Jules Assezat y Edmond Duranty
En la pintura, el instinto no debe ser nada, pues el gusto general tiene simpatías muy extrañas y antipatías muy ridículas. Sin embargo, solo hay dos escuelas para el buen juicio: en primer lugar, la comparación de las pinturas entre ellas, y en segundo lugar, la comparación de las pinturas con la naturaleza. Por la primera vía llegamos a clasificar a un pintor, a declarar que su modelo es superior al de su vecino, que la organización de su cuadro es más o menos conforme a la ley de la pirámide… En definitiva, que es o colorista o dibujante. Juzgamos también la filosofía de sus composiciones: somos de fuerza aficionada, pero, en cuanto a la verdad de la obra, no habremos aprendido nada. Por el contrario: en medio de miles de pinturas contradictorias de un museo, el ojo se cansa y hace concesiones a ese sentimiento del caleidoscopio que es innato en el hombre. La figura humana, la casa, el árbol y el cielo desaparecen del cuadro que uno mira y dejan lugar a pequeños ensambles agradables de placas rosas, azules, rojas o amarillas, en las que cada uno elige lo que más gracia le hace; el dibujo, el color y la naturaleza no tienen nada que ver en esos gustos. La educación del público se lleva a cabo demasiado en los museos, incluso menos en la naturaleza que la educación de los pintores. En cuanto a comparar las pinturas con la naturaleza, es necesario un amor a lo verdadero que pocas personas poseen, y aquí se presenta una dificultad no tan fácil de evitar. La mayor parte del tiempo, juzgamos la imitación sin haber comprendido y estudiado el modelo. Es mucho más seguro preguntar detalladamente a la naturaleza por el secreto de sus aspectos, y, cuando ya estemos iniciados en ello, ver si las pinturas se le acercan. Pero ver las pinturas antes de haber comprendido la naturaleza es distorsionar el juicio: nos acostumbramos a las cosas a medio hacer. Si los hombres no se parecen a polichinelas, los árboles a coles o el cielo a hojalata, entonces el hombre que estudió los museos estará contento; usted solo tendrá para discutir con él esta grave pregunta que le hará: ¿Por qué, señor, no está hecho esto a la manera de los grandes e ilustres maestros, Rafael, Tiziano, Correggio, Rubens, Rembrandt, que dejaron los modelos eternos de lo bello? En cuanto a la multitud, su gusto es francamente fantástico: en la calle, se detiene ante la singularidad del dibujo, del color o de la composición. Busca misterios; un esbozo que deja ver la preparación la seduce más que la obra terminada. Está ávida de coloraciones en las que los personajes tienen rostros azules y manos amarillas; renunciará a un paisaje nítido y verdadero para precipitarse ante máquinas resplandecientes, imposibles. Se inquieta y se conmueve por todo lo que es falso, probablemente sueña con países y seres desconocidos y, en lugar de la pintura, solo tiene el gusto por los viajes: se pregunta en qué tierras habitan los personajes tatuados y coloridos que le interesan. Es verdad, sin embargo, que esta multitud bosteza en los museos, y se detiene con el mismo entusiasmo ante los cuadros que representan candelas, botellas, vasos llenos de vinos, quesos y macetas de interior; todo eso genera, probablemente, la atracción de un juguete bien hecho, y solo se detiene allí si esas obras están hechas bajo las leyes groseras del trompe-l’œil; de lo contrario, sigue de largo.
Para la multitud –y yo incluyo entre la multitud a la mayoría de los aficionados–, cuyo juicio tiene a los museos como invernaderos, la realidad es falsa y lo convencional es verdadero. En efecto, las pinturas encerradas en los museos, que siempre se le muestran como tipos, son pinturas rosas, negras, verdes, grises, pinturas idealizadas, arregladas, más aptas para trastornar la cabeza de un pintor que para sanearla, pues allí la verdad está casi siempre ausente. Lo bello debería entonces hacerse rojo, negro y verde como en los maestros, y Dios sabe que en esos maestros hay arreglos de luz, de teatro, en definitiva: de tragedia. ¡Dar a estudiar Rafael a un hombre del siglo XIX! ¿Quién es, pues, el que hace los cuentos de Boccaccio o Jerusalén liberada…?
