Ricardo Esteves, Matías Saidel, Emiliano Sacchi, Camilo Ríos, Adrián Velázquez[1]
Hipócritas. Os atrevéis a escrutar el cielo y la tierra y olvidáis interrogar vuestro propio tiempo.
Lucas, 12, 56
1. Desbordes
Son como focos autopoiéticos creativos, que signan al mismo tiempo una instantaneidad general y puntos de caósmosis que se afirman como puras entidades de creación.
Félix Guattari
He aquí una pregunta aparentemente simple: ¿qué entendemos por teoría política? Sin embargo, es una pregunta que incomoda, pues inquiere por eso mismo que hacemos, eso que estudiamos, enseñamos, eso que incluso nos nomina como colectivo. Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de teoría política? ¿Qué designa ese sintagma que escapa tanto al frío azulejo de la ciencia como a los abismos de la filosofía? Ni una cosa ni la otra, la teoría política, tal como la entendemos y practicamos, es esquiva a las delimitaciones disciplinares y a las definiciones taxativas. Quizá la teoría política pertenezca a esa temible progenie (por definición sin por-venir, criminal) de los “ni… ni”. Como sabemos, sería ingenuo pensar que dichas delimitaciones son neutrales. El último teórico político (así quería autodefinirse) debatido en nuestro país era taxativo al respecto: para que un límite separe, establezca fronteras de exclusión, tiene que ser un límite antagónico. De lo contrario, es apenas una diferencia más, interna al mismo sistema. (Triste imagen de la diferencia y pobre idea de sistema). Sin embargo, trazar fronteras, ordenar las diferencias, establecer sus equivalencias, eliminar desviaciones: esa ha sido la tarea de los teóricos y filósofos de Estado desde Platón hasta la actualidad. ¿Podríamos nosotros, teóricos políticos de esta periferia cultural y académica, repetir ese gesto? Preferimos recurrir a una pregunta más modesta pero no menos incisiva, aquella de nietzscheana memoria que dice: “¿para quién?”. En todo caso, respondiendo a la generosa invitación que nos fuera realizada a ex-cribir-nos, desde un principio afirmamos el des-borde. Resuena aquí otro teórico también debatido, el de “los bordes de lo político”. Y esa resonancia nos lleva hacia las orillas, a la costa, a los bordes y desbordes incesantes del agua y la tierra: a los bordes móviles que contaminan y aseguran el roce áspero y sucio entre una y otra. Márgenes de ese río turbio y proceloso, el main-stream y las márgenes alejándose-acercándose indefinidamente: todo pasa allí, en las márgenes, en su superficie, la más profunda.
Desborde, contaminación, margen, superficie, con-tacto: de una lengua a otra, de una (in)disciplina a otra, hablando con palabras prestadas: nuestra teoría política no logra de-finirse. Malos augurios en la época de las fronteras disciplinares y de la inter-disciplinariedad, que intenta poner en relación las disciplinas que presupone, y de la evaluación por resultados mensurables, que es absolutamente solidaria de las lógicas del capitalismo y de la empresarialidad que luego se critican. Por eso, preferimos la indisciplina. No es un juego de palabras: preferimos la insolencia, la inservidumbre, el desparpajo. Es decir, nuestra práctica teórica intenta resignificar y repensar la relación entre pensamiento y política, algo que desborda los límites epistemológicos de la teoría política, que abre el juego a otras indisciplinas y que pone en cuestión las relaciones jerárquicas y fascistoides que, en general, gobiernan nuestra triste vida académica.
