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3 Leer, intervenir, desear lo común

Adagio y allegro del filósofo comunista

Natalia Romé y Carolina Collazo

Que haya preguntas que no tienen sentido es una de las conquistas del materialismo.

Louis Althusser

¿Es posible sostener al mismo tiempo la pregunta por la teoría y la pregunta por la política? ¿Es posible no hacerlo?

Lo primero que debe decirse es que “al mismo tiempo” no puede ser sino la fórmula malograda para una relación imposible y que su virtud es, en todo caso, la de ofrecer una alusión a un problema que exige, no obstante, ser desplegado como articulación compleja y diferencial de temporalidades. Se trata de una cuestión de gran densidad porque, antes que un tema de la filosofía (epistemológica o política), puede ser pensado como una vacilación en el terreno filosófico. Un movimiento del que la teoría marxista logró, en algunas ocasiones de su densa tradición, ser el nombre; en la medida en que su singular materialismo puede ser pensado como efecto de un encuentro entre teoría y política y constituye la forma singular de su inscripción en la profunda conmoción de las certezas filosóficas que atravesó el siglo XIX y que el siglo XX no dejó de pensar.[1]

La teoría marxista exige ser caracterizada, precisamente, bajo esta forma de acontecimiento ininterrumpido que Louis Althusser denominó “revolución en la filosofía”, abriendo una larga cadena de fértiles equívocos, y que su mejor lector, Etienne Balibar, precisó como un “corte continuado”.[2] La conjunción teoría-política resulta no de una propedéutica, sino de una constatación: un singular encuentro ha tenido lugar y la teoría es llamada a pensarlo en el marco de un compromiso irrenunciable con sus efectos. La teoría, entonces, es un acontecimiento histórico-epistemológico cuya existencia depende de su capacidad de durar como proceso de transformación en el pensamiento; justificado por su lógica inmanente, pero comprometido en la coyuntura y requerido por su articulación en ella. Teoría como actividad crítica continuada; es decir, a la vez como toma de posición y como proceso de transformación (sin origen): posición que consiste en ese transformarse bajo el deseo de transformar el mundo.

Proponemos, en lo que sigue, el ejercicio de pensar la combinación compleja entre teoría y política como problema materialista de leer junto lo que no se deja juntar. Insistir en la opacidad de esa unión-disjunta es entender que atravesar su dificultad constituye el pulso mismo de una teoría que se quiere crítica. Esto supone asumir la condición relacional (y conflictual) de la “unidad” teoría-política y por lo tanto, comprender que esta solo puede abordarse en un pensamiento que reflexiona sobre sí mismo, no para afirmarse en su identidad sino para reconocerse en sus desajustes y en su compromiso con lo que no es idéntico a él.

Este capítulo persigue, por lo tanto, la posibilidad bastante paradójica de un pensamiento estructuralista de la política. Es decir, un pensamiento que se abisma sobre sus bordes y trabaja emplazado en ese espacio liminar, que constituye un inmenso desafío para el pensamiento teórico. No se trata de descansar en el recurso a una teoría general “sobre” los límites, sino de explorar los alcances de una práctica teórica tensada por sus propias contradicciones e inconsistencias, que son propias en la medida en que no le pertenecen. En ese ejercicio, se intentarán desplegar algunas de las consecuencias que un pensamiento tal supone para el campo teórico y para el pensamiento político mismo. Porque no hay teoría política que no se encuentre atravesada, lo sepa o no, por un programa de acción (o de inacción, claro está).

1. ¿Práctica o teórica? Opacidad y cisma de frontera

El materialismo, como aquí es entendido, exige ser pensado como toma de posición en un campo filosófico ya ocupado. Esta tesis coincide con el rechazo de toda prima philosophia, evitando, incluso, hacer de esta negación su principio originario.[3] Apunta en cambio a un desplazamiento de la pregunta filosófica misma y al reconocimiento de que la existencia de la filosofía ha tenido lugar en la historia, como resultado de la existencia de una ciencia y de lucha de clases.[4]

Se trata entonces de un materialismo que se asume como intervención, asumiendo su forma misma –y toda forma– como condición de orden segundo.[5] Sus tesis son intervenciones en un campo desigualmente configurado (hegemonizado por formaciones idealistas) que pugnan por recordarle a la Filosofía que tiene un exterior –la práctica misma–; haciendo de esa premisa la fórmula de una humildad del saber; no en el sentido de una renuncia positivista a la filosofía, ni tampoco en el de una identificación apresurada (demagógica y espontaneísta) entre la práctica filosófica y otras formas de pensamiento, sino en el sentido de una política de la práctica filosófica.[6]

Una posición filosófica así concebida convoca a una teoría crítica de la lectura y concibe a la teoría como práctica-teórica, es decir, inscripta en la historia y sobredeterminada con otras prácticas que comprometen su forma misma, en una dialéctica de la sobredeterminación.

Pues, si existe otra manera de filosofar diferente de la de los profesores idealistas, una práctica de la filosofía que, lejos de retirarlo del mundo, pone al filósofo en el mundo y lo hace hermano de todos los hombres, si existe una práctica de la filosofía que, lejos de aportar la Verdad a los hombres desde lo alto, en un lenguaje ininteligible para los trabajadores, sabe callarse y aprender de los hombres, de sus prácticas, de sus sufrimientos y de sus luchas[7]

En el marxismo de Althusser, el materialismo es una actividad de apertura a lo heterogéneo que encuentra un modo siempre segundo y conflictivo de desplegarse. Y así debe pensarse su “rodeo” en la filosofía-antifilosófica del estructuralismo. Un rodeo que no es un simple transitar, sino que constituye una intervención que opera transformaciones en el terreno que trabaja –por caso el de la propia tradición–.[8] Claro que se trata de un rodeo singular que expone al estructuralismo ante lo que no siempre quiso ver.[9]

La fecundidad del encuentro entre marxismo y estructuralismo resulta en una mutua afectación que permite abordar la distinción entre “filosofía” y “no filosofía” como relación constitutiva; es decir, como problema de fronteras. Se trata de identificar la condición no filosófica de la filosofía para insistir en ella a fin de lograr, a través de un gesto de torsión de la escritura, volver ese límite no filosófico “reconocible como aquello que es nuevo en filosofía y para la filosofía”. Si un saldo ha dejado el rodeo estructuralista en el pensamiento de Althusser es aquello que Balibar subraya con precisión: “el estructuralismo se presenta como una práctica de inmanencia en exterioridad y constituye por lo tanto una actividad en el pensar, una aventura en el pensamiento.[10]

En ese tránsito por los límites, no solo de la filosofía sino de la teoría misma, se inscribe la filosofía de Althusser –no su “teoría” de la filosofía sino su práctica filosófica–. Aquello que Althusser persistió en buscar, es decir, en pensar y obrar sobre sí mismo, es que los discursos filosóficos tienen un carácter esencialmente coyuntural: “… son en tanto tales (y no solamente dentro de sus límites) ‘intervenciones’ que tienen como fin desaparecer en la producción de sus propios efectos”.[11]

La idea misma de intervención convoca una dimensión subjetiva que deberá ser pensada; esa reflexión reclama, antes que nada, una profunda problematización de la figura del filósofo como evidencia de un sujeto que se preserva idéntico a sí mismo. Si es posible pensar una ética allí donde no puede decirse que existe un Sujeto sino un proceso práctico y paradójico de subjetivación en la (auto)transformación, esa ética no puede ser sino la de dejarse afectar por la coyuntura.

Es la propia necesidad de pensar la articulación entre teoría y política la que exige asumir su diferencia, reconociendo a ambas como prácticas, pero inscribiendo su vínculo en una dialéctica procesual y paradójica, donde se desplazan también los límites de lo subjetivo y lo no subjetivo. Ahora bien, la posibilidad que se abre allí para el pensamiento no admite subsunciones: no se resuelve como teoría de (sobre) la política –donde la política puede ser puro Objeto o mera “aplicación” y la teoría, juicio o contemplación (mirada, distancia, conciencia) –. Pero tampoco haciendo de la política el criterio de validez de la teoría, ni como oportunismo teórico ni como imagen especulativa de la política, puramente intra-teórica (Praxis, así, con mayúscula).

