Utopía, reforma agraria y pop en el gobierno revolucionario de las fuerzas armadas en Perú (1968-1976)
Ariel Salcito
Introducción
El 3 de octubre de 1968, un golpe de Estado encabezado por una facción de oficiales del ejército desalojó del poder al presidente constitucional del Perú, Fernando Belaunde Terry. La actividad del Parlamento fue clausurada y las elecciones periódicas de autoridades, suspendidas. El hecho podría ser considerado un mero eslabón de la cadena de interrupciones del orden institucional característico de las naciones sudamericanas. El devenir del proceso revelaría las especificidades que otorgarían a la experiencia un carácter distintivo.
Al día siguiente el nuevo presidente, el general Juan Velasco Alvarado, anunció la nacionalización, sin indemnización, de la explotación de los hidrocarburos. Empresas estadounidenses y británicas fueron afectadas por la medida. Nueve meses después, la reforma agraria atacó otro de los fundamentos del pacto de dominación. La opresión secular padecida por el campesino indio, y su inextinguible tradición de resistencia, desembocaban en un giro dramático de la historia. La ley general de minería y la reestructuración de la banca, sin cuestionar la existencia de la propiedad privada, significaron un avance del Estado sobre el capital trasnacional. La ley de industrias transformaba la propiedad y gestión de las empresas a favor de un sistema compartido en forma igualitaria entre patrones y trabajadores. La nacionalización de la industria pesquera reaccionaba ante los abusos en abastecimiento y precios de la producción volcada al mercado interno. Con el objetivo de transferir los medios de comunicación a diversas corporaciones de trabajadores, universidades, profesionales y organismos del Estado, en 1974 se llevó adelante la reforma de la prensa. La reestructuración del sistema educativo perseguía la incorporación del indio a través del bilingüismo. El Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) procuró encauzar el apoyo popular hacia el proceso revolucionario, y desvirtuó el rol de los partidos políticos tradicionales.
Las líneas que siguen procuran ilustrar una de las facetas que caracterizaron este proceso. La propaganda política emanada desde el gobierno revolucionario se caracterizó por la combinación de tradiciones andinas de sesgo utópico, relecturas de intelectuales clásicos como José Carlos Mariátegui y novedosas tendencias artísticas internacionales, como el arte pop de los Estados Unidos. La utilización del afiche como vehículo de difusión alcanzó relevancia a través de una de las medidas emblemáticas del gobierno de Velasco: la ley de reforma agraria. En su propaganda, se plasmó la singular constelación de influencias que expresó los términos de una encrucijada histórica, donde el pasado y el presente confluyeron para alumbrar un futuro renovado de expectativas. Esta adaptación peruana recibió la denominación de “pop achorado”, y fue tal su influencia que, junto con la reputación de su creador, Jesús Ruiz Durand, se encontró destinada a sobrevivir largamente a las condiciones socio-políticas que incubaron su nacimiento y ulterior desarrollo.
Influjos de época
La finalización de la Segunda Guerra Mundial implicó, dentro de sus múltiples consecuencias, la emergencia de un nuevo orden internacional, signado por el poderío creciente de sus principales vencedores: Estados Unidos y la Unión Soviética. La polarización y división en bloques hostiles resultantes configuró los términos de la Guerra Fría, que caracterizaría el periodo comprendido entre los años 1947 y 1991. Más allá de las implicancias mundiales, en América Latina adquirió un espesor histórico particular. La problemática que nos proponemos analizar remite a contornos históricos y geográficos precisos. Al decir de Claudia Gilman:
Entre la entrada en La Habana de los guerrilleros vencedores de la Sierra Maestra y el derrocamiento de Salvador Allende y la cascada de regímenes dictatoriales en América Latina hay catorce años prodigiosos. Un periodo en el que todo parecía a punto de cambiar (2003: 35).
Las fluctuaciones del termómetro de la Guerra Fría enmarcaban los años dorados del estado de bienestar y la planificación centralizada propia del otro lado de la cortina de hierro. El equilibrio del terror trasladaba la alteración del statu quo a las áreas del denominado “tercer mundo”. En ellas convergían, a su vez, tensiones acumuladas del “tiempo largo” del desarrollo desigual y subordinado de cada sociedad.
Los procesos de descolonización en África, la revolución en Vietnam y el ascenso de luchas sociales a escala planetaria alentaron la perspectiva de transformaciones inminentes. A las inéditas identidades nacionales que surgían conforme avanzaba el proceso descolonizador se adicionaron reivindicaciones en torno de la adscripción racial, de género, carácter generacional, procedencia étnica o modo de vida campesino, entre otras posibilidades. Todas ellas implicaban, en sus diversas vertientes, el cuestionamiento radical de un orden previo signado por groseras desigualdades de origen. Sumergirse en sus causas remitió a la conformación de redes de pensamiento tendientes a explicar los términos del proceso histórico. La reflexión subsiguiente vino acompañada de indignación creciente, que asumió como propia una rabia antigua, poseída por generaciones de opresión sin nombre. La victoria de los barbudos cubanos galvanizó la voluntad de transformación. Los ecos reverberaron con estruendo en el mundo de la cultura; la literatura, la música y las artes visuales se consideraron partícipes de la contienda. Una concepción relativa al arte como fenómeno en esencia político residía en su base (Gilman: 2003; Longoni y Mestman, 2000). Involucrarse en la acción transformadora constituyó el corolario de este proceso.