Por si esto fuera poco, la teoría política implica además una incomodidad extra que viene dada justamente por sus márgenes y desbordes internos, por su estructura intrínsecamente ambivalente. Cuando hablamos, pero también cuando hacemos algo así como teoría política, no podemos evitar vernos complicados en la indecidible situación a la que nos arrastra esa inestabilidad, la mutua atracción y repulsión que se hace lugar entre sus dos términos y que nos empuja ora sobre uno, ora sobre el otro, a la vez que nos mantiene siempre tironeados entre ambos. Una especie de desborde constitutivo, una hemorragia interna atraviesa a ese híbrido “teoría-política”. Las formas de su relación y las posibilidades de su disociación obsesionan a Occidente desde hace más de dos milenios. Desde el nudo platónico del Filósofo-Rey en el que teoría y política, filosofía y polis/polemos, se complican (incluyéndose y excluyéndose mutuamente). Cada vez que la política pretende transformarse en ciencia o administración y a la vez la teoría en pura reflexión especulativa, lo que sucede no es nunca la separación clara de un término del otro, la delimitación, sino el desequilibrio de uno sobre otro, lo que nada puede con el asedio que mutuamente se producen. Teoría y política se rondan (y se contaminan) mutuamente. Si bien se ha pensado más de una vez el acontecimiento de su conjunción en el momento feliz griego, podemos decir que no es tanto el misterio de su conjunción lo que siempre retorna, sino el misterio (práctico y político, dirían algunos) de su separación. Una disociación que siempre tiene fines, efectos y afectos políticos. En este sentido, bien podríamos decir que toda teoría se complica políticamente y toda política se complica teóricamente. No somos originales: toda teoría es en sí misma teoría-política. Más aun, es forzoso reconocer que ello implica lo inverso, o más bien, la equivalente inversión para la política.
Por ello, poco nos interesa definir la teoría política, trazar sus fronteras o clarificar la distinción entre sus términos. Más bien situamos nuestras prácticas, nuestros tanteos teóricos y políticos en los desbordes y en los desequilibrios de aquella inestable relación. Frente a una tradición que ha acentuado el primer término de la endíadis y ha dejado a la política como objeto posible de su práctica y de su discurso, nos interesa acentuar el segundo término hasta dar con una teoría que se revela ella misma política. Una teoría que es tanto interrogación crítica del régimen de verdades como un decir veraz sobre su mundo y sobre su presente. Teoría que en el des-decir las verdades que enfrenta, también aspira a la veracidad que le impone narrar el mundo.
2. Gestos
Burlas y muecas al borde del abismo. Besos y caricias para conjurar el abismo.
Franco Berardi
De esa forma se va poblando el campo de lo que decimos que hacemos cuando decimos que hacemos teoría política. Podríamos darle otros nombres. Le damos otros nombres. No nos importan mucho los nombres. Digamos que lo importante está en el gesto. En un gesto que supone para nosotros la teoría política y que se juega entre dos márgenes: la crítica de lo que somos y la posibilidad de dejar de serlo de una vez por todas. En términos de Deleuze diríamos que se trata de un pensamiento que se inscribe en el “entre” del presente, es decir, lo que somos, pero también lo que ya estamos dejando de ser; y lo in/actual, lo que estamos deviniendo, no nuestro futuro o porvenir, sino el ahora mismo de nuestro devenir. Un pensamiento que se interesa por el presente y experimenta la posibilidad de actualizarlo a cada momento. Entonces, nuestra práctica teórica no puede ser in-diferente al presente, al orden de las cosas que definen lo que es, por el contrario nos interesa este pero en la medida misma en que buscamos en él sus líneas de fisura por donde sea posible hacerlo diferir.
Aunque a menudo hablemos de futuros distópicos de control y de vigilancia o de orígenes y olvidos, no son el futuro ni el pasado lo que nos interesa. Es el presente, y más precisamente el umbral en el que el presente deja de ser lo que es, las fisuras del presente, sus líneas de ruptura, sus puntos críticos de transformación, lo que hay en él de in/actual, de acontecimental y de inasible. Por ello decía Foucault que la pregunta crítica debe llegar, más allá de Kant, a su forma positiva, transformándose en una crítica práctica que toma la forma de una transgresión posible. Esa es la divisa de la teoría política que nos convoca. Se trata de una forma del ejercicio teórico que busca en la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la potencia de no seguir siendo, pensando o haciendo lo que somos, hacemos o pensamos. Entre esa contingencia y esa potencia de no, se inscribe nuestro trabajo como gesto crítico, (tal vez) transgresor, y (sin dudas) experimental.