Se trata en cambio de asumir el desafío de pensar a la política como exterioridad inmanente a la teoría y por lo tanto, de colocar la pregunta por el vínculo entre política y apodicticidad teórica como motor mismo de la necesidad filosófica. Es decir, hacer de esa necesidad una necesidad de la sobredeterminación, lo que supone reinscribir a la política en una formación social determinada. Esto no se resuelve en absoluto postulando que “todo es político” (incluso la teoría) porque si todo es político, nada lo es. Tampoco resulta ninguna solución afirmar de modo abstracto que la relación entre prácticas teóricas y prácticas políticas “es histórica”. De lo que se trata es de asumir hasta sus últimas consecuencias que su conjunción imposible constituye la clave de la apodicticidad materialista y por lo tanto, es condición de pensabilidad de la complejidad histórica (justamente porque se encuentra siempre-ya sobredeterminada en ella). Brevemente, se trata de tomar con tal seriedad la unidad-disjunta de teoría/política hasta el punto de volverla el dispositivo de pensamiento de la causalidad de la sobredeterminación, en sí misma; para colocar su impropiedad como cifra misma de inteligibilidad. Pero esto solo es posible si se comprende que la política no es “lo otro de la Filosofía” –la encarnación mística de su “afuera” – sino una práctica inscripta en una complejidad social y sobredeterminada de prácticas, desigualmente articuladas.

Antes que un programa de investigación, el marxismo resulta, en este sentido y como ha señalado Jacques Derrida, una herencia.[12] La herencia de un enigma, aquel abierto por la profunda torsión operada en el campo del pensamiento, por una teoría que no coincide consigo misma. Heredar ese enigma es desplegar las consecuencias del desplazamiento de varias de las díadas que organizan, nada menos, que la estructura misma del “Problema del Conocimiento” y entre ellas, una de singular gravitación en las aproximaciones ideológicas al vínculo entre teoría y política: la dicotomía Teoría/Práctica.

Golpeando este núcleo duro de la Epistemología, el clivaje que identifica Althusser en la escritura marxista en 1845 abre un campo de interrogantes que conmueven varios de los pilares de la Filosofía en tanto que tal. Balibar lo ha presentado con claridad:

Las Tesis sobre Feuerbach habían rechazado toda contemplación e identificado el criterio de la verdad con la práctica […] La ideología alemana da un paso decisivo al costado: identifica la theôria con una “producción de conciencia”. Más exactamente, con uno de los términos de la contradicción histórica a la que da lugar la producción de conciencia. Ese término es precisamente la ideología, segunda innovación de Marx en 1845, mediante la cual proponía en cierto modo a la filosofía que se mirara en el espejo de la práctica. ¿Pero podía aquella reconocerse en esta?[13]

Desde Marx, el sintagma “teoría política” resulta, en los mejores casos –es decir, en los más justos y en los que ensanchan las posibilidades de pensar–, el nombre de un esfuerzo malogrado, en la medida en que se encuentra signado por un deseo y una obstinación, la de cercar una imposibilidad. Es por ello que su existencia solo puede ser la de un proceso de torsión, una suerte de dialéctica que trabaja como recusación de opuestos abstractos, que funcionan como pares especulares dedicados a distribuir esa imposibilidad, reasignarla en el orden hegemónico de la Filosofía: Teoría/Práctica; Sujeto/Objeto; Contemplación/Transformación; Esencia/Individuo…

El pensamiento althusseriano –aquel desplegado no solo por Althusser, sino especialmente en el espacio que abre, es decir, más allá de él– encuentra en Marx una teoría que se prohíbe ser una filosofía y no obstante, constituye una nueva partida en la filosofía. “Marx salió de la ‘salida’. Pero no volvió simplemente a casa…”[14] porque “uno nunca va a buscar demasiado lejos la aventura de regresar a casa”.[15]

Se está en ese viaje cuando se asume la politicidad de la teoría, para hacer de ella condición de posibilidad, no ya de la teoría política, sino de todo ejercicio de pensamiento. La figura de la herencia de Marx, movilizada por Derrida, convoca otra de sus ideas, aquella que afirma que la rigurosidad del trabajo sobre el concepto supone siempre una necesidad de inadecuación interna.[16] La inadecuación es la forma del trabajo de la necesidad materialista en la teoría.[17]

Es en este marco que concebir la teoría como práctica exige una apuesta de intervención en el proceso incesante del acontecimiento. Acontecimiento, inadecuación e intervención son apenas algunos indicios para pensar la relación teoría/práctica como una torsión situada. Pensar es allí leer. Pero esta tesis apunta a una teoría del leer como (re)comienzo de un corte-continuado.

Torsión, no operada como trazo grueso –simple inversión entre teoría y práctica– que no resulta más que otro modo de la identidad. Sino torsión, justamente, porque se trata de una tensión que no se deja distribuir en esas fórmulas filosóficas oposicionales y más todavía, moviliza una concepción de la lectura orientada por la vigilancia con respecto al modo en que esas oposiciones abstractas ordenan nuestras definiciones. En este sentido y en el campo de una deconstrucción de las oposiciones filosóficas, es no solo la oposición praxis/theôria sino también la oposición praxis/poiesis la que debe analizarse de entrada y no ordenar ya, simplemente, nuestra definición de práctica. Por esta razón también, la deconstrucción sistemática no puede ser una operación ni simplemente teórica ni simplemente negativa, sino la perseverancia fina de una constante vigilancia para que el valor de “práctica” no sea reapropiado.[18]

Torsión, entonces, como desajuste y como movimiento productivo y proliferante, emplazamiento de distancias al interior de las unidades compactas. Desajuste no solo de los límites (es decir, de la unidad) de la Teoría sino también, desajuste de los límites de la Práctica. Insistencia del juego frente a todas las tentaciones de totalización conceptual, especialmente las que pudieran resultarnos más cercanas:

Marx suprimió uno de los más antiguos tabúes de la filosofía: la distinción radical de la praxis y la poiesis.[…] Este es el fondo del materialismo de Marx en La ideología alemana (que es efectivamente un nuevo materialismo): no una simple inversión de la jerarquía, un “obrerismo teórico” por así decirlo (como se lo reprocharán Hannah Arendt y otros), vale decir una primacía acordada a la poiesis sobre la praxis en razón de su relación directa con la materia, sino la identificación de ambas, la tesis revolucionaria según la cual la praxis pasa constantemente a la poiesis y a la inversa. Nunca hay libertad efectiva que no sea también una transformación material, que no se inscriba históricamente en la exterioridad, pero jamás, tampoco, hay trabajo que no sea transformación de sí mismo…[19]

Y torsión del par physei/thesei en la theôria, no solo para perseguir la posibilidad de una ciencia galileana del thesei, sino por paradójico que esto resulte, para encontrar en ella la posibilidad de pensar la política, no tanto como objeto de pensamiento sino como operador de su transformación.[20]

Marx descubría que la economía política –en este sentido, bien denominada– no le permitía solamente encontrarse con la paradoja modal bajo una forma a la vez empírica y racional; le permitía también alcanzar lo que como lector de los griegos y de Hegel, juzgaba ser la articulación política por excelencia. Lo que es verdad de las relaciones económicas lo es también de las relaciones sociales. Se imponen a cada uno en la medida exacta en que son transformables por la unión de todos […] De la constatación de que existe una necesidad estrictamente thesei, se sigue una doctrina política […] A su vez, la política podrá y deberá ejercer su crítica respecto de la ciencia de la necesidad económica; de esta crítica nacerá la ciencia de una distinta necesidad thesei que incluye y explica a la primera: la ciencia de la necesidad de las relaciones sociales, que es inmediatamente la ciencia de su transformación.[21]

Pero finalmente, entonces, torsión situada, porque complejiza las fronteras entre lo teórico y lo no-teórico, en dos sentidos que son las dos valencias del término “crítica”:[22] 1) situada en el sentido de exigida por las preguntas del presente, que tienen siempre que ver, de un modo u otro, con las condiciones de posibilidad de una coyuntura, incluso las perfiladas en sus vacíos –en lo que le hace falta: se trata, en este sentido, de asumir la condición sobredeterminada de la teoría, es decir, habilitada-condicionada por la coyuntura en la que toma forma; en las coordenadas de la propia tradición, y como resultado de su crítica–. En definitiva, situada porque no existe “teoría en general” que rompa con una forma ideológica general de error o falsedad, sino procesos concretos de ruptura y transformación con formaciones ideológicas siempre-ya determinadas; y 2) situada porque esta condición crítica conlleva la consideración de las tesis filosóficas como “intervenciones”, en el sentido de lecturas-diagnósticos y “tomas de partido” en una coyuntura teórica e histórica.