Pero las coordenadas generales de la época eran también leídas por las clases dominantes locales e internacionales. Y las fichas dispuestas en el tablero disponían, a su vez, de un apreciable margen de interacción. La expresión “clases dominantes” designa un cuerpo variopinto y heterogéneo de facciones de las clases propietarias. Convivían en su seno desde terratenientes aferrados a sus privilegios tradicionales hasta sectores modernos de la burguesía local asociados con el capital trasnacional. La propia dinámica del proceso socioeconómico diferenció tanto los intereses como las estrategias de dichos sectores. Ante el ascenso de la marea revolucionaria, los sectores correspondientes a las esferas productivas precapitalistas acentuaron sus perfiles represivos. Sin embargo, el desarrollo de las fuerzas productivas, la extensión del mercado interno y la expansión de los aparatos del Estado mermaban su poder. Para los pujantes sectores beneficiarios de los procesos de modernización, la ineficiencia y el atraso de sus antiguos aliados cobraba nuevos sentidos. Enfrentar la amenaza del comunismo requería, más que soluciones represivas, modernizar las reminiscencias del pasado a través de reformas estructurales que propiciaran el desarrollo sostenido.
El ideal desarrollista en boga situaba las causas del atraso en un estadio del proceso evolutivo. Una vez implementadas las reformas, el subdesarrollo devendría superado como una rémora necesaria. Fue la interpretación que irradió desde la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y cuyo espíritu nutrió la Alianza para el Progreso. Las expectativas planteadas por el presidente John Fitzgerald Kennedy en 1961 (modernización, reforma agraria, mejoras en sanidad, educación y bienestar) pretendían detener el avance del comunismo, acicateado por el triunfo de la Revolución cubana. El carácter incompleto de las reformas, el asesinato de Kennedy y la disminución de las ayudas de Estados Unidos desalentaron las esperanzas iniciales. El énfasis en la asimetría de la relación entre los países subdesarrollados respecto de los centrales primó sobre las tesis desarrollistas. América Latina fungía como reserva de alimentos y materias primas, con destino a los centros industriales beneficiados de su consumo. El tiempo agigantaba las desigualdades y retroalimentaba el circuito. La dependencia consagraba la primacía de los centros de poder y decisión sobre las naciones atrasadas.
Dos instituciones, insospechadas de albergar savia revolucionaria en las venas, fueron receptivas a los influjos de la época. La Iglesia católica se encontraba asociada a los sectores explotadores más retrógrados del continente. Una prolongada trayectoria histórica la situaba proveyendo sustento material e ideológico a terratenientes y dictadores de variada raigambre conservadora. Así, Manuel González Prada había caracterizado, a finales del siglo XIX, “la triada embrutecedora del indio”, donde el sacerdote acompañaba tanto al hacendado como al político local. Todavía en 1937, el Arzobispado de Lima pontificaba en una pastoral: “La pobreza es el camino más cierto hacia la felicidad humana. Solo el Estado que triunfe en hacer apreciar al pobre los tesoros espirituales de la pobreza puede resolver sus problemas sociales” (Gall, 1970: 48, citado por Cotler, 2005: 275). Pero durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, conforme se verificaban transformaciones en la concepción eclesiástica a partir de la Doctrina Social de la Iglesia, el clero peruano adoptó una actitud diferente.
A partir de la década de 1950, se destacaron sectores eclesiásticos preocupados por conciliar su vocación espiritual con la transformación del mundo. La llegada de sacerdotes europeos difuminó las nuevas ideas dentro de los ámbitos de sociabilidad de la acción católica. Los “Cursillos de Cristiandad”, impartidos a los oficiales del ejército, expandieron su repercusión. Así emergieron comunidades eclesiales de base, rurales y urbanas, guiadas por sacerdotes que entendían la salvación como asunto concerniente “al reino de este mundo”. Los requerimientos del trabajo pastoral los conectaron con las circunstancias cotidianas de las clases trabajadoras. Y la obscena injusticia del racismo, la explotación y la miseria sublevó la conciencia de una nueva generación de prelados. Una lacerante paradoja atormentaba sus ministerios:
¿Cómo hablar de un Dios que se revela como amor cuando vivimos una realidad caracterizada por la miseria y la opresión? ¿Cómo proclamar al Dios de la vida ante los hombres y mujeres que mueren prematura e injustamente? ¿Cómo admitir que Dios nos concede el don del amor y la justicia cuando vemos el sufrimiento de los inocentes? (Gutiérrez, 2011: XIV).
La idea que subyace a las palabras de Gustavo Gutiérrez, teólogo emblemático de este movimiento, representa la inquietud que desvelaba a los hombres de fe comprometidos con sus comunidades. Cualquier indagación religiosa contrastaba con un impacto primordial: “El escándalo que significaba una situación de pobreza en un continente que se consideraba cristiano… en ese continente cristiano, hay una inmensa parte de la población que vivía en condiciones inhumanas y anticristianas” (Gutiérrez, 2011). La realidad social configura un primer momento de reflexión y sentimiento en comunión: compartir el sufrimiento y las privaciones de esas masas dolientes, junto con su anhelo de justicia. A partir de allí, un segundo momento de apropiación crítica y de perspectiva transformadora se abriría camino entre las urgencias de la cotidianidad: aquella que Gutiérrez identifica como reflexión teológica liberadora.
