Sebastián Torres, Paula Hunziker, Laura Arese, Amadeo Laguens, Paula Maccario, Carolina Rusca, Jaime Díaz Gavier, Estefanía Herrero, Francisco Sánchez
1.
¿Qué preguntas le podemos hacer a nuestro propio tiempo? Para un grupo como el nuestro, cuya labor está radicada en la universidad, este interrogante va acompañado necesariamente por otros. ¿De qué manera esa pregunta involucra a la universidad pública como lugar desde donde nos interrogamos? ¿Cómo esa pregunta nos abre a un espacio de formación, dado que nuestro grupo se compone mayoritariamente de alumnos? ¿Cómo ese espacio de formación se ajusta a las exigencias propias de la pregunta y a las exigencias respecto de aquellos espacios no universitarios a los que la pregunta nos puede conducir? Son todos estos interrogantes los que, más allá de la genealogía teórica que siempre es posible reconstruir en un grupo que trabaja hace varios años,[1] cuajaron en la interrogación sobre la cuestión de los derechos en la filosofía política contemporánea, cuya determinación temporal y disciplinar es más un punto de partida presto a desplazarse permanentemente por las imposiciones del problema mismo, que una delimitación metodológica. Preferimos, por eso y más allá de su título formal, mantener el más abierto interrogante por la cuestión de los derechos.
Ahora bien, ¿por qué los derechos? ¿Qué cuestión podríamos encontrar ahí que requiera un abordaje desde la filosofía política? Si el problema no se encuentra en su formulación, sino en su implementación y eficacia, ¿es este un problema teórico? Si el problema se encuentra en su formulación, en su pretendida validez, legitimidad y universalidad, ¿no deberíamos directamente abandonar esa vía? ¿Dónde comienza y dónde se detiene la pregunta filosófico-política? Llanamente planteadas, estas cuestiones podrían explicar por qué nos encontramos en un escenario donde los derechos no forman parte de aquellos conceptos o lenguajes en donde la filosofía política ha encontrado una veta rica en interrogantes y reapropiaciones. Al contrario, es una crítica a la idea y la institución de los derechos del hombre lo que persiste con cierta constancia, como uno de los pasajes obligados de la crítica más general a las teorías normativas de la política. Pero por otra parte –y es un pero lo que posiblemente habilite siempre una atención–, las actuales democracias latinoamericanas han hecho de los derechos, de sus luchas, reconocimiento, ampliación, legislación, uno de los motivos más significativos de las nuevas experiencias políticas. Paradójicamente, los derechos, considerados una de las ideologías del colonialismo, son re-inscriptos en políticas emancipatorias (y anticoloniales, aunque sus tradiciones han sino, en general, críticas de los derechos liberales, burgueses u occidentales). ¿Es otra idea de derechos la que opera aquí? ¿Los derechos se mantienen incólumes y lo que cambia es el marco político en el que se sostienen? Nuestra interrogación, entonces, parte de ese desarreglo entre un núcleo teórico y una experiencia histórica cuya localización se encuentra en la cuestión de los derechos.
El carácter de las actuales “demandas” políticas que, desde las más diversas ideologías y organizaciones, son expresadas en términos de derechos, requiere pensar el actual interés y la crítica de la teoría política a los derechos desde otras perspectivas, que permitan inscribirlo en la lógica del conflicto con la que pensamos lo político. Conviene atender a la distinción entre el discurso del derecho y el plural “derechos” –que utilizamos–, en la medida en que no supone al discurso jurídico como único y exclusivo fundamento de los “derechos del hombre” o “derechos humanos”, y más en general, del uso de las tipologías establecidas (derechos civiles, políticos, sociales; de primera, segunda y tercera generación, etc.). Asumimos el terreno teórico e histórico en donde se producen las diversas enunciaciones por derechos, que redefinen y disputan los sentidos asignados a la interpretación liberal dominante, que los considera individualísimos y ordenados en torno a la preeminencia de la vida (en su sentido biológico, pero también moral), de la libertad (como ausencia de impedimentos externos para satisfacer nuestros deseos e intereses o como autonomía de la razón en su capacidad de juzgar lo conveniente y lo justo) y de la propiedad (bajo su forma natural originaria, como propiedades-predicados esenciales de la persona y como apropiación privada del mundo).
Abordar los derechos como parte de una práctica social y política histórica coloca al discurso jurídico en el lugar de una relación, y no como el punto de partida de una indagación, en la medida en que este trabaja al interior de un sistema y piensa sus modificaciones en el interior de tal lógica. En este horizonte, además, si bien toda argumentación jurídica de fondo siempre recurre a una dimensión meta-jurídica, cuando se trata de derechos esta suele estar dominada por formulaciones de tipo éticas, que le permiten operar dentro de un esquema normativo cuyo pasaje –del principio ético a la norma jurídica– se realiza sin poner en cuestión una normatividad universal como el único paradigma posible de justificación. Por supuesto, no estamos excluyendo de principio ese gran nudo que es la relación entre ética y derechos, solo indicamos que su emergencia no obedece a las respuestas que espera encontrar la teoría jurídica, que de por sí predetermina el tipo de ética que requiere (permanece abierta, para nuestro propio decurso, la cuestión de la relación entre ética y política en el pensamiento contemporáneo, bajo el supuesto de un posible “giro ético” de la filosofía política). No ignoramos que en la reflexión meta-jurídica también encontramos a parte de la teoría crítica del derecho, que ha contribuido a cuestionar la “ciencia del derecho” y el saber-poder jurídico, tanto en la dogmática como en la práctica judicial, pero optamos por partir desde otro lugar, que no asume que los derechos formen parte originariamente –por decirlo de alguna manera– del campo de la teoría del derecho.
Caracterizados como uno de los núcleos de la teoría liberal burguesa, de la soberanía y de la constitución del Estado-nación, del colonialismo y la justificación del “intervencionismo humanitario”, los derechos han sido objeto de la crítica filosófico-política desde las más diversas perspectivas. De esa genealogía, cuyas réplicas llegan hasta nuestros días, partimos de La cuestión judía de Marx (1843), antes que de la crítica de Burke en las Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790) y de la inmediata respuesta de Paine en Los derechos del hombre (1791). No obstante, una genealogía de la crítica de los derechos muestra más que nítidas líneas divisorias; así, la fundamental crítica de Arendt podrá recurrir a Burke antes que a Marx,[2] sin por ello compartir sus tesis conservadoras.[3] El discurso de los derechos es un espacio de convergencia de la crítica y de divergencia “política” desde dónde se formula, por lo que las proximidades y distancias no permiten –como decíamos– reconstrucciones lineales.[4] Por otra parte, las críticas no suelen presentarse in toto, sino según núcleos de interpretación; entre lo particular y el universal, el contenido y la forma, la sustancia y la ficción, el principio y los efectos, etc. Hay que señalar que, en muchos casos, los intelectuales críticos han adherido a movimientos que demandan derechos, pero en términos generales, apuntando al hecho mismo de la resistencia, la revuelta contra las injusticias, la acción colectiva o la configuración de nuevas subjetividades políticas, sin poner en cuestión la cuestión de los derechos como tal o, incluso, poniendo bajo sospecha la retórica de los derechos, en tanto límite para las posibilidades y experiencias de una nueva subjetividad, por fuera del sujeto-de-derecho moderno.
