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La vida y la muerte del realismo

Edmond Duranty

He aquí el último número de nuestra revista. Circunstancias personales de algunos de nuestros redactores ejercieron una presión que los obliga a dejar de trabajar en esta obra, por lo menos bajo esta forma.

Sin embargo, la batalla no terminó: apenas comenzó. Hay emboscadas, rincones desde los que estaremos sorprendidos de escuchar armas de pelotón y descargas de metrallas de vez en cuando.

Pienso, es verdad, con cierta pena, en aquellos navíos de la época de la República que, atacados por todos lados, nunca traían su bandera. Un capitán, incluso si toda su tripulación quedara fuera de servicio, querría cargar solo sus cañones hasta que él mismo fuera sacado de su alcázar, y abandonando la popa de su buque desmontado, se defendería en la proa hasta el último extremo.

No obstante, la revista habrá tenido seis meses, sin provisiones, hacia y contra todos, y yo considero esto como una defensa suficiente.

Todo estaba conmocionado. Los menores de treinta años, con la alegría de la imprevisión, nos negaron todo el espíritu que veinte franceses cualesquiera pueden poner al servicio o al ataque de una causa. Los otros más viejos, más experimentados, reconocieron la nube que anuncia la tormenta y la gran marea que debe ahogarlos, y llenaron de lamentos irritados las revistas y los grandes periódicos.

Mientras más resistencia encuentre, más irremediablemente vencerá el Realismo. Allí donde hoy solo hay un hombre, pronto habrá cien, cuando el tambor haya sonado en todas partes. Los españoles han recuperado España de los árabes, y al principio los árabes eran mil contra uno.

Los poetas desaparecerán uno por uno y el último de nosotros inspirará, quizás, a un Cooper,[1] cuya novela en prosa hará verter lágrimas sobre esta destrucción de la raza. El culto de lo Intelectual (sentimiento espiritualista) derrotará el culto de lo Bello (sentimiento materialista) que colmó su pabellón embustero de cien mil defraudadores de arte y de literatura.

El arte ya no se aprenderá como una especie de astrología o de alquimia, a través de fórmulas, sino que cada uno conseguirá en sí mismo su sentimiento y sus ideas con una profunda independencia. Así, los mismos débiles, al ser espontáneos y no imitadores, al verse librados de su educación china, serán interesantes.

Todos los soportes, contrafuertes y los arbotantes con los que se rodean las artes y la literatura, incoherentes, inhábiles y barrocos como las catedrales de la Edad Media y que consisten en lo histórico y lo ideal, convenciones que impiden pensar y elevarse al atar su espíritu a las orillas, se derrumbarán, y los restauradores de monumentos derribados buscarán fortuna de otra manera.

He aquí la edad de oro que yo prometo, época de progreso y de civilización avanzada.

Solo que puede ocurrir que un leñador se imagine derribar un árbol en tres o cuatro golpes de hacha y que reconozca enseguida que es necesario cortar las ramas una por una, después cortar el tronco con la paciencia de un topo, y no solamente cortar el tronco, sino también quitar las raíces, cavar la tierra alrededor y dedicar meses enteros para que su árbol se derribe.

De hecho, no hay ningún roble, aunque tenga mil años, que no haya podido ser talado.

En el primer número habremos visto a la bestia del Realismo moverse en el vientre, como los animales naciendo del caos; después, poco a poco sus formas se liberan, y al final, el lobo con su pelo erizado marcha por los caminos y muestra sus dientes a los transeúntes intranquilos. ¡Hoy la bestia está muerta y va a ser disecada por los naturalistas para figurar en las colecciones! ¡Regocíjense! ¡El Realismo está muerto! ¡Viva el Realismo!

    

[1857]


  1. John Fenimore Cooper (1789-1851), novelista estadounidense, especialmente recordando por El último de los mohicanos [1826],


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