Conversaciones en el Germani
Claudia Hilb, Luciano Nosetto, Javier Vázquez, Cecilia Abdo Ferez, Agustín Volco, Matías Sirczuk, Guillermo Sibilia, Pablo Bagedelli, Erika Hack, Isabel Rollandi, Gonzalo Cernadas, Franco Castorina, Soledad Montero, Lucía Quaretti. Facundo Vega, Diego Paredes, Eugenia Mattei
Este texto tiene la forma de un diálogo, y tiene origen en una conversación colectiva que se llevó a cabo en el mes de junio de 2015 en el seno del equipo de investigación Ubacyt coordinado por Claudia Hilb en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Motivados por la pregunta “¿qué es hacer teoría política hoy?”, decidimos elaborar un escrito en el que quedara reflejado el modo en que este equipo hace y piensa la teoría política.
Esa modalidad es, en nuestro caso, eminentemente dialógica, y ello por partida doble: por un lado, para nosotros hacer teoría política supone siempre la discusión y la puesta en común de argumentos y contraargumentos. Y por otro, o al mismo tiempo, nuestra práctica parece indicarnos que la teoría política es siempre una teoría de la lectura, una tarea interpretativa que dialoga con textos, autores y tradiciones que operan como soportes de la reflexión. Es por eso que, para pensar en las implicancias teóricas y políticas de nuestra propia práctica, elegimos partir de un corpus de tres textos clásicos que problematizan la cuestión de la relación entre teoría y política, en un ejercicio de lectura similar al que realizamos habitualmente.
Los textos seleccionados para la discusión fueron: el capítulo “El legislador”, en Del contrato social, de J. J. Rousseau; El conflicto de las Facultades, de I. Kant; y la introducción a La democracia en América, de Tocqueville. La idea que guió la selección fue que se tratara de textos de autores que nos interesaban en común, que pudieran introducir el problema que nos importaba abordar, pero que a la vez ninguno de los autores fuera el objeto del trabajo particular de alguno de los integrantes del equipo, por encima de otros. [1]
La discusión se organizó inicialmente en torno a algunos problemas fijados con anticipación. A fin de dar mayor claridad a esta presentación podemos agrupar esos problemas en cuatro grandes ejes, que son los que de manera más o menos explícita atravesaron y organizaron el debate:[2]
- La distinción entre la ciencia política, la teoría política y la filosofía política. ¿Cuál es el objeto específico de la teoría política? ¿Cómo se posiciona el sujeto que conoce frente a los fenómenos políticos? ¿De qué modo los objetos definen los posicionamientos del teórico político?
- La relación entre la teoría política y la ciudad. ¿Qué vínculo se teje entre el teórico de lo político y el pueblo?
- El teórico político como actor o como espectador, y el problema del juicio. ¿Cuál es la actitud que el teórico político debe adoptar hacia el mundo, cuál es su grado de “afectación” por los fenómenos políticos?
- Textos y acontecimientos. ¿La teoría política debe partir de los textos o del acontecimiento puro? ¿Qué lugar tienen en la teoría política las condiciones de lectura de los textos?
1. Ciencia política, teoría política y filosofía política
–Luciano: En términos de la organización de la conversación de hoy, propongo empezar con una reflexión sobre los textos que tenemos en común, y contaminarlos a partir de las preguntas que nos guían.
Básicamente me preguntaba si en estos tres autores no es posible identificar tres actitudes respecto de las cosas políticas y su conocimiento. Y, a efectos polémicos, establecer una división muy tajante: la identificación de una actitud filosófica en Kant, una actitud científica del orden de una ciencia política, una ciencia social o sociología política en Tocqueville, y una actitud teórica en Rousseau.
En El conflicto de las facultades, vemos que el marco general de la empresa kantiana tiene que ver con el programa de la crítica, con señalar los límites de la razón. Ahí Kant funciona casi como un cartógrafo, distinguiendo dominios o reinos. Y los va distinguiendo a partir de la fijación y el establecimiento duradero de fronteras. Este es el dominio de la razón práctica, este es el dominio de la razón teórica, y uno no puede moverse de una frontera a otra sin problemas. Y esas particiones se corresponden con la distinción binaria entre los sabios, los que pueden hacer un uso público de la razón pero nunca un uso privado, y los letrados, los que pueden hacer un uso privado de la razón pero nunca un uso público. Esta distinción entre el reino de los sabios y el de los letrados implica una enorme ganancia de los sabios, que se vuelven guardianes exclusivos de la erudición, de la razón, de la universalidad, pero el precio que pagan es que su razón pareciera no tener un correlato político. Y esto tiene un par de consecuencias: un imperativo categórico que resulta políticamente inaplicable o insignificante, un deber ser que queda desconectado de la política y que devuelve al sabio a una relación de interés desapegado, estetizado, con los acontecimientos. En ese sentido no deja de ser importante el reemplazo de la filosofía política por la filosofía de la historia: como si para conectar las cosas filosóficas con las cosas políticas tuviera que pasar toda la historia por el medio. Una desconexión tal entre aquello que el sabio conoce en términos del deber ser y los acontecimientos del siglo que no deja lugar para la prudencia, que implica cierto gradiente y latitud.
Ahora, en el caso de Tocqueville hay un interés inmediato por el acontecimiento de la revolución democrática en curso. Tocqueville pareciera poner la oreja sobre el suelo para escuchar cómo se aproximan las manadas, para escuchar los golpes de las pezuñas de las bestias contra el suelo. Precisamente, Tocqueville quiere escuchar qué es lo que viene. Su actitud se sustrae del juicio, no se trata de juzgar, sino de admitir lo que está pasando, de admitir la revolución como un hecho consumado o en vías de consumación. Y se trata de comprender los efectos, de inscribirlos en una serie de encadenamientos causales, y de clarificar los medios para hacer el acontecimiento aprovechable. Hay por un lado una explicación causal y por el otro una elaboración técnico-instrumental. Identifica un hecho generador, un principio fundamental, un fundamento –la igualdad de condiciones–, pero no busca juzgar ese fundamento, decir si ese fundamento es lo que debe ser, sino inscribirlo en un encadenamiento causal y realizar una reflexión técnico-instrumental sobre cómo aprovechar la revolución en curso, sin predicar sobre la bondad o maldad de la revolución en curso.
¿Qué queda de esta estilización? Por un lado, en el caso de Kant una razón práctica que se desentiende de toda comprensión política, y por otro lado, en el caso de Tocqueville una comprensión política que se desentiende de toda razón práctica.
Me parece que en el caso de Rousseau la cosa es más complicada en cuanto a la posibilidad de establecer distinciones tan claras, y la figura del filósofo legislador (figura que atraviesa toda la tradición del pensamiento político) es la figura de esa complicación. Porque, por un lado, el legislador es un sabio, una inteligencia sublime, o un genio, que permite descubrir las mejores reglas que convienen a todas las naciones, de modo que el sabio tiene un conocimiento del universal o lo natural. Pero al mismo tiempo el sabio se enfrenta al problema de la factibilidad de todo ideal, del carácter elusivo de la voluntad popular, al hecho de que el número no se aviene a los cálculos de los idealistas. Antes que insistir en la ignorancia del pueblo, me resulta más interesante decir que Rousseau identifica que el número no se aviene a las voluntades más idealistas, que hay ideales que el legislador puede inteligir, pero que el número no se aviene a esos ideales. Entonces, entre la idea y el número es necesario establecer una mediación, y quien la establece es el sabio. El sabio media entre la idea y la efectuación política de esa idea a partir de una negociación, por un lado, con los dioses del pueblo: va a los lugares sagrados de ese pueblo que no se aviene fácilmente e intenta negociar entre el mundo de las ideas al que puede acceder mediante su conocimiento y los dioses de la ciudad, con sus leyes y tradiciones. Y es en esa latitud, definida entre el cielo del filósofo y el cielo del pueblo, que se establece un gradiente que tiene que ver con la prudencia, y que para mí es definitorio de la teoría política, de la cual Rousseau es expresivo, no tanto como Kant, expresión de la filosofía política, ni como Tocqueville, expresión de la ciencia política.
Para terminar diría que tal vez hay algo de la teoría política que tiene los pies en el barro pero la cabeza erguida, a diferencia de Tocqueville que tiene la cabeza en el suelo, o de Kant, que tiene los pies en el aire. Me parece que la teoría política es precisamente eso.