En las críticas más reconocidas, la relación con los derechos no dejará de ser compleja: en La cuestión judía Marx no les negará su carácter de revolución política;[5] la también demoledora crítica realizada por Arendt en Los orígenes del totalitarismo concluye con una sugerente expresión, “el derecho a tener derechos”, que sin embargo no volverá a retomar[6] (recepciones posteriores podrán reconducirla a un esquema liberal-democrático, como puede verse en Benhabib o bien como resistencia política, en la lectura de Balibar).[7] También Rancière intentará una aproximación en “¿Quién es el sujeto de los derechos?”[8], no sin dificultades para reconducir la lucha por los derechos al esquema de su distinción entre política y policía. En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe encontrarán en las históricas luchas por los derechos claros ejemplos de su tesis de la construcción política de la hegemonía democrática, sin embargo, en La razón populista, Laclau congela una oposición entre la lógica hegemónica populista y la lógica lefortiana de la “representación” democrática –cuya clave es el lugar que les otorga a los derechos– entendida en términos liberal-institucionalistas).[9] El mismo Foucault, que en Defender la sociedad impugnará la insistencia en seguir pensando la resistencia desde el modelo soberanista, no dejará de mencionar la posibilidad de “pensar otro derecho”,[10] aunque sabemos bien que su programa no se ceñirá a esta sugerencia. Y podríamos continuar con otros ejemplos que, de alguna manera, nos muestran un mapa cuanto menos complejo en el tratamiento de la cuestión de los derechos, dejando de lado –e insistimos en ello– las propuestas normativistas cuyo representante más relevante es sin duda Habermas (aunque aquí también podemos señalar las problemáticas formulaciones de Wellmer, que siendo crítico del férreo normativismo habermasiano, no dejará de ubicar a los “derechos humanos” en el plano de los valores que representan una conquista cultural occidental.[11] Sobre este punto volveremos más adelante).
Una conocida excepción ha resultado para nosotros en punto de partida, posibilidad y principio de una necesaria revisión: la de Claude Lefort, que en “Derechos del hombre y política”[12] propondrá una fundamental lectura política de los derechos. Un texto que condensa una serie de movimientos teóricos que bien podrían ubicarse en los orígenes de las reflexiones post-fundacionalistas de la filosofía política, pero que al mismo tiempo ha sido objeto de crítica (o de omisión) justamente por tomar a los derechos como “caso” de un nuevo paradigma de invención democrática (mencionamos antes la crítica de Laclau, pero más inmediatamente está la respuesta de Gauchet).[13] Un texto que, para nosotros, ha servido de referencia respecto del campo de lo posible en relación con un pensamiento sobre los derechos, pero que, por supuesto, también requiere ser abordado atendiendo a una serie de cuestiones no menos problemáticas: por ejemplo, la relación que Lefort propone entre democracia y totalitarismo, la crítica radical (y con el tiempo cada vez más exacerbada) al marxismo, el esquema sociedad civil-Estado propio de la social-democracia europea, y, más en general, la alternativa que ofrece una politización de los derechos a partir de una cuasi-identificación entre política y “derechos políticos” o “derechos de participación”.
Volviendo a nuestro trazado inicial, de lo que se trata es de ensayar una reflexión sobre los derechos que pueda pensarlos por fuera de la teoría jurídica y meta-jurídica, y que recoja críticamente la larga tradición crítica sobre los derechos, sin asumir, por extensión, una argumentación impugnatoria que limite las posibilidades de imaginar una nueva política de los derechos, inscripta en las nuevas prácticas políticas. No se trata, por caso, de repetir algo ya dicho: que, por ejemplo, los DD.HH. no son un objeto o campo privilegiado de una disciplina o saber en particular y, por tanto, al reconocer sus múltiples dimensiones –históricas, sociológicas, políticas, culturales, antropológicas, etc.– se debe proponer un abordaje comúnmente denominado “interdisciplinario” o “transdisciplinario”. Se trata, más bien, de dar un paso atrás hacia un interrogante más básico: si tiene sentido retomar los derechos como una cuestión a ser pensada, si pueden constituirse en un lugar para el pensamiento político, sabiendo que algo de las nuevas experiencias políticas pone en cuestión tanto a las teorías fundacionalistas como a las críticas posfundacionalistas del derecho, que existe un desajuste a considerar entre estas –y la forma en que estas han instalado su desacuerdo– y nuestras experiencias históricas.
2.
Derechos ambientales, sexo-genéricos, de formas colectivas de propiedad, de autonomías colectivas de organización y tomas de decisión, derechos sociales de diferente índole, así como la inscripción de la lucha y defensa de los DD.HH. en el marco de proyectos políticos que radicalizan el sentido de la democracia más allá de su más básica circunscripción a la vigencia del “Estado de derecho”, son el signo de los actuales debates políticos y culturales, pero también históricos. Esta actualidad de los derechos se plantea, en general y en el orden del discurso, en un claro antagonismo con la filosofía liberal y con el dominio del capitalismo global. ¿Pero cómo es que el discurso de los derechos, clásicamente identificado con el liberalismo, y sin duda hegemónico en su matriz teórica, pasa a ser el centro de una contienda política e intelectual? ¿Es que, luego de las sucesivas crisis políticas, se ha tomado conciencia de la importancia de los derechos, antes dejados de lado en las reflexiones sobre la emancipación y la justicia social, o nos encontramos frente a nuevas formas de pensar y practicar una política de los derechos, diferente a la sostenida por los teóricos liberales y social-demócratas? ¿Es la denominada “recuperación del Estado” lo que ha signado a las actuales reivindicaciones sociales a inscribirse dentro del discurso de los derechos, para establecer un diálogo y una contienda en el interior del ámbito de la democracia representativa? ¿Es la ida de “nuevos derechos” lo que, por su contenido, permite definir propiamente su novedad? ¿De qué manera se resignifica la perspectiva de los derechos al instituirse la expresión “ampliación de derechos”? ¿De qué manera los derechos pueden formar parte de la constitución política de la soberanía popular, conteniendo la tendencia hacia una atomización ciudadana? ¿Son acaso solo una resistencia soberanista ex tempore frente al avance de la gubernamentalidad neoliberal? ¿Es posible inscribir todas las luchas y todas las políticas estatales dentro de esta consigna? ¿De qué manera el movimiento por los DD.HH., ligado a la lucha por la verdad y la justicia frente a los crímenes de la dictadura cívico-militar, ha influido en la instalación de las demandas sociales en términos de derecho, así como en sus formas de organización? ¿Existe una tensión irresoluble entre memoria y justicia que el derecho no logra contener? ¿La política contiene, por definición, un exceso frente a los derechos?
Todas estas cuestiones son nuestras cuestiones. Aunque nuestras cuestiones no puedan resumirse en determinaciones contextuales, externas a la propia dinámica histórica de la relación entre derechos y política. Contingentes sí, puesto que no se trata de encontrar una esencia de los derechos –cierto retorno a un universalismo sustantivo o trascendental-normativo–, pero la historicidad de los derechos no se resume en una linealidad histórica que, con marchas y contramarchas, nos permita imaginar cierta progresividad fundada en una dinámica acumulativa o bien en “historias nacionales” que se desliguen de aquello con lo que la cuestión nos compromete, que es una larga tradición moderna a partir de la cual se los representa y se los inscribe en un sistema constitucional y político determinado. La situacionalidad de los derechos, y esto interesa particularmente, expone también la situacionalidad del pensamiento sobre los derechos, en su compleja relación entre actores históricos concretos y su pretensión de universalidad. La relación ya no se da entre naturaleza e historia –tal y como se plantea en su primera formulación moderna, frente a la cual reaccionará un Burke y responderá un Paine– sino entre historicidad y universalismo, en la doble dimensión de su potencia performativa: de ser siempre enunciado por un alguien en una situación determinada y la manera en que esa enunciación al mismo tiempo compromete su particularidad para ocupar el lugar de un “para todos”.
Entonces, Latinoamérica y los derechos nos obliga a pensar a qué tipo de situacionalidad se refiere: si es “Latinoamérica” el operador de esa situación, si son los “derechos” o es, en realidad, la relación que se establece la que se presenta como un índice para, de entrada, asumir el mismo interrogante por la situación, como política del pensamiento. Una cuestión que considerada a partir de este tema resulta problemática, y, además, fundamental: cómo se relaciona la situacionalidad con un discurso que porta en sí el signo de la universalidad (diferente a la “totalidad” que ocupa el lugar de la soberanía, el Estado, etc.); de qué manera la crítica que expone a los derechos como dispositivo histórico fundamental del dominio-ocultamiento de una particularidad que se eleva a universal deja lugar a la posibilidad de pensar una dinámica política donde la interdicción entre el universal (vacío) y el particular no se resuelve por definición en ninguno de sus extremos: ni en el derecho como universal-normativo ni en el sujeto de derechos equivalente a su singular identidad histórico-social.