La crisis política y económica que afectaba al país motivó reuniones y declaraciones de sacerdotes, preocupados por la situación de las clases populares. Una sociedad, caracterizada por abismales diferencias, replicaba, dentro de las intrínsecas peculiaridades del fenómeno religioso, análogos precipicios. Y, como remarcará Gutiérrez, a la experiencia de Dios se accede a partir del contexto histórico social y personal de cada individuo. La formación y la organización conformaban el horizonte propicio para el enfrentamiento con las clases dominantes, abanderadas del pecado colectivo. A partir de allí se formó la Oficina Nacional de Información Social (ONIS). Su momento fundacional puede ubicarse en marzo de 1968. En la localidad de Cieneguilla, cerca de Lima, se produjo el encuentro entre el obispo de Cajamarca, sesenta sacerdotes, misioneros extranjeros y laicos, con el objeto de discutir la realidad del Perú. Producto de las deliberaciones se redactó la Declaración de los sacerdotes peruanos. Con la utilización de estadísticas oficiales como soporte, la declaración denunciaba la realidad de pobreza que asolaba a la mayoría de la población. La estructura agraria, la entrega del patrimonio nacional a los consorcios trasnacionales y la corrupción desembozada imperaban sobre el Perú.
Semejante diagnóstico implicaba, a su vez, tender un puente hacia corrientes de pensamiento tradicionalmente concebidas como antagónicas, el marxismo en primer lugar. Los futuros sepultureros de la burguesía podían ser identificados con los bienaventurados detentadores de los dones del reino de los cielos. Las similitudes entre las teleologías del desarrollo histórico cobraron relevancia. Tomar el cielo por asalto consagraba, para unos, el decurso de una historia entronizada en la segunda venida del hijo del hombre, y el día del juicio final sucedáneo. El misterio de la resurrección de la carne cuestionaba la noción de lo imposible como impedimento concreto de ejercer agencia transformadora. El milagro de la resurrección de Cristo asociaba la fe religiosa con el anhelo justiciero de inversión del orden del mundo. Sobre las implicancias milenaristas que emergen de dichos postulados abundarán páginas subsiguientes. La “opción preferencial por los pobres” cobró impulso en el seno de las iglesias latinoamericanas, alcanzando expresión consumada en el Concilio de Medellín de 1968, cuyo corolario alcanzaría sesgo definido a través de la teología de la liberación, que acompañaría la activación revolucionaria característica de esos años (Cotler, 2005; Smith, 1994).
Las fuerzas armadas constituyeron otro sector involucrado en las disyuntivas de la época. La especificidad peruana reside en la fundación, en 1953, del Centro de Altos Estudios Militares (CAEM). De este se derivó una concepción de la defensa nacional que trascendía las cuestiones meramente militares. En su clásico estudio sobre la formación social peruana, Julio Cotler (2005: 285) analiza las determinaciones que condicionaban el pensamiento de los mandos del ejército peruano. Los imperativos de la Guerra Fría, y la defensa frente al avance del comunismo, desplazaron las hipótesis de conflicto centradas en los países limítrofes, en particular el revanchismo respecto a Chile luego de la derrota en la Guerra del Pacífico (1879-1883). La asociación privilegiada con los Estados Unidos a través del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), suscripto en 1947 en Río de Janeiro, permitió acceder a la instrucción y al equipamiento militar moderno. Sin embargo, afrontar el nuevo contexto traía aparejado adoptar un enfoque acorde a la magnitud de los inminentes desafíos:
La guerra revolucionaria es universal, ella avanza cada día, una pulgada o un kilómetro, en todos los países del mundo. En el Perú también. Es una guerra tan temible, o más temible, que una guerra nuclear. Ella amenaza los cimientos mismos de la civilización occidental y cristiana y la obra de tantos siglos. En pocos años ha sumido en la esclavitud espiritual a 220 millones de rusos y a 600 millones de chinos y ella no descansa: su objetivo es la humanidad entera y ningún tratado ni ningún acuerdo, lograrán que su doctrina renuncie a la conquista del mundo (Gallegos, 1960: 18-20, citado por Cotler, 2005: 289).
Semejante enemigo debía ser evaluado en función de peculiaridades específicas. Combatirlo requería una estrategia centralizada y organizada en forma piramidal. La formación de los cuadros castrenses que iban a emprender el combate no podía quedar librada a las cambiantes coyunturas nacionales. Los manuales de historia militar, estrategias de batalla, logística y movimiento de tropas regulares poco aportaban en función del enfrentamiento en ciernes. Desde los albores de la Guerra Fría, estaba claro desde dónde debían partir las directivas centrales contra la infiltración comunista. La Escuela de las Américas, fundada en 1946, estuvo asentada desde 1964 en el Canal de Panamá, y cumplió la finalidad de instruir en los lineamientos del combate contra insurgente a destacados oficiales de los ejércitos latinoamericanos. Entre ellos se destacaron el futuro general Juan Velasco Alvarado y Rómulo Gallegos, teórico del CAEM:
Si se pretende luchar en forma clásica contra una guerra subversiva, el mejor ejército será destruido invariablemente y un día el enemigo, subterráneo e invisible, explosionará por todas partes, por sorpresa y antes que se puedan apuntar los cañones o desplazar las columnas, las masas populares serán dueñas del poder y por la fuerza y el terror, sumirán en la esclavitud espiritual a aquellos que no fueron ganados por la doctrina comunista (Gallegos, 1960: 18-20).
Ante un desenlace, tan ominoso como amenazante, urgía precisar mecanismos de defensa. El carácter real del enemigo, capaz de explosionar dispositivos militares adiestrados y modernos, surgió como incógnita por develar. A partir de enero de 1959 encontrar respuesta se tornó acuciante. Quiénes eran esas masas populares, hacia quiénes se proyectaba un poder de tamaña letalidad, desveló las pesadillas de calificados cuadros castrenses. La necesidad de emprender un análisis general de la situación nacional y su grado de desarrollo potencial devino imperativa. Desde el CAEM se llevó adelante un balance detallado. Las conclusiones fueron elocuentes: “La triste y desesperante realidad es que en el Perú el poder real no se encuentra en el Poder Ejecutivo, Legislativo, Judicial o electoral, sino en los latifundistas, exportadores, banqueros y en las compañías norteamericanas” (Villanueva, 1972: 87).
