el derecho a la vida de las imágenes (Bredekamp, 2015: 61, 299 y 319). Las obras tienen una estructura ontológica tal que las hace portadoras de la autonomía propia de los seres vivos. La fuerza icónica transforma a los artefactos en el lugar donde se llevan a cabo actos que tradicionalmente se le atribuyen al hombre. Las imágenes tienen voluntad, percepción y pensamiento. Y al igual que los seres vivos pueden reproducirse y morir:
Si [las imágenes] son tocadas por el que las ve y las palpa, entonces pueden liberar de su estado de latencia una enérgeia que cumple con el concepto de vida: en cuanto entidad con voluntad propia [eigenwillig], mutable, con capacidad de reproducirse y también de morir […]. Las imágenes no son una instancia pasiva [Dulder], sino una instancia productora [Erzeuger] de experiencias y acciones relativas a la percepción. Esto es la quintaesencia del acto icónico (Bredekamp, 2015: 319; destacado en el original).
Este pasaje describe al acto icónico como una instancia productora de percepción y de acción, como un espacio autónomo con voluntad propia. La reproducción y la muerte de las imágenes expresan los términos fundamentales de una narrativa icónica. Es decir, la capacidad de desplegar distintas acciones transformadoras en el plano de la recepción. La imputación a los artefactos de actividades que tradicionalmente se atribuyen a la subjetividad humana emparenta la filosofía del acto icónico con la teoría de la cultura de Lotman. En efecto, para el teórico ruso el espacio semiótico es capaz de producir nuevos mensajes que no pueden ser anticipados por ningún algoritmo. Por esta razón, posee los rasgos de la inteligencia, libertad y memoria. De ahí que Lotman (1998: 24) caracterice el espacio semiótico como una persona semiótica.
Bredekamp no habla de persona, pero se vale de otra expresión muy parecida para describir a los artefactos como lugares donde se producen actividades que hacen posible la atribución de actitudes intencionales: las imágenes son obras hablantes (Sprechende Werke). La imputación del acto de hablar refuerza aún más la identificación del acto icónico con la instancia de la enunciación. Los artefactos despliegan el rol enunciativo del locutor cuya forma gramatical es el “yo”.
En la historia del arte, desde del antiguo oriente hasta la segunda mitad del siglo xx, hay múltiples testimonios de obras hablantes. En todos los ejemplos se puede ver que la designación de la obra como un yo no es simplemente una instancia implícita en la concepción de las imágenes como acto icónico. Las obras hablan no solo porque son la sede de una fuerza que transforma al receptor y lo vuelve un prisionero. La historia documenta un sinnúmero de casos en los que las obras se autodesignan explícitamente como un yo. Se trata de artefactos que en su materialidad llevan la inscripción de la primera persona. Quizá el caso más emblemático sea el de la pintura de Jan van Eyck Hombre con turbante rojo (1433). Esta obra lleva la siguiente inscripción: “Jan van Eyk me ha hecho en el año 1433 el 21 de octubre” (Bredekamp, 2015: 86). La inscripción no solo hace explícita la interacción entre imagen y lenguaje, sino que saca a la luz la contraposición entre el yo del artista y el yo de la obra, entre la enunciación de un sujeto antropológico y la enunciación de un objeto que habla en primera persona[6].
Esta caracterización del acto icónico como la sede de la primera persona del singular, sea de manera explícita tal como surge del testimonio de la historia, sea de manera implícita tal como está implicada en la descripción de la vida de las imágenes, es el supuesto sobre el que se edifica la concepción de la fuerza icónica como mirada y como “espacio pensante de reflexión [Denkraum der Reflexion]”[7].
Bredekamp trata este tema cuando expone la tercera modalidad de la fuerza icónica: el acto icónico intrínseco. De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, el acto icónico se presenta como una fuerza transformadora cuya vitalidad radica en que es la sede de actos intencionales. Por este motivo ocupa, desde una perspectiva enunciativa, la posición del locutor. La atribución de la primera persona del singular expresa esta reflexividad constitutiva del acto icónico. De allí que designe a las imágenes como obras hablantes.
El acto icónico intrínseco introduce el tema de la fuerza de la mirada. Bredekamp desarrolla esta idea tomando como punto de partida el mito de Medusa, luego continúa con el quiasmo o entrelazamiento de las miradas de la obra y del espectador en Epicuro, Nicolás de Cusa, Leibniz, Merleau-Ponty y en el grabado Coup d’oil du théâtre de Besaçon del arquitecto Claude Nicolas Ledoux, hasta llegar al poema “El torso arcaico de Apolo” de Rainer Maria Rilke. El denominador común de la exposición es la idea de que las imágenes son portadoras de una mirada que se entrelaza con la del espectador. El poema de Rilke es un ejemplo muy claro del quiasmo de las miradas. El torso de Apolo mira al espectador por cada uno de sus lados al punto tal que este, por la fuerza de la mirada, se siente interpelado a cambiar de vida[8]. Este recorrido por diversas concepciones que se remontan a la Antigüedad clásica y llegan hasta el siglo xx es la base histórica que le permite a Bredekamp afirmar que el acto icónico intrínseco es aquel donde el poder de la mirada surge de la forma de la obra:
Los ojos de las obras que miran desde sí mismas son sus formas [Formen]. Mientras que el acto icónico esquemático descansa sobre la inclusión del cuerpo humano [das Leibliche] en la imagen, y el acto icónico sustitutivo supone el intercambio entre el cuerpo [Körper] y la imagen, el acto icónico intrínseco actúa por medio de la potentia de la forma (Bredekamp, 2015: 246).
En ningún momento del texto Bredekamp se detiene a precisar cómo debe comprenderse el concepto de forma. Sin embargo, se puede inferir su sentido a partir del subtítulo al que pertenece este pasaje y a partir de las referencias a Leonardo da Vinci y Roland Barthes. El subtítulo reza así: “La dynamis del autorrebasamiento” (“Die Dynamis der Selbstüberschreitung”) (Bredekamp, 2015: 246). A partir de esta somera indicación se puede afirmar que la obra encierra una potencialidad que le posibilita ir más allá de sus propios límites. La forma de la obra coincide con el espacio perimetrado que la constituye. En el caso del cuadro de van Eyck citado anteriormente su forma es el límite espacial que se constituye por la figura del hombre con el turbante rojo. El acto icónico intrínseco describe la acción transitiva o movimiento por el cual todo lo que pertenece a este espacio perimetrado lleva la posibilidad del autorrebasamiento, de la trascendencia, de ir más allá de sus propios límites y, de este modo, entrelazarse con la mirada del espectador. El acto icónico intrínseco describe un espacio de mediación en donde se encuentran una obra que se trasciende a sí misma y una mirada que queda atrapada por su dinamismo.
El carácter intrínseco del acto icónico expresa que la frontera que divide lo exterior y lo interior de la obra es una frontera móvil. La fuerza del espacio interior de la imagen la empuja a transgredir ese límite y proyectarse fuera de sí misma. Por ello, al hablar de un espacio de mediación lo que quiero decir es que se trata de una zona donde la obra y la mirada del receptor se mezclan, se confunden o, lo que es lo mismo, constituyen un quiasmo.
Esta manera de concebir la forma de la obra como un límite interior en el que se pone en acto una fuerza que lleva a la misma obra a ir más allá de sí misma, a transgredir esa frontera, saca a la luz el parentesco que guarda el acto icónico intrínseco con el concepto de trascendencia que Gérard Genette elaboró en su teoría estética. Esta es una de las razones por la que interpreto la noción de “autorrebasamiento” como un trascender los propios límites de la obra. En efecto, para Genette el concepto de trascendencia describe el modo de ser transitivo de la obra de arte. En una nota al pie de página de su tratado caracteriza la trascendencia del siguiente modo:
Ni aquí ni en otro lugar doy a este término una connotación “espiritual” ni filosófica siquiera (kantiana, por ejemplo). Lo empleo en su acepción etimológica (latina) que es eminentemente profana: trascender es rebasar un límite, desbordar un recinto; como veremos más adelante, la obra con trascendencia es en cierto modo como un río salido de madre y que, para bien o para mal, actúa con mayor fuerza (Genette, 1997: 17, nota 16).
El concepto de trascendencia está necesariamente unido a la idea de una frontera que se transgrede. Las obras de arte pueden permanecer dentro de sus límites. A ello lo denomina Genette el régimen de inmanencia de una obra. Pero la propia inmanencia puede desplegar una acción transitiva que lleva a la obra más allá de su propio espacio. Una de esas acciones que Genette (1997: 270) analiza es la recepción. En este aspecto muy preciso aparece el parentesco entre el acto icónico intrínseco y el concepto de trascendencia. La condición intrínseca del acto puede ser equiparada a la inmanencia de Genette, al hecho de que la obra se circunscribe a un determinado territorio perimetrado. Pero es justamente desde la interioridad de ese espacio, de su régimen de inmanencia, desde donde se despliega el dinamismo por medio del cual la obra se rebasa a sí misma. La imagen del río que se sale de su cauce tiene un sentido tensivo muy claro.