Aparte de la cuestión de la simpatía, lo que la mayoría de la gente aprecia más sanamente es el paisaje. Las personas que no son artistas no conocen el valor fragmentario de los objetos iluminados; el color es la luz, pero ellos solo aprecian una luz general donde todo se absorbe, no conocen el valor de un tono luminoso aislado, restringido a un grupo, a un rincón de la tierra. El paisaje se apega a esta sensación de luz general que domina los detalles, sensación confusa pero dueña de los sentidos para todo el mundo. Separar un fragmento del conjunto, encuadrarlo y ofrecerlo en su verdad particular: esa es la dificultad del realismo, ya que nadie quiere admitir en su aspecto especial lo que se había perdido en la gran tinta. Ese es el motivo por el cual la escuela, la tradición, los pintores de género y los pintores históricos inventaron sus farsas de caleidoscopio y pudieron ponerse a pintar valientemente cosas que no habían visto; ahora bien, no puede pintarse lo que no se ve, se diga lo que se diga, no se puede proceder así en pintura. Lo que comprendemos, lo reproducimos; lo que no se reproduce no ha sido comprendido, y los efectos de la naturaleza son infinitos. Un taller no puede servir de modelo para distribuir la luz en un palacio. Los paisajistas pintan siempre de acuerdo a lo verdadero, y a lo verdadero más conocido. También han andado mucho, y son más interesantes que los otros.
Pero estas cuestiones, que tienen que ver con lo que los artistas llaman ver y comprender, son cuestiones íntimas para todo pintor, y no les ha sido dado resolverlas. Lo verdadero del color o de la luz es tan poderoso, tan importante, que tan solo los más grandes pueden alcanzarlo. En arte, hace falta un genio inmenso para reproducir simple y sinceramente lo que tenemos ante los ojos, desde un cuenco hasta el rostro del más augusto de los reyes.
Los literatos y los versificadores han echado a perder a los artistas y a su oficio, por su persistencia en sostener el género noble, en cantar el género noble y en exclamar que era necesario poetizar, idealizar, palabras que los artistas tradujeron como “dar florituras”, es decir, no padecer jamás la naturaleza y reducir todo a un arquetipo arcaico, preciosamente conservado en los museos y llevado a su perfección por Annibale Carracci.[1] Los versificadores tienen el espíritu torcido y los ojos nebulosos; son enfermos, maníacos sobre los cuales, entre paréntesis, el ilustre doctor C… prepara un libro curioso. Son ellos quienes lograron persuadir a nuestros pintores, gente crédula, de no producir nunca sino visiones, visiones griegas, romanas, medievales, del siglo XVI, XVII y XVIII, pero con la prohibición del siglo XIX (tan sólo se hizo una atención a los soldados, probablemente porque la guerra desvía las rimas más redundantes). Dije que lo verdadero en el color o en la luz era absolutamente desdeñado. Lo verdadero en el hombre es tratado con aún más desprecio, debido a esta maldita preocupación por lo antiguo. Lo antiguo ha hecho lo que vio: ustedes hagan lo que ven. Después de lo antiguo vino la divertida invención de los dibujantes por oposición a los coloristas. Ahora bien, como lo decía un día uno de mis amigos, el mejor dibujante es el colorista; el dibujo es el color. El dibujo no es el contorno exterior de una forma: está en todos lados, en el centro, arriba, abajo, donde sea que haya luz y sombra. Son de esos que, al no poder sentir el dibujo más que allí donde dos colores definidos se encuentran y producen una línea de intersección, se pusieron a dibujar contornos exteriores, que han sido declarados ideales porque eran falsos. Es entonces que los pinceles, secos y chillones, vinieron, bajo la mano de Rafael, a trazar los eternos modelos del dibujo, y que vimos que una media docena de cabeza bastaba para la confección de un número considerable de personajes, especie de milagro comparable a la multiplicación de los panes. Cuando Rafael quiso entrar en lo verdadero, el retrato, “ese género inferior”, como le dirán al oído los pintores de género e históricos, no hizo obras maestras. Se habló del sentimiento religioso de los italianos; probablemente fueron sus solemnes enrollamientos de tapices los que causaron una impresión religiosa en los contempladores, y esos fondos negros en los que se destacan vírgenes, Cristos, San Josés, envueltos de una manera inverosímil y posando graciosamente, con cuerpos de madera y rostros vacíos de vida humana. Los grandes coloristas, los Venecianos, idealizaron poco, y comparativamente reprodujeron en sus obras más humanidad y más vida, y la fuerza de su sentimiento se muestra en los admirables retratos que dejaron. También se le reprocha desdeñosamente a Tiziano su falta de elevación moral en todos sus ditirambos al arte. Sin embargo, permanecieron lejos de la naturaleza, es decir, de lo que conmueve e interesa con profundidad. Cuando vinieron los flamencos, se los llamó macacos, y aún hay varios versificadores que, si se atrevieran, lo repetirían en voz alta. En todo caso, estos admiran mucho a Teniers, pero no sé de ningún versificador, ni tampoco de ningún literato, que haya entendido alguna vez algo de la Familia de Van Ostade.[2] “Ese negro con ese blanco queda mal”, dicen, “no sé qué encuentra usted de bello allí. Vaya a ver el Sainte Scholastique, de Lesueur[3]”.