–Claudia: Yo no acuerdo realmente con las caracterizaciones, y con lo que Luciano atribuyó a cada autor, disiento muy en particular respecto de Tocqueville, de Rousseau también, aunque con Kant podría concordar más. Podría hacer una descripción similar a la que hace Luciano a partir del problema de la democracia en Lefort:[3] por un lado se encuentran los que creen en el desarrollo ineluctable de la historia, por otro lado la ciencia política que aplana todo, y luego el pensamiento político, que rechaza tanto ese saber trascendente como ese aplanamiento de la ciencia política. En lo que disiento decididamente es en que Tocqueville sea el aplanamiento de la ciencia política; en absoluto, lo pondría mucho mejor del lado de la postura lefortiana (que por otra parte es lo que hace el propio Lefort). Y tampoco creo que Rousseau represente la prudencia: creo que Rousseau representa el drama de la cuestión del fundamento del orden político en la modernidad, pero no la respuesta a este drama bajo la forma de la prudencia. Efectivamente, Rousseau se mueve en esta no correspondencia entre voluntad general y voluntad de todos, y el legislador o el educador es la figura que viene a resolver esto, pero de una manera siempre insatisfactoria. No creo que Rousseau haya encontrado una solución para esto, sino que expresa, como ningún otro moderno, la dramaticidad de este problema sin solución. Pero no estoy de acuerdo con la idea de pensar que el legislador o la prudencia intervienen entre dos afirmaciones, cosas, hechos o postulados que tendrían una materialidad en sí mismas, sobre todo entre la idea y la voluntad de la mayoría. ¿Qué es esa idea en la que intervendría la voluntad del legislador? Creo que esa idea en la que intervendría el legislador es lo que ya no existe, o sea, el legislador intervendría sobre un no existente. Si nos atenemos al planteo de Luciano, parecería que seguimos teniendo la idea, es decir, seguimos teniendo a Kant; seguimos teniendo los hechos, la cosa en sí, es decir, seguimos teniendo a Tocqueville; y en el medio hay alguien que media. No: sobre todo, ya no tenemos algo así como “la idea”. Podemos discutir qué es aquello que tenemos como “la cosa”. Y, por otro lado, creo que ‒como advierte Facundo en las observaciones que envió‒ es interesante también estar atentos a no fascinarnos con la cosa o con el acontecimiento como si fuera algo de lo que sabemos de qué se trata.[4] Pero en el planteo de Luciano parece como si esas dos cosas persistieran. Y yo creo que no persisten.
–Cecilia: ¿Pero no dirías que instituir un pueblo es la idea motora de Rousseau y de este capítulo en general? En el legislador, instituir el pueblo es torcer una naturaleza e imbuirle otra, una que queda completamente indeterminada. Eso no es una idea siquiera: es un acto performativo.
–Claudia: Creo que lo que hace Rousseau no representa la respuesta de la prudencia, tal como nosotros podemos entenderla, entre una idea que ya no es tal y un pueblo que no tiene una materialidad preexistente. Sí, probablemente Rousseau pretenda establecer esa mediación, pero en todo caso eso se encuentra muy lejos de lo que yo entiendo por una teoría política basada en la prudencia.
–Luciano: ¿Y por qué Tocqueville sí?
–Matías: Una de las cosas que me llama la atención es la contraposición entre Rousseau y Tocqueville con respecto a la idea de pensar si existe (o no) un deber ser, una idea acerca de cómo deben ser las cosas para criticar lo actualmente existente. A mí me parece, más bien, en línea de lo que dice Lefort y señala Claudia, que el esfuerzo de Tocqueville supone no quedarse simplemente en aquello que está sucediendo, sino que aquello que está sucediendo permite todavía distinguir entre diferentes formas de sociedad… y a partir de allí juzgar lo existente. Creo que no se elimina en Tocqueville la posibilidad del juicio, y creo que mi modo de entender la teoría política tiene que ver con seguir pensando acerca de la diferencia entre distintas formas de organización política, sin la necesidad de, para poder juzgar, apelar a un principio trascendente al orden político mismo. Me parece que en el análisis general que hace Tocqueville de la democracia está todo el tiempo emitiendo juicios acerca de cómo esa sociedad democrática puede diferenciarse de otros modos de sociedad. Y que para eso no tiene que apelar a la filosofía como aquello que decide sobre el bien, para, una vez que lo conoce, poder establecer distinciones, sino que esas distinciones surgen justamente del estudio sobre aquello que está sucediendo…
–Guillermo: Pero la distinción, en sí misma, ¿es algo performativo? Es cierto que en el texto de Tocqueville vemos que el autor plantea que hay diferentes formas de sociedad, pero eso en sí mismo no significa que haya una pregunta acerca de la “mejor” forma de sociedad, y que por lo tanto la teoría política tenga esa vocación, esto es, que deba responder esa pregunta. Es decir, en otras palabras, no significa que de allí se desprenda la existencia de diferentes formas de régimen, para decirlo en esos términos…
–Matías: Hay una frase en la que Lefort menciona a Tocqueville que dice algo así como: “Escuchamos con frecuencia en la actualidad la afirmación de que entre la democracia y el sistema totalitario no existe sino una diferencia en el grado de opresión. Más aun: algunos se complacen en hablar de ‘democracia totalitaria’. Retomemos la expresión [de Tocqueville]: es un absurdo palpable”.[5] La democracia es el lugar de la libertad, y eso la diferencia de otros regímenes. Y aquellos que no ven esta diferencia están cayendo en un “absurdo palpable”.
–Claudia: El tema es la relación con la libertad en Tocqueville. La libertad está en el horizonte de todo lo que piensa, dice y escribe sobre la democracia en América; es un horizonte que no consideraría propiamente prescriptivo… pero casi…
–Matías: Y ahí la diferencia está en que la preocupación por la libertad permite diferenciar el tipo ideal del mediador, como lo expuso Luciano, y el tipo ideal de Tocqueville como aquel que piensa una suerte de fenomenología sobre los asuntos humanos.
–Erika: La pregunta es: el modo en que Tocqueville plantea la diferencia entre distintos modos de sociedad, ¿implica una preferencia?
–Matías: No tengo una respuesta definitiva, solo una opinión. Diría que no hay una preferencia, sino que la diferencia entre formas de sociedad en Tocqueville o en Arendt no es una diferencia por juicios de valor: Lefort dice que se da a partir de la articulación de las apariencias, aunque habría que dilucidar qué significa eso. Pero creo que hay, intuitivamente, algo que no tiene que ver con una simple preferencia.
–Sol: En relación con lo que decía Claudia sobre la preocupación por la libertad en Tocqueville como horizonte, yo había intentado pensar una clasificación para hacer una contraposición entre Tocqueville y Rousseau en relación con la actitud científica que ellos dos toman en función de la concepción de su objeto: cómo la concepción de su propio objeto en alguna forma determina o incide en el modo en que cada uno se vincula con ese objeto. Tratando de encontrar figuras, analogías, pensaba que Tocqueville se asemejaría al flâneur, aquel que se introduce en su objeto como quien pasea por los meandros de la democracia, objeto que, por otra parte, se le viene encima, se le impone irreversiblemente, y frente al que no puede hacer nada: es un objeto indominable, en el que se introduce como un etnógrafo. Ciertamente, está la preocupación por la libertad, hay ahí un horizonte, una preocupación, un juicio, algo que podría parecer como una prescripción. De todos modos me parece que Tocqueville está indagando sobre algo que no conoce, y es precisamente esa definición de la democracia como algo indominable lo que caracteriza su actitud científica. En contraposición, pensaba en Rousseau a partir de la figura del demiurgo, figura que también se deduce de su concepción del pueblo como algo homogéneo, pero que al mismo tiempo no sabe: por eso tiene que venir el extranjero, el arquitecto o el ingeniero que diseña la ley. Esa es la actitud que tiene como científico, y yo creo que ahí sí hay un juicio. Y diría que la actitud de Kant efectivamente se parece más a la del sabio o a la del filósofo.
–Pablo: Primero quisiera reconocer algo sintomático en lo que venimos hablando. Comenzamos haciendo la tipificación del científico, el filósofo y el teórico, como si hubiese algo en nuestro trabajo de buscar la especificidad de la teoría política o pensamiento político frente a la filosofía o la ciencia. Al respecto, me gustaría hacer un comentario sobre Tocqueville y la idea de que lo propio del científico es buscar las relaciones causales entre las cosas. Así, la pregunta que quisiera plantear, para acercarlo más a la figura del teórico, sería si el hecho generador tiene una relación causal con sus efectos. Tengo en mente el privilegio republicano o montesquieuvino del principio inspirador frente a la causa. En este sentido, me interesa la distinción que hace Tocqueville entre el “mañana” y el “porvenir”,[6] como si el primero estuviera más cercano a la causalidad, y el segunda más abierto al orden de lo performativo o al orden del acontecimiento. Entonces, sugeriría que en el tiempo que abre el porvenir, sobre el mañana causal, está la posibilidad de este encauzamiento o de este acto que es la actitud performativa del teórico. Esto también lo relacionaría con la especificidad de la teoría que, frente a lo filosófico o a lo científico, reproduce el acto político mismo en ese acto performativo: replicando, en algún sentido, el acto fundante de lo político que reconoce algo como verdadero y exterior a la vez que lo instaura. Me pregunto si eso no es también lo que hace este teórico político que depura el principio fundante definiéndolo fenomenológicamente por sus características, y en ese acto lo instaura como verdad…
–Sol: Con respecto a lo performativo en Tocqueville, diría que allí hay, más que una actitud performativa, una inquietud, una pregunta. En ese sentido, como decíamos antes, la actitud de Tocqueville quizás se parece más a la actitud que este equipo adopta respecto a los objetos: por ejemplo, ¿cómo abordar el objeto del pasado reciente? En principio, uno se enfrenta a algo que lo escandaliza, preocupa o inquieta. Es algo que se ve en los textos de Claudia, por ejemplo: “¿Por qué los intelectuales de izquierda de mi generación no cuestionan tal aspecto de la revolución cubana?”. Me parece que ahí hay una pregunta, una inquietud, un sacudón por el fenómeno, por el hecho, y a partir de ahí, no diría que hay una mera descripción, porque no es el caso, pero habría que ver cuál es el lugar del juicio ahí.
