Otras publicaciones:

9789877230024-frontcover

Book cover

Otras publicaciones:

9789871867967-frontcover

12-4594t

5 Lo que se hace riendo, se paga llorando

Reflexiones y lamentos juveniles de cara al cumplimiento de las medidas

Psicologearte, ayudarte, darte una oportunidad, son algunos de los significantes que los /as jóvenes utilizan para señalar las estrategias que desde el Centro de Referencia y las instituciones de la comunidad buscan influir en su comportamiento durante la ejecución de medidas alternativas a la privación de la libertad. Ellos activan un conjunto de reglas que cobran vida en los discursos juveniles mediante la articulación de matrices heterogéneas. Cada gramática de reconocimiento activa determinadas trayectorias y sus acoplamientos posibles en detrimento de otras que exceden el marco de los discursos recepcionados (Boutaud y Verón, 2007). Teniendo en cuenta que los efectos de creencia pueden inferirse en producción pero sólo pueden estudiarse, empíricamente, en otra producción de sentido (Verón, 1993), este capítulo busca dar cuenta de los discursos juveniles que tienen lugar, bajo ciertas condiciones sociales de reconocimiento, en torno a la juventud, la finalidad de la medida, la relación de los/as jóvenes con los agentes del Centro de Referencia y los procesos de construcción identitaria desarrollados en el marco de las entrevistas.

I. La responsabilidad como ayuda y oportunidad

Día tras día veíamos llegar a los/as jóvenes. Algunos acompañados/as, la mayoría solos/as, nos dábamos cuenta que se dirigían al Centro de Referencia porque disminuían la marcha, se frenaban frente a la puerta y por lo general daban mil y mil vueltas antes de tocar el timbre: encendían un cigarrillo, miraban el celular, caminaban unos pasos hacia la esquina, se sentaban en el escalón, se volvían a parar, compraban algo en el kiosco de al lado, se volvían a sentar. Nos daban tiempo para cruzar y preguntarles si a la salida de la entrevista tenían unos minutos para conversar sobre el Centro de Referencia, qué les parecía el acompañamiento que les daba el personal y cómo hacían para cumplir con la medida.

Sin embargo: ¿Cómo entrevistarlos/as sin que se sintiesen “perseguidos/as”? ¿Cómo presentarnos y que les resultase oportuno conversar de temas íntimos con alguien totalmente desconocida? ¿Por qué habrían de hacerlo?, pensábamos mientras esperábamos tratando de adoptar una actitud reflexiva. Al cabo de unos días, estos interrogantes fueron saldados y la investigación fue avanzando. La mayoría accedió sin problemas. Los/as entrevistados/as fueron once: Agustín, Franco, Cristian, Iván, Lucas, Martín, Mauro, Lucía, Leonel, Brian y Pablo, de los cuales dos estuvieron acompañados por su madre durante el transcurso de la charla y uno, por un amigo. Sus verdaderos nombres fueron cambiados para resguardar su identidad pues, aunque en rigor de verdad no se lo preguntamos, la mayoría lo mencionó por motivación propia en algún momento. Las entrevistas fueron de alrededor de una hora, no mucho más ni mucho menos, y se realizaron con la guía de pautas y el grabador sobre la mesa. Comenzamos pidiéndoles si se podían presentar de la forma en que quisieran y proseguimos consultándoles el tiempo que hacía que acudían al centro.

¿Cuál era la forma adecuada de preguntar a los/as jóvenes sobre la responsabilidad penal juvenil?, fue la primera duda que nos surgió al elaborar la guía de pautas. ¿Resultaba mejor preguntarles por sus responsabilidades y abrir, así, el abanico de posibles respuestas? ¿Cómo evitar que se sintiesen sentenciados/as por la mera pregunta? ¿Responderían en su calidad de jóvenes o en su calidad de portadores de medidas alternativas? Considerando con Guber (2005: 144) que para lograr la especificación del sentido de la respuesta a una pregunta derivada de la teoría es preciso indagar las formas de organización sociocultural por las que se piensan y esbozan cuestiones en torno a un centro de interés, interrogamos a los/as jóvenes por la finalidad de la medida bajo la cual se hallaban.

El primer invariante discursivo que hallamos fue el de ayuda. Veamos tres enunciados que aluden que el objetivo de la intervención es “ayudar” a los /as jóvenes, tanto en la causa como en el alejamiento del delito:

En el tiempo en que yo estuve viniendo ellos se preocuparon por mi causa. Llaman a casa, preguntan cómo estoy, si trabajo, si me hace falta algo. Hicieron un ambiental, me ayudaron un montón. Yo estaba en un instituto, ellos movieron un par de papeles para que me dieran arresto domiciliario. Me querían poner una tobillera que si salís a 100 metros de tu casa empieza a sonar y a donde vayas te busca la policía y David lo rechazó. (Brian)

–Ellos lo que quieren saber es si es verdad que soy chorro o si tengo mala junta y ayudarme para que haga las cosas bien y que no haga boludeces. Van al barrio y preguntan si hacés junta, si te drogás, si te peleás, si hacés quilombo.

–¿Les preguntan a tus vecinos?

–Sí, para ver cuál es tu comportamiento porque hay algunos que la caretean y se las re mandan. Entonces, llegan al barrio y todo es distinto.

–Y, ¿a vos qué te parece que vayan al barrio?

–Bien, a mí me re ayuda porque ellos se dan cuenta que yo soy siempre el mismo. (Franco)

A mí me ayudó un montón venir acá. Desde que vengo yo no me drogo más, no me junto más con los pibes, no hago macanas. El otro día, por ejemplo, fui hasta Merlo y me volví. Llegué y cuando estaba ahí la llamé a María y ella me ayudó a no tentarme con la situación de ir y volver a lo mismo. (Lucas)

Corregir la conducta desviada y contribuir al cierre de la causa penal son los principales atributos que los/as jóvenes concedieron al significante de ayuda. Significante que identificamos en los discursos institucionales en un sentido similiar y, por ende, podemos conjeturar que constituye un efecto de su estructura enunciativa. Los discursos juveniles aludieron a una expectativa doble vinculada con los intereses de los/as jóvenes en un sentido estratégico (Bourdieu, [2007] 2010). Por un lado, la expectativa de mejorar las condiciones de la medida sancionatoria. Como en el caso de Brian, que a partir de un “movimiento de papeles” por parte de uno de los agentes institucionales pudo salir de un dispositivo de encierro (un instituto) e ingresar en otro (la casa) pero sin estar, ya, alejado de la familia. De modo que se siente agradecido por dejar atrás el pasado vivido en el instituto y encontrarse en camino de recuperar la libertad por completo. O como el caso de Franco, quien está de acuerdo en que las operadoras socio-comunitarias vayan a su barrio para ver si “en verdad es chorro”, no porque le agrade que controlen su conducta sino porque al advertir que no “la caretea”, le creen lo que dice que hace cuando va al Centro de Referencia.

Por otro lado, existe también la expectativa de contar con la “ayuda” institucional en la transformación del comportamiento ilegal. Es el caso de Lucas que si bien va hasta el lugar donde se dispone a cometer un delito, antes de hacerlo recurre a la operadora socio-comunitaria para que, de alguna manera, lo frene. Como si no pudiera controlar por sí solo su comportamiento, pide ayuda para no repetir una situación que lo “tienta” pero a la que sabe que “no debe volver”. En términos de Durkheim, antes de cometer un acto contra la moral, el joven siente algo que lo detiene “del mismo modo que cuando trata de alcanzar algo demasiado pesado para sus fuerzas” (1972: 51). La ayuda consiste aquí, diremos parafraseando a Bourdieu, en la contención de un acto tantas veces como el joven lo requiera, a fin de contribuir a que incorpore un aprendizaje del pasado capaz de permitir anticipaciones prácticas en el futuro. Es decir, a regularizar una conducta alejada del delito.

Estas dos finalidades principales atribuidas al significante de ayuda, habilitan la aprehensión de la conducta del/la joven como circunscripta al contexto (restrictivo) del Centro de Referencia. Las condiciones de producción que dan sentido a sus comportamientos se rigen por el fin de contribuir al cierre de la causa y favorecer el desestimiento del delito, imposibilitando que pueda darse cuenta de ellos por fuera de las propiedades de la enunciación de los discursos institucionales de los que los discursos juveniles constituyen, de algún modo, su efecto.

Ahora bien, los discursos institucionales también promueven efectos de sentido asociados al objetivo institucional de que los/as jóvenes se auto-perciban como sujetos a una situación problemática de la que los agentes del Centro de Referencia pueden contribuir a que salgan y no como “chorros”. Lo hacen, conteniéndolos/as para que no “hagan macanas” y rechazando la conveniencia de la aplicación de castigos más severos (como, por ejemplo, una tobillera). Si bien el sentido que se atribuye al invariante de ayuda posee una veta positivista (García Méndez y Vitale, 2009), creemos que los/as jóvenes no se posicionan simplemente en el lugar de protegidos/as o auxiliados/as por los agentes del Centro de Referencia. La emergencia del significante de ayuda respecto de los discursos institucionales reproduce la perspectiva oficial orientándola en un sentido conveniente al tránsito por la medida alternativa (y cierre de la causa judicial) así como también a la transformación de las trayectorias delictuosas.

De hecho, hemos visto que la matriz positivista subyace a la intervención. Aunque los/as jóvenes no le pidan “ayuda” a las operadoras, ellas se la ofrecen de distintas maneras:

–María me re ayuda: se ocupa de mi salud, me quiere acompañar al psicólogo, me acompaña al hospital cuando tengo que hacerme un chequeo, cuando salgo del hospital me pregunta si tengo plata para el colectivo.

–¿También te da plata para viajar?

