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Sobre el Sr. Courbet

Carta a la Sra. Sand

Jules Champfleury

En este momento, señora, se ve, a dos pasos de la Exposición de pintura, en la avenida Montaigne, un cartel con las palabras “REALISMO. G. Courbet. Exposición de cuarenta cuadros de su obra”. Es una exhibición a la manera inglesa. Un pintor, cuyo nombre explotó desde la revolución de febrero,[1] escogió, entre su obra, los lienzos más significativos, e hizo construir un taller.

Es una audacia increíble, es el derrocamiento de todas las instituciones por intermedio del jurado, es la apelación directa al público, es la libertad, dicen unos.

Es un escándalo, es la anarquía, es el arte arrastrado por el barro, son las tablas de la feria, dicen otros.

Confieso, señora, que yo pienso como los primeros, como todos aquellos que reclaman la más completa libertad bajo todas sus manifestaciones. Los jurados, los académicos, los concursos de todo tipo, demostraron más de una vez su incapacidad de crear hombres y obras. Si existiera la libertad en el teatro, no veríamos a un Rouvière[2] obligado a interpretar a Hamlet delante de los campesinos, en una granja, haciendo sonreír a la sombra del viejo Shakespeare, quien se creería, aún en el siglo XIX, en Londres, representando sus obras en un tugurio de la ciudad.

No sabemos qué pasa con los genios desconocidos que no saben plegarse a las exigencias de la sociedad, que no pueden domar su salvajismo y que se suicidan en las mazmorras de la Convención. El señor Courbet no es así: desde 1848 expuso, sin interrupción, en diversos Salones, lienzos importantes que siempre han tenido el privilegio de reavivar las discusiones. Incluso el gobierno republicano le compró un lienzo importante, la Sobremesa en Ornans, que he vuelto a ver, en el museo de Lille, al lado de viejos maestros, y que mantiene osadamente su lugar en medio de obras consagradas.

Este año, el jurado se mostró avaro con el lugar que dio en la Exposición Universal a los jóvenes pintores: la hospitalidad hacia los hombres franceses y extranjeros aceptados fue tan grande que la juventud se ha visto afectada. Tengo poco tiempo para recorrer los talleres, pero encontré obras rechazadas que, en otros tiempos, habrían obtenido con certeza éxitos legítimos. El señor Courbet, respaldado por la opinión pública que desde hace cinco o seis años da vueltas con su nombre, se habrá sentido herido por los rechazos del jurado, que caían sobre sus obras más importantes, y apeló directamente al público. El siguiente razonamiento se resumió en su cerebro: me llaman realista; yo quiero demostrar, a través de una serie de cuadros conocidos, cómo entiendo yo el realismo. No contento con hacer construir un taller y colgar allí sus lienzos, el pintor lanzó un manifiesto, y escribió en su puerta: EL REALISMO.

Si le envío esta carta, señora, es por la viva curiosidad llena de buena fe que usted mostró por una doctrina que toma cuerpo día a día y que tiene representantes en todas las artes. Un músico alemán hiper-romántico, el señor Wagner, cuyas obras no se conocen en París, ha sido vivamente maltratado, en las revistas musicales, por el señor Fétis, quien acusa al nuevo compositor de adolecer de realismo.[3] Todos aquellos que aportan aspiraciones nuevas son tachados de realistas. Veremos, sin lugar a dudas, médicos realistas, químicos realistas, manufactureros realistas, historiadores realistas. El señor Courbet es un realista, yo soy un realista: y ya que los críticos lo dicen, yo los dejo decir. Pero, para mi vergüenza, confieso que nunca estudié el código que contiene las leyes que permiten al primer recién llegado producir obras realistas.

El nombre me causa horror por su terminación pedante; temo a las escuelas como al cólera, y mi mayor goce es el de encontrar individualidades netamente definidas. Esta es la razón por la cual el señor Courbet es, a mis ojos, un hombre nuevo.