–Claudia: Yo creo que lo que dicen Pablo y Sol sobre Tocqueville puede pensarse como la diferencia entre explicación y comprensión.
2. La teoría política y la ciudad
–Agustín: En principio diría que también me genera dudas la caracterización de un Tocqueville que simplemente escucha, que recibe información o que tiene una inspiración empírica. Yo casi empujaría a los tres autores no a una misma solución sino a un mismo problema respecto de la cuestión del teórico frente a la ciudad, y más precisamente frente al pueblo, y al problema de si el teórico le dice algo al pueblo o a la ciudad, o no. Y allí, todo el problema también de la relación entre saber y poder, y la prudencia. Todos los textos giran en torno a las revoluciones democráticas, y me parece que ahí se les presenta un mismo problema a los tres: si ellos son simples voceros del pueblo, el teórico se reduce a la insignificancia o a ser un apropiador ilegítimo de la palabra popular (¿para qué necesitaría ser un reproductor fiel de la palabra del pueblo?), y por otro lado, como enunciadores de un bien que la mayoría no ve (y que, según Rousseau, debe serle presentado a esa mayoría tal cual es, o tal cual “debe parecerle”), se convierten también en personajes que dañan los principios de la democracia al decir defenderlos.
Y este doble problema –el carácter legítimo o ilegítimo de la palabra del legislador con respecto a la del pueblo, y por otro lado, el estatuto de su supuesto saber sobre aquello que las mayorías ignoran– se manifiesta en la dificultad de pensar la relación entre saber y poder en un contexto democrático. No digo que señale la imposibilidad –acá estoy de acuerdo, ya se dijo mucho sobre la denigración de las masas–, pero sí señala ciertas dificultades específicas de la relación entre saber y poder en el contexto de las revoluciones democráticas y de los peligros que ciertas derivas del pensamiento pueden engendrar. Y diría, más específicamente sobre los autores, que empujaría a los tres a la teoría política, en el sentido en que revelan la tensión y la dificultad de la posición del teórico y el lugar de la teoría. Rousseau lo presenta, en el capítulo que estamos discutiendo, de la manera más dramática: la tarea sobrehumana, casi divina, pero con armas que no son nada. Pero también aparece en Tocqueville una carga valorativa en la preocupación acerca de la dirección de la democracia por las clases más inteligentes y más morales, y la referencia a que la ausencia de esa dirección deja a la democracia abandonada a sus instintos más salvajes. A mí me cuesta mucho no ver distinciones en esa expresión. Ciertamente él declara la intención de observar imparcialmente, y también me parece que es bastante lo que hay ahí para pensar en Tocqueville, pero no escapa al problema de juzgar y de presentar ese juicio públicamente. En el caso de Kant, como bien se dijo, aparece de manera explícita una reflexión sobre la figura del maestro del pueblo y el maestro de la juventud, y ahí se presenta el problema de la relación entre quien sabe y el pueblo en general. Y en ese sentido, esa tensión entre un saber y un poder que es indefectiblemente poder del número se les presenta como problema a los tres autores. ¿Debe ser el teórico un testigo imparcial (y es realmente posible tal imparcialidad como tarea de reflexión política), o debe decir lo que se debe hacer? Es decir, para retomar la expresión de Tocqueville, ¿debe “escribir enseñanzas o panegíricos”? Me parece que, cuando me pongo a reflexionar sobre lo que hacemos, creo que este es un problema que se nos presenta a todos: veo este problema operando en el modo en que estos tres autores reflexionan, y esa misma tarea me dispone a mí a reflexionar.
Quiero decir, me parece que hay en los tres casos una actitud –una apuesta y un estilo– que procuran evitar darle solución al problema antes de que se presente, y que busca, por un lado, encontrar y evaluar en las condiciones en las que el problema se presenta los elementos para pensar y juzgar, y, al mismo tiempo, busca no quedar atrapado o fascinado con lo que se le presenta como si fuera una suerte de verdad revelada de otro signo. Un ejemplo: los hombres de la revolución americana declararon como verdad evidente que los hombres nacen libres e iguales, y admitieron la esclavitud en la fundación de su comunidad política. No digo esto para hacer una crítica moral de los autores, sino para mostrar más la viga en el ojo propio antes que la paja en el ojo ajeno. Para dar cuenta de las dificultades de la tarea que creo se nos presenta y para enfrentarla, al menos como la concibo yo y muchos otros, me parece que es preciso encarar un ejercicio de reflexión que resulta arduo, en términos que no tienen solución previa ni metodología. Es decir, nos enfrentamos con una tarea que es la de, en el mejor de los casos, pensar y juzgar. Y dejo solo mencionado el hecho de que esto balancea muchísimo la cuestión de la teoría y la práctica hacia la teoría.
–Guillermo: Por mi parte, estoy en desacuerdo con la distinción fuerte entre filosofía, ciencia y teoría porque pienso que, si nos atenemos a los textos que discutimos (por ejemplo al de Kant), esa distinción no sería operativa; ni siquiera lo sería respecto de lo que Agustín decía hacia el final, es decir, no habría una distinción fuerte en Kant entre teoría y práctica: la distinción viene en todo caso dada entre ciencia (teoría y práctica) por un lado, y metafísica, por el otro. Por otro lado, tampoco me parece, como decía Luciano, que en Tocqueville no se trata de juzgar; me parece que lo paradójico o interesante que hay en Tocqueville –algo que en cierta manera veo también en Spinoza y en otros autores que me interesan– es que, de todas maneras, aun pretendiendo ser una explicación causal, de cierta manera determinista, no cae en la imposibilidad de juzgar. En función de las cosas que surgieron, aparece la pregunta sobre si en Rousseau el legislador se reduce a la figura del sabio. Es cierto que desde la tradición platónica puede interpretarse de esa manera. El sabio es el legislador si lo traemos más a nuestra actualidad, pero ¿el sabio es el legislador, sin más? Lo planteo como pregunta sin tener la respuesta…
Hay algo, hay un problema que me parece une a los tres autores, y que está presente en la mayoría de los pensadores modernos; es aquello que Claudia planteaba como la tensión o dilema entre la voluntad general como voluntad de la mayoría y la aparición del legislador; dilema que aparece bajo otra forma en el texto de Tocqueville, y que se puede rastrear hasta en la obra de Spinoza. Está sintetizado en la célebre frase de Ovidio: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”, que se relaciona con lo que salió a la luz acá: ¿cuánto sabe la multitud acerca de sus intereses?, ¿cuánto necesita de una ley heterónoma?, ¿en qué medida es posible que esa ley heterónoma sea de alguna manera conducida a alguna forma de autonomía? (yo creo que esto último es el interés claro de Rousseau). De lo que sí estoy seguro es que no creo que la teoría política y el saber político puedan encarnar de manera completa los verdaderos intereses de la comunidad. Ahora bien, eso deja ciertamente abierta la pregunta acerca de cuál es la apuesta política que la teoría política hace. En ese punto yo soy probablemente más escéptico, yo no sé cuánto de impacto político tiene la teoría política cuando abordamos autores que pensaron acerca de la política.
Volviendo a Kant, hay una pregunta que me parece interesante plantear ahora, influenciado por la lectura que hace Arendt del filósofo de Königsberg: ¿el teórico es un actor o un espectador? Claramente la respuesta que se dé a esa pregunta va a ofrecer distintas perspectivas entre saber y política, o saber y poder, y teoría y política. En los términos de Arendt, y quizás también en los términos mismos de Kant, es cierto que por un lado el actor nunca actúa solo porque está implicado en una pluralidad, y que, por el otro, el espectador está en una pluralidad pero no está implicado en el acontecimiento y que, por eso mismo, puede reconocer el designio de la providencia, el hecho histórico, puede reconocer el signo de un bien político y moral. Entonces, parecería que para el espectador hay un espectáculo que es signo de un progreso, y que para el actor hay acontecimientos simplemente fortuitos y contingentes. Y eso me parece por lo menos paradójico, porque la intervención del que sabe es posible gracias a su calidad de espectador, gracias al hecho de estar al margen, de no estar contaminado y de poder ver los acontecimientos de esa manera. Eso mismo parece hacer Kant, en su voluntad manifiesta de que la filosofía sea una filosofía de la historia o una filosofía política.