3.
¿Se trata de una apuesta por formular una nueva fundamentación política de los derechos? ¿Es posible y necesaria una nueva “filosofía” de los derechos? Una cuestión difícil de determinar en el comienzo de un trayecto con rumbo todavía indeterminado, pero en esta idea de ir más allá de la crítica a los derechos sin duda se pone en juego, desde el inicio, una forma de lectura que puede reconocerse en esa doble dimensión de la teoría, crítica y emancipatoria, sabiéndose siempre tensionada y torsionada por su desajuste constitutivo. Podríamos hablar de un proyecto post-fundacionalista de los derechos, pero esta economía conceptual no debiera posponer asumir la tensión –a su manera también moderna– entre el trabajo de la crítica y la dinámica de la praxis, una tensión que ya no divide ni dos tiempos ni dos espacios –el campo de la teoría y el campo de la acción–, sino que está presente en cada uno de ellos, plegándolos sobre sí mismos y sobre el otro en movimientos siempre complejos (tal es la paradoja, la dificultad y la motivación que, por ejemplo, podemos encontrar en Rancière, quien restituye el cuestionamiento de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual para proponernos narrativas del acontecimiento –aunque el término no le quepa con propiedad–, y al mismo tiempo instala una lógica que en su autonomía tiende a impugnar una multiplicidad de experiencias históricas; tal es la paradoja de ciertas experiencias políticas, que en la construcción de su identidad singular, en su interesante negativa a ser inscriptas en la grilla descriptiva de la teoría social de los movimientos o en la dinámica de los partidos, terminan por instituirse como el equivalente general de toda experiencia propiamente nueva, creadora y libertaria; tal es la paradoja, por extensión, entre la manera en que se distribuyen las identificaciones y las voces entre las teorías y sus casos “ejemplares”, entre las experiencias colectivas y sus intelectuales más o menos autorizados).
Por lo pronto, lo que encontramos es una necesidad; organizar un recorrido, volver a transitar críticamente una historia (selectiva) de la teoría, que ordenamos en tres momentos.
El primero trata de tematizar una modernidad subyacente, que muchos de los pensadores contemporáneos intentará recuperar, tanto en su reactiva relación con el discurso moderno dominante lockeano-kantiano, como en las posibilidades conceptuales que brindan para redefinir clásicas categorías e inventar nuevas. Abordar la filosofía moderna, donde se origina la fundamentación filosófica de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, nos permite identificar sus núcleos fundamentales y las principales críticas a las que fue sometida (aquí Burke, Hegel y Marx, por mencionar algunas de las críticas más relevantes, serán la base de gran parte de los cuestionamientos que se continuaron a lo largo del siglo XX, con posterioridad a la Declaración de los derechos del hombre de 1948). El mapa de ciertas lecturas dominantes, cuadro de los proyectos de fundamentación y sus críticas, permite visualizar algunas de las actuales reconstrucciones de la filosofía moderna, a partir de las cuales sería posible plantear alternativas frente al canon de la modernidad política, para evaluar su efecto sobre la cuestión de los derechos, todavía sujeta a una historia liberal-lineal. En el parteaguas entre fundamentación y crítica de los derechos, estos tienden a quedar encapsulados en una de estas dos posiciones, por lo que cabe interrogarnos si es posible operar sobre su misma historia crítica para encontrar anclajes que permitan recuperarlos desde otro ángulo teórico y político. El trabajo no es, sin embargo, de naturaleza histórica; supone lo moderno como un terreno de disputa teórica siempre sujeto a una relectura en donde se pone en juego el propio presente. Por este motivo, por ejemplo, la recuperación contemporánea de Maquiavelo y Spinoza, nunca inscriptos en la historia de la idea de los derechos del hombre, abre a un más amplio marco de inteligibilidad de la modernidad política que, entendemos, nos permitiría complejizar las lecturas canónicas sobre la fundamentación moderna de los derechos y los conflictos allí presentes. Así, si lo interesante de Maquiavelo es que piensa una política por fuera del derecho natural clásico, quedando inmediatamente aislado de una modernidad que con posterioridad se va a pensar a partir del jusnaturalismo y el juscontractualismo (como nos recuerda Althusser en Maquiavelo y nosotros), la relación entre división e institución hace del conflictualismo maquiaveliano una vía más que interesante para releer la modernidad, incluso más allá de su trazado republicano moderno,[14] es decir, más allá de la tensión entre el paradigma de los derechos y el de la virtud. Por otra parte, ese materialismo político se reencuentra en un Spinoza, que operará al interior del lenguaje moderno, subvirtiendo los significados dominantes a partir de una conceptualización que interfiere directamente en el discurso de los derechos. El jus sive potentia spinoziano, con el que Negri fundamenta la diferencia ontológica entre poder instituyente y poder instituido,[15] ha sido acertadamente interrogado –nos referimos a las intervenciones de Cecilia Abdo Ferez– en relación con el lugar que ocupa la idea de “derecho común” como producción necesaria de la comunidad política, justamente a la luz de la política de los derechos en Latinoamérica.[16]
La “historia de los derechos”, filosófica, política, constitucional, social, supone, también, poder interrogarnos sobre las maneras en que concebimos la temporalidad: la manera en que narraciones y prácticas someten a la linealidad del tiempo la potencia de lo anacrónico, la manera en que las explicaciones procesuales y causales son interpeladas por las memorias (también aleatorias e involuntarias), la manera en que un discurso acumulativo de la historia de las normas comunes acoge una pluralidad que pone en juego la lógica aritmética de los bienes (y de las pérdidas) a partir del carácter relacional y contingente de todo cuerpo, la manera en que “Occidente” ha sido el operador temporal que ha obligado a inscribir nuestras experiencias históricas dentro de su grilla de inteligibilidad, omitiendo una temporalidad plural que le/nos es constitutiva. Es a partir de estas cuestiones que abordamos el discurso sobre la modernidad, sin asumir la idea de una “modernidad inconclusa”, ni decretar rápidamente su caducidad o agotamiento y realizar su detallado obituario (lo que no impide, por supuesto, reconocer que las disputas por la instalación de nuevos lenguajes y conceptos, y sus consiguientes operaciones, forman parte de la constitución del campo teórico).