Los resultados condujeron a la adopción de una tónica desarrollista en el seno del ejército. Y aunque el auspicio político y económico de la Alianza para el Progreso prometía encarar soluciones de fondo para superar el subdesarrollo, las dificultades y el pronto fracaso de las reformas impulsaron, a su vez, a crecientes sectores al estudio de la dependencia como factor causal. De esta suerte, una facción, que encontraba las causas del atraso en la dominación oligárquica y en la dependencia externa, se erigió en el seno del ejército peruano. Sustraer a las masas populares de la atracción ejercida por ideas disolventes de la nacionalidad y la autoridad del Estado requería emprender acciones decisivas. Mejorar condiciones de vida, extirpar la pobreza y la opresión consuetudinaria de amplios segmentos de la población significaba a su vez proveer a la defensa nacional, ultima ratio de la institución militar.
El surgimiento de focos guerrilleros en áreas rurales de la sierra acrecentó estas prevenciones. La victoria rasante de las fuerzas armadas apenas encubrió la coincidencia entre vencedores y vencidos respecto a las causas estructurales del enfrentamiento. Mayor relevancia adquirió la movilización campesina en los valles subtropicales de La Convención y Lares. Liderados por Hugo Blanco, dirigente trotskista formado en Argentina, los campesinos arrendires pusieron en jaque la economía terrateniente a través de un amplio movimiento huelguístico, que incluyó estrategias de doble poder y de abierto desafío a las autoridades regionales. La represión desencadenada abortó dicho movimiento y encarceló a sus líderes, pero fue incapaz de restablecer el orden tradicional en la región. Las elecciones presidenciales de 1963 generaron la expectativa, en amplios segmentos sociales (que incluían al ejército), de un programa trascendente de reformas. La victoria de Belaúnde Terry, de la emergente coalición progresista Acción Popular, representó el triunfo inicial de un extendido anhelo popular. Sin embargo, los términos ajustados de la victoria electoral, y la alianza entre las fuerzas de oposición (compuestas por el oligárquico Unión Nacional Odriista [UNO], encabezado por el exdictador Manuel Odría y sus antiguos enemigos del APRA, ya extirpados sus componentes ideológicos antimperialistas y liberadores), mantuvo mayoría en el Parlamento. Dicho predominio constituyó la herramienta propicia para obstaculizar la acción del nuevo gobierno. A su vez, la compleja negociación emprendida con la International Petroleum Company (IPC), por los términos abusivos de un anacrónico contrato, desembocó en un connotado escándalo internacional (Cotler, 2005; Hernández, 2017). La parálisis legislativa y el empantanamiento de las reformas emprendidas por el gobierno de Belaúnde Terry, expresión local del desarrollismo, terminó por disipar el respeto menguante en el sistema democrático. Las condiciones que propiciarían el golpe de Estado y el gobierno revolucionario de las fuerzas armadas se concretarían el 3 de octubre de 1968.
El arte pop
Semejante conmoción en el mundo de las ideas, la política y la economía debía encontrar, a su vez, correlato en las artes. En las metrópolis capitalistas expresó sus propias tensiones. La proliferante producción artística significó la traducción directa de los años dorados de la posguerra. Tanto en los Estados Unidos como en Europa occidental se verificaron sus efectos. El estado de bienestar y la sociedad del pleno empleo generaron recursos susceptibles de ser canalizados hacia la expresión cultural, y la revolución tecnológica en los medios de comunicación la dispuso al alcance de todos los hogares (Hobsbawm, 1998).
El campo de las artes disponía de autonomía y reglas de funcionamiento propias. En su seno se debatían fuerzas contrapuestas. El expresionismo abstracto regía las determinaciones fundamentales del quehacer artístico y acaparaba exposiciones y muestras. La inclusión en el ámbito académico acompañó dicha tendencia. Quienes militaban un arte vinculado a lo real cotidiano de la existencia quedaban colocados del otro lado de la grieta fundacional. Fuera de las mediaciones institucionales y los circuitos mejor referenciados, su práctica adoptó un compromiso herético y disruptivo. Según Arthur Danto, esta división “tenía una intensidad casi teológica, y en otro estadio de la civilización ciertamente ellos podrían haberse quemado en las piras” (1995: 65). En esa identificación dicotómica se dirimía el conflicto del espectro artístico.
El contexto novedoso de la posguerra transformó su carácter y significado. Hasta los reductos de elite del tipo tradicional fueron permeados por las lógicas de la sociedad de masas. La renovación subsiguiente se asentaba en un hecho incontrastable:
A partir de los años sesenta las imágenes que acompañaban a los seres humanos en el mundo occidental –y de forma creciente en las zonas urbanas del tercer mundo– desde su nacimiento hasta su muerte eran las que anunciaban o implicaban consumo, o las dedicadas al entretenimiento comercial de masas. […] Las palabras que dominaban las sociedades de consumo occidentales ya no eran las palabras de los libros sagrados, ni tampoco las de los escritores laicos, sino las marcas de cualquier cosa que pudiera comprarse (Hobsbawm, 1998: 507).
El triunfo universal de la sociedad de consumo consagró la primacía de la imagen publicitaria sobre el arte tradicional. Las trampas visuales de la exhortación al consumo constituyeron el objeto del naciente pop-art. Sus principales cultores (Andy Warhol, Roy Lichtenstein y Claes Oldenburg, entre otros), reprodujeron, resignificando, los iconos de la cultura de masas: el ejemplo de las sopas Campbell o el rostro de Marilyn Monroe son elocuentes muestras de esta tendencia. En consecuencia, el surgimiento del pop-art puede ser entendido como el resultado del arte popular urbano, modelado por la publicidad y con escaso sentido crítico (Lucie Smith, 2000: 223).