–Cecilia: La discusión me resulta un tanto abstracta por momentos y tengo con lo abstracto algunas incomodidades. Yo leí el texto de Kant ayer, cuando todos estábamos mirando otras cosas: los resultados de las elecciones en la ciudad de Buenos Aires. Y me parece importante reponer las condiciones de lectura porque son fundamentales para ver en qué estado corporal uno lee, cómo lee, y qué implica leer. Leí el texto, además, interrumpiéndolo con Twitter. Y apareció un tweet de un cientista político que decía: “El escrutinio de Grecia va a ser lo que, a Sergio Massa, fue el acto de Vélez”,[7] en el sentido de una puesta en escena de algo que no va a tener ninguna consecuencia. Veía eso mientras leía a Kant, hablando del entusiasmo del espectador frente a un hecho. Un hecho que le parece un signo de algo que lo compromete tanto como para decir que “progresaremos hacia lo mejor”, que lo compromete a ese nivel. Pensaba entonces que no compartiría lo que se dijo de Kant, por lo siguiente: El conflicto de las Facultades de Kant es parte de una respuesta de Kant a una carta previa del nuevo rey Federico Guillermo II, en la que lo llamaba al orden. Ante la cual, Kant responde que se declara su súbdito más leal y que, para demostrárselo, hasta que el rey no se muriera no iba a publicar ningún escrito más. Qué es lo que efectivamente sucedió: El conflicto de las facultades salió un año después de la muerte de Federico Guillermo II. Uno de los textos por los cuales Kant había sido llamado al orden, “De la lucha del principio bueno contra el malo”, había sido evaluado por un comité de censura que había instaurado el rey, y ese comité le había dicho a Kant que no lo podía publicar. Pero Kant, lejos de ser el filósofo aséptico y obediente, lo que hizo fue recopilar un montón de textos junto con ese, y, como profesor de universidad –esto es, haciendo uso de prerrogativas que no tenían los demás súbditos–, los incluyó a todos en un libro y los envió a la comisión de la universidad, que sí podía saltear el comité de censura del rey. Los envió primero a la Facultad de Teología de Königsberg, para ver si, en su criterio, eran ellos los que debían evaluar si la compilación era publicable. La Facultad de Teología la derivó a la de Filosofía. Y como si eso no fuera suficiente, Kant evitó la comisión de su propia universidad: la remitieron a la Facultad de Filosofía de Jena, que no era la suya. Y esta finalmente le dijo que sí, que estaba autorizado a publicarla.
Hay algo en Kant que es una suerte de obediencia, sí, pero en el medio de muchas astucias para hacerse con la autorización de la publicación de textos que incluyen fuertes declaraciones, del tipo: “El pueblo no entiende, no tiene por qué comprender el sentido de los acontecimientos, pero el entusiasmo de los espectadores frente a la revolución me hace decir que vamos hacia lo mejor”. Hay algo de Kant que, antes que como filósofo aséptico, lo muestra como alguien que está profundamente entrometido en su tiempo, alguien que hasta se siente un profeta, en el sentido spinoziano del término: siente que comparte el entusiasmo de los espectadores, y el entusiasmo lo hace decir cosas que hoy resultan completamente rebasadas de certezas y hasta imprudentes.
Algo de la pregunta por la teoría desligada de sus condiciones de lectura, desligada de cómo son las producciones de los textos, de las condiciones de escritura de los textos, de los estados de lectura de los otros, del tiempo en el que se escriben los textos, me resulta una posición que la modernidad ha buscado: la del teórico como aquel que se separa de todas las supuestas pasiones de los otros y que es cada vez más el pretendido mediador, el que puede escribir un tweet diciendo: “Lo de Grecia no va a quedar en nada”. Eso no es refinamiento, sino que revela más bien la creencia de que, porque uno puede articular mejor las palabras y decir frases más elucubradas que los otros, tiene alguna especie real de saber. Cuando yo vuelvo al texto de Kant, Kant incluye en la llamada Facultad de Filosofía a todas las Ciencias Sociales, y dice: “Gente, ustedes lo que tienen que hacer es no separar el objeto, incluso el objeto político, de una reflexión sobre cómo piensan el objeto. Esa obligación es por lo único que nos mantenemos como Facultad de Filosofía”, con los privilegios de la Facultad de Filosofía. Esa me parece una tarea que, lejos de ser la del filósofo que no se conmueve, es la de aquel que está torturado por pensar qué le demanda el objeto.
Yo no leo a Kant como el asceta, el que tenía todas las áreas divididas, que no se podían mezclar, porque de hecho las Facultades están llenas de conflictos. Pero sobre todo, me parece que hay algo de los supuestos de la teoría, que él compartiría, que implica una necesaria pregunta por el “¿qué importa?, ¿qué nos importa de todo lo que estamos diciendo, de todo lo que pensamos?, ¿qué de ese objeto demanda qué tipo de reflexión?”. Ahí se pone una y otra vez en juego la situación del mundo, cómo lo pensamos, por qué importa lo que pensamos.
–Diego: Me parece que la tipología entre ciencia, teoría y filosofía que trae Luciano tiene que pensarse en términos de los distintos modos de pensar la política. Hay algo en común, y que debiéramos pensar, que remite a lo que comentó Cecilia respecto de las condiciones de producción y de lectura, al modo en que leemos textos y al uso que hacemos de ellos. Lo que trae Luciano puede identificarse con los distintos modos de pensar la política, y cada uno puede reconocer estos distintos modos o estilos, o con el lugar del teórico político, como decía Pablo, distinto del filósofo y del científico, es decir, de aquel que establece un juicio sin verse atravesado por una coyuntura, o por determinaciones, o por condiciones, y, por otro lado, de aquel que es atravesado por condiciones y no juzga. Me parece que, en este punto, todos concebimos la no renuncia a la posibilidad de juzgar. Y ahí, concuerdo con Matías también, yo sí diría que está la posibilidad de juzgar en Tocqueville, no de manera trascendente, sino en función de las condiciones que él visualiza en la singularidad de una experiencia. Me parece que ahí hay algo que remite a Arendt respecto del grado de afectación que tiene que tener el investigador cuando se acerca a un fenómeno, como en su experiencia en relación con el estudio del totalitarismo, que no puede hacerse de manera desafectada. Creo que eso también forma parte de las discusiones de qué significa leer teoría política, qué significa hacer teoría política, y cómo nos manejamos en relación con una coyuntura o con un acontecimiento que queremos examinar.
–Pablo: A mí me interesaba lo que decía Cecilia cuando se refería a las condiciones corporales de lo que se siente. Creo que con respecto a esa situación, para hablar en los términos de la convocatoria de este libro, que se refería a una situacionalidad témporo-espacial, podría pensarse también como una situacionalidad emocional del que escribe. Y recuerdo, volviendo a la distinción entre filosofía y teoría, que Arendt acusa a los filósofos de “melancólicos”, justamente a propósito de la filosofía de la historia de Kant: el filósofo como aquel que desmaterializa al mundo, pierde el objeto, y lo ve como una especie de fluir de hechos sin sentido, azarosos, a los que les tiene que agregar el sentido de la historia. También pensaba, en los prefijos post (-fundacionalismos, -estructuralismos): todas esas corrientes tienen algo de esa actitud melancólica de ver un mundo alejado. El desafío sería tratar de pensar por fuera de una ontología clásica, pero sin caer en la actitud del mundo perdido.
–Guillermo: Un pequeño comentario. Acuerdo completamente con lo que decía Cecilia: tengo la tentación de leer a Kant como un asceta, pero finalmente siempre descubro que el pensamiento de Kant tiene distintas capas y niveles. Hay algo de este debate que tal vez puede nombrarse en términos de una distinción entre una filosofía de la historia lineal, en oposición a una perspectiva no teleológica de la historia… Esto también habría que ponerlo en discusión, porque la cuestión surge del modo en que Kant piensa la razón y la filosofía. No toda filosofía de la historia tiene que ser teleológica, no toda filosofía de la historia tiene por qué plantearse en términos lineales; puede plantearse, al contrario, en términos de coyuntura y de ocasión, en términos más materialistas. Esto, en todo caso, es una tarea para la teoría política o de la filosofía política. En todo caso, habría que ver qué formas de filosofía de la historia puede haber.