–No, porque yo le digo que tengo. (Leonel)

Si bien se sienten halagados/as al describir el modo en que los agentes institucionales “se ocupan” o pretenden ocupar de sus problemas, los/as jóvenes no se posicionan como sujetos de tutela sino como sujetos que no desean recibir favores de los demás, conscientes de la situación en que se encuentran y de que si la “aprovechan” pueden evitar el encierro. Reproducen, así, el discurso institucional que vimos en el primer capítulo en torno a las medidas alternativas a la privación de la libertad como beneficio u oportunidad que el Estado otorgaría al no confinarlos en un dispositivo de encierro:

Hay gente que se toma esto como si fuese una pérdida de tiempo, yo no pienso eso, para mí es un beneficio. Yo los escucho a ellos, no soy ningún boludo. (Cristian)
Te dan la oportunidad de que cambies, si vos querés la agarrás. Es así. (Martín)
Yo estoy re agradecido porque si no estuviera el juez de menores yo estaría en un penal y eso no es para mí. Por eso, trato de cumplir para que este año se cierre la causa. Yo ahora tengo esta oportunidad y pueden elevar que trabajo. Y eso está bien para ellos, o por lo menos para que el juez se conforme y para que vea que algo estoy haciendo y que no estoy en la calle. (Mauro)
Es para que no vayas a un instituto directamente, es para que vos puedas estar en la calle y no preso, les dan una oportunidad a los chicos para que puedan reflexionar y pensar mejor las cosas. El juez me dio una oportunidad por ser primerizo. (Lucas)

Hemos visto en el primer capítulo que los agentes institucionales intentan influir en la conducta de los/as jóvenes a través del diálogo. La estructuración del lenguaje en un sentido determinado habilita el consenso del mundo social que permite la reproducción del orden simbólico. Si el poder simbólico se define “en y por una relación determinada entre los que ejercen el poder y los que lo sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y se reproduce la creencia” (Bourdieu, [2000] 2001: 172-173), los discursos de los/as jóvenes en torno a la finalidad de las medidas alternativas a la privación de la libertad como oportunidad o beneficio confirman la cosmovisión instituida por los agentes del Centro de Referencia[1].

La categoría de oportunidad se enmarca en la matriz de discurso actuarial (Feeley y Simon, 1998) según la cual el transgresor es un sujeto racional (sabe lo que hace) que viola la ley evaluando oportunidades, “es la figura mimética del emprendedor al que instan los discursos neoliberales. Un hombre atomizado, que sigue un ideal empresarial” (Gutiérrez, 2008: 7). Mediante esta forma de conceptualizar lo que, desde otra perspectiva, como por ejemplo la del derecho penal clásico, podría entenderse como un derecho, los/as jóvenes interiorizan una categoría “capaz de perpetuarse y perpetuar en las prácticas los principios de la arbitrariedad cultural interiorizada” (Bourdieu, 1990: 47). Estos invariantes, de oportunidad y beneficio, operan como metáforas que designan un vínculo de conveniencia para los/as jóvenes en relación con la justicia y con el Centro de Referencia que coacciona su imaginario en un sentido instrumental, obligándolos a “no desaprovechar” lo que es dado, recibirlo e incluso agradecerlo. Y también, por supuesto, nos habla de la concepción que el productor de discurso, llámese Centro de Referencia o Justicia Penal Juvenil –en este caso ambos reproducen la misma gramática- tiene sobre sus destinatarios como un sujeto favorecido (¿por la suerte?, ¿por la voluntad?, ¿por la ley?), compadecido, a prueba.

Los/as jóvenes saben que están en la cuerda floja y cualquier movimiento brusco que hagan los puede hundir en una institución de encierro penal. Un sitio que aparece en los discursos como no correspondido para ellos/as y les inspira temor, ansiedad y alarma. A salvo de tal pesadilla, los/as jóvenes afirman hacer todo lo que les pidan para “conformar al juez”, escuchando y obedeciendo las “recomendaciones” de los agentes del Centro de Referencia. Como veremos en el siguiente apartado, si bien en un primer momento existe entre los/as jóvenes y los agentes institucionales una situación de desconfianza inicial, hacia el final del proceso ésta suele ser revertida. Los/as jóvenes conciben a los agentes, en esta segunda etapa, como “aliados” ante el sistema de administración estatal de justicia, aquellos capaces de “mover un par de papeles” y bregar por una sanción menor o el sobreseimiento de la causa.

II. Te psicologean pero son buena gente: efectos de creencia en la subjetividad de los/as jóvenes

El proceso de entrevista atraviesa dos etapas: en la primera, que podemos caratular como de desconfianza inicial, el/la joven desconoce a las personas con quienes debe mantener una conversación (en el marco de un proceso judicial en curso), de manera que no confía en ellas. Esta etapa coincide con el momento en el cual los agentes institucionales suelen preguntarle por los motivos que los condujeron al delito. En la segunda etapa, las conversaciones dejan de centrarse en ello y pasan a indagar la cotidianeidad del/la joven (las actividades que realiza, cómo se lleva con su familia, si cumplió con los acuerdos establecidos, etcétera). Es en este segundo momento cuando la personalidad de los/as jóvenes puede verse influida y aquella desconfianza inicial hacia los agentes institucionales ser revertida. Veamos tres enunciados que dan cuenta del modo en que se establece el vínculo en la primera de las etapas mencionadas, que responden a la pregunta “¿Te da confianza hablar con ellos?”:

No, yo no confío en nadie, ¿cómo voy a confiar en una persona que recién conozco? (Cristian)
La primera vez que vine al centro con mi mamá nos hicieron las mismas preguntas a los dos. Primero entré yo y después ella y no nos dejaron que nos preguntemos qué nos habían preguntado a cada uno, más que nada para ver si era verdad lo que respondía cada uno. (Mauro)
Ellos me explicaron que no son policías, que no son jueces, que están para ayudarte, es lo mismo que te dicen los médicos, ellos serían una cosa así. Pero hay que tener cuidado, igual, yo mucho no les cuento porque yo no los conozco y ellos tampoco a mí. (Pablo)

Desde el inicio, los agentes del Centro de Referencia saben más del/la joven de lo que éste sabe de la institución a la que debe acudir por prescripción judicial. Aunque durante el encuentro se estipula no hablar del delito por el cual se lo imputa, el oficio judicial contiene información que permite saber a los agentes qué esperar de los/as jóvenes y definir un plan de acción en base a ello. La entrevista comienza –según hemos observado- con la presentación del agente institucional a partir de ciertas “prácticas protectivas” (Goffman, [1981] 2001: 10) que lo definen por aquello que no es (“no son jueces, no son policías”) a fin de exigir al/la joven que lo valore por fuera de ese marco. Como sostiene Goffman: “una fachada social determinada tiende a institucionalizarse en función de las expectativas estereotipadas abstractas a las cuales da origen, y tiende a adoptar una significación y estabilidad al margen de las tareas específicas que en ese momento resultan ser realizadas en su nombre. La fachada se convierte en una «representación colectiva» y en una realidad empírica por derecho propio” ([1981] 2001: 17).

Aunque los agentes institucionales dicen no estar para juzgar a los /as jóvenes sino para “ayudarlos”, ellos saben que los/as quieren corregir. Opinan, además, que “hay que tener cuidado” porque no los conocen y son ellos quienes ponen las reglas. En esta etapa, la desconfianza es mutua, al punto de buscar corroborar los agentes institucionales lo dicho por los/as jóvenes y sus familiares haciéndoles por separado las mismas preguntas. Estrategia que los/as jóvenes perciben, aunque en los sucesivos encuentros simulan no darse cuenta.

Es que los agentes institucionales no son los únicos que emplean estrategias para alcanzar sus cometidos. Los/as jóvenes son conscientes de los estereotipos socialmente construidos en torno a los “pibes chorros”; de manera que al presentarse en el Centro de Referencia tratan de dar la impresión de no ser uno de ellos/as, ya sea a través de la vestimenta que se ponen para la ocasión como por el uso controlado que procuran hacer del vocabulario. Considerando uno de los postulados fundamentales del interaccionismo simbólico según el cual la actuación de las personas en distintas situaciones y su relación con determinados objetos se halla fuertemente influenciada por las significaciones que les atribuye, podemos preguntarnos por el modo en que las definiciones que los/as jóvenes construyen en torno a la situación de entrevista, incide en su propio comportamiento:

–Yo antes no quería venir porque no tenía ropa para venir acá y no quería venir, tenía las zapatillas rotas y era muy tímido. Después mi familia me ayudó, me compré ropa, tuve para pagar el boleto y vine, pude hablar un montón de cosas con David que no hablé ni con mi mamá, todo con respeto.

–¿Con respeto?

–Sí, hablando bien, sin tutear, tranquilo. (Brian)

La apariencia es importante para los/as jóvenes, así como también el “respeto” a la hora de hablar. El uso del lenguaje es correcto, según la perspectiva que los/as jóvenes tienen de lo que consideran “respetuoso” los agentes del Centro de Referencia, cuando se obedecen los turnos de habla, no se tutea, se habla pausadamente y sin doble sentido (empleo de metáforas, ironías, jergas callejeras). Esa forma que tienen los/as jóvenes de adaptar la modalidad del decir al contexto en el que se produce el intercambio no es más que una estrategia enunciativa (Verón, [1988] 2004) que aspira a cumplir con las expectativas de lenguaje que los agentes tendrían, relegando sus propias expresiones, tonos y modalidades discursivas. Estrategia que pone en escena la construcción de la imagen del enunciador con aquello que dice, así como también del enunciatario o destinatario (imaginario) del discurso y puede variar a lo largo del tiempo (Verón, 1987).