Precisamente, fue Nietzsche, el médico de la civilización occidental, quien llevo la crítica a su forma positiva y la transformó en diagnóstico: ¿quiénes somos? ¿Qué somos nosotros hoy? ¿Qué es este “hoy” en el cual vivimos? Pero a su vez reconoció en esta práctica una terapéutica, un arte de la cura. Diagnosticar nuestro presente es marcar en él las series de procedencias contingentes (azarosas y forzosas) que han permitido su constitución, hacer la historia de la naturaleza del orden de las cosas, la genealogía de la moral y del orden policial, llevándolo con ello hasta el punto donde se desentiende de la necesidad. El presente se revela así contingente y mutable, se abre como espacio de experimentación donde es posible un devenir radicalmente otro.
Si bien el presente es el producto de mil contingencias, de luchas y casualidades, sus estratos endurecidos definen los límites de nuestra experiencia posible, los contornos de lo que somos, hacemos y pensamos. El orden policial que esos estratos componen procede por estriación y cuadriculación, determinando de antemano lo que somos y los lugares que debemos ocupar, lo visible y lo audible, toda una configuración de lo sensible en la que unos tienen parte y otros no. Que los sonidos devengan palabras, que los ruidos se hagan eventualmente música, que una serie de asociaciones devengan teoría, es el resultado de una estriación policial: hay una policía de la palabra, tanto como una policía del oído o una del ojo, y hay, claro, una policía de la teoría y de la verdad. Poder distinguir palabras y ruidos, bullicio y discurso, es ya hacer circular la sentencia policial. De allí el motivo proustiano de ser extranjero en la propia lengua y la insistencia deleuziano-guattariana en hacer delirar la lengua, en ponerla en una variación continua que la des-centre y haga emerger en ella una dimensión política. Pues, si la teoría tiene su propio orden, su policía científica o su academia policial, su ortodoxia y su ortología, es preciso inventar otros modos de hacer teoría, quizá siendo extranjeros, extravagantes o locos en la propia (in)disciplina. Pero más aun, una teoría política que se quiera crítica, es decir que se establezca entre esos dos márgenes que le asignamos, cuestionar lo que somos y devenir otros, tiene la tarea política de poner en cuestión las formas normalizadas de ver, oír y estar en el mundo, de interpelar la constitución del presente, haciéndonos ver, oír, sentir más allá de los límites que el orden policial fija a nuestra experiencia del presente. Es en ese sentido que Rancière reserva el término “política” para la actividad que tiene por función interrumpir la configuración normalizada de lo sensible, haciendo ver lo que no tenía razón para ser visto, haciendo audible un discurso donde solo había ruido y abriendo el orden normalizado de lo que es a su transformación posible.
La teoría política ha estado demasiado tiempo subyugada a las figuras del teórico de Estado o, en el mejor de los casos, a la del consejero del príncipe. O como se llaman hoy: tecnócratas y teóricos de la governance, o bien encuestólogos y especialistas en marketing político (como si todo marketing no fuese siempre-ya político, como si la publicidad no fuese desde siempre propaganda). Para nosotros, el teórico político o el filósofo (ya dijimos que se desbordan mutuamente y que poco importan los nombres) ha de ser un parresiasta. De alguna manera, siempre lo ha sido. De allí esa corriente que corre paralela a la de los sabios y amigos del orden y que ha mantenido en estrecha relación a la teoría-política con los extranjeros, con las luchas revolucionarias y con las resistencias. Ese es justamente el sentido de ese guión que no relaciona dos términos separados sino que señala el aspecto político de la misma teoría: una teoría que en tanto pregunta por el presente y por lo inactual, por el orden policial y por sus posibles líneas de fractura, es ya siempre una política, un acto de resistencia, un emplazamiento que disloca las fisuras de ese presente que nunca termina por coincidir consigo mismo.
