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1 Perspectivas de la pobreza

En este capítulo consideramos fundamental presentar perspectivas y planteos sobre la pobreza enmarcadas en diferentes corrientes ideológicas, filosóficas y religiosas, como así también de las ciencias sociales y de la Política Social.

Ahondamos en la pobreza como construcción social, considerando que para analizar la pobreza y la desigualdad es necesario tener en cuenta los mecanismos de construcción social de las mismas (Bayón, 2013; Paugan, 2007). Grimson y Baeza (2011) subrayan que las desigualdades tienen legitimidades sociales específicas en diferentes sectores sociales y contextos culturales, están sostenidas en sentidos comunes y modos de clasificación muy diferentes en unas regiones y otras, como también en unas y otras clases sociales. Es importante tener en cuenta entonces la producción de argumentos, creencias y mitos en relación a dichas legitimidades, en la que los sectores hegemónicos tienen fuerte peso. Por esto, resulta relevante conocer y comprender las perspectivas y estrategias tanto de las instituciones como de los especialistas en campos donde se disputan significaciones de pobreza y desigualdad. El campo religioso es precisamente uno de los campos donde se disputan estas significaciones. En la Iglesia católica las perspectivas sobre la pobreza van desde los planteos iniciales de carácter caritativo y asistencialistas, hasta los últimos vinculados a lo que se denominó “opción por los pobres” y “opción preferencial por los pobres” (Casaldáliga, 1996; Vigil, 2004). Tanto la institución como sus especialistas, desde diferentes perspectivas despliegan estrategias y se relacionan con agentes de otras pertenencias religiosas, y así mismo, con agentes que definen, intervienen y también despliegan estrategias en relación a pobreza y desigualdad en otros campos.

1-Perspectivas y enfoques acerca de la pobreza

El concepto de pobreza es complejo y ha dado lugar a distintas interpretaciones. Así González (1993) afirma que, dicho concepto es “altamente proliferante”, ya que no pertenece a ningún cuerpo teórico en particular, pero sin embargo ingresa problemáticamente en diversos cuerpos teóricos, conceptuales, etc. Así, el concepto está presente en diferentes corrientes ideológicas, filosóficas, religiosas y en las ciencias sociales. Consideramos entonces algunas de estas perspectivas de pobreza, inicialmente la judeo-cristiana y la católica en particular, las que conforman un interesante punto de inicio ya que dentro de las perspectivas filosófico religiosas son las que han gravitado mayormente en occidente. Posteriormente, nos interesa destacar la mirada de las ciencias sociales y de sus distintos enfoques paradigmáticos: positivista (el que más ha prevalecido), materialista histórico y hermenéutico. Estas perspectivas también muestran planteos internos diferentes, y en muchas ocasiones se entrecruzan, retroalimentan y se convierten en planteos que resultan la base de otras ´perspectivas. Consideramos necesario resaltar la relevancia de las perspectivas filosófico religiosas que gravitaron y marcaron profundamente, durante muchos períodos, la forma y el modo de percibir la existencia de los pobres y de encarar la problemática de la pobreza. El surgimiento y consolidación de los distintos enfoques paradigmáticos en las ciencias sociales incorporarán apreciaciones, argumentaciones y planteos que tensionaron y generaron conflictos en algunos casos, que coexistieron en otros, pero que de hecho produjeron un replanteo profundo de las apreciaciones sobre los pobres y la pobreza.

1.1-Perspectivas filosófico religiosas

Dentro de esas perspectivas filosófico religiosas resaltamos, por su importancia, la judeocristina primitiva. Perspectiva que se expresa inicialmente en el AT, texto sagrado que suma cuarenta y seis libros (para la tradición católica), escritos aproximadamente a lo largo de 1000 años. En estos libros la palabra “pobre” aparece, bajo diversas acepciones, muchas veces contradictorias, que abren apreciaciones y perspectivas diferentes[1]. Igualmente, González Carvajal (1991) subraya que todas estas apreciaciones se refieren a la situación de inferioridad material que unos hombres experimentan con respecto a los demás.