Por lo tanto, esta tradición se reunió en todos los escritos sobre el arte. Trescientos años de una educación artística artificial aquejaron a la escuela contemporánea de impotencia; la gente que retrocedió ante su propia época, y que cree entender mejor el pasado que no vio que el presente en el que vive y se mueve, esa gente no puede ser absuelta por su falta de inteligencia. También Courbet mereció con justicia ser llamado valiente.
El traje moderno, el traje de gala, asusta a los artistas actuales. El overol también los espanta, y la chaqueta y la sotana, todo les desagrada; solo quieren admitir a los soldados, pero siempre con la condición de darles florituras, como ya dije. Parece que para los otros espíritus hay una felicidad inaudita en contemplar en pintura a seres que no existen, tal como los soldados artistas, por ejemplo. Todo el siglo XIX está condenado. ¿De qué le sirvió, entonces, descubrir al hombre luego de que el siglo XVIII descubriera la humanidad? Actualmente, sin embargo, es el hábito lo que hace al monje, el traje lo que hace al hombre de mundo, al artista, al cura, al obrero, al campesino, al hombre moderno en su variedad, con las pasiones, los deseos, las alegrías, los sufrimientos particulares de sus condiciones sociales.
Es mezquino y desagradable, dicen los pintores; este traje es apretado, no tiene pliegues, no tiene colores. Sin embargo, se trata del traje de Luis XV ligeramente modificado, ese traje tan caro a los sastres de encaje. La Edad Media tenía colores resplandecientes, pero no tenía más luz ni, en consecuencia, más color que nosotros. Cómo, ¿acaso somos menos interesantes que los hombres precedentes? Nuestras revoluciones, nuestras guerras, ¿son acaso menos bellas que las que había antes? ¿El hombre moral de hoy en día es desdeñado porque su cuerpo no tiene ninguna piltrafa roja? ¿Ya no tenemos, entonces, más cabezas, corazones, pasiones o existencia? En el momento en que la ciencia de la observación exterior vino a saber que el cuerpo, en sus actitudes y sus formas más vulgares, o la vestimenta, en su unión con ese cuerpo, revelaban toda una naturaleza, creaban una individualidad impactante, en la que la contemplación estaba llena de ideas y de sensaciones, en ese preciso momento vienen a hablar de florituras, de arquetipo, de ideal y de convención. Y cuando los pintores y los versificadores dicen que somos mezquinos y apretados, mienten. ¿A quién se le ocurrió, al ver los bellos retratos de este tiempo, incriminar a la vestimenta o a la falta de color? Por el contrario, ¡qué profundo interés exhalan, qué vivaces y coloridos son esos seres, tanto como la gente de la Edad Media o de la corte de Luis XV! Y usted pretende que allí donde un solo hombre es tan bello, cuatro o cinco reunidos no lo sean también. Balzac hizo un libro curioso sobre el andar;[4] se admitirá que Balzac, como sentimiento, como observación, vale tanto como cualquier pintor actual, creo. Allí, Balzac habla todo el tiempo de nobleza de aspecto; los príncipes se reconocen bajo el traje moderno, los albañiles son vigorosos y sólidos bajo el overol: el nivel no se ha transmitido a todos. Hay cantidad de retratos de Van Dyck donde la vestimenta es negra y de línea poco armoniosa, pero ¿se trata aquí de arquitectura o de cerámica? ¿Son recortes o siluetas con dibujos geométricos lo que se pide? ¿En qué se convierte la forma ante la sensación de la luz y ante el sentimiento interior? ¿Qué interés hay en ella? Todos ustedes proclaman que los flamencos son sublimes. Sus modelos valen como los de ellos, así que trabajen.
