Hugo Costarelli Brandi
–“¿Sabes?… cuando uno está verdaderamente triste son agradables las puestas de sol…
– ¿Estabas, pues, verdaderamente triste el día de las cuarenta y tres veces?
El Principito no respondió”.[1]
Tristeza y depresión
A lo largo de la historia algunas épocas han quedado asociadas no sólo a grandes logros sino también a particulares enfermedades las que, sea por su peligrosidad, sea por su difusión, han alcanzado una importante visibilidad. En tal sentido, la OMS ha indicado no hace mucho que una de las dolencias de nuestra época, a la que llamó la enfermedad del siglo, es la depresión. En efecto, es conocida la información que estima en 350 millones al número de personas afectadas mundialmente por esta enfermedad. De hecho, esta organización “predijo que esta situación sería peor para el 2020, llegando a ser la depresión la segunda mayor causa de discapacidad mundial”.[2]
Son muchos los motivos que pueden aducirse en torno a esta enfermedad, que van desde factores ambientales como el clima y la alimentación, pasando por los somáticos, hasta los sociales y personales como el narcisismo o el individualismo.[3] Sin embargo, más allá de los análisis eruditos que puedan hacerse en este sentido, lo cierto es que hay un elemento que subyace a este tipo de enfermedad, una constante que si bien es uno de sus efectos más conocidos, es también su origen. Me refiero con ello a la pasión de la tristeza.
Nacida en la mirada de los Padres como una consecuencia de la Falta Original,[4] la tristitia (λύπη) puede constituir,[5] junto a las demás pasiones, una enfermedad espiritual que importa en su dýnamis a esta enfermedad psicológica: “la que hoy día se llama depresión deriva en gran medida de estas dos enfermedades espirituales (la tristeza y la acedia)”.[6] Es sabido cómo una tristeza profunda suele ser motor de este tipo de enfermedad: “En la actualidad, los psiquiatras afirman que son muchas las depresiones que se desencadenan a partir del descubrimiento de una enfermedad. Por ejemplo, muchas enfermas de cáncer necesitan de la ayuda de un psicólogo […para…] aceptar su situación y a convivir con ella”.[7]
Ahora bien, ¿qué es en definitiva esta pasión?, y mejor aún, ¿cuál es su posible curación? Sobre este punto los Padres griegos han abundado con gran profundidad.[8] Sin embargo, al llegar el siglo XIII, particularmente con la revalorización de Aristóteles, algunos pensadores hicieron una singular lectura de esta pasión, una que asume al Estagirita en la perspectiva patrística pero sin ser propiamente ni una ni la otra. Tal es el caso de Tomás de Aquino.
Su tratado sobre las pasiones, transido de una mirada original,[9] aborda la tristeza de modo principal en la I-II, qq. 35 a 39. Allí propone no sólo una visión completa de esta pasión sino también una terapéutica integral que ofrece tanto un conjunto de remedios naturales cuanto una cura más estable como aquella que logra el hábito bueno.
Es en este contexto donde quiere situarse el presente trabajo para abordar la pasión de la tristeza con la intención de estudiar por una parte sus caracteres generales, y por otra la particular relación que guarda con la contemplación de la verdad como uno de los remedios más eficaces propuestos por el Aquinate.
La tristeza, una pasión central
Quizás lo primero que deba decirse en torno a la tristeza es que se trata de una pasión del apetito concupiscible. Esta indicación preliminar no es menor ya que todas las pasiones inician y terminan en el concupiscible y así, junto al amor, la tristeza ocupa el segundo lugar en el entramado de los movimientos del apetito.[10]
Pero lo que tal vez convenga subrayar además, es que para el Aquinate, a diferencia de algunos Padres,[11] la pasión es natural,[12] y por tanto algo cuya bondad o maldad queda refrendada por la ausencia o presencia de la razón. Desde esta perspectiva, “las pasiones no son llamadas enfermedades o perturbaciones del alma sino cuando carecen de la moderación de la razón”.[13]
Esta perspectiva general es la que asume el Aquinate para confrontar a los Padres, en concreto al Damasceno para quien “la operación es el movimiento conforme a la naturaleza, pero la pasión es la que lo contraría”.[14] Su respuesta desplaza esta afirmación hacia el campo de lo corpóreo, especialmente al del corazón, donde se aprecia que por la pasión el órgano vital parece ser contrariado en su natural movimiento. Sin embargo, el hecho de que en lo corpóreo la pasión implique un apartamiento de lo natural, no hace necesario “que la pasión se aparte siempre del orden natural de la razón”.[15]
