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3 Espacios comunitarios

Ritos, proyecto de vida y construcción de identidad

Abordar el territorio resulta una tarea fundamental para dar cuenta de la incidencia del contexto cultural en la construcción de las categorías de juventud, responsabilidad y castigo. En tal sentido, este capítulo busca ilustrar el modo en que los discursos comunitarios inscriben las intervenciones “socio-educativas” a las que se hallan sujetos los/as jóvenes, atendiendo tanto a la incidencia sobre la configuración de su identidad como a su permanencia (o no) en las instituciones luego del cierre de la causa judicial. Las preguntas que ahondamos son las siguientes: ¿Cómo se responsabiliza a los/as jóvenes en instituciones comunitarias donde realizan actividades “socio-educativas”? ¿A través de qué rituales y formas de sociabilidad se afirman los valores y creencias que promueven las instituciones? ¿Son concebidos/as, dichos rituales, como castigo? ¿Qué tipo de subjetividad construyen?

Para responderlas, entrevistamos a las autoridades de todas las instituciones a las que acuden los/as jóvenes del Centro de Referencia. Conversamos con dos responsables de un Centro de Orientación y Resolución Alternativa de Conflictos (CAORAC) donde se desarrollan actividades de Justicia Restaurativa, tres operadoras socio-comunitarias de un Centro Cultural de la Juventud, la directora de un Centro de Prevención de Adicciones (CPA), el coordinador de un Centro de Asistencia Psicosomática (CAP), el co-coordinador del programa “Construyendo” del CAP, la directora de un Centro Cultural, la responsable del Programa Envión en un Centro comunitario, un coordinador del Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo y una voluntaria de una parroquia.[1]

Las preguntas que les hicimos comenzaron por indagar las características de cada institución o programa, el tiempo que hacía que trabajaban con el Centro de Referencia, la cantidad de jóvenes bajo una medida no privativa de libertad que acudía, la conformación de los integrantes del lugar y el modo en que se vinculaban con el Centro de Referencia; para luego centrarse en la actuación de los/as jóvenes: desde cuándo asistían, con qué finalidad, qué hacían, cómo se relacionaban con los demás, cómo eran concebidos, si era de público conocimiento que acudían por prescripción judicial, si se identificaban con alguno de los integrantes del espacio, qué pasaba si faltaban, cómo trabajaban con ellos la cuestión de la responsabilidad y si continuaban yendo después del cierre de la causa.

Pese a que algunas zonas nos resultaron dificultosas de llegar y transitar, pudimos acceder gracias al contacto facilitado por los agentes institucionales. Las entrevistas las fuimos coordinando a lo largo de 2015 y principios de 2016 en forma intercalada con las que efectuamos a los/as jóvenes, luego de haber concluido el trabajo de campo en el Centro de Referencia. Aunque confirmamos cada cita, sufrimos imprevistos, plantazos, esperas, siempre fuimos recibidos con suma dedicación y apertura. Por momentos interrumpidas por la llegada de algún/a joven o el ringhton de un celular, las charlas fueron muy amenas. La sensación que nos llevamos fue que las actividades realizadas necesitaban ser difundidas, dadas a conocer a toda la sociedad. El esfuerzo y la convicción fueron actitudes presentes desde la parroquia hasta el centro de la juventud, como huellas anónimas que dejan marcas en quienes transitan, al menos un breve lapso, cada institución.

Al interior de cada una de ellas, asumimos la realización de tareas comunitarias y medidas socioeducativas como rituales. Creemos que las intervenciones “responsabilizantes” promovidas, poseen características muy heterogéneas que es posible abordar siguiendo a Durkheim (1982). Mientras que los rituales negativos, señala el autor, establecen abstenciones como condición para que el individuo acceda al rito positivo, este último permite renovar el compromiso con el sistema de valores, creencias y deseos vigentes en nuestra sociedad.[2] Para aproximarnos a estos dos tipos de ritos adoptamos un criterio de demarcación que nos permitió clasificar las tareas comunitarias y las medidas socioeducativas, de acuerdo a dos elementos principales: el momento en el cual el joven ingresa a la institución (anterior o posterior a la apertura de la causa judicial) y la perspectiva en torno a la juventud predominante en cada espacio.

A su vez, a los modos de acción fundados en creencias tales como las que promueve la escuela, el trabajo, la iglesia, el hospital, donde la actuación de sus miembros generalmente reproduce diferencias, roles y jerarquías que contribuyen al mantenimiento de los límites internos de una cultura, los denominamos con Tonkonoff (2012a.), “rituales blancos”; y a los que escenifican los límites, emocionales y morales, infringidos por el crimen, “rituales rojos”. Vimos, por un lado, que las intervenciones responsabilizantes promovidas en el ámbito territorial ya sea en una parroquia, un taller de oficio o en una mediación judicial pueden atravesar rituales negativos que dan lugar a rituales positivos sin erigir al joven en términos de alteridad cultural radical. Y, por otro lado, que los rituales blancos pueden teñirse de rojo en tanto los comportamientos del grupo en el que se inserta el joven y de los “referentes” de la comunidad se hallen signados por sentimientos de antagonismo y hostilidad.

I. Rituales comunitarios

La realización de tareas comunitarias en una parroquia constituye una experiencia ritual singular que comienza teniendo un carácter negativo, por el cual se impide al joven ingresar en un estado “irrespetuoso”, y adopta un carácter positivo si este último acudía previamente a la apertura de la causa judicial. En caso de que así no suceda y este último no conozca a las autoridades parroquiales, quienes deben ocuparse de orientar conjuntamente con el equipo técnico del Centro de Referencia las estrategias de responsabilidad, cumple la cantidad de horas asignadas por el juez a la realización de las tareas y al terminar, no regresa al lugar. Incluso si durante el transcurso del tiempo sucedido forjó un vínculo estrecho con algún agente socio-comunitario, pues la prestación de servicios en forma no remunerativa a una institución social no parece ser una actividad fácilmente sostenible para los/as jóvenes bajo una medida alternativa a la privación de la libertad:

–La gente de acá sabe que está cumpliendo con las tareas. Hay gente que viene y te dice “a ese lo tendrías que hacer que haga tal cosa”, viste como es. Entonces, yo les hago entender que tenemos que darle una oportunidad. Si vos ves que es un joven respetuoso, que viene tranquilo, o si viene con olor a marihuana. Si viene en esa situación le pido que se vaya y vuelva cuando esté tranquilo. Agresión acá no, acá hay contención.