Resulta así necesario atender a esta doble complejidad que no es sino la propia opacidad de la historia como desafío para la teoría, pero no como desafío puramente exterior (restablecimiento de la frontera), sino como el problema de sus desajustes exteriores/inmanentes. Asunción del modo en que las controversias en las que la intervención teórica se emplaza se traducen en su propia trama.

Ahora bien, el problema allí abierto no se resuelva en la afirmación de un neosubjetivismo –más sofisticado–. Sino que reclama una apuesta paradójica de articular objetividad y conflicto, asumiendo que, después de Marx, pero también después de Freud, resulta inevitable pensar la inscripción de las prácticas no-teóricas en la definición propia de objetividad y como su condición. Como ha subrayado Balibar, se trata de pensar en la posibilidad de una “ciencia cismática” y una “teoría conflictiva”:

Frente al racionalismo y al positivismo clásicos, es preciso pensar que el conflicto teórico, la división conceptual (uno que se divide en dos…) y la división de las interpretaciones de un mismo concepto (el cisma de las tendencias) siempre pertenecen, intrínsecamente, a la cientificidad. Ya no son más una simple huella, efecto de retorno o superviviencia de la ideología reprimida por la ciencia, sino el síntoma de la presencia de la ideología en la ciencia o, mejor aun, la forma necesaria del combate tanto más inexpiable en la medida en que no opone adversarios exteriores uno ante el otro, sino instancias indisociables del conocimiento.[23]

Así como el objeto es intrínsecamente conflictivo, también la teoría lo es y por lo tanto, solo progresa dividiendo. No existe “isla del entendimiento” al abrigo de la dialéctica, entender esa tesis es asumir la politicidad de la teoría. Pero eso exige no claudicar en la búsqueda de ese territorio que resulta el deseo que sostiene la posibilidad ética.

Asumir este desafío convoca a una teoría de la lectura que resulta, ella misma, de una distancia operada a fuerza de combate en el espacio epistemológico dominado por formas religiosas de la lectura inmediata del Gran Libro: “la verdad de la historia no se lee en su discurso manifiesto porque el texto de la historia no es un texto donde hable una voz (el Logos) sino la inaudible e ilegible anotación de los efectos de una estructura de estructuras”.[24]

La posición materialista es, a su modo, una filosofía de la opacidad (del mundo y propia) porque se asume siempre segunda, en la medida en que tiene como condición de existencia formas concretas de saber (la ciencia galileana, por caso) y formas concretas de conflicto (la lucha de clases del movimiento obrero).

La posición materialista se obliga así con todos los medios de que dispone, a evitar reinscribir la falsa alternativa entre conflicto y saber. En un combate sin descanso contra las tentaciones contemplativas de la vida filosófica, pero también, contra las celebraciones falsamente emancipatorias de la renuncia al saber.

La textura de la opacidad se presenta ante el pensamiento-lector como una urdimbre de relaciones que podemos concebir, en su mínima expresión, en los términos de una articulación de dos plexos relacionales: una coyuntura teórica –la propia tradición; los debates tácitos o explícitos que cohabitan un espacio problemático; las formas ideológicas y teóricas que movilizan nuestro lenguaje– y una coyuntura histórica –sobredeterminación de relaciones materiales que exceden, no solo lo pesado, sino lo pensable–. Intervención como lectura de la opacidad supone dos cosas que acaso sean una –aunque no la misma: una teoría del leer y una estrategia del intervenir–.

Por un lado, una teoría del leer que asume la materialidad práctica de la lectura, su transitar los desajustes inmanentes a un discurso, y resulta en una concepción de lo político como exterioridad inmanente a la teoría; como trabajo posible-imposible en un campo siempre ya ocupado y como producción de una distancia tomada en su superficie opaca.

Del otro, supone una estrategia del intervenir que toma como modelo la lectura; una acción política que se piensa como lectura no-teórica, sino como discernimiento de un lugar en la estructura: su punto coyuntural. Se trata de una lectura de la situación en situación; es decir, en presente y como diagnóstico de la coyuntura. Su gesto no es el de leer la complejidad sino, a partir de ella, indicar el lugar para producir lo simple, señalar la excepción del “eslabón más débil”, que hace de la dialéctica materialista no una teoría de la causalidad, sino un método revolucionario.[25]

La opacidad deviene una cifra de apodicticidad que se define no en la medida en que expulsa de sí misma todo aquello que tiene que ver con la política, sino que encuentra su especificidad al abrazarla, en una unidad diferencial, separada de sí misma y por lo tanto, en proceso de transformación: “las ciencias cismáticas son ciencias determinadas en su constitución […] por el modo en que están inscriptas en el conflicto, cuyo conocimiento representan. No son espectadoras de un objeto […] sino partes en juego de un proceso conflictivo”.[26]

2. Adagio. Leer entre la tradición y la coyuntura

La práctica teórica supone una lectura política que apuesta a un modo de heredar la tradición –una intervención en el campo teórico– asumiendo ya una posición en la actualidad de sus determinaciones. Pero es también, entonces –y justamente, porque se sabe determinada– la condición de posibilidad de un proceso de producción rigurosamente teórico cuyas razones encuentran su validez en él mismo –porque sus criterios de apodicticidad son inmanentes a las prácticas teóricas– y no hacen de la política una excusa extra-teórica o una fuente clandestina de legitimidad.

La teoría así concebida como “teoría finita” –incompleta porque se encuentra sobredeterminada– es capaz de tomar nota de sus límites –o limitaciones–.[27] Es teórica porque se piensa en la historia, pero no es historicista en la medida en que no pide a las prácticas (no-teóricas) los títulos de garantía de su validez teórica. Es relativamente autónoma y justamente por eso, renuncia a todo relativismo epistemológico.

Si esta concepción puede calificarse de “epistemológica”, debe asumirse bajo la forma de un tránsito por los límites de lo teórico, justamente allí donde este hace borde con lo no teórico (sea ideológico, político, etc.), para descubrir que la complejidad de sus mutuas contaminaciones se inscribe en el propio terreno teórico como inherencia de desajustes. Es en relación con esa condición desajustada que cobra relevancia la imbricación entre lectura e intervención.

La intervención es la asunción crítica del estatuto “epistemológico” de la lectura y su gravitación con respecto al trabajo teórico. Esto a partir de un doble supuesto: 1) que es imposible prescindir de la conceptualidad heredada; 2) que, sin embargo, “leer” de una cierta manera las genealogías conceptuales dominantes implica ya una toma de posición en el terreno de la teoría. Lo que de este modo se explicita es que una herencia nunca es en realidad “una” (no se reúne ni unifica porque en todo caso es “una que se divide en dos…”), ni trae consigo las reglas para ser recibida. Por lo tanto, la intervención que supone la lectura conceptual compromete al mismo tiempo una lectura de la coyuntura, por la que se deja atravesar. Así, la pregunta “¿cómo heredar?” aparece atravesada, de punta a punta, por el modo de leer las urgencias políticas de su coyuntura. El concepto de herencia apunta a un anudamiento teórico-político. Dentro del primer aspecto, es decir, el de la lectura como intervención dentro de una tradición, de lo que se trata no es solamente de leer una genealogía (entre otras cosas, porque esa genealogía es también producto de una lectura, no existe como tal), sino de indagar sus formas justificadas y producir una serie de preguntas críticas que tiendan a impugnar la evidencia de sus límites. Más que una reconstrucción histórica de las ideas, se trata de cuestionar de un modo rigurosamente teórico y por lo tanto, histórico, los conceptos. Se trata, en definitiva, de intervenir en los límites impuestos por la tradición, para reinscribir los sentidos que de alguna manera quedaban relegados en sus márgenes. Desde luego, esas formas fronterizas se asumen como ya contenidas en los efectos producidos de su neutralización.