Esta estrategia resulta comprensible al interior de una institución cuya finalidad es correctiva. El lenguaje no constituye una excepción y menos en las primeras entrevistas, las cuales adoptan un carácter estigmatizante posible de revertirse hacia el final del cumplimiento de la medida. Veamos otro fragmento que expresa el modo en que uno de los/as jóvenes entrevistados, que se encuentra a mitad de la medida, define la situación de entrevista como una situación incómoda e infructuosa:

Es como que venís, estás en este lugar y te quieren corregir, te quieren encarrilar, te quieren hacer entrar en razón de que lo que hiciste está mal y por eso estás acá y tenés que hacer tal y tal cosa. La primera vez que vine me dijeron que no me iban a juzgar por lo que hice ni por las cosas que hago ni por si quería cambiar o no pero que me iban a intentar ayudar y aconsejar que deje de hacer las cosas que hice porque por algo estaba acá. Me parece una pérdida de tiempo. Las cosas que te dicen son muy obvias: “que si estudio voy a aprobar”, eso ya lo sé. (Iván)

El joven se exhibe indignado de tener que acudir al Centro de Referencia. De aquí la consideración de que el paso por dicha institución es “una pérdida de tiempo”, los agentes institucionales no cumplen con su palabra y aconsejan “cosas muy obvias”. Si concebimos con Goffman que “cuando un individuo aparece ante otros, proyecta, consciente e inconscientemente, una definición de la situación en la cual el concepto de sí mismo constituye una parte esencial” ([1981] 2001: 130) podemos interpretar que la incomodidad a la que se alude en el discurso se debe a que el joven no se siente identificado con el concepto que de él tiene el equipo técnico. De hecho, en otra parte de la entrevista aparece la idea de que él “no sirve para esto” (esto es, para cometer delitos). De aquí que diga acudir al Centro de Referencia simplemente para cumplir con las disposiciones judiciales y cerrar la causa.

Sin embargo, no ocurre lo mismo en todos los casos, como cuando aparece la posibilidad de “dejar de lado el orgullo y empezar a abrir la mente”:

La primera vez que vine yo no quería saber nada, pero cuando dejás el orgullo de lado empezás a abrir la mente. Ese es su trabajo: escuchar y aconsejar a los pibes. Yo hoy les conté que me pelee con mi hermano y me dijeron que tengo de evitar la pelea. O, sino me dicen que si me tengo que desahogar que los llame a un número de teléfono y hablamos un rato. Por eso no me dejan juntarme en la calle, porque dicen que las juntas en la esquina traen conflictos. (Mauro)

Si bien algunos/as jóvenes van a los encuentros pautados, dicen lo que estiman que los agentes esperan escuchar y “siguen su vida”, el citado fragmento da cuenta de que otros/as atienden a lo que les aconsejan y orientan su conducta en el sentido que les indican. En el primer caso, podemos decir con Bourdieu que la entrevista en tanto mecanismo de comunicación orientado a la moralización no alcanza su finalidad pues constituye para los/as jóvenes un medio para un fin y, por ende, no tiene sentido en sí misma; son actos que “encuentran su cumplimiento en su cumplimiento mismo […] se realizan porque ‘se hace’ o ‘hay que hacerlo’ pero también a veces porque no se puede hacer otra cosa que realizarlos, sin necesidad de saber por qué o para quién se lo realizan ni lo que significan” (Bourdieu, 2010: 35).

En cambio, en el segundo, la entrevista adopta con el transcurso del tiempo un fin en sí mismo para el/la joven, quien se muestra capaz de “abrir la mente” en función de aquellos principios y reglas hegemónicas vehiculizados durante los encuentros. Ello lo lleva a dejar transitoriamente a un lado el conjunto de códigos y costumbres atribuidos a uno de los principales ámbitos de socialización de los/as jóvenes: “la esquina”.

Esto último es así, diría Durkheim, debido al respeto que pueden inspirar los agentes institucionales en los/as jóvenes. En sus propias palabras: “Cuando obedecemos a una persona en razón de la autoridad moral que le reconocemos, seguimos sus indicaciones, no porque nos parezcan sabias sino porque es inmanente a la idea que tenemos de esta persona una energía psíquica de un cierto tipo, que hace que nuestra voluntad se pliegue y se incline en el sentido indicado” (1982: 294). La obediencia consentida de los/as jóvenes hacia los agentes emerge, entonces, como resultado de la creencia en la moralidad, prudencia y buena fe de los agentes en tanto los traten en forma amable.

Revisemos dos enunciados de jóvenes que se hallan finalizando la medida, en los que se subraya la influencia que el paso por el Centro de Referencia ejerce en la personalidad de los/as jóvenes y la forma en que resuelven los problemas que se les presentan a diario. A la pregunta “¿De qué hablan en las entrevistas?”, responden:

En la primera entrevista te preguntan qué pasó, cómo fue que llegaste a robar pum pam. Y ya después te preguntan cómo te fue en la semana, qué hiciste, pum pam. Están para ayudarnos, para decirnos que no hagamos cosas malas. Hoy por ejemplo yo vine sin turno porque tuve un problema con unos chabones del barrio y le fui a preguntar a María qué tengo que hacer para no quedar mal y ella me aconseja. Está para cuando yo la necesite. Yo tengo el teléfono de ella, la puedo llamar, es como mi segunda mamá. Cuando estoy con ella me voy más tranquilo, puedo hablar de todo, largo todo, largo lágrimas, todo, es media amiga. (Leonel)

–Ellos te dan la confianza como para que vos te puedas liberar y contar las cosas como son. Yo con mi viejo no me llevo y con mi hermana tampoco y venir acá me sirve como descarga, yo desde que vengo me siento más tranquilo.

–Ah, ¿sí?

–Sí, hasta le conté que me escapé y nunca un retó, nunca nada, lo único que me dijo es que trate de no volver a hacerlo. Dentro de todo son buena gente. (Mauro)

Podemos interpretar sus palabras mediante la presunción de la subyacencia de dos lógicas a las que se encuentra sujeta la producción discursiva: una de liberación o “descarga” y otra prescriptiva. La primera entendemos que refiere a la exteriorización de las dolencias, angustias o conflictos a través del lenguaje, lo cual produce en los/as jóvenes un efecto de alivio. Los agentes “dentro de todo son buena gente”, consideran, porque no los/as retan por lo que hicieron, sino que los escuchan, aconsejan y “están para cuando los necesitan”. La segunda, la lógica prescriptiva, es del orden del deber y opera, en cambio, mediante la demarcación por parte de los agentes de los límites que los/as jóvenes no deben atravesar si no quieren ser sancionados: en el caso de hallarse bajo una situación conflictiva, antes de “descarrilar” deben llamar al Centro de Referencia para que los agentes institucionales les digan, cual madre o amiga, “qué tengo que hacer para no quedar mal”, etcétera.

Los/as jóvenes, por un lado, son “incentivados/as” por no decir advertidos/as en el sentido del cumplimiento de los imperativos normativos, pero, por otro, son contenidos/as emocionalmente y llevados a reflexionar, “reaccionar” o “sentirse más tranquilos”. Repasemos cómo operan las lógicas, prescriptiva y de descarga:

Quizás yo descarrilo, pero vengo acá y voy entendiendo las cosas. Me hacen entender las cosas de otra manera. Te hacen reaccionar, te hacen entender la realidad de la vida, y vos quedas diciendo “Ah, sí, es verdad”, te explican cuál es la realidad, cómo son las cosas, no como tendrían que ser, vos lo tomás como querés, lo escuchas o no. Te dan un consejo, si vos no lo haces, te perjudicas. Te dan una ayuda para que recapacites que hicistes algo mal. (Cristian)
Yo voy al psicólogo en un lugar que… no me acuerdo el nombre. Es un espacio para descargarme yo, donde van chicos como yo. Te psicologean para que hagas las cosas bien y que estudies o que hagas algún taller, o sea, que hagas algo, para mantener la cabeza ocupada. (Lucía)

Los/as jóvenes se sienten “psicologeados”: e sto es, incitados discursivamente a “hacer las cosas bien”, “aconsejados”, moralizados. El acto de “psicologear” se realizaría en forma individual por parte de un sujeto que se encuentra en una posición de superioridad por sobre otro, un “cruzado moral” (Becker, 2009: 139) que intenta imponer reglas que considera correctas por el bien del sujeto intervenido. Esta acción, dominativa (Williams, 2001), resulta poco menos que agobiante para los/as jóvenes, pero no por ello resistida. Creemos que esto es así debido a que la entructura enunciativa en que los discursos institucionales descansan fundamenta la creencia de los/as jóvenes en lo que los agentes institucionales les dicen. El dispositivo enunciativo que incita a los/as jóvenes a “agarrar o no” los consejos que los agentes les dan, “tomarlos como querés”, “escucharlos o no” les permite inferir que pretenden influir sobre ellos/as desde una posición bien intencionada y por eso los “respetan”.

Al fin y al cabo, la creencia no es más que “el nombre de un contrato que funda el lazo social” (Sigal y Verón, 2003: 253) al que los/as jóvenes apuestan a punto tal de llamar telefónicamente a los agentes institucionales para consultarles cómo proceder ante una situación concreta. Pese al tono despectivo en que se describe la actividad ejercida por los/as agentes del Centro de Referencia, los/as jóvenes aceptan ser parte del proceso introspectivo sin cuestionarlo:

David me habla demasiado, me psicologea, y yo me voy pensando que me re zarpé y no me conviene seguir haciendo esas cosas. (Martín)

–Acá, en el centro, hacen lo que pueden.

–¿Qué hacen?

–Te psicologean para que no vuelvas a hacer lo mismo.

–¿Cómo?