En el libro del Éxodo, señalan los estudiosos del tema (Gelin, 1965; González Carvajal, 1991; Boff, 1989), Yavé se presenta a la escucha del clamor de los oprimidos, del pueblo esclavizado, de los pobres, rescatándolos de las manos de los opresores. En uno de los relatos más conocidos Yavé escucha el clamor de los israelitas sometidos por los hebreos a la esclavitud y pide a Moisés que los libere (Ex 3, 7-11). Moisés en el proceso de liberación debe mantener un espíritu fraternal en su pueblo, un espíritu de unidad, un espíritu colectivo, que lleve a que unos se preocupen y se encarguen de los otros, para que todos cubran sus necesidades de igual manera. Yavé establecía como escandaloso que quienes tenían bienes no los compartieran con los que pasaban necesidad.

La tierra hacia la que caminaron los israelitas, por cuarenta años, era precisamente la tierra de la abundancia, de la gracia, del fin de las opresiones. Cuando llegaron Yavé les dijo: “no habrá ningún necesitado entre vosotros” (Dt 15, 4), así la Tierra Prometida significaba también el fin de la opresión de unos sobre otros y el fin del escándalo de la pobreza. Sin embargo, una vez que el pueblo elegido se asentó en Canán la unidad se debilitó, y más aún, con el advenimiento de la civilización urbana, y paralelamente con la civilización real o monárquica. Disuelta la unidad, los que tenían bienes no los compartían con los que no los poseían y sí hubo, nuevamente, “necesitados” en el pueblo israelita. El Deuteronomio, otro de los libros del AT, al recuperar esta tradición mosaica, centra sus referencias al pobre en el socorro que este debe recibir, en tanto es el que no puede valerse por sí mismo. De esta manera, se pone en evidencia la insolidaridad de la comunidad, la no asistencia como falta social. Así, la existencia de pobres muestra que la sociedad se ha empobrecido moral, cultural y/o religiosamente y esto es lo que la convierte en un escándalo.

Los profetas esforzándose también por mantener esta tradición, y con la pretensión de extraer del pasado un ideal religioso que querían restablecer dentro de una sociedad más desarrollada (Gelin, 1965), denuncian la situación del pobre, pero no solo como la falta de socorro sino poniendo el acento en la opresión. El escándalo ´para los profetas era la opresión que los poderosos y ricos ejercían sobre los pobres, y las condiciones en que estos vivían. Los profetas (CELAM, 1983) reconocen el derecho del necesitado por el solo hecho de ser necesitado, y afirman que tienen derecho a recibir lo que les es necesario para vivir. De esta manera, la justicia no es primero el derecho de los que tienen, sino el derecho primordial de los que no tienen, el derecho del necesitado por el hecho mismo de su necesidad. Gelin (1965) observa que, siguiendo esta línea, los profetas denuncian el comercio fraudulento (Os 12, 8; Am 8, 5), el acaparamiento de las tierras (Miq 2, 1-3; Ez 22, 29), la arbitrariedad de la justicia (Am 5, 7), las reducciones a esclavitud (Neh 5, 1-5) y las violencias de las clases poseedoras (2 Re 23, 30.35). También la hipocresía de los ricos que oran, participan de las asambleas y las peregrinaciones, pero no respetan el derecho del pobre. La línea profética afirma que Yahvé se vuelve insensible a estos actos sino están acompañados de justicia, comprendiéndola como la obligación del rico de dar al pobre por el derecho de este (CELAM, 1983).

González Carvajal (1991) plantea que se puede decir que el AT conoce dos tipos de pobreza, la horizontal, la que experimentan unos hombres cuando se comparan con otros, contraria a la voluntad de Dios y la vertical, la que experimenta el hombre religioso cuando se compara con Dios. Sin embargo, en el primer tipo aparece también otra acepción, minoritaria, que posteriormente retomará el protestantismo, para la cual la riqueza es la recompensa de los justos (Dt 6,11; Prov 3, 10.16; Sal 112, 3) y la pobreza el castigo de Dios a los pecadores (Lev 26, 14.43; 2Sam 24, 13), asociando entonces virtudes al rico y pecados al pobre. Perspectiva, aún presente en algunos sectores sociales, que considera a los pobres no en sus virtudes, sino en sus defectos, vicios, incapacidades y carencias.