Un encuentro entre deconstrucción y lectura sintomática se advierte claramente en el siguiente punto: la deconstrucción piensa la genealogía estructurada de los conceptos filosóficos de la manera más fiel, más interior y “al pie de la letra”; es decir, desde un lugar incalificable para la propia filosofía. El síntoma es la diferencia entre los límites de un juego de lecturas –entre una lectura literal y una lectura del vacío–. Es allí que la lectura sintomal opera en un espacio de deconstrucción: en la tensión de esa diferencia. Lo que la lectura lee es, entonces, una resistencia ya contenida que supone, en algún sentido, una exterioridad en la inmanencia. La exterioridad es ese espacio diferencial que, no obstante, requiere de algún borde, para ser justamente una diferencia y no un espacio plenamente abierto o indiferenciado. Pero al mismo tiempo no es ni surge de la propiedad de los elementos que hacen borde o funcionan como límites.

3. Allegro. Torsión y aporía del filósofo comunista

Tomado en sentido amplio, el estructuralismo es una de las grandes aventuras filosóficas del siglo XX: “intentó no solamente nombrar al sujeto, o asignarle una función fundadora, o situarlo, sino además pensarlo”.[28] Así comprendido, es un pensamiento en dos tiempos, un tiempo de la destitución del Sujeto (autónomo, auto-centrado, originario) y otro tiempo del (re)comienzo subjetivo, de la alteración de la subjetividad bajo las modalidades de la desnaturalización, el exceso o el suplemento. Allí “… la subjetividad se forma o se nombra como la cercanía de un límite, cuyo franqueamiento está siempre ya requerido permaneciendo de algún modo siempre irrepresentable”.[29]

En esta línea puede convocarse el sentido político de la reflexión de Etienne Tassin sobre la noción procesual de subjetivación: “No un llegar a ser sí mismo, sino un llegar a ser no-sí-mismo […] En pocas palabras, la idea aquí de subjetivación es la de la producción de una disyuntura, de una desidentificación, de una salida fuera de sí”.[30] Balibar inscribe esa fórmula en el terreno mismo de la crítica estructuralista del sujeto.

… es Althusser quien –en su ensayo “Ideología y aparatos ideológicos de Estado” de 1970– le da de algún modo su forma pura: no hay sujeto que se nombre a sí mismo, o más bien que la teoría ponga en escena como nombrándose a sí mismo, y por lo tanto esclavizándose (s’assujeissant) en el gesto por el que se hace surgir de lo que no es todavía él (un “pre-sujeto”: individuo en la terminología de Althusser), y deviene por ello mismo siempre ya él. No hay constitución estructural del sujeto que no sea, si no –como el sujeto metafísico– a imagen y semejanza del Creador, al menos performance o enactment de una causa sui lingüística. Lo que llamaba más arriba, aunque para señalar la aporía, presentación o reinscripción del límite a partir de su propia impresentabilidad –que podemos llamar diferencia in-asignable, violencia, o pasividad radical, es decir también Cosa, rostro de la muerte, escena primitiva de interpelación…–. Nos queda decidir, y me cuidaré de resolverlo en nombre de alguna norma, si se trata aquí de la tumba del estructuralismo –o de la pregunta a la que induce su reactivación indefinida, su nuevo comienzo–.[31]

Resulta interesante subrayar que Tassin produce esta idea contra Althusser, retomando los términos de la crítica furiosa (ella misma “situada”) de Rancière en la Lección de Althusser.[32] Se trata, sin dudas, de una de las posibilidades de la lectura. La diferencia entre estas dos lecturas –de Balibar y Rancière dibuja el espacio espectral en el que no podemos dejar de leer su enigma. La potencia de su legado es justamente ese espacio de ambigüedad que reclama una toma de posición. Su potencia se juega entre las lecturas y en su diferencia, y es potencia del discurso teórico, porque no le pertenece.

Como hemos dicho, la lectura es lectura de esa opacidad, lectura de lecturas. Y leer a Althusser nos permite perseguir en la tradición marxista, el problema del franqueamiento del límite y sus conexiones con una cuestión vertebral para el materialismo: la del vínculo entre política y saber. Cuestión, en cuya edición francesa de fines del siglo XX, el nombre de Althusser constituyó un enclave problemático; qué duda cabe. Pero es justamente por ello que una interrogación de nuestra propia herencia no puede simplemente deshacerse de este nombre, sino que debe producir sus desajustes, sus distancias con y contra él, entre sus luces y sus sombras. Entre otras cosas, para no arrojar al niño con el agua del baño, cuyo costo en este caso, parece ser suficientemente alto. Tan alto como la procura de una teoría social “postestructuralista” que pretenda haberse deshecho del estructuralismo y de su obstinación en pensar los límites; o una teoría política “postfundacional” que crea haber disipado el enigma religioso del origen; o finalmente una teoría “postmarxista” que suponga haber superado el problema que el marxismo quería nombrar con el concepto “lucha de clases”. Pero cabe aclarar que tampoco se trata, simplemente, de “resistir” en una suerte de trinchera de la nostalgia teórica, contra las “amenazas” de contaminación. Se trata muy por el contrario, de atravesar la soledad, asumiendo que la gran lección del materialismo marxista es justamente la de abrir el espacio teórico a lo que no es él mismo.

4. ¿Y quiénes son, entonces, los filósofos comunistas?

Me refiero a la idea de Althusser, repetida en numerosas ocasiones, de que los “filósofos” (aunque en realidad él estaba pensando en los “filósofos comunistas”, y yo sostengo que podemos extender su consideración a los “comunistas” en general) son “aquellos que desaparecen en su propia intervención” (que se desvanecen, si lo prefieren). Esto es lo que, según Althusser, demuestra en la medida de lo posible que su intervención ha sido efectiva.[33]

Lo que está en juego en la herencia marxista y que la lectura de Althusser no deja de agitar es la posibilidad de una crítica del supuesto, tan caro al despliegue histórico de la Filosofía Política, de la ignorancia de las masas.[34] La cuestión es, sin embargo, identificar las mejores bases para apoyar esa crítica. La pregunta que con Althusser regresa, una y otra vez, resulta tan inquietante como fecunda: ¿puede haber un saber de las masas? Esta pregunta se multiplica en varias otras: ¿ese saber puede ser otra cosa que administración de la desigualdad? ¿Es pertinente preguntarse si las masas son allí sujeto u objeto?…

El desafío deviene necesidad de volver pensables las formas en que política y saber pueden entramarse de otro modo, asumiendo su diferencia y revisando críticamente las formas históricas de su identificación (sean utilitaristas o epistemologizantes). Si se renuncia a este esfuerzo, los riesgos de replicar formas idealistas –elitistas o espontaneístas– permanecen intactos y con ellos, el núcleo duro de cualquier forma de confusión entre emancipación y pedagogía, aunque sea en su forma invertida.