–Diciéndote todas cosas, tipo: “te parece bien lo que hiciste”, no te parece mejor esto, lo otro, que esto, que aquello… Y vos salís pensando: “qué boludo de haber tenido que llegar a esto”. (Mauro)

El sometimiento voluntario de los/as jóvenes al proceso de “psicologeo” se debe a que la posibilidad de “tomar como querés” los consejos, advertencias e imperativos dados por los agentes, “escucharlos o no”, “tomarlos o dejarlos”, se enmarca en un contexto coactivo (“si no lo hacés, te perjudicás”). Basado en el derecho de la autonomía moral del/la joven según el cual todas las propuestas que los agentes del Centro de Referencia hacen deben realizarse con el consentimiento de los/as jóvenes (Couso, 2006), la pedagogía moralizante a la que se subordinan puede producir en ellos efectos de arrepentimiento, moderación y armonía sobre la base de hacérseles sentir que fueron “unos boludos” y de ahora en más deben proceder de otra manera.

Si bien los /as jóvenes no se asumen como culpables en el sentido que hemos visto en el primer capítulo del libro en relación al sentido que los agentes institucionales atribuyen al proceso de responsabilidad subjetiva, hacia el final de la medida pueden sentirse efectivamente “menos alterados”, menos “bardo”, más “tranquilos”, arrogando esa transformación de la personalidad a la labor realizada por los agentes del Centro de Referencia:

–¿Cambió en algo tu vida desde que venís al Centro de Referencia?

–Para mí es lo mismo. Cambié mi forma de pensar, pero mi vida sigue siendo la misma.

–¿Cambiaste tu forma de pensar?

–Sí, demasiado.

–¿Por qué?

–Porque me hicieron pensar tanto que me taladraron la cabeza.

–¿Para bien o para mal?

–Para bien.

–Ah, ¿sí?

–Sí, cambie un montón. Yo antes cuando no me gustaba algo te discutía todo, ahora te escucho y no soy tan alterado. (Iván)

Yo cambié una banda, ahora ya no tengo líos ni nada. Ellos me preguntan cómo era yo antes y antes era un bardo, salía de joda todos los días y ahora nada que ver. Yo tenía muchas denuncias de peleas y ellos ven todo eso, pero hace dos años, nada. Ellos averiguan todo y me preguntan eso que averiguan. (Franco)

–Yo cambié una banda, de algo sirve.

–¿Por ejemplo?

–Estoy más tranquila, o sea, para bien, cumplo con lo que ellos me dicen.

–¿Y si no cumplís que pasa?

–Volvés a estar como al principio. (Lucía)

El sujeto que emerge de la intervención es un sujeto sereno, respetuoso, paciente, que al entender de otra forma las cosas, acepta haberse equivocado y trata de cambiar a fin de aprender de la experiencia traumática y no “volver a estar como al principio”, “no tener que llegar a esto”, etcétera. Al respecto, proponemos en el siguiente apartado que esos efectos de subjetivación se efectivizan, ante todo, cuando los/as jóvenes logran identificarse con alguno de los agentes del Centro de Referencia. Esto es, contar con él o ella en todo momento y confiar en su palabra, diferenciando su rol del de los jueces y del de la policía.

III. Policías y jueces como exterior constitutivo de la identidad de los/as jóvenes

El rol de los agentes institucionales es entendido por los/as jóvenes como signado por cierta ambigüedad: ¿Qué se esconde detrás de la máscara de quienes dicen no emitir juicios de valor sobre su comportamiento pero lo hacen? ¿Cuál es su verdadera función? ¿En qué medida se diferencian de otras personas e instituciones que también intentan influir sobre su conducta? ¿Por qué deberían referenciarse con ellos? ¿En verdad lo logran? Respecto de la última pregunta, postularemos que para que la referenciación tenga lugar, lo primero que debe suceder es que los/as jóvenes perciban a los agentes institucionales como estando “de su lado” en relación al límite que los separa de su afuera constitutivo (Hall, 2003). Si, como sostiene este último autor, la identidad resulta de la capacidad performativa del lenguaje en la configuración imaginaria de subjetividades que erigen al sujeto como capaz de decirse, los discursos juveniles construyen a la policía, en primer lugar, y a los jueces o “la justicia”, en segundo, como contrarios a sus intereses. De manera que para que los agentes del Centro de Referencia se conviertan en sus aliados deben poder diferenciarse de ambos.

La identidad de los/as jóvenes se constituye en los discursos mediante una relación con el otro, relacional y estratégica:

–Los del Centro de Referencia son buena gente, te tratan bien y no te faltan el respeto como la policía. David me da confianza, más que mi defensor, al resto no los conozco.

–Y, ¿a la Justicia como la ves?

–Y… no sé, como algo malo porque nunca sabés lo que te puede pasar. Por ejemplo, yo que tengo arresto, no sé qué van a hacer conmigo después. Pero bueno, también tiene su parte buena de saber que el día de mañana podés cambiar, pero lo malo es que estás encerrado. (Franco)

–¿Cómo ves a los jueces?

–A los jueces los veo mal pero cuando sale algo como el CDR, para ayudar, me parece bien.

–¿Para qué está el Centro de Referencia?

–Para darte una oportunidad. Para mí dentro de todo está bien porque la mayoría de toda esta gente no quiere ver a un pibe en un instituto mientras lo pueda ayudar. (Mauro)

Los/as jóvenes manifiestan que, aunque al principio “no quieren saber nada”, con el transcurso del tiempo y de las entrevistas, advierten que los agentes del Centro de Referencia no son como la policía: no les “faltan el respeto”, les inspiran confianza. Tampoco son como los jueces, a quienes ven “mal” debido a que les producen “incertidumbre jurídica” en la aplicación de la ley (Alvarado Mendoza, 2015: 79). En cambio, los agentes del Centro de Referencia aparecen como “gente” que se propone ayudar a los/as jóvenes y cuya intención no es “verlos en un instituto” sino darles “una oportunidad”. A ello se debe que puedan sentirse interpelados. Pese a que los agentes institucionales actúan subordinadamente a los jueces, en los discursos juveniles no se los identifica con ellos, al punto de designarlos como “defensores” de los/as jóvenes:

–¿Estás con psicólogos acá?

–No, estoy con mi defensora. Bah, no, no sé si es mi defensora, se llama Irma. Vendría a ser algo así como mi defensora, me da consejos, me dice las cosas que tengo que hacer. (Agustín)

El discurso exhibe la confusión entre el rol de la operadora y la abogada defensora debido a la orientación que los agentes institucionales proveen a los/as jóvenes en cómo proceder en el transcurso de la medida, pero, sobre todo, porque se ha constituido entre ellos una relación de confianza. El rol del agente institucional se diferencia del de todos aquellos que “no ayudan”, son moralmente incompetentes, pero tienen el poder de disponer de los/as jóvenes en forma selectiva, ejercen malos tratos hacia ellos/as, les generan aversión, resentimiento e impotencia (como la policía y los jueces). Al respecto, sostiene Matza (2014), las incoherencias que a menudo suscitan los procedimientos judiciales y, en particular, la confesión, como mecanismo típico de constitución de la evidencia que suele recaer sobre el miembro más débil de los que participaron de un delito genera una sensación de injusticia.

La desconfianza hacia los/as jueces es un elemento recurrente. El discurso judicial no los/as interpela puesto que se concibe a los jueces como aliados de la policía, aquellos que no sólo no cuidarían a los/as jóvenes, sino que les “tiran a quema ropa”. Los jueces son míticamente construidos, entonces, como enemigos implacables, antagonistas, figuras depositarias de una diferencia o negatividad radical (Laclau, 2010) que opera produciendo la identidad de los/as jóvenes en relación con la representación invertida de cómo ellos los imaginan. Veamos tres enunciados más en torno al sistema de administración de justicia que producen discursivamente una alteridad contra la cual el sujeto de la enunciación afirma su identidad:

–¿A la Justicia cómo la ves?

–Una mierda. (Lucía)

No sé, ¿qué querés que te diga?, porque a veces el que mata está afuera y el que roba un caramelo está adentro. A mí la justicia no me ayudó, el que me ayudó fue David: me dio muchos consejos, me habla tranquilo, todo, es buena persona. (Martín)

Mi hermano está preso por robo hace 4 años y no lo dejan salir. La policía te manda a robar para ellos y están acá a la vuelta verdugeandote, haciéndote trabajar para ellos. Esa es la justicia. Yo tengo un amigo que está preso de onda porque le dijeron, “eh no te animás a robar un sanguche de milanesa”, y era re buenito él. Fue y no lo vimos más, en Olmos está. Esa es la justicia: una mierda. A la justicia no le importa nada, yo sé que los chicos se equivocan, pero no tienen derecho a cagarte la vida, nadie tiene derecho a cagarte la vida. La policía te tira a quema ropa y la justicia los cubre. En cambio, ¿a nosotros? Nadie nos cuida a nosotros. (Leonel)

La sensación de injusticia en relación a los jueces se alimenta también del odio –no cabe otra palabra- de los/as jóvenes hacia la policía. Los discursos juveniles reúnen sobrados ejemplos que homologan la función criminalizante de ambos agentes en contraposición al conjunto moral en el que se reconocen los/as jóvenes sobre la base de valores e ideas contrapuestas. Como sostiene Matza, (2014), la selectividad de los procesos a los que son sometidos al ser sospechados de cometer un delito, las “causas inventadas” o las detenciones arbitrarias que se multiplican luego del primer arresto, imposibilitan a los/as jóvenes la creencia en la administración estatal de justicia.