De esta manera, el Aquinate se hace eco de la conocida cita platónica, que en la letra de Aristóteles afirma: “De ahí la necesidad de haber sido educado de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para poder complacerse y dolerse como es debido; en esto consiste, en efecto, la buena educación”.[16] El gozo y el dolor, como movimientos generales de los apetitos, no son malos, sino naturales, y por ello precisan su regulación por parte de la razón. Tomás lo refrenda al ocuparse especialmente de la tristeza diciendo que “es propio [naturalis] de la naturaleza sensible deleitarse y gozarse en las cosas agradables, y dolerse y entristecerse en las nocivas. Por consiguiente, la razón no puede eliminar la realidad de la tristeza. Pero logra la razón controlarla, evitando que la tristeza la desvíe de su rectitud”.[17]
Ahora bien, ¿en qué consiste la tristeza? Ante todo, se trata de un dolor pero de una clase especial, ya que nace “de la aprehensión interior”[18] de un mal presente.[19] En efecto, el dolor que nace de la aprehensión exterior es propiamente dolor pero cuando éste sobreviene a partir de una aprehensión interior, reservada al “intelecto o la imaginación”,[20] entonces aparece la tristeza. Por ello, “es cierta especie de dolor como así también el gozo lo es de la delectación”.[21]
Conviene notar desde ya que por nacer de una percepción interior, la tristeza puede referirse tanto a un mal pasado, cuanto a uno presente y a uno futuro, presentificado por la aprehensión,[22] cosa que no puede sucederle al dolor corporal que es sólo de lo contemporáneo.[23]
Para el Aquinate dicha aprehensión genera un dolor mayor que el corpóreo, tanto si se atiende a la presencia del mal o del bien, cuanto si se considera la percepción de ese mal o ese bien. Respecto de lo primero, el dolor exterior conlleva la presencia de un mal que repugna al cuerpo y secundariamente al apetito, mientras que el dolor interior implica la presencia de un mal que repugna per se al apetito, y por ello es mayor. En cuanto a lo segundo, el dolor exterior supone la aprehensión de un mal sensible, mientras que el dolor interior entraña la “aprehensión interior, es decir, de la imaginación o de la razón”.[24] Esto hace que el dolor interior sea más fuerte que el externo ya que la aprehensión de la razón y de la imaginación es más elevada que la del sentido. Más aún, Tomás agrega que él no sólo es “mayor que el exterior sino que es más universal”.[25]
Ahora bien, ¿cuáles son las causas de la tristeza? El Aquinate aborda este problema desde un profundo análisis metafísico: si es cierto que la tristeza se da por la presencia de un mal o por la pérdida de un bien verificada en el apetito concupiscible, ¿cómo es posible que se sienta un mal presente, puesto que precisamente el mal no es?
Esta discusión no tendría sentido si se analizaran las cosas mismas ya que en ellas es idéntico el bien perdido y el mal presente. Sin embargo la tristeza, como movimiento del apetito que sigue a la aprehensión, percibe de alguna manera como ente de razón al mal mismo; por ello el mal percibido sí tiene un contrario, el bien perdido, cosa que no puede darse in rerum natura. De este modo, como el movimiento del apetito en el caso de la tristeza es el rechazo, el apartarse de, éste responde a un objeto que es el mal presente entendido como la percepción de una ausencia, o de lo contrario al bien.
Sobre este hecho fundamental, Tomás recorre otras causas de la tristeza, que ahora sólo menciono rápidamente: la concupiscencia, el apetito de unidad y el no poder resistir un poder mayor. En otros lugares de su obra el Aquinate agrega otras causas entre las que se destacan las palabras injuriosas,[26] la vejez,[27] y hasta el cansancio.[28] Agrega también, con gran provecho para la psicología, el caso de la imaginación errónea, ya que “puede existir una verdadera pasión de la tristeza o del dolor a partir de una falsa imaginación, […] sin embargo, no puede decirse que según aquella pasión se padezca verdaderamente una cosa sino por similitud de la cosa que concibe”.[29]
Ahora bien, ¿qué efectos produce la tristeza?
El primero es que quita la capacidad de aprender. La razón de esto se apoya en una afirmación esencial de la antropología natural: “como todas las potencias del alma están radicadas en una sola esencia, es necesario que cuando la intentio del alma es traída con vehemencia hacia la operación de una potencia, se retraiga de la operación de las otras: en efecto, de una sola alma no puede haber sino una sola intentio”.[30] Por ello, cuando una potencia absorbe la intención del alma, no puede ésta brindarse con igual o menor intensidad a otra. Aplicado al dolor físico, es manifiesto que éste impide la actividad del aprender; pero llevado el dolor al ámbito de la aprehensión interna, puede incapacitar profundamente para la vida intelectual.[31]
Con todo, una tristeza moderada, una que no lleve a la evagatio animae, puede colaborar para alcanzar disciplina al inspirar la consideración de la salvación “y principalmente la de aquellas cosas por medio de las cuales el hombre espera poder ser liberado de la tristeza”.[32] Por ello puede haber una sanación de la tristeza en la contemplación de la verdad.