Es aquí que debe ser emplazada la pregunta por la aporía de los “filósofos comunistas”, su despliegue forma una unidad con la crítica de las diferentes figuras del “filósofo aristócrata”, aunque la escansión típicamente althusseriana en ese terreno tiene que ver con evitar “saltar de la filosofía”, porque con ello solo se logra dejarla intacta, en las manos puras del idealismo. Pero defenderla en su derecho a la existencia –contra la teología y contra el pensamiento tecnocrático quiere decir pensarla como toma de posición. Solo así se puede ver claro en la historia de la filosofía, asumiendo una posición en ella; es decir, una “toma de partido” que no es sino tendencia de partición de la filosofía. Inacabada, por supuesto. Esto solo es posible al precio de aceptar que una toma de partido en filosofía no depende de ella misma, sino de su capacidad de dejarse afectar, en su articulación con procesos de transformación operados en otros ámbitos de prácticas, sobredeterminados con y por ellas. En definitiva, se trata de una posición que triunfa en la medida en que desaparece como pensamiento filosófico; o sea, en la medida en que dentro de la filosofía se reinscribe su parte impropia, su propia impresentabilidad.

Esto no tiene nada que ver con una filosofía con voluntad de “extenderse” a las masas, sino solo con la capacidad de saberse incapaz: exigirse saber escuchar(las), para comprender(se). Es decir, encontrarse con otras formas de pensamiento, teóricas y no teóricas, filosóficas y no filosóficas, ideas de otros cuerpos, en un proceso de composición y encuentro, (re)comienzo de un individuo paradójico que se con-forma como excepción, en la trama misma de la necesidad sobredeterminada.

Por algunas de las razones que hemos ya presentado, asumimos que pensar la conjunción teoría/política es pensarla como una torsión determinada (y no como “torsión en general”): la torsión específica que recibe el nombre singular/universal de comunismo. “Ser al mismo tiempo totalmente filósofo y totalmente comunista, sin sacrificar, sin subordinar, sin someter ninguno de los dos términos al otro, en esto consiste la singularidad intelectual de Althusser, en esto consistió la apuesta y el riesgo asumidos por Althusser”.[35]

Comunismo no es, en lo que sigue, el nombre de tal o cual forma política o teórica, sino el modo singular en que ha sido pensada en la historia conflictiva, la consistencia de un pensamiento subjetivo/político (en la estructura y como su borde). Desde luego, no se trata del comunismo como totalidad pero tampoco como unidad, sino de una posición que existe solo en la medida en que opera, en su opaca textura, una distancia interna, un desajuste productivo; a la vez y diferencialmente, para el pensamiento teórico y para el pensamiento político. No se quiere con esto ungirlo ni reivindicarlo, se quiere simplemente pensar lo que puede.

¿Quiénes son los filósofos comunistas? Esta pregunta no es entonces una pregunta por el nombre de una inteligencia que guiaría la acción política en la historia, sino la interrogación de una práctica singular (política) del pensamiento y del proceso de subjetivación política que consiste con ella en una articulación sobredeterminada de temporalidades.

Siguiendo a Balibar, podemos hacer trabajar esta pregunta en tres ejes que son tres formas de transitar el límite de una estructura y de las dicotomías que la organizan (líder/masas; filosofía/democracia; saber/igualdad). En definitiva, son tres modos de perseguir el espacio liminar en el que la estructura se torsiona en lo paradójico-procesual, es decir, en lo subjetivo.[36]

Primera torsión, compromiso del pensamiento en lo subjetivo:Los comunistas son (somos) quienes desean (deseamos) cambiar el mundo para transformarse a sí mismos.[37] El pensamiento comunista moviliza esa ambivalencia de la subjetividad que, en la problemática althusseriana, constituye el lugar de una singular desidentificación que no es un salto afuera de la interpelación sino una de sus modalidades, como sostiene Michel Pêcheux.[38] Se trata en este sentido, de una afirmación subjetiva (no hay comunismo sin lo subjetivo de ese deseo); pero en la medida en que se trata de un deseo de diferencia con lo dado (del mundo y de sí mismo), habrá que deducir que ese sujeto no es sino un proceso de transformación, un proceso de diferenciación-composición, basado en la reflexividad asimétrica entre “sujetos” y “mundo”. Resulta imprescindible pensar el talante de ese compromiso subjetivo prescindiendo de su condición de imaginación y afecto, que podemos denominar interpelación en el sentido althusseriano, siempre que entendamos por ello no una estrecha y unidireccional atadura sino una relación aporética y ambivalente de sujeción/subjetivación. Esta puede ser pensada como la aporía de lo subjetivo: en la medida en que indica el lugar en que la condición de posibilidad de una experiencia de autonomía depende justamente de esta condición del sujeto como efecto de estructuras. Cambiar el mundo para transformarse a sí mismos no coloca una lógica finalista sino que describe una torsión inevitable que desestabiliza la frontera –filosófica– entre lo objetivo y lo subjetivo, en el juego de las prácticas reales.[39]

¿Se puede conceptualizar el compromiso? Perseverar en el esfuerzo de conceptualización, incluso en relación con una noción tan sinuosa como la de compromiso, constituye en sí mismo una toma de posición que se emplaza diferencialmente en el campo del pensamiento comunista –actualizando su problemática al movilizar sus controversias–. En este sentido puede conjeturarse, por ejemplo, una posible discusión con otras posiciones como las Žižek o Badiou, por ejemplo, dentro de ese campo mismo (que no existe sino como una problemática común en esa trama de diferencias). El espesor de la noción de compromiso solo puede dimensionarse desde su “exterioridad” en el ejercicio de un pensamiento (estructuralista) capaz de pensar los desajustes, los bordes de esa idea en otras y con otras, coexistentes y en conflicto con ella.[40] Lo que supone pensarla como siendo ella misma un terreno controversial y pensarla también en la posibilidad de transformarse, desplazando sus fronteras. Esta controversia es, como ya hemos subrayado, más que teórica; su configuración agonal constituye la marca de su exterioridad política: porque lo que un pensamiento estructuralista del comunismo evita soterrar es la tensión irresoluble entre esa idea y la idea de democracia –sin dudas, uno de los bordes menos visibles, justamente por ser el más fuertemente disciplinado por la fuerza de las “evidencias”–.

La urgencia de recuperar la complejidad de esta tensión depende de la capacidad de pensar las fronteras de la propia teoría como dimensión del interdiscurso y no solo como fidelidad interna, fenomenológica, entre Idea y sujeto. La urgencia encuentra también sus razones más allá de la teoría, en la necesidad de sortear los riesgos, derivados de pensar la autonomía como superación de la identificación: es decir, tanto el riesgo de imaginar que es posible trascender el problema de la interpelación sin pensar formas de duración/transición, como el de pretender superar el problema mediante su inversión.[41] Contra ambas tendencias, sugería anticipadamente y con ironía, Althusser: “no se ha subrayado bastante que toda contratransferencia es también un transferencia”.[42]

Segunda torsión, tiempo de imaginar. La filosofía comunista inscripta en la complejidad temporal de una coyuntura se compone como pensamiento tensionado en anticipación; es decir, como esfuerzo –imposible pero perseverante– de proyectar la imaginación política en el ejercicio racional del entendimiento. El pensamiento comunista es “crítico” en el doble sentido que hemos señalado: trabaja como pensamiento reflexivo en la crisis del capitalismo –su contradicción real– con la perspectiva de insertar una dimensión subjetivo-colectiva en su desarrollo y asumiendo en ese proceso, los riesgos de perder su carta de ciudadanía en la Ciudad de la Filosofía.

La temporalidad de este movimiento coincide con la identificación de los límites de la experiencia posible en el presente, como puntos de exterioridad inmanente (las inconsistencias internas de las tendencias existentes, las contradicciones propias de la reproducción de las formas actuales). Contra las figuras (temporales) de la irrupción o de la constitución, la temporalidad de la anticipación supone asumir la condición sobredeterminada del desajuste. Se trata con ello de recuperar la complejidad del concepto de lucha de clases como índice conceptual de la condición contradictoria y dialéctica de una temporalidad múltiple y compleja (y descartando, claro está, la figura imaginaria del combate entre dos posiciones mutuamente exteriores, perfectamente acabadas y ya dadas antes del conflicto que entablan). Y esto, con el objetivo de prescindir de formas totales de acontecimentalidad (el relámpago, la pura discontinuidad, el corte y la revolución total) –ya sea que revistan la forma de negación de un universal ilusorio o de potencia constituyente– y considerar, en su lugar, formas de pensamiento impuras: anticipaciones antitéticas o inconsistencias que se abren a intervenciones de espaciamiento, posibles-imposibles. Se trata con ello de evitar hacer de la política una nueva respuesta a la gran pregunta filosófica por el origen, para tomarse, en cambio, con suma seriedad la conflictividad constitutiva del propio pensamiento político, aceptando que los conflictos de tendencias atraviesan también –y antes que ninguna otra cosa a las “teorías revolucionarias”, a las perspectivas emancipadoras, a las ideologías populares y demás modos de pensamiento de masas.