3. El teórico político como actor o como espectador, y la posibilidad de juzgar
–Luciano: En términos tal vez de la identidad del grupo me parece que hay algo de Tocqueville que tiene que ver con nosotros, algo que pasó a partir de Tocqueville que me parece interesante. Y en cierta medida tiene que ver también con explorar algo que también exploraba Guillermo, vinculado al hecho de abordar a los autores en diferentes niveles y complejidades, en obras que presentan una riqueza que nos sigue interpelando. Nada de lo que yo introduje al inicio de este debate está ausente en los textos que teníamos seleccionados para discutir hoy. Digamos, la impronta de Tocqueville de explicar sin juzgar, está presente en las páginas que circulamos entre nosotros. Y, sin embargo, ese proyecto fracasa. Y lo interesante es pensar por qué ese intento de explicar inscribiendo el acontecimiento dentro de una serie de consecuencias que se encadenan causalmente, y de aproximarse al fenómeno sin juzgar, por qué ese proyecto se derrumba. Y ese derrumbe no desmorona a Tocqueville, sino que Tocqueville es, en gran medida, en virtud de ese derrumbe. Lo mismo que la distinción entre razón privada y pública, o la distinción horrible entre el actor y el autor, muy propia de ciertos militantes de nuestra facultad que dicen: “No, a mí no me interesa la teoría sino la práctica”, es decir, ¿les interesa arrojarse ciegamente a la práctica sin un tipo de reflexión sobre lo que están haciendo? Bien, no creo que eso sea lo que ellos quieren decir, y de la misma manera, creo que tampoco es lo que, a pesar de algunos episodios asépticos en la obra de Kant, sucede en su obra. Y me parece que lo más interesante es precisamente eso.
Lo mismo sucede con el idealismo de Rousseau, que sin embargo admite, en las páginas que movilizamos, una serie de matices que habilitan una latitud de la prudencia fantástica. El mismo Rousseau reconoce que la naturaleza no habla al oído de nadie, y que el filósofo es un naturalizador, de la misma manera que lo hará un siglo y algo después Nietzsche, cuando afirme que la filosofía es la más espiritual voluntad de poder, que dicta su ley a la naturaleza.[8] Bueno, ahí hay una dimensión, respecto del comentario que Claudia había introducido al principio, que es la dimensión de la idea, qué consistencia tiene eso que está ahí en contraposición a la materialidad del número. En Rousseau hay algo de conciencia de lo precario que es esa Naturaleza.
Por otra parte, hay algo de Tocqueville que particularmente habló de nosotros en varias de las cosas que se dijeron, que está vinculado a esta premisa fenomenológica… Vuelvo a esta metáfora, muy propia del Western, del tipo que se acuesta en el piso y que pone la oreja sobre la superficie para escuchar de dónde viene la manada, cuántos son, a qué velocidad…
–Cecilia: Incluso la del tipo que escucha con la oreja sobre los rieles del tren, ¿no?
–Luciano: Tal cual. Sin embargo, a mí me cuesta entender esta idea de qué significaría juzgar un orden sin trascenderlo. Porque esto es lo que hacen administradores, policías y jueces: está el orden dado, y uno, en función de la moral y las buenas costumbres, las leyes y los reglamentos, juzga: eso es un juicio inmanente. A mí me parece que precisamente la posibilidad de juzgar tiene que ver con levantar la cabeza al interior de un orden, no en el aire, y abrir a una latitud de la reflexión que trascienda la pura positividad del orden dado. Y ahí aparece esa noción de libertad: efectivamente en Tocqueville puede reconocerse una urgencia o una impronta muy fuerte vinculada a la libertad que lo lleva a interesarse por el caso norteamericano, por la revolución democrática, y a, por ejemplo, distinguir las tiranías de las mayorías, con toda la dimensión ominosa que eso tiene…, si todo eso no tiene una relación con los valores o una relación con la libertad, Tocqueville no podría establecer esas distinciones. Entonces lo que me gustaría preguntar, y me parece que eso en cierta medida hace a la identidad de nuestro grupo, es si esa apertura al juicio, a algo del orden que trasciende a la mera inmanencia de lo dado, implica necesariamente una actitud partidaria. Porque Tocqueville distingue entre juzgar y tomar partido. Me parece que, en algún punto, el hecho de que las reuniones de este equipo sean convivibles y que la pasemos bien acá tiene que ver con la idea de que cierta apertura a los valores no implica el cierre a posiciones partidarias. Nosotros nos podemos identificar con diferentes partes de la ciudad y, sin embargo, podemos encontrarnos en ciertas valoraciones.
–Claudia: Yo empezaría retomando algo que estuvo en el comentario de Agustín, y que estaba en el de Cecilia, para llegar al de Luciano de recién. Lo que retomaría del comentario de Agustín es que nosotros nos reconocemos en estos autores, los clasifiquemos como los clasifiquemos, en un problema, en un problema respecto de cómo pensar, a través de nuestra actividad de gente que hace teoría política, aquello que sucede, y cómo pensarlo sin tener la respuesta previa, sin saber de antemano qué es lo que vamos a preguntar respecto de aquello que sucede. Y me parece que el alegato de Cecilia contra el tweet va en este sentido: “No te dejás sorprender por nada. Vos de antes ya sabés lo que vas a decir”. Ahí no hay lugar para el entusiasmo, porque no hay lugar para la sorpresa.
De ahí yo querría pasar a la cuestión del actor o del espectador, porque, por lo menos para mí, tomando lo que dice Kant, o Arendt, eso plantea un problema. Porque en esa frase que retoman ustedes en Kant hay un espectador entusiasta de aquello que sucedió y un actor que se pregunta si lo volvería a hacer. Y en ese preguntarse sobre si lo volvería a hacer, yo creo que se cuela la incertidumbre ante el resultado final que uno puede tener a priori respecto de aquello que sucedió. El espectador ve el hecho terminado, le gusta lo que pasó, pero el actor rememora la incertidumbre y el horror de aquello que sucedió en su momento. Y yo creo que esa tensión entre el actor y el espectador nos coloca a nosotros, cuando pensamos un acontecimiento, fuera de la facilidad de las dos situaciones: ni la del espectador que espera, cual lechuza de Minerva, y que entonces después puede celebrar tranquilo, ni la del actor que ya lo vivió, y que dice: “Yo sé lo que va a pasar porque esto ya lo viví”. Entonces, el modo en que nosotros, cuando pensamos, estamos pensando, tiene que ver con esto, que pone en juego algo del orden de la responsabilidad, y que pone en juego también, frente a aquello que sucede, el hecho de que aquello que sucede es un fenómeno de la historia que no se olvida más, como dice Kant en su relato. Pero nosotros también sabemos que hay fenómenos de la historia que son acontecimientos a contrario, es decir que hay cosas que pueden advenir que son rupturas en la linealidad de la historia y que esas rupturas de linealidad de la historia, no por ser rupturas, son necesariamente, para el espectador que los juzga, una buena noticia. Entonces, volviendo un poco también a lo que escribía Facundo sobre el acontecimiento, me parece que en nuestra relación de pensar aquello que adviene, no conviene obsesionarse con la acontecimentalidad del acontecimiento, porque no somos guardianes del acontecimiento, y porque tampoco el acontecimiento es algo bueno en sí mismo, ya que pueden advenir cosas espantosas.
Y, por fin, me parece que Diego y Luciano recentran permanentemente estos problemas en sus preguntas, cuya forma sintética sería: ¿cómo pensamos y juzgamos desde nuestra relación con aquello que sucede sin trascender aquello que sucede? Y entonces Luciano hace un poco de trampa, porque dice: “levantar la cabeza al interior de ese orden”, y entonces uno cree que hay un elemento de trascendencia. Pero después, cuando lo explica, dice que lo hace mirando desde el interior de ese orden. Efectivamente es una trascendencia desde el interior del orden, es decir, no es propiamente una trascendencia; estamos en un registro parecido al de Lefort cuando afirma que la democracia anula la figura de la alteridad sin anular la dimensión de la alteridad. Pero decir esto es decir todo, pero a la vez es no decir nada. El asunto es: ¿tengo, tenemos, una manera de hablar sobre esto de manera satisfactoria, más que diciendo o repitiendo como loros esta frase de Lefort sobre la alteridad, repetición que no dice nada? Yo creo que no, y que esto es lo que está en el trasfondo de nuestra manera de pensar, hacer y juzgar la teoría política o de reflexionar sobre los acontecimientos a través de una impronta teórica: solo lo podemos hacer haciéndolo. Si nosotros peroramos sobre aquello que quiere decir lo que dijo Lefort estamos repitiendo lo mismo de diferentes maneras. Mientras que cuando lo hacemos, estamos juzgando sin red, pero estamos juzgando. Levantamos la cabeza desde el interior.
–Agustín: Un comentario sobre qué es esto de juzgar un orden sin trascenderlo, y sobre la idea de que juzgar de manera inmanente es lo que hace un policía… Yo diría que esa presentación supone asumir que el orden dado es una positividad y que juzgar es poner algo en el fenómeno que no está ahí. Pero yo creo que al menos una apuesta posible por la reflexión es que las cosas no son así, que el acontecimiento no es la mera inmanencia de lo dado, que porta no una, sino varias interpretaciones. Es por eso que uno puede inscribirse en ese trabajo de reflexión e interpretación, y conectar con eso.