Ahora bien, ¿por qué insistir con la resistencia? ¿No se trata de una palabra fetiche? ¿Acaso no la escuchamos una y otra vez en los congresos académicos o en boca de los indignados de toda laya? ¿No ha sido suficientemente criticada su supuesta dialéctica acomodaticia? ¿No pertenece a una gramática ya venida a menos y descontinuada? Puede ser, pero todo esto nos parece fruto de un malentendido que tiene su origen en una visión demasiado moral del mundo. Tanto los habituales voceros de la resistencia como sus críticos nos resultan demasiado piadosos.
La resistencia es una cuestión de fuerzas, resistir es ejercer una fuerza. Pero la fuerza nunca se presenta sino a través de otra fuerza, a través de aquella sobre la que se ejerce. Es decir, la fuerza se conjuga en plural y solo hay relaciones diferenciales de fuerza. Siempre diferente, se ejerce sobre otras fuerzas diferentes. Diferencia de diferencias. Así pues, la resistencia como ejercicio de una fuerza es diferenciar y diferenciarse, deformar y deformarse. El presente es también una instancia de fuerzas: la disposición normalizada y conservadora de lo sensible, el orden policial, con sus particiones, sus partes y sus ausencias, la naturalidad de los usos y costumbres, el cuidado de las formas. Una teoría-política, entonces, en tanto modo de cuestionar lo que somos y experimentación de otros modos de ser, puede ser resistencia, ejercicio de una fuerza (auto)deformante, y lo que deforma, aquello contra lo que tiene la tarea política de resistir, son las fuerzas que constituyen nuestro presente, los límites de lo que somos. Lo que implica como primera medida forzar-nos, resistir-nos, deformar-nos, entablar una lucha cuerpo a cuerpo con nosotros mismos, contra aquello que creemos y queremos ser.
Está claro que esta no ha sido ni es la tarea mayoritaria de la Teoría Política, pero quizá ha sido y es la tarea de una teoría política menor. Vale aclarar que una teoría menor, como un arte menor y una política menor no son la teoría, el arte y la política de una minoría, menos aun si por minoría entendemos –muy politológicamente– un estado de hecho, la situación de un grupo que está excluido de la mayoría. Esas minorías son hoy otra forma de lo mayoritario. Lo mayoritario es cuestión de patrón, de modelo. Lo Mayor es lo Mismo y lo Semejante. Una teoría o una política menores son precisamente una teoría y una política resistentes, un ejercicio deformante. Y por ello no podemos hablar de una teoría menor, sino de un devenir menor de la teoría: Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, con la irónica pompa y grandilocuencia de su designación, quiere ser el nombre de un devenir-minoritario dentro de la Teoría Política. Así cuando Deleuze habla de artistas menores, no es porque pertenezcan a una minoría, sino por el uso que hacen de la literatura o del teatro, pues bien, nosotros queremos hacer un uso de la teoría política que la ponga en estado de variación, que la descentre y haga emerger en ella una dimensión inmediatamente política. No queremos una teoría que hable de “la” política, no nos interesa ni esa teoría ni esa política: pretendemos otra política de la teoría. La que no debe reducirse a una política de las teorías de la política, buscamos una teoría y una política de nuestro presente y de nuestros devenires. Una crítica de lo que somos y una invención de otros modos de ser. Finalmente, podemos decir que una teoría-política menor es para nosotros el nombre de un ejercicio deformante de la sentencia del presente por el que nosotros mismos nos volvemos irreconocibles.
Igualmente, cada vez que escribimos los sintagmas “teoría política menor” o “teoría menor”, sudamos. ¿Es que puede hablarse de una teoría menor? ¿No es toda Teoría un hecho mayoritario, una cuestión de Modelos? ¿La Teoría Política no ha sido siempre y sobre todo en la modernidad un asunto de Estado, de funcionarios de Estado, es decir, materia policial? ¿No ha obedecido la Teoría Política desde sus inicios a la pretensión de terminar con la política o por lo menos a la de ordenarla? ¿No ha buscado la teoría política constituirse en fundamento del orden actual o potencial? ¿Acaso la teoría política no es siempre solidaria del Orden, especialmente cuando intenta hablar del conflicto? Sin dudas, por eso mismo apostamos por un devenir menor de la teoría política, ejercicio de deformación, de puesta en variación del lenguaje mayor y policial de la Teoría Política, hasta el punto en que se transforme en una crítica práctica de lo que somos y en experimentación de lo que podemos ser. En ese sentido, importa tanto lo que decimos como nuestros silencios, pues en aquello no dicho, en aquello que aún no podemos pensar radica nuestro por-venir. Es decir, la posibilidad aún no manifiesta de otras teorías y otras políticas.