–¿Cuándo terminan de cumplir con las tareas vuelven a la parroquia?

–No, nos encontramos por el barrio, pero a la parroquia no vuelven. Imaginate que no se van a poner a podar un árbol, a cortar el pasto o a hacer cualquier cosa que sea para mantener el orden parroquial, gratuitamente. De hecho, pasa que a lo mejor tienen que venir y pasan 4 o 5 meses y no vienen porque encuentran un trabajo. De algo tiene que vivir la gente.

–¿A misa tampoco vuelven?

–Si venían desde antes, sí, sino no. Pero, por lo general no, porque consiguen trabajo.

Para ingresar a la parroquia el joven debe abandonar las costumbres características del mundo profano y actuar en forma “tranquila” y “respetuosa”. Este rito negativo es condición para poder ser admitido en la institución y habilitado para trabajar en función del “mantenimiento del orden parroquial”. Trabajo que, se trate de cortar el pasto, de podar un árbol, etcétera, no puede más que provocar al joven sufrimiento, renuncia y malestar. Como sostiene Melossi: “el carácter emocional que alimenta de sí al derecho penal en la expresión de ‘estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva’ continúa funcionando según el paradigma de la parábola cristiana, el sufrimiento de la crucifixión y la consiguiente redención” (2012: 80).

Si bien la visibilidad de los límites sociales a través de los cuales el joven abandona su estatus de “impuro” y pasa a situarse en un plano de igualdad con las fuerzas religiosas (un estado “puro”) subsume su actuación en una suerte de sacrificio que señala el carácter abyecto del individuo ante el resto de la comunidad, no podemos decir que sea señalado como una alteridad cultural radical por las autoridades de la parroquia aunque sí por algunas personas que acuden a ella. Se produce, entonces, un conflicto entre dos formas de concebir al joven: una penal, que lo identifica como antagonista trasladándolo hacia los márgenes (simbólicos) de la sociedad (alteridad radical) y una caritativa, que lo designa como un pecador que debe pagar por haber generado un mal, pero merece “una oportunidad” (alteridad relativa). Como sostiene Girard: “Lo religioso tiende siempre a apaciguar la violencia, a impedir su desencadenamiento” (1998: 28). Ya sea a través de la palabra de la voluntaria o del cura, este proceso expiatorio apunta a generar en el joven culpa y arrepentimiento por el hecho que se le atribuye (“responsabilidad subjetiva”) como condición necesaria para su ingreso (simbólico) en la sociedad.

El joven, consciente de dicha separación liminal, se somete a este “intervalo en la progresión del tiempo social” (Leach, 1993: 107) para renacer, al finalizar la medida, bajo un nuevo/previo estatus social. Como sostiene Goffman: “Aprender que se está más allá del límite, o que no se está después de haberlo estado, no es, pues, algo complicado; es simplemente una nueva reubicación dentro de un antiguo marco de referencia, y un asumir para sí lo que antes pensaba que residía en los demás” ([1963] 2010: 166). Sin embargo, no podemos decir que este rito negativo tenga siempre efectos positivos en la identidad. Puede ocurrir que la exhibición pública de las tareas comunitarias, que lo convierte en un individuo desacreditado durante su realización, impida revertir la imagen de transgresor conocida por los demás y el joven decida no regresar a la parroquia, a menos que éste sea un hábito previo al cumplimiento de la medida judicial. Predomina, en estos casos, el carácter negativo del ritual. También puede suceder que las sensibilidades piadosas predominantes en la parroquia contrarresten los efectos excluyentes ocasionados por la exposición pública del joven durante la realización de las tareas, si éste no acudía a ella en forma previa a la apertura de la causa judicial, de manera de permitirle continuar yendo al cierre de la misma.

II. El carácter des-estigmatizante de intervenciones con perspectiva de derechos

Distinta es la configuración identitaria cuando se trata de una institución en la que no predomina una perspectiva compasiva y a la que el joven acudía con anterioridad a la apertura de la causa judicial. En estos casos, el joven es desacreditable más no inmediatamente tratado en calidad de diferente (Goffman, 2010) y, por lo general, continúa yendo con normalidad sin que el resto de los participantes perciba modificaciones en su comportamiento al terminar de cumplir la medida judicial. Esto es así debido a que los responsables de la institución guardan “secreto profesional”:

–¿Las personas que participan de los talleres saben que el joven se encuentra cumpliendo una medida alternativa?

–No, el resto de los pibes que vienen al centro comunitario no necesariamente están al tanto de que hay un pibe que cometió un delito, eso tiene que ver con el secreto profesional. Nos pasó que chicos del Envión empezaron a tener conflicto con la ley, nos pidieron que llamemos al Centro de Referencia para hablarles de ellos, de que están viniendo, entonces nos empezamos a comunicar y a trabajar en forma articulada.

–¿Los chicos se lo pidieron?

–Claro. Ellos eligieron hacer las tareas acá, porque son chicos que siempre vienen y siguen viniendo independientemente del conflicto con la ley, porque en realidad nunca vinieron a hacer tipo una probation porque eran chicos que ya estaban acá becados y los fuimos acompañando. (Responsable del Programa Envión en un Centro Comunitario)

En este caso, no podemos hablar de ritos negativos o positivos ya que no existe una división entre el mundo cotidiano y el ingreso al centro comunitario como un mundo aparte. Si bien dicho centro es sede de rituales blancos, los cuales tienen lugar cuando el joven participa de actividades que suponen el ejercicio de ciertos patrones de responsabilidad (cumplimiento de horarios, tareas, roles, etcétera) no podemos afirmar su carácter sagrado ya que no se diferencian de las cosas profanas, ni por su poder ni por su dignidad. De acuerdo a la operadora del programa Envión, nada cambia en el comportamiento habitual del joven en el centro comunitario desde que se halla sujeto a una medida alternativa a la privación de libertad ni en la configuración de su identidad al interior de la institución donde realiza las tareas comunitarias. Por eso, en tanto los/as jóvenes acuden al centro independientemente de la medida, al cierre de la causa siguen yendo con normalidad. Como podemos caracterizar en el siguiente enunciado, lo que varía desde que le es asignada la medida es el modo en que se trabaja para que “pueda salir de esto” tomando la situación que se halla atravesando como una más de las que suelen “acompañar”:

–¿Siguen viniendo después de finalizar?

