Voluntad y realismo popular
Micaela Cuesta, Eduardo Rojas
En el sentido común predominan los elementos “realistas”, materialistas, esto es, el producto inmediato de la sensación cruda, lo que, por otra parte, no está en contradicción con el elemento religioso; muy por el contrario. Pero estos elementos son “supersticiosos”, acríticos […] Precisamente por su carácter tendencial de filosofía de masas, la filosofía de la praxis no puede ser concebida sino en forma polémica, de perpetua lucha. Sin embargo, el punto de partida debe ser siempre el sentido común, que espontáneamente es la filosofía de las multitudes.
Antonio Gramsci
Bordes de la modernidad, por lo tanto, con extrañas interpelaciones a los universos narrativos que la constituyeron, visiones que a veces son secuelas excesivamente amadas de los arquetipos del Centro, y otras veces bordes reiluminantes frente a la razón moderna nacida en los centros del mundo.
Nicolás Casullo
Este es un texto teórico. Un ensayo que se aproxima, con la cautela que aconseja la búsqueda de un buen sentido, a tópicos que permiten dudar del acierto de la teoría política actual. Duda que pende de la sospecha de cierta incapacidad teórica para dar cuenta, verdadera, del desorden de la realidad social del capitalismo del siglo XXI en nuestros contextos nacionales. Duda del acierto de ese pensamiento que pretendió o pretende explicar el gobierno de la vida en común como si fueran explicación y vida ordenadas sin más, como si se tratase de hechos y acontecimientos observables con la certeza que parecen ofrecer la ciencia, la tecnología y el mercado global. Se trata, entonces, de la tentativa de entrar en la política de la teoría social con un escepticismo quizás más político que epistemológico, más pragmatista que ingenioso o cool –como designan hoy el “acierto” quienes piensan en red–.
El ensayo se ocupará, en su inicio, de los límites o la distinción de la teoría política, interrogará sus bordes con otras teorías constando una carencia de armonía y comunidad en el concierto de las ciencias sociales y humanas. ¿Cuál es el derecho que reivindican hoy las ciencias sociales para pretenderse tales? ¿Cuál la legitimidad de hecho que pueden invocar para validar su saber? En un segundo momento tratará del tipo de compromiso y proyecto que puede contribuir a dar forma material al escepticismo que informa a esta teoría política. Para ello habrá de ahondar en la necesaria relación entre moral y razón política práctica, desafiadas a un trabajo inusual sobre el significado pragmatista que puede requerir la institución social realmente existente. Hacia el final este ensayo imagina el método de la teoría política como una práctica intelectual, organizadora de voluntad y realismo popular, tal como Gramsci supo trazarla. Idea que se complejiza a partir de la noción de dominación que, con Luc Boltanski, puede ser designada “gestionaria” y que suspende el valor de la voluntad de cambio y la vigencia de la ética de la responsabilidad que han marcado la política democrática desde el siglo pasado.
1. El desconcierto
Como se ha recordado a menudo, Hannah Arendt establecía una distinción nítida entre filosofía política y teoría política. La primera, que ella decía no practicar, era pensamiento sin lugar en el mundo; la segunda, un hecho de la condición humana, acción de comunicación pública inscripta en el mundo.[1] Luego, si nuestra teoría política nos parece que está hoy desconcertada es porque, podemos conjeturar, el mundo de la modernidad en América Latina se encuentra desbordado por las exigencias prácticas del desarrollo y la experiencia social que la delimitan. Ni la teoría ni su política atinarían a conceptualizar sin resto los procesos políticos, sociales y económicos que vienen teniendo lugar en nuestro continente en el marco de una crisis del capital que, antes que debilitar el orden vigente pareciera fortalecerlo. En este desconcierto generalizado de las humanidades la teoría de la que tratamos no podrá, así, desatender su dimensión política, pensar hasta dónde es definible y defendible como acción y discurso reconocidos por su apariencia en el espacio público. Hasta dónde su práctica teórica es compartida e “innovadora”, es con otros y es acción.
Somos testigos de un diagnóstico generalizado sobre la dificultad de nuestra teoría social para dar cuenta de sus historias de crisis y desarrollos autóctonos. Una pérdida de experiencia que viene asociada, pareciera, con la experiencia de un cambio y una crisis que amenaza la vida global. Como se ha dicho muchas veces, durante años nos hicimos actores en relación casi unidireccional con el pensamiento europeo y si bien constatábamos la diferencia hemos de reconocer que nos formamos con él aunque él no necesariamente reconozca que se constituyó con nosotros. Somos la “luminosidad peligrosa que surge del destierro de los bordes y ya no quiere encontrar ‘cielos falsos’”, como decía Nicolás Casullo hace treinta años.[2] Nuestra teoría y nuestra sociedad no simulan ya la legitimidad y valor de ese patrimonio universal del saber que supo encontrar su cuna en el occidente del capitalismo maduro. Los colapsos y las transformaciones a escala global confirman esta común pertenencia cuando no es posible blindar la política y la economía de nuestro continente ante la suerte que corra China, India, Rusia y Sudáfrica, tal vez más que Alemania o, incluso, Grecia.
Surge en este marco una hipótesis razonable: solo resituando la idea de continuidad en el tiempo histórico del pensamiento latinoamericano, tarea que suelen llevar a cabo los sabios, podremos hacer frente a las incertidumbres suscitadas por estas realidades movedizas de cambio y reconstitución. Para el Casullo del siglo que pasó era preciso dar forma a un pensamiento práctico que, desde el confín del mundo, interpelara, acordara y disintiera según su propia experiencia, a la razón moderna, desestabilizando sus lugares e iluminando sus desaciertos. Algo de ello se vislumbra hoy cuando un autor como Ernesto Laclau, que se atrevió a erigir el populismo en crítica del capital, se convierte en autoridad epistémica para dirigentes griegos o españoles que intentan movilizar la mayoría de sus pueblos tras una política que evite el costo social del “ajuste” al mercado financiero dominante.
La reflexión sobre el lugar de la teoría política en las humanidades trasciende sin duda el orden de los hechos socialmente evidentes. Louis Althusser –científico que reconfiguró el nexo ciencia/política– interrogaba en otros contextos pero con pretensiones de crítica materialista cercanas a las nuestras, el lugar de una disciplina como el psicoanálisis según dos tareas: “1°) que sepamos con total exactitud lo que el psicoanálisis es en sí mismo y 2°) que sepamos con total exactitud lo que es el ámbito de las ciencias humanas”.[3] Lo cual suponía una cuestión “de hecho”, señalar la posición ocupada empíricamente, en nuestro caso, por la teoría política, determinar su papel práctico; y otra, “de derecho”, producir la relación adecuada –prescriptible– entre ambos niveles de interpretación no conmensurables a priori. Dos objetivos que podríamos traducir en la pregunta sobre el desconcierto de las humanidades, sobre su lugar como relación teórica. Si los límites de este trabajo no permiten describir in toto su lugar de hecho, podemos sí adelantar algunas tesis respecto de su posición “por derecho”, siempre que reconozcamos allí una demanda.
Quizás para entender la teoría podamos tomar el modo en que Arendt definía la política: “una actividad que permite a cada individuo, mediante sus acciones y discursos, presentarse ante los otros como un sujeto que posee una identidad propia, que debe ser reconocida por ellos”,[4] reconocimiento inescindible de su inscripción en la esfera pública. La teoría política ganaría, así, identidad y especificidad si otros advirtieran de hecho en ella, algún valor y diferencia. El problema es que la noción de identidad es para la teoría social en general, y la teoría política en particular, uno de sus mayores enigmas. Aquello que constituiría la diferencia singular de la teoría política respecto de otras humanidades y respecto también de la política es un término del cual ella sospecha y al que, en la mayoría de los casos, estudia y entiende poco.
Si aceptamos el supuesto de que teoría y política convergen en su común inscripción en el mundo, en su apariencia pública, no podremos eludir reflexionar en torno a las consecuencias y efectos posibles de esta aseveración. Una teoría política que se supiera expuesta al mundo habría de reconocer como legítimos conocimientos no reconocidos por una institucionalidad académica que se pretende a resguardo de aquel. Uno de los interrogantes que aquí emerge señala la estatalidad de la teoría política, su statu quo, las modalidades policíacas que la mantienen a distancia de toda amenaza de subversión –de contaminación–. Quizás esto no pueda sino traducirse en una pregunta por la soberanía y la democracia como porvenir de las ciencias humanas en general y de la teoría política en particular. Pregunta por el derrotero histórico de la crítica y el valor de algo así como la democracia y su respectiva “puesta en escena”. ¿Qué es lo que caracterizaría por derecho a las humanidades? ¿Se trataría de hablar sin restricción, sin condición, haciendo gala de un uso público de la razón?, como señala Derrida. O, mejor, lo que en ellas se comunica es una voluntad política que deshace toda naturaleza y reniega de la unilateralidad de una forma predeterminada. En ese caso ¿responderían las humanidades –aun con su silencio– a la voluntad política que, como afirma Carlo Galli leyendo a Carl Schmitt, apunta a un paradójico restablecimiento del Estado que sabe que todo orden es desorden?
