Mariana Gainza, Gisela Catanzaro, Ezequiel Ipar
1. Ontología y dialéctica
Las problemáticas planteadas en un momento determinado por nuestras teorías sociales y políticas llevan la marca de su índice histórico, esto es: llevan –entre otras cosas– la marca de las condiciones históricas que permitieron la legibilidad de ciertas circunstancias, de las posibilidades y los obstáculos que una actualidad plantea, precisamente, como problemas. Lo reconozca o no, ningún pensamiento es origen de sí mismo sino respuesta a una realidad que plantea ciertos requerimientos de conceptualización. A la vez, y de manera inversa, la elaboración teórica de los dilemas de un presente no puede atender plenamente a tal solicitación por las circunstancias, pues no solo se encuentra necesariamente desfasada temporalmente respecto de la realidad que pretende tematizar, sino que, además, en esas demandas de una actualidad siempre se encuentran involucradas otras prácticas que exceden a la teoría. Es por eso que llamamos crítica al señalamiento de un doble movimiento de remisión entre la realidad y el concepto que impide su mutua identificación: por un lado, el concepto se refiere necesariamente a aquello que él no es; por el otro, en su tentativa de asir esa otra cosa, nunca llega a agotarla o comprenderla. En este sentido, una teoría política crítica es una teoría suscitada por un presente, del cual no logra dar cuenta acabadamente, pero al margen del cual no puede ser pensada.
¿Qué significa la palabra “política” en nuestro presente concreto? En primer lugar, si hemos llegado a plantearnos esa pregunta (por ejemplo bajo la forma de una exploración del concepto de democracia y su relación con el Estado), ha sido porque algo del orden de los problemas que nos competen –y que no se definen absolutamente en la inmanencia filosófica o teórica, aunque tampoco se definan como problemas del pensamiento político y social fuera de ella– lo requería, y entonces, nuestra aproximación a “la política” estará marcada de algún modo por ese requerimiento. No se tratará, así, en nuestro caso, de un tratamiento “en general” ni “propio” de “la política” sino de una tematización situada, en una coyuntura específica. Pero ¿no sucede algo similar en toda consideración de la política (o de la democracia, o del Estado, la nación, o la justicia)?
Por más banal que resulte recordarlo aquí, cuando abordamos situadamente las cuestiones de la política en una encrucijada precisa no hacemos algo diverso a lo que hicieron o hacen otros teóricos. No existe ninguna particularidad excepcional que venga asociada a algún tipo de naturaleza periférica o deficiencia localista que nos distinguiría. Este era también el caso, por poner ejemplos “universales”, de la tematización de la república por Maquiavelo, la democracia por Spinoza, la superestructura jurídico-política por Marx, o la burocracia por Weber, tematizaciones que también estaban referidas a problemáticas específicas –tales como la relación entre servidumbre y libertad, la constitución del Estado nacional italiano, la emancipación respecto de la dominación burguesa, la modernización, etc.–, y pretendían nombrar una instancia precisa dentro de esas problemáticas.
Pero si entonces tuviéramos que concluir que no hay consideración “propiamente dicha” o “propiamente teórico-filosófica” de la política, la democracia, el Estado, la nación o la justicia, no por ello nos veríamos inmediatamente enrolados en algún tipo de contextualismo o historicismo. Más bien al contrario. Podríamos afirmar, con Althusser, la historicidad inmanente de los problemas teóricos y sostener que, puesto que no hay consideración en general, una de las tareas de la práctica teórica consiste en intentar pensar en qué proceso problemático actualmente atravesado por nuestras sociedades es que emerge para nosotros como necesaria la tematización teórica de lo político, o bien –para decirlo con Horacio González– pensar cuál es la posibilidad y el obstáculo del aquí y ahora que nos plantea la necesidad de considerar a la política, y en qué términos. Es solo en relación con ese núcleo, en relación con esa pregunta emergente de una práctica teórica productiva pero a la vez urgida por lo que excede a la teoría –que es no-todo, decía Althusser–, y no en “la política en general”, como si constituyera una entidad eterna, que podremos vislumbrar la naturaleza de sus dilemas específicos.
Posiblemente sean estos gestos teóricos de un pensamiento que “empieza tarde”, exigido por una situación de la cual no es origen y que tampoco se limita a duplicar en su pura evidencia inmediata, los que permitirían definir metodológicamente lo que sería una crítica; una crítica que piensa y, sin embargo, no es un pensamiento de tal o cual cosa, sino una respuesta ante un requerimiento. Si perdemos ese requerimiento –podríamos decir–, perdemos la crítica, porque no hay crítica sino en relación con ese requerimiento. Para una crítica semejante, que depende de sus “objetos”, no se trata de decir qué es lo que el Estado, o la política, o el poder constituyente son o no son, sino de ir reuniendo los perfiles de eso que aquí y ahora, y en una relación determinada con otros componentes de la situación, está “en cuestión”. Benjamin y Adorno llamaron a eso construir “constelaciones”, imágenes o figuras. De lo que se trataba, según ellos, no era de investigar intenciones ocultas y preexistentes de la realidad, ni tampoco de investigar el sentido del ser, sino de interpretar una realidad enigmática poniendo elementos singulares y dispersos de la misma en diferentes ordenaciones tentativas hasta que cuajaran en una figura legible, capaz de iluminar profanamente algunos de los perfiles más rigidificados e incomprensibles de esa realidad.
Nuevamente, entonces: ¿qué significa la palabra “política” en nuestro presente concreto? De manera puntual y ya no solo metodológica: ¿qué relación puede establecerse entre el lugar de privilegio que la palabra “política” (en un doble sentido, que nos remite tanto a su aspecto teórico como a la existencia social de la política) asumió en los últimos años –y que posibilitó el uso de una expresión como “el retorno de la política”– y el triunfo político de un estilo de sociabilidad reactiva frente a lo que vive como una intromisión exterior en el ámbito de las relaciones domésticas, vecinales, laborales, esto es, en el plano más inmediato de una cotidianidad cansada de los excesos épicos del “discurso político”?