Confluyen, siguiendo a este autor, elementos característicos de la vida en las megalópolis modernas. Entre la moda, la democracia y la máquina surge la arcilla, que otorga sustancia a la cultura pop. Detentada en forma inicial por las clases dominantes, la moda fue filtrando sus influjos hacia los segmentos inferiores de la pirámide social. Dicho proceso otorgó una masividad que contrastó con la pérdida de exclusividad y “estilo”, que constituían sus marcas de origen. La emergencia de la máquina conllevó la exigencia de producción en cantidad como forma de sustentabilidad económica. Al multiplicar el dinero y el tiempo libre, trastocó la lógica de conservación de los bienes, a favor del goce instantáneo del producto adquirido:
Las cosas se pasaban de moda con mucha más rapidez que la que se gastaban. La moda aceleró el proceso de sustituir, y ayudó a mantener la industria en funcionamiento. Al mismo tiempo el proceso de democratización condujo al sentimiento de que todo el mundo tiene derecho a ser elegante si lo desea (Lucie-Smith, 2000: 230).
Ante el expansivo horizonte de la satisfacción garantizada, y con el cielo como límite, se deificó el nuevo absoluto, bajo el pulgar de lo momentáneo. La obsolescencia acelerada de los deseos y las cosas invadió percepciones y sentidos. Una obra de pop-art era admirada y desechada con idéntica velocidad. El debate respecto a su naturaleza condujo al planteo de origen en torno a lo visual. La noción del arte como representación, escindida de lo real-funcional de un objeto determinado, recibió el cuestionamiento colorido y dinámico del pop-art: “Fue como si los artistas empezaran a cerrar la brecha entre arte y realidad”, apunta Arthur Danto (1995: 66). Un artefacto podía convertirse en una obra de arte, aunque no dejara de existir como artefacto.
Bajo los efectos de dicha simbiosis mimética despunta el verdadero carácter del pop-art. Los emblemas de la cultura popular devenidos en arte representaban la consumación de un fenómeno “transfigurativo”. El concepto, proveniente de la religión, designa la adoración de los aspectos ordinarios de la existencia, elevando la rutina cotidiana al altar de la divinidad. En el caso del arte pop, se advierte al haber convertido los símbolos del día a día de la gente común en objetos de arte refinado. Pero como fenómeno en esencia estadounidense, representaba también el afán de las personas “de a pie” de vivir su vida tal como les había sido dada. Ni paraísos distantes ni utopías atemporales encontraban lugar en esta construcción. La redención equivalía, antes que a una finalidad trascendente, al colorido indiferenciado del carro del supermercado. El parnaso del círculo artístico veía sus fronteras desmoronarse ante el avance de la sociedad de consumo. Pero ante su expansiva potencialidad, ante el ímpetu exportador de sus manifestaciones, dejaba un generoso campo de transformación al arraigar en contextos diferentes. Las líneas que siguen abordan esta suerte de “transfiguración dentro de la transfiguración” propia de su aplicación en tierra peruana.
De Warhol a Tupac Amarú
El 24 de junio de 1969, Velasco Alvarado proclamó “Campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza”, al anunciar la promulgación del decreto ley de reforma agraria. La ley establecía la cancelación del latifundio y del minifundio, planteando su sustitución por un régimen de tenencia de la tierra que garantice la pequeña y mediana propiedad. A su vez, implicaba proteger la unidad de explotación económica a favor de un régimen de cooperativas. La ley limitaba el derecho a la propiedad de la tierra, basándose en el principio normativo que la tierra debe ser de quien la trabaja, en detrimento de quienes deducían de ella algún tipo de renta fundiaria. Destinatarios directos de la ley eran las comunidades indígenas y los colonos de hacienda, que encontraban reivindicación luego de siglos de opresión económica y racismo explícito.
La difusión de la reforma agraria estuvo a cargo de un grupo de artistas y diseñadores encabezados por Jesús Ruiz Durand.[1] El recurso seleccionado a tal fin consistió en la serie de afiches que constituiría su sello distintivo. Diversas influencias europeas, fundamentalmente la propaganda soviética –encarnada en publicistas como Aleksandr Ródchenko y Vladímir Mayakovski– y el arte cinético, además de la utilización intensa de la cartelística realizada por los aparatos estatales de propaganda de la Revolución cubana, fungían como precedentes. En un escrito Durand (1987: 17) bautizará, en forma retrospectiva, este conjunto de obras con el nombre de “pop achorado”. El término aludía a las masas destinatarias, que conformaban un crisol de mestizaje de urbanización reciente. Su periodo de mayor dinamismo correspondió a los inicios del gobierno de Velasco, entre 1969 y 1971. A los recursos visuales y estilísticos del arte pop en boga en los Estados Unidos adicionaba motivos tradicionales del campesino andino, reivindicando su cultura y tradición de resistencia ancestrales. La reforma agraria simbolizaba la vitalidad del mito y la utopía andina, que resurgían victoriosas tras siglos de opresión.
Respecto de la naturaleza del pop achorado, se han destacado fundamentalmente dos líneas de interpretación, que reproducen con variaciones mínimas debates históricos de la formación económico-social peruana. La primera (Mariátegui, 2012; Flores Galindo, 2005) enfatiza las condiciones de explotación padecida por los indios, el racismo y el encubrimiento cultural vigentes desde la llegada de los europeos. El predominio demográfico, la identidad y vocación rebelde de mujeres y hombres andinos mantienen latente la utopía de inversión del orden del mundo. El mito de Inkarri expresa, en este sentido, la rearticulación de los miembros enterrados en regiones distantes en torno a la cabeza del inca. La resurrección del indio constituye un destino trascendente que, en momentos históricos específicos, concitó expectativas de transformación social. El pensamiento de Mariátegui durante la conflictiva década de 1920, o las reformas de Velasco, ilustrarían esta tendencia.