El segundo efecto es el apesadumbramiento del ánimo. El término, usado en sentido metafórico, toma como base los movimientos propios del apetito natural. Así como el amor se dice que dilata así también se dice que la tristeza apesadumbra, en el sentido de que impide el movimiento propio por algún peso. Como la tristeza se da por la presencia de un mal, esto produce un apesadumbramiento del ánimo que es contrario al movimiento de la voluntad en cuanto “impide que se goce en aquello que quiere”.[33] Ahora bien, la presencia del mal puede ser de dos formas: o bien que no quite la esperanza de superarlo, y entonces el agravamiento sólo se extiende a ese mal concreto, permaneciendo el movimiento para evadirlo; o bien que la fuerza del mal que contrista sea tanta que excluya la esperanza de rehuirlo y “entonces se impide también el movimiento interior del alma angustiada de manera que no quiere entregarse ni a ésta ni a aquella [acción]”.[34] En grados extremos, advierte Tomás, llega a detenerse el movimiento exterior, quedando el hombre stupidus en sí mismo.[35]
Esto último es interesante sobre todo si se lo aprecia como un signo de la patología depresiva: un apesadumbramiento que significa detención. El enfermo de tristeza está trabado, está detenido, su apetito no se mueve, lo que lleva a preguntar junto a Tomás, si la tristeza debilita a toda operación.
Para responder a esto, el Aquinate advierte que la tristeza, vista desde su objeto, sí debilita la operación ya que el hombre no se aplica con la misma intensidad a una acción deleitable que a una que implique tristeza. Sin embargo, si se considera esta pasión como causa de la operación, si permanece la esperanza de salir, entonces ella potencia las acciones para apartar el mal presente.
Por último, Tomás se pregunta si la tristeza es más nociva para el cuerpo que las otras pasiones del alma. Para comenzar, advierte que “entre todas las otras pasiones del alma, la tristeza es la más nociva para el cuerpo”.[36] Para evidenciarlo, conviene advertir que esta pasión es contraria a la vida humana misma y a la medida adecuada en las operaciones vitales, mientras que las otras pasiones se oponen sólo a dicha medida.
En efecto, las pasiones en general suponen en su ejercicio una determinada mensura particular que se verifica en el hic et nunc. Por ello, su nocividad tiene que ver con una desmesura que afecta al movimiento vital, aún cuando supongan dicho movimiento, exagerándolo o disminuyéndolo, pero nunca quitándolo por completo; es decir, suponen el movimiento vital y no lo contrarían directamente en ningún caso. Por el contrario, las pasiones que implican un movimiento del apetito como la fuga o la retracción son contrarias al movimiento vital mismo no sólo según la cantidad sino también según la especie, ya que lo detienen, “y por ello son nocivas simpliciter: como el temor o la desesperación, pero por sobre todas, la tristeza que apesadumbra el ánimo a partir del mal presente, cuya impresión es más fuerte que la del mal futuro”.[37]
Este apesadumbramiento puede afectar tanto al movimiento vital, que en algunos casos puede incluso quitar la razón, “como es claro en aquellos que por causa del dolor caen en la melancolía o en la manía”.[38]
Remedios para la tristeza
Una vez que Tomas ha caracterizado la tristeza, sus causas y sus efectos, considera los remedios para esta pasión. Ellos, más allá de que son tratados independientemente, parecen presentarse como una terapia integral, como un abordaje que, conservando una lógica común, ataca el problema desde todas las dimensiones humanas, desde la sensibilidad hasta el intelecto. Ellos son, “en orden de intensidad, las lágrimas y el llanto (artículo 2), la compasión de los amigos (artículo 3), y la contemplación de la verdad (artículo 4). Si la contemplación de la verdad no es útil, leemos en el desenlace de la quaestio, que el sueño y los baños pueden ser convenientes (artículo 5)”.[39]
El dispositivo común que es utilizado a lo largo de todo el capítulo es bastante simple y natural: la tristeza puede ser mitigada por una delectación proporcionada.