Esto supone algunas consecuencias para la filosofía comunista. En primer lugar que ella solo puede ser pensada como unidad paradójica, inacabada y sobredeterminada; esto quiere decir que aquello que sus conceptos sean depende de las determinaciones reales, de las contradicciones reales que se juegan también en el terreno del pensamiento. Por lo tanto, la filosofía comunista debe sus posibilidades de existencia presente y futura a la posibilidad de sostener su condición dialéctica; si ese componente se pierde o se desactiva, no hay pensamiento comunista ni comunistas que piensen. Esa marca, que no es metafísica sino inmanente a la articulación real entre teoría y política, es la que funciona (y debe funcionar) como operador de demarcación, como brújula para el análisis coyuntural y para la elaboración conceptual. En ese sentido, la posición materialista en filosofía constituye un llamado a re-pensar esa dialecticidad como el trabajo de una unidad paradójica, sobre el supuesto de que es la que indica la potencia política –imaginativa– del pensamiento marxista. Ese llamado funciona como operador intra-teórico porque paradójicamente es efecto de articulaciones históricas entre teoría y política.

Tercera torsión: subjetivación como proceso de composición. En el campo contradictorio de la propia tradición, la posición materialista toma forma como lectura anacrónica (es decir, actual, como toda lectura entendida en sentido estricto). Así leemos a Balibar leer los últimos párrafos del Manifiesto Comunista:[43] Los comunistas no forman Partido (no son, de principio a fin, una parte, idéntica a sí misma) o forman el partido/general que puede entenderse como el movimiento general de las organizaciones existentes. [44]

Hay, sin dudas, una “negatividad”, un movimiento de descomposición-desplazamiento que recogen muchos, casi todos, los pensadores que se reconocen como comunistas. Pero lo que nos interesa recuperar de esta lectura de Balibar es que su énfasis no está puesto en ninguno de los dos términos de la disyunción (partido/sin-parte; organización/desorganización), sino en su oscilación irresoluble. Irresoluble pero no infinita ni abstracta, sino productiva y realista.[45] El desafío es pensar aporéticamente la idea del “partido general” (que no es parte) considerando lo que los comunistas efectivamente hacen: participar en organizaciones transitando el movimiento real de su deconstrucción. Encontramos allí una extraña “negatividad materialista”, que es un proceso que no permanece idéntico a sí mismo. Y un proceso que no es un sujeto pero es subjetivo porque se torsiona entre la transformación del mundo y la (auto)transformación. Es decir que se produce como sujeto al transformarse. Ese movimiento no es origen ni fin; no tiene nada que ver con una inversión o contra-identificación, ni con la activación de un negatividad-total, sino con el trabajo sobre las fronteras y los límites identitarios, siempre-ya dados (pero en estado de vacilación).

Filósofos comunistas son, en este sentido, procesos de subjetivación-en-desplazamiento (de las coordenadas de identificacion disponibles y del orden de repartición que consiste con ellas). Ese desplazamiento se produce “al mismo tiempo” como procesos de democratización, amplificación, composición en una subjetivación colectiva. Se produce como “el mismo tiempo” en el esfuerzo, siempre precario, de anudar temporalidades múltiples, anacrónicas y anticipadas de hacer/pensar, para producir lo simple como efecto común de una complejidad heterogénea.

De allí que los comunistas no se reconozcan, como plantea Slavoj Žižek siguiendo a Bulent Somay, por “definición filosófica e incapacidad política” (clase universal definida por su incapacidad de poder). Sino como individuo compuesto que concurre en lo que puede la acción común. Un agrupamiento, más o menos precario, en torno al elemento capaz (que en la inmanencia de ese mismo proceso deviene capaz de operar ese agrupamiento).[46]

Este modo del comunismo es él mismo resultado de un proceso de deconstrucción de la dicotomía plebe/vanguardia, esa que insiste en las posiciones de muchos pensadores, aunque a veces de manera implícita o proyectada sobre otras dicotomías.[47]

Esto es, finalmente, lo que queremos decir: lo que la figura del filósofo comunista, con Althusser y a pesar de Althusser ‒es decir, lo que la lectura infiel de sus herederos nos permite pensar‒, es una continuidad paradójica y procesual entre democracia y comunismo en el mismo desplazamiento de la dicotomía entre saber y masas.

Se trata de recuperar la fibra aporética que conecta lo que no se deja juntar, en la propia expresión filósofo/comunista, para hacer de su imposibilidad, una ética del trabajo teórico: la de dejarse afectar por las contradicciones de la coyuntura, al intervenir en ella, para transformarse al transformar y borrarse, al componerse con otros modos de imaginar y desear lo por venir, de modo singular y en común.