–Cecilia: Yo sigo con lo de la buena noticia. Porque es cierto que aquí Kant está mirando una buena noticia: la de la Revolución francesa. Pero si estuviera mirando una mala noticia, ¿qué hubiera pasado? Miró, por ejemplo, el terremoto de Lisboa de 1755 y lo reinterpretó también, de algún modo, como una noticia-signo que, en el marco de una filosofía de la historia, no era tan mala: una mala noticia dentro de un buen relato general. Y en verdad era una mala noticia. La pregunta de qué hacer frente a la mala noticia me parece un problema. Primero, ¿cómo decodificamos una mala noticia?, y después, con eso que decodificamos como malo, ¿qué?
Y en relación con la idea de Claudia de que no somos ni espectadores ni actores: me resulta incómodo reponer esa división. Allí aparece el problema de la mediación, sumado al de la visión del que contempla: tenemos alguna mediación puesta en el sentido de que podemos percibir y decir algo sobre el fenómeno, de lo que resultaría una posición de una suerte de espectador. Es cierto que no somos los actores de las cosas que estamos mirando –actores políticos, actores que se vuelven políticos, situaciones que vuelven a ciertas personas políticas, situaciones que se vuelven ellas mismas políticas–. Pero no podríamos determinar que lo que codificamos como político va a ser siempre político, o que lo que codificamos como no político va a ser siempre no político. Hay algo de lo que sucede que vuelve políticos a los que hasta ayer se pensaban como espectadores, y hay algo de las situaciones que las vuelve políticas. Entonces no suscribiría, desde el vamos, a esa distinción entre espectador y actor, porque lo que sucede vuelve a reponer las figuras, y en esas figuras podemos caer como actores o, ni siquiera, como espectadores. Es más, podemos no darnos cuenta de aquello que pasa, esa también es una posibilidad. Quizás no decimos nada, o no sabemos nada de lo que pasa. Conservaría algo del orden de la incerteza de la propia posición. ¿Realmente estamos haciendo una reflexión de acuerdo con lo que el objeto demanda? Quizás no, y ahí, nuestros privilegios son en vano.
–Matías: Dos cosas me surgen respecto de lo que dice Cecilia. Primero, y por un lado, sobre la división entre actores y espectadores, diría que son funciones o prácticas diferentes. Yo entiendo que están contaminadas y que nunca son autónomas, pero evidentemente cuando uno está tratando de observar o de comprender algo que sucede está en una posición distinta a cuando uno está inmerso o actuando en eso que sucede. Por otro lado, entiendo que se identifique mucho la idea del espectador con la de aquel que sabe qué está sucediendo, pero creo que la propia incerteza de aquel que está mirando qué es lo que sucede es un rasgo del buen espectador, un espectador que no está seguro, que ocupa ese lugar de incerteza. Me parece que son prácticas distintas: sí, un espectador puede devenir actor, y un actor puede devenir espectador, y no sé si esto es útil o no, pero para mí las distinciones importan. Obviamente, en la realidad está todo mezclado, pero son prácticas distintas. Y en ese sentido nunca identifico la imagen del que está tratando de pensar el fenómeno con aquel que pretende saber qué sucede, con el que pretende tener la verdad.
–Diego: En este punto, nos situamos muy en el borde. ¿Qué hace a un espectador un buen espectador? Un buen espectador puede ser también, desde otro punto de vista, un mal espectador; me parece que Cecilia apuntaba a eso. Y ahí aparece otra pregunta: ¿qué nos urge pensar? ¿De dónde emerge la elección de nuestros objetos para el pensamiento? Porque todo lo que se mencionó respecto del problema que identifica Tocqueville en cuanto a establecer una diferencia en la trama de los asuntos humanos, me parece que trae algo que hace a la dimensión específicamente política de la teoría política, a la apuesta de la teoría política. ¿Da lo mismo pensar cualquier problema? ¿Qué significa hacer teoría política? ¿Tomar cualquier tema y convertir eso en un problema para el pensamiento? ¿O hay algo que tiene que ver con la identificación de un problema que se vuelve relevante en términos teóricos y políticos?
–Guillermo: Pero ¿quién dice qué o quién es un buen espectador o un mal espectador?
–Diego: No sabría decir cómo identificar un buen y un mal espectador, me parece que estamos en el problema de la distinción de cómo se establecen los juicios respecto de lo que está bien y lo que está mal.
–Pablo: Yo también quería hacer un comentario respecto de la figura del espectador, que en las últimas intervenciones se relacionó con el desapego, y no creo que, al menos para Arendt, haya una relación con el desapego, quizás sí con el desinterés, pero todo lo contrario al desapego. Es decir, los espectadores pueden juzgar porque aman al mundo. Aunque tengan posiciones contrarias sobre lo que dicen o sobre cualquier objeto, por algo lo están mirando, por algo se ocupan de eso, por algo discuten sobre eso, y eso es porque, justamente, experimentan un apego hacia eso que ven. Y en ese sentido, no me parece que la función principal del espectador sea tomar una posición sobre lo bueno y lo malo, aunque es lo que el espectador hace. Sino, justamente, señalar el mundo, sostenerlo a través del apego.
–Guillermo: Otra pregunta: ¿qué sería amar al mundo?
–Pablo: Digamos, si discutimos sobre algo, y alguien dice que x es lo mejor y yo digo que es lo peor, no tenemos nada en común, sin embargo compartimos el amor por aquello sobre lo que discutimos. Si no lo amáramos no estaríamos ocupándonos de ello.
–Claudia: Yo ahí haría una acotación sobre lo que decía Diego, sobre la elección del objeto. Un poco en el mismo sentido en que intervenía Pablo: creo que el interés por el mundo es el que define nuestros objetos, entonces diría que la pregunta respecto de qué es lo más válido por sí mismo no entraría ahí. Pero sí diría que lo que hace que un objeto se recorte es que, para mí, representa una pregunta sobre el mundo que habitamos. En las novelas policiales de Fred Vargas hay un personaje al que le falta un brazo, y siempre le pica el brazo que le falta. Bueno, nuestra búsqueda surge cuando nos pica ese brazo que nos falta. Ahora, para sacarlo de la abstracción, creo que podemos partir de preguntas que nos surgen a partir de la teoría y que vuelven a esto que planteaba Agustín antes, en el sentido de que, de algún modo, nos vuelven desde la teoría como preguntas sobre el mundo político que habitamos, o nos vuelven desde los acontecimientos, en el sentido más lato, pero…
–Diego: Sí, pero respecto de lo que decía Guillermo: ¿quién dice que el autor del tweet haya sido un mal espectador? Me parece que hay algo de eso que, en términos de Lefort, no podría quedar exento de una interrogación. Sería difícil indicar los elementos para poder identificar un buen o un mal espectador de manera apriorística, siempre vamos a caer en la misma discusión respecto de otras que hemos tenido alrededor de la relación entre política e intelectuales. Hay algo del grado de afectación que tiene que tener un pensamiento político sobre una escena política que, al mismo tiempo, siempre tiene que estar sujeto a una interrogación sobre qué significa estar afectado por eso. Nos preguntábamos qué es lo que hace que elijamos algunos temas y no otros. Por un lado están las tradiciones de pensamiento en las que uno se ve inserto, por otro lado está la cuestión generacional. Me parece que algunos de los problemas que trae Claudia, por ejemplo, están atravesados por una generación, están atravesados por las formas de una democracia en términos de transición. Muchas veces, no es que no nos sigan interesando los mismos problemas, sino que estos son vistos desde otras perspectivas.
–Claudia: Efectivamente, en ambos casos sería una experiencia en el mundo.
–Agustín: Yo quiero retomar la crítica de Cecilia al tweet: creo que, aun si su autor tenía razón sobre los hechos, lo criticable en un sentido profundo es justamente su actitud frente al mundo, y el modo en que se posiciona a sí mismo quien dice las cosas de ese modo, aun si tiene razón. Me parece que ese es el registro, justamente el del modo de afectar y ser afectado por el mundo, el registro de la incomodidad…
–Diego: O el de no ser afectado.
–Agustín: Bueno, sí. O el de ser afectado bajo el modo de “ya me las sé todas, ya estoy de vuelta”. Pero sí me parece interesante indagar, un poco en el sentido que veníamos comentándolo, sobre el modo en que uno extrae sus preguntas a partir del modo en que es afectado por el mundo.
–Pablo: Volviendo a lo de la melancolía: en ese tweet hay un desapego melancólico del mundo.