Tomás advierte que el deleite y la tristeza se vinculan como el reposo y la fatiga ocasionada por algo antinatural, pues la tristeza es cierta enfermedad o cansancio de la potencia apetitiva. Y del mismo modo que a nivel corporal, el reposo es un remedio para la fatiga que nace de cualquier causa antinatural, “así también cualquier delectación es remedio para mitigar cualquier tristeza, sea cual fuera su origen”.[40] Esto ocurre aún cuando el deleite, no sea necesariamente de la misma especie que la tristeza a la que se opone, pues basta que convenga en el género; y por ello de alguna manera mitiga siempre.[41]
Sobre este supuesto, Tomás propone una singular lista de acciones terapéuticas contra la tristeza. La primera sostiene que las lágrimas y el llanto la mitigan, y esto por dos motivos. El primero es que todo lo nocivo interior que permanece cerrado aflige más, “porque se multiplican las intentiones del alma acerca de ello; pero cuando se difunde al exterior entonces la intentio del alma se desagrega disminuyendo el dolor. Por ello cuando los hombres que están entre tristezas [las] manifiestan al exterior, ya por el llanto, ya por el gemido, incluso por la palabra, las mitigan”.[42] El segundo motivo es porque toda operación conveniente al hombre según la disposición en la que se halle, es placentera; y el llanto y el gemido son operaciones convenientes a quien está triste o doliente; por ello se hacen deleitables, y ya se dijo que lo deleitable mitiga la tristeza.
Es interesante notar cómo la manifestación externa de la tristeza, más aún, su enunciación verbal, es una forma de sanación que Tomás perfila con mayor precisión al ocuparse de la compasión de los amigos.
“Naturalmente el amigo que se conduele en las cosas tristes es consolativo”.[43] Dado que la tristeza apesadumbra, y que quien está triste lleva solo su tristeza, la presencia de amigos verdaderos que se conduelen hacen que se produzca “cierta imaginación por la cual los otros llevan con él el peso, como si se esforzaran por aliviárselo, y por ello se lleva más levemente el peso de la tristeza”.[44] Este argumento, que el Aquinate toma de la Ética Nicomaquea,[45] es reforzado por otro, que a sus ojos es todavía mejor; en él afirma que quien ve que los amigos se contristan percibe en ello que lo aman, lo cual es deleitable, y como todo deleite mitiga la tristeza, es por ello que los amigos condolens la mitigan.
Otra de las terapias propuestas por el Aquinate es la del sueño y el baño. Para afirmar su capacidad sanadora es preciso recordar que la tristeza, al agravar el ánimo, también detiene el movimiento vital del cuerpo. Por ello todo lo que restaure ese movimiento vital a su estado natural mitigará la tristeza. Como el baño y el sueño son movimientos vitales y naturales, es por ello que son deleitables y por tanto aplacan la tristeza.
La contemplación como terapia de la tristeza
Uno de los remedios propuestos por el Aquinate que conviene tratar en particular es el de la contemplación de la verdad. La razón que Tomás aduce para proponerla como terapia contra la tristeza es que en su ejercicio acontece la máxima delectación posible al hombre; y como ya se ha dicho que toda delectación aplaca la tristeza, siendo ésta el mayor deleite posible, se sigue que dicha actividad la mitigará con mayor eficacia.[46]
Esta afirmación, aún cuando se asienta racionalmente a la verdad del argumento, no parecería encontrar en el sentido común una aprobación del mismo tenor que la otorgada a los otros remedios. Decir que la comida, el llanto o la compasión de los amigos son acciones terapéuticas es algo que despierta el asentimiento de todo hombre y que la misma psicología contemporánea reconoce como eficaz. Sin embargo, la contemplación de la verdad, propuesta sin más, parece presentarse como algo muy complejo, difícil, y en muchos casos, debido a lo anterior, incluso como generador de mayores tristezas.
Para responder a este planteo conviene advertir en primer lugar, que la relación entre contemplación y tristeza, parece haber sido para la patrística y los medievales un asunto de importancia no sólo en el orden especulativo, sino también en el de la misma vida espiritual y religiosa. De hecho Tomás lo aborda explícitamente en la I-IIae cuestión 35, a. 5 y en la 38, a. 4, al indagar sobre su contrariedad. En ambas oportunidades advierte que en la contemplación misma no puede haber ningún tipo de tristeza. Sin embargo, para justipreciar esta sentencia conviene hacer una serie de observaciones.
En primer lugar, hay que distinguir entre la acción misma de contemplar y el objeto contemplado. Si se atiende a lo segundo, así como es posible contemplar objetos convenientes y deleitables, también es posible hacerlo sobre objetos contristantes; y por ello nada impide que por parte del objeto haya una tristeza que contraríe el deleite de la contemplación.