El segundo momento plantea un repaso por el discurso filosófico contemporáneo de los derechos, recuperando aquellos desarrollos que mantienen una relación compleja con la validez y eficacia de las Declaraciones. Como lo anunciamos antes, no partimos de los proyectos fundacionalistas, sino que más bien intentamos reconstruir una larga tradición crítica que nos permita delinear las dificultades del discurso liberal que está en la base de las Declaraciones de 1789 y 1948. En este horizonte, encontramos tres puntos de partida indispensables: nuevamente Marx, Benjamin[17] y Arendt; principalmente porque sus críticas modularán las posteriores consideraciones que, de diferentes maneras e incorporando nuevas formas de la reflexión, actualizarán el examen de los derechos en el escenario contemporáneo. Aunque no en todos los casos de la misma manera y otorgándoles un estatus similar dentro de sus teorizaciones, la crítica a los derechos persiste como pasaje obligado en los diagnósticos de nuestro tiempo: Foucault, Derrida, Agamben, Esposito, Badiou, Žižek, Laclau, Butler, entre otros, nos permiten construir ese cuadro que es necesario retomar para comprender sus límites y posibilidades.[18] Más allá de la manera en que cada uno encuadra la crítica y articula su teoría sobre los derechos, no deja de ser relevante constatar la persistencia del objetivo y, sobre todo, en muchos casos, llama la atención encontrar, junto a la radicalidad de la crítica, la necesidad problemática de mantener la pregunta abierta por “otro derecho”, aunque sin nítidas indicaciones de la vía a seguir: una empresa que parece necesaria y a la vez obturada por las propias condiciones modernas a partir de las que nace y se nutre el discurso de los derechos. En otros casos, la crítica que conserva la lucha por los derechos, afirmando su politicidad, también asume modalidades específicas: desde Rancière, que logra ubicarlos dentro de su cuadro de la distinción entre política y policía sin reenviarlos directamente a este segundo término, a la más elaborada apuesta de Balibar,[19] en todo dependiente de su idea de una modernidad que se sigue resolviendo en sus constitutivas aporías, pasando necesariamente por la tesis de Lefort, que los ubica en el corazón mismo de la modernidad democrática. Para nosotros, fundamentales puntos de anclaje de una importante densidad argumentativa, pero sobre todo, en tanto brindan una estrategia histórico-hermenéutica que no concede al liberalismo doctrinario una autoría y propiedad absoluta sobre los derechos, disputando los límites entre su apropiación teórica y su historia política. Si la filosofía política contemporánea se ha movido entre el llamado a pensar un “más allá” de la gramática moderna y un “más acá” de algunos de sus núcleos que deben ser reapropiados, como puede verse en las fundamentales “filosofías de la democracia” (por supuesto, en ningún caso coincidentes, si tomamos por caso la disputa entre autonomía y hegemonía), se trata de pensar de qué lado de estos movimientos quedan los derechos, sobre todo teniendo en cuenta que su señalada identidad liberal no permite sencillamente colocarlos en uno de los lados de las familias conceptuales en donde se dividen las aguas de las polémicas y, en muchos casos, resultan excluidos de ambas. Así, por ejemplo, si el campo de las teorías sobre la hegemonía y el populismo puede afrontar una reapertura de la discusión sobre la soberanía popular y el Estado, no está claro que los derechos tengan lugar dentro de ella; como por otra parte, no queda claro que lo tengan dentro del horizonte de la llamada democracia radical. O incluso, si repasamos la muchas veces considerada más moderada posición del neo-republicanismo, principalmente del republicanismo cívico, veremos que, más allá las críticas a su institucionalismo, también los derechos encuentran un complejo espacio dentro de esta “tradición”, en muchos casos apegada a la distinción entre derechos y deberes como estructura subyacente a la diferenciación entre un sujeto político pasivo y uno activo.[20] De lo que se trata, por tanto, es de ir más allá de un ethos no siempre enunciado pero de diferentes maneras persistente –ya señalado por Lefort en su texto de 1981 como parte del diagnóstico sobre su despolitización–: la renuncia a los derechos como espacio de la reflexión y de la praxis no implica su abierto destierro de la escena política; más bien acontece cuando se los acepta silenciosamente como el resuelto piso mínimo de nuestras sociedades democráticas, sea cual sea la manera en que en ellas se construyen las disputas políticas; cuando los “derechos fundamentales” devienen el piso histórico que frena los “excesos” de la política, de cara a los dramas del siglo XX sobre los que no se puede volver atrás, neutralizando toda su proyección en la necesaria lucha por una trasformación de nuestras sociedades.
Por último, de la revisión de esta fijación como suelo moral-normativo-cultural de las democracias (garantía mínima del reino de las libertades y de la vida), se abre nuestro tercer núcleo de análisis, alentado por algunos escritos y conversaciones con Eduardo Rinesi.[21] Aquí, la cuestión de los derechos tiene que ser inscripta en los debates argentinos que a partir de la década del 80 disputaron los sentidos y la dirección del “retorno” democrático. Quizás por proximidad, no nos aventuraremos a hacer un resumido trazado como los anteriores –porque aquellos son de recepciones y no tocan directamente la fibra viva que liga lecturas y momentos de nuestra historia, de posiciones y desplazamientos, que la última década larga ha ofrecido en escena y exposición–. Y porque Argentina reúne, en su triple valencia, el diagnóstico con el que iniciamos la genealogía crítica que tenemos que recorrer y el lugar desde donde formulamos la cuestión: es el término de esa situacionalidad en donde se teje el nudo de la cuestión, no como único marco de inteligibilidad –como puede verse en nuestro recorrido–, pero sí como caja de resonancia de todo lo que podemos decir (por supuesto los nombres son varios, y las omisiones en que caeremos también, desde Rabossi, Guariglia, Portantiero, Landi, Nun, De Ipola, Gargarella, Nino, Garzón Valdes, Rinesi, entre otros, que nos remiten a un amplio espectro de discusiones donde hay que localizar la cuestión de los derechos, a veces presentada de manera directa y otras sujeta a consideraciones más extendidas cuyo centro de gravedad es la democracia). Además, el pulso de las discusiones, en su dinámica, nos obliga siempre a peinar la historia a contrapelo: no carecerá de importancia la actual polémica entre populismo y república –por designarla de alguna manera–, que nos obliga a revisitar momentos previos a la década del 80, desde el lente de nuestra actualidad, donde sin dudas hoy se cuela de una singular manera la cuestión de los derechos, como lo hemos venido sosteniendo.
4.
Construir un planteo filosófico-político sobre los derechos en clave conflictualista que permita incorporarlos plenamente en el terreno de las luchas teóricas por la democracia; construir un marco más amplio de comprensión que aproxime el lenguaje de los derechos a los nuevos lenguajes de la política, que habilite un espacio de posibilidades más allá de la limitada estrategia pragmática de las conquistas particulares arrancadas al Estado aceptando el uso de “su” lenguaje: estas podrían ser las ideas orientativas.
Mantenemos el imperativo moderno de pensar el propio tiempo, razón por la cual la construcción de los conceptos, tanto en su dimensión crítica como positiva, depende también de su sentido, función y potencia en la identificación, caracterización crítica y apropiación de acontecimientos y experiencias histórico-políticas concretas. Por este motivo, cada concepto, así como la relación problemática entre ellos, necesariamente presupondrá su implicancia en las polémicas en torno a y entre los derechos individuales, los derechos humanos, los derechos interculturales y los “nuevos derechos”; los poderes y las acciones estatales, comunitarias, públicas, colectivas y singulares; la “sociedad civil” y las nuevas subjetividades políticas; las distintas formas del relato sobre la construcción de lo común, considerando la “invención democrática”, en tanto espacio en el que se operan múltiples desplazamientos entre la memoria y el derecho, la historia y la justicia.
Reconocemos también que este imperativo se declina de diferentes maneras según las preocupaciones que orientan nuestra actividad, tanto en el plano de la investigación como en el más amplio espacio de la conversación y la intervención. Así, esta construcción iniciada no puede seguir los ordenados pasos de un cronograma y se desarrolla aceptando el clinamen propio del tema en un contexto que pone en juego diferentes temporalidades: en el ritmo interno de un grupo que investiga a la vez que forma investigadores, en las instancias de sistematización teórica que nos ofrecen las reuniones con colegas y en las diferentes participaciones en contextos de intervención (programas de formación política, proyectos de articulación con organismos de DD.HH., de formación docente, de educación universitaria carcelaria y en redes inter-universitarias que hemos establecido en torno al eje del “Derecho de Universidad”).[22] En cada caso, las propias condiciones empujan a ir arriesgando hipótesis de trabajos en diferentes líneas, tanteando la recepción de ciertas lecturas, reconduciendo los diferentes lenguajes y exigencias a nuestra interrogación inicial. Entre el trabajo teórico y la puesta en común, los ritmos se tensan entre la paciencia y las urgencias. Es por estos motivos que la apretada sistematización de algunos pasajes que proponemos a continuación –resultante de una reconducción de discusiones en diversos contextos al marco teórico– asume también una fragmentación por el momento inevitable, retoma algo de lo dicho y deja pendiente mucho de lo programado.