Podemos sugerir que algo de lo que se juega en esta tensión ha sido ya escenificado en el terreno filosófico, si prestamos atención a ciertas modalidades de la confrontación entre la trascendencia y la inmanencia a lo largo de las últimas décadas, en virtud de las cuales cierta idea de la inmanencia de lo social ha sido contrapuesta a la trascendencia de lo político, que habría caracterizado la lógica del disciplinamiento propio de la modernidad. Tal oposición puede ser reconocida en una serie de alternativas estáticas, entre una lógica del juicio y la espontaneidad de la vida, o la exterioridad arbitraria de una forma impuesta y la fluidez de un contenido que resultaría cercenado por esa imposición, o la potencia libre de cierta expresividad social y la fría institucionalidad de la administración. Diríamos, a grosso modo, que la respuesta general a la hegemonía de la filosofía hegeliana en la teoría crítica del siglo XX invocó distintas reformulaciones del pensamiento ontológico (en una curiosa reivindicación de aquellas ontologías clásicas que Hegel había querido sepultar valiéndose de su novedosísima reinvención de la dialéctica); y que tales ontologías constituyeron, asimismo, respuestas a cierta realidad coyuntural –pues hacia fines de los años 60, en efecto, el pensamiento filosófico con vocación emancipadora enfrentaba una realidad que se debatía entre la comprobación de la opresión social y política a la que finalmente habían conducido los socialismo reales, y los nuevos ensayos de rebelión que se vivían en las sociedades occidentales (cuyo momento paradigmático fue el Mayo Francés)–.
Nuestro propio momento insurgente de comienzos del siglo XXI actualizó modos del pensamiento filosófico que convocaron y evocaron aquella renovación de las ontologías políticas. Pero luego, el cambio de las situaciones pareció requerir otras filosofías capaces de cuestionar el privilegio de un inmanentismo de la potencia social, replanteando el lugar del Estado y de la política democrática bajo formas que pudieran asimismo escapar de las tradicionales perspectivas trascendentalistas. La productividad de esa crítica simultánea de la trascendencia y de la inmanencia solicitada por los vaivenes de otras coyunturas explica que nuestro enfoque no acepte desentenderse sin más de las perspectivas ontológicas que reemplazaron a las filosofías pautadas prioritariamente por una influencia hegeliana, e insista en cambio en la necesidad de no abandonar lo que la crítica de la dialéctica puso en juego en aquellos años de creatividad filosófica, cuya herencia reivindicamos. Pero nuestra intención no es tampoco celebrar esa herencia como una nueva perspectiva superadora de viejos vicios, sino permitir que se contaminen recíprocamente ciertos momentos singularizados y “rescatados” de aquella crítica de la dialéctica, con una necesaria crítica de las ontologías que actúe en el sentido de impedir otras unilateralidades de signo inverso.
2. Crítica ontológica de la dialéctica
Comencemos recordando brevemente cuáles fueron los puntos centrales de la crítica realizada a la dialéctica hegeliana desde diversas posiciones filosóficas contemporáneas, sobre todo aquellas que podemos asociar al pensamiento posestructuralista. Al estilo de pensamiento dialéctico se lo acusó de traicionar las esperanzas depositadas en su capacidad de hacer justicia a las diferencias (esto es, en su capacidad para pensarlas, comprenderlas, y dar un cauce de expresión a la legitimidad de sus razones), al acabar manifestando siempre, como su verdadera esencia, una vocación homogeneizadora y jerarquizante. No solo en virtud de su movimiento general (tendiente a reducir la diversidad infinita de la praxis humana a los requisitos de un único principio explicativo, válido para toda y cualquier realidad), sino también por su inconsecuencia en relación con la negatividad que había sabido retomar en el debate con la metafísica clásica. En efecto, si el reconocimiento de la conflictividad (en su figura más incisiva: la contradicción) entre las particularidades, y entre estas y toda pretensión de universalidad había sido la gran virtud filosófica de la dialéctica (la que le valió el aprecio de Marx y Engels y, en general, del conjunto de los marxismos del siglo XIX y de buena parte del XX), tal reconocimiento –se dijo– se hallaba orientado, más bien, por cierta astucia tendiente a favorecer la resolución de la contradicción en una instancia superadora. Dicha vocación armonicista pudo manifestarse, entonces, gracias a 1) el triunfo de la abstracción (pese a que la dialéctica pretendía justamente lo contrario: llegar a concebir toda la riqueza de lo concreto); 2) el privilegio de lo discursivo por sobre lo real; y 3) el funcionamiento de los mecanismos típicos de la contradicción hegeliana: la oposición, la identidad de los contrarios, la mediación, la negación de la negación.
Si consideramos con más detalle el contenido de esta crítica, queda inmediatamente de manifiesto la imbricación entre los aspectos lógico-metodológicos y las incumbencias ético-políticas del pensamiento dialéctico, siendo estas ciertamente las que movilizan los rechazos de buena parte del pensamiento filosófico desde los años 60. La lógica de la contradicción, en efecto –dicen sus críticos–, reduce la complejidad problemática de lo que enfrenta al esquematizar en una oposición simple la multiplicidad de las fuerzas, dinámicas, reivindicaciones, motivos, problemas que están en juego en cada circunstancia. Gracias a esa simplificación, el conflicto puede ser concebido según una lógica polarizadora que subsume todo aquello que se expresa (y solo eventualmente se confronta) en una dinámica de reacciones especulares, por lo cual lo distorsiona y lo desnaturaliza, y lo vuelve –en definitiva– preso, cautivo de su otro.
