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El sentido de lo real

Émile Zola

El elogio más bello que podía hacerse en otro tiempo de un novelista era decir: “Tiene imaginación”. Hoy en día, ese elogio sería prácticamente considerado una crítica. Y es que las condiciones de la novela cambiaron. La imaginación ya no es la cualidad principal del novelista.

Alexandre Dumas o Eugène Sue tenían imaginación. En Nuestra Señora de París, Victor Hugo imaginó personajes y una fábula del más vivo interés; en Mauprat, George Sand supo apasionar a toda una generación con los amores imaginarios de sus héroes. Pero nadie se atrevió a concederle imaginación a Balzac o a Stendhal. Se habló de sus poderosas facultades de observación y de análisis; son grandes porque pintaron su época y no porque inventaron historias. Son ellos los que llevaron a cabo esta evolución, es a partir de sus obras que la imaginación dejó de tener importancia en la novela. Veamos a nuestros grandes novelistas contemporáneos, Gustave Flaubert, Edmond y Jules de Goncourt, Alphonse Daudet: su talento no viene de lo que imaginan, sino de la intensidad con que restituyen la naturaleza.

Insisto con esta decadencia de la imaginación porque veo allí la característica misma de la novela moderna. En la medida en que la novela era una recreación del espíritu, un divertimento al que solo se le exigía gracia e inspiración, se entiende que su gran cualidad era ante todo mostrar una invención abundante. Incluso cuando llegaron la novela histórica y la novela de tesis, la imaginación reinaba aún omnipotente, para evocar los tiempos desaparecidos o para golpear los argumentos de personajes construidos según las necesidades del alegato. Con la novela naturalista, la novela de observación y de análisis, las condiciones cambian de inmediato. El novelista sigue inventando; inventa un plan, un drama; solo que se trata de un trozo de drama, de la primera historia que aparece, y la vida cotidiana siempre la abastece. Luego, en la economía de la obra, esto tiene una importancia muy escasa. Los hechos solo están ahí como desarrollos lógicos de los personajes. El gran desafío es el de poner de pie criaturas vivas, para representar ante los lectores la comedia humana de la forma más natural posible. Todos los esfuerzos del escritor tienden a ocultar lo imaginario bajo lo real.

Sería un estudio curioso decir cómo trabajan nuestros grandes novelistas contemporáneos. Ellos establecen casi todas sus obras a partir de notas tomadas durante mucho tiempo. Cuando estudiaron con un cuidado escrupuloso el terreno que deben recorrer, cuando se informaron de todas las fuentes y tienen a mano los múltiples documentos que necesitan, recién entonces se deciden a escribir. El plan de la obra lo proporcionan los mismos documentos, pues sucede que los hechos se clasifican lógicamente, este antes que aquel; se establece una simetría, la historia se compone de todas las observaciones recolectadas, de todas las notas tomadas, ordenadas consecutivamente, por el encadenamiento mismo de la vida de los personajes, y el desenlace es solo una consecuencia natural y forzada. Se ve, en este trabajo, la poca participación que tiene la imaginación. Estamos lejos, por ejemplo, de George Sand, que, según dicen, se ponía ante un cuaderno de hojas blancas y, partiendo de una primera idea, avanzaba siempre sin detenerse, componiendo sobre la marcha, apoyándose con toda seguridad en su imaginación, que le daba la cantidad de páginas necesarias para hacer un volumen.