El carácter territorial del concepto de forma, en el sentido de que la obra constituye una frontera que separa y une su propio interior con lo exterior, se da en el plano de la mirada. Los territorios que se cruzan son las miradas de la obra y del observador. Este sentido espacial no solo se puede inferir del subtítulo y de los ejemplos que cita Bredekamp, sino también de su lectura de Leonardo y de Barthes. Ambos están unidos por un mismo concepto: el punto.
Para Leonardo la pintura puede poner ante los ojos objetos con vida porque es capaz de expresar el movimiento. El punto es una abstracción que da inicio a la línea. Se trata de una instancia que articula la nada y la imagen, la instancia anterior a la creación y el producto. Esta función mediadora hace que el punto aparezca como un comienzo de la imagen pictórica, de esa figura que instituye la línea divisoria entre el adentro y el afuera. La idea de espacialidad está unida a la de una mirada. En efecto, la imagen pictórica, al expresar el movimiento mediante el punto, “pone” ante los ojos. La imagen es portadora de una mirada que no tiene el sentido de una mera copia, sino que es auténtica creación (Bredekamp, 2015: 246-248).
El punto aparece como una transición que posibilita el pasaje de la nada a la imagen. Esta transitividad no solo se predica del acto mismo de creación, sino también de los momentos más insignificantes de la imagen. Es aquí donde se inscribe la concepción del punctum que Barthes propuso en La cámara lúcida. El punctum describe el efecto performativo que un aspecto marginal de la imagen tiene sobre el observador de modo tal que queda atrapado por ese detalle. Es una noción que describe la fuerza generativa de la imagen sobre el receptor, fuerza que no puede ser anticipada mediante ningún tipo de cálculo. Es repentina, explosiva. Da inicio a un acontecimiento. Por ello dice Bredekamp lo siguiente:
El concepto de punto de Barthes, lleno de [reminiscencias] leonardescas, está equipado como un compendio del acto icónico: actuando de manera latente a partir del potencial formal de la figura [aus der Möglichkeitsform der Gestalt][9], sorprendiendo [überfallend] al espectador, a veces de manera fulminante, a veces con retardo y, a la larga, condicionando su recuerdo, este “punto” actúa con la misma fuerza que conocía Rilke en los poros-ojos del torso arcaico. No sin fundamento finaliza la reflexión de Barthes sobre el punto fotográfico con un mensaje que realiza [Vollzugsmeldung] el precepto de Rilke: “Debía cambiar mi posición” [Einstellung][10] (Bredekamp, 2015: 248).
El punctum de Barthes sintetiza todos los aspectos del acto icónico intrínseco: es una fuerza generativa que se mueve en el plano de la mirada. Es el inicio explosivo de una perspectiva que nace en la imagen y que impacta como un rayo en el observador. Esta fuerza despliega una potencialidad que está implicada en la forma entendida como el territorio intrínseco de la imagen. La performatividad del punctum modifica las creencias y los deseos del espectador.
Este último aspecto conduce a la concepción del acto icónico como un espacio de pensamiento. Bredekamp toma esta idea de Warburg. El concepto central que está en el punto de partida es el de Pathosformel. Para Bredekamp hay un vínculo muy estrecho entre esta noción y el punctum de Barthes. El Pathosformel saca a la luz la dimensión afectiva y, por lo tanto, tensiva del acto icónico. Warburg lo introduce para analizar el modo en que el acto icónico posibilita la superación de la angustia (Bredekamp, 2015: 288). De esta manera, el Pathosformel aparece como un mecanismo de descarga (Bredekamp, 2015: 299).
Warburg introduce el concepto de Pathosformel cuando analiza el dibujo La muerte de Orfeo, de Durero (1494). Toda imagen es la sede de un conflicto entre el pathos y el ethos. El pathos expresa la dimensión corporal afectiva de la imagen, mientras que el ethos da cuenta de la dimensión de control de los afectos. La fuerza de los afectos y su control está presente en todos los productos humanos. En este sentido Warburg continúa en la misma tradición de Alberti (Bredekamp, 2015: 297). El concepto de Pathosformel describe el dinamismo por el que las imágenes son portadoras de una enérgeia que confiere vida a las imágenes y, por lo tanto, instituye una mirada.
La imagen debe mostrar enérgeia para poder formar [Bilden] con sus propios derechos el espacio pensante de reflexión [Denkraum der Reflexion]. En este contexto Barthes desarrolló su teoría del punctum […]. En su última obra, el atlas de imágenes Mnemosyne, Warburg persiguió, con la ayuda de secuencias de imágenes, el movimiento pendular entre la posibilidad y fracaso de las imágenes para crear [erzeugen] espacios de pensamiento [Denkräume] (Bredekamp, 2015: 296).
Al vincular el concepto barthiano de punctum con la Pathosformel de Warburg, Bredekamp muestra que el acto icónico es una instancia tensiva que instituye o produce un espacio de pensamiento. Los verbos formar y crear tienen el sentido disruptivo e instituyente de la explosión del sentido. La idea de un espacio de pensamiento tiene, a mi juicio, dos significados complementarios. En primer lugar, retoma lo que vengo exponiendo hasta aquí, a saber, que el acto icónico es el lugar del decir y del mirar. Por ello, puede atribuirse a sí mismo la primera persona del singular. El acto icónico como espacio pensante de reflexión es otra manera de decir que las imágenes piensan, hablan, miran. En segundo lugar, el acto icónico como espacio de reflexión quiere indicar que las imágenes, justamente porque hablan, miran y piensan, son el lugar del encuentro con la mirada, el pensamiento y el discurso de los observadores. De este espacio conflictivo de mediación nace la reflexión.
2. Heidegger y el acto icónico
En el apartado anterior hice una reconstrucción del concepto de acto icónico y del marco teórico en el que se inscribe. En este segundo apartado voy a exponer los argumentos con los que Bredekamp niega que en la filosofía de Heidegger haya una auténtica reflexión sobre la fuerza icónica. Una vez expuestos los argumentos, voy a pasar a su examen crítico. Primero voy a analizar el concepto de latencia, noción esencial en la definición de acto icónico. Y después voy a exponer las investigaciones sobre la exhibición originaria de Rubio como un paso preparatorio para la interpretación del lugar de la fuerza icónica en el curso Grundfragen der Philosophie, tema que corresponde al próximo capítulo.
2.1. El juicio sumario de Bredekamp sobre Heidegger
La exposición del pensamiento de Heidegger que Bredekamp (2015: 51-54) realiza en Der Bildakt se reduce solo a tres páginas. A esta primera limitación se suma una segunda. Solo comenta dos textos: Der Ursprung des Kunstwerkes y la exposición que el historiador del arte Werner Körte realizó sobre la acuarela La liebre, de Durero, en el marco del seminario sobre Schiller que Heidegger dictó en el semestre de invierno de 1936-1937.
Bredekamp sitúa el pensamiento de Heidegger sobre las imágenes como una continuación de la filosofía platónica[11]. Con ello quiere expresar que el pensador alemán tuvo la pretensión de excluir del campo de la estética su reflexión sobre las imágenes. Ello representa un avance. Sin embargo, al igual que la alegoría de la caverna de Platón, Heidegger quedó prisionero de la angustia que producen las imágenes (Bredekamp, 2015: 51).
En contrapartida, la crítica a las imágenes llevada a cabo en la alegoría de la caverna de Platón era al mismo tiempo un reconocimiento de su poder efectivo. Cuando Platón exponía que los hombres siguen a las secuencias de sombras que salen de las imágenes antes que a la luz del sol, esto significa, entonces, ex negativo, una formulación fuerte del acto icónico. Las imágenes y sus sombras son más fuertes que la luz de la verdad y de las ideas: quizá jamás haya sido formulado un fuerte reconocimiento de la fuerza de las imágenes que influyen en las emociones, pensamientos y acciones que en la determinación negativa del teatro de sombras de Platón (Bredekamp, 2015: 45).
Heidegger se sitúa en esta misma ambigüedad platónica: un temor por el poder de las imágenes que demuestra negativamente la fuerza operante del acto icónico. La primera observación que surge de esta tesis de Bredekamp es que no se entiende por qué al hablar de Platón se ciñe a un concepto muy rígido de imagen cuando, en realidad, la definición de acto icónico seguía la tradición de Alberti y de Warburg en la que la iconicidad se predica de cualquier ente que lleve el indicio de una elaboración humana y posee la fuerza cautivante y transformadora del receptor. Restringir la iconicidad solo a la literalidad de las imágenes que surgen de las sombras y contraponerla con la luz de la verdad es una incoherencia argumentativa ya que tanto la luz de la verdad (el fuego) como la del bien (el sol) también tienen un poder transformador sobre el receptor. Se trata de una inconsistencia porque cambia el sentido de la definición de acto icónico.
