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8 Modos de hacer teoría política

(A modo de cadáver exquisito)

Pedro Yagüe, Rodrigo Ottonello, Alejandro Cantisani,
Hernán Borisonik, Cecilia Abdo Ferez[1]

Las siguientes reflexiones se hicieron a modo de cadáver exquisito. O mejor, de una variación sobre ese juego, que (nos) mandaba la tarea de bifurcar, rebatir o continuar lo que otro integrante del grupo había escrito sobre el tema, en el apartado anterior. Creemos que esta forma dice algo de nuestro modo de trabajo colectivo, que siempre se escuda en lecturas y discusiones sobre textos clásicos y que supone que es esa práctica la que hace convivir –en acto– principios, métodos, axiomas y valoraciones que no necesariamente son unificables y a los que no reconocemos como (pre)condiciones del hacer en común. Por eso, el ejercicio de singularizar y, a la vez, encadenar las reflexiones sobre qué hacemos cuando hacemos teoría política (o cuando decimos hacerlo), supone un resultado que surgirá a posteriori: un texto efecto de una geometría contingente de escrituras, obediente a una regla mínima pero imprescindible. Participamos: Pedro Yagüe, Rodrigo Ottonello, Alejandro Cantisani, Hernán Borisonik y Cecilia Abdo Ferez.

Aquí va.

1. Combatir

Hacer teoría conlleva, en primer lugar, una reflexión sobre el lenguaje. Y no a la manera de los lingüistas, quienes solo conocen signos y juegos de signos. Es la reflexión sobre el lenguaje vivo, cargado de afecto, el punto de partida necesario para todo pensamiento, para toda teoría. Pensar, escribir y hablar es poner y afirmar el cuerpo en el lenguaje. Como señala Meschonnic, “si no se piensa el lenguaje, no se piensa, ni se sabe que no se piensa. Uno se dedica a sus asuntos”.[2] Justamente, este dedicarse a sus asuntos es lo que uno abandona cuando hace teoría política.

El pensamiento no surge, según Rozitchner, como una cinta que se desenrosca de un capullo ya preparado y de la que uno solo debe tirar. Pensar, por el contrario, es el resultado de un combate. Del combate que uno emprende contra un otro, cuya interpretación nos impide concebir las cosas tal como las percibimos. Por eso es que hacer teoría política es siempre combatir para comprender.[3] Es correr el riesgo de poner el cuerpo en el texto, y así desafiar la verdad y la coherencia del otro a partir de la afirmación de la propia. Este combate que conlleva toda producción teórico-política es, a su vez, la condición de posibilidad para el pensamiento, ya que la batalla que se libra en él se realiza siempre en busca de una producción. Combatir es también una manera de transformarse a uno mismo a partir de la afirmación de una coherencia diferente a la expresada por el adversario. Refutar al otro y poder expresar esa propia verdad que llamamos comprensión se constituyen como dos caras de la misma moneda. Nada más lejano a mantener una distancia neutral con lo que se piensa.

Es por eso que los liberales y los exégetas que se limitan a reconstruir grandes sistemas conceptuales nunca alcanzan la verdad de este enfrentamiento. Y en su lectura desaprensiva, distante, no logran comunicarse con los marcadores afectivos, que son los que, de una u otra manera, permiten abrir la verdad de ese combate. Limitándose a repasar los marcadores lógicos de un texto, descuidan su corazón, creyendo, sin embargo, penetrar en él. Hacer teoría política, por lo tanto, no es nunca un acto separado de la lectura. O, mejor dicho, de cierta forma bélica de lectura que implica una interpelación recíproca entre quien lee y quien es leído.

Si hacer teoría implica desarrollar un combate contra una coherencia distinta a la nuestra, esto querrá decir, entre otras cosas, que hacer teoría política conlleva además una forma de resistencia. Y nunca son los conceptos quienes resisten. Lo hacen individuos situados temporal y espacialmente, atravesados por los conflictos políticos de la sociedad de la que forman parte. Es esta vida en común la que constituye, en última instancia, esa coherencia sensible que afirmamos cuando emprendemos el combate teórico. Lo vivido es lo único con lo que contamos para relacionarnos con la teoría y así pensar la política; es el índice con el que contamos para leer y escribir. Esta experiencia se constituye, por lo tanto, como una premisa irrenunciable para el pensamiento. Es la huella de la sociedad y el mundo en nosotros lo que nos obliga –a la vez que nos brinda herramientas– a escribir sobre las propias condiciones de existencia.