–Cecilia: Aunque por ahí tenga razón, porque tal vez efectivamente el escrutinio en contra del ajuste en Grecia no quede en nada. Y entonces, ¿el autor del tweet sería un buen espectador político? No lo sé, tal vez sí. A la hora de contratar un asesor, por ejemplo, es preferible un tipo que me diga lo que va a suceder. Pero en un espacio público, como quizá sea Twitter, ¿es un buen espectador? No sé.
–Diego: Pero esto tiene que ver con el problema del pensamiento de los objetos en ese espacio que es Twitter, ¿no? Es decir, con la identificación de qué es político y qué no es político. Y me parece que hay algo de la teoría política, a diferencia de la filosofía política, que historiza el pensamiento político y que va mutando. Me parece que todos, independientemente de que nos interese o no discutir un tweet, entendemos que la política indica que la relación entre teoría política y política tiene que ver con eso, con identificar los modos de variación o variabilidad de los asuntos políticos. Y de la experiencia de qué es político y qué no es político, que siempre está sujeta a discusión, a cuestionamiento y a transformación histórica.
–Luciano: Yo lo que sí creo es que el tweet, el Facebook y los videos (pienso en los acontecimientos de la Facultad de Ciencias Sociales la semana pasada en torno a la performance de posporno)[9] acumulan algo que se mencionó bastante, y que también estaba en lo que transmitió Facundo por mail, en relación con cierta ilusión de transparencia respecto de la coyuntura, o del dato o del acontecimiento, como algo ya dispuesto, que está ahí, al alcance de todos. Pero esta idea de “no enamorarse del acontecimiento” a la que aludíamos al inicio me parece que se puede conectar con esa opacidad de la coyuntura. Y con la idea, como la planteaba en términos más reconociblemente spinozianos Agustín, la idea de que la actualidad trae dentro de sí toda una serie (y ahora ya estoy infringiendo la terminología spinoziana) de virtualidades que hacen posible pensar otra cosa, porque eso está también en el interior mismo de esa coyuntura que en sí misma es opaca.
4. El texto y el acontecimiento
–Matías: En relación con el tema de la opacidad del acontecimiento, y con el tipo de práctica que generalmente decidimos darles a nuestras reuniones, creo que nuestra relación, por lo menos la mía, con el acontecimiento, siempre está muy mediada por los textos. Y nuestra actividad está muy mediada por cómo leemos esos textos y por lo que nos dicen esos textos acerca de lo que tratamos de pensar. Nunca pensamos y nos enfrentamos a los acontecimientos sin mediaciones, y esas mediaciones son textos de teoría política, otros modos de acercarse a este vínculo que hay entre mundo y pensamiento, por decirlo de alguna manera. Porque de otro modo, se produciría la ilusión de una relación de transparencia con respecto a los hechos. Al menos en mi caso, esa relación está muy mediada por pensar a través del modo en que otros pensaron el mundo, y a partir de eso sí puedo elaborar mi propia comprensión acerca de lo que sucede.
–Claudia: Yo pensaba también, a partir de la convocatoria de este libro: ¿quiénes son esos otros que nos ayudan a pensar? Yo creo que cada uno de nosotros tiene sus “otros”, y además, lo interesante de esta reunión en particular es que decidimos poner textos de esos otros que no son el otro de cada uno de nosotros mismos, ya que ninguno de nosotros se dedica a estudiar el pensamiento de Rousseau, de Kant o de Tocqueville. ¿Y de qué manera esos otros nos ayudan a pensar? Creo que si hay algo que nos es común es el hecho de que nos resistimos a la idea de creer que esos otros, nuestros otros, que pedimos prestados, nos pueden dar la respuesta. Lo que sí pensamos, en cambio, es que nos pueden ayudar a descubrir preguntas diferentes. Y creo que esta es una experiencia que hacemos que nos es muy propia. En mi caso, lo que me pasó recientemente en este sentido de manera muy notable es que a partir de la discusión del texto de Arendt sobre Eichmann[10] se me empezaron a ocurrir cosas que me instaron a escribir cosas, que me hicieron pensar cosas situadas como el tema del pasado reciente en la Argentina, los juicios a los acusados de delitos de lesa humanidad, la designación de César Milani como jefe del Ejército…, cosas que nunca se me habían ocurrido. Y cuando digo, medio en broma, medio en serio, que solo en este grupo puede haber un straussiano kirchnerista, lo pienso de verdad como un rasgo que es muy particular de la manera en que cada uno de nosotros nos relacionamos con esos textos. Creo que es una manera muy laica de relacionarnos, y a la vez muy respetuosa de esos textos. Es cierto que pensamos a través de textos, pero me parece que es importante también para todos nosotros no pensar bajo el paraguas protector de esos textos exclusivamente. Es decir que los textos nos ayuden a pensar, y no que nos digan qué pensar.
–Agustín: Yo diría también que, si ninguno cree que un texto recoge la verdad definitiva sobre las cosas, tampoco esa pluralidad se vuelve enciclopedismo.
–Guillermo: Después, con respecto a los bordes, alguien señaló que en este grupo no pensamos la teoría política en sentido disciplinario. Yo pensaba que de todas maneras podían decirse dos cosas: por un lado, que muchos de esos otros que pensamos, o a partir de los que pensamos la política, para esos otros sí otras disciplinas son importantes, no solo como insumo de la pura reflexión, sino también para la reflexión política propiamente dicha, pienso en la historia, la física, la biología –sobre todo en estos tiempos en que la biopolítica está tan en boga–. Por otro lado, pienso que a pesar de esto la teoría política tiene de todas maneras una especificidad, y no es (no debe ser) una reflexión omnicomprensiva, una enciclopedia.
–Claudia: Respecto de los bordes: me parece que efectivamente nosotros no nos situamos ni dentro del escudo protector de una teoría cuando pensamos el mundo, ni tampoco dentro de lo que sería la traducción de otros saberes que no son la teoría política. En ese sentido yo decía que mantenemos una relación laica, porque uno puede servirse de lo que necesite, si eso de lo que se sirve contribuye a iluminar las cosas que está tratando de pensar de otra manera.
–Guillermo: En ese sentido, muchos pensamos la teoría política en función de otros pensadores para los cuales sí otras disciplinas eran relevantes (Spinoza quería hacer una geometría de las pasiones, por ejemplo), y al pensar sobre cómo pensaban otros, se habilita en cierta manera la posibilidad de que esté todo disponible.
–Claudia: Y yo pensaba también que muchos de nosotros trabajamos sobre autores y sobre otras cosas que no son autores, que tienen que ver más con el acontecimiento inmediato de Argentina, o con una visión sobre el mundo (como con los temas de biopolítica), pero ¿de qué manera estas dos prácticas, absolutamente ligadas (para mí) y que me animan de la misma manera, están involucradas cada vez en lo que hago…? No lo sé realmente….
–Diego: Pero podemos establecer una diferencia entre hacer teoría política y hacer historia de la teoría política…
–Claudia: Personalmente yo nunca considero que hago historia de la teoría política, sí que estoy interrogando puntos que a mí me interesan, especialmente sobre los autores que más trabajo –Arendt, Strauss, Lefort– pero insistiendo en cosas que yo trato de entender ahí, como el personaje ese al que le pica el brazo que no tiene.
–Diego: Está bien. Lo que yo quería marcar es que hay una diferencia, por ejemplo, entre pensar la democracia en Lefort, y pensar alguna cuestión acerca de la democracia contemporánea.
–Claudia: Claro, y al mismo tiempo el ejercicio no es el mismo, cuando estás tratando de ver cuándo hace el ruido un autor y cuando te pica el acontecimiento…
–Diego: No, de hecho, uno hace una lectura más exegética cuando piensa un problema en un autor, y, en el otro caso, trae una constelación de autores para pensar un problema.
–Claudia: Claro, y lo que yo me preguntaba es cómo, en cada uno de nosotros, esa bisagra hace bisagra.
–Javier: A mí no me parece que la perspectiva que procura pensar problemas tenga que ver solo con utilizar varios autores, sino con el modo de abordar los autores o de leerlos. Una breve anécdota que viene a cuento de esto: un colega comentaba que un profesor suyo, a propósito de un párrafo donde Kant deduce el yo trascendental, decía: “este párrafo apréndanselo de memoria, porque cambiar un término de lo que dice Kant es perder el sentido de lo que está diciendo”. Mi sensación es que si uno no puede leer un autor y que ese autor ilumine un problema, incluso traduciendo los términos del autor para iluminar el problema, entonces no entiendo qué hago leyéndolo. Es decir, para comprender cómo deduce Kant el yo trascendental no alcanza con memorizar cada uno de los términos de ese pasaje. Me parece que el núcleo de la discusión pasa por cómo leemos los textos, y cómo esos textos permiten señalar e iluminar ciertos problemas, más que por un fetichismo del texto. Por supuesto, esto no significa, de ningún modo, abandonar la rigurosidad en la lectura de los textos.