La impugnación a dicho enfoque resalta la apropiación de temáticas indígenas por parte de grupos urbanos blancos o mestizos (Vargas Llosa, 1996; Saintoul, 1988). En su confrontación con los sectores dominantes, la figura del indio es instrumentada en beneficio de sectores distintos al campesino andino. El pop achorado expresa, siguiendo estos lineamientos, los intereses de artistas e intelectuales incluidos dentro de las mediaciones institucionales de un Estado que se pretende transformador. Las influencias, recursos y estrategias de difusión pertenecen a un mundo inaccesible para el indio, que tampoco participa como consumidor del mercado ideológico-cultural en que el pop achorado se inscribe. Idealizado en forma artificiosa y estilizado sobre la base de cánones ajenos, el indio continúa hablado, o graficado, por otros.
La crítica cultural de Marta Traba (1973) se diferencia de los enfoques anteriores, y cuestiona las condiciones materiales dentro de las cuales se desenvuelve la recepción latinoamericana del arte pop. En tanto producto de las sociedades del mundo desarrollado, el arte pop posee una fisonomía definida. A pesar de la avidez, característica de la cultura latinoamericana, por asimilar las creaciones provenientes de las metrópolis, Traba encuentra diferencias irreconciliables. En primer lugar, tanto las técnicas como los materiales utilizados en los Estados Unidos denotan la opulencia económica de las sociedades del bienestar. Al sur de la frontera, la adaptación de los recursos por parte de los artistas latinoamericanos contrasta por su liberalidad y despreocupación. Por otra parte, es claro desde dónde emana la originalidad de una manifestación artística, y desde dónde su afán de imitación. Por consiguiente, el pop art latinoamericano representa un reflejo degradado de la dominación estadounidense. Según Traba, el carácter individual de la apropiación artística constituirá una marca indeleble del pop art latinoamericano. La excepción residirá en las técnicas impresas de tiraje masivo, como la serigrafía. La cartelística revolucionaria cubana constituyó su ejemplo connotado.
Desde la concepción del presente texto se concede la disparidad existente entre sistema de producción y consumo, y la subordinación de su referente –el indio– a los dictados del primero. Pero considera que el planteo binario de tinte esencialista niega el proceso en que las culturas interactúan entre sí. Siguiendo a Danto, si en el terreno del arte planteamos el ya referido concepto de transfiguración, en el campo cultural y político de la sociedad peruana preferimos trasladar el eje hacia el término “transculturación”. Teorizado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz a partir de la década de 1940, será retomado por el crítico cultural uruguayo Ángel Rama. El concepto “revela resistencia a considerar la cultura propia, tradicional, que recibe el impacto externo que habrá de modificarla, como una entidad meramente pasiva o inclusive inferior, destinada a las mayores pérdidas, sin ninguna clase de respuesta creadora” (Rama, 2008: 53). La transculturación permite develar la idiosincrasia de una cultura, valorizando las respuestas que conjugan las creencias y costumbres ancestrales con las innovaciones externas. El concepto permite reflexionar la transformación conflictiva y constante de la cultura original, sin perder la capacidad de expresar su tradición singular. De acuerdo con la postura del crítico uruguayo, se realiza un proceso de selección, en el seno del cual se revelan elementos, en ocasiones ocultos, que permiten redescubrir aspectos de la cultura receptora.
Desde este punto de vista, puede enjuiciarse la adaptación del pop como mero reflejo de la subordinación cultural. La cultura latinoamericana ofrecía ejemplos autóctonos proclives a la reformulación en términos de reivindicación ideológica. El muralismo mexicano se erigía como un antecedente privilegiado, a favor de una proximidad intelectual innegable. Los historiadores (o científicos sociales en general) tienden a emocionarse al rastrear líneas de continuidades. Manifestaciones artísticas, revistas culturales o publicaciones políticas justifican seguimientos cuya síntesis culmina en el posdoctorado, tras profusas presentaciones susceptibles de acreditación. La acción política suele gozar de menores licencias temporales. La relación de fuerzas, las coyunturas momentáneas, los análisis concretos de situaciones concretas, determinan las evaluaciones erradas o acertadas que conducen a cada decisión. El propio Ruiz Durand se encarga de precisar las condiciones de producción que engendraron el pop achorado:
En esa época el pop estadounidense e inglés era nuestro pan de cada día, era el arte que consumíamos, y con voracidad. En ese contexto fue que se me encargó lo de los afiches, y recuerdo que tenía muy claro la idea de que esos afiches demandaban un mensaje urgente, inmediato, entusiasta. Yo no tenía tiempo de elaborar demasiadas ideas: simplemente se trataba de pensar que eran afiches para la calle, rústicos, de gran tiraje. […] Así fue que recurrí a imágenes de colores planos, capaces de comunicar a pesar de la agresión del clima; capaces de ser impresas con la tecnología más precaria. Pero había algo aún más importante. Dicha técnica me permitía utilizar imágenes documentadas en el campo: todos los afiches fueron basados en fotos que yo tomaba de los campesinos en su propio contexto, redibujadas luego a mano como si fueran historietas (Ruiz Durand, 1987: 17).