Uno de nuestros novelistas naturalistas quiere escribir una novela sobre el mundo de los teatros. Parte de esta idea general, sin tener aún un hecho ni un personaje. Su primera tarea será reunir en notas todo lo que puede saber sobre este mundo que quiere pintar. Conoció a tal actor, asistió a tal representación. Y aquí hay entonces algunos documentos, los mejores, los que maduraron en él. Y luego se pondrá en campaña, conversará con las personas mejor informadas en la materia, coleccionará las palabras, las historias, los retratos. Y no es todo: irá enseguida a buscar los documentos escritos, para leer todo lo que le pueda ser útil. Por último, visitará los lugares, vivirá algunos días en un teatro para conocer hasta sus mínimos recovecos, pasará sus veladas en el camarín de una actriz, se impregnará lo más posible del ambiente. Y, una vez completos los documentos, su novela, como ya dije, se establecerá por sí sola. El novelista sólo deberá distribuir lógicamente los hechos. De todo lo que habrá escuchado se desprenderá la punta del drama, la historia que necesita para levantar el armazón de sus capítulos. El interés no se encuentra ya en la singularidad de esta historia; por el contrario, cuanto más banal y general sea, más típica se hará. Hacer que personajes reales se muevan en un medio real, dar al lector un retazo de la vida humana: allí se encuentra toda la novela naturalista.

Si la imaginación no es más la cualidad principal del novelista, ¿qué la reemplazó? Siempre se necesita una cualidad principal. Hoy en día, la cualidad principal del novelista es el sentido de lo real. Y es a esto a lo que quería llegar.

El sentido de lo real implica sentir la naturaleza y representarla tal como es. En un principio parece que todo el mundo tiene dos ojos para ver, y que nada debe ser más común que el sentido de lo real. Sin embargo, nada es más extraño. Los pintores lo saben bien. Ponga a algunos pintores ante la naturaleza; la verán de la forma más barroca del mundo. Cada uno la percibirá bajo un color dominante; uno la verá amarilla, otro violeta, un tercero verde. Lo mismo ocurrirá con las formas; uno curva los objetos, otro multiplica los ángulos. Así, cada ojo tiene una visión particular. Finalmente, hay ojos que no ven nada en absoluto. Sin duda tienen alguna lesión, el nervio que los conecta con el cerebro experimenta una parálisis que la ciencia aún no ha podido determinar. Lo que es seguro es que, aunque miraran la vida agitarse a su alrededor, jamás sabrían reproducir exactamente una escena.

No quiero nombrar aquí a ningún novelista vivo, lo que hace bastante difícil mi demostración. Los ejemplos aclararían la cuestión. Pero todo el mundo puede notar que algunos novelistas siguen siendo provincianos, incluso después de haber vivido veinte años en París. Destacan en la pintura de su comarca pero, apenas abordan una escena parisina, se estancan, no logran dar la impresión justa de un medio en el que, sin embargo, se hallan desde hace años. Este es un primer caso, una falta parcial del sentido de lo real. Sin duda, las impresiones infantiles fueron más vivas, el ojo retuvo las imágenes que primero lo impactaron; luego, se declaró la parálisis, y, aunque el ojo mire París, no lo ve, no lo verá jamás.

El caso más frecuente es, de hecho, el de la parálisis completa. ¡Cuántos novelistas creen ver la naturaleza y solo la perciben a través de toda clase de deformaciones! La mayoría de las veces son de una buena fe absoluta. Se convencen de haber puesto todo en el cuadro, de que la obra es definitiva y completa. Esto se nota en la convicción con la que han amontonado los errores de color y de forma. Su naturaleza es una monstruosidad que ellos empequeñecieron o agrandaron al querer esmerarse en el cuadro. A pesar de sus esfuerzos, todo se diluye en tintas falsas, todo grita y se calla. Podrán quizás escribir poemas épicos, pero nunca crearán una obra verdadera, porque la lección de sus ojos se opone, porque, si no tienen sentido de lo real, no sabrán adquirirlo.

Conozco cuentistas encantadores, diletantes adorables, poetas en prosa cuyos libros me gustan mucho. Estas personas no se ponen a escribir novelas y siguen siendo exquisitas, fuera del ámbito de lo verdadero. El sentido de lo real sólo es absolutamente necesario cuando uno se ocupa de pintar la vida. En este caso, con las ideas que tenemos hoy en día, nada sabría reemplazarlo, ni un estilo apasionadamente trabajado ni el vigor de la pincelada ni las tentativas más meritorias. Si quiere pintar la vida, véala antes que nada tal como es y dé de ella la impresión exacta. Si la impresión es barroca, si los cuadros no están en orden, si la obra se vuelve una caricatura, aunque sea épica o simplemente vulgar, será una obra que nació muerta, condenada a un rápido olvido. Si no se basa ampliamente en la verdad, no tiene ninguna razón de ser.

