Notas para una antropología
de las fronteras urbanas
Ramiro Segura
Introducción
Este capítulo ensaya una reflexión antropológica acerca de las fronteras urbanas. La antropología, escribió Michel Agier (2015:30), puede contribuir a comprender “por qué y cómo los humanos inventan sin cesar, para ubicarse en el mundo y frente a los otros, nuevas fronteras” y, para esto, “más que mirar el hecho consumado, fijo y absoluto de la frontera que ya está ahí, conviene interrogarse sobre la frontera que se está haciendo. Lo que la frontera despliega es una separación y una relación”. De manera sintética, en un puñado de pocas frases, el antropólogo francés condensa un conjunto de indicios de lo que implica pensar antropológicamente toda frontera: una producción humana (antes que un hecho natural) para ubicarse en el mundo en relación con otros; un proceso inacabado y abierto (antes que un producto inmutable) por el que precisamente se despliegan la separación y la relación. Ubicar, separar y relacionar constituyen los propósitos de toda frontera y, por lo mismo, veremos que el trazado, mantenimiento, cuestionamiento, atravesamiento y experiencia de la frontera involucran también el conflicto, la incertidumbre y la liminaridad.
Estas notas antropológicas acerca de la frontera se nutren de mis propias investigaciones en las que explícitamente apelé a la noción de fronteras urbanas para abordar distintos procesos socio-espaciales: la segregación en una villa del conurbano (Segura, 2009), las dinámicas de la alteridad en Buenos Aires (Caggiano y Segura, 2014), la experiencia urbana de habitantes de la periferia en la ciudad de La Plata (Segura, 2015a), la imaginación geográfica de la prensa sobre el conurbano bonaerense (Segura, 2015b), la imaginación política de las organizaciones populares en la Región Metropolitana de Buenos Aires (Grimson y Segura, 2016) y, más recientemente, la imaginación geográfica acerca de la pandemia en la vida urbana (Segura y Caggiano, 2021; Segura y Pinedo, 2022). La invitación al V Seminario Internacional Bordes, Límites, Frentes e Interfaces “Aportes recientes para el estudio de las fronteras” fue el punto de partida para revisitar estas distintas experiencias de investigación y avanzar en un ejercicio reflexivo y proyectivo sobre fronteras urbanas que se condensa en estas páginas.
El capítulo se organiza en dos grandes secciones. La primera, de carácter conceptual, abocada a explicitar los presupuestos teóricos y conceptuales a partir de los cuales, a mi entender, se puede avanzar en un uso analíticamente productivo de la noción de frontera en los estudios urbanos. Esta perspectiva se condensa precisamente en la preposición entre que aparece en el título del capítulo: entre muros y límites, entre lo material y lo simbólico. Las fronteras urbanas, entonces, como un entrelazamiento (muchas veces inestable, discutido, disputado) de lo espacial y lo social. La segunda sección, de carácter analítico, se dedica a desplegar algunas intuiciones sobre las dinámicas fronterizas en la ciudad, tomando como marco empírico fronteras urbanas a distintas escalas (localidad, barrio, casa) dentro de la Región Metropolitana de Buenos Aires, en la que mayormente he concentrado mi trabajo de investigación. Sin pretensiones de exhaustividad, sino con la finalidad de ejemplificar algunas dinámicas fronterizas en el espacio urbano, esta sección abordará tres casos: el reiterado ritual de trazado de la frontera entre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires; el trabajo en/sobre las fronteras urbanas que realizan diversos actores que buscan reforzar y/o cuestionar las fronteras; y la experiencia cotidiana de cruzar las fronteras en la ciudad. Se trata de resultados de distintas investigaciones desarrolladas en los últimos años que, además del trabajo documental, comparten una estrategia metodológica centrada en la observación, la descripción y el análisis de las prácticas espaciales de distintos actores urbanos (líderes de organizaciones populares, migrantes, habitantes de heterogéneos y desiguales espacios residenciales, entre otros). Por último, a modo de cierre del capítulo, se proponen unas reflexiones finales en las que destaco dos cuestiones: la pluralidad y la productividad de las fronteras urbanas.