–Sí, la realidad es que lo del Centro de Referencia es como una circunstancia. Nosotros trabajamos con un montón de pibes que están ahí siempre al filo, estén o no en el Centro de Referencia, tenemos un montón de situaciones. Los chicos que han pasado por el Centro de Referencia han continuado, después han hecho otras cosas, han tenido familia, otros lamentablemente han terminado en cana. Digo, no siempre sale todo bien. Pero bueno, lo laburamos desde el acompañar. Le preguntamos: ¿qué hiciste?, ¿qué macana te mandaste? Bueno, escúchame, vos me dijiste que me comunique con la gente de este lugar, no estás haciendo esto, no estás haciendo lo otro, ¿qué vamos a hacer? Porque yo no voy a mentir. Entonces, empezamos a laburar con ellos desde ese lado, desde el lado de que te conozco, de que sos parte de la comunidad en la que nosotros trabajamos, nos importa que puedas salir de esto, que construyas un proyecto de vida digno. Y también hablamos con las madres, les contamos cuál es la situación, para que se hagan cargo un poco ahí. Siempre tratamos de hablar con la familia porque son niños.

En este caso, el carácter estigmatizante que gobierna la lógica de la realización de trabajo comunitario se atenúa. La sede del rito es el Centro de Referencia, una institución generalmente “circunstancial” ante la cual los/as jóvenes eligen que la realización de actividades en el centro comunitario que frecuentan sea considerada como parte de la medida alternativa a la privación de la libertad. El “proyecto de vida digno” que los operadores del centro comunitario promueven que puedan construir los/as jóvenes no se dirige solo a aquellos bajo una medida ambulatoria sino también a jóvenes “al filo” de ser atrapados por el sistema penal. Ahora bien, ¿qué significa la realización de un proyecto de vida digno”? Aparece la idea, aquí, de no “mandarse macanas”, “salir de esto”, no “terminar en cana”, “hacer otras cosas”, “tener familia”, cumplir con lo acordado, tomar decisiones y afrontar sus consecuencias. Un sentido similar al esbozado en el art. 69 de la Ley 13.643 y en el Protocolo para el abordaje de la Responsabilidad Penal Juvenil en la Provincia de Buenos Aires, en los que se alude a la necesidad de que las políticas públicas fomenten acciones educativas junto a la familia del joven en un sentido que contribuya a forjar su responsabilidad y defender sus derechos[3].

La perspectiva institucional del centro comunitario es distinta a la predominante en la parroquia. Mientras que el discurso comunitario de la voluntaria de esta última institución no presenta una mirada diferenciada hacia la juventud, la operadora del centro mantiene que los/as jóvenes que acuden “son niños” de manera que “siempre tratan de hablar con la familia”. Y, a diferencia de la parroquia, la responsabilidad juvenil que se intenta construir en el centro comunitario no modifica el estatus social del joven debido a que el hecho de concurrir en forma previa a la asignación de la medida alternativa a la privación de la libertad impide que su asistencia sea solamente para reparar un daño ocasionado. El centro comunitario es para los/as jóvenes un espacio de sociabilidad con su grupo de pares, en el que posiblemente se identifique con alguna de las operadoras que allí trabajan, utilizándolo como su propio hogar:

No somos un espacio de castigo tipo la iglesia donde van a hacer una probation y van a cortar el pasto. Nosotros somos un lugar donde el pibe viene para ser joven, para estar, para compartir, para que haga algo que le guste o algo útil, un taller de algo que le interese, esa es la idea, que lo pueda aprovechar, disfrutar, no como algo impuesto sino porque tienen ganas. (Operadora del programa Envión)

Si bien consideramos que la realización de tareas comunitarias es una medida sancionatoria, podemos interpretar que el carácter estigmatizante se puede atenuar cuando la institución a la que el joven asiste para cumplirla posee una perspectiva de juventud en clave de derechos y la emplea en un sentido reintegrativo. Esto es, fomentando el respeto y afecto hacia los/as jóvenes que acuden a ella. Lo mismo ocurre en el Centro Cultural de la Juventud en el que la perspectiva adoptada a nivel institucional promueve un tipo de sensibilidad o “tolerancia emocional” (Garland, 1999: 250) diferente al que tiene lugar en la parroquia, más cercana a la matriz positivista (de tinte protectorio, tutelar, correccionalista, reeducativo). De hecho, tanto las autoridades del centro comunitario como las del Centro Cultural de la Juventud participaron de los cursos que brinda la Secretaría de Derechos Humanos provincial desde fines de 2014 a personal de los equipos técnicos y operadores socio-comunitarios del Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil. En estos cursos, que pudimos presenciar, así como también conversar con funcionarios de la Dirección Provincial de Medidas Alternativas, emergen discursos similares a los esbozados por las operadoras de ambas instituciones en las que se concibe al joven “en conflicto con la ley” como un sujeto con las mismas garantías constitucionales que un adulto más un plus de derechos por ser un sujeto en formación, es decir, un joven. Tal como podemos ver en el enunciado de una de las operadoras del Centro Cultural de la Juventud, la noción de “restitución de derechos” se dirige en el mismo sentido que la operadora del programa Envión cuando mantiene la necesidad de contribuir a que los /as jóvenes elaboren un proyecto de vida “digno”:

Acá la idea no es que vengas a limpiar el lugar y no te lleves ni un aprendizaje ni nada. Porque después termina la tarea comunitaria y el pibe puede volver a la misma. Ya teniendo un equipo y trabajando desde el territorio se hace más fácil acompañarlo desde ahí y también que el pibe venga acá, se junte con otro que está pasando por la misma situación y no se sienta el único al que le pasó. Trabajamos en la restitución de derechos porque hay una ley a la que se ha dado lugar pero también porque, por ejemplo, lo que le pasa al pibe es que repite el año porque va a la escuela pero tiene un montón de cosas en la cabeza: no tener para comer, no saber qué hacer para que su hermano pueda comer y mucha angustia porque ha pasado este tipo de cosas desde niño. Entonces, es obvio que tiene mucho resentimiento. Y si a eso le sumás el hostigamiento policial que vive cotidianamente, vas a entender que llega un momento en el que dice “me chupa un huevo todo”, incluso su propia vida. Entonces, tenemos que trabajar en el cuidado de sí mismo y en que le importe la vida de los demás. Es difícil y nunca sabés si va a resultar, pueden pasar diez mil cosas.

El discurso hace referencia a la restitución de derechos como objetivo central de la intervención, no sólo por prescripción legal sino porque al trabajar en equipo, desde la institución, pero fundamentalmente desde el territorio, lo que los agentes comunitarios señalan es que para que el joven pueda cuidarse a sí mismo y a los demás debe antes poder resolver el problema de “no tener para comer”, sufrir “hostigamiento policial”, expulsión educativa y desinterés por cambiar. La perspectiva de los derechos se erige en un sistema de creencias fuertemente arraigado que adopta un carácter sagrado, tanto en el centro cultural de la juventud como en el centro comunitario.

Dicho carácter puede vislumbrarse en la recurrencia, coherencia y sensibilidad exhibida en los discursos comunitarios que señalan tanto las necesidades de los/as jóvenes, las “angustias” que los aquejan y el “hostigamiento policial” que soportan como el carácter legal que protege sus derechos. Esta creencia compartida en los derechos del joven como un valor supremo que se debe respetar, congrega a los enunciadores en una comunidad imaginaria y refuerza su legitimidad. Como veremos en el siguiente apartado, los ritos positivos en que se expresa esta creencia compartida por los miembros de dicha comunidad tienen lugar en el barrio como espacio mítico de confluencia y sociabilidad.

III. El barrio como espacio mítico

Si bien la función de los operadores socio-comunitarios del Centro de Referencia se denomina igual que la que cumplen los operadores que trabajan desde instituciones cercanas al hogar de los/as jóvenes, la principal diferencia existente entre ellos/as es que sólo estos últimos trabajan desde el barrio, aquel espacio que los/as jóvenes comparten con los suyos y que les da identidad. En la esquina, en la placita, en la vereda o en cualquier lugar donde decidan juntarse a “tomar unos mates”, se renueva el compromiso con el modelo de los derechos de los/as jóvenes entre los agentes socio-comunitarios y estos últimos/as. A medida que los agentes acuden con frecuencia a los espacios de reunión de los/as jóvenes, dan un taller o simplemente “están”, el vínculo adopta una fuerza religiosa que ratifica el sistema de creencias del que depende la solidaridad:

Lo que tiene trabajar en el barrio es que das el taller ahí y no vas justo a la hora que empieza, sino que hacés un recorrido por el barrio, formás un vínculo con los vecinos, te van conociendo, para ellos es re importante que vos estés, caminás con ellos, vas charlando, te sentás en la placita, en la esquina, en los lugares de encuentro de ellos. Eso te genera estar en el barrio. Trabajar en el barrio es lo más. ¿Qué si se presentan dificultades? Miles, pero tenés que estar, sentarte con ellos en la esquina y ser uno más para poder llegarles. (Operadora socio-comunitaria 1 del Centro Cultural de la Juventud)

El trato recibido por la operadora se describe como signado de importancia, apego y familiaridad; a diferencia del sentimiento de malestar que hemos visto en el capítulo anterior dentro del discurso institucional cuando debían visitar a un joven que vivía en un asentamiento precario o villa. Si en este último caso, la operadora del Centro de Referencia llegó a “temer por su vida”; en el segundo, los agentes socio-comunitarios se muestran orgullosos y contentos de acudir a la casa de los/as jóvenes o estar en la calle y trabajar desde allí. Como podemos ver en otro enunciado, la exaltación romántica del barrio como espacio “encantador” en el cual trabajar pese a las dificultades que presenta y el esfuerzo que suscita, valoriza la labor realizada por los operadores socio-comunitarios por sobre la de los agentes institucionales quienes no lo “recorren” sino que “resuelven desde su espacio con una computadora o un teléfono”:

Lo que está bueno de nuestro equipo es que nos encanta salir al barrio a trabajar porque hay equipos que están ahí sentados en una oficina y resuelven más desde su espacio con una computadora o un teléfono. Desde mi lado personal, yo prefiero ir al barrio, sentarme con los pibes en la esquina y me gusta mi trabajo, voy a la casa de ellos, la familia me conoce, soy como parte de la familia de ellos. Los chicos en general se referencian con alguna de nosotras. (Operadora socio-comunitaria 2 del Centro Cultural de la Juventud)

El trabajo de oficina se basaría en una lógica burocrática que no suscita adhesión por parte de las operadoras socio-comunitarias, quienes prefieren resolver los problemas de los/as jóvenes desde el barrio, sin perder el contacto “con todo lo que hay ahí”, no sólo porque sería más útil sino “porque trabajar en el barrio es lo más”. He aquí una fuerte carga de afecto hacia el barrio como espacio en el que da gusto estar. Por eso, van antes del taller para charlar con los/as jóvenes, sus familias y los vecinos. Lo cual, no significa un desdibujamiento de la frontera entre ellos y nosotros: si bien los operadores socio-comunitarios acceden a los espacios de encuentro de los/as jóvenes en tanto sitios de emergencia de la subjetividad, lo hacen pues si no se acercan “no les llegan”. La relación que construyen con los/as jóvenes es una relación que Bourdieu y Passeron (1979) denominaría populista mediante la cual la abstracción de la condición de clase les permite proyectar su propia relación con la de las clases populares identificándose falsamente con ellas.