Pero la dialéctica no solo torna pensables los conflictos reales identificándolos con las operaciones de abstracción imaginativa del pensamiento, sino que al hacerlo transforma las fuerzas enfrentadas en los argumentos en conflicto de una controversia discursiva (contra-decir es decir contra otro decir). Tratamiento discursivo de los conflictos que exige, entonces, que la legitimidad de las razones adversas sea establecida por la mediación (el punto de vista que evalúa y juzga) que decide sobre sus consistencias recíprocas. Una mediación cuyo peso estratégico no solo pasa por el hecho de que resuelve lo que está en juego en ese “entre dos”, sino porque es la que realiza el rodeo totalizador en virtud del cual resultan ponderadas las tensiones presentes en determinada actualidad en su conjunto, de manera tal que se puede decir que la dialéctica efectivamente jerarquiza: permite juzgar sobre lo principal y lo secundario, lo esencial y lo inesencial, lo necesario y lo contingente, gracias a la movilización de un determinado conflicto central que permite organizar la perspectiva general como distancias o cercanías en relación con ese centro.
Finalmente, si la dialéctica solo aborda los conflictos en cuanto procura, más que su comprensión, su resolución, esto es así porque tiende a suponer que todo conflicto es el resultado de un quiebre circunstancial y transitorio de un orden social originario. Las diferencias reales son, en el fondo, visualizadas como corruptoras o disolutorias (como pura negatividad), de modo que lo que se espera es que ocurra la intervención que pueda reconducirlas hacia un plano superior que garantice el “retorno al orden”. El imperativo o la finalidad de que los conflictos sean resueltos es, por lo tanto, la verdadera causa que pone a trabajar la negatividad al servicio del “restablecimiento” de la Identidad (del cuerpo social, de los valores, etc.). Por eso, la negación de la negación es el operador lógico fundamental (al servicio de la Aufhebung), el mecanismo que permite la neutralización de lo que puede haber de crítico en la recusación del estado de cosas existente, al disolverlo en su congruencia final con aquello que se le opone.
Aceptando, entonces, los términos generales de esta crítica a la dialéctica, decíamos que nos interesaba, sin embargo, cuestionar ciertas unilateralidades que podían reconocerse en el pensamiento filosófico político que, en la huella de esta crítica, ensayó reactualizaciones de las perspectivas de la emancipación en clave ontológica. Quisiéramos ahora pasar a la consideración breve de dos intervenciones (emparentadas, pero diversas) que se enmarcan dentro de dichas tentativas. Por un lado, la que leemos en el libro La democracia contra el Estado de Miguel Abensour, donde se trata de liberar al pensamiento de lo político de los determinismos a los que fue sometido por la teoría dialéctica de la sociedad. Por el otro lado, la que encontramos en un texto de Toni Negri donde ajusta cuentas, precisamente, con la dialéctica; en el contexto de una obra que, a diferencia de la de Abensour, no pretende desplazar los énfasis marxistas en la economía política, sino que se concentra en una complejización del abordaje de lo social (asumiendo la perspectiva de la inmanencia spinozista).
3. Crítica de la ontología política
En el primero de los textos que querríamos considerar, Abensour propone una relectura de las obras del joven Marx orientada –según establece de modo programático en la introducción– a rescatarlo, por una parte, de las interpretaciones que transforman “su pensamiento crítico en ideología de partido y de Estado”[1] y, por otra, de quienes “ven en Marx a uno de aquellos que habrían puesto fin a la tradición del pensamiento político” a través de un recubrimiento de este último por lo social que lo haría derivar de lo económico, negando su autonomía. El interés de la lectura a contramano propuesta en La democracia contra el Estado consistiría, en cambio, en “recuperar una dimensión escondida, oculta, de la obra de Marx, […] una interrogación filosófica sobre la política, sobre la esencia de lo político”,[2] insubsumible al materialismo histórico, puesto que allí la institución de la filosofía política moderna se borra –dice Abensour– “al punto de dejar lugar a una ciencia objetiva de la totalidad social”.[3]
Lejos del materialismo histórico, pero también de todo intento de conceptualización de la sociedad, se trataría entonces de religar la obra de Marx a Maquiavelo, pero no como si se tratara del fundador “de una ciencia política positiva, objetivizadora”, dice Abensour, sino en tanto su pensamiento da origen a la filosofía política moderna, apasionada por las preguntas sobre “el estatuto, la esencia y la naturaleza de lo político” y “el lugar de lo político en la constitución de lo social”.[4] En esta clave ontológico-política, la hipótesis que orienta la relectura de Marx propuesta por Abensour sostiene que si, efectivamente, “es posible observar en Marx una tendencia al ocultamiento de lo político bajo la forma de una […] inserción de lo político en una teoría dialéctica de la totalidad social”, aun así “persisten en Marx una interrogación apasionada por el ser de la política y una no menos apasionada indagación sobre las figuras de la libertad, sea que aparezcan estas bajo el nombre de verdadera democracia o de desaparición del Estado”. Contra Hegel –dice entonces Abensour– Marx sostiene que el centro de gravedad del Estado reside fuera de sí mismo; pero no se trata para él –enfatiza– de poner en relación ese universo político y sus formas con las instancias de la totalidad social que permitirían explicar sociológicamente lo político. Por el contrario, a distancia de cualquier consideración sobre poderes, clases, fuerzas sociales determinadas, para Marx decir que el centro de gravedad del Estado reside fuera de sí mismo indica más bien que es necesario referir el Estado a ese movimiento que lo excede, que lo saca de quicio, a una sobre-significación que lo atraviesa y cuyo sujeto real no es otro que la vida activa, plural, masiva, polimorfa, del demos.