Fronteras urbanas: entre muros y límites
La cuestión de la naturaleza de las fronteras urbanas se encuentra contenida en la oscilación del título del capítulo: entre las fronteras (materiales) y los límites (categoriales o simbólicos). En efecto, como señalara hace un tiempo Alejandro Grimson (2000), frontera es un objeto/concepto y, a la vez, un concepto/metáfora, es decir, es tanto una locación territorial (una frontera física, inscripta en el espacio, localizada, señalizada, controlada) como una metáfora para referirse a lugares socioculturales (una frontera simbólica, categorial). La metaforización de categorías espaciales y geográficas (no solo frontera, sino también espacio, territorio, lugar, etc.) amplía las potencias heurísticas de la categoría. Pensemos, por ejemplo, que en las últimas décadas se han conceptualizado en clave de frontera o límite (categorial)[1] fenómenos heterogéneos como las identidades étnicas (Barth, 1976) o sociales (Hall, 2010) y las desigualdades categoriales (Tilly, 2000). Sin embargo, de manera ciertamente paradójica tratándose de fronteras (en los casos de Barth y Hall) y de límites (en el caso de Tilly), estos productivos desarrollos teóricos no han abordado las dimensiones espaciales de los procesos de identificación y de producción de desigualdades respectivamente, cuando en general “es muy poco común que esas fronteras no se traduzcan, incluso provisoriamente, en un espacio de contacto y de intercambio que hace frontera” (Agier, 2015:31; cursivas en el original). Antes que optar por una de las dos acepciones, lo que supondría en última instancia reducir la frontera a muro o hacerla coincidir con una identidad grupal, las fronteras urbanas articulan de manera necesariamente inestable aspectos espaciales y sociales, muros y categorías, dimensiones materiales y simbólicas involucradas en la producción de la vida urbana.
En este sentido, en mis investigaciones, el punto de partida siempre ha sido el concepto de límite propuesto por Simmel (1986) hace más de un siglo. El límite simmeliano no solo contempla la existencia de ambas dimensiones (materiales y simbólicas) sino que sugiere un modo de pensar sus relaciones recíprocas (Segura, 2021a). En una dirección exactamente opuesta al determinismo espacial predominante en su época, para Simmel el espacio es una forma que en sí misma no produce efecto alguno. Es decir, por evidente que parezca, no son las formas de la proximidad o la distancia espaciales las que producen los fenómenos de vecindad o extranjería. Lo que tiene importancia social no es el espacio, sino el eslabonamiento y la conexión de las partes del espacio por lo que el autor llamó factores espirituales (que hoy llamaríamos sociales). “Somos a cada instante aquellos que separan lo ligado o ligan lo separado”, escribió Simmel (2001:45-46) en su conocido ensayo Puente y puerta. El punto de partida, entonces, no es el espacio sino la interacción social que separa, que une, que fija y que delimita. Es decir, la acción recíproca que tiene lugar entre las personas, la cual precisamente se experimenta como el acto de llenar un espacio. Pero Simmel no se detiene en este punto. Si el primer movimiento consiste en desnaturalizar el espacio, cuestionando los enfoques sustancialistas y remarcando al espacio como producto de la interacción social, el movimiento siguiente consiste en analizar el lugar (los efectos) que las formas espaciales socialmente producidas tienen en tanto dimensión de la interacción social. En este sentido, Simmel fue uno de los primeros sociólogos en sugerir la relevancia de los límites sociales en la interacción social. Contrariamente a la percepción fenoménica de las fronteras naturales entre dos unidades políticas, Simmel remarcó que el límite no es un hecho espacial con efectos sociológicos, sino un hecho sociológico con una forma espacial. A la vez, reconoció que cuando el límite se ha convertido en un producto espacial y sensible, en algo que dibujamos en la naturaleza con independencia de su sentido sociológico y práctico, ejerce una influencia retroactiva sobre la conciencia de la relación entre las partes. La especificidad del límite espacial consistiría entonces en que, al transformarse en una línea en el espacio, la relación mutua adquiere, tanto en su aspecto positivo como negativo, una claridad y una seguridad (y también una rigidez) que no le son dadas cuando la separación no se ha proyectado aún en forma sensible.
La temprana y sugerente propuesta de Simmel, sin embargo, no nos deja servido el análisis y la interpretación de los fenómenos de limitación social (y espacial) en la ciudad. Debemos ir más allá (o más acá) de la discusión ontológica, por lo que propongo distinguir tres elementos íntimamente interrelacionados –cosas, palabras y prácticas– para el análisis de las dinámicas en/de las fronteras. Como venimos sosteniendo, frontera simultáneamente refiere a una discontinuidad o separación en el espacio, así como da nombre a diversos mecanismos de delimitación, cierre social o efecto simbólico de frontera que regulan la interacción social. Si en la primera acepción es una frontera material, una cosa –un artefacto– que emerge en contextos relacionales de implicación mutua de las personas y sus entornos (Ingold, 2000), en la segunda es una frontera simbólica, una palabra que instaura un límite categorial –no necesariamente expresado en el espacio– que regula interacciones, marca pertenencias, distribuye recursos socialmente valorados (dinero, bienes, estatus). Y ambas, cosas y palabras, son producto y condición de posibilidad de prácticas sociales. Imagino pensar cosas, palabras y prácticas en el marco de “constelaciones” (Benjamin, 2005) o “figuraciones” (Elias, 2008) urbanas específicas que permitan captar la intrincada relación entre fronteras o límites materiales y simbólicos (Lamont y Molnár, 2002). No se trata solo de reconocer que los sentidos y los usos de la cosa pueden ser variados y polivalentes –recordemos que ya Kevin Lynch (2008) señalaba que una misma infraestructura como una ruta o una vía podía ser espacio de circulación para unos y límite para otros–. Se trata, en cambio, de tener presente que no hay correspondencia estable entre fronteras materiales y simbólicas (Elguezabal, 2018), debido a la multiplicidad de agentes y de prácticas que trabajan (vigilan, refuerzan, controlan) en, a través y sobre ellas, así como al cruzamiento cotidiano de las fronteras (Vila, 2005). Veamos algunas de las formas en que se despliegan estas dinámicas en/de la frontera.