Ahora bien, el antagonista por excelencia de los/as jóvenes es la policía:

Hay un policía, un gordito que entrenaba con otros enfrente de mi casa, y a nosotros como nos juntábamos en la esquina nos daba gracia. Yo no, pero los otros lo descansaban. Entonces, cada vez que nos paraban nos querían encontrar con algo, nos revisaban. Hay uno que me quiere pelear, un gordo grande. Ese cada vez que caigo me hace estar dos o tres horas detenido, ahí, por nada. Me boludea: “sacate la visera, ponete la visera, sacate la visera, ponete la visera pum la visera al piso”, ¡es para matarlo! “¿Qué? ¿Me estás descansando?”, le digo. El chabón tiene como 20 años, yo le digo: “soy menor, soy menor” y él me dice: “no me importa que seas menor, te voy a cagar a palos hijo de puta”. Entonces, ahí le contesto. Me invitó a pelear una banda de veces, pero ya fue, es enorme. O sea, miedo no le tengo pero que son malditos… El otro día me paró, me pidió documentos y me dijo: ¿qué querés?, ¿qué te lleve? “No”, le digo. “Bueno, tomatelas”. “Bueno, hábleme con respeto”, le dije. “Te voy a meter un tiro en la panza”, me respondió y yo le pregunte que por qué me paraba si yo no tenía nada. “Porque vos mirás mal”, me dijo. Pero bueno, si es policía, ¿cómo quiere que lo mire? (Lucas)

La anécdota da cuenta de los procesos de hostigamiento, criminalización y sujeción punitiva (López, 2017) a los que los/as jóvenes son sometidos en forma cotidiana, sumado al riesgo siempre presente de muerte en manos de la policía (Tonkonoff, 2001: 178). La diversidad de maltratos y modos de humillación diarios de los agentes policiales hacia los/as jóvenes se realiza “en nombre de la prevención” bajo sospechas generalmente infundadas y se incrementa a medida que el tema de la inseguridad ocupa un lugar privilegiado en la agenda pública (Kessler y Dimarco, 2013a.: 98). Discriminaciones, arbitrariedades y violencias que descansan (y se activan) sobre la base de visiones compartidas en torno a los/as jóvenes de sectores populares urbanos como menores violentos e irracionales (Montero, 2013). Y en los que se monta el sentimiento de rivalidad hacia su más hostil adversario. Veamos un fragmento que expresa la sobre-estigmatización (Domeneghini y Kaler, 2016) que sufren los/as jóvenes por su vestimenta:

Yo con la policía no tengo problema, nada, o sea, ellos son los que tienen problemas conmigo. Se fijan como uno se viste. Yo no sé cómo me visto, yo me visto como puedo. (Agustín)

Lo que los/as jóvenes no son ni serían es policías. Son ellos sus “mayores enemigos” (además de la justicia), por eso no pueden evitar mirarlos mal (“¿si es policía cómo quiere que lo mire?”) y aunque dicen no tenerles miedo como actitud moral (Gentile, 2015) saben que no pueden darles pelea porque “son malditos” y evidentemente, tienen muy pocas chances de ganar (“te voy a meter un tiro en la panza”). O, “los empapelan”:

A mí me armaron una causa los de la comisaría Libertad. ¿Sabés que me gustaría hacer algo? Pero no puedo, no les puedo hacer nada, ellos me empapelaron a mí y no fueron con la razón, fueron al reboleo. (Brian)

El “reboleo” o arbitrariedad con que la policía actúa hacia los/as jóvenes y la justicia certifica impide, entonces, su inclusión como parte del nosotros. A través de la denominación de lo que los policías son, los discursos juveniles materializan la posición subjetiva a la que adhieren, temporaria y contingentemente los/as jóvenes, y la reafirman. Rige como imperativo entre ellos/as el hecho de no “arreglar” con la policía pese a las “técnicas punitivo premiales” mediante las cuales esta última apunta a gobernar el territorio (López, 2017):

Nuestro mayor enemigo es la policía, están re maleducados. Te mandan a robar, te piden la plata y te dicen “nene, tómatelas, corré”. (Leonel)
Para mí la policía es una basura, porque no te ayuda en nada, son más corruptos que los delincuentes. Te ponen a vender droga para tener sus ganancias, ponele, ellos saben que vos vendés droga y que no estás vendiendo para la policía, lo agarran, lo revientan, le sacan toda la droga y lo meten preso. Y encima la droga que le sacaron se la dan para que la venda otro. (Cristian)

–¿La policía les dice de hacer trabajos para ellos?

–Sí, pero yo no voy. Yo con la policía no me quiero ni cruzar, no arreglo ni loco. Con la policía nunca o voy preso o me hago matar. (Mauro)

Los/as jóvenes prefieren “ir presos o hacerse matar” antes que aceptar ser usados y estafados por los agentes policiales: enviados a robar y luego despojados de lo obtenido en el robo. Conocen su juego y se resisten a formar parte de él, no sólo porque saben que salen perdiendo sino porque no aceptan ni respetan los parámetros morales que los policías manejan. Su conducta es entendida como “más corrupta que la de los delincuentes” y por eso los conciben como “re maleducados”, “una basura”. Esa frontera producida en los discursos juveniles en torno a la policía ratifica los límites simbólicos que constituyen la identidad de los/as jóvenes precisamente por lo que les falta, por la diferencia: los/as jóvenes no son como ellos: “maleducados”, “corruptos”, “malditos”, “basura”.

Antes de pasar al siguiente apartado nos gustaría señalar con Hall que las prácticas discursivas juveniles contra los jueces y la policía se erigen en espacios culturales de resistencia y oposición que abren un surco para la intervención mediante la “profundización, dislocación o desarticulación de las prácticas que las mantienen constantemente en lugares subordinados” (2017: 243). Prácticas que, al nombrar, por ejemplo, a los policías como “más corruptos que los delincuentes” ponen de relieve el imaginario socio-simbólico de oposición hacia ellos que, aunque no se halla generalizado en el resto de los miembros de la sociedad, puede constituir la arista desde donde construir contrahegemonía. Aquí late una cultura de oposición (Hoggart, 1957) que opera sobre la base de valores y creencias distintas de la hegemónica por parte de jóvenes destinatarios de las más crudas prácticas de agresión psicológica y física.

IV. Responsabilidad penal juvenil. Estrategias enunciativas, técnicas de neutralización y relato de historias

Luego de preguntar a los/as jóvenes por el modo en que se trabajaba la cuestión de la responsabilidad penal durante las entrevistas en el Centro de Referencia, teníamos idea de pasar a preguntarles por sus responsabilidades (sociales, culturales, políticas) pero antes necesitábamos saber qué idea de juventud tenían: ¿cómo percibían al sujeto joven en el marco de sus repertorios experienciales y sus trayectorias de vida? ¿Cómo se pensaban a ellos/as mismos en relación con las características atribuidas a tal sujeto? ¿Se proclamaban como jóvenes? ¿Cómo menores? ¿Cómo adultos? ¿Qué vínculo podía establecerse entre el discurso juvenil en torno a la juventud y el discurso de la responsabilidad juvenil históricamente asociada al castigo penal?

Para arribar a dichos interrogantes, la primera pregunta que les hicimos fue: “cómo ves a los jóvenes hoy”, la cual en ocasiones suscitó repreguntas pidiendo que especifiquemos más lo que queríamos decir con ella y ante lo cual tratamos de responder en forma relativamente ambigua: “a la juventud, me refiero: ¿cómo la ves?”, por ejemplo. Nos interesaba obtener la respuesta más espontánea posible de una pregunta amplia para ver qué significados emergían:

A los pibes los veo un poco arruinados. Los menores no tienen conciencia de lo que hacen aunque no siempre se merecen una segunda oportunidad. Si un nene de 13 años vive en la calle puede ser mucho más maduro o tener la misma madurez que uno de 35 que siempre tuvo todo. Es según cómo pasó su vida. (Cristian)

Los jóvenes están en cualquiera. Están ahí, bardeando, le tiran piedras a un colectivo y aunque sean chicos saben lo que están haciendo, pero si los agarrás a tiempo los encaminás, tienen la mentalidad fresca, no como a un adulto. (Ivan)

Los guachos son re atrevidos, los menores te estoy hablando, un pendejo es más atrevido que un señor grande, es peor, un pendejo es más maldito, cuando sos pendejo no te importa nada. (Martín)

El significante de juventud se utilizó intercambiablemente con los siguientes: “los pibes”, “los chicos”, “los guachos”, “los nenes”, “los menores”. La imagen de juventud construida si bien refirió a jóvenes de un círculo o subcultura cercana o propia, no fue unívoca.[2] Considerando que en un discurso hay siempre varias materias significantes operando de distintos modos (Verón, 1997), podemos decir que por momentos, los relatos se enmarcaron en una matriz positivista, dando cuenta de un sujeto irracional (al que “no le importa nada”, que “no tiene conciencia de lo que hace”) y ofensivo (“atrevido”, “maldito”, “bardero”); y por otros, se produjeron desde una concepción clásica, describiendo a un sujeto que “aunque sea chico tiene conciencia de lo que hace” y, si ha tenido una vida sufrida, puede ser maduro como un adulto.

Discursos yuxtapuestos en línea con el imaginario simbólico hegemónico que desde la instauración del modelo de acumulación neoliberal ha promovido, principalmente en los medios de comunicación masiva, la correlación entre los significantes de minoridad y delito (Contursi, Brescia, Constanzo y Contursi, 2009; Fernández, 2012). En las sociedades contemporáneas, más que al control del grupo mínimo de infractores de la ley (Tonkonoff, 2003b.) estos discursos se orientan a la construcción de consenso en torno a la necesidad de castigo (Galvani et al., 2010). De hecho, la politización de microdelitos (Pegoraro, 2015) como casos de inseguridad (Calzado, 2009; Martini, 2009) tiene lugar en simultáneo al incremento de las tasas de criminalización de jóvenes pobres (Kessler, 2009) y la simultánea tolerancia social con la que cuentan los delitos económicos (Pegoraro, Op. Cit).