Esa “vida plural, masiva, polimorfa, del demos” es, para Abensour, la que se opone al movimiento totalizador del Estado, en una confrontación entre instancias –ahora sí– bien determinadas y que incluso resulta muy difícil no imaginar como dos identidades exteriores e incontaminadas, con lógicas irreconciliables. Pero antes de pasar a esa cuestión, relativa a la definición del término política en la confrontación de Estado y (o) democracia, ya podemos subrayar algunas implicancias de esta deriva de la crítica ontológica a la dialéctica. En el enfático rechazo de todo intento de “inserción de lo político en una teoría dialéctica de la totalidad social” pronunciado por Abensour, se pone en evidencia que la opción (ontológica y antidialéctica) por la filosofía política no siempre va acompañada por una justificada y necesaria crítica de la ideología empirista que orienta muchas líneas de investigación de la ciencia social, o por una crítica de las tendencias economicistas/positivistas del materialismo histórico, o –finalmente– por una crítica de lo que Althusser consideraba una tendencia de dialéctica: el idealismo. La opción por la filosofía y el pensamiento del ser de lo político parecería surgir, más bien, de una desconfianza generalizada frente a todas ellas en bloque: frente a toda ciencia, toda dialéctica, toda teoría de la sociedad, etc. Pero, precisamente debido a lo indiscriminado de este rechazo, en buena parte de la filosofía contemporánea, la búsqueda de lo político “en su ser” no pocas veces queda atrapada en figuras puras de oposición (cuya invención se recriminaba al mecanismo dialéctico): filosofía o ciencia, pensamiento de lo político o teoría materialista de la sociedad, etc. En todos los casos, el segundo de los términos parecería unitaria, coherente e inherentemente destinado a circunscribir y limitar algo constitutivamente excesivo –la vida polimórfica y plural del demos en su “indeterminación, infinitud, apertura, plasticidad y fluidez”[5] –sin poder dar cuenta de ello en lo esencial; una limitación que para Abensour parecería asociarse al gesto totalizador de la dialéctica–.
Pero el rechazo en bloque de todos los esfuerzos por conceptualizar las prácticas e instancias sociales, a la vez, en su especificidad y en su imbricación, en sus autonomías relativas y sus eficacias diversas, ese rechazo indistinto ¿no corre el riesgo –amén de resultar simplificador y desconocer las discontinuidades en el conocimiento– de producir una figura idealizada y abstracta de lo político que, además, en la dupla “Estado” versus “vida” replica el esquema dicotomizante que operaba en la oposición filosofía o ciencia, pensamiento de lo político o determinismo social? Al igual que estos últimos términos, en La democracia contra el Estado, “Estado” y “vida del pueblo” son definidos por un conjunto de oposiciones: unidad versus multiplicidad; rigidificación versus fluidez y plasticidad; lo monolítico identitario versus lo indeterminado y abierto; la cerrazón versus la infinitud. Se trata de figuras especulares, homogéneas al interior y sin contaminación, que anulan la posibilidad de interrogar, entre otras cosas, la rigidificación de la vida en nuestras sociedades, puesto que esa rigidificación parecería constituir un atributo exclusivo de lo estatal, enfrentado a ella e identificado con una pulsión totalizante. La vida plural, masiva, polimorfa, del demos aparece, en efecto, como homogéneamente “plural, masiva, polimorfa” y se contrapone término a término a un Estado elefantiásico, hinchado, petrificado, y sobre todo superpoderoso y sin fisuras; un Estado que –en el texto de Abensour– asume la forma de una suerte de Estado universal, sin tiempo ni lugar, que tiene como atemporal “lógica inmanente”, y sin conexión con ningún modo de ser histórico y determinado, la “autonomización, totalización, dominación”. Ese Estado, “El Estado” –dice Abensour, y nosotros enfatizamos el artículo que nombra al Universal– “representa un peligro para la libertad” y si él “es inseparable de la servidumbre, inversamente la revolución democrática es inseparable de una destrucción, o de un intento de destrucción, del poder del Estado”.[6] Esta es la conclusión del argumento, expresada en el título igualmente universal: “La” democracia contra “El” Estado.
No obstante, esta definición de “El” Estado que querría valer para todos los tiempos, al igual que el pensamiento ontológico que la produce, no se halla menos requerida que aquellas que nosotros podríamos ensayar. Es la experiencia del totalitarismo lo que informa esa búsqueda teórica y es en esa trama que “democracia” significa, ante todo, que el “Estado no pueda erigirse en Todo”. Esa democracia consiste, casi exclusivamente, en oponerse al movimiento totalizador del Estado, oponerse poniéndole límites al Estado y mostrando lo ilusorio de su pretensión de independencia del pueblo. Pero, sobre todo, la democracia consiste en luchar, desde la identidad oposicional de esa “fluida multiplicidad”, contra el Estado en tanto “forma organizadora” inherentemente orientada a la producción de lo Uno, coherentemente constituida para producir –siempre, porque está en su “ser”– una unidad domesticada allí donde de otro modo reinarían los muchos diversos, la ductilidad, la capacidad creativa, la multiplicación expansiva.
Por más breve que haya sido, la consideración de esta deriva de la crítica ontológica de la dialéctica nos sugiere la necesidad de señalar al menos dos posibles unilateralidades de la filosofía política contemporánea. Por una parte, se trata de lo que podríamos llamar un “pánico a la sociologización” que, a nuestro entender, en el intento por producir un pensamiento de “lo específicamente político” y del “ser de la política”, la lleva a desconsiderar las contaminaciones impuestas a “lo en sí mismo político” por la estructura social y en particular por la dinámica del capitalismo contemporáneo sobre los procesos políticos actuales. ¿Es posible avanzar en una interrogación de lo político y del devenir de la democracia sin considerar la eficacia mostrada por los agenciamientos del capital financiero para definir políticas, parlamentos y gobiernos “democráticos” prácticamente en todo el mundo? Una consideración política de la democracia ¿no debería poder interrogarse a propósito de su compatibilidad –o no– con este capitalismo y no solo por los diversos “modelos” de democracia en un mundo multipolar? Lo que llamamos “pánico a la sociologización” considera a ese tipo de preguntas como parte de un determinismo amenazante, pero la reflexión que se mueve eternamente al interior de los “mecanismos políticos”, ¿no se absolutiza? ¿No genera inevitablemente la imagen de una “politicidad pura”, que juega su propio juego con elementos y reglas propios?