Ciertamente podríamos haber simplificado lo dicho señalando que entendemos la teoría política como una de las formas de la crítica, pero solo si entendemos a la crítica, tal lo sugiriera Foucault, como una actitud o un modo de ser. Frente a la pregunta “¿qué es la crítica?”, Foucault da una bella repuesta: es el arte de no ser gobernado. Ciertamente ya en Kant, la crítica, vía la ilustración, estaba en relación con la emancipación. Pero si la crítica es el arte de la inservidumbre o de la insubordinación, lo es en tanto gesto filosófico político, en tanto ergón filosófico. La crítica no es solo un forma de pensar y decir, sino ante todo, un modo de actuar cuya historia puede precisamente trazarse como respuesta a la cuestión del gobierno, a la gubernamentalización de todas las esferas de la vida desde la pastoral cristiana y sobre todo desde el desbloqueo y obsesión de la época clásica por la cuestión del gobierno (de los niños, de los locos, del cuerpo, de los enfermos, de cada uno de nosotros en tanto fuerzas, en tanto diferencias). Así, la crítica de lo que somos, el cuestionamiento del orden policial que constituye los límites de nuestro presente y el oteo en el horizonte de sus grietas, implica enfrentar la pregunta fundamental de toda teoría política, a saber: ¿por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación? Pero plantearla no de modo abstracto, sino a partir de los mecanismos concretos que aseguran la servidumbre: es decir, ¿cómo somos gobernados? ¿Con qué fines, en nombre de qué principios, por medio de qué procedimientos? Y allí de nuevo, en su revés, la pregunta crítica abre el espacio de una experimentación posible: ¿cómo dejar de ser gobernados de esta manera? ¿Cómo ejercer el arte de la inservidumbre? ¿Cómo inventar otras formas de gobierno de nosotros mismos y de los otros? De tal forma, la teoría política como crítica no es una crítica de la razón o de la racionalización, sino una crítica de las racionalidades específicas con las que somos gobernados aquí y ahora, en la historia, en nuestro presente. Tampoco es lo otro del poder, no es lo que está cara a cara y por fuera del gobierno, sino un gesto, una actitud, un revés del arte de gobernar que desplaza sus límites: es el arte de no ser gobernado de tal manera o el arte de la resistencia, nuestra indisciplina.
3. Usos
Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando.