Cuando se lee la alegoría de la caverna a partir de la definición estricta de acto icónico, se puede ver que toda la argumentación está atravesada por una fuerza que ejerce su poder sobre el pensamiento, los afectos y la acción. En efecto, en la alegoría el filósofo desanda el camino que lo llevó más allá del fondo de la caverna y regresa transformado al teatro de las sombras. De esta manera comienza su labor educativa. La luz de la verdad es un acto perlocucionario que convierte en un filósofo al hombre que se somete a su influjo. En realidad, la contraposición entre las imágenes y la luz no se funda en la oposición entre lo icónico (las imágenes) y lo no icónico (la luz), sino en la verdadera iconicidad (la luz) y la falsa (las imágenes). En este sentido creo que el concepto estricto de acto icónico recorre toda la alegoría. No solo se trata de una demostración negativa, sino también positiva.
Una vez que Bredekamp estableció la genealogía platónica del pensamiento de Heidegger, comienza su interpretación de Der Ursprung des Kunstwerkes. En realidad, no se trata estrictamente de una interpretación, sino más bien de una mirada externa y muy general. Básicamente el argumento de Bredekamp es que, en el tratado sobre el arte de Heidegger, hay algunos indicios que genuinamente dan cuenta de la presencia del acto icónico como, por ejemplo, cuando habla sobre las actividades de los objetos. Heidegger afirma aquí que el cuadro habla y los útiles nos observan. Sin embargo, este incipiente camino se interrumpe bruscamente y cierra toda posibilidad de una auténtica reflexión sobre el acto icónico porque para Heidegger la esencia del arte es la poesía.
Sin embargo, Heidegger abandonó esta línea de ataque en el momento en el que debería haber sacado la consecuencia de lo que había caracterizado de este modo. Donde habría tenido que realizar ese paso, pierde el texto agudeza por el hecho de que un parangón de los géneros de las artes se decide a favor del arte poética […]. Puede ser lícito derivar todo arte de la poesía. Sin embargo, si precisamente un texto que puso en el centro el cuadro de van Gogh sobre los zapatos de trabajo [Arbeitsschuhe] deriva el arte figurativo del lenguaje y la poesía, entonces surge la ira [Zorn] de la expectativa frustrada (Bredekamp, 2015: 52).
Hay otro pasaje donde su juicio sobre Der Ursprung des Kunstwerkes es aún más taxativo y enfático:
Ni la arbitrariedad de sus conceptos, ni la oscuridad de su lenguaje, ni tampoco su determinación del espacio y del objeto que se opone diametralmente al sentido del cuadro es el problema que hace de este gran texto un perdedor monumental, es más bien la inconsecuencia de su final que es capaz de salvar la filosofía antes que los fenómenos (Bredekamp, 2015: 53-54).
La contundencia de estas afirmaciones, es decir, la ira que le despierta la frustración de sus expectativas como lector y la caracterización del tratado heideggeriano sobre el arte como un “perdedor monumental” hablan claramente del enorme efecto perlocucionario que tuvo el texto sobre los pensamientos y los sentimientos de Bredekamp. Me parece que se trata de unos sentimientos y creencias desproporcionados respecto de las razones en las que se sustentan. Por lo menos, las que están enunciadas explícitamente en el texto.
Como me ocuparé de exponer en el tercer punto de este apartado (y con más detalles en el próximo capítulo), sostener que el concepto de poesía en Heidegger se identifica con el género discursivo que lleva ese nombre es desconocer cabalmente el sentido preciso que el filósofo alemán le asigna a la noción de Dichtung. La desmesura de sus afirmaciones y sentimientos se funda en una comprensión superficial del concepto de poesía y lenguaje tal como funcionan en la red conceptual de Heidegger. Bredekamp lee en estos términos el significado usual y corriente.
La desproporción entre la pobreza analítica que está en el punto de partida de su lectura y los efectos que tiene sobre su propia recepción muestran que se trata más bien de un juicio sumario que de una consideración serena y objetiva sobre el vocabulario y los argumentos de Heidegger. Esta misma apreciación vale también para los breves pasajes donde se ocupa de la exposición de Werner Körte en el contexto del seminario sobre Schiller. Aquí Bredekamp reconoce que el comentario de Heidegger resalta un aspecto muy valioso de la acuarela para la elaboración del concepto de acto icónico: la vivacidad de la liebre. Sin embargo, considera que este buen comienzo también desemboca en un fiasco porque Heidegger recurre a la argumentación del tratado sobre el arte. De esta manera, “el tópico poetológico al término de Der Ursprung des Kunstwerkes oculta, sin embargo, en su decaimiento final, la negativa a recorrer ese camino” (Bredekamp, 2015: 53).
2.2. Los supuestos ontológicos del concepto de latencia
En el punto anterior reconstruí el juicio sumario que Bredekamp emite sobre Der Ursprung des Kunstwerkes. En esta reconstrucción adelanté dos críticas: la inconsistencia en el uso del concepto de acto icónico para leer la alegoría de la caverna y el desconocimiento del sentido preciso que tienen las nociones de poesía y lenguaje en el pensamiento de Heidegger. En este segundo punto voy a formular una tercera crítica que, a diferencia de las anteriores, no es evidente. No surge de una lectura de Der Bildakt, sino que se trata de un supuesto que está implicado en la definición de acto icónico. Solo se puede acceder a ese supuesto cuando se analiza una de las fuentes principales[12] de donde Bredekamp extrae su noción de latencia. Me estoy refiriendo a los trabajos de Gumbrecht.
La definición de acto icónico antes citada[13] afirma que su fuerza constitutiva se caracteriza por dar un salto que va de la latencia a la exterioridad de la recepción. El concepto de salto no solo sitúa al acto icónico dentro de la lógica de la explosión, sino que también describe dos espacios diferentes: el de la inmanencia de la obra y el de la trascendencia. Ese salto se lleva a cabo cuando las imágenes se activan al entrar en contacto con el cuerpo del receptor (la mirada o el tacto). El pasaje disruptivo (salto) de la latencia a los efectos perlocucionarios es una actualización de las potencialidades que están implicadas en las imágenes.
La latencia como el término a quo del que la fuerza icónica se lanza hacia la trascendencia fue elaborado conceptualmente por Gumbrecht. Uno de los aspectos más interesantes de su argumentación radica en que la formación de este concepto es inescindible de la filosofía de Heidegger. Dicho con mayor rigor: la latencia presupone necesariamente los conceptos de ser y de obra de arte del filósofo alemán. De esta manera, cuando Bredekamp afirma que la latencia es un elemento determinante del acto icónico admite e incorpora de manera subrepticia a su propia red conceptual los dos supuestos que acabo de mencionar.
Así, entonces, se produce una situación paradójica: Bredekamp rechaza explícitamente la ontología de la obra de arte de Heidegger como una reflexión auténtica sobre el acto icónico, pero al mismo tiempo la asume implícitamente en una de las nociones centrales de la definición.
En este segundo punto del apartado voy a referirme brevemente al modo en que Gumbrecht define el concepto de latencia para hacer visible la relación esencial que tiene con la ontología heideggeriana. Este vínculo hace explícito el estatuto epistémico en el que se mueve Gumbrecht. Su preocupación fundamental es reintroducir en el campo de las ciencias humanas una dimensión ontológica que fue expulsada por el giro lingüístico: el referente o, lo que es lo mismo, la presencia efectiva de las cosas.
En los dos textos de Gumbrecht que Bredekamp cita como fuente del concepto de latencia se puede ver expresamente el punto de vista ontológico de su análisis. Gumbrecht parte de una definición metodológica de latencia para, después, sacar a la luz sus supuestos ontológicos: “Llamo ‘latente’ a todo lo que creemos que está en el texto cuya comprensión es problemática” (Gumbrecht, 2009a: 87). La idea fundamental es que la latencia es algo que le atribuimos a un texto y que se caracteriza porque se resiste a la comprensión. A esta primera definición la denomino “metodológica”, porque caracteriza a la latencia como una dificultad epistémica inherente a la lectura de un texto.