El propio pintor ha dicho, en su manifiesto, algunas palabras excelentes: “El título de realista me fue impuesto como se impuso a los hombres de 1830 el título de románticos. En ninguna época los títulos han dado una idea justa de las cosas; si fuera de otra forma, las obras serían superfluas.”. Pero usted sabe mejor que nadie, señora, qué ciudad tan singular es París en materia de opiniones y de discusiones. El país más inteligente de Europa esconde necesariamente las mayores incapacidades, de media, tercera y cuarta inteligencia; hemos de profanar esa hermosa palabra para vestir a esos pobres charlatanes, a esos necios razonadores, a esos infelices que viven de las revistas, a esos curiosos que se meten en todo, a esos impertinentes que lo hacen a uno temblar cuando hablan, a esos escritorzuelos de tanto la línea que se metieron en las letras por miseria o por pereza, en fin, a esa turba de gente inútil que juzga, razona, aplaude, contradice, halaga, adula y critica sin convicción, que no son el vulgo pero dicen serlo.

Con diez personas inteligentes se podría terminar del todo el problema del realismo; con esta plebe de ignorantes, de celosos, de incapaces, de críticos, solo hay palabras. No le definiré, señora, el realismo. No sé de dónde viene, hacia dónde va o qué es. Homero sería un realista, pues observó y describió con exactitud las costumbres de su época.

Esto no se sabe lo suficiente, pero Homero fue violentamente insultado como un realista peligroso. “A decir verdad”, dice Cicerón hablando de Homero, “todas esas cosas son puras invenciones del poeta, a quien le encantaba rebajar los dioses a la condición de hombres; habría sido mejor elevar los hombres a la condición de los dioses.” ¿Qué dicen todos los días los periódicos?

Si me hicieran falta otros ejemplos ilustres, no tendría más que abrir el primer volumen de crítica que encontrara, pues hoy está de moda reimprimir en volumen las inutilidades semanales que se publican en los periódicos. Veríamos, entre otras cosas, que ese pobre Gérard de Nerval fue conducido a una muerte trágica por el realismo.[4] Un gentilhombre aficionado es quien escribe semejantes miserias; sus dramas rurales adolecen de realismo. Contienen campesinos. Ese es el crimen. En estos últimos tiempos, Béranger[5] fue acusado de realismo. ¡Hasta dónde pueden las palabras arrastrar a los hombres!

El señor Courbet es un faccioso por haber representado de buena fe burgueses, campesinos y mujeres de pueblo de tamaño natural. Ese ha sido el primer punto. No se quiere admitir que un picapedrero vale lo mismo que un príncipe: a la nobleza le preocupa que se concedan tantos metros de tela a la gente de pueblo; solo los soberanos tienen derecho a ser pintados de pie, con sus condecoraciones, sus bordados y sus fisonomías oficiales. ¡Cómo! ¡Un hombre de Ornans, un campesino encerrado en su ataúd, se permite reunir en su entierro a una multitud considerable –granjeros, gente de poca monta–[6] y se le da a esa representación el desarrollo que Largillière[7] tenía, él sí, el derecho de dar a los magistrados que iban a la misa del Saint-Esprit! Velázquez ha pintado en gran tamaño a los señores de España, a los infantes y a las infantas; al menos hay allí seda, y oro sobre los trajes, condecoraciones y penachos. Van der Helst ha pintado a burgomaestres de cuerpo completo, pero esos pesados flamencos se salvan por el traje.

Parece que nuestro traje no es un traje: en verdad me avergüenza, señora, detenerme en tales consideraciones. El traje de cada época se rige por leyes desconocidas, higiénicas, que se meten en la moda sin que esta se dé cuenta. Cada cincuenta años los trajes cambian en Francia; como las fisonomías, se vuelven históricos y dignos de estudio, tan singulares a la vista como las vestimentas de una tribu de salvajes. Los retratos de Gérard,[8] de 1800, que pudieron parecer vulgares al principio, tomaron luego un cariz, una fisonomía singular. Lo que los artistas llaman traje, es decir, mil fruslerías (plumas, lunares postizos, penachos, etc.) puede divertir por un momento a los espíritus frívolos, pero la representación seria de la personalidad actual, los sombreros redondos, los trajes negros, los zapatos lustrados o los zuecos de los campesinos, es mucho más interesante.

Quizás se me dé la razón en esto, pero se dirá: su pintor carece de ideal. Responderé enseguida a eso, con la ayuda de un hombre que supo extraer de la obra del señor Courbet conclusiones llenas de buen sentido.