Michel Foucault
Este arte de no ser gobernados, esta indisciplina teórico-política, implica rehusar los dispositivos pero también re-usarlos, buscar hacer usos otros de los dispositivos que configuran nuestro campo intelectual no solo a nivel de la teoría propiamente dicha sino también en el nivel de su institucionalidad. Aunque parezca paradójico para quien conoce nuestras prácticas e intervenciones académicas, por todo lo que hemos mencionado, nuestros desbordes y gestos críticos no pueden tener la vana pretensión del anti-academicismo (paradójicamente tan en boga en la Academia). En primer lugar, porque eso equivaldría a establecer una relación dialéctica, cuando no especular, con aquello que se busca combatir, cuando no tenemos ninguna síntesis superadora que ofrecer al pensamiento ni al campo intelectual en su organización institucional. En segundo lugar, porque no hay exterioridad posible entre nuestra posición de enunciación y el locus y los lenguajes de la Academia. En ese sentido, nuestra crítica se da como experimentación en los bordes de ese ámbito, resiste en ellos. Nuestra resistencia no va a ni viene de un “más allá” u “otro lugar”, se da en la interioridad de los dispositivos y en la exterioridad de sus propias fuerzas. Precisamente porque estamos al interior del dispositivo académico de sujeción/subjetivación tenemos la posibilidad de desbordar sus claustros y sus estriaciones, de cartografiar sus callejones sin salida y de trazar en sus márgenes las líneas de fuga. Ausgang. Como animales kafkianos buscamos una salida, no creamos instituciones, o a lo sumo creamos una institucionalidad paródica y paradójica, cercana a la comunidad acéfala, pero infinitamente menos seria: ¡oh anarquía coronada! Por ello, intentamos dar forma a otros modos de circulación de los roles y de la palabra, buscamos otros usos de las jerarquías intelectuales y académicas que permitan desbaratar el lugar de la autoridad, no solo en la teoría, sino también en la práctica. Quisiéramos una comunidad sin paternidades, sin autoridades, sin castración y sin falta. Una comunidad de singularidades deseantes en contacto y contaminación mutua. Ni siquiera una comunidad, una fiesta. Encuentro, declinación, clinamen. Así, nuestro ergón teórico-político no tiene que ver solo con lo que decimos, no se confunde con el logos, sino también con lo que intentamos hacer, incluso cuando (o gracias a que) lo hacemos de manera un tanto desfachatada. Desfachatez afiatada. Repetimos, casi como un mantra, una cita que nos ex-cita e in-cita a pensar: no decir lo que los grandes filósofos dijeron, sino hacer lo que hicieron. Animarnos a pensar lo que nos acontece y a crear conceptos que den cuenta de ello, y esto no como tarea individual, sino como encuentro, muchas veces polémico, de pensamientos divergentes.
De allí, vinculada con nuestras formas de “resistencia alegre” a los dispositivos académicos, la pregunta por el uso. ¿Qué usos hacemos de la teoría política? Hemos hablado de volvernos extranjeros en nuestra propia lengua. Pero ¿cómo evitar que el balbuceo incesante se vuelva jerga insoportable? Tomamos prestada de la filosofía la pretensión de crear conceptos que nos permitan pensar lo que (nos) acontece. Arte difícil, poiética: hacer aparecer algo allí donde no lo había, llevar algo del no ser al ser. Pero claro, es fácil repetir la muletilla de la creación de conceptos: crearlos es cosa bien distinta. Hace falta creer, incluso creer en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestro tiempo, afirmar. ¡Pero qué lejos estamos de ese pathos dionisiaco! ¿Creer? No sabemos qué ni cómo. Pero sí sabemos que tal arte está amenazado por los nuevos sabios del eslogan y los empresarios del concepto.
Por un lado, las diversas formas de teología política y de ontologización de lo político que pululan en nuestro medio retornan periódicamente cual moda intelectual. Para nosotros no tiene ningún sentido buscar en la teología ni en la ontología la clave de una política para nuestros tiempos. Aun cuando se trate de entender la teología política como un dispositivo, es necesario que ello implique mucho más que un esfuerzo por deconstruir los conceptos que hemos heredado. Esa solo puede ser una parte de nuestra tarea, digamos, la negativa. Luego, es necesario poner esa tarea al servicio de una práctica teórico-política afirmativa de elaboración conceptual. La mirada ontológica remite lo político a la pregunta por el ser, se remonta en la arqueología profunda de su desvío, rectifica la confusión del ser con los entes que se quieren fundamentos últimos de lo existente. Largo camino tantas veces recorrido y que sin embargo, hay que reconocerlo, siempre guarda alguna sorpresa al viajero. De hecho, en los últimos años, hemos visto migrar la pregunta por el ser desde la lingüística a las matemáticas, del cuerpo a la vida, de la relación a la interrupción, del sujeto a la singularidad. Pero habría que discutir en general sobre “los usos y desventajas de la ontología para la política”. Aunque, como dijo Lacan al pasar, cada uno tiene su ontología y seguramente nosotros también la tenemos, lo cierto es que la ontologización y teologización del pensamiento político corren el riesgo de llevarnos a abandonar la disputa política concreta. Por eso creemos necesario distinguir en este terreno los dispositivos de poder muy materiales que nos gobiernan de las metafísicas que se presentan como su condición cuasitrascendental de posibilidad. Dicho llanamente, no nos interesa la pregunta ontológica si esta supone remontar el desvío original como si la correspondencia arché/telos no hubiese sido ya largamente deconstruida. Hace más de un siglo que esa empresa está atascada a medio camino. Análisis interminable, heroísmo de la erudición y de los reinicios. Y aun más, lo perturbador de ese camino es que al final hemos terminado por confundir la deconstrucción con una política, cuando no con la única política posible. Claro que no pretendemos descartar todo tipo de interrogación ontológica. Solo queremos estar alertas frente a sus seductores cantos de sirena. De lo contrario, estas interrogaciones no pasarían de ser una moda que retorna. No tenemos nada contra la moda, menos aun contra la novedad. Pero sí creemos que Baudelaire tenía razón en esto: hace falta el esfuerzo de una fantástica esgrima para extraer la novedad de lo siempre-nuevamente-igual. No nos podemos permitir confundir una y otra cosa.