La categoría de barrio se construye, entonces, como empañada de sentimientos de aprecio y amistad, pero permanece como un lugar externo al que “se sale” y a medida que “se camina” los vecinos “te van conociendo” e incluso llegan a considerar “como un familiar más”. A este proceso mediante el cual los/as operadores se vuelven “importantes” para los/as jóvenes hace de ellos “referentes”, aquellos con quienes pueden contar. Esa “llegada” incluye, además, resolver inconvenientes a jóvenes “expulsados”, por ejemplo, del acceso a la salud por el personal de instituciones de la propia comunidad, “instituciones presentes en el barrio bajo la forma específica del socorro al pobre pero que no conducen a la integración sino a reproducir la imagen estigmatizada de sus habitantes enviándolos hacia el polo ‘negativo’ de una identidad descalificada” (Merklen, 2005: 154). Veamos un ejemplo:

Nuestra tarea es trabajar en el territorio y estar en contacto con todo lo que hay ahí. Por ejemplo, si hay un pibe que necesita ir al dentista porque está con un problema en una muela, a nosotras nos conocen y nos dan los turnos. Entonces, vamos y se los sacamos y le evitamos al pibe que tenga que pasar el mal momento de que los traten mal, la mala recepción de la gente del centro de salud, que es muy habitual, gente que no tienen muchas ganas de atender y menos a un pibe joven. Entonces, termina expulsándolo. Es una puerta que se les cierra y cada puerta que se les cierra hace que el pibe se vaya encerrando más él en sí mismo. (Operadora del Centro Cultural de la Juventud)

He aquí el problema de la exclusión simbólica y social que soportan los/as jóvenes en su propio barrio por parte de adultos que los/as discriminan. Y, ante lo cual, los agentes socio-comunitarios intervienen en su resguardo, realizándoles lo que ellos/as podrían hacer por sí mismos para evitarles pasar un mal momento. Intervenciones que, como hemos visto en el capítulo anterior, efectúan también los agentes del Centro de Referencia reproduciendo un habitus tutelar, aquel basado en la idea según la cual los/as jóvenes son incapaces de hacer valer por ellos mismos sus derechos. Lo hacen porque consideran que el maltrato recibido al solicitar un turno en un hospital los lleva a “encerrarse en sí mismos” cada vez que “le cierran una puerta”. Como sostiene Duschatzky: “El fenómeno de la exclusión social progresiva refuerza esta tendencia a la referencialidad interna” (1996: 18).

Ese recogimiento que tendría lugar cuando el/la joven es rechazado/a y herido/a en su autoestima y respetabilidad, se manifiesta igualmente en la reducción de sus vínculos sociales y amistosos a la cultura local. Como sostiene Merklen, la carencia de instituciones capaces de proporcionar a las clases populares herramientas de participación en una “ciudadanía plena” (2001: 169) conlleva a que desplieguen una sociabilidad reducida a los límites de la inscripción territorial.

A dicha exclusión aludió, asimismo, el discurso del responsable del programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo (en adelante, JMMT), en dos sentidos principales: por un lado, al señalar las dificultades que se le presentaron al coordinar un taller en un barrio cuando un grupo de “vecinos” agredió a jóvenes que estaban exponiendo unas fotos y, por otro, al referir el aislamiento geográfico y, por ende, cultural, que impide que habitantes de barrios estigmatizados no conozcan el centro del municipio y/o concurran excepcionalmente a él. El discurso de las operadoras del Programa Envión y de la Casa de la Juventud se halla en línea con el discurso del coordiandor del programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo, el cual da cuenta del modo en que además de promover la responsabilidad laboral, realizan otras actividades:

Una vez hicimos un taller de fotografía con los chicos del barrio X, lo expusimos en el centro de atención primaria del barrio. Entonces, los vecinos fueron a atenderse y ¿qué sucedió? Dijeron “eses es el que me robó el celular, ustedes refugian delincuentes acá”. Se armó un escándalo tal que tuvimos que terminar cerrando la muestra. Nos pasó también que los llevamos a la dirección de derechos humanos, a la Mansión Seré, e hicimos junto con la gente de derechos humanos un taller que tenía que ver con esta cuestión de los jóvenes y la promoción de derechos y la visión del conflicto con la ley y los estereotipos. Los que fueron salieron fascinados, no sabían que existía el lugar, es que en general no salen mucho del barrio, al centro algunos no lo conocen, entonces, tiene que ver con eso, con salir de ese círculo.

El hecho de que los/as jóvenes “no salgan del barrio” da cuenta del desconocimiento de otros mundos posibles y, en consecuencia, de otros tipos de sensibilidad (Sigal, 1981). La marginalidad espacial en un “círculo” de la ciudad, ya sea por hábito, decisión o prescripción legal, lleva a que los/as jóvenes no sepan de la existencia de la Mansión Seré ni que los estereotipos de los que son objeto responden a una perspectiva criminalizante y que existen otras visiones distintas. Como sostiene Tonkonoff, “Sus acciones e interacciones, su comprensión del mundo y sus expresiones simbólicas llevan necesariamente las marcas de la inscripción excluyente con las que la ciudad fragmentada que pugna por constituirse como conjunto coherente los sujeta” (2015: 341).

Esa otra sensibilidad que “fascina” a los/as jóvenes porque “no sabían que existía” por momentos les “abre otras puertas” y les permite reingresar a la comunidad con un aprendizaje o experiencia distinta a las que suelen atravesar. Pues, sus experiencias cotidianas son de exclusión y discriminación por parte de los propios habitantes del lugar, quienes más que como jóvenes los conciben como delincuentes, ya sea que se encuentren realizando una actividad cultural, como la muestra fotográfica que cuenta el entrevistado, o estén en la esquina con sus pares.