En este sentido, el pop achorado imita la adoración de lo cotidiano, característico de su par estadounidense. El colorido estridente de sus afiches remite a situaciones ordinarias de la vida del campesino andino. Escenas del quehacer diario, instrumentos de labranza y acopio, rostros anónimos, vestimenta y vivienda típica son reflejados con profusión de detalles. La difusión de su soporte visual intentó, a escala peruana, homologar la masividad obtenida por sus pares norteamericanos. Coexiste, en este punto, una tensión adicional respecto a su circulación. Aunque los referentes y los motivos refirieran a escenas de la vida campesina, el público al que se encontraban destinados residía en ámbitos urbanos. Las imágenes acicateaban el imaginario popular sobre el sujeto andino. Por supuesto, la finalidad política justificaba el propósito. El Perú había dejado de ser el país caracterizado por la separación tajante entre la costa urbana y la sierra rural. Décadas de creciente reivindicación y lucha por la tierra, la interpelación a sectores sociales no susceptibles de caracterización racial dicotómica blanco-indio y la ampliación de horizontes a escala nacional y regional conferían sentido político a la difusión del pop achorado.
La masividad, los recursos estilísticos y la adoración de la vida cotidiana reflejaban los influjos del arte pop propios de su lugar de origen. Sin embargo, la versión peruana difirió en un aspecto crucial. La sociedad de bienestar y consumo proyectaba el disfrute de lo momentáneo como referencia temporal. Y en ese presente perpetuo se consumaba su destino. Un individuo concebido como unidad de consumo, fragmentado y escindido de cualquier formulación colectiva, constituía su destinatario. Aún sumido en un ritmo acelerado de modernización, en el Perú, el pasado constituía un elemento imposible de soslayar a la hora de transformar el presente. El horizonte utópico conformaba un elemento arraigado en la tradición intelectual y política de la nación. Desde las rebeliones coloniales y las luchas independentistas hasta el socialismo en clave latinoamericana de Mariátegui, la utopía acompañaba proyectos políticos y aspiraciones colectivas de transformación social:
Las utopías, narraciones imaginarias de una realidad social imposible, en cuya trama se esboza un horizonte de redención humana que contrasta con los límites de la utopía, poseen, para el análisis del discurso político, una entidad especial, que no se agota en el señalamiento de su carácter ilusorio (Fernández Nadal, 2000: 54).
Esa entidad especial encuentra cimiento en el desplazamiento del significado. En la acepción corriente “utopía” e “imposible” son sinónimos que designan ideas que jamás podrán realizarse. Desligadas del acontecer cotidiano, cuanto más inverosímiles, mejor se ajustan a la definición precedente. A diferencia de otros conceptos, de “utopía” disponemos de su partida de nacimiento. Nació en 1516, fecha de publicación de un libro de Tomás Moro con idéntico título. A partir de allí adquiriría un perfil definido. Sus cultores combinarían en sus textos tres rasgos fundamentales: la construcción imaginaria ausente de referencias a situaciones puntuales concretas; la representación global y totalizante de la sociedad y el desarrollo de planteos a través de la vida cotidiana. Un vasto fragmento tan metódico como ficticio de un territorio determinado cuya descripción alcanzaba costumbres, la forma de sus calles y la cotidianeidad del día a día (Flores Galindo, 2005). Un espacio de fronteras permeables entre realidad y ficción cobraba forma. Pronto devino en género contestatario, que expresaba la inconformidad ante el presente a través de la construcción de una sociedad fuera de la historia y sin lugar geográfico preciso.
Fernández Nadal (2000) distingue dos niveles de análisis para abordar la trasposición entre imaginación y crítica social. El primero alude a un punto de partida, una sociedad existente, concreta y conocida por todos. Allí se centra la crítica de lo real. El segundo refiere a un punto de llegada, el no-lugar que da nombre al concepto. En él se erige el desarrollo de una sociedad imaginada pero verosímil, “una irresponsable licencia de la imaginación”, al decir de Jorge Luis Borges. Por consiguiente, la dimensión ideológica enunciada a través del relato utópico adquiere entidad para relacionarse con las condiciones concretas del contexto en que es producido. El discurso (o las imágenes, como en este caso) revela su capacidad de actuar sobre lo real, constituyéndose en palabra creadora y confiriendo vida a lo que enuncia.
La historia del Perú prodigaba razones sobre las que erigir la crítica de lo real. La brutal injusticia de la conquista cimentó una sociedad caracterizada por profundos desequilibrios. El sistema de encomiendas y la mita minera sancionaron los pilares del despojo de la tierra y la coerción extraeconómica a través del régimen de servidumbre. El ordenamiento jurídico deslindó las repúblicas de españoles e indios. El racismo estructuró relaciones sociales en función de la valoración de una superioridad innata. El vértice blanco/español descendía hacia un sistema de castas ligado por vínculos de violencia y explotación (Quijano, 2000). Un universo de mestizos rebotaba entre múltiples desprecios. Resistencias y rebeliones en diversas escalas naufragaron en sangre insurrecta. La República profundizó las asimetrías. Las postrimerías del siglo XIX actualizaron los términos de la cuestión nacional. El siglo XX transcurrió en el seno de conflictos que combinaron novedosos y antiguos elementos. Procesos abigarrados de modernización transformaron la sociedad sin eliminar sus antagonismos primordiales (Cotler, 2005; Flores Galindo, 2005).
El cataclismo de la conquista resignificó conceptos claves de la cultura vencida. Siguiendo a Alberto Flores Galindo, uno de ellos fue la noción de “pachacuti”, entendida como “inversión del orden del mundo”. A diferencia de la dominación política, la cultura revelaría una extraordinaria capacidad de resistencia a la opresión colonial:
La utopía andina es los proyectos (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad. Intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto la dependencia como la fragmentación. Buscar una alternativa en el encuentro entre la memoria y lo imaginario. Encontrar en la reedificación del pasado la solución a los problemas de identidad (Flores Galindo, 2005: 44).