La teoría como una batalla que nos permite afirmar nuestra propia coherencia es la premisa a partir de la que pensamos la sociedad, el Estado y todos los derivados que englobamos bajo el nombre de “política”. Y es a partir de esto mismo que habría que entender la lectura y el estudio como una búsqueda de herramientas para la propia afirmación. Hacer teoría política es, entonces, retomar ese índice de verdad que constituye lo vivido y volcarlo en una comprensión de nuestra propia realidad política histórica.

2. Temblar

La teoría política emerge cuando ya no es evidente el sentido de la práctica por la que se interroga. Con frecuencia los cuerpos, los discursos, los saberes, los territorios, las historias, las tecnologías y los espíritus se configuran en modos que desestabilizan los límites y fuerzas del complejo de acciones, campos de lucha e instituciones sobre el cual recae la tarea de gobernar la vida. La política tiembla no ante la disputa sin tregua en la que encuentra su razón de ser, sino cuando su horizonte es oscurecido por presencias o vacíos que ponen en duda la necesidad de sus combates. La teoría política habla, sacudida por ese temblor, para preguntarse cómo sobreviven la libertad y el autogobierno cuando lo que amenaza no es como un enemigo que sostiene otras armas y pasiones ‒pero que también podría sostener las nuestras‒, sino como un destino al que resulta imposible encontrarle un rostro. Por eso la teoría política suele ser un comentario impotente cuando se pregunta hacia dónde luchar, contra quién y de qué modos, mientras que, en cambio, logra inéditas tensiones que a veces hasta prescinden de fuerzas a partir de preguntarse, con más modestia y también con más desesperación, qué es luchar y por qué aún, con independencia del bando elegido, habría que continuar luchando.

Siempre hubo enemigos y aliados con los que tejer intrigas y batallas; tal es la escena de la política. La teoría política, como un añadido de interrogación y una resta de sentido, solo vibra cuando un nuevo ordenamiento del mundo empequeñece ese teatro y lo abisma a la irrelevancia. Las ciencias naturales, las ciencias económicas y las ciencias sociales, como desde aun antes la religión, le han dicho a los hombres que ellos no gobernaban, que eran avatares de fuerzas mayores sobre las que no tenían potestad; tal es la tramoya de la teoría política. Ante este temblor distinto al del combate son posibles dos actitudes.

Por una parte, cabe reinscribir lo extraño y fantasmal en el horizonte de las disputas terrenas, señalar que detrás de todo movimiento hay unos rostros y unas manos, desgarrar las vestiduras de lo inefable, para mostrar que allí también hay combates que se pretendieron invisibles, no para negar la guerra, sino para hacerla mejor.

Por otra parte, cabe aceptar la convivencia con lo que nos desborda, asumir que hay fuerzas para las que nuestras vidas son breves y anónimas y entender, a continuación, no que estamos arrojados a lo fatal, sino que la política, en vez de un juego de amos, es tal vez el hilo de incerteza con el que hasta los seres más débiles pueden, sin que el temblor cese, afirmar las posibilidades de un mundo distinto, arriesgarse a ese trabajo, aun si lo único garantizado es que lo que tiembla, temblará mucho más.

Así como la política vibra en la tensión entre la vida y la muerte, la teoría política habita en la tensión irresoluble entre estas dos actitudes.

3. Habitar el barro

La teoría política es un combate por las palabras, los sentidos y los afectos políticos. Pero también hay quienes dicen que la teoría política es una ciencia objetiva sobre la cosa política. El primer combate de la teoría política es contra ella misma. ¿Qué es hacer teoría política? Comienzan las respuestas afirmativas. Pero ¿no nos enseñaron Hegel y sus seguidores que todo comienza por la negación? Si la teoría política es un combate por algo, lo primero que debiera hacer la teoría política es definir su campo de adversidad. Rápidamente, para un novato de la teoría política, ese campo de adversidad es la propia práctica política, cuya racionalidad obtura la realización de las grandes preguntas de la teoría política. Por ejemplo, la de la emancipación. El novato ha olvidado el lugar de la teoría política en la polis del pensamiento, y con ello, a sus verdaderos adversarios.

Filosofía política y sociología política: he ahí los dos grandes adversarios de la teoría política. Si la filosofía política supone poder abrigar los fundamentos últimos de las grandes preguntas de la política y la sociología política pretende analizar objetivamente el movimiento de lo real, la teoría política irrumpe en la escena en su corcel maltrecho para destruir las pretensiones de los ilustrados y los positivistas.