Gumbrecht (2009a: 88) extrae cuatro afirmaciones que están contenidas en esta primera definición. La latencia de un texto implica que (1) hay algo que está ahí; (2) que ese algo que está ahí tiene una dimensión espacial (no está muy lejos de nosotros); (3) pero, a pesar de esta cercanía, no se sabe dónde está exactamente, y (4) por lo tanto, no se puede identificar, es decir, no se sabe qué es. Estas cuatro afirmaciones desarrollan los contenidos conceptuales de la dificultad epistémica, pero al mismo tiempo sacan a la luz el trasfondo ontológico en el que se inscribe. El índice que apunta a ese trasfondo es la noción de espacio. La latencia de un texto expresa algo que está en un lugar, que guarda una relación de cercanía con nosotros, pero que paradójicamente esa cercanía se transforma en una lejanía ya que carecemos de criterios para identificar no solo el lugar donde está, sino también en qué consiste lo latente.
Para darle un estatuto ontológico preciso a la dimensión espacial de la latencia Gumbrecht recurre a Heidegger. Le resulta decisivo el modo en el que Heidegger concibe el lenguaje como casa del ser en Brief über den Humanismus:
La famosa metáfora de Martin Heidegger del “lenguaje como casa del ser” puede ser interpretada como otra ejemplificación de la latencia […]. Por el contrario, la lectura heideggeriana [del concepto de lenguaje] es asumir, por un lado, que el lenguaje sugiere una cercanía original del ser y que, por otro lado, el lenguaje es el medio que permite al ser sustraerse. Si leemos tal “cercanía del ser” como espacial, entonces el ser, en la interpretación de Heidegger, puede emerger como algo sustancial, algo tangible. Por lo tanto, tan pronto como asociamos “latente” con “ser” (sin postular que ser es siempre latente) latente se aproxima a la ontología de la carne (Gumbrecht, 2009a: 88).
Esta cita contiene dos afirmaciones. La primera de ellas es que la metáfora de la casa del ser es una manera de ilustrar el concepto de latencia. La segunda radica en que el lenguaje es el medio en el que se muestra y oculta el ser concebido como algo sustancial o tangible. Esta última afirmación es problemática ya que es muy difícil asimilar el concepto heideggeriano de ser con la presencia material sensible de un ente. De hecho, en Sein und Zeit, cuando Heidegger discute el concepto de sustancia en Descartes, afirma taxativamente que “el ser mismo no nos ‘afecta’, por ello no puede ser percibido” (GA 2: 125-126).
Esta dificultad interpretativa es la que nos conduce al segundo texto de Gumbrecht. En el libro Diesseits der Hermeneutik. Die Produktion von Präsenz elabora con más detalle el concepto de ser como presencia. También aquí una de las fuentes principales de su pensamiento es la filosofía de Heidegger. Solo me voy a centrar en un aspecto preciso de la noción de presencia. Me interesa el modo en que aborda esta cuestión en su lectura de Der Ursprung des Kunstwerkes. Me limitaré a este aspecto de la cuestión ya que el argumento principal de este punto no es más que mostrar que el concepto de latencia que usa Bredekamp contiene como contenidos esenciales aquellas ideas heideggerianas que él mismo rechaza.
La afirmación de que el lenguaje como espacio donde el ser habita es un ejemplo ilustrativo de la noción de latencia, y la idea de que ese ser que se muestra y oculta en el lenguaje tiene el sentido de una presencia sensible material pareciera sugerir que Gumbrecht se pone del lado de un realismo que reniega de la función mediadora que tiene el espacio de sentido. Sin embargo, su reflexión sobre la producción de presencia se coloca en el punto de vista de la mediación entre sentido y realidad efectiva, en una auténtica filosofía del quiasmo, tal como se dice explícitamente en la cita anterior cuando remite a una ontología de la carne: “Presencia y sentido siempre aparecen juntos y, sin embargo, están siempre, uno respecto del otro, en una relación de tensión. No hay posibilidad de hacerlos compatibles o de juntarlos en el marco de una estructura ‘armoniosa’” (Gumbrecht, 2004: 26).
Su lectura de Der Ursprung des Kunstwerkes se inscribe dentro de esta manera de concebir las relaciones entre realidad y significado. La estructura ontológica de la obra de arte como una lucha entre mundo y tierra describe justamente para Gumbrecht (2004: 127) un modelo donde la materialidad sensible (la tierra) se vincula conflictivamente con el sentido (el mundo) de modo tal que nunca existe algo así como una fusión perfecta, pero tampoco una completa incompatibilidad. En una conferencia que dicta en 2005 cuyo tema es la relación entre presencia y lenguaje, Gumbrecht (2009b: 132-136) se vale de la idea de amalgama para expresar la tensión entre estos dos polos.
Este breve recorrido por algunos aspectos del concepto de latencia de Gumbrecht muestra claramente que su sentido está vinculado a la ontología heideggeriana de la obra de arte. Por esta razón, cuando Bredekamp incorpora dicho concepto a la definición de acto icónico, necesariamente legitima a Heidegger como una de las referencias fundamentales para la formación del concepto de fuerza icónica.
2.3. Hermenéutica de la exhibición originaria
En este capítulo me propuse exponer la posibilidad de interpretar algunos conceptos del pensamiento de Heidegger a la luz de la noción de acto icónico de Bredekamp. Para poder lograr ese objetivo reconstruí, en primer lugar, la red conceptual que define el acto icónico. Después, en un segundo momento, expuse las razones por las que Bredekamp niega que en Der Ursprung des Kunstwerkes haya una auténtica reflexión sobre la fuerza icónica. Por último, mostré que los argumentos de Bredekamp se apoyan en una mirada externa del vocabulario ontológico de Heidegger. No afectan en absoluto el núcleo conceptual de su ontología del arte. Es más, en el punto anterior quedó claro que Bredekamp, al incluir en la definición de acto icónico el concepto de latencia tal como lo formula Gumbrecht, acepta los supuestos heideggerianos que este concepto lleva consigo.
Todo este recorrido puede ser considerado como la parte destructiva de la argumentación. Hasta aquí traté de valorar críticamente el juicio sumario que Bredekamp hizo sobre Der Urspung des Kunstwerkes. Como resultado de este análisis se allana el camino para continuar con el comentario híbrido del curso de 1937-1938 Grundfragen der Philosophie. La tarea que se impone es mostrar cómo el concepto de producción (Hervorbringung) da cuenta de la fuerza icónica que recorre el espacio semiótico. Esta es la tarea del próximo capítulo. Antes de comenzar con ella, es necesario dar un último paso. Para concluir con la argumentación desplegada hasta aquí, voy a referirme a las investigaciones de Rubio sobre la exhibición originaria.
La razón por la que este capítulo concluye con el tema de la exhibición originaria radica en que para justificar la posibilidad de una lectura icónica del pensamiento de Heidegger no basta simplemente con un análisis crítico de las objeciones contra esta misma posibilidad. Es necesario mostrar también que el pensamiento de Heidegger contiene positivamente una reflexión sobre la fuerza icónica. Esta fue la tarea que emprendió Rubio en distintas publicaciones. Si bien no se refiere a la teoría de Bredekamp, su lectura sobre la exhibición originaria es un punto de partida necesario y fundamental para la interpretación que voy a exponer en el próximo capítulo.
El valor de su trabajo consiste en que mostró con sólidos argumentos que en Heidegger conviven dos actitudes diferentes ante las imágenes. Existe un Heidegger iconoclasta y, al mismo tiempo, otro que defiende una iconicidad originaria. La primera actitud es la más conocida en la bibliografía especializada. La segunda es la que Rubio sacó a la luz en distintos trabajos. Sus investigaciones articulan dos puntos de vista complementarios. Por un lado, aborda la génesis de la filosofía de la imagen en la obra de Heidegger, sus distintas etapas y cambios de punto de vista. Por otro, sobre la base de los resultados obtenidos en este estudio histórico-genético, tercia en la discusión actual sobre el estatuto epistémico de la imagen.
En dos artículos de 2010 y 2013 Rubio expone su lectura de Heidegger. Mediante un cuidadoso análisis de los textos distingue dos momentos del desarrollo de su reflexión sobre la iconicidad. En cada uno de ellos el problema fundamental es el de la constitución del sentido.
En el primer momento, que cronológicamente corresponde a los años 20, Heidegger elabora un concepto de producción que pretende liberarse del modelo canónico de la filosofía platónica, en donde esta noción tiene un sentido eminentemente causal. Es decir, da cuenta del proceso de creación real de un producto. Al finalizar este proceso cesa el movimiento y el producto se independiza del dinamismo que le dio origen. En este modelo causal la imagen desempeña el papel de modelo previo desde donde surge la obra. En Sein und Zeit Heidegger contrapone a este paradigma productivo una génesis del sentido que toma como modelo la doctrina del esquematismo de Kant. Una de las razones fundamentales radica en que, para Kant, la imaginación es poética, creativa. No se trata de una imaginación que reproduce mediante una copia lo que está presente en la percepción. Por el contrario, es una instancia originaria que proyecta una figura (Bild) que es el horizonte de sentido respecto del cual se comprende todo ente. La diferencia con el modelo platónico radica en lo siguiente:
A diferencia de lo que ocurre en el modelo tradicional de la póiesis, en el esquematismo heideggeriano el producto (imagen pura) no es separable del proceso de su propia producción, la cual consiste en formar y dejar lucir a la vez. Se trata pues de un tipo de producción sui generis, en el cual el producto no yace separado de la relación productiva. Heidegger acentúa este rasgo al interpretar la producción de imágenes puras como la relación circular entre proyección y horizonte de proyección (Rubio, 2013: 19).