Eso por un lado. Después, respecto de las apuestas de la teoría política, me parece que hay algo que sí efectivamente vertebra el modo en que funciona este equipo: una apuesta por ciertos valores, un cierto modo de interpretar textos y acontecimientos que no se reduce a un compromiso partidario, y eso es lo que efectivamente hace posible y agradable la discusión en el grupo.
Ahora, me pregunto si la idea de una “ética del pensamiento” a la que aludía Claudia[11] recoge eso. ¿Qué significaría esa “ética del pensamiento”? Si es, como dice Kant, un compromiso con la verdad, que además sería potestad de la Facultad de Filosofía, en oposición a las Facultades de Teología y Derecho, que ponen la obediencia por encima de ese compromiso con la verdad, o si es algo más que un compromiso con la verdad, una apertura al acontecimiento y a juzgar ese acontecimiento. Volviendo a Tocqueville, ¿por qué aparece para él la pregunta por la democracia y, sobre todo, cuál es el peligro que encuentra en una de las derivas posibles de la igualdad de condiciones, la tiranía de nuevo cuño? Creo entender que, para Tocqueville, lo que importa es pensar y mostrar una apertura no dogmática al acontecimiento, pero también identificar claramente cuál es el peligro de una de las potenciales derivas de la democracia, la tiranía de nuevo cuño. Entonces, me pregunto si la expresión “ética del pensamiento” recoge, más allá del compromiso con la verdad y también más allá del compromiso con apertura al acontecimiento, un compromiso con el sentido del juicio.
–Guillermo: Con respecto a la idea de que mantener la literalidad del texto no te permite abrir problemas o preguntas que estarían en el texto, yo me pregunto si, en función de nuestra tarea, no se corre el peligro ‒como sostiene Leo Strauss‒[12] de entender los textos demasiado literalmente (o sea, de no plantear preguntas), precisamente por no leerlos con la suficiente literalidad, es decir, por no decir lo que está diciendo el texto. Porque cambiándole los términos, el texto quizás ya no dice lo que decía. Apelo a esta frase de Strauss para plantear un problema. Tal vez sí sea muy importante, para poder abrir a los problemas que el texto presenta, prestar atención a la literalidad.
–Javier: Totalmente, por eso hablaba de la rigurosidad. Pero me parece que una cosa es la rigurosidad con la que se debe leer el texto, y otra la imposibilidad de traducir el problema, aquello que el texto está pensando.
–Erika: ¿Rigurosidad en el sentido de un texto que ya está cerrado, que es un texto dado? Me parece que todos compartimos cierta idea de que el texto es algo que ayuda a producir algo, que está obrando como el elemento. Eso lo agregaría en el apartado sobre el estilo: todos compartimos un cierto modo de abordar el texto, un cierto modo de pensar esos insumos.
–Pablo: Pero me parece también que lo que dice Guillermo pone al texto en el lugar del hecho.
–Claudia: Hasta donde puedo pensar, lo que quiero decir cuando me refiero a una “ética del pensamiento” es que, por un lado, nuestro pensamiento no esté encorsetado por nuestras fidelidades teóricas y que, por otro lado, nuestro pensamiento no esté encorsetado por nuestras opciones políticas. Es una ética del pensamiento y no una ética de la verdad. De ninguna manera una ética de la verdad. Pero es una ética que exige de nosotros fidelidad al movimiento del pensar. Creo que no podría ir mucho más allá. Ahora, y diría, no quedar atrapados ni por nuestras convicciones políticas ni por nuestras filiaciones teóricas. Haciéndonos cargo del riesgo, lo cual implica el problema de la responsabilidad, de que uno puede llegar, en determinado momento, a vislumbrar cosas o a pensar cosas ante las cuales uno decide detenerse o decide incluso no decirlas. Uno no está obligado a decir todo aquello a lo que arribó a través del pensamiento, pero me parece que uno sí está obligado, y en esto residiría la ética, a no impedirse en el pensamiento.
–Agustín: Entonces, Strauss: una ética de la osadía del pensamiento.
–Claudia: Uy sí, me salió muy straussiano, ¿no? “El pensamiento debe ser osado, más allá de que lo que uno diga sea prudente”.[13]
–Guillermo: Vamos dos horas.
–Agustín: Podemos tener un poquito de piedad con los editores.
- La lectura del capítulo sobre el legislador en Del contrato social se concentró en los parágrafos en los cuales Rousseau problematiza la naturaleza del pueblo; la relación entre el saber y el pueblo; las características del legislador; las condiciones de posibilidad de la fundación política; y la ley y su principio de legitimidad, entre otras. La lectura de El conflicto de las facultades se concentró en los apartados en los cuales Kant reflexiona sobre la relación filosofía-prudencia o situacionalidad; la relación teoría-práctica; la relación saber-gobierno, la tensión ley-acontecimiento y la relación memoria-libertad; como así también en aquellos en los cuales se interroga sobre la capacidad del pensamiento filosófico para determinar, de alguna forma, el fin y curso de los acontecimientos históricos y políticos. Por último, la introducción de La democracia en América fue interrogada a partir de los siguientes ejes: la tensión entre principio (general) y caso (particular) como meta del análisis de la teoría política; la relación entre la teoría política y las recomendaciones prácticas y, finalmente, el problema de si el pensamiento está sometido a determinaciones.↵
- Si bien la discusión no se dio siguiendo los ejes propuestos por la convocatoria original, retrospectivamente hemos advertido que podíamos hacerlos coincidir con la idea de bordes, situacionalidad, apuestas y estilos, allí enunciadas.↵
- Cf. Lefort, C. “La cuestión de la democracia”, en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004.↵
- En un breve aporte escrito enviado con anterioridad a la reunión, Facundo Vega se expresó sobre la fascinación por lo extraordinario que atraviesa buena parte de las reflexiones teórico-políticas sobre el acontecimiento. En particular, un pasaje del texto sugiere que: “Remisa ‒quizás afortunadamente‒ ante la persistencia de lo cotidiano y sus rutinas, la invocación al acontecimiento político ‒pero también a la teoría política en tanto acontecimiento‒ resulta, sin embargo, problemática. Las complicaciones inherentes a tal invocación son ostensibles si se pone atención en la variante alemana del término. Das Ereignis remite a aquello que aparece y se nos muestra ante los ojos [eräugen, ‘vor Augen stellen, zeigen’, está a la base del verbo ereignen]. No obstante y entre otros, el brete es de quién o quiénes son esos ojos y cuál es la potestad efectiva y los contornos precisos de aquello que ‘se nos muestra’. Pasar por alto estas particularidades de la invocación al acontecimiento puede resultar en el menoscabo de la potencia que existe en una reflexión sobre las situacionalidades y las apuestas de la teoría política. Al convertirnos en esclavos, custodios o señores del acontecimiento, nuestra práctica se asigna un auto-interés que, paradójicamente, la convierte en un espectro de la repetición”.↵
- C. Lefort, “Los derechos humanos y el Estado de bienestar”, en La incertidumbre democrática, Barcelona, Anthropos Editorial, 2004, p. 140.↵
- Dice Tocqueville: “Este libro no se pone al servicio de nadie. Al escribirlo, no pretendí servir ni combatir a ningún partido. No quise ver desde un ángulo distinto del de los partidos sino más allá de lo que ellos ven; y mientras ellos se ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir”.↵
- El tweet comparaba el multitudinario acto de relanzamiento de la campaña electoral en pos de la pre-candidatura presidencial de Sergio Massa, el 1 de mayo de 2015, en el estadio de Vélez, con el referéndum popular que había rechazado masivamente el programa de ajuste propuesto a Grecia por parte de sus acreedores europeos, en julio del mismo año.↵
- F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Buenos Aires, Alianza, 2007, af. 9.↵
- En el mes de julio de 2015 se realizó en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires una performance de la corriente “posporno”, manifestación artística que busca desafiar las visiones dominantes de la pornografía.↵
- Cf. H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 2001.↵
- En una breve ficha circulada por mail con anterioridad al encuentro con el fin de comenzar a pensar los temas a discutir, Claudia se preguntaba si tal vez la única apuesta propiamente común al grupo no fuera “la de una ética del pensamiento, para llamarla de algún modo: la de una apertura al acontecimiento (político, intelectual) por fuera de todo dogmatismo”.↵
- “Entendí a Spinoza demasiado literalmente porque no lo leí con la suficiente literalidad”, “Preface”, en SCR, p. 31 (ed. española, Katz Editores, Buenos Aires, 2007, p. 370).↵
- Se trata de una afirmación que encontramos de diversas maneras en la obra de Leo Strauss. Así, en “Qué es filosofía política”, Strauss escribe que “el pensamiento no debe ser moderado sino temerario, por no decir desvergonzado. La moderación, sin embargo, es la virtud que controla las palabras del filósofo”. L. Strauss, “Qué es filosofía política”, en Qué es filosofía política, Madrid, Guadarrama, 1970, p. 42.↵