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3 Disciplinamientos y estrategias biopolíticas de control de los cuerpos de mujeres usuarias de sustancias psicoactivas

Lic. Lorena Setien y Dra. Jimena Parga

Introducción

En el marco de un estudio de caso que se llevó adelante en un Hospital especializado en Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires, desde una perspectiva de género como dimensión política y analítica, se indagó sobre prácticas, trayectorias de consumo y accesibilidad ampliada a tratamientos por consumo de sustancias en mujeres usuarias y ex usuarias.

Se utilizó el método etnográfico centrado en el enfoque cualitativo, realizando observación participante, análisis de historias clínicas y oficios judiciales, entrevistas semi-estructuradas dirigidas a mujeres usuarias de sustancias psicoactivas de 18 a 65 años y a profesionales del campo de la salud mental que estén atendiendo o hayan atendido a mujeres por consumos problemáticos.

En este trabajo reflexionamos sobre los discursos y prácticas de familiares, sistema judicial y de salud, respecto a las formas de estructurar la atención dirigida a mujeres usuarias de sustancias y los modos en que éstos se articulan en un dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos, que operan como estrategias biopolíticas de encausamiento de las conductas “desviadas”.

Interesa visibilizar cómo han incidido los discursos, representaciones y prácticas que se construyeron desde las políticas de drogas y el papel que las instituciones de salud en general y el Hospital Especializado en particular, han tenido como estrategia biopolítica en el control de los cuerpos de las mujeres consumidoras. Se describen los caminos sinuosos que transitan las usuarias de drogas y/o alcohol, al ser disciplinadas por las instituciones familiares, judiciales y de salud.

A partir del estudio, consideramos la existencia de una economía política moral que busca normalizar lo desviado, instalándose distintas técnicas para la conformación de nuevas subjetividades, que buscan un ideal de sujeto: “las pacientes divinas” y no las que “son un caño”[1]. En suma, existe una continuidad ideológica que sostiene una actitud moralizante y estigmatizante sobre las usuarias de sustancias, e incluso culpabilizadora y victimizante en relación a la situación de consumo.

Biopolítica y disciplinamiento de las mujeres

Nos interesa desarrollar aquí cómo el control sobre los cuerpos de las mujeres por parte del sistema patriarcal, que se fue consolidando en unas tecnologías de saber-poder sobre la sexualidad femenina desde el siglo XVIII, se perpetúa hasta nuestros días.

En nuestro caso de estudio, vemos cómo ese disciplinamiento, esa anatomopolítica sobre las conductas de las mujeres usuarias de sustancias psicoactivas que se apartan de la “norma”, es reproducida por los discursos y prácticas de familiares, del sistema judicial y de salud, respecto a las formas de estructurar la atención dirigida hacia ellas. Ese saber-poder se articula en un dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos de estas mujeres, que operan como estrategias biopolíticas de encausamiento de las conductas “desviadas”.

Históricamente, el disciplinamiento de las mujeres estuvo ligado a su sexualidad, a la reproducción de la vida y a través de ellas al cuidado de los/as hijos/as. Según Foucault (2007) es a partir del siglo XVIII que se despliegan distintos dispositivos de saber-poder a propósito de la sexualidad. No como una única estrategia, global, válida para toda la sociedad, sino que la preocupación por el sexo durante todo el siglo XIX, se va a focalizar sobre cuatro figuras privilegiadas de saber: “la mujer histérica, el niño masturbador, la pareja malthusiana, el adulto perverso” (op. cit.: 128).

La histerización del cuerpo de la mujer se da en un triple proceso según el cual:

…el cuerpo de la mujer fue analizado -calificado y descalificado- como cuerpo integralmente saturado de sexualidad; según el cual ese cuerpo fue integrado, bajo el efecto de una patología que le sería intrínseca, al campo de las prácticas médicas; según el cual, por último, fue puesto en comunicación orgánica con el cuerpo social (cuya fecundidad regulada debe asegurar), el espacio familiar (del que debe ser un elemento sustancial y funcional) y la vida de los niños (que produce y debe garantizar, por una responsabilidad biológico-moral que dura todo el tiempo de la educación): la Madre, con su imagen negativa que es la “mujer nerviosa”, constituye la forma más visible de esta histerización (Foucault, 2007: 127).

Fue en primera instancia en la familia “burguesa” o “aristocrática” donde se medicalizó la sexualidad femenina y donde se alertó sobre la posible patología del sexo, la urgente necesidad de vigilarlo y de inventar una tecnología racional de corrección (Foucault, 2007). El primer personaje abordado, invadido por el dispositivo de la sexualidad, fue la mujer “ociosa”, es en ella “donde debía figurar siempre como un valor, y de la familia, donde se le asignaba un nuevo lote de obligaciones conyugales y maternales; así apareció la mujer “nerviosa”, la mujer que sufría de “vapores”; allí encontró su ancoraje la histerización de la mujer” (Foucault, 2007: 147).