Los cuarenta cuadros de la avenida Montaigne contienen paisajes, retratos, animales, grandes escenas domésticas y una obra que el artista titula Alegoría real.[9] De un vistazo se pueden notar los progresos que se produjeron en el espíritu y en el pincel del señor Courbet. Antes que nada, nació pintor, es decir que nadie puede discutir su talento robusto y poderoso de obrero: ataca con intrepidez una gran máquina, puede no seducir todas las miradas, algunas partes pueden estar descuidadas o ser torpes, pero cada uno de sus cuadros está pintado; llamo pintores sobre todo a los flamencos y a los españoles. Veronese o Rubens serán siempre grandes pintores, no importa la opinión o el punto de vista desde el que se mire. Tampoco conozco a nadie que se atreva a negar las cualidades del señor Courbet como pintor.

El señor Courbet no abusa de la sonoridad de los tonos, pues se ha transportado la lengua musical al ámbito de la pintura. Por ello, la impresión de sus cuadros será más duradera. Es una necesidad de toda obra seria el no llamar la atención a través de resonancias inútiles: una dulce sinfonía de Haydn, íntima y doméstica, vivirá aun cuando se hable con escarnio de las numerosas trompetas del señor Berlioz. El escándalo de los instrumentos de metal en la música no significa más que las tonalidades estridentes en la pintura. Se llama torpemente coloristas a los maestros cuya paleta furiosa hace surgir tonos ruidosos. La gama del señor Courbet es tranquila, imponente y calma; por eso no me sorprendió encontrar, consagrado ahora para siempre en mi interior, el famoso Entierro en Ornans, que fue el primer cañonazo del pintor, considerado un agitador en el arte. Hace cerca de ocho años que publiqué sobre el desconocido señor Courbet unas frases que anunciaban su destino. No los citaré, pues no me interesa ser el primero en tener razón, así como tampoco quiero llevar la última moda de Longchamps. Adivinar los hombres y las obras diez años antes que la mayoría no es más que puro asunto de dandismo literario que hace perder mucho tiempo. En sus numerosos fragmentos de crítica, Stendhal publicó, en 1825, verdades audaces que lo hicieron sufrir mucho. Incluso hoy está avanzado a su tiempo. “Apostaría”, escribe a un amigo en 1822, “que, en veinte años, se representará en Francia a Shakespeare en prosa”. Hace de eso treinta y tres años y bien, señora, no estaremos vivos para tener la dicha de verlo. El señor Courbet está lejos de ser aceptado hoy en día, pero seguramente lo será en unos años. ¿No sería una inutilidad pedante escribir, en veinte años, que yo había ya descubierto al señor Courbet? El público apenas se preocupó por dar chillidos cuando la música de Rossini se representó en Francia; en sus comienzos, el espiritual y amoroso Rossini fue tratado con tan pocos miramientos como el señor Courbet. Se publicaron muchas injurias a propósito de sus obras, como a propósito del Entierro.

¿De qué sirve tener razón? Jamás se tiene razón.

Dos sacristanes de pueblo con la cara roja, dos bolsas de vino, servirán de tema a esos críticos con inclinación literaria de los que le hablaba hace un momento; contrástelos, en el mismo cuadro, con los encantadores niños, con el grupo de mujeres, las lloronas, tan bellas en su dolor como todas las Antígonas de la Antigüedad; es imposible tener razón.

El sol da en pleno mediodía sobre las rocas, la hierba está alegre y sonríe a los rayos, el aire es fresco, el espacio es grande, encontrará la naturaleza de las montañas, sentirá sus aromas; luego llega un chistoso que, por haber instruido su espíritu con el Journal pour rire,[10] se burlará de Las señoritas de pueblo.[11]

La crítica es un oficio desagradable que paraliza las facultades más nobles del hombre, las apaga y las aniquila: así pues, la crítica sólo tiene verdadera importancia en la mano de ilustres creadores, Diderot, Goethe o Balzac entre otros, que prefieren bañar todas las mañanas sus fibras entusiastas antes que regar los cardos que cada crítico tiene encerrados en un feo jarrón sobre su ventana.

Encontré, en la avenida Montaigne, a esas famosas bañistas, más cargadas de escándalos que de carnes. Hace dos años que se extinguió ese famoso escándalo, y hoy en día solo veo a una criatura sólidamente pintada que tiene el gran defecto, para los seguidores de lo convencional, de no recordar a las Venus Anadiómedas de la Antigüedad.