La estatalidad de la teoría y la crítica de la política resulta, así, insinuada. Es en la frontera de aquello que no tiene posibilidad, de aquello que tal vez ocurre y de lo que solo es potencial, en donde la teoría en tanto universidad se muestra al mundo, se topa con movimientos que no surgen de ella, sino de la cultura, de las ideologías, de la economía. En estas intersecciones de universidad, la teoría ha de medirse, organizarse, elaborar su estrategia de defensa y reconocer como propios sus compromisos y responsabilidades. No se trata de un repliegue sobre sí misma, tampoco del ilusorio intento de creerse en posesión de la potestad exclusiva de la decisión; ilusión que tal vez haya comenzado a deconstruir empezando por interrogar sus connotaciones religiosas y humanistas. Antes bien, de lo que se trata es de contraponer su fuerza de un modo concreto, real, y a ello se aproxima “aliándose con fuerzas extraacadémicas, para oponer una contraofensiva inventiva, con sus obras, a todos los intentos de reapropiación (política, jurídica, económica, etc.), a todas las demás figuras de la soberanía”.[5] Este sería uno de los motivos por los cuales las ciencias humanas por venir se ocuparían, sin renunciar a la inquietud sobre los significados de algo así como “lo humano”, del devenir de la democracia y del concepto de soberanía. Se ocuparían desde ya, simultáneamente, de los límites pero sobre todo de la ausencia de límites y la entrega en que, se conjetura, habita la universidad y, especialmente, en ella, la ciencia social. La labor deconstructiva de la noción de soberanía produciría efectos sobre aquello que comprendemos como derecho internacional, afectando los confines del Estado-nación y de su pretendido poder de decisión, trastocando los usos del discurso jurídico-político ciudadano que presuponen decisión y autodeterminación, transformando inclusive las modalidades del vínculo entre hombres y mujeres. Esta invocación a no olvidar el lazo que une el concepto de soberanía al discurso teológico o la violencia del Estado-nación no nos liberaría, no obstante, de observar de cuándo y de qué modo –señala Derrida– “el Estado, en su forma actual, puede resistir ciertas fuerzas que yo considero como más amenazadoras”.[6] De allí procede esa “temible responsabilidad del ciudadano […] que dicta la decisión de estar aquí a favor del Estado soberano, allá en contra de él, para su deconstrucción (“teórica y práctica”, como se decía) según la singularidad de los contextos y los desafíos”.[7]
Será tarea de la teoría política interrogar sin coartada ontológico-metafísica el estatuto de la soberanía en cada coyuntura, imaginando los alcances que una tal reflexión pueda tener sobre el ámbito de la ética, de la política, del derecho, de la economía. Ella habrá de ser el ámbito en donde nada se encuentre al amparo de la crítica, menos aun la imagen vigente y terminante de la democracia; mucho menos la noción histórica de crítica como crítica teórica, así como tampoco la legitimidad del modo “interrogativo”, de la reflexión como tematización, pregunta y duda. A esto alude Derrida con universidad sin condición: el derecho fundamental a hablar sin restricción, aun cuando se trate de una puesta en escena y experimento del saber, y el derecho a expresarlo ante otros y transformarlo en escritura. La referencia al ámbito público tiende el lazo entre las ciencias humanas no solo con la política sino también con el Iluminismo, diferenciando la universidad de instituciones cuyo principio es la prerrogativa o la obligación de expresarlo todo, como la confesión religiosa, la declaración jurídica o el imperativo de “asociación libre” en la escena psicoanalítica. Sin embargo, el derecho a decirlo todo también conecta la universidad y las ciencias humanas con lo que la modernidad europea llama literatura;[8] esto es, la prerrogativa de expresarlo todo en la esfera pública supone el derecho a reservarse parte de ese todo, “a guardar un secreto, aunque sea en el modo de la ficción”.[9]
Este uso público, político y responsable, de la razón teórica que sospecha de toda alusión a la naturaleza de un orden social, no puede renegar de la voluntad política que lo pulsa. Las humanidades y, entre ellas, la teoría política, quiéralo o no, están comprometidas en distinto grado por la pregunta por el orden. La paradoja que la habita no es distinta a la que –siguiendo a Carlo Galli– inquietaba el pensamiento de Carl Schmitt sobre la figura jurídica y política del Estado: “un orden político que reconoce la desconexión básica entre forma y realidad; un orden eficaz pero móvil, no estático, abierto, y no cerrado; trágico y no pacificado, transitorio y no definitivo”.[10] Con estos términos comenzaría a esbozarse su drama.
2. El territorio
Un hombre de Estado divide a los seres humanos en dos especies, primero instrumentos, segundo enemigos. Propiamente no hay para él, por tanto, más que una especie de seres humanos: enemigos.
Friedrich Nietzsche
Quien vive de combatir a un enemigo tiene interés en que siga con vida.
Friedrich Nietzsche
Hasta acá evocamos relaciones entre Estado y saber, universidad y teoría politizada. Ahora con la escucha atenta de la prevención nietzscheana sobre la razón política situada en el Estado, indagaremos sus vínculos analíticos con el saber en sus acentos más instrumentales. Surge, así, ante nuestra visión teórica un territorio del saber dominante que ya no está mapeado por la interacción y producción de vida social sino, más bien, por los alcances del instrumental científico técnico que se utiliza para cartografiarlo, por ejemplo, desde la universidad. Estado y saber, universidad, describirán tópicos en los cuales la teoría política es politizada de un modo que requiere una investigación con pocos precedentes. Siendo más precisos, nuestro tema con la situación estatal de lo político es sugerido, en primer lugar, por ciertas urgencias de los procesos con que se lo vive y resuelve en el continente. Para el vicepresidente e intelectual boliviano Álvaro García Linera, por ejemplo, el Estado es un marco tecno-político, un territorio de producción de bienes públicos, de coerción y de legitimidad. Podría uno adoptar este concepto de Estado y pensar la Universidad, sobre todo la nacional, como el lugar y contexto privilegiado de la teoría política y del saber en general. Ella constituiría los confines de un modo de producción de saber, de distinción y de credibilidad. Podría pensarse como un sujeto que, en tanto político, debe dar cuenta no solo de una ética de la convicción sino también de una ética de la responsabilidad, retomando el lenguaje de los padres fundadores de la sociología. En este territorio del saber el horizonte universitario se amplía toda vez que tiende a problematizar su relación con el “entorno”. Su práctica apunta, así, a la configuración de una acción comunicativa con connotaciones políticas. La Universidad, entendida como territorio de producción y apropiación de saber, se politiza cuando reflexiona sobre su condición de vida y trabajo, de desarrollo de tecnología y reclamo de justicia social. En palabras de García Linera el Estado es un específico espacio de organización y creación de valor, entre material y práctico, político:
… un Estado es un aparato social, territorial, de producción efectiva de tres monopolios: recursos, coerción y legitimidad. Y en el que cada monopolio, de los recursos, de la coerción y de la legitimidad, es un resultado de tres relaciones sociales. Tenemos entonces, utilizando brevemente a los físicos, que el Estado es como una molécula, con tres átomos y dentro de cada átomo tres ladrillos que conforman el átomo. Similar. Un Estado es un monopolio exitoso de la coerción, lo estudió Marx, lo estudió Weber; un Estado es un monopolio exitoso de la legitimidad, de las ideas fuerza que regulan la cohesión entre gobernantes y gobernados, lo estudió Bourdieu; y un Estado es un monopolio de la tributación y de los recursos públicos, lo estudió Norbert Elías y lo estudió Lenin.[11]
Planteábamos más arriba que la pregunta por la situación territorial de la teoría política podía ser contextualizada con otra por la universidad, lugar de distinción teórica y de pretensión ilustrada de credibilidad; sujeto político y expresión de una específica ética de la responsabilidad. La cuestión inicial para dar comienzo a un diálogo y reflexión al respecto, sostiene el filósofo chileno Willy Thayer, demanda considerar y preguntarse por su ambiente-contexto, punto de partida conceptual a la vez que político, cultural e histórico. Sobre todo si la referencia al contexto, como ocurre en el discurso teórico social usual, causa la impresión de idear y entrelazar todo, sin demasiado lugar analítico para la iniciativa del agente.[12] El asunto sobre si la universidad puede ser sujeto político, portador de capacidad de autogobierno, conciencia de sí, calidad de autor y actor, se resuelve siguiendo una pretensión ilustrada de credibilidad. Pero el problema del territorio del saber académico es también temporal. Si la universidad pudo llegar a distinguirse como lugar político, si alguna vez se estableció como tal o si, políticamente, sostiene un discurso diferente del que le dio origen, ¿es posible –se pregunta Thayer– que capitalice esa distinción por sobre las que en otro tiempo la constituyeron como lugar de poder saber?: “¿Qué se rodeó de murallas en primera instancia respecto de qué? ¿La institución universitaria en relación a la sociedad y la política, o al contrario? ¿Se edificó con simultaneidad este muro dando paso a la ‘distancia crítica’?”.[13]
Lo que estamos preguntándonos es si la universidad y, con ella, el gobierno del Estado, soportan una lectura espacial y temporal de su autonomía que dé lugar a una específica teoría política. Saber y práctica social se ampliarían en el horizonte universitario adquiriendo una materialidad y concreción, una autonomía, estrechamente ligadas a las necesidades de la sociedad. De allí un factor a considerar en todo cálculo de fuerza política:
… algo que ha pasado últimamente es que las universidades han ido construyendo lazos mucho más firmes, más cercanos, más concretos y más fuertes con eso que ustedes, en su pregunta, llaman su “entorno”. Y esto por muchas razones, desde ya, pero entre otras muchas porque las universidades han aumentado considerablemente, a lo largo de las últimas cuatro o cinco décadas, su número (rápido: pasaron de nueve a medio centenar en la última generación y media), y que una de las consecuencias de esto es que la noción que cada una de ellas va pudiendo tener sobre su propio “entorno”, sobre su “territorio”, diría yo, y sobre su relación con ese territorio, es una noción mucho menos abstracta y general, y mucho más concreta, situada, circunscripta y material.[14]
En entornos en los cuales la distinción topológica entre poder y saber ha adquirido caracteres naturalizantes, como muchos otros bajo el régimen del capital del siglo XXI, el argumento de que la teoría política ganaría fuerza y valor material considerables como el invocado hasta acá, tendría consecuencias instituyentes, formadoras de sociedad. La universidad, territorio de producción y apropiación de saber, favorece una teoría politizada como ocurre con toda vida trabajada. La tesis de Horacio González al respecto es que, en tales contextos, se plasma una relación entre tecnología y justicia social que lleva a la reconfiguración de la universidad. Una cuenta ajustada de las singularidades del territorio y un trato directo con los gobiernos locales que incorporan el estudio universitario “en grandes concentraciones urbanas, lo cual es presentado como descentralización y también como ampliación de derechos”.[15] La mirada del autor sobre la teoría es entonces compleja: el saber de aspiración universalista, desterritorializada, está desafiado por una comprensión de tecnología que debe habérselas con la de igualdad social en situaciones particulares:
Muchas de estas universidades están, con mayor o menor fortuna, encontrando el punto justo de su relación con el territorio y el mundo social al que pertenecen, y al mismo tiempo intentando garantizar el imperativo clásico de la universidad, que es preservar el conocimiento universal. Este es un momento muy interesante que vive la universidad. En este sentido, la universidad napoleónica o humboldtiana, digamos las grandes universidades, han dejado terreno a otra universidad, con modelos pedagógicos y de profesionalización, vinculados con la revolución tecnológica, y vinculados con servicios sociales que trabajan alrededor de la hipótesis de igualación social.[16]
Si en los trazos anteriores la teoría política se veía desestabilizada y desbordada por las configuraciones institucionales en que encuentra su lugar, primordialmente la universidad y el Estado universidad, en los párrafos que siguen el problema estará no en el contexto sino en el discurso mismo de un régimen que, por proclamarse democrático, disuelve territorios. El Estado, no importa su forma, se ha dicho con fortuna, representa no solo el saber sino el modo de existir de un pueblo, al punto que todo lo que merezca la designación “político” viene dado por la distinción amigo-enemigo. Distinción que habilita su rasgo singular y autónomo, pues él no se deriva de ninguna otra. La democracia, por el contrario, carece de “distinción”, no tiene bordes nítidos, tampoco ostenta lugar ni nominación precisa. Su concepto, dígase su teoría, se acerca más a la imagen de “un lugar vacío” y a la idea de una democratización inacabable. Entendida como forma política, ella alude a un estado de cosas donde la palabra del excluido y dominado tiene, por principio, tanto valor como la del dominante. La teoría y la razón política, entonces, señalan así una modalidad de gobierno que ocurre como si el poder se desincorporara, se desterritorializara al servicio de los gobernados. Carl Schmitt, autor de la idea que encabeza esta parte del análisis, identifica territorio de Estado y política de una manera que alude más a la experiencia popular que a una exposición histórica coherente:
El concepto del Estado supone el de lo político. De acuerdo con el uso actual del término, el Estado es el estatus político de un pueblo organizado en el interior de unas fronteras territoriales […] Por el momento podemos dejar en suspenso cuál es la esencia del Estado, si es una máquina o un organismo, una persona o una institución, una sociedad o una comunidad, una empresa, una colmena o incluso una “serie básica de procedimientos”. Todas estas definiciones y símiles presuponen o anticipan demasiadas cosas en materia de interpretación, sentido, ilustración y construcción, y esto las hace poco adecuadas como punto de partida para una exposición sencilla y elemental. Por el sentido del término y por la índole del fenómeno histórico, el Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente, y por esa razón, frente a los diversos estatus individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el estatus por antonomasia.[17] La tesis schmittiana famosa, como sabemos, alega que el sentido de lo político está comprometido en el reconocimiento del enemigo. Esa distinción es propiamente política porque da a los actos y a los motivos humanos un sentido al que se refieren, en último término, todas las acciones y motivos “y ella, en fin, hace posible una definición conceptual, una diferencia específica, un criterio” que asegura autonomía. Dato esencial, diríamos, para una teoría política que quiera relatar con rigor su lugar en procesos sociales como los que ocurren en América Latina y que parecen, a los ojos más clásicos de la razón “occidental”, como “sin razón”.[18]
El problema entonces puede no ser la razón sino sus bordes, lugar y nominación precisa de una democracia esquiva, proceso de democratización permanente. Claude Lefort, uno de los pensadores más reputados y actuales de la teoría política, ha propuesto un concepto fundamental para dar cuenta de lo específica que es la lucha por el poder cuando se proclama democrática. Ha proporcionado, además, un marco esencial para mostrar que la distinción entre “democracia formal” y “democracia real” está mal planteada. El lugar del poder democrático, dice Lefort, es un “lugar vacío”, cada decisión del poder resuelve algo pero simultáneamente abre un nuevo conflicto por aquello que queda “vacío”, es decir, sin resolver. En democracia, el poder no debe realizarse en ningún lugar concreto, nadie, ningún grupo puede legítimamente aparentar ocupar el lugar del poder y querer apropiarse de su ejercicio.[19] No se trata, agrega, de que no haya lugares desde los que se movilizan recursos sustantivos y que están siempre repletos de aspirantes a ocuparlos, sino de que quienes asumen una autoridad solo lo hacen por tiempo limitado, esta puede ser revocada y cada vez que se ejerce provoca oposición y conflicto, desplaza el poder. En democracia la oposición no puede ser prohibida, no hay autoridad cuyo origen sea divino, el lugar del poder no puede ser nombrable ni configurable con precisión absoluta: no hay certidumbre alguna sobre el fundamento del poder en la ley ni de esta o aquel en el saber: “Que el poder no pertenezca a nadie no es un hecho sin más asumido, es el producto de una obligación incondicionada, es decir, a falta de la cual el régimen sería destruido”.[20] El territorio de la política es, así, un conflicto en el que se disuelven el saber, la ley y/o el poder:
… el ejercicio del poder es siempre dependiente del conflicto político, y este confirma y mantiene el conflicto de intereses, de creencias y opiniones dentro de la sociedad […] Aún hemos de precisar que allí donde se indica un lugar vacío no hay condensación posible entre el poder, la ley y el saber, ni seguridad posible acerca de sus fundamentos. Estos son materia para un debate interminable: debate que se dirige a los fines de la acción política, a lo legítimo y a lo ilegítimo, a lo verdadero y a lo falso, o al engaño, en fin, a la dominación y a la libertad. La democracia es ese régimen en que se disuelven los referentes últimos de la certeza.[21]
Entre los autores conocidos, quien ha sido más enfático en argumentar contra la distinción o la simple oposición entre “democracia formal” y “democracia real” es Jacques Rancière. Su idea es que toda democracia es tan real cuanto significativas socialmente son sus formas o, a la inversa, tan formal cuanto significativas para todos son sus realidades. Por consiguiente, luchar por la democracia formal es siempre luchar por la democracia real. En una conferencia ofrecida en Santiago de Chile, Rancière recuerda: “hemos intentado reflexionar en torno a una reinterpretación de la experiencia democrática más allá de los estereotipos teórica y políticamente desastrosos de democracia ‘real’ y democracia ‘formal’”,[22] y para ello, dice, partimos del análisis, en forma de silogismo, del discurso en un conflicto obrero en la Francia de 1830 que se preguntó si son iguales o no los franceses. La premisa mayor del silogismo es constitucional: “todos los franceses son iguales ante la ley”; la premisa menor es experiencial: la autoridad no serviría de nada si describe a los obreros su posición comparándola “a la de una clase de hombres más elevada dentro de la sociedad” y repitiéndoles que tienen derecho a los mismos privilegios. Al constatar la contradicción de las premisas, dice Rancière, los obreros concluyen que hay que acordar la mayor y la menor, para lo cual sería preciso cambiar la una o la otra. Si sus adversarios tienen razón hay que incluir en la Constitución que los franceses no son iguales; si no la tienen, los patrones o la autoridad deberán cambiar su discurso y su política. La conclusión para la teoría política es que toda lucha por la igualdad, aun discursiva, es siempre real en sus efectos, opone frase a frase y hecho a hecho, instituyendo una práctica democrática real:
A partir de lo que es pensado generalmente como distancia o no lugar, crea precisamente un lugar en el doble sentido de la palabra: un sistema de razones y un espacio polémico. La frase igualitaria no es simplemente una pura nada. Una frase posee el poder que se le confiere.[23]