Dinámicas fronterizas en el espacio urbano
Tomando como escenario a la Región Metropolitana de Buenos Aires (RMBA), se abordan en esta sección tres dinámicas en/de las fronteras urbanas a distintas escalas donde se entrelazan de manera específica cosas, palabras y prácticas: el ritual de trazado de fronteras urbanas, el trabajo en/sobre las fronteras urbanas que realizan diversos actores que buscan reforzar y/o cuestionar las fronteras y la experiencia cotidiana de cruzar las fronteras urbanas.
Trazar fronteras, una repetición ritual
La RMBA constituye un espacio socio-territorial complejo, resultado de la sedimentación de diversos procesos socioespaciales, donde habita un tercio de la población del país (alrededor de 14.000.000 de habitantes). La imagen dominante de este espacio en el sentido común es la de un sistema de círculos concéntricos, en los que a gran escala tiende a existir cierta correspondencia entre localización, sector social y tiempo de urbanización. En términos de círculos (también llamados anillos, cordones o coronas) la RMBA incluye las siguientes jurisdicciones: a) Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), con una población de 3.100.000 de habitantes; b) Gran Buenos Aires (1.a y 2.a corona del conurbano), conformada por 25 partidos y una población que ronda los 9.000.000 de habitantes; y c) el resto de la RMBA o 3.a corona, compuesta por 15 partidos y una población que ronda los 1.700.000 habitantes (Ciccolella, 2011). En este sistema, las condiciones socioeconómicas decrecen a medida que nos alejamos de la CABA, presentando –en promedio– el primer anillo peores condiciones que la CABA y el segundo anillo peores condiciones que el primero. La excepción a este degradé continuo corresponde al tercer anillo, que en las últimas tres décadas fue el escenario privilegiado de la expansión de las urbanizaciones privadas de clases altas sobre suelos de bajo costo, dando lugar a la coexistencia de fuertes contrastes sociales. Dentro de este sistema, la diferencia más notoria y significativa es entre CABA y Gran Buenos Aires, ya que se trata de una frontera jurídico-política, con límites muy precisos y que resulta estructurante del imaginario territorial y de prácticas espaciales. En efecto, el límite Capital/provincia actualiza muchas veces otro binarismo fundante de la nación, la oposición Capital/interior, con sus implicancias imaginarias para el punto de vista capitalino acerca de Europa y América Latina, e incluso de civilización y barbarie (Grimson y Segura, 2016).
Las categorías Gran Buenos Aires y conurbano surgieron en el marco de la acelerada expansión urbana de las décadas de 1930 y 1940, en consonancia con una tendencia urbanística internacional que enfatizaba la necesidad de coordinación política y administrativa regional para gestionar un conjunto urbano que excedía sus límites tradicionales. Sin embargo, ante el vertiginoso proceso de expansión de la trama urbana, durante esas décadas se asistió a un “novedoso repliegue de la ciudad capital sobre sí misma que desconoció el proceso de formación de los radios metropolitanos” (Ballent y Gorelik, 2002:182). En efecto, este proceso de expansión urbana encontró una veloz respuesta en la construcción de la avenida General Paz en 1936, “primera marca material de ‘los dos países’ dentro de Buenos Aires, al convertirse rápidamente en el símbolo del borde de la ciudad europea, el límite vergonzante detrás del cual se acomodaría mayormente la nueva población” (Gorelik, 1999:150).
El análisis de la prensa gráfica porteña entre 1975 y 2010 (Segura, 2015b) mostró una reiteración sistemática: el trazado cotidiano de la frontera entre la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y el Gran Buenos Aires o el conurbano. El modo habitual de representación mediática, lejos de colocar la idea de una región metropolitana con problemas comunes y la necesidad de una gestión integral, reproduce cotidianamente la frontera que distingue y contrapone a las dos entidades, donde el conurbano aparece como la alteridad que amenaza el orden de la ciudad. Se trata de un mecanismo argumental repetido que conjuga cercanía, alteridad y amenaza y que reaparece en distintos contextos históricos y acerca de temas diversos, como el ambiente, la salud, la seguridad y la política. El conurbano como una geografía diferente y a la vez cercana, que amenaza con contaminar o contagiar con sus distintas enfermedades y peligros a la ciudad.