El segundo momento de la filosofía de la imagen de Heidegger se sitúa a finales de los años 20. Se trata de un período donde entra en crisis el modelo trascendental elaborado en Sein und Zeit. La razón por la que Heidegger decide enfocar el problema desde otra perspectiva radica en que la constitución del sentido elaborada a partir del esquematismo y llevada a cabo concretamente en el poder ser proyectante del Dasein se rige por un paradigma de transparencia. En efecto, el horizonte de sentido que surge de la proyección no da lugar a la opacidad, al ocultamiento y a la sustracción del sentido. Por este motivo, en los primeros años de la década de los 30 Heidegger introduce el problema del arte como tema de su reflexión. La obra de arte se transforma en un modelo de producción que incorpora a su estructura ontológica tanto la transparencia como la opacidad del sentido. La iconicidad del arte radica justamente en una fuerza plástica mediante la cual se forja un espacio tensivo en el que se confrontan la opacidad y la transparencia (Rubio, 2010: 93 y ss.; 2013: 21 y ss.).
Me interesa particularmente para el tema de este libro la intervención de Rubio en la discusión contemporánea sobre el estatuto epistémico de la imagen. Ciertamente que esta polémica presupone su interpretación del lugar de la iconicidad en el pensamiento de Heidegger. Por este motivo, volveré sobre algunos puntos que acabo de exponer de manera general. La tesis principal consiste en que frente a una semiótica de la imagen forjada a partir del concepto de signo[14], y frente a una fenomenología de la imagen que toma como hilo conductor la percepción[15], la reflexión heideggeriana debe considerarse, desde un punto de vista epistémico, como una hermenéutica de la imagen (Rubio, 2017).
El punto de vista específico que la hermenéutica introduce en el debate sobre la imagen radica en su lectura ontológica. Una ontología hermenéutica de la imagen tiene como propósito esclarecer el horizonte de sentido desde donde se muestra el fenómeno icónico. Este horizonte o trasfondo respecto del cual se comprende la experiencia de la iconicidad recibe el nombre de ser (Rubio, 2017: 6). Por ello, hablar del ser de la imagen o, lo que lo mismo, de su estructura ontológica significa desplegar una tarea metodológica muy precisa: tematizar el horizonte de sentido que hace posible la experiencia icónica. Este marco ontológico general es el lugar desde donde es posible establecer un diálogo con los debates actuales sobre la imagen.
La lectura de Rubio sobre la ontología de la imagen de Heidegger se centra sobre una serie de conceptos que, en su interrelación, describen el horizonte de sentido de la iconicidad. El hilo conductor de todos ellos es el concepto de producción. Como ya dije, la noción heideggeriana de producción se caracteriza porque no se puede concebir de manera separada el proceso y el resultado. La obra lleva inscripta en ella el dinamismo que le dio origen. Hay una presuposición recíproca entre producto y producción, razón por la cual constituyen una instancia única que reúne los dos puntos de vista.
Esta es la razón por la cual Heidegger se coloca en una perspectiva que no toma como modelo la relación entre causa y efecto. Esta primera aproximación negativa al concepto de producción tiene que ser completada con una descripción positiva. De acuerdo con la propuesta interpretativa de Rubio (2013: 20-21), Heidegger denomina “exhibición originaria” a esta manera específica en que se vincula el proceso y el resultado. Se trata de una instancia que produce imágenes o figuras. Los distintos conceptos[16] que Heidegger utiliza apuntan siempre a esta exhibición de figuras. En el marco teórico de un planteamiento hermenéutico la exhibición de figuras no es otra cosa que la institución de un espacio de manifestación. La presuposición recíproca entre proceso y resultado describe la circularidad del espacio de sentido.
Para Rubio este modo peculiar que tiene Heidegger de concebir la producción se articula en cuatro rasgos. En primer lugar, la institución de la manifestación produce al mismo tiempo “las apariciones sensibles y las determinaciones de sentido” (Rubio, 2017: 10). El surgimiento del aparecer encierra dos dimensiones que se instituyen simultáneamente: la presencia sensible y la articulación significativa. La caracterización heideggeriana de este espacio como lo desoculto implica siempre estas dos dimensiones. En segundo lugar, la mirada de Heidegger sobre este proceso productivo se coloca en el punto de vista del nacimiento del espacio. La obra de arte, como afirma Rubio, da cuenta de la manifestación in statu nascendi. Como consecuencia de este punto de vista genético, lo que caracteriza a la producción, en tercer lugar, es el nacimiento de la doble dimensión sensible y significativa de la manifestación. Por último, el surgimiento del espacio de manifestación lleva consigo un contramovimiento originario de sustracción del sentido. La producción es una instancia que al mismo tiempo es transparente y opaca (Rubio, 2017: 8-9). La concepción de la obra de arte como puesta en obra de la verdad pretende dar cuenta de esta tensión entre manifestación y sustracción del sentido.
Queda un último aspecto para destacar de la lectura de Rubio sobre el concepto heideggeriano de producción. Según lo expuesto hasta aquí, el acento de la interpretación recae en la dimensión plástica de la producción icónica. Se trata de un crear, forjar, instituir, dar nacimiento o iniciar más que de un ver (Rubio, 2013: 22). La dimensión óptica, si bien no desaparece, no ocupa, de acuerdo con Rubio, una posición dominante como ocurre en el modelo platónico tradicional[17]. La traducción del término alemán Bild por “figura” y no por “imagen” tiene como finalidad justamente poner de relieve la plasticidad de la producción icónica. De hecho, los dos momentos antes mencionados en el desarrollo histórico de la filosofía de la imagen de Heidegger pueden ser concebidos como el pasaje de una ontología de la imagen (Sein und Zeit) a una ontología de la figura (Der Ursprung des Kunstwerkes) (Rubio, 2013: 22).
Lo que me interesa retener del concepto de figura no es solo su sentido plástico, sino también su aspecto espacial. La producción originaria de figuras expresa la institución de la obra de arte como un espacio perimetrado en el que se tensan los dos vectores de la manifestación: la transparencia y la opacidad. Este es el sentido del siguiente pasaje:
La noción heideggeriana de “figura” apunta a la manera en la cual ocurre la tensión, propia del arte, entre accesibilidad e inaccesibilidad de sentido y de presencia. La convicción de fondo de Heidegger consiste en que aquella tensión ocurre y resulta experimentable en un ente –la “obra de arte”– como un proceso de “fijación [Fest-stellung]”. Se trata de un proceso de delimitación que tiene lugar en un nivel de experiencia que no depende de la experiencia habitual, ni tampoco de la captación temática de objetos de conocimiento (Rubio, 2017: 10).
La puesta en obra de la verdad entendida como la génesis de la manifestación en todos los rasgos que acabo de enumerar incluye la idea de una frontera o límite. La obra de arte fija un territorio que tiene una doble cualidad: es al mismo tiempo acceso y barrera de la manifestación como tal. Aquí se pueden ver los dos sentidos del concepto de límite, a saber, como posibilidad e imposibilidad de acceso. Pero a estos dos sentidos es necesario añadirles un tercero. La delimitación del espacio de la obra de arte tiene como consecuencia su singularización y diferencia de otros territorios como los de la experiencia prosaica de la vida cotidiana y del conocimiento objetivo en todos sus grados.
La lectura de Rubio sobre el concepto de producción como exhibición originaria de figuras hace posible, desde un punto de vista conceptual, incorporar a este comentario híbrido del curso de 1937-1938 la noción de acto icónico. Como vimos en el primer apartado de este capítulo, Bredekamp relega a un segundo plano de su definición toda connotación óptica. Más bien, el acto icónico es una fuerza que posibilita el salto de la latencia a la trascendencia. Este salto da inicio a una mirada y a un espacio de reflexión. Por ello, lo que define al acto icónico como tal es la idea de creación, institución o nacimiento, y no la referencia a su condición óptica. Si se dejan de lado los prejuicios con los que Bredekamp interpreta la filosofía de Heidegger, es posible asumir su valioso concepto de acto icónico para amalgamarlo con la noción heideggeriana de producción a fin de mostrar que el espacio semiótico está atravesado por una fuerza icónica.