En cuanto a la pobreza vertical, es a partir del profeta Sofonías cuando el vocabulario referido a los pobres experimenta una trasposición espiritual y sirve para designar la actitud del hombre ante Dios. Esa línea mística de Israel se expresa anónimamente en los salmos, en muchos de los cuales se plasma la plegaria de los pobres, de los débiles, pidiendo protección a Yavé (Gelin, 1965). El pobre de los salmos no tiene nada y se sostiene en Dios, el rico en cambio se sostiene y encuentra seguridad en sus riquezas (Pixley y Boff, 1986). A partir de aquí resulta interesante observar el cambio que se produce en el NT, en el que comienza a desplegarse una perspectiva espiritual de la pobreza y a hacerse más evidente la coexistencia de perspectivas contrapuestas.

En el NT cuatro evangelistas[2] relatan la vida de Jesús, algunos de los textos se refieren entonces a los mismos acontecimientos, sin embargo, no siempre son presentados de la misma manera[3]. Coinciden en que Jesús es Dios hecho hombre, que viene a cumplir las promesas del AT y que siendo rico se hizo pobre, y nació pobre (Lc 2,7; 2 Cor 8,9). La Virgen María, “la pobre de espíritu”, recientemente embarazada de Jesús, al visitar a su prima Isabel, en el “magníficat” hace referencia a Dios y a su intervención en relación a la pobreza material: “Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes, colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 52–53). La pobreza tiene centralidad en los evangelios, Jesús al proclamar su misión anuncia que ha venido a traer la buena noticia a los pobres, a anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos que pronto van a ver, que ha venido para despedir libres a los oprimidos (Lc 14, 18 y19). Elije a pobres para estar con él y para seguirlo (Lc 2, 7), el que tiene bienes y quiere ser su discípulo debe de renunciar a ellos (Lc 14, 33; Mc 5, 8-9). Jesús también denuncia la riqueza (Lc. 16; Lc. 19; Mt. 19) y pide a los hombres que no se dejen aprisionar por las posesiones (Mt 13, 22). Sostiene que nadie puede servir a la vez a Dios y a las riquezas (Lc 16, 13) y reprocha al rico Epulón por haber malgastado sus bienes y no haber compartido con un pobre, con Lázaro (Lc 16, 25).

Dos textos claves en relación a las comprensiones de la pobreza son el “sermón de la montaña” o “bienaventuranzas”, primer sermón de Jesús; y el “juicio final”, también conocido como las “obras corporales de misericordia” (Mt, 25, 31–46). En el texto de Mateo en el “sermón de la montaña”, de acuerdo a la traducción, Jesús dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu” o “Bienaventurados los que tienen espíritu de pobres porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). En el texto de Lucas no aparece esta acepción de “pobres de espíritu”, el evangelista se refiere directamente a los pobres, diciendo: “Bienaventurados los pobres” (Lc 6,22). Esta diferencia entre el texto de Mateo y el de Lucas es clave para diferentes líneas del catolicismo. Se abre, a partir de estas interpretaciones, el debate en torno a si Jesús habla de la “pobreza espiritual”, de la “pobreza material” o de ambas. Los que se posicionan en el evangelio de Lucas entienden que Jesús se refiere al hambriento, al sediento, al exiliado, al enfermo, al sufriente, al perseguido, etc. Y subrayan que es precisamente a los pobres a quienes les corresponde el Reino de los Cielos. Contrariamente, los que se posicionan en la lectura de Mateo, comprenden que son bienaventurados los que se confían en Dios y no en los bienes, los que relativizan y se desprenden de sus bienes, los que comparten con los pobres materiales.

En el “Juicio final” Jesús recomienda dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, recibir al forastero en casa, visitar al enfermo y al que está en la cárcel. Afirma que, de acuerdo a como se haya tratado a los pobres será la recompensa después de la muerte. Para algunas perspectivas las obras de misericordia permiten al rico ejercer la caridad para salvarse, para otras, tal como sostiene Burns (2009), implican un compromiso integral, caridad más justicia. Para estas últimas, al dar de comer el cristiano se comprometería para que se acabe el hambre, con los hambrientos como sujetos y a partir del reconocimiento de sus derechos. Y acá nuevamente se abre la controversia entre las diferentes perspectivas en cuanto a si la acción en relación a los pobres es la asistencia y caridad, o si también está en jugo la justicia y la liberación, y para ello la praxis política.