En segundo lugar, entre eso que llamamos unilateralidades de la teoría/filosofía política contemporánea se encuentra cierta tendencia autonomista o libertaria que lleva a pensar la política “por fuera”, “a distancia”, “más allá” de, o “contra” el Estado, concebido unívocamente como instancia coercitiva y burocrática, y enfrentada en bloque al supuesto dinamismo de la sociedad o de la “vida del pueblo”, como la llama Miguel Abensour.[7] Tomando prestada una expresión de Benjamin, uno podría sospechar que no hablar de Estado al hablar hoy de política, democracia o democratización tiene algo de “pereza del pensamiento”, de permanencia inercial en pensamientos que ya pensamos y que nos ofrecen ciertas garantías como sujetos históricos “contestatarios”. Para ser más precisos: no hablar hoy de Estado para hablar de política y democracia tiene tanto de la comodidad asegurada por la “buena posición contestataria” ya asumida, como tiene de artificioso hablar hoy de Estado, democracia y política omitiendo –en un ejercicio de máxima purificación– las “corrupciones” que el mundo de las finanzas, la judicialización de la política y los monopolios mediáticos imponen sobre la política en sus más variadas definiciones.
4. Crítica de la ontologización de la dialéctica
La posición de Toni Negri, según dijimos, comparte el movimiento general de una parte de la filosofía política contemporánea, que consiste en reconsiderar la obra de Marx, aceptando el influjo de la lectura de obras ajenas a la tradición marxista (como la filosofía de Spinoza o el pensamiento político de Maquiavelo). Y si bien tal movimiento general implica no solo la “deshegelianización” de Marx sino también un alejamiento del pensamiento dialéctico, en el caso de Negri (a diferencia de lo que acabamos de resaltar en Abensour) ese rasgo no implica, de ninguna manera, un menosprecio de los aspectos que hacen a la “estructura social” o un abandono del análisis del capitalismo (aspectos cruciales de la obra del Marx “maduro”). Sosteniendo una perspectiva filosófica que busca afirmarse en lo real de la conflictividad social contemporánea, Negri deja de lado, efectivamente, la lógica de la contradicción, pero lo hace reemplazándola por una interpretación biopolítica del capitalismo y por una relectura del concepto spinoziano de democracia. Así, manteniendo en el centro de su argumentación el poder que tiene el capitalismo para controlar y reconfigurar la vida social, Negri desarrolla un diagnóstico sobre la politicidad inmanente del mundo social moderno y contemporáneo, que al mismo tiempo se configura como una apuesta por la intensificación de la politización de las relaciones sociales. En este sentido, la mayor cercanía a Abensour se verifica en la distancia frente al Estado, requerida por un posicionamiento (autonomista) que constituye la base ético-política de ambos planteos.
En sintonía con la crítica de la dialéctica que la considera un “dispositivo racionalizador”, en El poder constituyente Negri procura revelar la racionalización moderna del “poder”, produciendo una ruptura conceptual que le permite pensar la potencia creativa e innovadora de la multitud por fuera de las interpretaciones trascendentalistas que la neutralizan y la restringen a los límites de un momento preliminar y dependiente de la construcción de la estatalidad moderna. En Imperio, a su vez, basándose en esta recreación de la teoría política, se concentra en el análisis del capitalismo posfordista, intentando extraer de allí una interpretación de las potencialidades de la política emancipadora del presente. En particular, gracias a una apreciación positiva del llamado trabajo inmaterial que gana protagonismo con la reestructuración del capitalismo global –un concepto que le permite conectar la “potencia inmanente del ser” (concebido como productividad) con los procesos de autoconstitución de lo social, entendidos a partir de las nuevas formas de asociación cooperativa del trabajo–. Tales procesos, manifestación de la fuerza productiva de lo social (sobre cuya denegación se construyó la modernidad), revelarían la fuerza contemporánea de una política capaz de evadir los imperativos de los mecanismos jurídicos de mediación y de su correlato institucional, la representación. Así, la dimensión activa y afectiva que conforma la trama positiva de una sociabilidad productiva primera sería la expresión directa de una potencia que puede auto-instituirse como acción transformadora o potencia política constituyente; o bien, la potencia democrática (spinozianamente concebida). La multitud detenta entonces, en el contexto posfordista, la capacidad potencial de “transformarse en una masa autónoma de productividad inteligente, en un poder democrático absoluto”.[8]
Ahora bien, aquí queremos focalizarnos en un artículo de Negri, “Algunas reflexiones sobre el uso de la dialéctica”,[9] justamente porque tiene la virtud de realizar un balance sobre la cuestión dialéctica bastante más preciso que el que se presenta en general en las obras mencionadas –donde tiende a configurarse ese diagnóstico de época que incluye la caducidad del abordaje dialéctico (y que remite a la inspiración deleuziano-nietzcheana de la lectura negriana de Spinoza) sin que los motivos de esa caducidad sean lo suficientemente expandidos.