3. La enunciación icónica
Bredekamp sitúa sus reflexiones sobre el acto icónico en el plano ontológico. Si bien el campo de donde extrae los ejemplos corresponde a la historia del arte, la antropología y la sociología, su pretensión consiste en alcanzar un concepto universal. Por ello, describe al acto icónico como un concepto cosmológico. Es en este nivel de análisis ontológico donde se puede establecer un contrapunto con Heidegger. Sus reflexiones sobre la obra de arte se inscriben en el contexto del desarrollo del sentido del ser como Ereignis.
Ahora bien, mientras que Bredekamp (2015: 11) construye su cosmología de la imagen de manera inductiva, Heidegger se sitúa dentro de un planteo trascendental. Una de las diferencias entre ambas metodologías radica en el rol que cumplen los ejemplos en la argumentación. La inducción procede por acumulación de casos, de modo tal que lo que se busca es ampliar la base empírica sobre la cual se lleva a cabo la generalización. En cambio, en el caso de Heidegger se parte de algunos ejemplos que tienen valor paradigmático para sacar a la luz el horizonte de sentido que está supuesto en ellos. Ese marco de inteligibilidad no es otra cosa que la verdad del ser como espacio de juego de manifestación y ocultamiento.
Esta diferencia fundamental en el modo en que ambos autores conciben la ontología no impide, a mi juicio, que se puedan establecer algunos paralelismos en el modo de concebir la iconicidad que, a pesar de tener pretensiones epistémicas muy distintas, pueden contribuir para una lectura del acto icónico en el pensamiento de Heidegger. Estos paralelismos se articulan en torno a dos conceptos: 1) la iconicidad como fuerza de producción, y 2) la fuerza de producción como enunciación.
3.1. La iconicidad como fuerza productiva
El primer eje conceptual da cuenta de una concepción de la imagen cuyo rasgo definitorio no radica en su referencia a una experiencia óptica, sino que remite a la vivencia de la producción artefactual. En el contexto de este tipo peculiar de praxis humana el acento no recae sobre el producto, sino, más bien, sobre la producción. La iconicidad es una fuerza productiva que opera por sí misma, es decir, sin referencia a una instancia heterogénea que la explique y sea el principio de su fuerza. Por esta razón, se puede decir que las imágenes tienen vida.
La fuerza icónica no se sitúa dentro del modelo de la causalidad física. Si bien las imágenes en cuanto productos son realidades físicas que poseen el rasgo de la singularidad, espacialidad y temporalidad, su fuerza productiva no responde al modelo de la acción transformadora que un objeto ejerce sobre otro. Para precisar el estatuto específico de la fuerza productiva de las imágenes Bredekamp apela al lenguaje. Tanto la enérgeia de Aristóteles como la teoría de los actos de habla presenta un modelo de fuerza desnaturalizado en donde la producción icónica tiene la capacidad de iniciar, dar comienzo, encender o despertar una mirada, pensamientos y sentimientos en el receptor. Claramente que esta fuerza se ejerce entre dos entes físicos: el de la imagen y el de cuerpo del receptor. Por esta razón el contacto físico sensible entre ellos es fundamental para la explosión icónica. Sin embargo, la fuerza que una imagen ejerce sobre el cuerpo del receptor no tiene el mismo sentido que la dilatación que produce el calor cuanto ejerce su potencia en un metal.
La diferencia radica en por lo menos dos aspectos: en primer lugar, en que lo que se transforma en la producción icónica es la posición subjetiva del receptor. La transformación que ejerce la imagen en su cuerpo tiene que ver con el cambio de actitud que conduce a una nueva mirada y a un nuevo pensamiento. O para decirlo con las mismas palabras que el verso de Rilke: la imagen exige un cambio de vida. El concepto de vida que está implicado en esta frase no alude a la vida biológica, sino a una transformación subjetiva. La acción de las imágenes sobre el cuerpo se aparta de un modelo causal físico como el que está implicado en un estilo de vida basado en una dieta excedida en grasas que produce aumento de peso, colesterol, hipertensión y diabetes.
La segunda diferencia radica en que el efecto que produce la fuerza icónica se inscribe dentro del orden de la creatividad o explosión. Mientras que la acción causal física puede ser anticipada a partir de alguna regla como aquella que afirma que los metales se dilatan al calor o que una alimentación con exceso de grasa produce colesterol, la fuerza icónica, por el contrario, se rige por la idea de un salto. Así lo dice explícitamente la definición de Bredekamp: el acto icónico es una fuerza que capacita a la imagen para saltar de la latencia al efecto externo del sentir, pensar y obrar. La metáfora del salto indica que no hay continuidad entre el espacio de la latencia y el espacio de la recepción, sino también muestra que no puede ser calculado, anticipado, previsto o controlado. Ello tiene como consecuencia que la fuerza icónica puede producir nuevos efectos. No hay una regla que permita anticipar los efectos sobre la recepción que podría causar una imagen determinada.
Así, entonces, la transformación de la posición subjetiva en sus tres dimensiones, a saber, el pensamiento, el sentir y el obrar, y resumida en las nociones de mirada y pensamiento, nos conduce hacia el segundo eje conceptual. La fuerza productiva de la iconicidad elaborada conceptualmente a partir del uso poético, retórico y pragmático del lenguaje conduce necesariamente a una teoría de la enunciación icónica.
3.2. La fuerza productiva como enunciación icónica
El concepto de enunciación aparece explícitamente formulado cuando Bredekamp afirma que las imágenes son portadoras de una mirada. Constituyen espacios de reflexión, ocupan la posición del hablante y, por lo tanto, asumen la primera persona del singular. Como consecuencia de ello se distingue otro aspecto de la singularidad de las imágenes. En efecto, no solo son un individuo en virtud del espacio y tiempo que resultan de su condición física, sino también porque hablan en primera persona. De esta manera, el acto icónico lleva consigo las tres coordenadas constitutivas de la instancia formal de la enunciación: yo, aquí y ahora.
Esta es la razón que me lleva a afirmar que la fuerza del acto icónico es otra manera de expresar la fuerza de la enunciación. Con esta última afirmación intento reformular el argumento de Bredekamp, según el cual el acto icónico guarda una analogía con el acto de habla. Tomar como punto de partida la teoría de los actos de habla para expresar la fuerza icónica implica introducir dentro de esta noción el concepto de enunciación, ya que los actos de habla, como expresa siempre Benveniste, son una de las formas lingüísticas de la enunciación.
Querría detenerme en tres aspectos que se manifiestan en esta reformulación. El primero de ellos tiene que ver con la relación que hay entre el cuerpo y la enunciación. Anteriormente afirmé que la fuerza icónica produce efectos en el cuerpo del receptor y que, por lo tanto, implicaba algún tipo de contacto físico. Sin embargo, la descripción de este vínculo fue negativa. Simplemente me limité a decir que no posee una relación causal. Creo que la teoría de la enunciación permite comprender con precisión cómo se vincula positivamente la fuerza icónica y el cuerpo del receptor. Para ello es necesario remitirse a la teoría semiótica de Greimas y Fontanille (1994: 13). En efecto, para ambos autores el cuerpo es la sede de la función semiótica (Bertorello, 2017). En él se reúne el plano de la expresión (el significante) y el plano del contenido (el significado). Esa manera de concebir el cuerpo procede de la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty. Por ello, la semiótica no se remite al cuerpo biológico (Körper) tal como surge de una consideración científico-objetivante, sino al cuerpo vivido significativamente (Leib).
Este concepto de cuerpo se caracteriza fundamentalmente porque presenta la reunión de los dos planos de la función semiótica como un conflicto de fronteras. El plano de la expresión, en la medida en que da cuenta de la materialidad sensible que vehiculiza la significación, expresa la apertura del cuerpo hacia el exterior. El plano del contenido, en la media en que expresa los significados, apunta a la interioridad. Ahora bien, la relación entre lo exterior sensible y lo interior significativo no es un vínculo rígido, sino que se rige por una frontera móvil, porosa y permeable.
El cuerpo vivido como sede de la enunciación, es decir, como eje de coordenadas de donde se amalgama la sensibilidad y el significado, es lo que pone en acto y desencadena la fuerza icónica. Esta idea no es ajena al pensamiento de Bredekamp. Es, por el contrario, el trasfondo de la tesis del quiasmo de las miradas. Cuando interpreta “El torso arcaico de Apolo” de Rilke como aquella modalidad en la que el acto icónico intrínseco despliega una mirada que se amalgama con la del espectador, aparece claramente como trasfondo el concepto de cuerpo vivido en cuanto sede de la enunciación. El quiasmo de las miradas es el entrelazamiento del cuerpo de la obra y el cuerpo del receptor no como dos cuerpos físicos, sino como la hibridación de dos territorios que se ponen en contacto y se cruzan. Se trata, por lo tanto, de un conflicto limítrofe.