Frente a esta tendencia que nos lleva a una ontologización del pensamiento político, hay otra quizá más cercana a la nuestra y que toma al presente como su objeto de reflexión. Por eso mismo, es la que más nos preocupa. No somos ingenuos. No tanto. Así, en nuestras discusiones, parece haberse establecido una especie de neo-evolucionismo socio-técnico que ha empobrecido fatalmente el sentido de la “ontología del presente”: ya no se trata de cartografiar las líneas de segmentariedad y de fuga que lo componen, de hacer su archivo y trazar sus genealogías diversas, como de proponer siempre una figura nueva que constate (cuando no celebre) la novedad del presente. No dejamos de leer que estamos en una época de transición o en los inicios de una nueva que se caracterizaría en homología al pasado como una revolución tecnológica y cultural. Todos los post y sus derivados. Más allá de las grandes cuestiones que habría que analizar en este caso (la posibilidad de pensar una temporalidad global, la relación entre naturaleza, cultura y técnica, la siempre revisitada cuestión de la modernidad, etc.), lo que nos resulta pasmoso es que el pensamiento político se vea condenado a correr por este sendero detrás de la noticia, del último concepto, cuya fortaleza se expresa menos en lo que permite pensar que en función de su capacidad para remplazar a otro al que declara obsoleto. Apostamos por la ética intelectual de la creación de conceptos que expresen el acontecimiento de nuestro presente, pero una creación que no tiene nada que ver con esos conceptos prêt-à-porter. Por este camino, la elaboración teórico-política no parece obedecer a reglas muy distintas que las de la producción en general: producción de obsolescencia. De nuevo, la novedad de lo intempestivo se reduce a la pose de lo siempre-nuevamente-igual. Aun así, como ya hemos dejado en claro, nos sigue pareciendo decisivo que la teoría-política sea una ontología del presente, incluso consideramos potente la idea del periodismo filosófico, siempre y cuando se ponga más énfasis en la analítica y en el diagnóstico que en la primicia de sus términos.
Si de un lado se difiere la pregunta por el presente deteniéndose en la lectura de la teología y los olvidos del ser, del otro celebrando su novedad, su transitoriedad, nos condenamos a un agotador estado de apremio y deuda en el que cada instante se torna descartable al igual que los mismos conceptos. Entre estas dos vías, cada vez más desquiciados, nos hamacamos frenéticamente entre el “desde siempre” y el “ya no”. Habitar esta ambivalencia, que no pretendemos resolver pero sí poner siempre en tensión con una actitud crítica como modo de vida, nos disloca, nos hace contemporáneos e intempestivos, nos pone en relación con nuestro tiempo por medio del desfasaje y el anacronismo.