Sin embargo, si se atiende a la acción misma de contemplar, Tomás es tajante: en principio, ella no puede conllevar tristeza porque esta pasión supone la pérdida de un bien, es decir, la ausencia de su contrario.[47] Ahora bien, ello no puede acontecer en la contemplación, donde no hay contrarios, tal como sí ocurre en los objetos del apetito, sino que los contrarios son meras ratio cognoscendi, es decir realidades que permiten conocer a su opuesto como cuando se comprende lo negro por lo blanco.
Tomás advierte que tampoco puede haber allí una tristeza aneja, como ocurre en las delectaciones corporales donde, por ejemplo, el deleite que se produce al tomar agua es acompañado por el dolor de la sed hasta que ésta se sacia y con ello desaparece también el deleite. Ello es debido a que “la deleitación de la contemplación no es causada porque excluya alguna molestia sino porque es deleitable por sí misma: no es una generación sino una operación perfecta (cfr. q. 31, a. 1)”.[48]
Sin embargo, y per accidens puede mezclarse una cierta tristeza cuyo origen es doble. Por una parte, si está implicado un órgano corporal, es posible o bien que el objeto contemplado sea inconveniente con el órgano, como un olor fétido, o bien puede ocurrir que por la asiduidad de la sensación se produzca un exceso que vuelva tediosa la operación natural que era deleitable.[49] Como se entiende, ambos casos no pueden afectar a la contemplación en sí pues ésta no implica órgano corporal, aunque sí lo pueden hacer indirectamente.
Por otra parte, como la actividad contemplativa usa de los órganos corporales, puede darse allí un cansancio que implique cierta tristeza. Esto es lo que el Aquinate llama la afflictio carnis que está vinculada per accidens et indirecte con la actividad contemplativa.[50] Sin embargo, esta tristeza no es en ningún caso contraria al deleite de la contemplación ya que es de otro género.
De esta manera, la contemplación en sí no puede implicar tristeza alguna, aunque per accidens puede estar acompañada de ella, al encontrar problemas de desproporción en el objeto, en el modo de realizar la actividad o en el cansancio corporal.
Con todo, la pregunta inicial sigue vigente: ¿Cómo es posible contemplar en medio de la tristeza? Es claro que la actividad misma es gozosa, pero sin embargo la unidad psicológica no puede desdoblarse en tristeza sensible y gozo contemplativo como compartimentos estancos. El mismo Tomás lo subraya al decir que si bien “la tristeza moderada, que excluye la divagación del ánimo, puede ayudar a adquirir la ciencia, principalmente de aquellas cosas por las que el hombre espera poder librarse de la tristeza”,[51] no obstante “el dolor interior, si es muy intenso, de tal manera atrae la atención, que el hombre no puede aprender nada de nuevo”.[52] ¿Cómo salvar entonces estas dificultades?
Quizás el siguiente texto colabore a resolver el problema planteado:
[…] la contemplación puede ser deleitable doblemente. En un modo, por razón de la misma operación, pues para cada uno es deleitable la operación que es conveniente a la propia naturaleza o al hábito. La contemplación de la verdad compete al hombre según su naturaleza puesto que es un viviente racional. Y es por ello que todos los hombres desean por naturaleza saber, y por ello se deleitan en el conocimiento de la verdad; lo que se hace más deleitable aún para el que tiene el hábito de la sabiduría y de la ciencia, a partir del cual resulta que alguien contempla sin dificultad. De otro modo, la contemplación se vuelve deleitable de parte del objeto, es decir, en cuanto alguien contempla a la cosa amada, como ocurre también en la visión corporal que se vuelve deleitable no sólo porque el mismo ver sea deleitable sino también porque alguien ve a la persona amada.[53]
En el primer argumento, Tomás repite lo afirmado más arriba: la contemplación es deleitable porque es la operación más natural para el hombre. Sin embargo, en su discurso introduce una observación por demás interesante: es natural al hombre el conocer, pero dicha actividad es más deleitable para quien tiene la virtud de la sabiduría. El deleite natural, el propiamente humano, es la base esencial de la terapéutica propuesta. Sin embargo, su eficacia es mayor en el caso del hombre que transita la virtud.
Por otra parte, la perfección del objeto contemplado está implicada también en la calidad terapéutica, pues como afirma Tomás en otro lugar, el placer implica una doble mecanismo: una potencia bien dispuesta y un objeto en estado pleno:
[…] En la operación del sentido han de considerarse dos cosas: el sentido mismo, que es el principio de la operación, y lo sensible, que es el objeto de la operación. Luego, para que la operación de un sentido sea perfecta se requiere una disposición óptima por parte de ambos, es decir del sentido y del objeto.[54]
Así, por parte del objeto, la actividad será más placentera cuando siendo éste más pleno, suponga una habitud amorosa. Se trata de un objeto amado, uno que como tal supone en quien contempla los hábitos vinculados a ese objeto. Quizás un ejemplo ayude a comprender mejor lo que se está diciendo.