Las perspectivas que ponen el acento en la pobreza material no niegan su dimensión espiritual. Tampoco las perspectivas que se posicionan en la centralidad de la pobreza espiritual niegan la importancia de la pobreza material, pero, sin embargo, la suelen comprender desde la obligación cristiana de dar al que no tiene, sin relacionar la pertenencia cristiana con la praxis social, económica y política para el logro de la justicia. Pixley y Boff (1986) observan que el problema no está en el amor cristiano al pobre como tal, ya que ese amor es asumido por los cristianos, sino en cómo es percibida por ellos, como parte de su fe, la situación de pobreza del otro, y así el modo en el que ese amor debe de hacerse explícito. De esta manera, ningún cristiano estará en contra de la opción por los pobres, entendida genéricamente como amor a los pobres, ni tampoco se discutirá que, ese amor debe de ser un “amor social” o una política caritativa, ya que, aunque todavía no exprese la mentalidad generalizada de la mayoría de los cristianos esto está claro en la DSI. Pero sí el problema está en cómo tiene que expresarse ese amor, y es eso lo que “divide las aguas”. En grandes líneas se presentan tres orientaciones fundamentales: tradicionalista institucional, reformista y revolucionaria. Cada una de estas orientaciones implica diferentes líneas pastorales, estrategias políticas y metodologías pedagógicas.

La pobreza no aparece solo en el NT y en los evangelios, sino que, en los demás libros de la Biblia, libros que, relatan la vida de las primeras comunidades cristianas, también está presente. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra como en las primeras comunidades los cristianos ponían todo en común y nadie pasaba necesidades (He 2, 44): Jesús vino a cumplir las promesas del AT. Pixley y Boff (1986) señalan que si bien esto después se fue modificando y no fue una práctica que tuviera mucha continuidad, la preocupación por los pobres aparece en las cartas de San Pablo. En la primera visita que el apóstol hace a la comunidad de Jerusalén, algunos de sus miembros, le expresan que la condición para que siga anunciando a Cristo es que no se olvide de los pobres, a lo que Pablo sostiene haber cumplido con presteza (Gál 2, 9 -10 y 1 Cor 11, 17-22). Así mismo, Santiago en su carta insiste en que Dios eligió a los pobres como herederos del reino (Sant 2, 5-7).

La convivencia más clara de la pobreza espiritual y material la podemos observar en otra de las comprensiones de la pobreza en el catolicismo, la pobreza elegida. Algunos cristianos, monjes, ermitaños, mendicantes, etc., de forma “heroica”, y basándose en el ideal humano y religioso de austeridad y de la indiferencia frente a los bienes del mundo, eligen vivir la pobreza material. Consideran que así se identifican con Jesús pobre. También en la pobreza elegida hay diversas líneas pastorales, que pueden vincularse o no con la praxis política.

La comprensión de la pobreza espiritual presente en el AT y en el NT se ha reelaborado en lo que podemos llamar el “sentido común cristiano”. Gutiérrez (1994) observa que cuando se diferencia entre pobreza material y espiritual, la primera pierde relevancia y negatividad. Vigil (2004) subraya que se construyó el argumento frecuente de que los ricos son los verdaderos pobres, pobres de riquezas espirituales, de las cuales los pobres materiales son muy ricos. Y sostiene que esto es un verdadero juego de palabras, un “malabarismo conceptual” para no entender lo obvio. Consideramos que no solo para no entender lo obvio, sino para relativizarlo, no dejarse interpelar por la pobreza y obturar posibilidades de cambio y de transformación. Casaldáliga (1989) en su poesía “Bienaventuranzas de la conciliación pastoral”, pone en palabras este “malabarismo conceptual”, y muestra como este es parte también del debilitamiento de las perspectivas centradas en la liberación, y del desplazamiento eclesial hacia posturas más conservadoras:

Bienaventurados los ricos, 
porque son pobres de espíritu.

Bienaventurados los pobres, 
porque son ricos de Gracia.

Bienaventurados los ricos y los pobres, 
porque unos y otros son pobres y ricos.