El señor Proudhon,[12] en la Filosofía del progreso (1853) juzgaba con seriedad a las Bañistas:[13] “La imagen del vicio, así como de la virtud, es tanto del terreno de la pintura como de la poesía: de acuerdo a la lección que quiere dar el artista, toda figura, bella o fea, puede cumplir el objetivo del arte”.

¡Toda figura, bella o fea, puede cumplir el objetivo del arte! Y el filósofo continúa: “Que el pueblo, reconociéndose en su miseria, aprenda a ruborizarse por su cobardía y a odiar a sus tiranos; que la aristocracia, expuesta en su grasienta y obscena desnudez, reciba, en cada uno de sus músculos, la flagelación de su parasitismo, de su insolencia y de su corrupción”. Salto algunas líneas y llego a la conclusión: “Y que cada generación, depositando en el lienzo o en el mármol el secreto de su genio, alcance la posteridad sin más condena ni apología que las obras de sus artistas”. ¿Acaso estas palabras no nos hacen olvidar las tonterías que no deberíamos ni oír ni escuchar, pero que irritan como una mosca persistente en su zumbido?

El Taller del pintor, que será muy discutido, no es la última palabra del señor Courbet. Seducido por los grandes maestros flamencos y españoles que, en todas las épocas, agruparon a su alrededor a su familia, a sus amigos, a sus mecenas, el señor Courbet intentó esta vez salir del ámbito de la realidad pura: alegoría real, dice en su catálogo, dos palabras que chocan juntas y que me desconciertan un poco. Habría que tener cuidado de someter la lengua a ideas simbólicas que el pintor puede intentar traducir, pero que la gramática no adopta. Una alegoría no puede ser real, de la misma forma que una realidad no puede hacerse alegórica: la confusión es ya demasiado grande a propósito de ese dichoso realismo como para embrollarlo todo aún más.

El pintor está en su taller, cerca de su caballete, pintando un paisaje, alejándose del lienzo con una pose victoriosa y triunfante. Hay una mujer desnuda de pie cerca del caballete. ¿Va a posar en ese paisaje? Parece extraño. A dos pasos del pintor hay un pequeño campesino de espaldas al público; no se le ve la cara pero la pantomima es tan expresiva que se adivinan sus ojos y su boca. Ese pequeño campesino es la mejor figura del cuadro. Se queda estupefacto al ver sobre el lienzo esos árboles por los que trepa, esa vegetación sobre la que se revuelca, esos peñascos sobre los que pasa su tiempo al sol, buscando nidos.

A la derecha, una mujer de mundo viene a visitar el taller del brazo de su marido, mientras su pequeño hijo juega con estampas. (¿El señor Courbet está seguro de que el pequeño hijo de unos ricos burgueses entraría en un taller con sus padres cuando hay allí una mujer desnuda?). Poetas, músicos, filósofos y enamorados se ocupan cada uno en lo suyo mientras el artista trabaja. Esa es la realidad.

A la izquierda, mendigos, judíos, mujeres amamantando a sus niños, enterradores, jergones, un cazador furtivo mirando con desprecio un sombrero con plumas, un puñal (sin duda, desechos del romanticismo), etcétera, representan la alegoría, es decir que todos esos personajes de clases bajas son los que el pintor ama pintar, inspirándose en la miseria de los miserables. Tal es, a grandes rasgos, el fondo de ese cuadro, aunque yo, por mi parte, prefiero el Entierro de Ornans.

Muchos compartirán mi opinión, especialmente los negadores del señor Courbet, pero no temo ponerme del lado de ellos por un momento para explicar lo que siento. En el ámbito de las artes, es común agobiar a los vivos con los muertos, a las obras nuevas de un maestro con las antiguas. Quienes más gritaron contra el Entierro en los comienzos del pintor serán quienes hoy, necesariamente, harán su más grande elogio. Como no quiero ser confundido con los nihilistas, debo decir que el pensamiento del Entierro es impactante y claro para todos, que es la representación de un entierro en una ciudad pequeña y que sin embargo reproduce los entierros de todas las ciudades pequeñas. El triunfo del artista que pinta individualidades es responder a las observaciones íntimas de cada uno, y elegir así un tipo que todos crean haber conocido para poder gritar: “¡Ese es verdadero, lo vi!”. El Entierro posee esas facultades en su nivel más alto: conmueve, enternece, hace sonreír, da que pensar y deja en el espíritu, a pesar de la fosa entreabierta, esa suprema tranquilidad que comparte el sepulturero, un tipo grandioso y filosófico que el pintor supo reproducir en toda su belleza de hombre de pueblo.