§ Una ontología (política) de los derechos
¿Es necesario pensar una ontología de los derechos o debemos mantenernos en el plano de las ficciones necesarias? ¿Suponen los derechos una antropología? Las distancias que las diferentes teorías sobre los derechos del hombre han tomado de una idea de derecho natural (y, por extensión, de una naturaleza humana) no nos impiden avanzar sobre una discusión en torno a la “ontología” de los derechos (si queremos realizar una crítica a la ficción contractual, que no ha abandonado una antropología fundada en las nociones de “individuo” y “persona”). Una ontología social, materialista, histórica, que no requiere del concepto de naturaleza que menta los derechos como propiedades y que, en el mismo sentido, discute la idea de individuo como principio-persona de imputación formal. Una ontología social que pueda concebir a los derechos desde una dimensión existencial concreta y, al mismo tiempo, dar cuenta del diferendo entre su enunciación y su “realidad” como parte constitutiva de su dinámica política: una ontología relacional.[23]
Partimos entonces de su enunciación histórica. Los derechos, declarados en diferentes luchas, son una pluralidad. La pluralidad es constitutiva de su propia trama material y simbólica. No presuponen su representación en un sistema y su valencia política no depende del a priori de su traductibilidad en un marco legal y normativo. Su irreductibilidad a un sistema jurídico determinado no está dada –o no solamente– por el principio indeterminado de justicia que expresan, sino porque esa pluralidad se resiste a asumir un equivalente general de todos los derechos, una reductio ad unum (como el derecho a la vida, a la libertad, etc.) que haga posible una aritmética jurídica que resuelva su orden, jerarquía y relación. En el reaseguro que busca el discurso de los derechos “fundamentales”, la persona individual, reducida a sus garantías básicas o mínimas, es protegida de la máxima violencia al precio de abandonar todo imaginario de una vida en común. No se trata aquí de volver a la oposición entre communitas y securitas (sabemos que estos términos siempre se implican mutuamente), sino de reconocer en esa pluralidad relaciones que son necesariamente conflictivas tanto como compositivas: no es una pluralidad “irrepresentable”, sino una representación como exposición del poder social en sus diversas formas, en sus antagonismos, sus relaciones de dominación, sus experiencias institucionales y culturales de construcción de lo común.
Los derechos son una relación: no son propiedades (Locke), ni identidades históricas (Burke). No hacen referencia, en primera instancia, ni a un yo ni a un nosotros, sino a una relación con los otros (y con nosotros mismos, porque entre “tener un derecho” y “poseer un bien” hay una diferencia cualitativa). Los derechos presuponen una relación e indican modos de relaciones (es a partir de esas relaciones –y no solo de esas, claro está– que se constituye políticamente el yo y el nosotros). Se trata del primado de la relación por sobre los términos de la relación (según las tesis de Morfino). Considerados en su pluralidad, cada derecho se liga con otro como los hilos de una trama cuyo tejido no tiene centro ni periferia, ni supone una relación causal necesaria. Cada derecho, que es una relación, al anudarse con uno y otro, afecta y es afectado en su composición y sentido: trazan vínculos no exentos de opacidades y desacuerdos, pero ningún derecho se mantiene incólume cuando se liga a otros. Así, cuando un “nuevo derecho” es incorporado, reconocido, incluso ya desde el plano de las luchas (previo a su posible institucionalización estatal), cambia también el conjunto de los derechos, traza nuevas relaciones, contenidos y posibilidades.
Es desde este marco que leemos la política de “ampliación de derechos”, no como una adición de bienes particulares que se acumula cuantitativamente, sino como una permanente alteración cualitativa del conjunto de los derechos, que pone en juego una disputa sobre una idea de sociedad, como parte de un momento de politización. Mientras más derechos se liguen entre sí, más potencia social y poder institucional tendrá su declaración, práctica y eficacia. Insistir en afirmar cualidades esenciales o formales de los derechos (Pollmann)[24] los sustrae de una trama relacional que hace posible su politicidad, y la posibilidad de una reinvención permanente e infinita en sus posibilidades: podríamos cruzar dos expresiones, una spinoziana y otra lefortiana y sostener que no sabemos lo que pueden los derechos.
Este primer esbozo de una “ontología de los derechos” no pretende sortear la discusión entre derechos objetivos y subjetivos, y desconocer la fuerza que posee la idea misma de derechos subjetivos. Es posible, sin embargo, afirmar el carácter “subjetivo” por una doble vía. Positiva en un doble sentido: en la medida en que su esencia es declararse (Lefort), el sujeto es primeramente un punto de enunciación antes que un punto de imputación, es político antes que moral-jurídico, pero además la “posesión” de los derechos supone su reconocimiento por otro, es otro igual quien nos los atribuye en una relación de mutuo reconocimiento (Balibar); negativa también en un doble sentido, porque negar un derecho a quien-sea es un acto que contradice la idea misma de los derechos (Balibar), que debe someterse permanentemente a la prueba de la “igualdad” (Rancière), pero también porque cuando se reclama un derecho se enuncia primero como falta o ausencia (Rinesi). En tal sentido, podríamos decir que una ontología social de los derechos hace a todos los derechos “derechos sociales”, cuyo orden y conexión depende de las políticas de su enunciación, de la trama de su reconocimiento, de su institucionalización y de sus prácticas concretas. Con esto no afirmamos –como la tradición liberal– que los derechos pertenecen al orden de lo social, entendiendo por “social” aquello que es anterior, autónomo y tendencialmente contrario al orden institucional-estatal: el “derecho a tener Estado”, no como derecho de pertenencia o posesión, es la enunciación de la institución política de lo social.
El sujeto de los derechos no es una persona moral o jurídica (aunque no las excluye), sino un momento de subjetivación política, que se declara a la vez parte y todo de manera polémica. Una enunciación que no debe, por sí misma ni en un sentido originario, adoptar un lenguaje jurídico-normativo: el derecho no puede reducirse a una pedagogía de la ciudadanía. Hay que volver a pensar la relación entre derechos y ciudadanía, explorar por fuera de la idea de una paradoja irresoluble, la tensión entre la soberanía del pueblo y la ciudadanía. No hay un sujeto a priori legitimado como sujeto de enunciación: en la dinámica de los derechos la parte puede ser un sector de la sociedad, un movimiento o el mismo Estado. En cada caso, las dinámicas políticas son diversas, porque cuando la demanda se dirige “de abajo hacia arriba” ‒como diría Rinesi‒ el Estado tiende a aparecer como unidad y principio de garantía; pero cuando la demanda va de “arriba hacia abajo”, el Estado interpela a la sociedad, construye su fuente de legitimidad y toma posición (la ley no es un tercero excluido). El Estado no solo es parte de un más amplio y complejo conjunto de relaciones de poder, también es parte porque es partición de sí mismo, de su presunta unidad soberana en el momento mismo en que la enunciación de derechos traza nuevas relaciones. Tomando posición se repliega sobre sí exponiéndose también como división: división institucionalizada de poderes, pero también división en términos de desacuerdos políticos y estructurales. En resumen, su lugar de enunciación de derechos lo expone en su conflictividad constitutiva: la soberanía es siempre divisible y trabaja sobre su división. Los derechos, de esta manera, no son propiedades ni de los individuos, ni de los colectivos, ni del Estado: por el contrario muestran lo impropio de toda apropiación, se colocan en el centro de un conjunto de relaciones, mostrando el carácter relacional de cualquier forma/estructura.
Habíamos dicho que los derechos son irrepresentables, si por representación comprendemos bien propiedades naturales, bien su formalización en un sistema de normas según una decisión soberana; pero no son irrepresentables sin más, sino una singular manera de la representación. En los derechos, representación se dice de la construcción de un “todos” simbólico siempre incompleto, en donde se cruzan de manera polémica la lógica de la soberanía y la lógica del reconocimiento, la dinámica de la invención y la pragmática de la legitimidad, la lucha antagónica y la composición de lo común. Así entendemos la representación democrática, que nos obliga a poner en cuestión la distinción entre sociedad civil y Estado, como paradigma del problema de la legitimidad y la construcción de sus mecanismos y procedimientos. Los derechos no están en la sociedad ni los produce el Estado, o bien, no existen naturalmente en la sociedad hasta que son objetivados por las instituciones estatales: la sanción es un momento necesario, esperado, pero esa necesidad no es el principio de comprensión de su génesis política, que es siempre contingente.
Por supuesto, esto obliga también, por extensión, a pensar la fuerza del universalismo como parte del discurso de los derechos. Pensar el universalismo más allá de la larga histórica crítica de la razón occidental y del intervencionismo humanitarista militar que ha puesto a los DD.HH. en el centro de su vértice colonial e imperial. Según lo que hemos desarrollado, resulta que no se puede sostener que los derechos sean “universales” (como predicados naturales, valores morales, principios normativos supra-políticos autoevidentes para la razón –en un “fuera del tiempo” que a la vez coincide con esa temporalidad que llamamos Occidente–). Como concepto político, el de derechos también es un concepto polémico y no porta en sí un principio de reconciliación que elimine el carácter conflictivo de lo político.