Existe una “complementariedad de roles” –dice Negri– entre las versiones frankfurtiana y lukacsiana de la dialéctica, cuyo espíritu común puede sintetizarse en que hacen de la alienación el eje de sus teorizaciones, puesto que consideran que el poder del capital ha investido de manera total las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad.[10] La “subsunción definitiva” de la sociedad en el capital implicaba no solo la demonización de la técnica, sino también la absoluta pasividad del sujeto: “los revolucionarios no tenían nada que hacer más que esperar por el acontecimiento que reabriera nuevamente la historia, mientras que los no revolucionarios simplemente debían adaptarse a su destino”. Sin embargo, esta “dialéctica deshumanizante de la relación capitalista de explotación” generaría resistencias, de tal modo que “otra dialéctica, ética y subjetiva”, reafirmando el punto de vista crítico del marxismo occidental, pasaría a contestar ese diagnóstico sombrío. Se trata, según Negri, de la “emergencia de una actitud ético-política que orienta los dispositivos teóricos hacia la exaltación de lo ‘particular subversivo’”, y que puede encontrarse, según él, en diversos movimientos teóricos luego de la crisis del estalinismo, como la filosofía de la expresión de Merleau-Ponty (que “rompe con la fenomenología frankfurtiana”), los primeros ensayos de una crítica radical del eurocentrismo (que trabaja “invirtiendo la historiografía colonial”), y las diversas experiencias del operaísmo europeo (que desarrollan “hipótesis sobre el uso subversivo de las máquinas de trabajo”). De esta manera, se afirma un nuevo tipo de dialéctica, “una dialéctica abierta de la ‘crítica’ contra la dialéctica cerrada de la ‘crítica-crítica’, un punto de ruptura en la plácida y dolorosa aceptación de la prepotencia totalitaria del capital bajo sus dos formas de gestión, la liberal y fascista, y/o la socialista y estalinista”.
En la interpretación de Negri, este movimiento es un movimiento de la propia dialéctica, que deja de ser abstracta y se transforma en una dialéctica concreta, al servicio de la afirmación de una “subjetividad libre”, concebida como expresión o como producción. Una resignificación de la dialéctica que implica, básicamente, “una reanudación del contacto con la realidad”, una verdadera ruptura con el “obstáculo que un materialismo dialéctico fosilizado representaba para la lectura y la transformación de lo real”.[11] Y sin embargo, mayo del 68 representa un punto de inflexión, donde el choque de la tendencia “objetivista y deshumanizadora” y la tendencia “subjetivista y revolucionaria” de la dialéctica se resuelve en una bifurcación irremontable, que exige que el “frente materialista” reconsidere de manera radical el conjunto de sus presupuestos:
En lugar de regocijarse con esta ocasión revolucionara, el reino de la teoría se dividió definitivamente y la derrota de los movimientos fue seguida, de un lado, por la absolutización de la dialéctica de la subsunción real, la alienación, el unilateralismo de la dominación capitalista y la ruptura utópica del “acontecimiento”, desde Débord a las últimas etapas del althusserianismo, hasta Badiou; y del otro lado, una batalla sobre la cuestión de la diferencia, la resistencia y la subjetivación. Y aunque la investigación teórica en torno al desarrollo capitalista y los dispositivos de la resistencia política se transformó y tuvo un gran avance, no se logró sin embargo recomponer y desplegar una perspectiva comunista.
Como se ve, el esquema interpretativo de Negri vuelve a distribuir el campo teórico entre las visiones que pretenden mantener un realismo objetivista –y que, según él, acaban afirmando de manera unilateral el dato irrefutable y desalentador del dominio capitalista– y aquellas otras (asociadas a lo que ha caracterizado como un “giro ético-político” de la teoría) que reivindican la fuerza de resistencia y de transformación propia de la subjetividad. El lado objetivista (que incluye a figuras tan diversas como Althusser, Débord y Badiou), puesto que continúa sosteniendo (al igual que en sus primeras versiones) una aspiración emancipadora, que no logra, sin embargo, pensar, repone como contrapeso de su rigidez la ilusión mística en la irrupción del acontecimiento salvador. El lado subjetivista (incluyendo fundamentalmente al último Foucault, a Deleuze y Guattari), el lado que, como siempre en Negri, es el que representa la posición “verdadera” (la más cercana a lo “concreto real”), es la que señala a la investigación su dirección más potente, pues la orienta en el sentido de afirmar la vitalidad de las “experiencias constituyentes” que hacen a la vez a la práctica y al pensamiento.
En este punto es donde la crisis de la dialéctica cobraría todo su sentido, pues
¿hasta qué punto podemos aún llamar “dialéctica” a un método que hizo a la abstracción cada vez más concreta, o singular; un método que tornó imposible resolver en el pensamiento y superar en la historia el antagonismo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción; un método que definitivamente recondujo, tanto a la tendencia histórica y aleatoria, como a la verdad, a la práctica; un método que hizo de la efectividad de la producción de la subjetividad algo cada vez más virtual?
Lo que Negri sugiere con esto es que es el propio horizonte “ontológico” el que se ha transformado, de tal modo que el pensamiento que acompaña dichas transformaciones procurando expandir las nuevas potencialidades del presente también es necesariamente afectado por ellas. “El materialismo es hoy el contexto biopolítico”, dice Negri, y en esa fórmula se sintetiza su idea –de inspiración foucaultiana– de que el capitalismo posfordista (es decir, el poder global del capital que se funda en la hegemonía del capital financiero, la producción transnacional en redes, la flexibilización del mercado laboral, la desburocratización de la gestión del proceso de trabajo y la valorización del trabajo inmaterial asociado a la producción simbólica) imprime su marca en absolutamente todas las facetas de la vida social, a tal punto que puede ser concebido como un biopoder.
La expansión capitalista ha llegado a tal grado de realización que el capital “ha encerrado en sí mismo a las leyes de la dialéctica, imponiendo la coexistencia de los opuestos y realizando sucesivas Aufhebungen”. No resta ninguna exterioridad, la pura inmanencia es el orden capitalista: es el reino de la abstracción real, donde ya no tiene ningún sentido proseguir (según la prescripción dialéctica) “el pasaje de la abstracción a la determinación”, puesto que solo cabe ahora “moverse al interior de la determinación”.