Y, a la vez, dentro de los sujetos de castigo la individualización de la pena tiene una mayor carga criminalizante en jóvenes que “por haber vivido en la calle tienen mayor madurez que uno de 35 que siempre tuvo todo” -en términos de uno de los entrevistados- que en aquellos/as jóvenes que tienen mayores ventajas económicas, elementos de socialización y derechos ejercidos (Couso, 2006). Estos jóvenes, sostiene Gentile (2009) en un estudio sobre un centro de día inaugurado en 1992 sobre la base de las definiciones de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, si bien muchas veces viven como una pérdida el hecho de vivir en la calle por la incertidumbre aguda que les genera la dificultad para prever lo que pueda acontecer en sus vidas, otras la ven como una oportunidad para transformar el destino de precariedad que predomina en el ámbito familiar.

Si bien heterogénea, lejos está esta concepción de juventud de ser pensada en los discursos juveniles en términos de vulnerabilidad, como sucedió en el caso de los agentes del Centro de Referencia, sino más bien al contrario: la calle permitiría madurar anticipadamente, gestar una personalidad “atrevida”, “maldita”, “bardera”. Ahora bien, en los discursos juveniles ese tipo de personalidad no aparece reivindicada ni hecha emblema (Reguillo, 2000). Como podemos ver en el siguiente relato, se atribuye más bien a la depresión en la que estarían inmersos “los pibes” así como también a la ambición de poder:

Cuando sos joven no te importa nada, hoy en día es así. Están muy perdidos hoy los pibes, están muy deprimidos, se quieren llevar el mundo por delante y no es así, sienten que tienen el poder por tener droga o tener mujeres, pero en realidad el poder lo tiene el más grande, eso no es el poder. (Lucas)

El enunciado según el cual los/as jóvenes se hallarían deprimidos constituye un invariante discursivo entre los discursos juveniles y los discursos institucionales. Por su parte, hemos de señalar que, si bien no habíamos formulado la pregunta por la punibilidad, emergieron argumentos tales como “los menores no tienen conciencia de lo que hacen”; “saben lo que están haciendo, pero si los agarrás a tiempo los encaminás”; “no siempre se merecen una segunda oportunidad”, etcétera, como respuesta a la pregunta “cómo ves a los jóvenes”. Dichos enunciados, por un lado, asocian el significante de juventud al de minoridad y éste, a su vez, al de responsabilidad penal, entendido como la identificación de las consecuencias penales de transgredir la ley. Y, por otro, diferencian el significante de juventud del de “el más grande” o “los grandes” tanto por su cuota de poder, la mayor claridad de las consecuencias penales de la transgresión y la menor moldeabilidad de “la mente” de los adultos en relación a los/as jóvenes.

Estos últimos son construidos como sujetos integrables al orden simbólico, con una mentalidad flexible, “fresca”. Un sujeto que si bien es consciente de sus propios actos, muchas veces es usado por los adultos de un modo similar a como lo hace la policía, y que no siempre acaba por identificar claramente las consecuencias judiciales y penales de la trasgresión:

–Los pibes están ahí tranqui y la mayoría de la gente los utiliza.

–¿Qué pibes?

–Los menores, hoy por hoy están re tranquilos. Con la policía que puso Macri están todos mansitos sentados en el árbol.

–¿Para qué los utilizan?

–Para tener su moneda. Mismo cuando los grandes están armados, te dan las armas y te vas, porque la policía no te puede revisar. El menor siempre cree que no le va a pasar nada porque es menor pero después resulta que no es así. (Mauro)

Estar en un instituto es feo, es peor que estar en cana. Cuando caí me explicaron que por ejemplo me dan 8 años y si estoy en un instituto de menores y estoy a punto de cumplir 18 y cumplí dos años el resto los tengo que cumplir en el penal. Yo no sabía eso, pensaba que a los 18 ya salía. (Agustín)

Los /as jóvenes saben que la transgresión suscita consecuencias, pero creen que no irán presos o que saldrán de los centros cerrados al cumplir la mayoría de edad. Sin embargo, al ser detenidos, juzgados y derivados a instituciones de castigo aquella idea de que “no les va a pasar nada” parecería revertirse. Considerando que los adultos conocen lo que les puede pasar, emerge la denuncia en torno al abuso ejercido por ellos hacia los menores cuando se planea un robo y los atrapan. Sobre todo, si en tal momento los adultos les traspasan armas. Es allí cuando la creencia se revierte pues los/as jóvenes son sancionados de diversos modos.

Ahora bien, antes de pasar al tema del castigo quisiéramos aclarar que el hecho de que los/as jóvenes conozcan que la infracción a la ley es un acto “malo” que genera consecuencias (aunque no siempre supongan que éstas son tan severas como el hecho de ir preso) no quiere decir que en el transcurso de las entrevistas que mantienen con los agentes del Centro de Referencia lo reconozcan, siempre y en todos los casos. Es que los/as jóvenes tienen en claro que durante tales encuentros no pueden hablar con total libertad, que hay algunas cosas que les conviene evitar contar y otras que es preferible relatar en un sentido que los “des-responzabilice” del hecho que se les atribuye. Como diría Pêcheux: “lo que funciona en el proceso discursivo es una serie de formaciones imaginarias que designan el lugar que A y B atribuyen cada uno a sí mismo y al otro, la imagen que ellos se hacen de su propio lugar y del lugar del otro” (1984: 54).

En tal sentido, muchas veces los/as jóvenes ponen en juego su “capacidad de ficcionalidad, la máquina de contar historias” (Axat, 2014: 180), lo cual, si bien no siempre alcanza a ser verosímil para los agentes institucionales, posee efectos positivos para las subjetividades infractoras. A través del empleo de técnicas de neutralización de la responsabilidad (Matza, 2014), los/as jóvenes rechazan la violación de la norma sin dejar de creer en ella[3]:

–Cuando ellos me preguntaron sobre el hecho yo les dije que en esa época estaba muy drogado, como para zafar, y entonces me mandaron mucho al psicólogo.

–¿Era verdad?

–No, como que me quise cubrir, pero yo era responsable de lo que hacía, sabía todo, era consciente.

–¿Te ayudó a la causa decirles eso?

–Decirles eso me benefició porque ponele que yo no sabía lo que hacía, pero lo malo es que tengo que ir al psicólogo y me hacen preguntas de si me sigo drogando y les digo que ya no me drogo más y se la corto ahí, sigo mi vida.

–¿Te creen?

–No. (Franco)

Más allá de la actuación de los/as jóvenes para cumplir con los estándares ideales que implican abstenerse de contar acciones incompatibles con lo que esperarían escuchar los agentes del Centro de Referencia, nos interesa sondear en torno al citado enunciado, la estrategia que representa: ¿Se puede pensar que la enunciación del hecho de estar “drogado” durante el momento del delito señala en el discurso la propia condición de dominación de los/as jóvenes (Alabarces et al., 2008)? ¿Cuál es el principio inconsciente y sistemático que estructura la discursividad? ¿Se puede hablar de un cálculo estratégico tendiente a razonar conscientemente la operación que el habitus efectúa de otra manera? (Bourdieu, 2010: 87).

Podemos postular, en tal sentido, la emergencia en el discurso de cierto cálculo estratégico en torno a la información (qué mencionar y qué ocultar) en el marco de la situación de entrevista y el contexto institucional de referencia. Las estrategias enunciativas (Verón [1988] 2004) empleadas, intentan incidir sobre el destino de los/as jóvenes mediante la construcción de una imagen compatible con la que creen que los agentes institucionales valoran como buena. De esta forma, se busca inclinar las relaciones del poder simbólico situándose el sujeto de la enunciación en una posición reflexiva. Esto no significa que se logre, de hecho, los discursos juveniles señalan que generalmente los/as jóvenes no consiguen generar efectos de creencia en los agentes institucionales. Como Franco, que se halla cercado por su propia máscara. Al menos durante el inicio de la intervención de la que está siendo objeto. Máscara que, por su parte, no creemos posible despejar pues, ¿acaso es posible acceder a la estructura del discurso más allá de la posición a partir de la cual el actor es reflexivo?

Así las cosas, nos interesaba indagar a qué edad consideraban los/as jóvenes que debía pautarse la edad de punibilidad, cuál era la relación emergente entre el castigo y la edad en los discursos juveniles y cómo se justificaba. Proseguimos, entonces, indagando a los/as jóvenes sobre la edad de punibilidad.[4] Cuestión que nos parecía de suma importancia develar en razón de que, como sostiene Eisenstad (1956), la conciencia de la propia edad por parte del sujeto constituye un elemento socialmente integrador mediante su influencia en la auto-identificación, al tiempo que la categorización de sí mismo como miembro de una etapa contribuye a forjar las expectativas de autopercepción en relación con los otros.[5]

Podemos dividir los discursos emanados ante dicha pregunta en tres grandes grupos: el primero, de aquellos que mantuvieron la idea según la cual el límite en la edad de punibilidad debía mantenerse tal como en la actualidad (en que un joven es mayor desde los 18 años pero punible desde los 16); el segundo, de aquellos referidos a la punibilidad como un tema que no dependía de la edad sino del tipo de delito cometido y de la madurez del transgresor; y un tercer grupo, de aquellos que propusieron elevar el límite de la edad de punibilidad a los 20 y 25 años. Veamos tres enunciados que sostuvieron que la edad de punibilidad debía mantenerse tal como está:

–Lo que se hace riendo, se paga llorando. Te lo digo porque tengo a mi hermano preso hace 3 años, entró a los 18 y tiene 21.

–Y, considerando la experiencia de tu hermano, ¿a qué edad crees que sería justo que sea punible un joven?

–A los 16.

–¿Por qué?

–Porque ya es grande y tiene que pagar por lo que hizo. (Leonel)

–Para mí a los 18 si robás tenés que ir preso porque esa persona no va a cambiar, se la tiene merecida, siempre va a hacer lo mismo.