En suma, es en la sexualidad donde se cruzan las dos esferas del biopoder, es decir, el control de los cuerpos o anatomopolítica y el control de las poblaciones o biopolítica y es desde allí donde se despliega, en forma de saber-poder, ciertos discursos de verdad principalmente desde la medicina y el psicoanálisis.

Por otro lado, tal como plantea Bourgois (2000), la biopolítica del abuso de sustancias incluye una amplia gama de leyes, intervenciones médicas, instituciones sociales, ideologías e incluso estructuras de sentimientos, que giran principalmente en torno a categorías morales[2] relacionadas con el control del placer y la productividad.

Partiendo de estos antecedentes, vemos cómo en la actualidad continúan operando dispositivos de biopoder sobre las mujeres en general y en particular, de modo más negativo, sobre las mujeres usuarias de drogas, sobre las cuales se interviene desde un disciplinamiento y sanción moral.

Al respecto distinguimos distintas modalidades de ejercicio del biopoder sobre quienes consumen. Por un lado, podemos diferenciar tres tipos de agentes que ejercen el control sobre los cuerpos, deseos y prácticas de las mujeres. Estos son las familias, el sistema de salud y el sistema judicial. La mayoría de las veces éstos se articulan, imbrican, enlazan en la conformación de un dispositivo de disciplinamiento anatomopolítico, desarrollando desde ciertos discursos de verdad acciones que pretenden encauzar las subjetividades “desviadas”.

Por otro lado, sobre la base del solapamiento de estos tres agentes identificados, podemos señalar cinco expresiones diferentes donde se entrevé el biopoder. En primer lugar, la invisibilización de las diferencias de género respecto al consumo. En segundo lugar, paradójicamente a lo ya señalado, existe una hipervisibilización de las usuarias de drogas cuando éstas están cursando un embarazo o en período de lactancia, seguido de una culpabilización de las mismas con respuestas de tipo coercitivas para su reencausamiento. En tercer lugar, distinguimos la negativización de las prácticas de consumo juveniles. En cuarto lugar, un disciplinamiento y control de las conductas desviadas, por parte de la tríada familia-sistema de salud-sistema judicial. Por último, una quinta expresión está dada por la medicalización de la vida cotidiana de las usuarias.

A continuación describiremos cada una de estas expresiones en que se manifiesta el disciplinamiento y control de las mujeres usuarias.

Invisibilización de las diferencias de género

Uno de los aspectos sobre los que se indagó durante la investigación, es la postura del equipo profesional en relación a una perspectiva de género en el abordaje de los consumos problemáticos de sustancias. En tal sentido se examinó la percepción de los/as profesionales, respecto a la necesidad de identificar cuáles son las particularidades relativas a los modos de enfermar, padecer y expresar el malestar que despliegan mujeres y varones de manera diferencial.

Las respuestas más frecuentes se centraron, por un lado, en hacer referencia a la escasa cantidad de mujeres que concurren a tratamiento, teniendo que esforzarse en recordar algún caso de mujeres que hayan sido atendidas en el último tiempo. Si bien este dato estadístico es fáctico, inmediatamente a dicha referencia sobre la poca cantidad de usuarias que son tratadas en el servicio, los/as profesionales realizan una descripción del tipo de presentaciones más características, tomando como modelo al usuario típico, es decir, los varones. Al tiempo que se desconocen, niegan e invisibilizan las maneras de demandar, narrar y vivenciar el malestar por parte de las mujeres.

Por otro lado, al consultar si se realizaba algún tipo de diagnóstico diferencial por género, o si se contemplaban necesidades particulares de las mujeres para llevar adelante el tratamiento, la respuesta de los/as profesionales fue negativa, expresando que no hacen ese tipo de distinción, no sólo ellos/as de forma individual, sino que tampoco está protocolizado al interior del equipo o del servicio en su conjunto. Al respecto, arguyen que no pueden efectuar generalizaciones, amparándose en que la manera de abordaje que se efectúa desde el psicoanálisis es la del “caso por caso”.

Esta reticencia que presenta el equipo en la incorporación de una perspectiva de género o en la no identificación de diferencias entre los géneros, en la práctica -el diagnóstico y el tratamiento- sigue reproduciendo un modelo de intervención que responde al “paciente” más habitual, en este caso los varones. Por lo tanto hay una expectativa simétrica respecto del comportamiento de las mujeres, que se sustenta en una ilusión de simetría (Irigaray, 1974; Fernández, 1993; 2009), anclada en los soportes lógicos que proporciona la Episteme de lo mismo (Fernández, 2009), en el sentido de suponer que hombres y mujeres se comportan de igual manera y que, en consecuencia, necesitan las mismas cosas.