En su misma reiteración, el ritual de instauración de una frontera se relaciona con la incertidumbre que produce el hecho innegable de la multiplicidad de flujos que la atraviesan cotidianamente (Chaves y Segura, 2021). Asimismo, su sistemática reiteración nos recuerda “el carácter artificial de la frontera” (Agier, 2015:34), el cual se tornó particularmente evidente cuando, en el marco de la pandemia de Covid-19, el Gobierno nacional de la República Argentina colocó al Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) como categoría político-administrativa para la gestión de la pandemia (Segura y Pinedo, 2022). La dinámica espaciotemporal del virus y de los contagios promovió pensar en términos metropolitanos (Bender, 2006), subsumiendo consecuentemente en la unidad metropolitana, tanto los contrastes entre Capital y conurbano como los solapamientos y las disputas de múltiples escalas y jurisdicciones de gobierno.
Por supuesto, la instauración del AMBA como categoría socio-espacial para la gestión de la pandemia no diluye automáticamente las jurisdicciones, los sentidos y las prácticas vinculadas con la persistente contraposición Buenos Aires/conurbano, sino que nos recuerda el carácter abierto y procesual de las fronteras urbanas. En tanto artefactos contingentes, que son a la vez resultado de la acción material y simbólica humana a la que a buscan regular, las fronteras son “lo que los agentes sociales han hecho y hacen con ellas” (Grimson, 2009:33). Veamos a continuación ese trabajo en/sobre las fronteras.
Trabajo en/sobre las fronteras
Multiplicidad de agentes intervienen en la producción social, cultural y espacial de las fronteras urbanas. Si en cada momento la ciudad y sus fronteras son un producto de la sedimentación de una multiplicidad de procesos (flujos globales, políticas públicas, proyectos inmobiliarios, luchas de organizaciones sociales, entre otros), constituyen a la vez un escenario abierto e inconcluso de prácticas sociales. Existe, por lo mismo, un trabajo constante en y sobre las fronteras urbanas que se observa de manera clara a escala barrial, cuyos extremos polares serían aquellas prácticas orientadas a reforzar las fronteras y aquellas otras que se enfocan en cuestionarlas o superarlas. Ejemplificaré brevemente ambos casos a continuación.
Por un lado, los enclaves fortificados (Caldeira, 2007), en su formato de barrio cerrado o urbanización privada en las periferias y de torres en zonas centrales de las ciudades, constituyen uno de los objetos urbanos que transformaron el paisaje de las ciudades a partir de la proliferación de muros y dispositivos de vigilancia y son un caso relevante para reflexionar sobre las prácticas que buscan reforzar las fronteras. Si bien las investigaciones iniciales tendieron a certificar la eficacia de estas privatopías, en estas urbanizaciones se configuran interacciones interdependientes y asimétricas que el propio enclave requiere para su reproducción y que, por lo mismo, generan un interrogante acerca de la eficacia de las fronteras materiales sobre las que se construyen. En efecto, como señaló tempranamente Svampa (2004:53-57), las urbanizaciones privadas constituyen un escenario privilegiado para analizar las relaciones que establecen agentes situados en posiciones opuestas de la estructura social: por un lado, profesionales y empresarios de clases altas y medias altas que residen allí; por el otro, el proletariado de servicios que la propia urbanización demanda, como jardineros, guardias de seguridad, trabajadores de la construcción, empleadas domésticas, entre otros. En esta dirección, en su fascinante etnografía de las torres en Buenos Aires, Eleonora Elguezabal (2018) mostró que no hay coincidencia ni correspondencia mecánica o automática entre las fronteras materiales y las fronteras sociales. Contrariamente a la clara legibilidad que instauran en el espacio construido, donde los muros separan el adentro del afuera, en la vida cotidiana de las torres las fronteras materiales son porosas, existiendo un flujo continuo entre el adentro y el afuera y, por lo mismo, las fronteras sociales son turbias, lábiles y deben ser continuamente marcadas, señaladas, reforzadas, en un trabajo de enclave que se esfuerza por separar el adentro del afuera de las torres dentro de las mismas torres. Porosidad de la frontera material, labilidad de la frontera social y, por lo mismo, trabajo de enclave, que busca hacer coincidir ambas fronteras, como un medio para reforzarlas (Vila, 2005).