Bienaventurados todos los humanos, 
porque allá, en Adán, son todos hermanos.

Bienaventurados, en fin,
los bienaventurados
que, pensando así,
viven tranquilos…,
porque de ellos es el reino del limbo.

Los Padres de la Iglesia[4] introducen otra perspectiva, ligan la pobreza a la discusión sobre la propiedad de los bienes y a la justicia social, retoman, de alguna manera, a los profetas. Los ricos deben desprenderse de los bienes materiales no solo interiormente, sino también compartiéndolos, pero no tanto por un impulso del corazón ni como caridad, sino según las normas de un derecho. La riqueza pertenece realmente a los pobres, el que la posee, solo es su administrador. De este modo, afirman una comunidad de bienes terrestres establecidos por derecho, bienes que los ricos ha acumulado (CELAM, 1983), así lo expresa San Basilio:

Te pareces a un hombre quien, llegando al teatro, quisiera impedir que los otros entraran y se imaginaría poder gozar solo de un espectáculo al cual todos tienen derecho. Así son los ricos: se adueñan de los bienes comunes que han acaparado, porque son los primeros que los ocuparon (Homilía 6. En CELAM, 1983: 276).

Los Padres de la Iglesia no trataron de conciliar el derecho del pobre y el derecho a la propiedad en un sistema racional. Fue tarea de la escolástica demostrar que los productos están destinados por derecho (los Padres dicen: pertenecen) a los que realmente los necesitan y que este derecho no destruye la propiedad, sino que define sus obligaciones y sus límites. Esta perspectiva no solo implica diferencias profundas con las demás perspectivas cristianas, sino también con perspectivas filosóficas y políticas e incluso con algunos postulados de las ciencias sociales. Surge entonces la idea de “justicia social”, comprensión que se profundiza más aún en el período escolástico (CELAM, 1983), cuando Santo Tomás distingue entre la justicia conmutativa y la justicia distributiva. La primera regula el intercambio, y es definida como el derecho de las personas que ya tienen algo y pueden llegar al mercado; y la segunda, regula la distribución de bienes comunes entre diferentes miembros de la comunidad, y consiste en distribuir a los miembros de la comunidad, no según lo que aportan al mercado, sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en el intercambio. Así, la justicia conmutativa define el derecho de una persona acerca de otra persona, por el justo salario, el justo precio y el justo beneficio. En cambio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona acerca del conjunto de los que poseen bienes no necesarios, crea derechos y obligaciones, tan estrictos como la justicia conmutativa, derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones del conjunto de los ricos respecto al conjunto de los pobres. A la vez, por encima de todo está la justicia general que tiene como fin el bien común. Los bienes son de algunos, pero son para todos. En esta perspectiva los pobres tienen derechos en virtud de ser propietarios de los bienes y los ricos tienen obligaciones hacia los pobres, no en su condición individual, sino hacia todos, por ser los propietarios reales. Así, derecho y deber son una unidad absoluta de la relación social. Es decir, el derecho del pobre implica el deber del rico, y el deber del rico se sienta sobre el derecho del pobre. Simmel ([1908] 2011) observa que las perspectivas sobre pobreza pueden distinguirse de acuerdo a sus planteos en relación a obligaciones y derechos, de acuerdo a si el peso está puesto en la obligación del que da o en el derecho del que recibe. Y en esta perspectiva sí, tal como afirma Simmel ([1908] 2011), es el derecho de los pobres el fundamento de las obligaciones de los ricos.

Anteriormente, hicimos referencia a una acepción de pobreza minoritaria en el AT, que vincula riqueza a virtud y pobreza a pecado. Esta fue retomada por el protestantismo, alejándose de la acepción que otorga a la pobreza una significación positiva en tanto posibilita al rico ejercer la caridad y salvarse. En el protestantismo tanto la racionalidad económica como la ascesis, cobraron fundamental importancia. A medida que el trabajo asalariado se convirtió en estructurador de la sociedad, la pobreza se definió (en esta perspectiva) como ausencia de relación laboral y encontró cada vez más su justificación, ya no en motivos “naturales”, sino individuales y morales. Se culpabilizó a los pobres de su situación, se deslegitimó la caridad y se autorizó a los que sostenían que a los pobres se los debía controlar y castigar, el pobre se convirtió en una amenaza social. Por esto, el trabajo comenzó a ensalzarse como fuente de toda riqueza y la pobreza se presentó asociada a conductas alejadas del mismo (Morell, 2002). Así, la limosna y la caridad ya no aseguran la salvación, al contrario, son prácticas ilegales y antisociales porque fomentan una actitud negativa frente al trabajo.