Atendiendo a estas consideraciones, entendemos que se incurre en una confusión entre igualdad y equidad[3], ya que al no indagarse o diagnosticarse en términos de necesidades diferenciales de género y consecuentemente “impartir una atención igual a necesidades diferentes” (Tajer, 2004), se producen necesariamente inequidades de género en la atención.

Hipervisibilización y culpabilización de las usuarias cuando son madres

Como ya mencionamos, la histerización de las mujeres, que habilitó la medicalización y el control de su cuerpo y su sexualidad

… se llevó a cabo en nombre de la responsabilidad que les cabría respecto de la salud de sus hijos, de la solidez de la institución familiar y de la salvación de la sociedad (Foucault, 2017: 177).

La naturalización de la maternidad a partir de la idea de un instinto materno, es decir, de un sentimiento afectivo universal atribuido a la naturaleza femenina propio de todas las mujeres, permitió la consolidación de representaciones sociales que encarnaban una serie de mandatos diferenciales para mujeres y varones. Así, el mito de la mujer-madre (Fernández, 1993), se propagó mediante distintos discursos institucionales que disponían para el destino de todas las mujeres el matrimonio y la maternidad, asignándole a éstas las tareas de cuidado de los/as hijos/as, de los maridos y del espacio doméstico.

En el abordaje de los usos de drogas, esta perspectiva que vincula a la mujer con la maternidad y el cuidado, va a condicionar las representaciones sobre las usuarias de sustancias psicoactivas, estructurando de manera diferencial la atención dirigida hacia ellas. Desde el discurso médico hegemónico, las consumidoras que eran madres fueron representadas y abordadas a partir del riesgo que implicaban para sí y para sus hijos/as las prácticas de consumo. De esta manera, el estereotipo de la “mala madre” (Romo Avilés, 2006), que se reforzó en la década de los ´90 a través de estudios epidemiológicos que informaban sobre las secuelas en niños/as de consumidoras de crark, se expandió rápidamente en la sociedad, habilitando un cuestionamiento moral sobre la conducta de las usuarias de drogas respecto al cuidado de sus hijos/as. Estás fueron acusadas de desinterés, descuido, desaprensión y demás actitudes que se alejaban del comportamiento afectivo “natural”. 

En el estudio de caso que nos ocupa, el discurso del equipo evidencia una hipervisibilización del embarazo y la maternidad, habilitando a la gestión de un abordaje diferente para el caso de las usuarias que, al momento de demandar asistencia o durante el tratamiento, estén cursando un embarazo. En esos casos, según lo narran los/as profesionales, el consumo representa un riesgo para el embarazo y se impone la necesidad de interrumpir la ingesta. En nombre de la salud y la “normalidad” de los/as niños/as por nacer, se despliega sobre las usuarias embarazadas un dispositivo de disciplinamiento coercitivo, una abstinencia impuesta para proteger el embarazo, donde la capacidad de la mujer para tomar decisiones libres sobre su propio cuerpo (respecto al embarazo y al consumo) se ve bruscamente reducida.

La culpabilización de las usuarias que están embarazadas o que tienen hijos/as, identificada como expresión de la anatomopolítica ejercida sobre el cuerpo de estas mujeres, además de utilizar la medicalización como dispositivo para encauzar las conductas desviadas, se expresa también como violencia simbólica (Bourdieu, 2000) es decir, a través de la introyección en los cuerpos de las usuarias, de esquemas de percepción que orientan sus actitudes y los sentidos atribuidos al consumo y la maternidad. Así,

los dominados aplican a las relaciones unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como naturales (Bourdieu  2000:50).

La expresión de esta violencia simbólica y la forma en que el disciplinamiento sutil se hace carne en las mujeres, se refleja en el discurso de muchas usuarias en relación al sentimiento de culpa. La mayoría expresa sentir culpa por no poder cuidar bien de sus hijos/as, culpa por no poder cumplir con las tareas domésticas, culpa porque los/as hijos/as adviertan el consumo problemático (Parga, 2016); incluso las que admiten que durante la ingesta no tienen ganas de “bancarse” a los/as hijos/as y describen estrategias para separar las prácticas de consumo de las tareas vinculadas a la crianza, paradójicamente reconocen sentir culpa de no sentir culpa. Esta contradicción es la expresión más clara de que, aun cuando las usuarias logran disociar el consumo de sustancias de la maternidad y las tareas de cuidado, la incorporación de esquemas de percepción patriarcales hace que se reprochen su supuesta “actitud desaprensiva”.