Podemos sugerir, así, apoyados en Lefort y Rancière, que la democracia fija un territorio en el que pueden disolverse las distinciones entre saber y poder. En tal caso, la reflexión teórica sobre algunos de los conflictos “disolventes” que han caracterizado ciertos procesos sociales de la última década en América Latina se enriquece con una indicación de igualdad que, por mor de democracia, más valdría no ignorar. La democracia, dice Diego Tatián al analizar una de las fases más conflictivas del gobierno de Cristina Fernández en la Argentina, es una forma de la política por la cual la palabra de los excluidos tiene un valor sistémico, una “forma de vida colectiva en la que pobres, ignaros, jornaleros, tartamudos, artesanos, durante la deliberación pública usan la palabra en igual medida y por el mismo tiempo que quienes se hallan favorecidos por el dinero, la alcurnia, la retórica o el saber”.[24] Como ese uso igualitario del lenguaje político intenta ser institucionalizado, legalizado –algo con pocos precedentes en la “breve historia de nuestra democracia”, agrega el autor–, los monopolios mediáticos reaccionan usurpando histéricamente el sintagma “libertad de expresión”. Lo que está en juego es una teoría política que se afirma institución de la igualdad de expresión o de palabra “donde igual significa: producción y conservación de las condiciones materiales que la hacen efectivamente posible, condiciones que el mercado no genera de manera espontánea sino que requieren de una decisión política”:
Y resulta curioso cómo el argumento más repetido de quienes en cualquier época reaccionan contra cambios orientados a una mayor igualdad es que nunca es el momento (como se aducía por ejemplo insistentemente contra la ley con la que el Congreso sancionó el voto femenino el 9 de septiembre de 1947).[25]
De este modo, podríamos decir que el discurso teórico sobre el territorio y la definición de lo político ha ganado una concreción sobre sus bordes: por una parte, estos tienden a desvanecerse si la palabra de los excluidos se extiende como signo democrático, por otra, esta extensión “igualitaria” endurecerá sus límites si la “igualdad” se define según el restrictivo concepto de oportunidades en el mercado. La democracia sería, en virtud de este énfasis teórico, una forma de gobierno que ocurre como si el poder se desincorporara, se desterritorializara al servicio de los gobernados.[26] Esta idea de democracia como democratización, afín al concepto de descentralización territorial, la conecta Lefort con las tesis sobre la variabilidad e incertidumbre del lugar de la política mentado en la “desincorporación del gobierno” que Gordon Wood aplica al proceso de independencia de EE. UU. en el siglo XVIII. Al menos en principio, dice el autor, el gobernar ocurre como si gobernados y gobernantes hubieran cambiado sus papeles, “son los gobernantes (rulers) los que se hacen servidores de los gobernados (ruled)”, el poder se divide, se fragmenta, se reparte en una multiplicidad de órganos que se controlan los unos a los otros y se equilibran de manera tal que ninguno puede arrogarse omnipotencia. Así, la concreción o el progreso de la república no dependen de sus virtudes, hay que admitir una pluralidad irreductible de intereses, pasiones y vicios, y no intentar violentar la naturaleza humana como lo hicieron las repúblicas de la Antigüedad.[27] Más aun, según Wood,
la división del poder no solo en las instituciones gubernamentales, sino en toda la extensión de la esfera de la sociedad, crea tal multiplicidad de pasiones y de proyectos, tantos controles recíprocos, que ninguna combinación de elementos puede mantenerse, ningún grupo de intereses nocivos puede mantener durante mucho tiempo su consistencia.[28]
3. El compromiso
Las ideas que conquista nuestra convicción [Gesinnung], a las cuales nuestro entendimiento ha encadenado nuestra conciencia moral, son cadenas que uno no arranca sin desgarrar su corazón; son demonios que el hombre solo puede vencer en tanto se somete a ellos.
Karl Marx
¿Qué compromete efectivamente a la razón política y, más allá, a su pasión teórica? La teoría política como cualquier otra reflexión sobre la sociedad y la acción social debería esforzarse, en virtud de su objeto, por perseverar en un pensar abierto; reflexionar sobre lo que suscitan las cosas mismas y no rehusarse a aquello que parece amenazarla o desestabilizarla. Este simple deber ser del conocimiento nos habla ya de su vínculo con la moral. La relación entre producción de conocimiento, moral y pasión es tan longeva como la historia de la disciplina. Quizás sea la imposición del régimen del capital el responsable de hacer “desaparecer” la afección tras la grotesca exacerbación de la emoción y el sentimiento. Quizás la imposición de una dominación que subordina la política a la economía y la palabra al cálculo sea lo que conduce al declive de la acción y de la afectividad que constituye su trama. Sabemos con Gramsci y Arendt que no es el uso de la verdad lo que hace fuerte a la razón política. La razón política, en tanto acción de poder, descree del llamado “prejuicio platónico”, protofenómeno del pensar cosificante –parafraseando a Adorno–. Es precisamente este Adorno, el de las lecciones sobre filosofía y sociología, el que insiste:
Es propio y esencial del pensar estar abierto […]. Si conciben ustedes el estudio en general como algo distinto de la adquisición de conocimientos técnicos a los fines de poseer algún tipo de documento de identidad, entonces yo diría que el problema moral decisivo ante el cual está cada uno de ustedes es el de reunir el coraje civil e intelectual para no delinearse de antemano o atribuirse en su pensar eso que cada uno, como marxista, como cristiano, como liberal, o como lo que sea que haya además, deba esperar y con lo que deba inmiscuirse.[29]
El dilema moral al que nuestra tarea de investigación nos enfrenta requiere sentirse concernido por tópicos que pueden parecen indignos de tratamiento, o bien adentrarse en lo que se presenta moralmente sospechoso o éticamente objetable. No para sancionar su autoridad, no importa si condenarlo o sacralizarlo, tampoco para ostentar la neutralidad de un hipostasiado escepticismo. Antes bien, es propio del pensar crítico dejarse incomodar, incluso perturbar, por aquello que le sale al paso sin premura por dominarlo o disimularlo. Como decía Gramsci: “El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir ni estar apasionado (no solo por el saber en sí, sino del objeto del saber)”.[30]
Hace ya dos siglos Marx nos advertía acerca del dolor y la violencia que conlleva arrancar las cadenas morales a las que permanece atado nuestro saber. Reconocía así la imbricación de entendimiento y moral habilitando su tematización, viendo allí “demonios que el hombre solo puede vencer en tanto se somete a ellos”. La pedantería y el filisteísmo, tanto como el diletantismo y el dogmatismo –diría Gramsci–, de poco sirven en esta empresa. Nada de esto resulta, quizás, novedoso para una teoría política que no ha cesado de cuestionar el rol de la pasión en la producción de sociedad. También la economía clásica –al menos la de Adam Smith– ligaba la racionalidad del mundo mercantil al sentimiento moral. Es el olvido de este vínculo y la engañosa autonomización, mejor independización, de la esfera económica lo que da lugar a las justificaciones “técnicas”, pretendidamente “a-ideológicas”, del orden económico político que se extiende con fuerza en la actualidad. Bajo el argumento técnico-experto pareciere sublimarse moralmente la violencia que subyace a lo lógica actual del capital. Como bien retrata Boris Groys:
El medio en el que funciona la economía es el dinero. La economía opera con cifras. El medio en el que funciona la política es la lengua. La política opera con palabras: con argumentos, programas y resoluciones, pero también con órdenes, prohibiciones, decisiones y disposiciones. La revolución […] es la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio del lenguaje […] Mientras viva bajo las condiciones de la economía capitalista, el ser humano necesariamente permanecerá mudo porque su destino no le habla, porque si el ser humano no es interpelado por su destino, tampoco puede responderle.[31]
Despojado de palabras, el acontecer económico carece de identidad. Nadie puede conversar con él, ni discutir con él, ni tan siquiera intentar que modifique sus opiniones o prejuicios, persuadirlo y “ponerlo de nuestro lado recurriendo a las palabras”. Ante esta fatalidad la única salida, sostiene Groys, parece ser adaptarse, “adaptar nuestro propio comportamiento a ese acontecer”, sin mediación de lengua alguna. Es esta intuición la que anticipaba Adorno cuando afirmaba provocativamente que el darwinismo en biología fue primero hecho social que invención natural:
El hecho de que el concepto de adaptación, que sin dudas científicamente tiene validez en la biología en un sentido mucho más palpable que en la sociología, aparezca en un principio en la sociología, […] me parece sugerir en mucho la posibilidad de que la concepción darwinista, por su parte sea una transposición de representaciones sociales, a saber, de esas representaciones sociales que en verdad están formadas sobre el mecanismo de la competencia, es decir, sobre la cuestión de la supervivencia o la ruina en la lucha económica; y que estas representaciones, digo yo, en el fondo resultan en realidad de la sociología y que de ahí recién se filtraron a la biología.[32]