Según vemos, la interpretación de Negri, más que simplemente “apartar” la dialéctica, parece tomarse tan en serio las propias pretensiones ontológicas de su versión hegeliana, que acompaña su movimiento hasta sus últimas consecuencias: hasta el punto en que gana una concreción tal que puede decirse que se disuelve en la misma realidad. Y sin embargo, ¿cuál sería la diferencia entre esta interpretación y aquella otra versión de la subsunción total de la vida en el orden impuesto por el capital que Negri dice que es la de esas otras perspectivas que nosotros llamaríamos realistas –y él, derrotistas–? Puesto que Negri insiste en considerarlas en su conjunto como teorías de la alienación, lo que las distanciaría de la concepción del biopoder y la biopolítica sería, probablemente, su formalismo, que insistiría en sostener la dicotomía entre el mecanismo independizado de la máquina abstracta y la vida (que reprimida, oculta, apaciguada, dominada, permanecería en tanto negada en otro orden de realidad). La biopolítica, en cambio, sostiene que la realidad es solamente una, la realidad total que el capitalismo configura; solo que en sí misma esa realidad tiene dos caras, dos perspectivas desde la cual puede ser contemplada: la cara del poder y la expropiación, y la cara de las múltiples resistencias que se le oponen, que no es sino la que expresa asimismo lo que los poderes deben sistemáticamente olvidar: que su existencia se sostiene en la potencia de la multitud que los constituye. De esta manera, dice Negri, así como lo “común” califica al trabajo vivo y no puede ser negado (sino solo expropiado) sobre todo en la modalidades tendencialmente dominantes del trabajo inmaterial que sostienen la producción capitalista, tampoco el antagonismo puede ser suprimido: es, antes bien, el terreno y la tendencia insuperable de nuestro tiempo, que vuelve ilusorias y superfluas las fantasías asociadas a la dialéctica de la coexistencia y la armonización de los opuestos. “Lo común se opone a toda apropiación universal, a toda mediación dialéctica, a toda definitiva inclusión institucional. La crisis está en todas partes. El antagonismo ya no es un método –dice Negri– sino un hecho, un dato: el uno, de hecho, se dividió en dos”.
5. La teoría política como crítica de la ideología
Hemos sugerido que, a pesar de las afirmaciones de Negri dispersas a lo largo de su obra respecto a la necesidad de prescindir absolutamente de la dialéctica, tal vez su posición, al momento de abordar directamente la cuestión (como en el texto que acabamos de reseñar), se muestra en realidad mucho más conciliadora con cierta tendencia presente en la filosofía hegeliana que lo que muchos de los posestructuralistas con los que Negri dialoga podrían estar dispuestos a aceptar. Pues su reconstrucción crítica de la dialéctica, en efecto, no solo suele replicar las oposiciones binarias entre los autores, para aplicarles ciertos criterios muy gruesos en virtud de los cuales los juzga en bloque (teóricos de la alienación o cultores de la subordinación deshumanizadora; teóricos revolucionarios o cultores de la libre subjetividad), sino que además, y sobre todo, se toma tal vez demasiado en serio la propia pretensión de la dialéctica hegeliana de devenir concreta (de llegar a tocar la realidad con los finos guantes del concepto).
Sería quizás más consecuente con las pretensiones de cierta crítica posestructuralista sostener que, más que “realizada” –o “definitivamente apartada”, que podría ser otra manera de decir lo mismo–, la dialéctica puede ser relativizada, desabsolutizada, sometida a la prueba finita de su fecundidad cada vez que lo queramos o lo precisemos, sin necesidad de transformarla en un programa, en un método o en una clave única para el tratamiento de todas las cosas. Porque, de hecho, no lo es (y ni siquiera lo es en la obra de su gran “inventor moderno”). Puesto que puede, antes bien, ser remitida a una multiplicidad de modos de pensar que tienen entre sí cierta afinidad estilística, en cuanto insisten en la necesidad de comportarse con el lenguaje filosófico como si él pudiera multiplicarse una y otra vez en pliegues que, como un tanteo del mundo tal como lo vivimos, buscan maneras de pensarlo mejor, de insistir ante los obstáculos, de proseguir con la argumentación. Por eso es que decimos que no es la “naturaleza” o la “realidad” (sea o no capitalista) la que es dialéctica. La “realidad” de la dialéctica pasa, en todo caso, por constituir un modo de pensar las divisiones y las confrontaciones entre los hombres que considera –en particular– ciertas facetas de la vida social cruzadas por la dimensión discursiva.
En ese sentido, la incumbencia ético-política del modo de proceder dialéctico salta a la vista, y es la crítica posestructuralista tal como la describimos someramente al comienzo de este texto la que permite a la posición dialéctica contestar: ¿es realmente pensable la política sin el conjunto de las operaciones imaginarias que la crítica señala como la imposibilidad de la dialéctica de salir de la abstracción –a pesar de su intención de elaborar un pensamiento concreto–? Es decir: ¿puede pensarse una política efectiva que prescinda de los modos básicos en que la imaginación humana procede (la abstracción, la simplificación) para solo tener en cuenta la absoluta complejidad y los matices infinitos de lo real? ¿Qué política sería esa que presupondría la abarcabilidad de la irreductible riqueza de todas las cosas: una política humana o una política divina? ¿Puede ser pensada una política que evite por completo las dicotomías –sean pedagógicas o de barricada–, las polarizaciones y el juego especular de las pasiones? Si no es la indiferencia la que reina, ¿puede esperarse que la imaginación especular –considerada como necesaria en la lucha hegeliana por el reconocimiento, pero también en el psicoanálisis lacaniano, en la concepción spinozista de la imaginación y en la teoría de la ideología althusseriana– sea erradicada, para fundar una política transparente libre de proyecciones imaginarias? ¿Puede eliminarse asimismo el aspecto idealizador, que implica que los conflictos reales no sean vivibles políticamente sino a través del discurso, como argumentos –más o menos mistificadores– de una batalla de palabras e imágenes? La mezcla de la argumentación con la pasión en la procura de ocupar la posición más incisiva, la inversión de los puntos de vista, la revelación de la manera en que se espejan los adversarios, la pregunta que llama a la repuesta una y otra vez sobre la posibilidad de salir de esa encrucijada, ¿no muestran que los vicios de la dialéctica son “demasiado humanos” como para pretender una huida o un éxodo frente a ellos? ¿Puede, finalmente, haber política sin la articulación de discursos o de relatos que expresan y también distorsionan una confrontación social real? ¿Existe verdaderamente alguna política que se quiera transformadora para la vida de las multitudes contemporáneas de las sociedades complejas, que pueda darse sin mediación institucional, sin jerarquización de prioridades, sin la intervención de la decisión estatal, y sin un momento utópico que cultive la esperanza y comprometa la promesa de que los problemas urgentes pueden y deben ser resueltos?