Presentamos diversidad de perspectivas sobre la pobreza en el cristianismo y centralmente en el catolicismo. A la multiplicidad de perspectivas católicas las agrupamos en dos grandes líneas, la primera, a la que Castel (1998) llama lógica de salvación, vinculada a la caridad y la segunda más ligada a la discusión sobre la propiedad de los bienes y a la justicia social, introducida por los Padres de la Iglesia. Igualmente, resaltamos la primera en tanto fue la más fuerte a lo largo de la historia del catolicismo. Los pobres, en esta perspectiva, son personas no aptas para el trabajo, es el desamparo del cuerpo lo que funciona como el signo evidente para inscribirlos en la historia de salvación: vejez avanzada, infancia abandonada, enfermedad, personas con defectos y mutilaciones. Así, el pobre puede ser un medio para que el rico ejerza la virtud cristiana suprema, la caridad, la que le permitiría llegar a salvarse. Esta perspectiva no implicó únicamente acciones individuales de los creyentes, sino que se manifestó en la creación de hospitales y centros de caridad y beneficencia que le dieron a la institución una importante inserción socio territorial. La “lógica de salvación” en contraposición a la línea de los Padres de la Iglesia pone el acento en la obligación del que da, el pobre desaparece como sujeto legítimo y objeto central de interés.

Perspectivas internas, comprensiones, lecturas divergentes conviven y se tensionan en el catolicismo. La Biblia, libro fundante de la tradición judeo – cristiana, es interpretada de manera diferente, cada línea resaltará unos u otros textos o a los mismos los interpretarán de manera contrapuesta. Interpretaciones que además conllevan líneas de acción y/o estrategias diversas. Lo que genera conflictos y enfrentamientos por la imposición de las que cada uno considera “verdaderas”[5].

Si bien, la preocupación por los pobres está presente desde los orígenes del cristianismo y de la Iglesia, expresándose en diferentes lógicas, institucionalmente ha prevalecido la de la caridad, con las características que venimos presentando, y con la comprensión de la pobreza como problema individual. Sin embargo, fue a fines del sXIX cuando diversas situaciones movieron a la Iglesia a posicionarse y pronunciarse sobre la cuestión social. Entre ellas, el crecimiento de una conciencia generalizada de las consecuencias sociales de la revolución industrial; las iniciativas dispersas, promovidas o estimuladas por la Iglesia, que se revelan impotentes para enfrentar una situación de inequidad que despertaba; y la preocupación ante la emergencia de la alternativa socialista. En este contexto es cuando aparece (1891) la encíclica Rerum Novarum (RN) del papa León XIII, convirtiéndose en el primer gran pronunciamiento de la institución sobre la cuestión social y el inicio de una nueva etapa de intervención en lo social. Entre los elementos novedosos que introdujo está el situar al trabajo y a la cuestión social entre las preocupaciones prioritarias de la Iglesia. Sin embargo, en paralelo León XIII proclamó la inevitabilidad de la desigualdad social, desigualdad comprendida como natural, y la consiguiente necesidad de la armonía entre los diversos miembros o clases sociales. Y para establecer esa armonía social, contraria a la lucha de clases, consideró esencial promover la colaboración entre las clases, basándose en el espíritu cristiano de caridad y justicia (Ceva, 2012). Como parte de esta colaboración reconoció el derecho de los obreros a asociarse para la defensa de sus justas reivindicaciones, pero respetando al patrón y a sus bienes. Paralelamente, enunció que los patrones tienen la obligación de respetar la dignidad del obrero, con el justo salario y el ejercicio directo de la caridad (Ceva, 2012). También, esta encíclica sostiene la tesis del deber del Estado de intervenir en el campo social y económico para la protección de los que no tienen defensa. Y denuncia el grave peligro representado por el socialismo, que venía a sacudir los valores fundamentales de la sociedad y la cultura. Igualmente, la Iglesia mantuvo su enfrentamiento con la modernidad, modernidad que, tanto desde las ciencias sociales como desde el liberalismo, el marxismo y el socialismo se consideraba incompatible a largo plazo con la religión. Por consiguiente, se confrontaba no solo con la modernidad sino también con estas perspectivas políticas que identificaban a las religiones, y a la católica en particular, como contrarias al progreso y a la modernidad, tendiente a desaparecer: “La iglesia es una contra sociedad. La amenaza es latente y puede estallar en cualquier parte. Fuera de la Iglesia, todo es condenable. No hay diálogo sino anatema, estigma” (Mallimaci, 1993: 97). Una situación que también se traducirá en el incremento del llamado “mundo católico paralelo”, escuelas católicas, organizaciones católicas, etc., como observamos más adelante.