Los derechos son universalizables: lo son porque siempre es una parte la que, con su declaración, expone un conflicto, determina una división y demanda a la comunidad pronunciarse sobre ella. Ese pronunciamiento es el reconocimiento de un derecho común a partir de la politización de un conflicto, llevado desde el desacuerdo en donde se constituyen las partes a la institución de un bien común. La pregunta no es, por ello, qué derecho es o no universal, qué enunciación pasa la prueba normativa de su universalización; la cuestión trata de declarar un conflicto como asunto común, trata de politizar un conflicto como nudo en donde se pone en juego el reconocimiento de un derecho como parte de la trama de relaciones que llamamos sociedad política. Su movimiento hacia la universalización no es una tendencial disolución de su conflictividad, aunque siempre corre el riesgo de producir la borradura de su politicidad. Sin embargo, la universalidad no debe ocultar su carácter histórico y coyuntural, no deja de exponer su inevitable extensión material y las fronteras de su alcance: la universalización es inevitablemente polémica. Por eso, la tensión no se da solo ni exclusivamente entre particular y universal, sino entre una lógica “universalista” y una “conflictualista”. Tampoco la conflictividad inherente a los derechos se enuncia solo ni primariamente por la situación de su pluralidad como simple diferencia. Sea por su pretensión de universalidad o por su material pluralidad, su carácter polémico comprende –pero no se reduce a– la tensión o “contradicción” entre derechos diferentes (como suele ejemplificarse su situación en cuanto totalidad abierta a la interpretación y, por extensión, a sus legítimos intérpretes como guardianes de la Constitución). Lo interesante aquí, en términos políticos, es cuando se produce una tensión entre un derecho y una ausencia de derecho, entre quien protege un derecho adquirido y quien reclama un derecho a ser reconocido. Es allí donde se muestra la trama de los derechos: como lo que es, lo que todavía no es y lo que en su movimiento va alterando –como expusimos más arriba– por sus relaciones sus sentidos y alcances. En otros términos, mientras que un derecho existente fuerza a ser leído al interior de un conjunto más amplio de derechos, el derecho “no-existente” posee otra “fuerza” que toca a la esencia misma de los derechos. De otra manera, lo único dado en el plano de los derechos es que operan como índices de relaciones de dominación, de opresión, de exclusión, y su enunciación permite arrancar esas relaciones del oscuro espacio de las infinitas relaciones humanas para visibilizarlas como relaciones sociales y elevarlas al plano de un conflicto político; esto es, no un desacuerdo entre particulares (ni falta moral ni contractual) sino entre partes. Dos derechos son índice de una partición del orden de lo social y del orden de lo institucional. Anuncian, en otros términos, un principio de lo común como sintaxis de su universalización. Por eso, entre el “nosotros” de la enunciación y el “todos” que el derecho enuncia no hay un pasaje formal de la parte al todo, sino una compleja serie de movimientos, siempre históricamente contingentes.
A riesgo de seguir adicionando fragmentos de pensamiento, para cerrar esta parte más general, no quisiéramos dejar de mencionar una cuestión que ha ido apareciendo, ligada a la temporalidad de los derechos, y que toca a por lo menos dos consideraciones. Una: la interrogación por la temporalidad de los derechos, que permita pensarlos más allá de la tensión entre historicismo y universalismo suprahistórico. Porque su temporalidad no tiene que ver con un proceso lineal acumulativo –o no– (propio de la historia constitucional, o más sencillamente con los cortes supuestos en la no retroactividad de la aplicación de la ley, momento fundacional del antes y el después de la “fundación”): es así que resulta interesante recuperar el lenguaje de los derechos, por ejemplo cuando hablamos de “restitución”, para explorar allí la complejidad misma de la temporalidad de lo político, trama constituida por la memoria colectiva, la experiencia histórica y las diferentes luchas en cuyo legado se apoyan y recrean (por más que estas no se hayan enunciado históricamente en términos de derechos), del modo en que se entrelazan los anacronismos entre pasado y futuro, entre su “no haber sido” y “su todavía no” como parte de su existencia actual. La otra: todavía más sintéticamente anunciada, la termalización de la temporalidad de las instituciones, interrogando el presupuesto que propone una división cuasi-ontológica entre la acción-ocasión y la institución-duración, para pensar –maquiavelianamente– la producción del derecho común como ocasión, en el terreno de la acción colectiva.
§ La politicidad de los derechos
Porque quienes estamos involucrados en este proyecto nos dedicamos a la filosofía política, un primer aspecto a revisar son los presupuestos del discurso filosófico-político sobre los derechos. Un denominador común entre las reapropiaciones del discurso de los derechos desde la filosofía política parte de una recuperación de la inversión arendtiana entre derechos humanos y derechos políticos. Esta inversión trata, en pocas palabras, de asumir que solo donde los derechos políticos son reconocidos y ejercidos pueden encontrarse garantías para los derechos humanos, considerando que estos derechos son el resultante de una lógica activa del reconocimiento político entre iguales en el marco de una democracia cívica e institucional. Las variantes de esta alternativa, dominante en la línea de una politización de los derechos, son múltiples: Lefort, Balibar, Rancière, Wellmer son posiblemente las más reconocidas. En algunos casos, la cuestión de los derechos se alía con una filosofía de la ciudadanía, restitución de un sujeto que es parte de una comunidad, como sujeto de derechos y sujeto soberano.
Wellmer es quien recupera de manera más clara la cuestión puesta por Arendt, dentro de una tradición democrática. Reconoce los DD.HH. como derechos morales, aspiración a un universalismo que no dejará de ser polémico, y encuentra en los derechos políticos la trama que define una sociedad democrática donde esos derechos morales se inscriben como campo polémico discursivo, y en donde la dimensión participativo-deliberativa de la política puede instituir una cultura democrática, un ethos democrático que permite generar acuerdos de base sobre los DD.HH., sin excluir las siempre posibles instancias de desacuerdo que, si despliegan su polémica a partir de procedimientos públicos, nos garantizan un mínimo de protección contra la opresión y la violencia y abren a un máximo posible de universalización.
Los límites del planteo de Wellmer son puestos fuera de las sociedades occidentales, donde no existen condiciones democráticas de igual participación y, por extensión, una ausencia de reconocimiento de derechos fundamentales. Allí, Wellmer asume la posibilidad de invertir el planteo y sostener que lo que pueden hacer las sociedades occidentales es intervenir en torno al cumplimiento de las garantías de los derechos fundamentales y conservar las expectativas para que con ellos se dé inicio a una cultura democrática. No nos detendremos aquí sobre la fallida manera en que se plantea la cuestión “internacional”; sí nos interesa señalar la inversión que se asume frente a un no-occidente, el espejo invertido de la verdad de la relación entre DD.HH. y política (acertadamente señalado por Žižek). La inversión arendtiana puede ser vuelta a invertir, una y otra vez según el caso, porque nada ha cambiado en el concepto de los “derechos”, y en la expresión “el derecho a tener derechos” un término se confunde con el otro, incluso en la tentativa de su misma diferenciación. En el “círculo hermenéutico práctico” wellmeriano la circularidad pacifica el carácter polémico de una hermenéutica política, y la dimensión práctica desaparece. El esquema inicial queda intacto: Estado de derecho más democracia deliberativa.
Nos interesa pensar en la politización de los derechos, pero encontramos claros límites en interpretarla como una inversión que sigue conservando la valencia autónoma de los términos. Una valencia cuyos efectos también aparecen en el silencio sobre los denominados derechos sociales. ¿No hay un límite en la caracterización misma, no cuestionada, que distingue derechos fundamentales, derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales? ¿No es en el carácter jerárquico de esa caracterización en donde está el límite mismo de todo intento de inversión, conversión, etc.? ¿No seguimos suponiendo la progresión marshaliana en un esquema de derivaciones históricas?