En tal sentido, podemos señalar con Tonkonoff (2012a.) que cuando el joven tallerista es reconocido como “el que me robó el celular”, la transgresión se erige en un llamado a la violencia colectiva hacia quien, expulsado de todo cierre ilusorio que implica una comunidad, aparece como un otro ajeno a la misma. Una alteridad cultural radical que debe ser expulsada para permitir a los miembros de una organización social identificarse en la constitución de un orden moral. Lo hace a partir de un imperativo de exclusión (no robarás), histórica y contingentemente fundado, cuya constitución es fundamentalmente mítica: una forma de significación cultural que se define por producir un campo de visibilidad y de decibilidad en base a representaciones apasionadas. Como veremos en el siguiente aparatado, es a partir de esos mandatos de exclusión y formas de sensibilidad que la penalización se torna un valor trascendental “[…] que se comunica con una variedad de públicos sociales y transmite una extensa red de significados” (Garland, 2006: 294). En otras palabras, más que del crimen o del castigo penal, las formas de concebir al joven como alteridad cultural radical dan cuenta de las convicciones y pasiones dominantes en nuestra organización cultural.

IV. Sensibilidad punitiva y diagnóstico anti-social

Podemos ver cómo operan las creencias, afectos y valores que inciden en los mecanismos de vigilancia y las formas de punitividad en el caso de un Centro Cultural donde, por lo general, los/as jóvenes ingresan con posterioridad a la imposición de la medida ambulatoria. Allí, de acuerdo a los discursos relevados, pese a que no se diga explícitamente, los participantes se dan cuenta que el nuevo integrante no acude espontáneamente sino por prescripción legal. Las sensibilidades que produce su presencia, impiden que el/la joven abandone su estatus de transgresor hasta que finaliza el proceso judicial.

El modo en que la directora del espacio caracteriza a los/as jóvenes como sujetos “que no se van a rescatar”, “violentos”, cuya función es servir a “los compañeros”, ser ayudante multifuncional de los adultos, “acomodarse” a sus horarios, tareas y deseos, pone de relieve el carácter expiatorio de la intervención:

–Recién vino un chico que tenía que venir y se olvidó, y le dije: “Bueno, vení a hacerle la merienda a los chicos de apoyo escolar”. Porque si no lo tenemos que pagar. Él les tiene que servir, que es algo que tienen que aprender, también. El otro día vino uno que quería que lo acompañemos y la compañera decía “este no se va a rescatar”. Y bueno, pasó a estar a cargo otro compañero que daba un taller de carpintería. Ellos vienen, les dan la autorización y se acomodan de acuerdo a sus horarios, al tipo de trabajo que en ese momento está realizando el compañero y a los deseos de atenderlos, de hacerse cargo de ese chico, que lo va a integrar para que aprenda a compartir cosas sin violencia.

–¿Qué cosas, por ejemplo?

–Uno limpiaba la huerta, cuando venía el albañil, ayudaba al albañil o pintaba o ayudaba en la cocina, servía, cebaba mate. Y una compañera decía “ellos tienen que pagar y ¿vienen acá a cebar mate?”. Entonces, le decíamos, vos lo que tenés que entender es que él lo que tiene que hacer es aprender a vivir en comunidad, él te ceba mate y está aprendiendo a cebar mate, no es fácil cebarle mate al otro, nosotros lo hacemos naturalmente, pero ellos no.

Podemos advertir en el relato, en primer lugar, la conveniencia que para la institución significa que el/la joven acuda a hacer un trabajo por el que no se le ha de remunerar. En línea con la intervención desarrollada en la parroquia, en el centro cultural se lo/a utiliza para que contribuya a la institución de manera de ahorrarse contratar una persona para la realización del trabajo asignado. Aquí el carácter retributivo de la medida resulta explícito y no parece suscitar contradicción alguna en los miembros del lugar. El discurso de la voluntaria de la parroquia se orienta en el mismo sentido:

La verdad es que son una gran ayuda, han arreglado mesas, sillas rotas. Y se va generando una confianza, yo les doy mi tiempo. Por lo general no nos han tocado muchos así violentos, nadie que venga a hacer algún problema, vienen, hacen lo suyo, me escuchan, a veces los reto, a veces les hablo con el corazón, los encamino.

Tanto en el caso del centro cultural como en el de la parroquia, se caracteriza al joven como un sujeto útil, cuyo comportamiento por acción (“él lo que tiene que hacer es aprender a vivir en comunidad) u omisión (“por lo general no nos han tocado muchos así violentos”) se asocia a “la violencia” y por ende, es preciso “encaminar”, a veces retándolo y a veces “hablándoles con el corazón”, para que se integren a la vida comunitaria. Ahora bien, ¿qué significa vivir en comunidad? ¿Qué rol se asigna al joven en ella? Cuando la directora del centro cultural alude a las reglas de conducta que desde la institución se proponen hacerles internalizar en términos de lo que ellos no asumen “naturalmente”, se posiciona en una posición de superioridad por sobre quienes “no saben vivir en comunidad”. A su interior, habría miembros que estarían para “servir”, limpiar, ayudar, “cebar mate” y otros para enseñar, disponer, decidir, mandar.

A través de esa cultura del control (Lemert, 1972), el rol que se asigna a los/as jóvenes en la convivencia es de servidumbre, dependencia y docilidad, al igual que en la intervención parroquial. En ambas instituciones, más que en sus autoridades, los sentimientos de hostilidad hacia un joven que, por más que ayude en las tareas domésticas, se considera que “nos se va a rescatar” priman en otros integrantes del lugar. Si bien por momentos se los busca integrar a través de la palabra, el reto y la contención emocional, el acento se halla en la misericordia, el perdón y la caridad, tanto en la institución religiosa como en la cultural.

Con todo, al igual que en la parroquia, cuando terminan de cumplir la medida, cuenta la directora del centro cultural, los/as jóvenes dejan de asistir a la institución:

Tenemos un chico que la novia vino con él a dar apoyo escolar para garantizar que él viniera, así, seis meses, y después la chica se quedó. Vino seis meses, divina la chica y nos hacía mucha falta, ella empezó a venir para que viniera el novio, él vino, terminó y no vino más. Y ella ahora coordina apoyo escolar.