Para el ojo poco preparado, la contemplación de un icono puede resultar una experiencia desagradable: las posturas imposibles, las desproporciones manifiestas, la aparente simplicidad de los trazos suelen no despertar el más mínimo placer estético. Sin embargo, quien desde la ciencia del icono se enfrenta, o mejor, es enfrentado por estas imágenes, ve en las posturas su propio desorden, en las desproporciones proporciones divinas, y en la simplicidad el mejor camino para simbolizar lo sagrado. Con ello, el estudioso del arte alcanza mayor placer ante el mismo objeto. Pero supóngase que ahora un tercer observador, poseedor del saber artístico, es enfrentado por el icono de la Trinidad, contemplado ya no como obra de arte sino como imagen de Misterio central del Cristianismo del que nuestro observador forma parte activa; en este caso la intensidad y el gozo contemplativo serán más profundo pues al saber se agrega que se trata de un objeto amado.
¿Qué posee este último observador frente a los otros dos? Una serie de habitudines, de disposiciones virtuosas que lo capacitan para gozar más, para desplazar la atención hacia ese objeto y para proporcionar su visión.
Si ahora se vuelve sobre el problema planteado, es posible apreciar que la terapéutica tomasina que recorre los estratos indicados en este trabajo, y que culmina en la contemplación de la verdad, suponen para su eficacia la precisa ordenación de la virtud.
En efecto, la comida puede ser un remedio para la tristeza, siempre y cuando se mantenga dentro de los límites placenteros que marca la templanza, pues es claro que el desorden en este plano acarreará más tristezas, quizás no en lo inmediato, pero con seguridad en el futuro: “los placeres derivados de los males no causan tristeza en el presente sino en el futuro”.[55] En ese sentido dice Tomás que “no hay que admirarse de que algunas cosas que entristecen al virtuoso aparezcan deleitables a otros. Este hecho ocurre por las muchas corrupciones y los múltiples daños de los hombres por los cuales se pervierten su razón y su apetito. Y así aquellas cosas que repudia el virtuoso no son deleitables simpliciter sino sólo para los mal dispuestos”.[56] Lo mismo puede decirse del dormir o de cualquier placer en general. En definitiva, la eficacia de esta terapéutica parece suponer la mediación de la templanza como aquella virtud que propone el placer adecuado para el momento adecuado.
El trato con los amigos, también demanda virtud, en concreto la de la amistad, pues si bien la compasión de cualquier tipo de amistad es deleitable, no obstante sólo en aquella que es virtuosa se quiere al amigo por sí y no por su utilidad o por su delectabilidad. En breve, sólo los “verdaderos amigos”, es decir los que se aman por la igualdad en la virtud, son verdaderamente compasivos.
De esta manera, puede apreciarse en los remedios una especie de escala que transita las virtudes morales –propias de la vida activa–. En su recorrido, el Aquinate va de modo explícito desde la templanza hasta la amistad, con la clara intención de disponer a la contemplación: “el ejercicio de la vida activa colabora con la [vida] contemplativa porque aquieta las pasiones interiores de las que vienen los fantasmas por los cuales es impedida la contemplación”.[57]
Esta preparación es la que posibilita la contemplación y a la vez es la que permite aventurar una respuesta razonable al problema planteado: la contemplación como remedio es verdaderamente eficaz cuando conlleva la vida virtuosa, cuando el apetito sensible alcanza lo conveniente, la medida justa en sus remedios, y al hacerlo dispone a la contemplación que cierra en lo más alto la terapéutica tomasina. Esto no significa discutir el fundamento natural de los remedios propuestos sino su puesta a punto, ya que si se atiende al hombre caído, que es el hombre que Tomás analiza, la naturaleza herida puede malograr incluso lo natural. Más aún, se pone en peligro la unidad de esos remedios, su orden y de seguro su eficacia. Entenderlo así, arroja luz sobre la cuestión siguiente donde Tomás analiza la bondad o malicia de la tristeza, es decir su deber ser a la luz de las virtudes.
Conclusión
Desde esta perspectiva, y supuesto el marco expuesto, la contemplación como remedio a la tristeza es posible gracias al poder imperante de la razón sobre las pasiones, es decir, al ordenamiento operado por las virtudes, las que permiten la contemplación y el amor de la sabiduría, que es quien más mitiga la tristeza.[58]
Este abordaje integral desde la virtud es fundamental ya que muchas veces la tristeza impide las operaciones superiores, como cuando al tratar de sus efectos se dijo que ella quitaba la capacidad de aprender, que apesadumbraba y detenía el ánimo, dañando incluso al cuerpo. Estos efectos pueden ser sanados desde las virtudes morales a la luz de la contemplación como fin.