Por el otro, mis investigaciones sobre segregación socioespacial buscaron analizar de forma simultánea distintas fronteras que se intersectan intrincada y dinámicamente (Segura, 2012; 2015a). En primer lugar, las fronteras espaciales de la segregación, es decir, la desigualdad en la distribución y en el acceso de los grupos y los sectores sociales al espacio físico de la ciudad en tanto espacio social objetivado (Bourdieu, 2002), que expresan la relación que existe en determinado momento entre la estructura espacial de la distribución de agentes y la estructura espacial de la distribución de infraestructura, bienes, servicios y oportunidades. En segundo lugar, las fronteras sociales de la segregación, es decir, los ámbitos, las modalidades y las frecuencias de las interacciones entre los distintos grupos y sectores sociales de una ciudad. En tercer lugar, las fronteras simbólicas de la segregación, que refiere a las categorías sociales relevantes para la marcación y la conformación de grupos y de sectores sociales, y a los sentidos en disputa acerca de esas categorías sociales relevantes, como son villero, boliviano, bolita, negro, argentino y vecino, entre otras. Se trata, en definitiva, de comprender cómo se articulan en determinado momento las fronteras espaciales, sociales y culturales de la segregación y sus efectos en los modos de habitar y experimentar el espacio urbano. En este sentido, en un trabajo con líderes de organizaciones populares de la RMBA (Grimson y Segura, 2016), mostramos que las fronteras urbanas se encuentran incorporadas como esquema de percepción, clasificación y acción en los actores sociales. Los modos en que los actores sociales se imaginan a sí mismos, al lugar en donde viven y a los demás, replican algunas de las fronteras urbanas y, por lo tanto, los modos de agruparse y de actuar se configuran a partir de las mismas y, en ciertas ocasiones, claramente contra ellas. Las fronteras urbanas, entonces, se entienden como lugar de la negociación y de la política de las organizaciones sociales populares.
Los procesos de segregación, de este modo, establecen fronteras urbanas que modulan la vida de sus habitantes, lo que no debe llevarnos a perder de vista los límites del barrio para explicar estos procesos, en una doble dirección (Segura, 2019). Por un lado, en el sentido sociológico y político dado por Merklen (2005), debemos reconocer que el barrio no es una entidad autosuficiente. Existen, en cambio, una multiplicidad de procesos sociopolíticos que regulan las dinámicas barriales desde afuera del barrio. Recordemos, al respecto, la propuesta analítica de Löic Wacquant (2007) quien, por medio de la comparación entre el gueto norteamericano y la periferia de París, mostró que más allá de similitudes morfológicas e incluso de vivencias semejantes entre sus residentes, nos encontramos ante formaciones socio-espaciales específicas, que remiten a lógicas diferentes. En sus palabras, mientras el gueto es “un universo racial y culturalmente homogéneo caracterizado por una baja densidad organizacional y una débil penetración del Estado social”, la periferia parisina “es fundamentalmente heterogénea en el plano de su composición étnico-nacional y su estructura de clase, con una fuerte presencia de las instituciones públicas” (Wacquant, 2007:200). Por el otro, en su sentido geográfico y urbano, debemos reconocer la imposibilidad de los límites del barrio para contener la experiencia social de sus residentes. Si tenemos en cuenta que las interacciones y los desplazamientos son constitutivos de la vida urbana, no podemos suponer que el espacio barrial agote la vida urbana de esas personas (de La Pradelle, 2007). Las personas, en definitiva, residen en espacios particulares, pero también se mueven y desplazan por la ciudad y por dominios vinculados con el trabajo, la recreación, los lazos de parentesco, entre otros.
Aplicando este marco para comprender la experiencia social y urbana de los/as migrantes bolivianos/as en la ciudad de Buenos Aires (Caggiano y Segura, 2014), discutimos la unidimensionalidad de los modelos disponibles del gueto racial y la periferia pobre. Enfatizando, en cambio, la relevancia de las intersecciones de clase, nacionalidad, género y raza en la estructuración y uso del espacio urbano, mostramos que a los estigmas territoriales con que cargan los lugares segregados se le suma en diversas situaciones de interacción cotidiana un estigma específicamente racial o étnico, que acompaña a los/as migrantes tanto en los espacios residenciales socialmente heterogéneos donde habitan y donde la nacionalidad, la etnia y la raza importan, como mucho más allá del lugar de residencia: en el espacio público, en el transporte público, en las instituciones educativas y sanitarias, en el ámbito laboral, entre otros. Asimismo, en ese trabajo mostramos que las prácticas cotidianas no se reducen necesariamente a las constricciones que imponen las fronteras espaciales, sociales y culturales. Vimos, en cambio, prácticas que desafían esos límites, muchas veces incluso exponiendo a sus agentes a penalizaciones, estigmatizaciones y control. En este sentido, el caso de las mujeres que tienen a su cargo el cuidado de otros familiares se torna particularmente relevante. La baja dotación de recursos sanitarios o educativos de sus barrios opera como un estímulo para salir a buscar paliativos y alternativas. En cuanto al acceso a la atención en salud, por ejemplo, una mujer utilizaba la fórmula romper el gueto para describir su dinámica cotidiana y explicaba en qué consiste la tarea. Hay que buscar dónde se consigue una buena atención, que no siempre está en el barrio o cerca de allí, sortear no solo la escasez de recursos sino también el racismo y la xenofobia. Se trata de hacer averiguaciones y preguntar a los contactos confiables, generalmente otras mujeres, en qué hospital, en qué servicio o por cuál profesional serán bien recibidas ellas, sus hijos o sus compañeros, pasar la voz y armar redes que se expanden en la búsqueda de una buena atención. De esta manera, los trabajos de cuidado suponen una carga a la vez que la ocasión para realizar recorridos por la ciudad por medio de los cuales se tejen senderos y se establecen redes que buscan cuestionar los constreñimientos producto de la articulación de fronteras espaciales, sociales y simbólicas en la ciudad.