El carácter obligatorio de la medida incide en la permanencia de los/as jóvenes en la institución comunitaria. Si la novia del joven intervenido acude circunstancialmente y termina por convertirse en coordinadora de apoyo escolar, es debido a que lo hace por voluntad propia y no porque “tiene que pagar”. Pero también porque el trato recibido por el joven en el espacio cultural da lugar a sentimientos de antagonismo. Como sostiene Nietzsche en Gorsseberg (2003: 164), la lógica de la diferencia a través de la cual se define al otro por su negatividad origina una política del resentimiento.

Otra de las cuestiones que acerca el funcionamiento del centro cultural a la parroquia y lo aleja del desarrollado en el centro cultural de la Juventud o el Centro Comunitario donde funciona el programa Envión, es la carencia de una perspectiva de juventud en clave de derechos. Un abordaje relativamente similar es el del Centro de Prevención de Adicciones (CPA), que si bien distingue la etapa de transición a la adultez que se halla atravesando el/la joven de entre 16 y 18 años de edad, lo hace desde una concepción positivista que busca la explicación del crimen en el carácter y el origen del individuo (Matza, 2014), identificando a la responsabilidad juvenil como la posesión del sentimiento de culpa por los actos cometidos que el “paciente” puede tener o no. Sólo si lo tiene se le podría “ayudar”:

–¿La responsabilidad es un eje de trabajo de ustedes?

–Sí, es algo que el paciente puede tener o no. Si no lo tiene es un diagnóstico anti-social, no hay sentimiento de culpa. En el caso de los jóvenes del CDR generalmente no hay, no saben lo que es la responsabilidad. Por eso no duran acá, el tratamiento se discontinúa y dejan de venir.

–¿Qué es un diagnóstico anti-social?

–Es el de una persona que transgrede, que para él la ley no existe. Entonces, le va a ser muy difícil adaptarse a cualquier aparato social, ya sea una institución o mismo caminar por la calle. Y se potencia más en un ambiente donde el resto transgrede. (Directora del CPA)

Como huella de la matriz positivista podemos identificar en la superficie del discurso la idea según la cual el crimen sería producto de una patología que condiciona el libre ejercicio de la libertad del criminal y lo inhabilita para vivir en sociedad. El “diagnóstico antisocial” se debe a una supuesta “ausencia de ley” que impediría a la persona “adaptarse” a las normas. De forma que, si bien debería someterse a un “tratamiento”, el carácter anormal del individuo que haría de él “una persona que transgrede”, impediría desarrollarlo. Aquí, diremos parafraseando a Foucault, la directora del CPA actúa como un juez evaluando las características del individuo, su predisposición al delito y a la reinserción social, mediante lo cual “el bajo oficio de castigar se convierte así en el hermoso oficio de curar” (2014: 35).

Como sostiene Matza (2014), si bien lo que define a la perspectiva biológica de la cuestión criminal es el supuesto de que la predisposición hacia el crimen no depende de la interacción social, en el citado enunciado se combina con la teoría de la personalidad que describimos en el capítulo anterior para indicar que el comportamiento criminal del joven se potencia en un entorno de “vulnerabilidad penal” (en este caso, un “ambiente donde el resto transgrede”).

En este punto, nos podemos preguntar, el joven que transgrede, ¿es un sujeto anómico porque rechaza completamente los valores y prescripciones contenidos en la ley penal? ¿O acaso se vincula con ella de una forma distinta al modo en que lo hacen aquellos que la respetan, transgrediéndola? El CPA es un dispositivo excluyente pues sus autoridades consideran que si el/la joven no se muestra responsable desde el inicio, no valdría la pena intentar trabajar:

Primero que nada, conquistarlos es duro, al menos en los últimos casos que han venido. La respuesta de invitarlos a pensar acerca de un proyecto de vida distinto es con resentimiento, como si ellos no pudieran verse ahí. No se imaginan otro tipo de vida, no quieren ir al colegio y si van les da igual. Entonces, lo que hacemos es citar a las familias, por lo general también muy refractarias a todo lo que les proponemos hacer. Además, la idea que están teniendo los adultos de que un chico de 14 años ya es adulto y sabe lo que hace refleja una falta de mirada, de contención y de guía. Esa es la mayor dificultad. En algunos casos, cuando quieren parar para no ver sufrir a la mamá, por ejemplo, ahí si podemos decir que tenemos un tema para poder ayudar, pero si no, no. En general, no pasa.

Como si el “resentimiento de no poder verse ahí” surgiera de la naturaleza misma de un ser “difícil de conquistar” y no del carácter excluyente de la sociedad, la noción de responsabilidad se construye como aquella sensación individual que el sujeto debe poseer para concebir un “proyecto de vida” y adptarse a las normas establecidas. Como sostiene Medan (2012) mediante el objetivo de ayudar a jóvenes “en conflicto con la ley” a construir un “proyecto de vida” como un estadio del que carecen y deben alcanzar en tanto signo de adultez, lo que se pretende es integrarlos/as al modelo de las clases dominantes encarnado en las instituciones, minimizando los condicionamientos de clase que sellan su experiencia aun cuando resultan centrales en la construcción de dicho proyecto. El riesgo que corren estos programas, para los que existe solo una forma de transición etaria y de inclusión social válida es el de suplantar las medidas políticas y económicas por medidas relacionadas con el comportamiento, valorativas y/o psicologizantes e incluso de tener efectos excluyentes sobre sus destinatarios, ya que aquellos que no logran “encaminarse” (cumplir los acuerdos establecidos) durante su participación en el programa, dejan de ser asistidos. Pese a que dicho “proyecto” (terminar la escuela, capacitarse en un oficio, lograr estabilidad laboral y un ingreso para mantener a la familia) se concrete y los/as jóvenes se propongan dejar de delinquir, la condición de clase los ubica en una posición subordinada que les impide seguir en el camino “correcto”.     