Ninguna de estas “verdades” de la teoría puede sin más torcer el orden de la política. Negar esta distinción de autonomía significaría recaer en el ya mencionado “prejuicio platónico” criticado tanto por Adorno como por Arendt. No obstante, la teoría política ha de bregar por la memoria del vínculo inescindible entre economía, moral y política para imaginar una salida alternativa a la fatalidad de la adaptación. El recuerdo de la política en la economía incitaría la acción y el optimismo de la voluntad, la creencia de que la verdad resuelve los problemas práctico-morales del mundo continúa operando en la filosofía política. Pero no es sobre la verdad que se erige un orden social y normativo, antes bien, con la modernidad se extiende la idea según la cual el hombre solo conoce lo que produce (Kant), es el hombre y no una verdad anterior que lo transcienda el que impone orden al mundo. Así, Gramsci consideraba que la razón política en tanto acción de poder se debilita con el uso de la verdad:
es una opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de dichos ambientes) que, en el arte de la política, sea esencial el mentir, el saber esconder de una manera astuta la opinión verdadera y los verdaderos fines a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que verdaderamente se quiere, etc. La opinión es tan arraigada y difundida que, cuando se dice la verdad, nadie la cree.[33]
Sin embargo, la verdad no sería exclusivo patrimonio de la cultura y de la ciencia desinteresada, ni la política se fundaría necesariamente en el engaño: “en política se puede hablar de reserva, no de mentira en el sentido mezquino que muchos piensan: precisamente, en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política”.[34]
En realidad, la democracia no acepta un principio de realidad o, mejor, un fundamento seguro. Antes bien, su valor le viene dado por un juicio de significatividad, de allí la adecuación de una interpretación pragmatista para ponderarla.[35] La politicidad o calidad de la política democrática suele establecerse según signos de autonomía práctico moral y gestión pública, de modo que su sentido vendrá sujeto a la aptitud que los actores y partidos demuestren en la lucha por intervenir en toda regulación institucional o colectiva. Emerge en estas circunstancias como principal problema el de garantizar una forma de democracia, se dice de “gobernabilidad”, capaz de enfrentar los grandes desafíos que adquieren estatuto público. Se reactualizan en cada país y con las especificidades comprensibles del lugar, viejas discusiones que la economía creía ya superadas, referidas al modelo de desarrollo. El tema de la calidad de la política y de la gestión pública se ha convertido, entonces, en una problemática que atraviesa tanto el desarrollo de la vida democrática como los principios de una economía política dirigida a la satisfacción de las necesidades, demandas y preferencias más urgentes de la población en la región. La relevancia y significatividad que, en este marco, asume la relación democracia/“redistribución del ingreso” es subrayada, entre otros, por el teórico social y ex ministro argentino José Nun. El procedimiento mediante el cual se configuran las preferencias en una decisión democrática, dice Nun, es mucho más importante que el contenido de esa preferencia. Y la condición para que esa decisión sea aceptable es que los ciudadanos gocen de “autonomía moral” para la que resulta indispensable, a su vez, la “disposición de recursos económicos” suficientes:
… las condiciones para que estas preferencias se formen de manera democrática es que los ciudadanos gocen de autonomía moral, que tengan independencia para formarse su opinión, para discernir, y para que esto sea posible tienen que poseer educación, información, aptitud y tiempo para adquirirlas. Lo cual exige disponer de recursos económicos porque entre las cosas que no nos enseñaban en los cursos de instrucción cívica hay una que es fundamental para la democracia: no existe absolutamente ningún derecho que no cueste plata, ni siquiera el derecho a aspirar aire puro o a beber agua potable.[36]
Así, la calidad de la política se asociaría a la aptitud de los actores y partidos para, en las condiciones sociales realmente existentes, dotarse de capacidades de regulación institucional o colectiva. En la actual coyuntura de despliegue de la sociedad global, esta capacidad se traduce en habilidad para articular los cambios internos con la participación activa en los cambios internacionales. Los teóricos latinoamericanos más destacados hablan de capacidad de intervención política para referirse a la destreza expuesta en constituirse como agente, sujeto de derechos sociales, políticos y económicos. El agente procura siempre alcanzar la libertad de elegir, para lo cual debería contar con un acceso a la información relevante, así como con la autonomía de interpretarla o reformularla según su situación específica. Lo que está en el fondo de estas tesis compartidas por Nun y O’Donnell es que la disputa por interpretar y decir válidamente cuáles son las “necesidades” de la gente es la dimensión fundamental de la política pública. En otras palabas, lo más político de la política contemporánea se jugaría en decidir la “agenda”.[37] Cómo se diseña, quiénes intervienen en ese diseño y qué es contemplado/excluido en ella son algunas de las preguntas coordenadas de la labor de una teoría política crítica preocupada por medir la injusticia que reproduce una decisión de gobierno con pretensión democrática.
Una teoría política de cariz crítico encontrará en la experiencia moral del desprecio y/o en la constatación de la injusticia su principio o fundamento. En esta tarea la teoría debería acusar recibo de los cambios en la propia historia de la crítica moral. La especificidad de la “teoría crítica” no residiría, como señala Axel Honneth, en un diagnóstico pesimista de su objeto (sociedad, acción social, política, o el que sea), labor compartida por Weber, Marx, Durkheim y Tönnies. Antes bien su diferencia se sitúa en una “crítica normativa tal que al mismo tiempo es capaz de informar sobre la instancia precientífica en que se encuentra arraigado de modo extrateórico su propio punto de vista crítico en cuanto interés empírico o experiencia moral”.[38] Este interés empírico, “momento de trascendencia intramundana”, hará posible que la “dinámica social del desprecio” informe teórica y metodológicamente el análisis.
Más allá de la referencia a las fuentes sociales del plus normativo nunca satisfecho por el orden político jurídico que alimenta las luchas e informan a la teoría, encontramos autores que articulan conceptualmente tolerancia y democratización. Berndt Williams, por ejemplo, propone entender la tolerancia no como principio de actitud moral individual sino como fenómeno político y como experiencia que crea su propio poder de demanda en términos de reconocimiento de un derecho político, virtud de cooperar, voluntad de convivir pacíficamente y capacidad de entendimiento –disentimiento– ante el uso de la coerción estatal. Advierte, además, sobre la oscuridad política de erigir la tolerancia en principio de comportamiento personal, y se pregunta: “¿las prácticas de la tolerancia, cuando existen, deben descansar en algo distinto de la actitud de tolerancia tal como ha sido descrita por la teoría liberal?”.[39] Hay indudablemente prácticas de tolerancia, continúa el argumento, en el plano de la política sobre la religión, por nombrar tan solo uno, pero no siempre se corresponden con la tolerancia sino que pueden “meramente reflejar escepticismo o indiferencia” frente a las creencias o a su valor de verdad. Un concepto enfático de tolerancia –dice Williams recuperando a Thomas Scanlon– “requiere que aceptemos a las personas y permitamos sus prácticas aun cuando fuertemente las desaprobemos”.[40] El escepticismo y la indiferencia no se adecuan a este postulado, no subyace a ambas la presión de un juicio de desaprobación de prácticas y creencias. Ninguna de estas afirmaciones debería conducir a la vacuidad del relativismo –más próximo a la actitud escéptica que a la práctica política que aquí se busca conceptualizar–.
La tolerancia, señalábamos, es un fenómeno político, una tarea y experiencia que crea las condiciones de poder que puedan demandarla. Como afirma Williams: “Es una característica de la ‘tolerancia’, como ese término se usa de modo estándar, que representa una relación asimétrica: la noción es típicamente invocada cuando un grupo más poderoso tolera a un grupo menos poderoso”.[41] Es más, vista como práctica –continúa el autor– consiste en “el rechazo a utilizar la ley como instrumento para disuadir a un grupo de seguir sus creencias”. No es la actitud tolerante, por indiferencia o tolerancia genuina, lo que importa tratándose de grupos con similares condiciones de poder, sino la práctica como tarea política. Es esta la que crea las asimetrías y no cualquier condición subyacente. Luego, ¿cuándo habría tolerancia en sentido enfático en contraposición, por ejemplo, a la mera indiferencia política? La política de tolerancia tendría que ser una en la cual “el agente tenga alguna concepción muy fuerte”, piense que quienes tienen una opuesta a la suya están equivocados “y crea al mismo tiempo que, en algún sentido, a aquellos otros debiera permitírseles tener y expresar aquellas concepciones”.[42] Pero en definitiva, concluye Williams, esto todavía no es tolerancia pues puede ser simple acomodo a una relación de fuerzas manifiesta. La tolerancia política, en sentido estricto, será así el reconocimiento de un derecho modulado por la autonomía política antes que por la moral; su base de realización se sitúa más en el Estado que en la persona individual. No habría, así, un modo subjetivo de valor moral para la tolerancia: “Las actitudes que se necesitan incluyen virtudes sociales como el deseo de cooperar y de llevarse pacíficamente con los ciudadanos […] entendimientos que pertenecen a un buen sentido más específicamente político de los costos y limitaciones de utilizar el poder coercitivo”.[43] La tolerancia, luego, antes que virtud moral subjetiva es construcción política transindividual y, en esa misma medida, objetiva.
4. El método
La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud.
José Carlos Mariátegui
Olvidan, entre otras cosas, que para escribir (y no transcribir o grabar) un habla que, como la de las clases populares, excluye la intención literaria, hay que haber salido de situación.