Desde la perspectiva de las usuarias, la maternidad aparece en los relatos como un hito que marca la transición a las presiones de la vida adulta, modificando su percepción respecto a las sustancias “adecuadas” para consumir en cada etapa de la vida. Más allá de las posibilidades de acceso y el carácter legal, las mujeres vinculan la elección del tipo de sustancias que consumen con los efectos que éstas provocan en sus cuerpos, privilegiando después de la maternidad el consumo de drogas que “te bajan” (alcohol, marihuana, psicofármacos). Esta estrategia de regulación responde a la necesidad de cumplir con las expectativas sociales que recaen sobre su rol materno, pero también evidencia la falta de una red vincular o institucional que acompañe a estas mujeres en las tareas de cuidado de los/as hijos/as. Así, mientras que muchas usuarias expresan el miedo a que sus hijos/as noten el consumo problemático, en el caso de los varones este temor no es visibilizado, ya que su ausencia del hogar está dentro de los parámetros socialmente aceptables para un varón proveedor y de esa forma las prácticas de consumo masculinas no interfieren en su relación con los/as hijos/as.

Sin embargo, lejos de problematizar acerca de la asignación desigual de las tareas de cuidado, el discurso de algunos/as profesionales apunta a que las usuarias logren identificar en la necesidad de poder ser una “buena madre” la motivación principal para el sostenimiento del tratamiento. De esta forma, aun cuando no hay una demanda subjetiva por parte de las usuarias para interrumpir el consumo en función de la maternidad, el abordaje terapéutico apela a la construcción de la demanda en relación a otros: la relación con los/as hijos/as, la angustia de un familiar, etc. son algunos de los discursos más recurrentes en los/as profesionales de la salud para articular la estrategia de culpabilización en las pacientes,  confiando en que eso las conmueva y las interpele a abandonar el consumo.

Esta estrategia de culpabilización de la mujer se apoya en una concepción machista de la institución familiar y de los roles tradicionalmente asignados a los géneros, que es reproducida por el sistema de salud. De esta forma, la mayoría de los/as profesionales abordados/as describe un perfil de usuario varón que se desentiende de la crianza de los/as hijos/as “porque trabaja”, en contraste con la caracterización que ofrecen de las mujeres que asisten al Hospital que, según ellos/as, no trabajan porque están abocadas al hogar y al cuidado de los/as hijos/as. Esta diferenciación encuentra su correlato en la desigualdad de las propuestas asistenciales, pues mientras que en los varones se prioriza la autodeterminación del paciente, en el caso de las mujeres -pacientes débiles y emocionalmente inestables- la intervención se apoya en el entorno, buscando establecer una alianza que legitime la coerción.

Negativización del consumo de las mujeres jóvenes

La dimensión etaria adquiere un valor relevante y a la vez, paradójico cuando se indaga acerca de las prácticas y motivaciones del consumo de sustancias psicoactivas en mujeres de distintas edades y se intenta analizar las estrategias de disciplinamiento específicas que se despliegan para encauzar sus subjetividades desviadas. En este sentido, se puede observar en las mujeres jóvenes la emergencia de modos novedosos de gestionar el género y la sexualidad, rebasando los límites de una feminidad impuesta; al tiempo que se evidencia la actualización de una ideología moral que, desde un lugar adultocéntrico, busca regular la reputación de las mujeres consumidoras, elaborando discursos diferenciales que vinculan la juventud con el riesgo, el descuido y el descontrol.

Según el discurso de los/as profesionales entrevistados/as, entre los/as usuarios/as más jóvenes se advierte cierta paridad de género, tanto en las demandas de atención como en las prácticas de consumo, destacándose la ingesta de alcohol como práctica extendida en la juventud. De acuerdo a sus narrativas, esta paridad estaría asociada a cierta “desestigmatización”[4] por parte de las mujeres jóvenes respecto al consumo de alcohol, es decir, una actitud desafiante o transgresora respecto a la condena social que recae sobre las mujeres consumidoras y que tradicionalmente funcionó para regular el consumo femenino.

Este proceso también es referido en términos de “masculinización” de las prácticas femeninas de consumo. La apropiación por parte de las jóvenes de espacios y actividades que tradicionalmente estaban reservados al género masculino y la adopción de nuevas prácticas de consumo puede leerse en clave de una emancipación de las mujeres en relación a los roles históricamente asignados a la feminidad, basados en el cuidado y el autocontrol. No obstante, el acceso a ciertos usos de sustancias, antes vedados, implica también la exposición a nuevas formas de desigualdad. Una cuestión que nos interesa señalar aquí es la necesidad de posicionarse desde una mirada crítica respecto a aquellas posturas que, desde ciertos parámetros patriarcales, describen como “masculinización de la conducta femenina” a determinadas prácticas que anteriormente eran consideradas de “exclusividad masculina” y que en la actualidad son desplegadas también por las mujeres. De hecho, pensar las nuevas experiencias femeninas en términos de “masculinización” devela que la lógica sexista, androcéntrica y patriarcal a través de la cual se sancionan las trayectorias vitales de las mujeres sigue intacta, más allá de las prácticas disruptivas. De modo que, equiparar el abordaje asistencial de jóvenes varones y mujeres debido a la supuesta paridad de las prácticas, implica el riesgo de invisibilizar las desigualdades de género y los modos específicos de padecimiento, pues mientras los varones asumen riesgos y excesos para legitimar su virilidad, las mujeres quedan expuestas a modos concretos de humillación, abuso y maltrato.