Esta idea del cuerpo como frontera está presente también en Heidegger cuando en los seminarios de Zollikon afirma que el cuerpo biológico (Körper) se distingue del cuerpo vivido (Leib) por el modo en que en cada uno aparece la frontera. En el cuerpo biológico la frontera tiene un sentido cuantitativo. Es el límite más allá del cual el cuerpo no puede ir. Por ello, su frontera es la piel. En cambio, en el cuerpo vivido la frontera tiene un sentido cualitativo que posibilita ir más allá de su límite físico y sobrepasarlo. Ello es posible porque el cuerpo vivido siempre es en cada caso mi cuerpo. Esta relación de posesión que el cuerpo tiene respecto de la primera persona del singular es la que le permite a Heidegger extraer una consecuencia ontológica decisiva:
Si el cuerpo vivido [Leib] en cuanto cuerpo vivido es en cada caso mi cuerpo vivido, entonces este modo de ser es el mío, de esta manera el corporar [leiben] está codeterminado por mi ser hombre en el sentido de la estancia [Aufenhalt] extática en medio del ente despejado. La frontera del corporar (el cuerpo solo es cuerpo en la medida en que corpora) es el horizonte de ser en el que yo me encuentro [Aufenhalten]. Por eso, la frontera del cuerpo vivido cambia constantemente por medio del cambio del alcance de mi estancia (Heidegger, 2006: 113).
Mientras que el cuerpo biológico tiene una frontera fija que se identifica con la piel, el cuerpo vivido tiene una frontera móvil. Ello es posible porque el cuerpo vivido proyecta un horizonte de sentido que cambia de acuerdo con la situación histórica en la que se halla.
Así, entonces, si se piensa la relación entre la fuerza del acto icónico y el cuerpo del receptor como un vínculo que se da, no en el plano de los cuerpos físicos, sino en el nivel del cuerpo vivido tal como aparece en el concepto semiótico de enunciación y en los seminarios de Zollikon, es posible afirmar que el encuentro no es más que la amalgama de dos instancias enunciativas que proyectan cada una un horizonte en el que confluyen la sensibilidad y el significado. De esta manera, la fuerza con la que el acto icónico impacta en el cuerpo del receptor adquiere una fisonomía muy precisa. Se trata de una proyección, y no de una acción causal. La proyección constitutiva del cuerpo del receptor se amalgama con la proyección constitutiva de la fuerza icónica. Se produce, por lo tanto, una fusión de horizontes. Esta mixtura de cuerpos es la sede de la enunciación icónica.
Una vez reformulado en términos enunciativos el vínculo entre los dos cuerpos desearía hacer alusión a un segundo aspecto del problema. La hibridación que la proyección de los dos cuerpos instituye se lleva a cabo desde la perspectiva de una primera persona. Así lo expresaba Bredekamp cuando decía que el acto icónico asume la forma gramatical del yo. Esto significa que las imágenes son la sede de actos intencionales como el pensamiento, la reflexión, la voluntad y los sentimientos. De esta manera, la mixtura que el encuentro entre los dos cuerpos instituye remite a una situación de diálogo en la que un yo habla con un tú. Justamente por esta razón introduje antes el concepto de enunciación. Es más, cuando expuse la teoría del acto icónico mostré que guarda un aire de familia con el concepto lotmaniano de persona semiótica. Si a las imágenes se les atribuyen actitudes intencionales, entonces se comportan como una persona.
Creo que esta manera personal de concebir el vínculo entre la recepción y las imágenes muestra claramente el punto de vista epistémico desde el cual habla Bredekamp. Con ello quiero expresar dos ideas. La primera es metodológica. Bredekamp reconoce que su reflexión no responde a un modelo teórico deductivo, sino que justifica sus ideas por medio de la ilustración de ejemplos. Se trata fundamentalmente de una inducción en donde los casos singulares tienen un papel relevante. La segunda tiene que ver con su formación como historiador del arte. Si bien asume expresamente que su discurso se mueve en el plano de la filosofía, el recurso permanente a la historia del arte, en el que el análisis recae principalmente sobre casos de obras singulares, revela fundamentalmente el oficio experto de un historiador.
De este doble aspecto del marco epistémico de Bredekamp se sigue, a mi juicio, una consecuencia fundamental para la descripción de la estructura enunciativa del acto icónico. Cuando el foco se coloca principalmente en el carácter individual de una obra tanto por razones de método como por motivos de oficio, surge la tendencia a considerar las obras desde el punto de vista de la primera persona. Que Bredekamp remita la condición hablante del acto icónico a un yo que habla, ordena, desea, piensa, etc., es una restricción analítica que surge del supuesto epistémico que está en el punto de partida de su análisis. El cuerpo de la obra de arte como punto cero de la enunciación icónica lleva consigo la marca autorreferencial de un yo.
Considero que esta manera de presentar el problema es una de las diferencias fundamentales que hay con el pensamiento de Heidegger. Sobre todo, con la posibilidad de atribuirle a su filosofía una auténtica reflexión sobre el acto icónico. Este problema fue claramente formulado por Rubio cuando se pregunta sobre cuál es el lugar que tiene lo icónico en la filosofía hermenéutica, cuestión que puede reformularse así: ¿en qué se diferencia un análisis hermenéutico de las imágenes del enfoque específico de ese campo del saber al que se denomina genéricamente como Bildwissenschaften? Cito, a continuación, su respuesta:
La filosofía hermenéutica no se dedica a estudiar “imágenes” –como si se tratase de ítems aislados analizables separadamente–. Ella aborda más bien la experiencia icónica en cuanto acontecimiento contenedor y unitario. Lo relevante para el enfoque filosófico-hermenéutico no son los detalles empíricos de un ítem o de un conjunto de ítems a los que se suele llamar “imágenes”, sino más bien las características estructurales del proceso de génesis de sentido que tiene lugar en la experiencia icónica (Rubio, 2017: 6).
Creo que se puede aplicar perfectamente su respuesta al caso de Bredekamp. Voy a parafrasearla desde la estrategia argumentativa y el vocabulario que vengo exponiendo en este libro. La teoría del acto icónico analiza obras singulares históricas porque parte del supuesto de que su estructura enunciativa se comporta como un yo. Por este motivo, el libro Der Bildakt contiene un número muy considerable de análisis detallados de imágenes históricas concretas. La reflexión heideggeriana sobre el acto icónico, por el contrario, no se coloca en ese punto de vista, sino que, como afirma Rubio, su interés se centra en los rasgos estructurales del acontecimiento icónico. La razón fundamental en la que se basa esta afirmación radica en que la estructura enunciativa del espacio de juego no remite a una posición de primera persona del singular, sino que, como afirmé en la introducción y el primer capítulo de este libro, su enunciación es impersonal. La explosión del sentido que abre el espacio de juego no se le atribuye a ningún tipo de instancia subjetiva antropológica singular o colectiva. No es un yo ni un nosotros. Es un acontecimiento neutro.
Me parece que esta diferencia de planteo no implica una mutua exclusión de los puntos de vista de análisis. Con ello quiero decir que la formación del concepto de acto icónico que sigue el hilo conductor de la primera persona del singular no impide, por principio, una ampliación del campo de análisis que incorpore la perspectiva de una enunciación impersonal. Se podría decir que, en cada obra singular en la que la fuerza icónica se designa como un yo, se muestra, obra, habla y se oculta el espacio de juego de la manifestación como tal. La relación que guarda el acto icónico como la fuerza específica de una obra histórica singular determinada con el acto icónico como la fuerza desencadenada por el espacio de juego de la manifestación es la misma que hay entre los nombres propios de la interrogación (Heráclito, Parménides, Nietzsche, etc.) y la enunciación impersonal de la que son una inscripción[18]: las imágenes históricas singulares son signaturas de la fuerza icónica del espacio de juego. La reflexión heideggeriana lee en cada uno de los ejemplos históricos (el cuadro de van Gogh, el templo griego, la jarra, la poesía de Hölderlin, etc.) la firma del espacio de juego y los rasgos de su estructura. En cada una de las obras que se comportan como un yo que habla, ordena y reflexiona, se muestra y se oculta un acontecer neutro que es el que enciende la fuerza de la iconicidad. El concepto de latencia de Gumbrecht es una manera diferente de expresar ese fondo anónimo que habla en cada obra singular.