El planteo de Wellmer asume dos cosas y presupone una tercera: que tanto los derechos fundamentales como los políticos son una ganancia de las democracias occidentales, que los derechos políticos están consolidados en las instituciones democráticas y pueden ser fijados procedimentalmente en ellas, aunque requieren un ethos que los convierta en efectiva participación; mientras que los derechos fundamentales, aunque no menos consolidados a nivel formal, en la medida en que son morales dependen de una interpretación cuyo contenido no puede ser determinado por fuera del consenso público pues, de otra manera, serían violatorios del mínimo irrenunciable de occidente que son las libertades individuales, y que por tanto, siempre contienen un diferendo con aquella institución política (el Estado) que pretenda determinarlos (un diferendo que Wellmer recoge de la idea derridiana de justicia). El presupuesto wellmeriano tiene que ver con el silencio sobre los derechos llamados sociales: un silencio que, en la estructura argumental, los reenvía al paradigma de los derechos fundamentales, en cuanto derechos morales y que, por su contenido valorativo, son susceptibles del diferendo pluralista democrático. Así, por poner un ejemplo, el derecho a la salud, el derecho a un ingreso mínimo para la subsistencia o los derechos ambientales serían considerados una extensión del derecho a la vida y no, por caso, una expresión del derecho a la participación en la vida pública. Los derechos sociales serían una extensión polémica, con límites difusos, del principio de dignidad humana (no por caso el paradigma recurrente para plantearlos es el de la pobreza del Tercer mundo). Una extensión que, ligada al carácter moral-valorativo, depende de ese diferendo en el que se constituye un ethos democrático universalista. La politicidad de los derechos sociales es derivada, una derivación que, por otra parte, es posible en la medida en que han sido previamente despolitizados; esto es, asociados primariamente a los derechos fundamentales –aunque, por otra parte, nunca compartiendo el presupuesto de su estatus en la medida en que se presuponen potencialmente violatorios de las libertades individuales– y no a las luchas, demandas y reivindicaciones políticas organizadas, en el marco de las desigualdades del capitalismo, primero nacional-industrial y luego global-financiero. Su reaseguro al colocarlos en la esfera de límites polémicos de los DD.HH. –siguiendo la Declaración de 1948– opera al mismo tiempo como exclusión de la esfera de los derechos políticos de participación, la única en cuya dinámica puede ganarlos en el terreno de una democracia pluralista, cuya caracterización ya los excluye por definición o los incluye en una difusa proyección. El paradigma democrático-participativo de Wellmer desconfía con razón del reaseguro habermasiano que ofrece su modelo trascendental-discursivo, pero no dejará de replicar el mismo paradigma moderno en lo que se refiere a la categorización entre lo fundamental y lo derivado a la hora de pensar las relaciones estructurales dentro de la clasificación de los derechos en sus diversas declaraciones.
Es conocida la polémica sobre el estatus de los derechos sociales, básicamente por dos motivos: porque se polemiza sobre la extensión de los derechos fundamentales (qué es y qué no es fundamental), y porque ponen en cuestión el carácter individual-subjetivo (personal) de los DD.HH. Una cuestión que llama la atención es que algo similar sucede, atendiendo a la segunda objeción, con los derechos políticos, ligados a la vida común-pública, al actuar en conjunto, etc. ¿Por qué, entonces, en un caso, resulta problemático y no en el otro? Porque, en definitiva, por más democrático-participativos que se quiera considerar a los derechos políticos, estos mantienen el reaseguro liberal (donde se encuentra, en realidad, su fragilidad) de que en última instancia toda acción política puede ser reducida a la libre voluntad individual, mientras que el reaseguro de los derechos sociales es anti-liberal, pues supone una activa intervención del Estado.
Para nosotros se trata de pensar, no la relación moral-humanitarista entre los derechos fundamentales y los derechos sociales, que concibe a los derechos sociales una extensión del principio de dignidad, sino la relación política entre los derechos sociales y los derechos políticos o, en otros términos, explorar el vínculo entre lo social y lo político en clave de derechos. El esquema marshaliano de la progresión histórica que va de los derechos civiles a los derechos políticos, y luego a los derechos sociales, no es histórico sino sistemático, fundamentación en una relación de derivación que se establece entre unos y otros. ¿Bastaría explorar los casos en donde esta relación puede ser reconstruida de otra manera, en particular en Argentina, donde los derechos sociales abrieron la posibilidad de la universalización real de los derechos políticos de participación? No se trata solo de relevar casos contrafácticos, sino explorar una experiencia que no puede ser reducida a una satisfacción de bienes que resultan condición de posibilidad de la política, sino la manera en que una politización de “lo social” reconfigura lo político en la producción colectiva e institucional de los derechos como relación.
Latinoamérica es la situación y la posibilidad de interrogar a una larga tradición política que ha ligado lo social a la despolitización, particularmente en el plano de los derechos: porque insiste en la permanente posibilidad de que estos derechos en particular puedan ser apropiados por una lógica sistémica, administrativa o demagógico-autoritaria, frente a otra serie de derechos, los políticos, que mantendrían un reaseguro propio en la medida en que están inscriptos en la dimensión democrático-participativa de la sociedad civil; o porque, desde una particular acepción de la biopolítica, considera que la juridización de la vida (individual) expresada en la fundamentación naturalista del derecho moderno realiza un pasaje –la cuestión social– a la administración de la vida de las poblaciones.
Del modo que sea, para nosotros un punto de partida resulta fundamental: evitar afirmarse en la adhesión a una demanda de derechos como vocabulario políticamente correcto, como pacificación de la conflictividad social, como reconciliación con el drama de la historia. Y esto significa, también, evitar la crítica perspicaz de la psicología vulgar que cree poder traducir los derechos a la plana cartografía de los intereses. Llamémosle justicia, igualdad, universalización, de diferentes maneras los derechos ponen a prueba su permanente reducción a las formas del privilegio y de mérito que dominan el discurso público. A partir de estos lineamientos generales, en su incipiente sistematicidad, se orienta el camino que comenzamos a recorrer.
- Brevemente, podríamos indicar que en el proyecto anterior, titulado “La cuestión de ‘lo común’ en la filosofía política contemporánea: ontología, política e historia”, abordamos la pregunta por lo común a partir de dos trinomios conceptuales: uno, comunidad/negatividad/espacio público; el otro, poder-(potencia)/derecho/acción, que nos permitieron avanzar sobre dos ejes como punto de partida de nuestra propuesta general: el primero, la tensión entre “memoria”, “legado” e “historia”, en el que se reinscribe el problema de la fundación de la comunidad, asumiendo que la temporalidad de lo político está atravesada por una lógica conflictiva que, en el trato con el pasado, tensiona los discursos modernos de fundación-fundamentación del orden político; el segundo, la discusión sobre el legado moderno del derecho, que abordamos tematizando la “temporalidad del derecho” en tanto dimensión filosófico-política que emerge en los debates sobre la justicia. Es desde este trayecto que fue posible esbozar los términos del actual proyecto de investigación a partir del cual proponemos las siguientes reflexiones.↵
- H. Arendt, “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los derechos del hombre”, cap. IX de Los orígenes del totalitarismo, Barcelona, Planeta-Agostini, 1994.