Recuperando la sistematización realizada por Debora Tajer (2009) respecto a los modos de subjetivación, se puede señalar que las usuarias jóvenes, a través de las prácticas de consumo, expresan un modo de subjetivación innovador, desafiando los estereotipos tradicionales que ligaban la feminidad con el espacio doméstico, la discreción, la pasividad, los vínculos sentimentalizados, la maternidad y la inhibición de la sexualidad. En esta forma particular en la que las jóvenes construyen su subjetividad en contraste con las expectativas sociales, las prácticas de consumo de alcohol estarían ligadas a una mayor expresividad y una apropiación del cuerpo como fuente de placer. No obstante, como afirma la autora, el modelo tradicional de mujer se constituyó en el parámetro de normalidad femenina, “una representación hegemónica con fuerte impacto en la conformación del ideal de estas mujeres” (Tajer, 2009: 50). De modo que no sorprende que la innovación de las prácticas femeninas juveniles sea leída como una transgresión a las normativas por las cuales las mujeres han sido valoradas socialmente y se valoraron a sí mismas a lo largo de la historia.

Esta transgresión identificada en las prácticas de las usuarias más jóvenes moviliza, tanto en los/as agentes del sistema de salud como en las usuarias adultas, discursos que van de la victimización a la culpabilización, pero que en su mayoría denotan una carga moral que actúa como dispositivo de control del placer. En tal sentido, el discurso de las mujeres adultas refiere a que “ahora es un desastre”, en alusión a la mayor facilidad que tienen las jóvenes para acceder a sustancias legales e ilegales, pero también en referencia a las motivaciones del consumo, esgrimiendo que ahora las adolescentes consumen para “detonarse”.

Estos discursos adultocéntricos, que evidencian diferentes patrones de consumo según los usos “apropiados” para las distintas etapas de vida, develan también que los dispositivos de regulación del género y la sexualidad de las mujeres vinculados a la reputación moral cobran vigencia en las representaciones de las propias usuarias, funcionando como mecanismos de diferenciación entre jóvenes y adultas. En ese sentido, ante el supuesto descontrol y descuido de las jóvenes, las adultas oponen conductas de consumo ligadas al autocontrol, la privacidad, la individualidad, la legalidad y el cumplimiento paralelo de las tareas femeninas tradicionales. De este modo, la estigmatización y polarización de género (Epele, 2010) que antes fue documentada para describir las diferencias simbólicas entre “adictas” y “buenas pibas”, aquí se despliega como estrategia de estratificación entre las propias usuarias y en ese marco, las prácticas juveniles son negativizadas (Chaves, 2005) por las consumidoras adultas, cuestionando la inmoralidad de las adolescentes.

Esta connotación moral encuentra su expresión más solapada en el discurso de algunos/as profesionales, que vinculan la vulnerabilidad específica a la que se exponen las usuarias con la promiscuidad y el descuido del propio cuerpo. Esta naturalización o biologización de las conductas “promiscuas” -aparentemente inevitables en estas mujeres-, contribuye a la victimización de las consumidoras, negando su capacidad de gestión y regulación del consumo, a la vez que habilita el juicio a su reputación sexual.

En este punto, y desde una perspectiva crítica de la diferencia de género, interesa ver cómo la dimensión de edad y de clase se intersectan para dar lugar a un entramado específico de prácticas y trayectorias de consumo que incluyen formas complejas de discriminación, estratificación y jerarquización que se reproduce entre las propias usuarias y que, a través de los discursos, devela las diferentes y desiguales formas en que las mujeres experimentan la vulnerabilidad.

En el discurso de algunas usuarias adultas, a la diferenciación etaria se suma la capacidad económica como atributo altamente valorado, vinculado a la posibilidad de autodeterminación de las mujeres. De este modo, se establece una diferenciación entre las que “les da el cuero” para asumir los gastos del consumo, las que pueden “bancarse el vicio” sin depender de nadie, en contraposición con aquellas jóvenes que no tienen esa misma posibilidad y “hacen cualquier cosa” por consumir.

Esta distinción, enunciada en términos de límites, conlleva una estigmatización de la conducta de las jóvenes, ligando directamente el consumo y la falta de dinero con el intercambio de sexo por droga, y habilitando discursos que sancionan la prostitución en nombre de la moral y el resguardo de los “valores”. Las identidades de género, el ejercicio de la sexualidad y el rol materno son juzgados desde esta lógica que encuentra en los/as agentes institucionales del sistema de salud y en discursos adultocéntricos los principales aliados para controlar las conductas “atrevidas”, “inmorales” y “promiscuas” de las usuarias más jóvenes.