Y luego, esta idea de la forma es una idea estrecha, conservada como el fuego sagrado por el colegio de los poetas (aquellos que tienen la desgracia de leer versos, saben bien por qué). La idea de la forma, de lo bello, es tonta y pagana; lo bello ya no debe tener todo el espacio sino tan solo una porción; el siglo XIX liberó lo ordinario, lo general, lo verdadero. La belleza no significa otra cosa que la belleza; el resto, lo ordinario, lo real, es completo y amplio. Cada rostro de un hombre ordinario grita vicio, pasión, dolor, espíritu, maldad. La infinita variedad del hombre moral se traduce en aspectos en los que la geometría tiene menos participación, aspectos irregulares del cuerpo y de la vestimenta. Bajo la gran armonía de la luz no hay nada más que cosas bellas y dignas de ser contempladas. En la realidad nada ofende: bajo el sol, los trapos valen tanto como las vestimentas imperiales. Lo verdadero comprende todo lo que vive y piensa, y da a los pintores poco agradecidos “el carácter” que tanto buscan, y se lo da solo. En literatura, según MM., los artistas se han arrojado sobre el hombre moderno, el hombre feo; el realismo llegó, reclamando lugar para el espectáculo universal, y mandó a paseo a los Adonis y a los Quasimodos románticos. Entonces los verdaderos obreros, los verdaderos campesinos, los verdaderos burgueses en su estrechez, todo ha sido pintado; ser es ser bello, como espectáculo, como objeto de contemplación, pues eso interesa. ¿Por qué los pintores no siguieron a la literatura? ¿O por qué sólo adoptaron las extravagancias románticas? La inteligencia amplia acepta, estudia el mundo entero y disfruta asistiendo a su movimiento. Si usted necesita síntesis, la comedia humana le proporcionará suficientes.
Los españoles han abordado rudamente lo feo, pero Murillo[5] “idealizó lo miserable”, Ribera[6] “ocultó a sus monjes destripados bajo multitud de sombras”. La pintura no existe aún; Courbet marcará la nueva época. Es una gloria suficiente.
La escultura se consume lentamente. Más absurda aún que la pintura, la escultura se refugia en el desnudo y en la tapicería antigua.
¿Qué es una figura desnuda? Querer darle un significado es como ponerle un casco, un trozo de abrigo, una bota, una corona, es como vestirlo. Las estatuas más célebres de Miguel Ángel están vestidas: Moisés, Julián de Medici, el duque de Urbino. La escultura es el arte de la silueta por excelencia, y a cada instante se le piden líneas alegres. Por lo demás, la escultura es un arte inferior y sin recursos, que debería o bien reducirse a la ornamentación –por ejemplo, a hacer pequeños revoltijos divertidos sobre las construcciones, llenos de huequitos donde anide la sombra– o bien buscar su fuerza en un efecto material y hacerse gigantesca. Le aconsejaría, sin embargo, no seguir el ejemplo del señor Christophe, que hace mujeres gigantes ocultando su cara y mostrando sus nalgas.[7] Para qué rehacer lo que ya está hecho; la escultura puede entretenerse con mujercitas desnudas –la mujer, sin embargo, después de las pequeñas cochinadas de Pradier,[8] está siempre desnuda para el hombre, no queda nada por hacer en este género. Si la escultura es incapaz de abordar lo moderno, que cierre su negocio, pues habrá dejado de ser realmente agradable. A pesar de todo, conozco un escultor de gran talento que ha querido salir del frasco en el que se debaten los griegos y los diletantes.
Había realizado, con un episodio del Vengador, un magnífico monumento para ser erigido en una plaza de uno de los grandes puertos marítimos. Era un sentimiento moderno, algo mayor en escultura, pero nadie lo consideró. Ahora él también hace mesitas griegas y soldados para la industria.[9]
El otro día, un amigo que desciende de Eróstrato[10] me dijo: Vengo del Louvre, si hubiera tenido fósforos, le habría prendido fuego sin remordimiento a esa catacumba, con la íntima convicción de que serviría a la causa del arte por venir. Solamente, dijo, habría lamentado los retratos, algunos flamencos y algunos venecianos.
[1856]
- Annibale Carracci (1560-1609), pintor italiano del Clasicismo romano-boloñés.↵
- El costumbrismo de David Teniers el Joven (1610-1690) es mucho más refinado que el de Adriaen van Ostade (1610-1685). Este último es especialmente conocido por sus escenas de taberna.↵
- Eustache Lesueur o Le Sueur (1617-1655), pintor francés, conocido sobre todo por sus pinturas de motivo religioso.↵
- Se trata de Théorie de la démarche, publicada en 1833.↵
- Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682), pintor barroco español.↵
- José de Ribera (1591-1652), pintor español, también del Barroco.↵
- Probablemente, Ernest Christophe (1827-1892), escultor francés. ↵
- James Pradier (1790-1852), pintor y escultor franco-suizo.↵
- No hemos podido averiguar de qué escultor están hablando los autores.↵
- Eróstrato fue quien incendió el templo de Artemisa de Éfeso, en 356 a. C.↵