  1. Como supo reconocer una larga serie de lectores, colocando a Marx en la nómina de los “maestros de la sospecha”. Cfr. M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, Bs. As., El cielo por asalto, 1995.
  2. Cfr. E. Balibar, Escritos por Althusser, Bs. As., Nueva Visión, 2004.
  3. “… la religión preguntaba la pregunta de las preguntas, la pregunta sobre el origen del mundo, ¿por qué hay algo en vez de nada? ¿Por qué está el Ser antes que la Nada? ¿Por qué existe el mundo? […] la Filosofía ha heredado esta pregunta de las preguntas, la cuestión del origen del mundo, que es la cuestión del mundo, de los hombres y de Dios. […] Pero no la conservó en su simplicidad religiosa, la de un relato o la de una serie de grandes imágenes míticas. Le dio un contenido conceptual, el de un pensamiento abstracto y racional. Así fue como el Dios personal de los Evangelios […] se convirtió en un concepto muy abstracto que cumple un rol teórico en un sistema de conceptos. Ya Platón (La República, VII, 517b-c) lo había pensado como la Idea del Bien […] y Aristóteles (Metafísica, XII, 7, 1072ª-1072b) como el Primer Motor […] Descartes (1982a: 86-88) lo imaginó como Causa Primera […] Al cambiar así el nombre de Dios, al definirlo con rigor y sacando consecuencias teóricas de esta modificación, la filosofía modifica en realidad la naturaleza de Dios, para someter al Dios que le imponía la religión a sus propios fines filosóficos: para cargar a ese Dios con la responsabilidad y la garantía de un mundo profundamente modificado por los descubrimientos científicos y las conmociones sociales. Ponía a Dios a su servicio, pero al mismo tiempo le servía. Para lograr esto, durante mucho tiempo la filosofía idealista tomó a su cargo, con algunas excepciones, la cuestión del ‘origen radical de las cosas’ […] y trató de penetrar el ‘misterio’ de esta cuestión, de pensarla desde un punto de vista conceptual y riguroso… como si las preguntas mismas tuvieran un sentido”. L. Althusser, Iniciación a la filosofía para los no-filósofos, Bs. As., Paidós, 2015, p. 41.
  4. “Nous dirons: la Philosophie n’a pas toujours existé. On observe l’existence de la Philosophie dans les sociétés qui comportent: 1- l’existence de clases sociales (et donc de l’Etat); 2- l’existence de sciences (ou d’une science)”. L. Althusser, Sur la reproduction, París, PUF, 2011, p. 47.
  5. Y, de otro modo: “… los átomos, lejos de ser el origen del mundo, no son más que la recaída secundaria de su asignación y advenimiento. Y para hablar así del mundo y de los átomos es necesario que el mundo y los átomos ya sean. Esto hace para siempre segundo el discurso sobre el mundo y segunda (no primera, como pretendía Aristóteles) la filosofía del Ser, y hace para siempre inteligible como imposible (y por ello, explicable [cf. el apéndice del Libro I de la Ética, que retoma casi palabra por palabra la crítica de toda religión en Epicuro y Lucrecio]) todo discurso de filosofía primera, aunque sea materialista”. L. Althusser, Para un materialismo aleatorio, Madrid, Arena Libros, 2002, pp. 58-59. Subrayado nuestro.
  6. Se abre aquí un matiz de discusión con la afirmación gramsciana que entiende que todo hombre es un filósofo. No tanto un rechazo, pero sí una determinación de sus consecuencias. No se trata de negar que todo hombre puede filosofar, sino de evitar hacer de todo pensamiento un pensamiento filosófico. Esta homogeneización deja impensada la relación de fuerzas y por lo tanto de jerarquías entre distintas prácticas del pensamiento; así, en la medida en que tiende a borrar las diferencias, tiende a suscribir la hegemonía de la Filosofía (idealista) –ella misma dominada por la Epistemología– sobre otros pensares. Uno de los primeros derrotados, en este movimiento de unificación ideológica es, sin dudas, el pensamiento político, al que se le retacea por defecto su estatuto de pensamiento. Cabría pensar si no hay allí una discusión pendiente con Rancière y su tesis filosófico-política sobre la igualdad de las inteligencias.
  7. L. Althusser, Iniciación a la filosofía para no filósofos, Bs. As. Paidós, 2015, pp. 35-36.
  8. Y que Alain Badiou supo reconocer como herencia, la de su inscripción en una genealogía de “enemigos de la Filosofía Política”. No deberíamos perder aquí de vista la paradoja nada despreciable de que Althusser identifica a los enemigos de la Filosofía Política como filósofos políticos. Y en ese caso, se trata de una tradición que excede ampliamente la escena francesa de mediados del siglo XX e involucra entre otros a los pensadores presocráticos, a Maquiavelo y Spinoza y, sin dudas, a Marx. Se trata de pensadores que resultan “filósofos” en la medida en que piensan políticamente.
  9. “El estructuralismo consistió en esto: […] la necesidad de pura thesis existe […] debe ser erigida en objeto de ciencia en sí mismo y por sí mismo: el nombre de estructura resume esta decisión […] con la condición expresa de no ser tratada como physis […] no se formará ninguna hipótesis sobre los orígenes materiales o no, ni sobre la constitución gradual o instantánea, de una necesidad de thesis constatada”. J. C. Milner, El periplo estructural. Figuras y paradigma, Bs. As., Amorrortu, 2003, p. 202. Podría sugerirse que todo el esfuerzo de Althusser en el terreno estructuralista se condensa en la desobediencia a esta última tesis y la asunción de su importancia tanto para pensar la historia como la política, manifiesta en su obstinado esfuerzo por pensar una temporalidad materialista del “comienzo”, capaz de ganar el terreno ocupado por la categoría de “génesis”, a partir de diversos ensayos que apuntan en dirección de Freud, pero también de Maquiavelo, Spinoza y Epicuro.
  10. E. Balibar, “Estructuralismo ¿una destitución del sujeto?”, en Instantes y azares, N° 4-5, año VII, 2007, p. 159.
  11. Ibíd., p. 159.
  12. “No hay porvenir sin Marx. Sin la memoria y sin la herencia de Marx” y “Desde el porvenir, pues, desde el pasado como porvenir absoluto, desde el no saber y lo no advenido de un acontecimiento, de lo que queda por ser (to be): por hacer y por decidir…”. J. Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, Madrid, Editora Nacional, pp. 30 y 35.
  13. E. Balibar, La filosofía de Marx, Bs. As., Nueva Visión, 2000, p. 47-48.
  14. Ibíd., p. 46.
  15. L. Althusser, Iniciación a la filosofía para no filósofos, Bs. As., Paidós, 2015, p. 63.
  16. Se trata de “someter a cuestión sistemática y rigurosamente la historia de los conceptos”. J. Derrida,“La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 390.
  17. En tal sentido, asumir la filosofía derridiana desde una perspectiva de la torsión de una exterioridad inmanente, o simplemente materialista, permite pensar cierta operatividad de la deconstrucción en la posición materialista althusseriana. No se trata con ello de decir que Derrida es materialista o que Althusser es deconstruccionista, sino que lo son en la medida que comparten una idea de la estrategia filosófica (que podríamos condensar en la figura del “rodeo”) cuya visibilización permite poner bajo sospecha la demarcación estructuralismo/postestructuralismo y decir, como hace Balibar, que el estructuralismo era ya un postestructuralismo. E. Balibar, op. cit., 2005.
  18. J. Derrida, Posiciones, Valencia, Pre-Textos, p. 90.
  19. E. Balibar, op. cit., 2000, p. 47.
  20. “Entre la necesidad de la physis y lo arbitrario de la thesis, el marxista puede y debe suponer un tercer término: una necesidad propia de la thesis; la legitimidad de esta hipótesis está garantizada por la efectividad de las ciencias estructurales que hicieron de ella su fundamento”. J. C. Milner, op. cit., p. 226.
  21. Ibíd., pp. 224-225.
  22. “Basta con leer a Marx y a Lenin para comprobar que el marxismo, incluso cuando ha estado vivo, siempre ha estado en una posición crítica (en el doble sentido de la palabra, combatiendo las ilusiones de la ideología dominante y sin cesar amenazado en sus descubrimientos), porque siempre ha estado atrapado y sorprendido en el movimiento de masas y abierto a las exigencias de la historia imprevisibles de sus luchas. Ahora bien, más que nunca, hasta en las peores contradicciones, las masas están en movimiento. Es preciso ‘escucharlas’ para comprenderlas”. L. Althusser, “El marxismo hoy (1978)”, en La soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008, pp. 328-329.
  23. E. Balibar, Escritos por Althusser, Bs. As., Nueva Visión, 2004, p. 66.
  24. L. Althusser, en L. Althusser y E. Balibar, Para leer el capital, México, Siglo XXI, 1969, p. 22.
  25. “Aquí se encuentra lo irremplazable de los textos de Lenin: en el análisis de la estructura de una coyuntura, en el desplazamiento y las condensaciones en sus contradicciones, en su unidad paradójica, que constituyen la existencia misma de ese momento actual que la acción política va a transformar, en el sentido fuerte del término, de un febrero en un octubre 17”. L. Althusser, “Sobre la dialéctica materialista”, en La revolución teórica de Marx, México, Siglo XXI, 1968, p. 147.
  26. E. Balibar, op. cit., 2004, p. 66.
  27. L. Althusser, “El marxismo como teoría finita (1978)”, en La soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008, pp. 299-314.