–¿Se la tiene merecida?

–Sí, porque la gente se mata laburando para que venga un boludo y te saque las cosas. (Lucas)

–Para mí a los 18 está bien que un pibe vaya preso porque ya sabes lo que haces a esa edad. Yo con el pibe que salí era más grande que yo y nosotros ya sabíamos a qué salíamos cuando salimos y lo que nos podía pasar. El pibe estuvo en un instituto, salió y ahora está en la cárcel.

–¿Volvió a caer o lo pasaron?

–Volvió a caer porque uno no reflexiona. (Mauro)

Existen, por un lado, un conjunto de enunciados que afirman que el/la joven transgresor de 18 años es un sujeto que debe ir preso pues su accionar atenta contra “gente que se mata laburando”, de manera que “se la tiene merecida”. Ley del talión, si el joven pudiendo haberlo evitado, cometió el delito, merece un castigo penal capaz de compensar el daño socialmente ocasionado en función de la gravedad del mismo (lógica de la pena merecida).

Este sujeto no sería un delincuente sino “un boludo” (un inmaduro), alguien que comete un delito en un contexto de “risa” y luego de “caer” “no reflexiona”, de manera que difícilmente cambie. Los enunciados juveniles que aseveran, por ejemplo, que “a los 18 si robás tenés que ir preso porque esa persona no va a cambiar, se la tiene merecida, siempre va a hacer lo mismo”, se enmarcan en la matriz soberana de discurso, según la cual el transgresor debe ser excluido de la sociedad, dando cuenta de la perdurabilidad en los discursos juveniles de la “sombría fiesta punitiva” (Foucault, [1976] 2010a.: 17).

Estos discursos punitivos erigidos sobre la base de la lógica de la pena merecida, se articulan con un segundo grupo de enunciados correspondientes a la matriz de discurso clásica, tales como: “Para mí a los 18 está bien que un pibe vaya preso porque ya sabés lo que hacés a esa edad” o a los 16 es justo que un joven sea punible “porque ya es grande y tiene que pagar por lo que hizo” con sufrimiento (“llorando”). Estos discursos se estructuran mediante una lógica (clásica) según la cual el infractor es tenido por un ofensor que sabe lo que hace (es racional) y puede concebir las consecuencias de la transgresión penal. Pese a que la decisión de salir a cometer un delito es tomada en un contexto “de risa” en el cual “no te importa nada”, ya sea por estar bajo los efectos de la droga, la depresión o la ambición de poder, si el hecho es consumado, debe tener consecuencias.

Pese a la carga evidentemente criminalizante de los antedichos enunciados la mito-lógica (Tonkonoff, 2011a.) en que se estructuran, lleva a que en ningún momento se proponga bajar la edad de punibilidad. Sin embargo, hemos visto que ante la pregunta por las consecuencias que debería tener el delito contra la propiedad cometido por un joven de 18 años, los discursos juveniles convinieron que el transgresor merecía el encierro.

En relación a casos de homicidio, los discursos juveniles también aseveraron que era justo que el joven menor de 18 años fuera preso. Estos fragmentos corresponden al segundo grupo de enunciados articulados por la matriz de discurso clásica, según la cual la punibilidad depende del tipo de delito cometido, y la lógica de la pena merecida, según la cual el castigo debe ser proporcional al daño ocasionado más allá de la edad del transgresor:

No pasa por la edad, pasa por lo que hagas: si alguien mata, merece el encierro, pero si no hizo tanto daño puede hacer tareas comunitarias o ir al psicólogo. (Martín)

–Para mí la edad no tiene nada que ver, depende del caso. Alguien mayor tiene en el bolsillo droga y va preso, en cambio un menor mató y quedó inimputable porque es menor y encima vino acá –al Centro de Referencia- un par de veces y ya está. Por eso, es depende de lo que hizo la persona. Cuando te estás mandando una cagada por más chiquito que seas, sabés que está mal.

–¿Qué hay que hacer entonces?

–Si el pibe tiene 16 años y robó una bicicleta no lo vas a mandar en cana pero si mató tiene que estar acompañado con un equipo psicológico y en rehabilitación en una granja. (Iván)

Depende de lo que hagas y de la madurez de la persona. Puede ser que una persona de 18 años no entienda nada y quizás un menor de 17 años que sabe cómo es la vida, la vivió y se chocó un montón de veces contra la pared, comprende más las cosas Al salir, se especula mucho. Yo por ejemplo tengo 15, voy a salir a robar un celular porque yo sé que dentro de un rato salgo y el mayor dice para qué me voy a robar un celular, que vaya a robar un supermercado si es lo mismo. Igual nadie te obliga, vos vas viendo la realidad de la calle, las cosas y si a vos te gusta lo tomas y si no lo dejas, siendo menor o siendo mayor. (Cristian)

Los/as jóvenes que afirman que la punibilidad no se relaciona con la edad sino con el tipo de delito (derecho penal de hecho) y con la madurez del infractor (derecho penal de autor), se sostienen sobre la base de los mismos argumentos del primer grupo de enunciados, erigidos sobre la matriz de discurso clásica en articulación con la lógica de la pena merecida sólo que conciben el grado de madurez del infractor como atenunate o agravante de la pena: pasa “por lo que hagas”, por la cantidad de daño hecho, se esboza en sintonía con la matriz de la defensa social, pero “nadie te obliga”, depende de “la madurez de la persona” (derecho penal de autor). A la hora de decidir si salir o no, robar un celular o asaltar un supermercado, sería más “maduro” (esto es, consciente de que te “estás mandando una cagada”) quien “se chocó un montón de veces contra la pared” respecto de quien no, pero en todos los casos, “por más chiquito que seas, sabés que está mal”, se asevera. De modo que sería justo que se le aplique un castigo.

Por último, veamos un tercer grupo de enunciados que señalan la necesidad de elevar la edad de punibilidad a los 20 y 25 años:

–¿A qué edad te parece a vos que tendría que ir presa una persona por cometer un delito?

–A los 20, la edad de imputabilidad tendría que estar más alta porque a los 18 sos chico todavía. De 17 a 18 mucho no cambia nada. (Lucía)

–A los 25 porque en esa edad ya saben lo que hacen. Un pibe de 25 sabe más que uno de 15.

–¿Cuál es la diferencia?

–Que el de 25 va a pensar dos veces lo que va a hacer. En cambio, el de 15 se toma un vino y quiere salir a robar. Se pierden, son pibes que no saben los códigos y si los meten adentro, no se la bancan. (Brian)

Una de las cuestiones que influiría en “pensar dos veces lo que vas a hacer” sería la edad y otra, el estado previo a “salir a robar” (alcoholizado o “perdido”). Las consecuencias legales del delito y los códigos de la criminalidad serían advertidos con mayor claridad a mayor edad y en un estado que no obstruya el libre accionar de un individuo capaz de decidir y adherir a los valores morales vigentes en la sociedad. Considerando con Eisenstad (1956) que las expectativas de los roles que ejercen los miembros de una sociedad en cada grado de edad constituyen una serie y sus rasgos sólo pueden comprenderse en su relación con las otras edades, podemos decir que los patrones de comportamiento propios de la infancia se distinguen en los discursos juveniles de los de los/as jóvenes/adultos de 20 y 25. Lo hacen, en primer lugar, porque los/as jóvenes de mayor edad medirían mejor las consecuencias (penales) de sus actos y, en segundo lugar, porque conocerían los códigos predominantes en las instituciones de encierro penal y “se la bancarían” más; a diferencia de los más “chicos”.

Para que los /as jóvenes abandonen su condición de “chicos” y “maduren” deberían, entonces, poder decidir salir a robar no en una situación de deriva (Matza, 2014) sino de planificación y reflexión previa al acto, lo cual supone adhesión a la tarea delictuosa, el rol de infractor y el sistema de valores en que se apoya el mundo del delito. Como veremos en el siguiente capítulo, los/as jóvenes entrevistados no pertenecen a él ni poseen un estatus social pleno o específico pues se hallan en una edad de transición, la adolescencia, en la que la definición de la identidad presenta mayor inestabilidad que en otras etapas.

V. Notas de salida

Los usos que los/as jóvenes hacen de la retórica institucional y comunitaria dan cuenta del modo en que se construyen como sujetos en relación con los agentes del Centro de Referencia y de la comunidad. En tal sentido, muchas veces miden sus propias palabras, su vestimenta, sus tonalidades, sus movimientos, en un escenario prescriptivo que los lleva a introducir gestos calculados. Y muchas otras, actúan inconscientemente un habitus. Considerando que para disputar el sentido se necesita una subversión cognitiva y valorativa capaz de cuestionar las categorías de percepción dadas por el habitus (Bourdieu, [2000] 2001), este capítulo indagó el modo en que significantes aparentemente contradictorios se rearticularon en los discursos en torno a la responsabilidad, la juventud y el castigo así como las estructuras lógicas que hicieron posible el ejercicio de estrategias (Bourdieu, ([2007] 2010) y efectos de creencia (Verón, 2003).

Uno de los aspectos más interesantes que divisamos en relación al tránsito de los/as jóvenes por el Centro de Referencia fue que las entrevistas que mantienen con los agentes institucionales, si bien no son formalmente terapéuticas, son construidas en los discursos juveniles en esos términos. Creemos que allí reside el meollo del problema de la responsabilidad juvenil que se promueve en la institución, en torno al cual quisiéramos dejar sentadas una serie de preguntas.

Nos referimos al fenómeno social que en los discursos institucionales se denomina “responsabilidad subjetiva” y en los discursos juveniles se identifica mediante la alusión al significante de “psicologear”. Si es cierto que “colocar una palabra por otra es cambiar la visión del mundo social, y por lo tanto, contribuir a transformarlo” (Bourdieu, 2008: 2), nos preguntamos: ¿Qué conflictos y complicidades juveniles oculta el significante “psicologear”? ¿A qué tipo de experiencias compartidas remite? ¿En qué sentido su trazado interviene en la disputa por el poder simbólico?