La pretensión última de la filosofía política y de la sociología política es la reposición del lugar específico de la política y del pensamiento, a la vez que de su justa relación. Pero un nuevo adversario se presenta en la escena: el parodiador. ¿Quién es este parodiador? Este sea tal vez el mayor adversario de la teoría política, pues pretende en el combate por las palabras usurpar su nombre. Este parodiador pretende afirma un juego esteticista como un modo afirmativo de pensar la política. Nuestro parodiador pretende convencernos de que dicho juego esteticista del pensamiento es la teoría política. ¿En qué consiste la teoría política de nuestro parodiador? Pensar, leer y escribir es actuar políticamente. Podemos prescindir del movimiento real de la política, pues allí solo hay falsedad y reproducción de lo dado: la política real impide la emancipación. ¿Qué hacer? Construyamos pequeñas abadías, pequeños palacios de cristal en donde podamos habitar más allá de la lógica de una soberanía política que nos arrebata nuestra subjetividad. Digámoslo ahora, nuestros parodiadores son liberales. Conservadurismo y liberalismo. Filosofía política, sociología política, parodia de la teoría política.

¿Qué es hacer teoría política? Ni ilustración, ni libertinaje. Ni juego estético del pensamiento, ni política. Ilustración y libertinaje. Juego estético del pensamiento y política. Un mundo abierto a la potencia del pensamiento, pero sabiendo que esa potencia del pensamiento siempre tiene las manos bien sucias. ¿Es esto verdaderamente hacer teoría política? ¿No era acaso la teoría política un combate por las palabras y los lenguajes, inclusive por su propio significado? No hay verdad sobre el fundamento último del quehacer de la teoría política. Pero esa no verdad sobre el fundamento último de la teoría política no debe hacernos olvidar la importancia de alcanzar un fundamento precario y parcial capaz de posibilitar la acción política. Si la teoría política pierde de vista este punto, crucial para cualquier pensamiento que pretenda ser digno de relevancia política, está destinada a ser borrada de las arenas del tiempo. Nuevamente entonces, ¿qué es hacer teoría política? Habitar el barro.

4. Llover

Como el vapor de agua que se condensa en el cielo, hacer (¿ser?) teoría política implica una forma espesa, agregada, tupida. Una forma que se deja ver como un cambio del clima, que se asoma bajo ciertas circunstancias, permitiendo que florezcan las plantas o desbordando ríos e inundando ciudades.

A diferencia de la política de la arena, la teoría no depende (por lo menos, no solamente) de una voluntad que pueda ser atribuida a un sujeto individual o colectivo. Depende, al contrario, de un uso específico del lenguaje, aplicado en contextos muy acotados con la pretensión, no de conmover, sino de demostrar. La teoría política fluye de la cabeza a los pies. Hacer teoría política no es como hacer teoría de la física ni como mejorar una técnica. Tampoco se liga a la búsqueda de la emancipación individual ni ‒mucho menos‒ universal.

Se podría utilizar, entonces, una hipótesis ciclónica: allí donde las prácticas se revelan deficientes, donde las generaciones anteriores están demasiado reificadas, las condiciones de la teoría política comienzan a volverse más y más densas, hasta que se materializan. Tal vez por eso haya sido que Platón (con enorme claridad de conciencia) explicó el cambio político como un problema de padres e hijos. En la tierra, lo nuevo se vuelve viejo, lo logrado se naturaliza y las ilusiones se convierten en pesadillas. Tal vez por eso, también, y apropiándose de la máxima latina Oportet discentem credere, edoctum judicare, Bacon planteó en los albores de la Modernidad que “los discípulos deben a sus maestros solo una fe temporal y una suspensión del propio juicio hasta tanto no han recibido una instrucción completa, pero no una dimisión absoluta ni un cautiverio perpetuo de su mente”.[4]

Así como el agua desgasta, si tiene el tiempo suficiente, a la roca más sólida, deberíamos nosotros (si pretendemos un sitio entre los teóricos de la política) ejercitar la crítica como ejercicio permanente. Solo así evitaremos calcificarnos y ser, como corresponde, los receptores de nuevas lluvias que nos perforen hasta hacernos desaparecer. Solo cuando la filosofía dejó de ser una cuestión de escuelas y tradiciones (dicho de otro modo, cuando dejó de ser una forma de vida, es decir, cuando dejó de ser)[5] pudo alguien propugnar la existencia de la teoría política como forma particular. Pero eso no debe hacernos confundir: no es posible una reflexión sistemática sobre la política sin una consideración acerca de la vida, ni un sostén en la experiencia contingente de la deliberación colectiva.