Desde 1848, el señor Courbet ha tenido el privilegio de asombrar a la multitud: cada año se esperan sorpresas, y hasta ahora el pintor ha respondido tanto a sus amigos como a sus enemigos.

En 1848, la Sobremesa en Ornans, gran cuadro de familia, obtuvo un éxito real, sin demasiadas críticas. Siempre es así en los comienzos de un artista. Luego vinieron los escándalos sucesivos:

1er. Escándalo: El Entierro en Ornans (1850)

2do. Escándalo: Las señoritas de pueblo (1851)

3er. Escándalo: Las bañistas (1852)

4to. Escándalo: El Realismo – Exhibición particular – Manifiesto – Cuarenta cuadros expuestos – Reunión de diversos escándalos, etc. (1855).

Ahora bien, de todos esos escándalos yo prefiero el Entierro a los otros lienzos, por la idea que encierra, por el drama completo y humano en el que lo grotesco, las lágrimas, el egoísmo y la indiferencia están tratados por un gran maestro. El Entierro en Ornans es una obra maestra: desde el Marat asesinado de David, nada tan conmovedor se ha pintado en Francia en ese orden de ideas.

Las Bañistas, los Luchadores, los Picapedreros no contienen las ideas que quisieron adjudicarles con posterioridad. Más bien encontraría en las Señoritas de pueblo y en los numerosos paisajes que demuestran el apego del señor Courbet por su suelo natal, su profunda nacionalidad local y el partido que puede sacar de allí.

Aún se repite esa vieja broma: “¡Viva lo feo! Solo lo feo es agradable”, que ponen en la boca del pintor; es sorprendente que se atrevan a reunir semejantes necedades, que hace ya treinta años fueron arrojadas también a la cabeza de Victor Hugo y de su escuela. El sistema de la vieja tragedia renacerá siempre de sus cenizas. Los progresos son lentos, y hemos avanzado poco en una treintena de años.

Por lo tanto, todos los que luchan tienen el deber de ayudarse mutuamente, de atraer, si es necesario, la cólera de los mediocres, de ser sólidos en sus opiniones, serios en sus juicios y de no imitar la prudencia del viejo Fontenelle.

Tengo la mano llena de verdades, y me apresuro a abrirla.

Esta carta, señora, es solo el anuncio de otras cartas que tratarán más directamente ideas nuevas que están en el aire y que intentaré fijar, concentrándome especialmente en las relativas a la literatura.

He realizado algunas críticas al Taller del pintor, a pesar de que hay un progreso real en el estilo del señor Courbet: sin dudas, ganará al ser visto más tranquilamente en otro momento. Mi primera impresión ha sido esa, y creo generalmente en mis primeras impresiones. Las habladurías, los comentarios, las críticas de los periódicos, los amigos y los enemigos vienen enseguida a perturbar el cerebro a un punto tal que es difícil reencontrar el pensamiento en su pureza primigenia: pero, por encima de la impresión, sitúo los trabajos misteriosos del tiempo, que demuele una obra o la restaura. Toda obra llena de convicción es tratada con amor por el tiempo, que solo pasa su esponja sobre las inutilidades de la moda, las alegres imitaciones del pasado y las obras convencionales.

Si hay una cualidad que el señor Courbet posee en el grado más alto, es la convicción. Es imposible negársela, como el calor al sol. Avanza con paso seguro en el arte, muestra con orgullo el lugar del que partió y el lugar al que llegó, pareciéndose en ello a aquel rico manufacturero que había colgado del techo los zuecos que lo llevaron a París. El Retrato del autor (estudio de los venecianos), dice él mismo en su catálogo, la Cabeza de niña (pastiche florentino), el Paisaje imaginario (pastiche de los flamencos) y el Puesto de caza, que el mismo autor titula agradablemente Paisaje de taller, son los zuecos con los que llegó de Ornans y que le sirvieron para correr tras la naturaleza.