Dicho significante se enuncia, ante todo, durante una primera etapa que identificamos en la relación entre los/as jóvenes y los agentes del Centro de Referencia. En esta etapa los/as jóvenes dicen sentirse “psicologeados” por los agentes institucionales, esto es, manipulados y hasta aturdidos por sus “consejos” y preguntas. De aquí que sostengamos que la designación de la categoría psicologear no es ingenua. Esconde cierta burla que desacraliza, en la enunciación, las técnicas de responsabilización a través del diálogo que emplean los agentes institucionales, pero también cierta bronca por parte de los/as jóvenes al tener que atravesar la medida alternativa a la privación de libertad (asistir regularmente a los encuentros pautados, hablar de lo sucedido con personas desconocidas, darles explicaciones de su accionar diario, tratar de conformarlos con lo que digan, etcétera).

Pese a esta situación de desconfianza que se da al inicio del proceso, hemos propuesto la emergencia de una segunda etapa en la que a medida que los/as jóvenes establecen un vínculo con algún integrante del equipo técnico-profesional, pueden moderar la actitud inicial de rechazo. Los/as jóvenes pueden incluso llegarlos a identificar como a uno más de los suyos, en contraposición a la policía y a los jueces. Ambos, policías y jueces, son montados como alteridades radicalmente opuestas a los/as jóvenes: antes de “arreglar” con ellos, los/as jóvenes dicen preferir ser privados de libertad e incluso verse muertos. El principal enemigo construido es, entonces, la policía, por las experiencias cotidianas criminalizantes a las que los someten y los casos de “gatillo fácil” que han cometido contra conocidos, familiares y amigos. Y, en segundo lugar, los jueces, quienes, si bien les habrían otorgado una “oportunidad”, poseen un poder autoritario, selectivo y secreto sobre el destino de los/as jóvenes que les produce desconfianza.

Cuando los/as jóvenes perciben a los agentes institucionales como diferentes de ellos, están dadas las condiciones para que se produzca la creencia: “el nombre de esa duración en la que el don espera el contra-don, el reconocimiento entraña la confianza, la deuda reenvía al crédito” (Verón, 2003: 253). La creencia se produce como resultado de la emergencia de invariantes discursivos que revelan la gramática de reconocimiento empleada en los discursos juveniles (en relación a sus condiciones productivas) respecto de los discursos institucionales y comunitarios. Dichos invariantes emergieron en relación a los significantes de ayuda/ acompañamiento y oportunidad, esbozados desde una matriz de discurso clásica y actuarial en forma yuxtapuesta.

Respecto de los cambios en la personalidad, los discursos juveniles señalaron la transformación en la forma de proceder “impulsiva” de los/as jóvenes, así como la contención emocional que luego de las conversaciones con los agentes institucionales les permitiría sentirse aliviados. Jóvenes que han llegado a quebrarse hasta las lágrimas por detrás del frío escritorio de la oficina donde son recibidos y que valoran el espacio de entrevista como beneficioso.

Sobre dicho espacio hemos propuesto la emergencia de dos tipos de lógicas: una prescriptiva y otra de descarga. La primera refiere al proceso por el cual los agentes institucionales indican a los/as jóvenes, en un sentido moralizante, cómo deben proceder ante los conflictos y malestares relatados (lo que los/as jóvenes denominan “psicologear”). La segunda, en cambio, permite la remoción mediante el diálogo de aspectos traumáticos y decisivos de las historias de vida de los/as jóvenes, así como también de sentimientos de bronca y frustración por las vivencias que han tenido que atravesar. El espacio de entrevista se erige, así, en una suerte de caudal por el que transita la angustia de los/as jóvenes por no saber cómo seguir después del asesinato de un amigo por la policía o la impotencia de ver que por más que quieran “hacer las cosas bien” esta última los “verduguea” y persigue por cómo están vestidos, con quienes se reúnen, cómo hablan, etcétera.

El proceso de entrevista, atravesado por estos dos tipos de lógicas, puede conducir a los/as jóvenes a la comprensión de su propia situación “desde otro lugar”, tal como los discursos institucionales señalan que tiene por objetivo la intervención. En tal sentido, los discursos juveniles dieron cuenta de que, en el tránsito por la medida, los/as jóvenes podían llegar a comprender algunos aspectos de conflictos personales y familiares hasta el momento desconocidos y sentirse, en consecuencia, con las ideas más claras y el ánimo más tranquilo.

Hemos visto, al respecto, emerger en los discursos juveniles la idea según la cual los/as jóvenes habrían sufrido cambios desde que comenzaron a acudir al Centro de Referencia. Esos cambios más que en “su vida”, se manifestarían en su personalidad: si antes se comportaban impulsivamente, habrían aprendido a actuar en forma más reflexiva; si antes discutían seguido con los demás, habrían comenzado a no reaccionar precipitadamente y estar más serenos. Ello se debe a la relación de creencia construida con los agentes institucionales en el marco de las entrevistas, en los casos en que los/as jóvenes asisten con regularidad y predisposición al centro. Como dicen Sigal y Verón: “La cuestión de creer se plantea en el plano mismo donde se constituyen los actores sociales, en el interior de esa red donde se construyen sus identidades, en el sistema de funcionamiento de las interrelaciones enunciativas” (2003: 253).

Ahora bien, el rol que juegan los agentes del Centro de Referencia a fin de influir en la construcción identitaria de los/as jóvenes es complejo: no son jueces pero son sus informantes, no son policías pero si el joven no se presenta recurrentemente a los encuentros pautados pueden enviarles a las puertas de sus casas un patrullero (recurso formalmente denominado “temperamento a seguir”), no son familiares pero de alguna forma vienen a sustituirlos en la imposición de los límites que no habrían sabido o podido imponerles a tiempo. Por eso mismo, no hay que olvidar que las relaciones de creencia se instituyen dentro del marco del sistema de administración penal juvenil de justicia estatal y, por ende, se hallan signadas por el sentimiento de amenaza de castigo y la obligatoriedad de demostrar los/as jóvenes el ajuste de sus comportamientos a lo esperado por los agentes institucionales y el juzgado.

El hecho de que hacia el final del proceso la confianza entre los agentes y los/as jóvenes aumente, no habilita a que aludan a sucesos “barderos” de los que participaron durante la semana (si lo hicieron) durante las entrevistas. No para prevenirse de ser regañados (la experiencia les indica que más que retarlos los agentes les dan consejos) sino porque la alusión a sucesos que en los discursos institucionales se valoran como nocivos o incorrectos puede perjudicar el desarrollo de la causa. Si eso ocurriera las consecuencias serían mayores y el castigo más severo. De aquí la emergencia del sentimiento de agradecimiento por parte de los/as jóvenes hacia los agentes institucionales en lo que hace al cumplimiento de la medida (directamente relacionado con evitar el encierro) pero también en relación a la corrección de su comportamiento desviado. Como pudimos advertir en torno a la configuración identitaria del/la joven transgresor/a, los/as jóvenes lo/a caracterizaron como un joven que “vive en una villa”, no ha terminado sus estudios de educación primaria, soporta de manera diaria la estigmatización de vecinos de la comunidad y, en particular, la persecución de la policía. Un joven que, atravezado por procesos de exclusión social y simbólica, pasa gran parte de su tiempo en “la esquina”.

Siguiendo a Saraví (2006: 108), estos problemas refieren a tres cuestiones principales: el aislamiento social, la desvalorización y culpabilización de sí mismos y el descreimiento en el mercado de trabajo y el sistema educativo. Aunque, como veremos en el siguiente capítulo, los/as jóvenes exhiben cierta adhesión al proyecto de vida “digno” propuesto por las instituciones comuniarias y el Centro de Referencia, no pueden imaginarse insertos en él debido a la falta de adaptación a las dinámicas de la escuela, la dificultad de hallar trabajo y las condiciones de precariedad que caracteriza el empleo, si encuentran.


  1. La noción de oportunidad es una categoría jurídica que refiere al principio vigente en la Provincia de Buenos Aires según el cual es posible la suspensión del juicio a prueba, la mediación, la conciliación y el archivo de la causa.
  2. Al hablar de subcultura es preciso subrayar, como sostiene Matza (2014), que no nos referimos a un conjunto totalmente homogéneo que significa lo mismo para todos sus miembros ni a una entidad autónoma sino a un entramado complejo e interelacional vinculado a la cultura hegemónica.
  3. Se trata, en términos de Baratta, de “formas de racionalización del comportamiento desviado que son aprendidas y utilizadas a la par de modelos de comportamiento y valores alternativos, de modo de neutralizar la eficacia de los valores y de las normas sociales, a los que sin embargo el delincuente, en realidad, adhiere generalmente” (2004: 75).
  4. En este punto, vale aclarar que la edad de punibilidad fue cambiando en distintos contextos histórico-polóticos. Durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen (1922) la edad de punibilidad se hallaba en los 14 años (art. 36 del Código Penal). Luego, en el segundo gobierno peronista (1954) se pauta en 16 años (Ley 14.394). Durante la dictadura cívico-militar (1976), la edad vuelve a bajarse a los 14 años (Ley 21.338) y a fines de la misma, el 5 de mayo de 1983, se eleva a los 16 años (Ley 22.803). Fuente: Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Para mayor información véase el siguiente documento disponible en sitio web: https://drive.google.com/file/d/0B7lHjPGSiS1EbV90UjA3TEpIUzQ/view
  5. Para profundizar sobre la antropología de la edad, véase Feixa (1996).


Deja un comentario