Ahora bien, ¿significa esto que habrá de esperarse una ordenación total a nivel virtuoso para recién alcanzar la contemplación y con ello remediar la tristeza? Tomás propone en torno a ello una respuesta contundente y esperanzadora: “los hombres, a partir de la contemplación divina y de la futura bienaventuranza, gozan en medio de las tribulaciones”.[59] Como en todo orden metafísico, el fin es lo primero, es el arché que estructura y rige el movimiento. Si es posible siquiera pensar en la contemplación, es porque ella ya está presente, aunque sea sólo en potencia. En ese sentido, el nivel más elemental de contemplación, que es el más esencial en la naturaleza humana, es el de la felicidad prometida: al menos la consideración de que ella es el fin de la vida humana y que está ofrecida a quienes la buscan, tiene ya un efecto sanador. “Dios sabrá por qué pasa esto”, repetimos a diario frente a nuestras propias tristezas.
El poder sanador de la contemplación a su vez, se extiende a todo el hombre por una especie de desborde, ya que “entre las potencias humanas se da una redundancia de lo superior a lo inferior. Y según esto, el deleite de la contemplación que está en la parte superior redunda para mitigar también el dolor que está en el sentido”.[60]
Con todo, conviene notar que Tomás está asumiendo una posición particular frente a la tristeza, una que no la cierra sobre la mera pasión buscando solucionarla en sí misma, sino que se abre a la totalidad del hombre,[61] buscando su resolución desde una antropología total, que además –como se dijo– tiene a la vista al hombre cristiano: caído y redimido, es decir capax Dei.
De esta manera, la contemplación será un remedio que inicia y corona toda la terapia, uno que en su devenir promueve la vida de la virtud moral, pero que sin clausurarla en ese plano la abre a una redención que viene en definitiva desde la Bienaventuranza.
- Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, cap. VI, trad. Bonifacio del Carril, (Barcelona: Emecé, 1994), 27.↵
- Jerome C. Wakefield and Steeves Demazeux (Eds.), Sadness or Depression? International Perspectives on the Depression Epidemic and Its Meaning, (New York-Pessac: Springer, 2016), 5. ↵
- Cfr. ibid., 6.↵
- Cfr. Jean-Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, trad. Mercedes Uarte Luxan, (Salamanca: Sígueme, 2000), 177: “El ser humano en su condición paradisíaca no conocía la tristeza que apareció como consecuencia del pecado de Adán”.↵
- Es importante aclarar que la tristeza como tal no es una enfermedad sino sólo aquella que “no usamos conforme a las reglas de la razón y de la prudencia” (Juan Crisóstomo, A Stagiro tormentato da un demone, III, 14, trad. Lucio Coco, (Roma: Cittá Nuova, 2002), 165.↵
- Jean-Claude Larchet, L’Inconscio spirituale. Malattie psichiche e malattie spirituali, trad. Lorenzo Bachiarello, (Milano: San Paolo, 2006), 212. El autor sostiene en otra parte que “algunas enfermedades psíquicas tienen su fuente o raíz en ciertas enfermedades espirituales” (p. 11). Sin embargo, esto no significa que necesariamente una enfermedad espiritual devendrá en enfermedad psicológica, sino que tan sólo las primeras constituyen la condición de posibilidad de las segundas en sentido amplio.↵
- Maite Nicuesa, La tristeza y su sujeto según Tomás de Aquino (Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2010), 25.↵
- Cfr. Evagrio Póntico, Tratado práctico, 19; Juan Casiano, Institutiones Cenobiticas, IX, IV.↵
- Cfr. Patricia Moya C., “Las pasiones en Tomás de Aquino: entre lo natural y lo humano”, Tópicos 33 (2007), 142: “[…] el origen aristotélico, de corte más bien fiscalista, desde el cual el Aquinate considera las pasiones presenta dificultades, particularmente en el momento en el que las explica fenomenológicamente, tal como éstas se dan en la persona humana dotada de racionalidad”. Esta mirada fenomenológica es la que inserta una nueva perspectiva que trasciende el planteo aristotélico en pos de una visión moral integradora de la persona.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 25, a. 4, c, ed. Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et edita, (Pompaelone: Universitatis Studiorum Navarrensis, 2000): “se dice habitualmente que estas cuatro pasiones (gozo, tristeza esperanza y temor) son las fundamentales. Dos de las cuales, es decir el gozo y la tristeza, son llamadas principales porque son las que llevan a término y finalizan simpliciter a todas las pasiones”. En lo sucesivo, todas las obras de Tomás serán citadas según esta edición con versión castellana nuestra.↵
- He aquí un punto llamativo. Algunos Padres griegos sostienen que la tristeza no existía en la natura humana y que su aparición devino con la falta original. En tal sentido, cfr. Jean-Claude Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales, 178. Sea como fuere, Tomás analiza el tema en la q. 24, a. 2, ad 2 al responder un planteo de Juan Damasceno.↵