Estos cuadros pertenecen al ámbito de la convicción. ¡Qué zancadas de gigante hizo desde esa época para abandonar esa región querida por los pintores del barrio Breda! Seguramente habría alcanzado el éxito de haber tenido la pereza de permanecer allí, y habría aumentado la población de cien artistas de talento, cuyo éxito es tan grande en las vidrieras de los vendedores de cuadros de la calle Notre-Dame-de-Lorette. ¡El fácil oficio de hacer lo bonito, lo tierno, lo coqueto, lo afectado, lo falsamente ideal, lo convencional de acuerdo al uso de las jóvenes y de los banqueros! El señor Courbet no siguió este camino, arrastrado precisamente por su temperamento. Ya en 1853 el señor Proudhon le anunciaba su suerte.

El público, decía, quiere que se lo pinte bello y que así se lo considere.

“Un artista que, en la práctica de su taller, siguiera los principios estéticos aquí formulados (recuerdo el axioma precedente: toda figura bello o fea puede cumplir el objetivo del arte), sería tachado de sedicioso, expulsado de los concursos, privado de los encargos del Estado y condenado a morir de hambre”.

El filósofo trataba con altura esta cuestión de la fealdad a propósito de las Bañistas. Sabe el peso que lo moral tiene sobre lo físico. El caricaturista Daumier[14] veía el hecho desde su lado grotesco. Los eternos burgueses que inmortalizó con su lápiz y que vivirán a través de los siglos con toda su fealdad moderna, exclaman al mirar un cuadro del señor Courbet: “¿Es posible pintar gente tan fea?”. Pero por encima de los burgueses, que fueron demasiado vilipendiados, hay que situar una clase más inteligente, que tiene todos los vicios de la antigua aristocracia, sin tener sus cualidades. Me refiero a los hijos de los burgueses, una raza que aprovechó la fortuna de los médicos, abogados y negociantes, que no hizo ni aprendió nada, que se arrojó a los salones de juego, que tiene la manía de los caballos, de la elegancia que afecta a todo, incluso al escritorio, que lo mismo compra una amante que parte de una revista, que quiere mandar a las mujeres y a los escritores; es con la vista puesta en esta raza nueva que el filósofo Proudhon terminaba sus apreciaciones sobre el señor Courbet:

“Que el magistrado, el militar, el comerciante, el campesino, que todas las clases de la sociedad, al verse por turnos en el idealismo de su dignidad y de su bajeza, aprendan, por gloria y por vergüenza, a rectificar sus ideas, a corregir sus costumbres y a perfeccionar sus instituciones”.

    

[1855]


  1. Se refiere al proceso revolucionario de 1848, que desembocó en la proclamación de la Segunda República Francesa.
  2. Philibert Rouvière (1805-1865), comediante francés.
  3. Las críticas que el compositor y musicólogo François-Joseph Fétis (1784-1871) dirigió a Wagner se publicaron entre 1852 y 1854 en la Revue et Gazette musicale de Paris. Fétis reprochaba a Wagner la ausencia de un ideal y la inclinación a colocar la estética realista por encima de la estética de la belleza.
  4. Gérard de Nerval (1808-1855) se suicidó en París, en medio de las crisis de locura que sufría.
  5. Pierre-Jean de Béranger (1780-1857), poeta y autor de conocidas canciones.
  6. Se refiere, claro, al cuadro Entierro en Ornans, de Courbet.
  7. Nicolas de Largillière (1656-1746), pintor francés del Clasicismo, reconocido especialmente por sus retratos de la corte de Luis XV.
  8. François Gérard (1770-1837) fue uno de los pintores más importantes del Imperio y la Restauración. Destacan, por ejemplo, sus retratos de Napoleón Bonaparte, de Josefina o de Metternich.
  9. El título completo de la obra es El taller del pintor. Alegoría real, determinante de una fase de siete años de mi vida artística (y moral). Fue uno de los cuadros rechazados por la Exposición Universal de 1855. Actualmente se encuentra en el Musée d’Orsay.
  10. Publicación humorística ilustrada que apareció entre 1848 y 1855. Entre sus ilustradores contó con Gustave Doré.
  11. Se trata de otra pintura de Gustave Courbet, realizada en 1851. Actualmente se encuentra en el Metropolitan Museum of Art, en Nueva York.
  12. Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), filósofo y político francés, uno de los principales representantes del movimiento anarquista.
  13. Courbet pintó este cuadro en 1853.
  14. Honoré Daumier (1808-1879), conocido caricaturista de la época realista.


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