La RN produjo, fundamentalmente en América Latina, y particularmente en Argentina, una nueva inserción de la Iglesia y de los católicos en “lo social” y una nueva relación con el Estado, signada por su enfrentamiento con las expresiones socialistas y liberales. Esta encíclica impulsó la búsqueda de inserción de la Iglesia Católica en sectores obreros y migrantes, el reposicionamiento institucional, la necesidad de organizar a los católicos en el campo político y de que tengan una mayor presencia en el campo social. Dentro de los nuevos postulados van a coexistir las posturas que acentúan la conservación del orden frente a conmociones revolucionarias y las que buscan elaborar respuestas diferentes a problemas nuevos. Para “penetrar” la sociedad, e inspiradas en la RN, se pusieron en marcha un conjunto de iniciativas católicas, estrategias que se reafirmaron en la década del diez cuando la cuestión social se vio agudizada: Liga Democrática Cristiana, Liga Social Argentina, Unión Democrática Cristiana, patronatos, sindicatos, cooperativas, congresos, círculos de estudio, conferencias callejeras, etc. (Ceva, 2012). Dentro de esta estrategia cobró relevancia la Juventud Obrera Católica (JOC), con origen en Bélgica, y que en Argentina fue impulsada, desde 1940, por los Jóvenes de la Acción Católica argentina (JAC), llegando a tener presencia en todas las diócesis del país. Con esta nueva presencia política y social se fue constituyendo como hegemónico el “catolicismo integral”: intransigente, integralista y ultramontano. No alojado en una persona o en un grupo en especial sino en la convicción concreta y palpable, de que la fe cristiana es el principio de verdad absoluta. Todo valor verdadero proviene de la Iglesia Católica Apostólica Romana que es la norma suprema y la única garante de una unidad trascendente. Este catolicismo no acepta estar relegado en la sacristía, busca, por mil caminos diferentes, tener una presencia social. Busca “recristianizar la sociedad” y para lograr ese objetivo genera un vasto movimiento de “penetración”, “transformación”, “restauración” e “infiltración”. No obstante, presenta también líneas internas: integristas, sociales e integrales a secas (Mallimaci,1988a y 1988b).

Merklen (2010) plantea que la concepción de lo social implica una cuestión moral, y que las distintas concepciones morales construyen diferentes modelos para comprender la cuestión social. A lo que suma, que estas formas de comprender la cuestión social fueron y son objeto de largos debates y de luchas políticas. Dentro de estas comprensiones distingue, tanto en posturas políticas como en las académicas, dos posiciones, una que apoya la problematización en términos de trabajo y otra que propone investigar y actuar en función de la pobreza observada. La Iglesia católica, como concepción moral/religiosa, construyó y construye, a partir principalmente de la RN, una forma particular de comprender la cuestión social. En consecuencia, consideremos que las posiciones identificadas por Merklen (2010) también están presentes al interior del catolicismo. Tensiones en relación a las causas de la pobreza, identificadas en la relación capital/trabajo y/o en cuestiones individuales; a los modos de intervención, sobre las causas o sobre las consecuencias; a la propiedad de los bienes; y también con respecto a si la asistencia es una obligación del que da y/o un derecho del que recibe.