  28. “… llamo ‘post-estructuralismo’, o estructuralismo más allá de su propia constitución explicativa, a un momento de reinscripción del límite a partir de su propia impresentabilidad. Pero como contrapartida, requiero simplemente que se admita –contrariamente a una tesis obstinada– que la cuestión del sujeto jamás dejó de acompañar al estructuralismo, de definir su orientación. Y en realidad no estoy lejos de pensar que el estructuralismo es uno de los pocos movimientos filosóficos que intentó no solamente nombrar al sujeto, o asignarle una función fundadora, o situarlo, sino además pensarlo”. E. Balibar, op. cit., 2007, p. 165.
  29. “… (como dijo Derrida): a manera de oxímoron y en consecuencia íntimamente emparentada a la idea de una condición de imposibilidad de la experiencia (o de una condición de la experiencia como ‘experiencia de lo imposible’) y no tanto a la de una transposición de la causa en efecto, o de lo originario en artificialidad, etc.”. Ibíd. p. 164.
  30. E. Tassin, “De la subjetivación política. Althusser, Rancière, Foucault, Arendt, Deleuze”, en Estudios Sociales, N° 43, Bogotá, 2012, p. 37.
  31. Ibíd., p. 171.
  32. Dice Tassin: “El argumento de Althusser [recogido por Rancière especialmente de la respuesta a John Lewis, publicada en español, bajo el titulo Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis, México, Siglo XXI, 1974], presenta dos aspectos notables: 1) La historia no tiene sujeto sino un motor, la lucha de clases; y 2) solo hay sujetos sometidos […]. Rancière responde: ‘Son los oprimidos los que son inteligentes y es de su inteligencia que nacen las armas de la libertad’ (Rancière 1974, 40). […] Esto significa que están involucrados en procesos de subjetivación que ellos mismos inventan y componen fuera de la distribución [partage] de lo sensible que dispone de su estatus y de su función dentro de la máquina económica y estatal. Así es la noche de los proletarios, cuando se deshacen las particiones [partages], lo asignado, las distribuciones de los espacios y de los roles llevados a cabo durante el día bajo la ley de la producción. Porque en ese momento, escapando a la autoridad de capataces y patrones, vuelven a ocupar los locales que durante el día están consagrados al trabajo, para usarlos de otra manera, distribuirlos de otra manera, borrar las jerarquías diurnas y convertirse en lectores de Platón, discutir de igual a igual con los filósofos”. E. Tassin, op cit., p. 39. No podemos destinar espacio a una discusión in extenso con esta idea, pero podemos señalar algunos puntos clave en los que emplazarla: 1) La noción de interpelación althusseriana, lejos de ser una denuncia lineal del sometimiento, es una teoría positiva de la ambivalencia entre sujeción/subjetivación; 2) la referencia a las masas como proceso de subjetivación se desprende del propio texto Respuesta a John Lewis y, de modo más poético, en el prólogo al libro de Lecourt sobre el caso Lyssenko –nada menos–. En este sentido, las ideas de Althusser no constituyen un “antecedente” de las de Rancière sino una posición crítica con respecto a este. Althusser crítico de Rancière plantea la discusión acerca de qué es lo que se entiende por práctica política. La cuestión es allí que para Althusser, la política no puede desprenderse de una polémica con Platón –es decir que no puede ser reconducida a una discontinuidad operada en una temporalidad única y homogénea (que tiende a identificar inteligencia y política) –. El desafío del pensamiento materialista es la articulación sobredeterminada de los tiempos –del día y la noche–, y esto exija quizás abandonar la figura del búho de minerva.
  33. E. Balibar, “El comunismo como compromiso, imaginación y política”, en S. Žižek, La idea de comunismo, Madrid, Akal, 2014. p. 48.
  34. Y que a favor y en contra han retomado, Rancière, Balibar, Pêcheux y Badiou, por mencionar algunos de sus más potentes lectores.
  35. E. Balibar, Escritos por Althusser, Bs. As. Nueva Visión, 2004, p. 99.
  36. Cfr. E. Balibar, “El comunismo como compromiso, imaginación y política”, en S. Žižek, op. cit., pp. 21-48.
  37. Ibíd., pp. 22 y sigs.
  38. “… propuse el término des-identificación como tercera modalidad ideológica que afecta la relación sujeto/Sujeto. No se trata de ningún modo de una ‘síntesis’ de tipo hegeliano venida a reconciliar dos momentos anteriores concebidos como la afirmación (identificación) y la negación (contra-identificación); no se trata tampoco de una imposible desubjetivación del sujeto, sino de una transformación de la forma-sujeto bajo el efecto de este acontecimiento sin precedentes en la historia que constituye la fusión tendencial de prácticas revolucionarias del movimiento obrero con la teoría científica de la lucha de clases”. M. Pêcheux, “¡Osar pensar y osar rebelarse! Ideologías, marxismo, lucha de clases”, Décalages: Vol. 1, N° 4, 2011, p. 11. Disponible en http://goo.gl/x02LVT.
  39. Si puede recuperarse alguna relación de fidelidad subjetiva en ese proceso, será aquella que desajusta la escatología religiosa (del verbo y la acción) al apoyarse en la torsión deconstructiva de la demarcación praxis/poiesis y en sus evidentes consecuencias para la de-limitación de la theôria.
  40. Así por ejemplo, se abre una discusión con Badiou, no tanto por su señalamiento de carácter “idealista” del compromiso comunista sino por la posibilidad (o imposibilidad) de pensar esa idea en su existencia y las preguntas que pueden tener lugar a propósito de ella. Badiou encarna por diferencia con Balibar, un abordaje fenomenológico del compromiso (en el sentido de que esa Idea es tomada en el interior de la relación de compromiso subjetivo y por lo tanto se presenta al sujeto como única). E. Balibar, op. cit., 2014, pp. 30 y sigs.
  41. Acudiendo por ejemplo a la figura del salto trascendente, y la noción teológica de “intensidad” que supone que “los individuos trascienden su individualidad al trascender cualquier forma de relación de poder/subordinación para ser parte del ‘cuerpo glorioso’”. E. Balibar, op. cit., 2014, p. 30. Lo no dicho en ambas posiciones (e invisibilizado por su convivencia) es que inscriben la pregunta sobre las posibilidades de composición de un sujeto colectivo en la vieja controversia Estado/no-Estado. Mientras que la de Badiou tiende a una concepción antiestatista del compromiso (con la Idea) basada en el modelo de la Iglesia, la de Žižek apunta al modelo organicista (plenamente transferencial e identificatorio) del Ejercito. A través, por ejemplo, de la generación de un lazo de identificación total que invertiría el vector de la alienación propia de la representación, por la intervención de un golpe de violencia sublime (como propone Žižek en diversas ocasiones). Cfr. “De la democracia a la violencia divina”, en AA. VV., ¿Democracia en qué estado?, Bs. As., Prometeo, 2010, y “Cómo volver a empezar desde el principio”, en A. Hounie (ed.), Sobre la idea de comunismo, Bs. As., Paidós, 2010.
  42. L. Althusser, Escritos sobre psicoanálisis, Bs. As., Siglo XXI, 1996, p. 152.
  43. “Los comunistas trabajan en todas partes por la unión y el acuerdo entre los partidos democráticos de todos los países […] Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. […] Los proletarios no tienen nada que perder en ella (revolución comunista) más que sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo que ganar ¡Proletarios del mundo uníos!”. K. Marx y F. Engels, Manifiesto del partido comunista, Anteo, 1985. p. 80.
  44. E. Balibar, op. cit., 2014, p. 47.
  45. “La universalidad negativa se convierte en universalidad positiva, la desposesión en apropiación, la pérdida de individualidad en desarrollo multilateral de los individuos, cada uno de los cuales es un multiplicidad única de relaciones humanas. Así pues, una reapropiación semejante solo puede producirse para cada uno si se produce simultáneamente para todos […] Por eso la revolución no es comunista únicamente en su resultado sino también en su forma, ¿se dirá que debe significar inevitablemente una disminución de la libertad de los individuos? Al contrario, es la verdadera liberación. Puesto que la sociedad civil burguesa destruye la libertad en el momento mismo en que la proclama como principio”. E. Balibar, La filosofía de Marx, Bs. As., Nueva Visión, 2000, pp. 45-46.
  46. “¿Qué significa las masas que ‘hacen la historia’? En una sociedad de clases, son las masas explotadas, es decir, las clases, capas y categorías sociales explotadas, agrupadas alrededor de la clase explotada capaz de unirlas y ponerlas en movimiento contra las clases dominantes que detentan el poder de Estado. La clase explotada “capaz de…” no es siempre la clase más explotada, o la ‘capa’ social más miserable”. L. Althusser, Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis, México, Siglo XXI, 1974, p. 30.
  47. Y que surge, por ejemplo, en Žižek: en su énfasis en la necesidad de una identificación invertida, pero plena y totalitaria entre pueblo y líder, como pivote del golpe a la alienación propia de la representación democrática; y por otros medios, reaparece implícita en el pensamiento de Rancière (en el axioma de la igualdad de las inteligencias como eje de la idea democrática de emancipación, pero contrapuesta especularmente a un liderazgo pedagógico del saber). Cf. J. Rancière, “Comunistas sin comunismo”, en A. Hounie, op. cit.


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