Para finalizar con esta relectura enunciativa del lugar que tiene el cuerpo en el acto icónico solo resta sacar una conclusión de lo que acabo de decir. En efecto, si en cada una de las obras singulares se puede leer la firma del espacio de juego, es decir, si las fuerzas icónicas que se ponen en acto en cada una de las imágenes concretas son la firma de un acontecimiento icónico impersonal, entonces surge la pregunta por el modo de relación entre ambas fuerzas. A primera vista, pareciera que se trata de dos instancias distintas. Daría la impresión de que la acción icónica de la imagen concreta es una cosa y la fuerza icónica del espacio de juego es otra, que la signatura tiene un sentido causal.
Para evitar este malentendido voy a remitirme nuevamente a las investigaciones de Rubio. La concepción fenomenológico-hermenéutica de la producción radica en que las condiciones de producción y el producto no son instancias independientes, sino que guardan una relación circular. En el producto siempre están implicadas las condiciones de producción. Y viceversa, la producción no se cancela cuando se crea el producto, tal como sucede en el modelo platónico, sino que continúa ejerciendo su poder proyectivo en él. Esta relación de presuposición que existe entre las dos instancias es, a mi juicio, el tercer aspecto que indica que se trata de una teoría de la enunciación.
Para justificar esta afirmación voy a reformular la tesis de Rubio a partir del modo en que Greimas concibe las relaciones entre enunciado y enunciación. El vínculo entre estos dos conceptos es el mismo que existe entre el producto y la producción. El enunciado es el resultado del proceso de enunciación. Por ello puede ser visto como un producto. En cambio, la enunciación expresa el punto de vista dinámico de las condiciones de producción. Ahora bien, la relación que guardan entre ambos no sigue el modelo causal, en el que hay una separación tajante entre la causa y el efecto. Para Greimas (1996) el enunciado y la enunciación guardan una relación de presuposición recíproca. La enunciación no se cancela una vez que se produce un enunciado. Al contrario, los enunciados siempre guardan memoria de la instancia de la enunciación, razón por la cual para poder acceder a ella es necesario siempre partir del enunciado. Este puede tener indicadores explícitos que remitan a la enunciación como, por ejemplo, en el enunciado “me parece que mañana lloverá”. O también la enunciación puede estar ausente, elidida, como, por ejemplo, en el enunciado “mañana lloverá”. En este último caso se debe presuponer una referencia a sus condiciones de producción. El enunciado se presenta como un producto autónomo, independiente, que ha cancelado sus condiciones de enunciación. Sin embargo, necesariamente supone un “yo digo qué” que ha sido elidido, pero que sigue operando en su significación (Bertorello, 2008).
La presuposición recíproca de enunciado y enunciación es equivalente a la de producto y producción. Del mismo modo que un enunciado siempre remite a su enunciación, así también toda obra lleva las marcas de su producción. Una concepción de la producción como una instancia sui generis que se aparta del modelo tradicional de la causalidad adquiere un estatus muy preciso cuando se la interpreta de acuerdo con esta manera de concebir las relaciones entre enunciado y enunciación. La concepción heideggeriana del arte puede ser considerada como una mirada que recae sobre la condición naciente de la obra, que la percibe en su continuo originarse. Con esta afirmación Rubio intenta pensar la mutua implicancia de producción y producto. De acuerdo con la argumentación que vengo desarrollando en este último apartado del capítulo, esta perspectiva genética puede interpretarse como la permanente referencia de la obra a sus condiciones de enunciación. La obra de arte como la puesta en obra de la verdad es el concepto con el que Heidegger expresa la referencia de la obra a sus condiciones enunciativas.
Así, entonces, se puede concluir que la relación que hay entre la fuerza icónica de una obra singular (como puede ser el cuadro de van Gogh) y la fuerza icónica del espacio de juego se presupone recíprocamente del mismo modo que el enunciado y la enunciación.
- Sigo la traducción propuesta por Anna-Carolina Rudolf Mur en su versión española de Theorie des Bildaktes.↵
- Bredekamp justifica esta concepción cosmológica del acto icónico a partir de una serie de autores que son las fuentes de su teoría. Para la caracterización de los artefactos y obras como sede del acto icónico se vale de Leonardo da Vinci y Leon Battista Alberti (Bredekamp, 2015: 30-31 y 42); para la concepción de la vida como acto icónico toma como fuente de inspiración a Charles Darwin y a Aby Warburg (Bredekamp, 2015: 303-310); para la descripción de los entes inanimados como instancia del acto icónico recurre a Epicuro y a Charles S. Peirce (Bredekamp, 2015: 313-315).↵
- En Theorie des Bildakts (2010) Bredekamp mantiene cierta cautela a la hora de designar a su propio discurso como una filosofía. En el prólogo de Der Bildakt (2015) hay una serie de indicaciones en donde se manifiesta expresamente a favor de la inclusión de su concepción del acto icónico dentro del campo de la reflexión filosófica. El acto icónico es una toma de posición filosófica ante la tradición moderna que absolutiza la posición del sujeto: “En la medida en que el acto icónico pretende un concepto más amplio del anthropos que una modernidad centrada ópticamente y vinculada al sujeto ha permitido, está en el centro de su intento una crítica del constructivismo moderno. [El acto icónico] se dirige a abrir al observador y al que comprende los artefactos formados a partir de una interacción en la que este no dispone en todo momento del curso del acontecer. En este sentido el acto icónico es una filosofía de la experiencia de formas autónomas y, por así decir, seudovivientes” (Bredekamp, 2015: 10; destacado en el original). En otro pasaje del prólogo Bredekamp llega incluso más lejos. Sitúa el concepto de acto icónico en el marco de una auténtica reflexión metafísica (rückstürzende Metaphysik) (Bredekamp, 2015: 19). De hecho, en el semestre de invierno de 2020 dicta un curso en el Institut für Kunst- und Bildgeschichte de la Universidad von Humboldt de Berlín al que titula Die rückstürzende Metaphysik der Bildwissenschaft.↵
- Alberti propone esta definición de imagen a partir de la observación de raíces y otros objetos naturales que sugieren la idea de un trabajo humano. Bredekamp comenta que en el libro de Athanasius Kirchner China ilustrata (1667) ya estaba presente en el arte chino muchos siglos antes que Alberti (Bredekamp, 2015: 42).↵
- Con esta afirmación Bredekamp (2015: 57-58) toma distancia de las investigaciones previas que trazaron un paralelismo entre el acto de habla y las imágenes. Fundamentalmente se refiere a las investigaciones de Søren Kjorup. Para este autor la diferencia entre el acto icónico (pictorial act) y los actos de habla se centran en los medios. Uno utiliza las imágenes; el otro, el lenguaje.↵
- Bredekamp cita muchos casos de obras hablantes en las que aparecen diversas variantes del vínculo reflexivo que la obra, al autodesignarse como un yo, posee con distintos interlocutores: el artista, el propietario, el usuario, etc. Incluso hay obras que advierten a posibles ladrones (Bredekamp, 2015: 74).↵
- También aparece otra expresión sinónima: Denkraum.↵
- Los versos que indican esa ubicuidad de la mirada del torso de Apolo son los siguientes: “Und bräche nicht aus allen seinen Rändern / aus wie ein Stern: denn da ist keine Stelle, / die dich nicht sieht. Du muβt dein Leben ändern” (citado en Bredekamp, 2015: 244). La traducción al español es: “Ni centellara por cada uno de sus lados / como una estrella: porque aquí no hay un solo lugar donde no te vea. / Debes cambiar tu vida” (https://bit.ly/3DsBE9x).↵
- Sigo la traducción de Anna-Carolina Rudolf Mur.↵
- Sigo la traducción de Anna-Carolina Rudolf Mur. “Posición” da cuenta no solo del sentido espacial, sino también del cambio de las creencias o actitud ante algo.↵
- El mismo destino le corresponde a Lacan (Bredekamp, 2015: 51, 54 y ss.).↵
- La obra fuente es un artículo de Koch (2004).↵
- Cf. el punto 1.1 del presente capítulo.↵
- Por “lectura semiótica” alude a los trabajos de Lambert Wiesing.↵
- Se refiere fundamentalmente al enfoque de Richard Wollheim.↵
- Ellos son Dichtung, Hervorbringung y Herstellung (Rubio, 2017: 8).↵
- Esta es la razón por la que en la conferencia de 1931 Vom Ursprung des Kunstwerkes no aparecen ejemplos de las artes pictóricas como el cuadro de van Gogh del ensayo de 1935-1936, sino que los ejemplos proceden de las artes plásticas: el templo de Apolo y la estatua de Zeus, además de la tragedia griega y la poesía de Hölderlin. Se trata, por lo tanto, de una concepción amplia del poetizar (Dichtung) que incluye las construcciones arquitectónicas, las estatuas y las lingüísticas (Rubio, 2013: 21-22).↵
- Cf. el capítulo 2, apartado 3.2.↵