Este sentido de lo real me parece muy fácil de constatar en un escritor. Para mí es una piedra de toque que determina todos mis juicios. Cuando leo una novela, la condeno si me parece que el autor carece del sentido de lo real. Me da igual que esté en una fosa o en las estrellas, abajo o arriba. La verdad tiene un sonido con el que creo que no podemos equivocarnos. En las frases, en los párrafos, en las páginas, en todo el libro debe sonar la verdad. Se dirá que son necesarios oídos delicados. Se necesitan oídos justos, nada más. E incluso el público, que no podría jactarse de una gran delicadeza de sentido, escucha muy bien, sin embargo, las obras en las que suena la verdad. Poco a poco se encamina hacia ellas, mientras que hace rápidamente silencio con las otras, con las obras falsas en las que suena el error.

Así como antes se decía de un novelista “Tiene imaginación”, pido entonces que hoy se diga “Tiene sentido de lo real”. El elogio será más grande y más justo. El don de ver es menos común aún que el don de crear.

Para hacerme entender mejor, vuelvo a Balzac y a Stendhal. Los dos son nuestros maestros. Pero confieso que no acepto todas sus obras con la devoción de un fiel que se inclina sin un análisis. Solo los encuentro verdaderamente grandes y superiores en los pasajes donde tuvieron sentido de lo real.

No conozco nada más sorprendente, en Rojo y negro, que el análisis de los amores de Julien y de madame de Rénal. Hay que pensar en la época en que fue escrita la novela, en pleno romanticismo, cuando los héroes se amaban en el lirismo más caótico. Y aquí un muchacho y una mujer se aman, en definitiva, como todo el mundo, neciamente, profundamente, con las caídas y los sobresaltos de la realidad. Es una pintura superior. Daría por estas páginas todas aquellas en las que Stendhal complica el carácter de Julien, se hunde en los dobles fondos diplomáticos que adoraba. Hoy en día es verdaderamente grande sólo porque, en siete u ocho escenas, se atrevió a aportar la nota real, la vida en lo que esta tiene de cierto.

Lo mismo en el caso de Balzac. Hay un él un durmiente despierto, que sueña y crea, a veces, figuras curiosas, pero que ciertamente no engrandece al novelista. Confieso no sentir admiración por el autor de La mujer de treinta años, por el inventor del tipo de Vautrin en la tercera parte de Ilusiones perdidas y en Esplendores y miserias de las cortesanas. Allí está lo que llamo la fantasmagoría de Balzac. Tampoco me gusta su gran mundo, que inventó por completo y que hace sonreír, dejando aparte algunos tipos soberbios adivinados por su genio. En una palabra, la imaginación de Balzac, esa imaginación desordenada que se arrojaba en todas las exageraciones y que quería crear el mundo de nuevo, sobre planos extraordinarios, esa imaginación me irrita más de lo que me atrae. Si el novelista sólo hubiera tenido eso, no sería hoy más que un caso patológico y una curiosidad en nuestra literatura.

Pero, afortunadamente, Balzac tenía también el sentido de lo real, y el sentido de lo real más desarrollado que se haya visto hasta hoy. Sus obras maestras lo atestiguan, esa Prima Bette, cuyo baron Hulot es tan colosal y verdadero, esa Eugénie Grandet que contiene toda la provincia en una fecha determinada de nuestra historia. Habría que citar también Papá Goriot, La oveja negra, El primo Pons y tantas otras obras que salieron bien vivas de las entrañas de nuestra sociedad. Ahí está la gloria inmortal de Balzac. Él fundó la novela contemporánea, porque fue uno de los primeros en proporcionar y emplear ese sentido de lo real que le permitió evocar todo un mundo.

Sin embargo, ver no lo es todo, hay que representar. Es por eso que, luego del sentido de lo real, está la personalidad del escritor. Un gran novelista debe tener el sentido de lo real y la expresión personal.

        

[1880]



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