Cruzar las fronteras, la experiencia del umbral
Como muestran claramente las situaciones de frontera (Agier, 2015) que abordamos de manera sintética hasta ahora (Buenos Aires/conurbano; adentros y afueras de urbanizaciones cerradas y barrios segregados), la existencia de fronteras urbanas no supone la ausencia de interacción entre las partes, así como el hecho de atravesar las fronteras no implica su disolución. Las fronteras son precisamente eso: separación y relación. Quiero decir: conjugan cada una de esas acciones de manera específica en cada situación concreta. Nada más alejado a la finalidad de este trabajo que la afirmación celebratoria bastante habitual sobre las fronteras que supone que serían separación y unión a la vez. Se trata, en cambio, de reconocer la selectividad y la jerarquización que operan las fronteras: quiénes, cuándo, dónde y para qué pueden atravesarlas (y para quiénes, cuándo, dónde y para qué esto no es posible o, al menos, resulta bastante dificultoso). En efecto, contamos con excelentes investigaciones que han develado formas estabilizadas de la separación y la relación a las que Fredrik Barth (1976) denominó tempranamente estructuras de interacción: la investigación de Pierre Bourdieu (2004) sobre la oposición entre pueblo y caserío en la comprensión de las transformaciones de las estrategias matrimoniales de una sociedad campesina, la etnografía de Norbert Elias y John Scotson (2000) centrada en el análisis de las relaciones entre establecidos y outsiders en una localidad obrera inglesa y la indagación histórica de Richard Sennett (1997) acerca de la relación entre católicos y judíos en la Venecia del siglo XVI identifican, más allá de sus diferencias, límites sociales (estilo de vida, tiempo y religión, respectivamente) traducidos espacialmente, consistiendo cada una de estas investigaciones en desentrañar cómo la frontera ordena vínculos, une y separa, regulando esferas de la vida social y, ciertamente, (re)produciendo asimetrías y desigualdades sociales.
Realizada esta aclaración necesaria, para cerrar esta sección me interesa centrarme en el acto de pasar (de Certeau, 2000), es decir, en la práctica espaciotemporal de cruzamiento efectivo de las fronteras urbanas y en lo que –retomando a Walter Benjamin (2016)– podríamos llamar experiencia del umbral. Para Benjamin, el espacio urbano está repleto de umbrales que deben ser atravesados, y la experiencia de atravesar el umbral permite a los actores situarse en términos de clase, género, sexualidad en las distintas atmósferas que habitan, vinculadas cada una de ellas con específicas experiencias afectivas, emocionales e imaginarias. En lugar de un abordaje dicotómico de la experiencia urbana entre adentro y afuera, el umbral constituye un tercer elemento en el que conviven –en tensión– los opuestos: huella y aura, cercanía y distancia, unión y separación, condensados en imágenes dialécticas, cesuras que instauran una discontinuidad espaciotemporal. En efecto, antes que una línea o un muro, el umbral es una zona. Los umbrales marcan el cambio, sugieren comparaciones, regulan y dotan de sentido al acto de interacción productor del cambio (Stavidres, 2016).
El primer umbral que se atraviesa en la experiencia urbana es el umbral de la casa. En una investigación abocada a analizar las dinámicas de la segregación urbana desde la experiencia de los habitantes de la ciudad (Segura, 2015a; Segura, 2018), la casa (no la vivienda)[2] emergió en el trabajo de campo con singular fuerza en términos de seguridad y protección. La fortificación de las casas no se reduce a sus manifestaciones más evidentes –como los barrios cerrados– sino que es una tendencia general en todos los sectores sociales (Saraví, 2015). Por supuesto, no se trata de un proceso homogéneo, ya que la materialidad de casa y su localización, los recursos disponibles y la evaluación de los riesgos del entorno modulan experiencias del habitar y de la (in)seguridad. En este sentido, en un trabajo comparativo analicé diferentes arreglos de protección – ensamblajes entre objetos, actores y dispositivos desplegados por los habitantes en busca de protección (Segura, 2021b)– en barrios centrales de clases medias, barrios cerrados de clases altas y barrios informales de sectores populares, en los cuales –más allá de sus diferencias y contrastes– se reforzaba el control sobre el umbral entre la casa y la calle y se evidenciaba la incertidumbre y el temor de atravesarlo, profundizando las dinámicas de segregación urbana: erosión del espacio público, fortificación de las casas, proliferación de muros y dispositivos de seguridad, creciente temor a la alteridad.