Disciplinamiento y control ejercido desde la tríada familia-sistema sanitario-sistema judicial

En este punto interesa describir cómo la estrategia de disciplinamiento y control sobre las mujeres habilita la intervención de las instituciones familiar, sanitaria y judicial, para desplegar un complejo dispositivo de encausamiento, en el cual las usuarias tienen que demostrar su capacidad para ser “buenas mujeres” y “buenas madres”.

Por un lado, a través del Programa Regional Interdisciplinario de Enlace Comunitario (PRIEC), el servicio de salud va a coordinar con el poder judicial las estrategias de disciplinamiento, control y sanción de las “cuestiones familiares”. En estos casos, la Justicia le solicita al equipo terapéutico del Hospital que colabore haciendo una evaluación psicológica de las usuarias. Esta evaluación se constituye, muchas veces, en una descripción patológica de la conducta de las mujeres, que contribuye a sancionar su capacidad para ejercer la maternidad y justificar una intervención tutelar sobre ellas y sobre sus hijos/as.

La administración de justicia históricamente no estuvo exenta de los sesgos de género y los esquemas de percepción patriarcales que sancionan las conductas de las mujeres que se apartan de la idea tradicional de familia. Así ocurre con la penalización del aborto, o con la tramitación de los casos de infanticidio, en los que hasta hace pocos años se consideraba un atenuante de la pena, el hecho de que la mujer estuviese motivada por la intención de ocultar la deshonra que significara para un hombre, padre de familia, el nacimiento de un/a hijo/a ilegitimo/a.

En el caso del consumo de sustancias, la dupla sistema de salud-judicial, a partir de diagnosticar en las usuarias un “riesgo para sí o para terceros”, va a habilitar una tramitación judicial del cuidado de los/as hijos/as que muchas veces significa para las mujeres el alejamiento físico, la quita de la tenencia y la regulación de las visitas.

Es decir que estos sistemas se imbrican en un juego de saber-poder tendientes a encauzar las conductas, y sobre las que aplican ciertas tecnologías del yo, entendidas como aquellas

que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad (Foucault, 2008:48).

Por otro lado, es clave para el despliegue de este dispositivo disciplinador, la tarea de control que ejercen las familias sobre las conductas de las mujeres. De hecho, en la mayoría de los casos judicializados, es algún familiar de las usuarias quien realiza una exposición ante el Juzgado de Familia donde advierte sobre situaciones de riesgo vinculadas al consumo y es a partir de ese oficio judicial que se inicia el proceso de evaluación, sanción y coerción sobre el cuerpo de las mismas. En muchos casos, los familiares, a través del acompañamiento a los turnos y el diálogo con los/as profesionales, van a funcionar como agentes de vigilancia para tratar de garantizar la permanencia de las usuarias en el tratamiento asignado o por el contrario, para que finalicen el mismo y retomen sus “roles tradicionales” en el ámbito doméstico.

Esta vigilancia, muchas veces, termina vulnerando la intimidad y la autonomía de las mujeres, destacándose por ejemplo, casos en los que los maridos de las usuarias, en conjunto con sus psiquiatras particulares, fueron quienes decidieron unilateralmente estrategias de internación y medicalización. Aquí nuevamente se restringe la autonomía de las usuarias y se niega el derecho a dar un consentimiento informado sobre el modo de tratamiento que la mujer considere más conveniente para sí, sustentándose la dupla institución familiar-sanitaria en la supuesta “incapacidad” de la usuaria de decidir sobre sus actos.

No obstante, esta modalidad de control que involucra violencia de género parece naturalizada tanto por las pacientes como por los/as profesionales del sistema de salud.

Otra modalidad que pudimos registrar en estos juegos de poder por parte de las familias, y que parecería ser opuesta a lo descripto anteriormente, es la que remite a un manejo arbitrario de los tiempos de tratamiento y hasta incluso resistencias para realizar el tratamiento. Sin embargo, consideramos que aunque en apariencia estas acciones difieren de las que tienen como objetivo el control de las mujeres para reencausar la conducta desviada, siguen reproduciendo una lógica de poder sobre las prácticas y decisiones de las mujeres, en este caso, cuando ellas deciden ocuparse de su propia salud y se corren del lugar que las ubica como cuidadoras de otros.

Este tipo de estrategias pudieron identificarse en dos expresiones diferentes. Por un lado, cuando al iniciar las mujeres un tratamiento de media internación principalmente los maridos utilizan distintas tácticas para que las “pacientes” se reincorporen rápidamente a sus tareas cotidianas, justificando este requerimiento al decir que con el tratamiento desatenderían el cuidado de los/as hijos/as o sus responsabilidades en el hogar.