El sustrato histórico donde se asentaron dichos proyectos residió en invertir los roles entre dominados y dominadores. Diversas influencias modelaron el transcurso duradero de su desarrollo. El milenarismo traído por monjes europeos proporcionó una linealidad teleológica al decurso histórico. La segunda edad de los hombres (la edad del hijo en la concepción católica) eclosionaría en una tercera edad (la del espíritu santo), donde los vencidos y los infelices encontrarían justicia redentora. Ninguno de los investigadores del tema (Imbelloni, 1976; Flores Galindo, 2005) relativiza la influencia de las cosmovisiones guaraníes concernientes a la búsqueda de “la tierra sin mal”. El mito originario daba lugar a la utopía. Las atrocidades de la dominación española confirieron nuevos sentidos al pasado incaico. Así devino en alternativa al presente:
Este es un rasgo distintivo de la utopía andina. La ciudad ideal no queda fuera de la historia o remotamente al inicio de los tiempos. Por el contrario, es un acontecimiento histórico. Ha existido. Tiene un nombre: el Tawantinsuyu. Unos gobernantes: los Incas. Una capital: el Cuzco. El contenido que guarda esta construcción ha sido cambiado para imaginar un reino sin hambre, sin explotación y donde los hombres andinos vuelven a gobernar. El fin del desorden y la obscuridad. Inca significa idea o principio ordenador (Flores Galindo, 2005: 46).
El punto de llegada, por consiguiente, constituyó el producto de una dilatada elaboración colectiva. Flores Galindo concluye sugiriendo los elementos que componen la utopía del retorno del inca. La noción cristiana de resurrección de la carne concurre en este sentido. La cabeza decapitada del último inca aguarda oculta la reunificación con los restantes órganos desmembrados y dispersos. Sin duda el destino del rebelde José Gabriel Condorcanqui, o Túpac Amaru II, se integra en el seno de dicha representación, generosamente incluida en relatos transmitidos en forma oral, dramatizaciones y alegorías populares. Uno de los más renombrados afiches de Ruiz Durand, centrado en la figura del curaca andino, contiene la profundidad del destino de liberación manifiesto: “190 años después, Túpac Amaru está ganando la guerra.” El rostro, enhiesto y orgulloso, con un haz de colores que convergen como rayos sobre él, representa al líder capaz de enfrentar al poderoso opresor.
De esta manera, el horizonte utópico subvirtió la temporalidad pasatista y momentánea del pop. Los afiches de Durand invocaban un pasado que regresaba al presente, para a su vez proyectarlo hacia el futuro. La invocación de la figura de Túpac Amaru II, emergiendo triunfante de la opresión, y la reformulación del antiguo mito de Inkarri, con sus miembros rearticulados, concurren en esta dirección. Campesinos y obreros, indios y mestizos, marchaban unidos hacia un horizonte irredento de justicia. Un gobierno militar, que se concebía a sí mismo como agente necesario de justicia social, asumía la función revolucionaria. Artistas e intelectuales peruanos consideraron al arte como una herramienta de participación en las enconadas luchas políticas de su tiempo.
Conclusión
El orden internacional que surgió de las ruinas provocadas por la Segunda Guerra Mundial adquirió características definidas. En el periodo de posguerra el mundo se polarizó y la división en bloques hostiles, liderados por Estados Unidos y la Unión Soviética, demarcó un tenso equilibrio geopolítico signado por arsenales nucleares capaces de destrucción a escala planetaria. Ante la perentoria amenaza que suponía un enfrentamiento directo entre ambos contendientes, los focos de conflicto se trasladaron hacia las áreas del denominado “tercer mundo”, donde los lineamientos del nuevo orden confluirían con antiguos conflictos dotados de dinámicas regionales o nacionales. En América Latina, el triunfo de la Revolución cubana inauguró un periodo de excepcional conflictividad social, que involucró vastos sectores acicateados por el anhelo profundo de una sociedad igualitaria.
Pronto se produjo el reflujo de aquellos “14 años prodigiosos”, como los denomina Claudia Gilman. Una noche oscura de dictaduras militares sanguinarias anegaría la mayor parte del continente. Presa de sus contradicciones internas, y carente de un apoyo popular que nunca llegó a transformarse en sostén, la revolución nacional peruana languideció junto con su líder. Un país caótico y resquebrajado se aprestaba a iniciar un recorrido jalonado por crisis y tragedias de magnitudes impredecibles. Los artistas que acompañaron este proceso partieron desde la afirmación del arte como herramienta de lucha política. Sumidos en los cánones artísticos de su tiempo, supieron nutrirse de una tradición de pensamiento, de largo arraigo en la intelectualidad peruana, receptiva con lo ecuménico, pero permeable ante los influjos locales. De esta forma fue recibido el pop art proveniente de la metrópoli. La subversión de su noción temporal y su individualismo extremo constituyó la cristalización propia de una cultura dotada de la capacidad de reformular influjos externos y crear a través de estos nuevos valores y significados.
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- Jesús Ruiz Durand nació en 1940 en Huancavelica. Cursó sus estudios en la Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú. Integraba, junto con otros artistas e intelectuales peruanos, el equipo de trabajo de la Dirección de Difusión de la Reforma Agraria, dependiente del Sistema Nacional de Apoyo para la Movilización Social (SINAMOS). En su equipo de trabajo se destacaban los aportes de José Bracamonte, Emilio Hernández Saavedra, Carlos González y Ciro Palacios. La fotomecánica y la gráfica offset constituían el soporte técnico primordial de sus producciones.↵