Pierre Bourdieu
Quisiéramos ahora introducir con cierto detalle la visión de sociología pragmática del lenguaje que, como señalamos, circunscribe nuestro concepto de teoría política. Nuestra preocupación por las formas, estilos y orden de la exposición científico social nos ha llevado a una teoría política que se deja inquietar por la sociología, atiende a las certezas que surgen del uso del lenguaje y habilita la construcción de un método para aproximarse a imágenes de una política en condiciones de instituir sus intervenciones. Los modos de producción de conocimiento –al decir de Althusser– encuentran formas aleatorias de combinación con cierta crítica pragmatista. Las preguntas no constituyen ya el punto único de partida del trabajo de investigación sino la materia que, en el proceso, se configura, difumina, bifurca para luego reemerger transfigurada.[44]
Se trata, así, de una sociología cuya pretensión de validez y certeza somete sus significados al uso del lenguaje y, con ese método tan atado a sus circunstancias, afirma alcanzar algo que, por ejemplo en la Argentina, puede disputar el concepto de política instituyente. La teoría política que así tratamos es, desde un punto de vista sociológico, una teoría de la acción cuya distinción analítica reside en el uso del lenguaje generalizable en una forma de vida, siguiendo el modo en que Habermas lee a Wittgenstein. En ese marco, la acción es materia de un saber de la experiencia común, esto es:
depende de contextos situacionales que a su vez son fragmentos del mundo de la vida de los participantes en la interacción. Es precisamente este contexto de mundo de la vida, que a través de los análisis del saber de fondo estimulados por Wittgenstein puede introducirse como concepto complementario […] que asegura la conexión de la teoría de la acción con los conceptos fundamentales de la teoría de la sociedad.[45]
El punto principal de este enfoque habermasiano de la teoría del significado es que recurre al concepto de regla de Wittgenstein para aclarar lo que entiende por crítica social: la conexión entre significado y validez intersubjetiva, “esto es, entre el seguir una regla y la postura crítica frente a las violaciones de esa regla”.[46] El juego de lenguaje en Wittgenstein constituye un modo eficaz de elaboración de una sociología de la producción de cultura y sociedad en la medida en que denota la gramática, el orden de las reglas, de una forma de vida. Lo cual daría lugar a una teoría de lo que hemos llamado política instituyente en condiciones de superar limitaciones moralistas que atenten contra el entendimiento de su efecto real.[47] Tal teoría permite, dice Habermas, valorar la influencia que la estructura del habla “ejerce sobre el tipo y composición de la tradición cultural”, en el sentido en que Wittgenstein observa “una ‘holganza’ del lenguaje; este se hace lujuriante, se propasa cuando se emancipa de la disciplina de la práctica cotidiana, cuando queda exento de sus funciones sociales [cuando] en todo caso aún no se ha hecho sentir el peso específico que el lenguaje posee para la reproducción de la vida social”.[48] La tesis se completa al afirmar el saber de reglas como reconocimiento de su valor práctico: “Al igual que la gramática de un juego de lenguaje, así también la ‘regla de reconocimiento’ está enraizada en una praxis que desde fuera puede describirse como un hecho pero que los participantes ‘aceptan y tiene por válida’ a fuer de obviedad cultural”.[49]
Si el método estiliza de esa manera comprensiva y reconocedora el discurso de la ciencia social, podemos conjugar conocimiento y crítica pragmatista. Las preguntas sustituyen o se acercan a los preconceptos en el proceso de producción de la investigación; en palabras de Diego Tatián:
¿Cuándo un conocimiento es crítico? Cuando el trabajo con las palabras, los materiales y las ideas que llamamos investigación no se desentiende de un conjunto de preguntas (cuya pertinencia no tiene por qué ser considerada privativa de las ciencias sociales) que acompañan –y a veces incomodan– la producción y transmisión de conocimientos: ¿para qué?, ¿para quién?, ¿con quién?, ¿quién lo decide y por qué?, ¿a quién le sirve?, ¿qué intereses satisface?, ¿contra quién puede ser usado?[50]
Las incertezas del efecto pregunta que la cita relata fortalecen la vieja sospecha –quizás del lingüista– de que las formas deciden o dicen más sobre el “contenido” de un texto de lo que está dispuesto a admitir su redactor. En efecto, uno de los autores más respetados como clásico de una teoría política materialista entre los latinoamericanos del último siglo, José Carlos Mariátegui, destaca enfáticamente el valor práctico formal del discurso:
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la idea actuada, la idea materializada. Diferenciar, independizar la idea de la forma es un artificio y una convención teóricos y dialécticos. No es posible renegar la expresión y la corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la idea animadora vale práctica y concretamente […] Una forma política constituye, en suma, todo el rendimiento posible de la idea que la engendró. Tan cierto es esto, que el hombre, prácticamente, en religión y en política, acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo que es formal y corpóreo.[51]
El uso no ingenuo de los términos del lenguaje y su pragmática formal impone, a nuestro método, atender a tópicos de dominación, voluntad de cambio y responsabilidad. El recurso al valor práctico del concepto de verdad, inherente a todo discurso de ciencia social, supone, en algún grado, una referencia a la totalidad de la vida en comunidad. Sin esta alusión diferenciadora, sin la categoría de mediación con que se vehiculiza, aquello que aparece como acierto puede contribuir inintencionalmente a ocultar las fuerzas productivas de la sociedad con las cuales deberíamos habérnoslas. Ello sin perjuicio de poder notar allí el momento de verdad de esta cosificación de la relación social, tal como sostiene Adorno:
… las categorías del conocimiento mismo están preformadas, según su principio, a través de la totalidad de la sociedad, y en especial también a través de las relaciones de la producción social que se imponen frente a la verdad. Según esta teoría de la verdad, la verdad reside en las fuerzas productivas de la sociedad, es decir allí donde la vida humana se produce y reproduce a sí misma, mientras que esta producción social queda oscurecida, ocultada por las formas dentro de las cuales se lleva a cabo.[52]
Hay modos de dominación –leemos en Adorno– que ofrecen una apariencia “productiva” que oscurece su forma real. Así pensadas, ciertas formas de dominación conducen, por ejemplo, a la afirmación de un “realismo” que hace de la política y la crítica elementos inertes, que desvanece la voluntad de cambio dando aire a la perdurabilidad positiva de la desigualdad/competitividad social. Sustituyen, entonces, la razón política democrática por una razón contable que, simultáneamente, provoca crisis dramáticas y extingue cualquier apelación a la responsabilidad pública. Al desplegar este argumento, la teoría crítica de Luc Boltanski distingue entre modos de dominación convencionales –“por el terror” e “ideológico”– de un lado, y una de tipo gestionario, de otro. Este último caracterizaría, al menos tendencialmente, “las formas de gobierno que se establecen en las democracias capitalistas contemporáneas” orientadas a “contener el poder de la crítica” y, por consiguiente, “justificar las acciones que realizan”.[53]
Una dominación gestionaria mantiene de modo duradero una o más asimetrías profundas, en el sentido de que siempre son los mismos los que se benefician y siempre, o casi siempre, son los mismos los que se perjudican. Incluso la crítica ideológica arraigada en una dominación gestionaria no pide a los actores más dominados abandonarse a la ilusión –más o menos pasiva– de cambio social, ni entusiasmarse con el orden, sino tan solo “ser realistas, aceptar las restricciones, especialmente las económicas, tal como son, no porque ellas serían buenas o justas ‘en sí mismas’, sino porque no pueden ser distintas de lo que son”.[54] La política, entonces, ya no sería digna de tal designación, pues la autonomía de su decisión se sustituiría por una serie causal de efectos de la coyuntura que hace inútil la acción voluntaria. Ya no se le pide nada más que tomar conciencia de su propia impotencia. Y es precisamente esta forma bien particular de “toma de conciencia” la que debe hacer las veces de realismo.[55] Es necesario subrayar, concluye Boltanski, un rasgo particularmente notorio del modo de gobierno gestionario: el carácter estrictamente instrumental de las intervenciones que realiza y de sus justificaciones. Toda medida encuentra su principio de necesidad en el respeto de un marco, contable o jurídico, sin exigir discurso o actos rituales “que valoricen la coherencia de un orden en el plano simbólico”. La verificación de la verdad se torna, luego, un gesto obsoleto y el carácter técnico opaco y discreto de las medidas hace difícil e inútil su comunicación a un público amplio.