En suma, la sensibilidad social predominante en los dispositivos comunitarios y los agentes que los conforman incide en la institución de responsabilidad tanto cuando se construye en el marco de rituales blancos como en el caso del Centro Cultural de la Juventud, el Centro Comunitario donde funciona el programa Envión, los talleres realizados por el coordinador del programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo y por momentos en la parroquia y el centro cultural. En cada uno de estos espacios, los rituales blancos que se desarrollan no se hallan exentos de la emergencia de sensibilidades punitivas como las que hemos visto emerger durante el tratamiento terapéutico en un CPA o la realización de tareas comunitarias en instituciones sin perspectiva de derechos.

V. Conclusiones

En este capítulo hemos propuesto que los patrones culturales (Geertz, [1973] 1983: 262) en torno a la juventud, la responsabilidad y el castigo que guían las estrategias de intervención socio-comunitarias, varían de acuerdo a: 1) la perspectiva institucional predominante en cada espacio, 2) el momento en el cual el joven ingresa y 3) el carácter público (o no) del cumplimiento de la medida. Creemos que estos tres elementos se interrelacionan entre sí al atravesar los/as jóvenes distintos tipos de rituales.

En instituciones tales como el Centro de Orientación y Resolución Alternativa de Conflictos (CAORAC), el Centro Cultural de la Juventud, el Centro de Asistencia Psicosomática, un centro comunitario y el Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo, pudimos identificar como huellas de la matriz clásica, la concepción del joven como un sujeto capaz de discernir sobre sus decisiones y actos, hábil para asumir responsabilidades, respetar al otro, proyectar su vida en un sentido “digno”.

Este patrón divergió de aquel construido en discursos comunitarios de instituciones tales como la parroquia, el Centro cultural o el CPA, en las que reconocimos huellas de la matriz positivista al vislumbrar la concepción del joven intervenido como un sujeto “anti-social”, irrecuperable, servil, hacia quien prevalecieron sentimientos de misericordia y caridad. Los agentes socio-comunitarios de dichos espacios le asignaron un rol desacreditado (Goffman, [1963] 2010), de subordinación, obediencia y docilidad, tiñiendo la medida de un signo expiatorio que lo/a lleva a no regresar al cierre del proceso judicial.

La desacreditación del individuo se alimentó del carácter público del cumplimiento de la medida judicial por parte de un joven que llega y debe insertarse en un contexto donde la diversidad de personas que participa, con sus respectivas trayectorias, prejuicios y biografías, no lo conoce. Al respecto, hemos advertido que lo primero que sus integrantes hicieron fue marcarlo como delincuente, estatus del que no se libró hasta finalizar las tareas comunitarias. De acuerdo a los discursos comunitarios el joven acudía para realizar “medidas socioeducativas” como forma de compensar el mal ocasionado a la sociedad, al tiempo que efectuaba un proceso de responsabilidad subjetiva, por momentos estigmatizante y por momentos reintegrativo, tendiente a generarle arrepentimiento y culpa.

Este proceso no pareció darse en instituciones con perspectiva de derechos en las que el/la joven bajo una medida alternativa a la privación de la libertad acudía en forma previa a la apertura de la causa judicial, debido a la indistinción entre el mundo profano y el mundo sagrado en ellas devenida. La intervención buscó responsabilizar a los/as jóvenes en la dimensión moral y tuvo como horizonte integrarlos al orden establecido en términos reintegrativos. Esto es, desde un lugar de compromiso con sus pares y con la comunidad en general, que permite revertir su identidad desacreditable en la de un ciudadano normal (Goffman, [1963] 2010). En ese sentido, se tendió a resguardar la identidad del/la joven mediante el “secreto profesional” respecto de su situación judicial, atenuando así los efectos estigmatizantes de la sanción.

También se tendió a reivindicar, en estos espacios, al barrio como espacio de encuentro con los /as jóvenes en el que sería preciso adentrarse para lograr una relación positiva, afectiva, auténtica. Dichos discursos, dijimos con Bourdieu (1979), posiblemente se identifiquen “falsamente” con el habitus de clase de los sectores populares, pero ello no inhabilita los efectos de creencia (en el compromiso, preocupación y confianza) que pueden producir en los/as jóvenes. En estos casos, las medidas alternativas se erigen en rituales “donde los estados anímicos y motivacionales que los símbolos sagrados suscitan en los hombres se encuentran y se refuerzan los unos a los otros” (Geertz, [1973] 1983: 107).

Con todo, nuestra hipótesis es que la identificación de los/as jóvenes no se produce sólo con los agentes socio-comunitarios que mantienen una perspectiva de derechos sino con todo aquel que los trate en términos reintegrativos: les hable con sinceridad y los escuche, se muestre amable y comprensivo. Esa actitud permite la formación de un vínculo de afecto y adhesión que excede el rol meramente técnico o profesional de la intervención, haciendo de ella una herramienta inclusiva.


  1. Los nombres de las Organizaciones de la Sociedad Civil fueron modificados para mantener su anonimato.
  2. De cualquier modo, dice Durkheim, el rito negativo puede generar indirectamente efectos positivos, pues no constituyen más que una introducción y preparación para los ritos positivos.
  3. Al respecto, el Artículo 69 de la Ley 13.634 de Responsabilidad Penal Juvenil, dice: “Las medidas señaladas en el artículo anterior tendrán por finalidad fomentar el sentido de responsabilidad del niño y orientarlo en un proyecto de vida digno, con acciones educativas que se complementarán con la intervención de la familia, la comunidad y el Municipio respectivo, con el apoyo de los especialistas que el Juez determine. Con un discurso similar abre el Protocolo para el abordaje de la Responsabilidad Penal Juvenil en la Provincia de Buenos Aires. Allí, dice: “Los procesos de transformación normativa, institucional y cultural para la defensa de los derechos humanos de los jóvenes en general, y de los jóvenes en conflicto con la ley penal en particular, son parte de las arduas luchas por la dignidad y el valor de la persona humana, donde se promueve el progreso social, la calidad de vida y las libertades como centro de conquistas. Dichas conquistan se expresan en políticas públicas que sostienen como imperativo ético-político generar como condiciones para la realización de una vida digna, la justicia social y la construcción de identidad ciudadana” (P. 3).


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