Y sin embargo, dijimos que era en cierto sentido irreversible el desplazamiento que la crítica a la dialéctica produjo cuando denunció su pulsión homogeneizadora, ordenadora y reconciliadora. Por lo cual, hoy solo puede ser relevante un pensamiento dialéctico que incluya el contra-movimiento interno que trabaje contra tales efectos inmanentes a su lógica. Una contra-dialéctica, entonces, que enfrente la interpelación permanente que trata de homogeneizar las fuerzas y el sentido de los conflictos con la constatación de la heterogeneidad radical de los actores sociales, en cuanto a sus historias y sus experiencias, sus intereses, sus perspectivas. Esta otra dialéctica –que Adorno llamó negativa– reconoce la apertura incesante de los procesos de construcción de las identidades y de las hegemonías políticas, sin desconocer las complejidades de las relaciones sociales de dominación en las cuales esos procesos se realizan.
Esta reposición de la dialéctica sería capaz de percibir los desplazamientos, inversiones y cambios de orden que explican que, en cierta coyuntura, lo supuestamente secundario pueda revelarse como fuente privilegiada de conflictividad y lo que fue considerado inesencial pueda manifestar su urgencia social. Para abordar los problemas éticos “irresolubles” de la conflictividad social contemporánea esta otra dialéctica tiene que volver a incorporar con prudencia las herramientas de la crítica de la ideología, justamente para pensar la política sin una filosofía de la historia rígida (o sus sustitutos vitalistas). Sabiendo que los conflictos políticos persisten y se repiten más allá de la lógica de la dialéctica tradicional, no debemos renunciar por eso a la comprensión crítica del presente. Esta disposición crítica no estaría actuando, en definitiva, a favor de la instauración de una Identidad social reconciliada, que podríamos hallar “más allá” o en “lo profundo” de la política, sino que permitiría concebir una noción negativa o crítica de “identidad”, en cuyo caso la crítica de la ideología podría volver a iluminar desde otro ángulo las nociones de cooperación, comunicación, reconocimiento o entendimiento mutuo, retirándolas del imaginario del orden y de la armonía, para ser articuladas según la exigente noción spinozista de paz política, esto es, un orden democrático que se sostiene sobre la conflictividad productiva de la existencia común, más allá de los prejuicios y las teologías del mundo contemporáneo.
- M. Abensour, La democracia contra el Estado, Buenos Aires, Colihue, 1998, p. 8↵
- Ibíd., p. 15.↵
- Ibíd., p. 23.↵
- Ibíd., p. 17.↵
- Abensour, op. cit., p. 103.↵
- Ibíd., p. 127.↵
- Estas dos tendencias observables en muchas perspectivas políticas contemporáneas no están desconectadas entre sí, pero tampoco se hallan en el mismo nivel. La primera, exaltadora de la “autonomía de lo político” y asociada generalmente a la crisis de cierto marxismo positivista, economicista y teleológico, es más general que la condena autonomista del Estado. Mientras que el énfasis en lo específicamente político y en la no correspondencia de las subjetividades políticas con sectores sociodemográficamente identificables de la sociedad resulta perceptible, además de Abensour, tanto en los trabajos de Laclau y Mouffe como en las posiciones, por ejemplo, de Rancière y Badiou, la relación inversa no resulta igualmente sostenible, porque lo específicamente político no en todos los casos transcurre por fuera, contra o a distancia del Estado.↵
- A. Negri y M. Hardt, Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 292. ↵
- “Some thoughts on the use of dialectics” (written contribution to the conference Critical Thought in the 21st Century in Moscow, June 2009), disponible en http://goo.gl/TcAiVF. ↵
- De modo tal que “la fenomenología de la acción y la historicidad de la existencia se consideraban ambas completamente absorbidas por la explotación capitalista y por la dominación sobre la vida”.↵
- Para enfatizar el hecho de que este movimiento innovador que describe ocurre efectivamente dentro de la tradición del pensamiento dialéctico, Negri recuerda el énfasis de Coletti en la “oposición real”, en el contexto de la traducción al italiano de la obra del filósofo marxista ruso Évald Iliénkov, La dialéctica de lo abstracto y lo concreto en El Capital de Marx: “La teoría puede resumirse –dice Coletti– en dos cuestiones fundamentales o necesidades. La primera es que la especificidad o la diferencia de un objeto con relación a los otros resulta comprensible, es decir mentalmente relacionada, con aquello diferente que el objeto no tiene, o sea con todo aquello remanente de lo que el objeto es diferente. En segundo lugar, esta comprensión no elimina, a su vez, la ‘diferencia’; el conocimiento no agota en sí mismo la realidad, es decir que la coexistencia o resolución de los opuestos por la razón no debería ser confundido con la resolución o abolición de su oposición real”.↵