Nada garantizará, así, la coherencia de la práctica de gobierno a no ser, precisamente, su ajuste al marco contable y/o jurídico general. Es un “gobierno por el cambio”, en el cual solo el drama de la crisis trae a la realidad la necesidad de la política:
La crisis es, en efecto, el momento por excelencia en el que el mundo se ve incorporado a la realidad, la que se manifiesta, entonces, como si estuviese dotada de una existencia autónoma, a la que ninguna voluntad humana –y especialmente aquella de una clase dirigente– podría haber dado forma.[56]
La dominación gestionaria generará, en definitiva, un “individualismo frenético” y una autoridad política que, por descansar en el experto, terminará siendo profundamente irresponsable ante la sociedad:
… los momentos de pánico, de desorganización, de desasosiego moral, de desbandada, es decir, el individualismo frenético, juegan un rol importante [… tal régimen] como todo arreglo sociopolítico, se apoya en instituciones. Pero estas instituciones se fundan en una forma de autoridad –la de los expertos– que pretende situarse en el punto de indistinción entre la realidad y el mundo. La voluntad de la que los portavoces de las instituciones se transforman en expresión, se entrega, entonces, como si no fuera otra cosa que la voluntad del mundo mismo, en la representación necesariamente modelada que le dan los expertos […] Puesto que están a cargo de un todo cuyo diseño no es de nadie en particular, los “responsables” –que es el nombre que se les da hoy a los dominantes–, aunque estén cargo de todo, ya no son responsables de nada […] no corresponde a su vocación inspirar políticas, y menos aun fundar lo político.[57]
Si el análisis teórico ha de tener algún sentido será el de comprender e interpretar la praxis social con la vocación de evidenciar la “racionalidad inmanente de la sociedad”,[58] no tanto a través de la reconstrucción de sus razones, cuanto de la exposición de su orden. Si el montaje es adecuado emergerán en él los elementos para realizar su crítica. Si la política es un elemento fundamental de la constitución de la realidad de una sociedad, el realismo en la perspectiva de una voluntad y crítica conscientes asumirá el carácter de un “realismo popular”. Con él se nombra una de las localizaciones de la crítica que describe el peso y robustez que asume la realidad y la imprescindible función estabilizadora que, ante los ojos de “cualquiera” se le atribuye a toda institución social. La advertencia de la violencia co-originaria de la institución no impide medir la seguridad que, a cambio, entrega. Como creía Norbert Lechner:
No soy de la opinión que el criterio principal de un análisis teórico sea la consistencia lógico-formal de un sistema de afirmaciones. Ante todo, quiero rendir cuenta de los problemas que plantea la realidad social, o sea comprender e interpretar la praxis social. Es la búsqueda de un principio de inteligibilidad de las contradicciones sociales, capaz de descubrir su movimiento interno. Ello no es más que una reconstrucción conceptual de la sociedad. Es la exposición del orden social y, a través de la exposición, su crítica.[59]
La dirección de la teoría asume entonces que la realidad es la política. El realismo del cual, se pretende, la ciencia social tendrá que armarse, consiste en una voluntad y crítica que, como en la filosofía de la praxis, sean juzgadas “según sus actos y no según sus intenciones” –como dice Claude Lefort leyendo a Maquiavelo vía Gramsci–.[60] Se hace posible articular, así, conceptualmente el ejercicio de la voluntad política con un modo de realismo que, para no ser mera ilusión ni práctica aparentemente autorreferente de la razón histórica, requiere transformarse en una voluntad consciente o dominio de la conducta: un cálculo estratégico intencionado de los efectos de la acción que incumbiría a todos los órdenes de actividad cuyo signo de responsabilidad está dado por el reconocimiento público, un saber popular antes que científico. Lefort nos esclarece al respecto:
Que la realidad sea praxis significa, en este nivel, que el presente es captado como lo que ha advenido por la acción de los hombres y llama a una tarea; que el conocimiento de nuestro mundo no puede ser separado del proyecto de transformarlo; que lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, no adquieren una determinación sino en tanto que términos de la acción revolucionaria; que en su forma acabada la realidad es la política […] la política encuentra su dignidad […] bajo la forma de una serie de indicios que ajustan al conocimiento, a la previsión y a la decisión, el campo de lo posible.[61]
Este realismo popular gramsciano adquiere, nos parece, un notable aire de familia con la sociología crítico-pragmatista mentada antes. El realismo político maquiaveliano, dice Gramsci abonando nuestra hipótesis, deberá ser aproximado al de los teóricos y políticos de la filosofía de la praxis “que trataron también de construir y defender un ‘realismo’ popular, de masa […] consenso activo de las masas populares”.[62] Incluso ya en el siglo XX la teoría política habrá de insistir con la pregunta que coloca Boltanski: “¿por qué los explotados aceptan una situación que se encuentra en patente contradicción con las exigencias de libertad e igualdad sostenidas en los regímenes políticos que reivindican la herencia de la Revolución francesa?”.[63] Una vez más la respuesta del realismo será que los explotados (en un registro “estado de cosas”) o los dominados (en un registro simbólico), al no autoengañarse sobre el orden social, “autolimitan sus reivindicaciones en función de su apreciación sobre las posibilidades que estas tienen de ser reconocidas y […] satisfechas en la realidad”. La crítica habrá de matizar lo que entiende por realidad: una red de contenidos que no incluye “todo el mundo” sino solo una representación de este. Es decir, 1) habrá de esforzarse en denunciar solo “implementaciones locales” de las realidades de poder, 2) hacerlo con un realismo para el cual “el grado de robustez de la realidad no constituye una magnitud estable”, por lo que puede ser objeto de un “cambio rápido”, o 3) desestabilizar la conformación de las instituciones y, puesto que la forma crítica es siempre un movimiento de protesta, se le hará difícil su institución.
Para la sociología crítica de Boltanski, las instituciones “ejercen, indisociablemente, funciones positivas de seguridad semántica y funciones negativas de violencia simbólica”.[64] El problema pendiente, concluye Gramsci, estriba en que, por mor de realismo, la razón política ignora “la eficacia de la voluntad política, dedicada a suscitar fuerzas nuevas y originales y no solo a calcular sobre las tradicionales, consideradas incapaces de desarrollo y de reorganización”.[65] La democracia, adaptada a la realidad y su época, exige una teoría que habrá de realizar la unidad de inteligencia y voluntad:
La ciencia política abstrae el elemento “voluntad” y no tiene en cuenta el fin a que se aplica una voluntad determinada. El atributo de “utópico” no es propio de la voluntad política en general sino de las voluntades particulares que no saben conectar el medio con el fin y, por consiguiente, no son ni siquiera voluntades, sino veleidades, deseos […] (no el pesimismo de la inteligencia, que puede ir unido a un optimismo de la voluntad en los políticos realistas activos).[66]
- Cf. G. Graiño y J. M. Carabante, “Presentación”, en E. Voegelin, Las religiones políticas, Madrid, Trotta, 2014, p. 16.↵
- N. Casullo, “La modernidad como destierro: la iluminación de los bordes”, en AA. VV., Imágenes desconocidas. La modernidad en la encrucijada postmoderna, Buenos Aires, CLACSO, 1988, p. 31.↵
- L. Althusser, “Primera conferencia. El lugar del psicoanálisis en las ciencias humanas”, en Psicoanálisis y ciencias humanas, Buenos Aires, Nueva Visión, 2014, p. 15.↵
- E. Serrano Gómez, Consenso y conflicto Schmitt y Arendt. La definición de lo político, Medellín, Universidad de Antioquía, 2002, p. 79. Arendt, por su parte, lo dice con las siguientes palabras: “Lo que hace de un hombre un ser político es su facultad de acción; le permite unirse a sus iguales, actuar concertadamente y alcanzar objetivos y empresas en las que jamás habían pensado, y aun menos deseado, si no hubiese obtenido este don para embarcarse en algo nuevo”. H. Arendt, “Sobre la violencia”, en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1998, p. 181.↵
- J. Derrida, Universidad sin condición, Madrid, Trotta, 2002, p. 76. ↵
- J. Derrida, “El espíritu de la revolución”, en J. Derrida y E. Roudinesco, Y mañana, qué…, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 104.↵
- Ibíd.↵
- Recordemos que en la literatura Deleuze observaba un punto de vista privilegiado para “inclinarse por una crítica y una clínica capaces de extraer los mecanismos verdaderamente diferenciales así como las originalidades artísticas”. La literatura permite, de tal suerte, un modo de aproximación, imaginación y representación de fenómenos clínicos y también sociales muchas veces más complejos y multidimensionales que la propia teoría. Cf. G. Deleuze, Sacher Masoch & Sade, Córdoba, Editorial Universitaria de Córdoba, 1969, p. 13.↵
- J. Derrida, Universidad sin condición, Madrid, Trotta, 2002, p. 14.↵
- C. Galli, La mirada de Jano, Buenos Aires, FCE, 2011, p. 21.↵