De manera similar, la pandemia de Covid-19 trajo nuevos controles y rituales sobre este umbral entre la casa y la calle. En un ejercicio que realizamos con habitantes de la ciudad de La Plata durante el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) solicitándoles fotografías de la pandemia (Segura y Caggiano, 2021), agrupamos una gran cantidad de fotos en la categoría umbrales: fotos de zonas de transición entre la casa y la calle, fotos de los productos disponibles en cada casa (alcohol en gel, lavandina, desodorantes, toallas descartables y barbijos) localizados cerca de la puerta de las viviendas, fotos de visitas a través de las rejas y con barbijos, entre otras. Todas ellas, umbrales: umbrales que se atraviesan, umbrales que atraviesan, umbrales que se habitan.
Una vez atravesado el umbral de la casa, la ciudad emerge como un escenario de desplazamientos. Ya lo sabemos, no hay contradicción entre frontera y desplazamiento. Los viajes cotidianos por el espacio urbano –ya sea como caminantes, como pasajeros o como conductores– implican muchas veces atravesar y habitar umbrales. Hace tiempo Néstor García Canclini (1997:110) señalaba, de manera sensible, la relevancia de los viajes metropolitanos para la cultura urbana en tanto generadores de encuentros entre diferentes: “en los cruces de autos individuales y transporte público, de camiones y peatones, del tráfico y los vendedores ambulantes, ocurren muchos de los encuentros que la vida moderna propone con la alteridad y la diferencia”. De esta manera, en espacios metropolitanos crecientemente desiguales, con tendencias indudables hacia la fragmentación socioespacial, “los viajes obligan a confrontarse con sectores muy diversos” (García Canclini, 1997:124).
El viaje obliga al encuentro y ese encuentro –incluso cuando no produzca interacción entre diferentes o cuando la misma sea evitada– dispara preguntas y reflexiones sobre la ciudad, sus transformaciones, sus problemas y su futuro, y sobre el sí mismo y los otros en la ciudad. En esta dirección, en un trabajo colectivo publicado recientemente (Chaves y Segura, 2021), analizamos las prácticas de movilidad cotidiana de habitantes de distintas clases sociales del corredor sur de la RMBA. A pesar de que podemos graficar los recorridos cotidianos por el espacio metropolitano como una línea sobre el mapa (lo que constituye una herramienta analítica poderosa para visualizar diferencias de dirección, escala, frecuencia, etc.), la experiencia de los viajeros metropolitanos no es continua ni homogénea como esa línea. La práctica de desplazamiento espaciotemporal a través del espacio metropolitano va conectando lugares que generan experiencias corporales particulares y propician sentimientos específicos. En efecto, durante los desplazamientos que configuran circuitos cotidianos por el espacio metropolitano, las personas ingresan, transitan y salen de umbrales que se vinculan con sentimientos precisos. De la práctica de cruzar fronteras urbanas y experimentar umbrales y atmósferas afectivas particulares, emerge una de las características centrales de la frontera en sentido antropológico: la liminaridad (Turner, 1974). El pasaje a través del umbral se experimenta como el ingreso a un espacio-tiempo donde rige un ordenamiento distinto y donde se es otra cosa, incluso puede generar la situación de sentir una extranjería relativa.
En este sentido, dentro de la diversidad de umbrales me interesa destacar la experiencia de estar fuera de lugar, que es claramente un efecto de cruzar fronteras de un modo distinto al socialmente esperado. Como mostraron recientemente Bayón y Saraví (2018), el proceso de construcción de lugar constituye un poderoso mecanismo de separación que establece, muchas veces sin conflicto o discriminación explícita, qué tipo de personas y qué tipo de prácticas son apropiadas para diferentes lugares. En efecto, a lo largo de la vida las personas construyen su propia geografía urbana y, más allá de los indudables trazos biográficos e idiosincráticos, la raza, el género y la clase producen considerables diferencias en cómo la gente mapea la ciudad, identifica lugares y aprende a moverse, usarlos y estar en ellos. En el caso de la ciudad de México, los autores mencionados señalan que la segregación urbana implica que las clases sociales altas y bajas tengan cada una su propia ciudad dentro de la ciudad, incluso cuando vivan muy cerca unas de otras. Ambas ciudades representan mundos sociales y culturales distintos y contrastantes, donde el sentimiento de estar fuera de lugar regula las prácticas y refuerza la separación y la distancia.