Por ello, finalmente y con las cautelas del caso, nos interesa recuperar, más allá de la validez de las preguntas ontológicas para la política, la interrogación por el uso, ya que es de los usos de la teoría política de lo que estamos hablando y, según se ha destacado recientemente, lo interesante de esta noción es que no remite ni a la producción de algo ni a una actividad definida, sino más bien a un ethos o un habitus. Para los griegos, el uso no es activo ni pasivo, no se refiere a una relación sujeto-objeto, sino que en él, el sujeto es interior al propio proceso. El verbo chrestai (usar) expresa así “la relación que se tiene consigo, la afección que se recibe cuando se está en relación con un ente determinado”. En ese marco, todo uso es uso de sí mismo: para entrar en relación con algo, debo dejarme afectar por ello y constituirme como el que lo usa. Como vemos, no se trata de acción sino de afección, no se trata de trabajo sino de uso. Pues bien, la teoría política es para nosotros ante todo un objeto de uso. Según lo dicho, un uso del cual no podemos salir indemnes, un uso en el cual nos vemos afectados y transformados por aquello que usamos y por medio de su mismo uso. Nuestra práctica no tiene una obra que producir, no existe más allá de su pura efectuación. Es, más bien, un modo de uso de nuestros cuerpos que genera determinados hábitos y disposiciones. Un modo de usar los dispositivos académicos y los conceptos teóricos para interrogar nuestro presente y nuestros modos establecidos de ser, actuar y pensar: nuestros habitus. Interrogarnos por el sentido que damos a la teoría política implica por ello para nosotros preguntarnos por nuestros usos menores, nuestro ethos, nuestra actitud, nuestros gestos característicos y por los modos en que estos se reflejan en lo que estudiamos y los modos en que nos afectamos mutuamente. Es en esa búsqueda incesante por entender el presente a partir de los dispositivos que nos gobiernan, los modos de subjetivación ética y política que lo connotan, las identidades políticas y sus resistencias, el espacio político y sus transformaciones, lo común y sus posibilidades, que encontramos nuestros modos de producir esa forma tan particular de afección que es el pensamiento, un pensamiento que siempre es múltiple, incluso tumultuoso, pues se genera pensando de a varios y de forma desordenada. Es así que esta propia interrogación acerca de nuestro modo de entender la teoría política, esa invitación, ese convite, nos fuerza ya a pensar, sin sopesar nuestras palabras, interrogarnos por nuestras prácticas y, sobre la base de nuestros propios usos, esquivar las respuestas taxativas y las afirmaciones sentenciosas. Acaso la política es lo que resta impensado en toda teoría política y es precisamente aquella, y no esta, el objeto de nuestro inter-est y el problema decisivo de nuestro uso de la teoría. Es eso lo que, fuera de toda obligación académica, pues nuestra existencia como grupo es virtual e incluso espectral, nos fuerza a pensar-con y en esa con-versación infinita, abandonar nuestras certezas y devenir otros respecto de los que hemos sido.
Coda
Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea surge primero como reacción y luego como confirmación ante la necesidad de generar un espacio de trabajo donde el centro de la escena lo ocupe la discusión de las ideas por fuera de las prácticas escolásticas al uso en la mayor parte de los ámbitos de trabajo académico. En ese sentido, las Jornadas de Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea han funcionado durante seis años convocando a participantes de diversas latitudes, interesados en encontrarse para generar un intercambio auténtico de ideas a través de una discusión de dos días de duración. Con el transcurrir de los años se fue consolidando un estilo y un método de trabajo que nos animó a ampliar el repertorio de actividades y a relacionar estas con una agenda de investigación colectiva. El seminario Foucault-Deleuze y el Seminario Abierto han funcionado con la misma vocación y pasión por la discusión.
Actualmente, Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea está integrado por Ricardo Estéves, Matías Saidel, Emiliano Sacchi, Camilo Ríos y Adrián Velázquez, pero es, sobre todo, una convocatoria y un llamamiento a tomarse en serio la propia pasión y llevar a sus últimas consecuencias ese arte de la indisciplina que es la teoría siempre política.
Buenos Aires /Rosario /Viedma /La Plata – Agosto de 2015
- Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea.↵