- Al ocuparse de las potencias apetitivas, Tomás indica que “es necesario poner cierta potencia apetitiva del alma” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 80, a. 1, c.); y más adelante advierte que “el apetito intelectivo es una potencia distinta del sensitivo” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 80, a. 2, c.), el que “se divide en dos potencias, que son especies del apetito sensitivo, es decir en el irascible y el concupiscible” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 81, a. 2, c.).↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 24, a. 1, c.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 24, a. 2, obj. 2.↵
- Ídem, ad 2.↵
- Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1104 b 11-14, ed. bilingüe, trad. de María Araujo y Julián Marías (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989).↵
- Tomás de Aquino, Super Iob III, 1, 7-15: “La razón no puede quitar la condición natural; en efecto, es natural a la naturaleza sensible tanto que se deleite y goce en las cosas que le son convenientes cuanto que se duela y entristezca en las que le son nocivas: por ello la razón no puede quitar esto pero sí [puede] moderarlo a fin de que la tristeza no aparte a la razón de su rectitud”.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 2, c.↵
- Esto hace que se oponga esencialmente a la delectación, ya que poseen objetos opuestos: mal presente o bien presente. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 3, c.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 2, c. ↵
- Ídem.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 3, c.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 3, ad 2.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 7, c.↵
- ibid.↵
- Tomás de Aquino, In Psalmos, d. 41, n. 6: “las palabras injuriosas producen tristeza”.↵
- Tomás de Aquino, In Psalmos, ps. 42, n. 1: “la vejez produce tristeza conforme se acerca la muerte”.↵
- Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d. 49, q. 3, a. 3, b: “el cansancio es causa de tristeza”.↵
- Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d. 44, q. 3, a. 3, qc. c, co.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 1, c.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 1, ad 3.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 1, ad 1.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 2, c.↵
- ibid.↵
- ibid.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 4, c.↵
- ibid.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 4, ad 3.↵
- Robert Miner, Thomas Aquinas on the passions. A study of Summa Theologiae Ia2ae 22-48 (Cambridge: Cambridge University Press, 2009), 203.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 1, c.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 1, ad 1.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 2, c.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 3, c.↵
- ibid.↵
- Cfr. Aristóteles, Ética Nicomaquea 1171a 29, trad. Julio Pallí Bonet (Madrid: Gredos, 1998): “De aquí, uno podría preguntarse si, compartida con el amigo la desgracia, como si se tratara de una carga, hace menor la pena, o no es esto, sino su presencia, que es grata, y la conciencia de que se duelen con nosotros”.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 4, c: “Como se ha indicado anteriormente (q.3 a.3), la mayor delectación consiste en la contemplación de la verdad. Ahora bien, toda delectación mitiga el dolor, según se ha dicho antes (a.1). Por consiguiente, la contemplación de la verdad mitiga la tristeza o el dolor, y tanto más cuanto más perfectamente es uno amante de la sabiduría”.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 5, c.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 5, c.↵
- Cfr. ibid.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 35, a. 5, ad 5.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 1, ad 1.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 37, a. 1, ad 3.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIª-IIae, q. 180 a. 7 c.↵
- Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, X, 6, n.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 38, a. 1, ad 2.↵
- Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, X, 8, n. 14.↵
- Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182, a. 3, c.↵
- Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 38, a. 4, c: “[…] la contemplación de la verdad mitiga la tristeza y el dolor, y tanto más cuanto alguien es más perfecto amante de la sabiduría”.↵
- Ídem.↵
- Ídem ad 3.↵
- Cfr. Patricia Moya C., “Las pasiones en Tomás de Aquino…”, p. 157: “En esta descripción, que se podría llamar vital, se integran el apetito sensible y las facultades racionales y se introduce un cambio notable de perspectiva ausente en los anteriores tratamientos de la pasión […] A partir de esta parte del tratado incorpora aspectos positivos latentes en toda pasión, no sólo porque el apetito se ordena al bien naturalmente, sino más bien por la participación de la razón y de la voluntad, capaces de modificar la afección”.↵