Como lo expresara Foucault:

[el concepto] es uno de los modos por medio del cual un ser vivo extrae información de su medio e, inversamente, lo estructura. Que el hombre viva en un medio conceptualmente construido no prueba que se haya desviado de la vida por algún olvido o que un drama histórico lo haya separado de ella, sino solamente que vive de una manera determinada. […] Formar conceptos es una manera de vivir y no de matar la vida; un modo de vivir en una relativa movilidad y no un intento de inmovilizar la vida.[6]

Que llueva, entonces, con la fuerza de lo inexcusable, sobre las ruinas de lo que no puede ya refugiarse ni ser refugio y las erosione hasta hacerlas desaparecer.

5. Enhebrar un discurso, meditado, ex-céntrico, sobre qué está en juego

Hacer teoría política es intentar poner en palabras, siempre impropias, qué está en juego.

El qué del qué está en juego carga a quien hace teoría política con el esfuerzo por dilucidar o imaginar lógicas, modos de encadenamiento, de supuesta causalidad, de enfrentamiento, entre elementos que son públicamente relevantes o que podrían serlo.

El poner en palabras impropias implica la (in)comodidad de que esa dilucidación o imaginación se dé en medio de tradiciones lingüísticas, como si se trazara una nueva línea de sucesión bastarda en los mapas de herencias de las lenguas políticas. Herencias que ‒si es que son bien comprendidas‒ serán recuperadas y negadas parcialmente en cada ocasión de su citado y no siempre sin intenciones. Esas herencias de lenguas políticas que se habitan, de las que se es un nuevo hijo espurio, no se eligen. Más bien, se padecen, y dan cuenta del lugar común en el que se vive, de los clivajes explícitos o no de ese lugar común y de cómo esos clivajes afectaron la propia biografía de quién escribe –la suya y la de todos los que lo componen, en su sí mismo–. Él o la que escribe teoría política habla así en medio de ellos, encadenado a sus historias cruzadas, de las que es nudo y perspectiva.

Qué está en juego implica una reflexión en el presente situado, una reflexión sobre lo que se está jugando aquí y ahora. Una reflexión que, sin embargo, a la vez excede esos marcos temporales ‒cuando desconoce la autorreferencialidad de la época‒ y recrea sus límites, si es que resulta comprensible para otros (y se muestra, por tanto, pese a toda pretendida radicalidad, una variación de esa racionalidad de la que es deudora). Una reflexión que no tiene por qué aludir con literalidad a eso que se está jugando, aunque lo rodee todo el tiempo en su opacidad.

Como todo juego, este también conlleva reglas y supone otros jugadores. Tanto el juego de lenguaje de la teoría política como el juego de aquello que está en juego (lo que sería, su “objeto”) suponen la pluralidad de jugadores y la posibilidad indefinida de su reapertura. Son juegos que implican reglas y saberes añejos sobre sus obediencias y transgresiones. Si se logra poner en palabras impropias el qué está en juego, no se hace entonces una descripción, como querría la ciencia, ni se dictan técnicas, ni se escriben propedéuticas, sino que se recrean puntos de vista públicamente reconocibles, cargados de esquemas valorativos, lo quieran o no. Son puntos de vista que atizan el juego.

Los que comprenden qué se hace cuando esto se hace (y sean los que comprenden muchos o pocos, más o menos letrados), reconocen, cuando escuchan, que hay allí saber, prejuicio, historicidad, forma, deformación y forzamiento, respecto de algo que involucra a muchos de los que viven juntos, respecto de algo que es relevante para esos y, por tanto, acuciante más allá de los ámbitos y de las fronteras en que se predica ese discurso. Esas fronteras ‒tanto más vulnerables y tanto más artificiales cuando el contexto pone en el centro lo político‒, garantizan que el decir, dentro de las tranqueras de la “disciplina”, de sus modas y de sus jergas, no sea del todo riesgoso.


  1. “Grupo de estudios críticos sobre la modernidad política temprana”-Instituto de Investigaciones “Gino Germani”-FSoC-UBA – http://goo.gl/DCMHyg.
  2. H. Meschonnic, Un golpe bíblico en la filosofía. Buenos Aires, Ediciones Lilmod, 2007, p. 13.
  3. Ver https://goo.gl/KkxAGD.
  4. F. Bacon, De la preeminencia de las letras, Madrid, Imprenta de Aznar, 1802, p. 97.
  5. F. Ludueña Romandini, H.P. Lovecraft. La disyunción en el Ser, Buenos Aires, Hecho atómico, 2013, pp. 10-13.
  6. M. Foucault, Historia de la sexualidad I, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, pp. 173-174.


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