Por otro lado, este tipo de resistencias se presentan en los casos en que las parejas varones de las usuarias también consumen, por lo que al iniciar ellas un tratamiento y plantear la necesidad de un acompañamiento en el mismo, o ante el pedido a los maridos que no consuman drogas en la casa, se despliegan por parte de éstos distintas maniobras para mantener el estado de cosas previo al inicio de tratamiento, y que ellas no “estén caretas”.

Estos ejemplos se complementan con el hecho de que, aparte de las situaciones descriptas, las mujeres prácticamente no reciben acompañamiento durante el tratamiento por parte de sus familias, mientras que en la sala de espera se observan muchas mujeres que acompañan a los hombres (maridos, hijos, hermanos) a realizar tratamiento.

Medicalización de la vida cotidiana de las mujeres

En este apartado quisiéramos detenernos sobre lo que desde la década del ’60 se define como medicalización. Esta noción remite a un proceso por el cual ciertas experiencias, prácticas, conductas, problemas que originalmente no eran consideradas como parte del campo sanitario, progresivamente fueron conceptualizadas en términos de enfermedad e incluidas en la competencia del saber y práctica de la biomedicina (Illich, 1975; Conrad, 1982; Conrad y Scheneider, 1980).

Como plantea Conrad “a medida que el tratamiento le gana terreno al castigo como sanción preferida de la anormalidad, una proporción creciente de comportamiento se conceptualiza como enfermedad en un marco médico” (Conrad, 1982: 139). En este sentido el consumo de sustancias fue incorporado dentro de los comportamientos considerados desviados al ámbito sanitario.

Desde el punto de vista legal, Nicholas Kitterie ha llamado a este cambio “la desposesión de la justicia criminal y el advenimiento del estado terapéutico” (Conrad, 1982: 138)”.

En el caso de las mujeres, el malestar, la queja, el hastío que manifiestan respecto al trabajo no remunerado en el ámbito doméstico, la tristeza y hasta la alegría, son inmediatamente medicalizados.

En los relatos de las usuarias se pudieron registran diversas experiencias que remiten a este tipo de controles desde la biomedicina. Uno de ellos refiere a una mujer consumidora de psicofármacos, quien cuenta que en su adolescencia fue enviada por su familia a tratamiento psiquiátrico y consecuentemente medicada alrededor de los 12 años, para afrontar situaciones de ansiedad. En otros casos, en los que las usuarias también refieren haber sido medicadas en consultas, tratamientos e internaciones previas, el relato evidencia un desfasaje entre el abordaje de sus malestares y el tratamiento del consumo problemático, distinguiendo que la medicación “curaba la depresión”, “calmaba la angustia”, pero no resolvía los problemas de consumo. De hecho, en muchos casos, la prescripción médica significó el inicio de un consumo compulsivo de psicofármacos. En muchas de estas mujeres, el consumo de alcohol y de psicofármacos es utilizado para sobrellevar la rutinización y disgusto por tener que realizar el trabajo doméstico, con la consecuente escasa realización personal que esto trae aparejado, lo que Mabel Burin (1990) denomina “tranquilidad recetada”.

Otras de las manifestaciones de esta medicalización se tensiona con la criminalización del consumo, por ejemplo en aquellos casos de usuarias que por diversas situaciones se encuentran en conflicto con la ley, por tenencia de sustancias para consumo personal, microtráfico, etc. Si bien en Argentina, en 2010 se sancionó la Ley Nacional de Salud Mental, la cual cambia el eje de análisis de los consumos “problemáticos” de sustancias, para pasar a incorporarlos al campo de la salud mental, disponiendo que “las personas con uso problemático de drogas, legales e ilegales, tienen todos los derechos y garantías que se establecen en la ley en su relación con los servicios de salud”[5]. Sin embargo, de algún modo, esta ley entra en contradicción con otra de las normativas existentes, la Ley 23.737[6] que se inscribe en una lógica de criminalización de la tenencia, consumo, distribución y tráfico de sustancias.

Por lo tanto, se produce una superposición de discursos y prácticas que pivotean entre la criminalización y la medicalización de las personas que consumen.

Reflexiones finales y nuevos interrogantes

A partir del análisis sobre los procedimientos, ideologías, elaboraciones teóricas y tácticas que operan sobre la población de mujeres usuarias de sustancias psicoactivas, en este estudio de caso pudimos distinguir tres agentes que operan de manera articulada en el examen, vigilancia y disciplinamiento de las conductas y subjetividades “desviadas” de las consumidoras. Se trata de la tríada familia – sistema de salud – sistema judicial.