El sentimiento de estar fuera de lugar, entonces, constituye un poderoso regulador de los desplazamientos urbanos. Sin embargo, cuando de todos modos las personas se mueven y cruzan fronteras en direcciones y con finalidades no esperadas, diversas investigaciones han mostrado que la incomodidad que produce el sentimiento de estar fuera de lugar se articula en diversas situaciones urbanas con el malestar que genera la mirada de los demás. En efecto, resulta verdaderamente sintomático que investigaciones realizadas en distintas ciudades y acerca de diversas situaciones urbanas hayan reconocido en la mirada una poderosa práctica de regulación de las formas de estar, usar y permanecer en determinados lugares. Desde los trabajos pioneros de Simmel (1986) sabemos que la mirada constituye un sentido privilegiado en las interacciones urbanas que combinan proximidad espacial y distancia social. Sin embargo, lo que las investigaciones contemporáneas registran es la experiencia (y el sentimiento) de la mirada constante por parte de las demás personas y agentes sociales con las que se comparte un espacio (un centro comercial, un medio de transporte, el espacio público), que se sintetiza en expresiones como “la gente se nos queda viendo” o “nos miran mal”, que efectivamente les recuerda que se encuentran fuera de lugar. En palabras de Hernández Espinosa (2015:94) se trata de “prácticas que suelen contribuir al establecimiento de barreras simbólicas en torno a ciertos espacios” que remiten a una conducta visual que incluye “gestos de descalificación, la vigilancia y el escrutinio hacia el ‘otro’”. Se trata de formas de control social informal que en Sidewalk, su etnografía de las calles de Greenwich Village, Mitchell Duneier (1999) remonta a la idea de Jane Jacobs (1973) de la presencia y la conducta de los extraños en las veredas del barrio reguladas por la mirada de los demás.
La casa y la ciudad, entonces, están repletas de umbrales que deben ser atravesados y habitados. La experiencia de cruzar las fronteras urbanas –una experiencia del umbral– se vincula así con la incertidumbre, la liminaridad y las diversas cualidades afectivas de los lugares en los que las personas despliegan sus vidas.
Reflexiones finales
La noción de fronteras urbanas constituye una poderosa herramienta heurística para explorar las dinámicas de la vida urbana, siempre y cuando evitemos caer en los extremos representados por la frontera espacial (los muros) y la frontera simbólica (las identidades). El desafío consiste, en cambio, en mantener la tensión y pensar la articulación (muchas veces inestable) entre ambas dimensiones. No pensar lo social sin el espacio, ni el espacio sin vida social, sino analizar sus relaciones recíprocas y sus entrelazamientos.
Las fronteras urbanas, así, en plural, son muchas y operan de modo situacional. Cuando las personas cruzan una frontera –pensemos, por ejemplo, en la mujer boliviana que sale de su barrio para romper el gueto y acceder a la salud, o en las personas que trabajan en la economía de servicios de los barrios cerrados y de las torres de clases altas– no solamente atraviesan una frontera espacial, sino también fronteras sociales vinculadas con la clase, el género y la etnia, entre otras, que se articulan de modo específico en esas particulares situaciones de interacción. Las fronteras urbanas, ya lo hemos mencionado lo suficiente, no se oponen a la interacción y al desplazamiento; al contrario, existen precisamente por las interacciones y los desplazamientos que las fronteras buscan regular y que, por lo mismo, muchas veces dan lugar a negociaciones, conflictos y transformaciones en y sobre las mismas fronteras.
Las fronteras urbanas, en definitiva, son productivas. Resultado del entrelazamiento entre inscripciones en el espacio y límites categoriales, unen y separan, regulan vínculos y desplazamientos, ordenan esferas de la acción social, y (re) producen –no sin conflictos y cuestionamientos– asimetrías y desigualdades. De ahí su relevancia para pensar antropológicamente la vida urbana.
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- No debemos perder de vista cierta ambivalencia en el uso en las ciencias sociales de la palabra frontera para designar tanto los límites geopolíticos entre naciones (border, en inglés), las distinciones categoriales dentro de un sistema clasificatorio (boundaries, en inglés) y la zona de contacto y expansión de un Estado (frontier, en inglés).↵
- “La casa alude a una forma de relacionarse con el mundo a través de un conjunto de operaciones humanas que denominamos habitar (como acción o como objeto). La vivienda se refiere al espacio doméstico masivo convertido en tópico de gobierno, en ítem de una agenda estatal; remite a propuestas de especialistas y técnicos o a valores de mercado” (Ballent y Liernur, 2014:23-24).↵