Nota bibliográfica: hemos tratado de priorizar bibliografía accesible en nuestra lengua, por lo que en muchos casos podrán notarse omisiones o la sustitución de algunos textos clásicos de autores recocidos por exposiciones secundarias pero traducidas al español.↵ - La crítica conservadora ha tenido un lugar muy significativo, por ejemplo, A. de Benoist, Más allá de los derechos humanos. Defender las libertades, 2008 (https://goo.gl/yA2Glk); M. Villey, Le droit et les droits de l’homme, París, PUF, 2014; L. Strauss, Derecho natural e historia, Barcelona, Círculo de Lectores, 2000; sin embargo, nuevamente los trazos se cruzan, si atendemos al rescate que Lefort realiza de Strauss frente a su crítica a Marx. Por otra parte, ¿la crítica “marxista” de los derechos ha devenido conservadora? (un repaso por los grandes nudos de la crítica puede verse en B. Binoche, Crítica a los derechos del hombre, Buenos Aires, Del Signo, 2009).↵
- Una reconstrucción exhaustiva sería imposible, pero podríamos mencionar algunas lecturas que muestran el amplio arco de reflexiones a considerar: E. Bloch, Derecho natural y dignidad humana, Madrid, Dykinson, 2011; N. Bobbio, El tiempo de los derechos, Madrid, Editorial Sistema, 1991; N. Luhmann, Los derechos fundamentales como institución, Oak ediciones, Universidad Iberoamericana, 2010; M. Gauchet, La revolución de los derechos del hombre, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2012; Ch. Tilly, “¿De dónde vienen los derechos?”, Sociología, año 19, N° 55, mayo-agosto 2004.↵
- Y conviene recordar aquí que Marx comienza su discusión con Bruno Bauer –no con Locke o Rousseau– pero lo desplaza al espacio más general de una crítica de la ilustración. Sin embargo, las palabras de Bauer, solo recordado por esta polémica, no dejan de tener un eco en nuestro tiempo, incluso si tomamos una parte de su escrito que Marx cita: “La idea de los derechos del hombre no fue descubierta para el mundo cristiano sino hasta el siglo pasado. No es una idea innata al hombre, sino que este la conquista en la lucha con las tradiciones históricas en las que el hombre había sido educado antes. Los derechos del hombre no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fruto de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privilegios, que la historia, hasta ahora, venía transmitiendo hereditariamente de generación en generación”, K. Marx, “La cuestión judía”, en Sobre la libertad humana /Karl Marx y Bruno Bauer, Buenos Aires, Ediciones ryr, 2012, p. 194.↵
- Antes bien, lo que retomará es una crítica de otro cariz en el cap. I de Sobre la revolución, Alianza, Buenos Aires, 1992.↵
- S. Benhabib, “‘El derecho a tener derechos’: Hannah Arendt y las contradicciones del Estado-Nación”, en Los derechos de los otros, Barcelona, Gedisa, 2005; “Otro universalismo: sobre la unidad y la diversidad de los derechos humanos”, en revista Isegoría, Nº 39, julio-diciembre 1988. E. Balibar, “La impolítica de los derechos humanos. Arendt: el derecho a tener derechos y la desobediencia cívica”, revista Erytheis, Nº 2, noviembre 2007; “(De)Constructing the Human as Human Institution: A reflection on the Coherence of Hannah Arendt’s Practical Philosophy”, en Social Research, Vol. 74, Otoño de 2007. O incluso una lectura de orden completamente diverso, como en J.-F. Lyotard, “Los derechos del otro”, conferencia en la Universidad Nacional de Colombia, 1994 (antes publicado en S. Shute y S. Hurley (eds.), On Human Rights. The Oxford Amnesty Lectures. Basic Books-Harper Collins Publishers, New York, 1993.↵
- J. Rancière, “¿Quién es el sujeto de los derechos humanos?”, revista Derecho y barbarie, Nº 3, 2011.↵
- E. Laclau y Ch. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Buenos Aires, Fondo Económico de Cultura, 2004; E. Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005, cap. 6.↵
- Consideramos aquí, sobre todo, la segunda clase de Defender la sociedad, México, FCE, 2006.↵
- Wellmer, A., “Derecho natural y razón práctica. Sobre el desarrollo aporético de un problema en Kant, Hegel y Marx”, en Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Universidad de Valencia, Valencia, 1996; “Derechos humanos y democracia”, en Líneas de fuga de la modernidad, FCE, 2013.↵
- C, Lefort, “Derechos del hombre y política”, en La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990; “Derechos humanos y Estado de bienestar”, en El arte de escribir y lo político, Herder, Barcelona, 2007 y el más polémico “El derecho internacional, los derechos humanos y la acción política”, en Dossier, Nº 3, año 2002.↵
- Gauchet, M., “Los derechos del hombre no son una política” [1980] y “Cuando los derechos del hombre devienen una política” [2000], en La democracia contra sí misma, Homo Sapiens, Rosario, 2004. Una crítica “invertida” en dirección a la emprendida por Laclau, pero señalando la misma dificultad en la dirección hacia donde se construye la “representación” en Lefort, la podemos encontrar en E. Palti, Verdades y saberes del marxismo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, cap. V.↵
- Nos permitimos aquí remitir, entre otras lecturas, a S. Torres, Vida y tiempo de la república. Contingencia y conflicto político en Maquiavelo, Los Polvorines, Editorial de la UNGS, 2013.↵
- Sobre todo en El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Madrid, Libertarias-Prodhufi, 1994.↵
- C. Abdo, Ferez, “Pensar políticamente a Spinoza, para América Latina”, en Rocha et al. (org.), Spinoza e as Americas, Vol. 1, Fortaleza, EdECE, 2014, y más ampliamente Crimen y sí mismo. La conformación del individuo en la temprana modernidad occidental, Buenos Aires, Gorla, 2013.↵
- W. Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1998.↵
- J. Derrida, Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 2002; G. Agamben, Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-textos, 1998 (parte III) y “Más allá de los derechos del hombre”, en Medios sin fin, Madrid, Editora Nacional, 2002; A. Badiou, “La ética y la cuestión de los derechos humanos”, en revista Acontecimiento, Nº 19-20, año 2000; S. Žižek, “Contra los derechos humanos”, en Suma de negocios, Vol. 2, N° 2, diciembre de 2011; J. Butler, ¿Quién le canta al Estado nación?, Buenos Aires, Paidós, 2009, y “Detención indefinida”, en Vida precaria, Buenos Aires, Paidós, 2006. Por supuesto, en cada caso corresponden análisis que deben diferenciarse tanto en lo que aportan como en lo que excluyen: por ejemplo, sobre la cuestionable identificación entre derecho y ley en Derrida que permite recortar la idea de justicia, ¿pero acaso no podríamos imaginar lo mismo de la diferencia entre la ley y los derechos? ¿Acaso no conviene explorar esa diferencia política atendiendo a lo que se permite reconocer entre ese plural de los derechos y la Justicia (en singular y con mayúscula), como diferencia en los modos de ser (políticos)? Como decíamos, en cada caso, en la misma crítica hay pistas y límites que van componiendo el camino que hemos emprendido.↵
- E. Balibar, Derecho de ciudad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2004; “Is a Philosophy of Human Civic Rights Possible? New Reflections on Equaliberty”, en The South Atlantic Quarterly 103, 2/3 (2004); “Sobre el universalismo. Un debate con Alain Badiou”, EIPCP Multilingual webjoural, N° 2, 2007; http://goo.gl/mFBry8.↵
- Principalmente Q. Skinner, “Acerca de la Justicia, el Bien Común y la prioridad de la Libertad”, en Agora. Cuadernos de Estudios Políticos, año 2, Nº 4, verano de 1996.↵
- E. Rinesi, “De la democracia a la democratización”, Debates y Combates, N° 5, año 2013. Una exposición más amplia se encuentra en el reciente Filosofía (y) política de la universidad, Los Polvorines, Ediciones UNGS, 2015.↵
- Junto con la Universidad Nacional de General Sarmiento y otras universidades del cono sur, desde el año 2009 venimos desarrollando programas de Redes Interuniversitarias (de la SPU) cuya última versión es el Proyecto de Redes de Investigación (2014-2015) del Núcleo de Estudios e Investigaciones en Educación Superior del Sector Educativo del MERCOSUR, titulado “Universidad, inclusión social e integración regional y cultural”.↵
- Los lineamientos filosóficos generales de esta ontología materialista de las relaciones los tomamos de V. Morfino, Relación y contingencia, Rieuwertsz-Biblioteca de filosofía spinozista, Córdoba, Encuentro Grupo Editor, 2010.↵
- A. Pollmann, Filosofía de los derechos humanos: problemas y tendencias actuales, Colección documentos de trabajo, Serie Justicia Global N° 1, Lima, Universidad Católica de Perú, 2007; más ampliamente Ch. Menke y A. Pollmann, Filosofía de los derechos humanos, Barcelona, Herder, 2010.↵