En este juego de saber-poder que construye discursos de verdad principalmente desde la medicina y el psicoanálisis, pero también desde la institución familiar y el sistema judicial, distinguimos la elaboración de cinco expresiones diferentes de biopoder. Estas son:

  1. La invisibilización de las particularidades de género, que a partir de una ilusión de simetría entre mujeres y varones deja por fuera las necesidades diferenciales de cada género;
  2. La hipervisibilización de las mujeres embarazadas o en lactancia, culpando y estigmatizando sus prácticas a partir de una actitud moralizante, al construir estereotipos de “buenas y malas madres”;
  3. La negativización de las prácticas de consumo juveniles que, desde una mirada adultocéntrica, elaboran representaciones y discursos que son reproducidas no sólo por los servicios asistenciales, sino también por las consumidoras adultas, asociando la conducta juvenil con el descontrol, el descuido y la promiscuidad. Asimismo, caracterizan las experiencias de jóvenes usuarias en términos de “masculinización”, develando la lógica sexista, androcéntrica y patriarcal aún imperantes, que sanciona las prácticas disruptivas instituidas por las mujeres jóvenes;
  4. El disciplinamiento y control de las conductas desviadas, por parte de la tríada familia-sistema de salud-sistema judicial que, al emplear ciertas tecnologías del yo tienden a encauzar las conductas “desviadas” sobre base de la amenaza de quitar la tenencia de los/as hijos/as o de la internación compulsiva, valiéndose de la noción de “riesgo para sí o para terceros”. Paralelamente a esto, promueve un tratamiento individualizante que restringe los apoyos sociales y que al mismo tiempo afirma el “rol de cuidadoras” de las mujeres, quienes dejan relegado su propio cuidado para ocuparse de otros/as; y
  5. La medicalización de la vida cotidiana de las usuarias, revela que si bien desde la lógica anatomopolítica se examina el cuerpo femenino y su sexualidad desde el siglo XVIII, en nuestro caso de estudio advertimos cómo el malestar, la tristeza, la rutinización de los roles tradicionales de género vinculados al ámbito doméstico y hasta la alegría, han sido objeto de vigilancia y control, patologizando las experiencias femeninas e inscribiéndolas en el campo de la medicina y el psicoanálisis.

Este constructo de biopoder evidencia las resistencias que operan en los equipos para la incorporación de una perspectiva de género en la atención de los consumos de sustancias. De esta manera, se termina negando la influencia del patriarcado en la vida de los/as sujetos/as, al igual que se tiende a invisibilizar la influencia que tienen otras variables de desigualación como la clase social, la edad, la etnia y la raza -en el sentido social del término- en los procesos de salud-enfermedad, generando inequidades en la calidad de la atención.

Asimismo, la invisibilización de las especificidades presentes en el padecimiento de mujeres y varones oculta los modos concretos de violencia, abusos y maltratos a los que se ven expuestas las mujeres, mientras que en los varones se naturaliza la asunción de riesgos y excesos como modo de legitimación de la masculinidad.

Para finalizar, consideramos que hay que avanzar en el debate sobre cuestiones tales como ¿De qué modo operan las moralidades en la construcción de subjetividades en el marco del proceso de salud/enfermedad/atención?, ¿Cómo desafiar el fenómeno creciente de patologización y medicalización de la vida cotidiana?, ¿De qué manera se puede otorgar capacidad de agencia a las mujeres usuarias?, ¿Cómo desgastar, horadar y deconstruir las lógicas patriarcales, sexistas y estigmatizantes que operan en los dispositivos asistenciales, generando inequidades de género en la calidad de la atención?

Consideramos que los resultados que aquí presentamos visibilizan las lógicas de opresión, vigilancia y estigma que operan sobre las usuarias y que, a partir de ésta deconstrucción, se debe contribuir a la elaboración de nuevas prácticas de abordaje de los consumos de sustancias psicoactivas, que recuperen criterios de integralidad, ciudadanía, autonomía y equidad de género en la atención de las mujeres.

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  1. Terminología nativa, que refiere a que un/a usuario/a no cumpla con las expectativas que el equipo terapéutico tiene respecto a un desenvolvimiento adecuado durante el tratamiento. Una persona demasiado “densa”.
  2. Siguiendo a Foucault (2011), por “moral” entendemos un conjunto de valores y de reglas de acción que se propone a los individuos y a los grupos por medio de aparatos prescriptivos diversos. Se llega a tal punto que estas reglas y valores son explícitamente formulados dentro de una doctrina coherente y de una enseñanza explícita. Pero también se llega al punto que son transmitidos de manera difusa y que, lejos de formar un conjunto sistemático, constituyen un juego complejo de elementos que se compensan, se corrigen, se anudan en ciertos cruces, permitiendo así compromisos o escapatorias (Foucault, 2011: 31).
  3. En nuestro estudio, entendemos la equidad, como la promoción de la igualdad con el reconocimiento de las diferencias entre los géneros.
  4. Terminología nativa, que refiere a laresignificaciónque realizan las usuarias jóvenes sobre la condena social que se le asigna al consumo, quitándole de este modo la carga negativa.
  5. Artículo 4° de la Ley Nacional de Salud Mental: N° 26.657.
  6. Ley Nacional de Tenencia y Tráfico de estupefacientes: N° 23.737.


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