- A. García Linera, “La construcción del Estado”, Conferencia magistral dictada en la Facultad de Derecho, UBA, 9 de abril de 2010, p. 6. ↵
- Para Thayer: “El entorno sería punto de partida no solo hoy. Toda la discusión ideológica a propósito de la creación de la Universidad de Berlín (1810) gira sobre el eje del contexto: su relación de autonomía respecto del Estado, la lengua, el pueblo, el presente ilustrado, la ley, la verdad, la historia, el progreso, etc. La pregunta por el contexto sería un presupuesto, una condición para el abordaje de la universidad”. W. Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna (epílogo del conflicto de las facultades), Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1996, p. 15. ↵
- Ibíd.↵
- E. Rinesi, “Encuestas (que no son tales)”, en “Dossier. Universidad, humanidades y nación”, Revista El Río sin Orillas, Nº 7, Buenos Aires, 2013, pp. 217-218.↵
- Horacio González, entrevista en diario Página12, Buenos Aires, 16 de noviembre de 2013.↵
- Ibíd.↵
- C. Schmitt, “El concepto de lo político (texto de 1932)”, en El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014, pp. 53-54.↵
- Como criterio, la claridad ante el adversario, dirá Schmitt, “no se deriva de ningún otro, representa, en lo político, lo mismo que la oposición relativamente autónoma del bien y el mal en la moral, lo bello y lo feo en la estética, lo útil y lo dañoso en la economía. Decir que la distinción es autónoma no significa que constituye un campo de naturaleza pareja a la moral, pero sí que no se funda en una de esas contraposiciones, ni en varias, ni puede ser referida a ellas, como tampoco puede ser negada o impugnada desde cualquiera de esos planos”. C. Schmitt, Concepto de lo político, Buenos Aires, Struhart, 2006, p. 31.↵
- C. Lefort, “La fundación de los EE. UU. y la democracia”, en El arte de escribir y lo político, Barcelona, Herder, 2007, p. 137.↵
- C. Lefort, “El poder”, en La incertidumbre democrática, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 33. ↵
- Ibíd., p. 34.↵
- J. Ranciere, En los bordes de lo político, Buenos Aires, La Cebra, 2007, p. 23.↵
- Ibíd., p. 70.↵
- D. Tatián, “La igualdad de palabra”, en Pagina 12, Buenos Aires, 29 septiembre de 2009.↵
- Ibíd.↵
- La idea de que la democracia se desterritorializa según sus formas institucionales muestra algún paralelo con la forma en que el capital (y la explotación del trabajo) lo hace en los modernos contextos tecnológicos de “red”. Al respecto es ya clásica la referencia a L. Boltanski y E. Chiappello, El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, 2002. Cf. también: E. Rojas et al., ¿Un nuevo espíritu del capitalismo?: Lecturas sobre la teoría y la crítica de nuestro tiempo, Santiago de Chile, Eds. del Temple, 2009.↵
- C. Lefort, “La fundación de los EE. UU. y la democracia”, op. cit., p. 135.↵
- G. Wood, citado en C. Lefort, ibíd., p. 135. ↵
- T. Adorno, Filosofía y sociología, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015, pp. 229-230.↵
- A. Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, Barcelona, Nueva Colección Ibércia-Ediciones Península, 1970, p. 152.↵
- B. Groys, La postdata comunista, Buenos Aires, Cruce, 2015, pp. 9-10. ↵
- T. Adorno, Filosofía y sociología, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015, p. 66.↵
- A. Gramsci, “Quaderni”, citado por A. Santucci, Gramsci, Santiago, LOM, 2005, pp. 24. ↵
- Ibíd., p. 25.↵
- Para el concepto “crítica pragmatista”, véase: E. Rojas y M. Cuesta, Crítica y crisis en América Latina. Aprender a leer, aprender a hablar, Buenos Aires, Prometeo, 2015 (en prensa); E. Rojas y M. Greco, Entre el orden y la esperanza. Kirchneristas argentinos y socialistas chilenos en años de política inquieta, Buenos Aires, UNSAM, 2013; E. Rojas y M. Cuesta (dirs.), Justicia, crítica y política en el siglo XXI. Trabajar con Nancy Fraser, Buenos Aires, UNSAM, 2015 (en prensa).↵
- J. Nun, “Introducción” a J. Nun y A. Grimson (comps), Convivencia y buen gobierno. Nación, nacionalismo y democracia en América Latina, Buenos Aires, Edhasa, 2006, p. 14.↵
- Desde nuestra perspectiva, la sociología ha experimentado un aporte fundamental con la teoría política de la justicia que Nancy Fraser ha propuesto a partir de sus trabajos sobre la “interpretación de la necesidad”. Una versión del intercambio que se mantuvo con ella sobre esta temática se encuentra en E. Rojas y M. Cuesta (dir.), Justicia, crítica y política en el siglo XXI. Trabajar con Nancy Fraser, op. cit. ↵
- A. Honneth, “La dinámica social del desprecio”, en Crítica del agravio moral. Patologías de la sociedad contemporáneaBuenos Aires, FCE, 2009, p. 250.↵
- B. Williams, “La tolerancia, ¿una cuestión política o moral?”, en En el principio era la acción. Realismo y moralismo en el argumento político, México, FCE, 2012, p. 169.↵
- T. M. Scanlon, “The Difficulty of Tolerance”, citado por B. Williams, op. cit., p. 170. ↵
- Ibíd.↵
- B. Williams, op. cit., p. 171. ↵
- Ibíd., p. 180.↵
- Para una teoría política de referencia “estructuralista” que podría encontrarse con el pragmatismo crítico, que evocamos en este ensayo, véase: M. Cuesta, “En el campo de batalla: Louis Althusser y el estructuralismo, en F. Rodríguez y M. Vallejo, El estructuralismo en sus márgenes. Ensayos sobre críticos y disidentes, Althusser, Deleuze, Foucault, Lacan y Ricoeur, Buenos Aires, Eds. del Signo, 2011.↵
- J. Habermas, “Acción social, actividad teleológica y comunicación”, en Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Trotta, 2010, pp. 323-324 (la mención a Wittgenstein acá es a Sobre la certeza, Barcelona, 1987). Berndt Williams critica las lecturas de Wittgenstein que enfatizan “forma de vida” como si fueran formas de conceptos fuertes, compartidos en una comunidad; espacio de un “moralismo” fundacionalista y conservador (Cf. B. Williams, “Pluralismo, comunidad y wittgensteinianismo de izquierda”, en En el principio era la acción. Realismo y moralismo en el argumento político, México, FCE, 2012, pp. 50-51 y 61-63). Admite, no obstante, al modo como hacemos nosotros con la TAC de Habermas, una lectura del uso del lenguaje con aperturas de crítica social: “Una vez que se aplica un concepto realista de las comunidades, y las categorías que necesitamos para entender a cualquiera que sea inteligible en lo absoluto son distinguibles de aquellas de un significado más local, podemos seguir a Wittgenstein hasta el punto de no buscar un muevo fundacionalismo, pero aun así dejar espacio para una crítica de lo que algunos de ‘nosotros’ hacemos en términos de nuestro entendimiento de un ‘nosotros’ más amplio”. Ibíd., p. 65. ↵
- J. Habermas, “El cambio de paradigma en Mead y Durkheim”, en J. Habermas, op. cit., 2010, pp. 475-476.↵
- Cf. E. Rojas, L. Perelmitter L. et al., “Política, voluntad y Estado: el kirchnerismo cruzado por socialismos a la chilena (2008-2011)”, en E. Rojas y M. Greco, op. cit., 2013, pp. 95-122. ↵
- J. Habermas, “El cambio de paradigma en Mead y Durkheim”, en J. Habermas, op. cit., 2010, p. 559.↵
- J. Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid, Trotta, 1998, p. 272.↵
- D. Tatián, “La lengua del saber” en Página 12, Buenos Aires, 26 de octubre de 2012.↵
- J. C. Mariátegui, “La crisis de la democracia”, en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Amauta, Lima, 1988, pp. 38-39.↵
- T. Adorno, Filosofía y sociología, op. cit., p. 205.↵
- L. Boltanski, “Las nuevas formas de dominación”, en Sociología y crítica social, Santiago de Chile, UDP, 2012, p. 70. Un eco ineludible de “dominación gestionaria” se encuentra en ciertos períodos de “la transición a la democracia” en Chile desde los 90 en adelante, particularmente en testimonios de dirigentes que, en el nuevo régimen, ya no encontraban lugar para sus capacidades de “acción política”, desplazadas por la de “gobernabilidad eficiente” (E. Rojas, Los murmullos y silencios de la calle. Los socialistas chilenos y Michelle Bachelet, Buenos Aires, UNSAM, 2008, especialmente el cap. I).↵
- L. Boltanski, op. cit., 2012, p. 75.↵
- Ibíd. ↵
- Ibíd., pp. 75-76.↵
- Ibíd., pp. 80-81.↵
- T. Adorno, Filosofía y sociología, op. cit., p. 257.↵
- N. Lechner, “Una retrospectiva introductoria: el Estado como problema”, en Obras escogidas 1. Santiago de Chile, LOM-colección pensadores latinoamericanos, 2006, p. 17.↵
- Cf. C. Lefort, Maquiavelo. Lecturas de lo político, Madrid, Trotta, 2010, pp. 95-96. ↵
- Ibíd., p. 94.↵
- A. Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Nueva Visión, Buenos Aires, 2008, p. 142.↵
- L. Boltanski, “Las nuevas formas de dominación”, op. cit., pp. 67-68.↵
- Ibíd., pp. 68-69.↵
- A. Gramsci, La política y el Estado moderno, Barcelona, Planeta De Agostini, 1993, p. 156. ↵
- A. Gramsci, op. cit., p. 157. Quizás las crisis destituyentes que el análisis convencional cree detectar actualmente en países como Chile o Brasil dén lugar a la voluntad política masiva si las describe en los términos de dominación gestionaria y carencias de realismo aconsejados por la teoría acá evocada. Una gestión de gobierno más técnica que pública desconoce, diríamos, el realismo popular que hace eficiente una gobernabilidad democrática. ¿Es solo casual que en Chile, el gobierno hable hoy de “realismo sin renuncias” (a reformas) y que, a pesar de ello, la población permanezca sin reconocer la razón política? ↵