En la década del 60, el Concilio Vaticano II, en el que nos vamos a detener en el capítulo II, marcó otro punto de inflexión de enorme relevancia, replanteando los vínculos con la modernidad que había colocado a la Iglesia en un fuerte encerramiento desde el famoso Syllabus de Pío IX[6]. Posteriormente, los documentos del episcopado latinoamericano, Medellín (1968), en que se “traduce” el Concilio a la realidad de América Latina, Puebla (1979) y paralelamente el surgimiento y desarrollo de la TL y sus postulados en cuanto a la “opción por los pobres” (que también profundizaremos en el capítulo II), tuvieron repercusión en la comprensión hegemónica de la pobreza. Abriéndose camino una determinada praxis vinculada a “liberación”, como opuesta a “opresión”, en continuidad con los sucesos revolucionarios del continente y como superadora del “desarrollo”, que terminaría siempre por reforzar la estructura social vigente, excluyente y elitista (Boff, 1989). Estos postulados influyeron no solo en católicos sino en personas de variadas y múltiples creencias y participaciones políticas, sociales y/o sindicales.

Si bien en el catolicismo latinoamericano hasta los años 60 fue la línea vinculada a la caridad y la salvación la predominante, después del Concilio y de Medellín y Puebla, la línea introducida por los Padres de la Iglesia se hizo más fuerte y fue retomada por la TL, que considera al pobre como sujeto de derechos. Para la TL no está en juego el derecho a la propiedad, sino la participación en los bienes que han sido dados para todos, identificando las causas de la pobreza en la misma naturaleza del capitalismo. Así, la denuncia de estructuras sociales de dominación y explotación de los pobres lleva a un fuerte compromiso con sus luchas por una vida más justa. Sin embargo, esta perspectiva volvió a debilitarse con los cambios de conducción de la Iglesia, primero con Juan Pablo II y posteriormente con Benedicto XVI, consolidándose nuevamente una corriente más abiertamente conservadora.

Así, no podemos dejar de subrayar que, mientras por un lado se explicitan diversas concepciones filosóficas y religiosas sobre los pobres y la pobreza, por el otro se despliegan procesos socio económicos que explicitan la existencia de sociedades sumamente fragmentadas, que muestran una creciente desigualdad, se ven marcadas por la división social; y en las que se incrementa la pobreza. Procesos que tienen su origen con la Revolución Industrial, la brecha entre capital y trabajo, el surgimiento de la identificación de sectores y/o grupos a ser asistidos (Simmel ([1908] 2011).

Mostramos que la pobreza ocupa un lugar relevante en el AT, en el NT, en los Padres de la Iglesia y que también es un tema importante en la DSI[7]. El pensamiento social de la Iglesia, como ya mencionamos, tiene sus raíces en las escrituras y en los padres de la Iglesia, pero es desde la RN, y frente a estos nuevos contextos, cuando comienza a hablarse de DSI, para hacer referencia a las enseñanzas, documentos, y fundamentalmente, a encíclicas sobre temáticas sociales. También, es preciso destacar que se dan diversas lecturas de este magisterio social entre los católicos, cada línea del catolicismo hace una lectura diferente de la DSI. Además, los diferentes individuos y grupos católicos, que en situaciones históricas y geográficas diversas se refieren a la enseñanza social de la Iglesia, la reciben en un contexto determinado, que no es ni puede ser totalmente neutro (Scanone, 1987). Scanone (1987) sostiene que: “de ahí que, además, la enseñanza social del Iglesia, que no es una ideología, ha podido, sin embargo, ser asociada a filosofías e ideologías políticas y sociales muy diferentes: tradicionalistas, paternalistas, conservadoras, democráticas, socialistas, etc.” (p.53).

Si bien coexisten, como venimos desarrollando, múltiples comprensiones internas, lo distintivo y común es que para la Iglesia la pobreza afecta el desarrollo integral del ser humano, y niega a las personas que la viven su dignidad de hijos de Dios (Ivern y Kotter, 1991). Incluso las perspectivas vinculadas a la praxis política subrayan que la raíz más profunda de sus opciones no es de carácter antropológico (humanístico, ético o político), sino de carácter teológico, cristológico (Pixley y Boff, 1986). Como resaltamos, en algunos textos bíblicos, ya desde el AT, aparece el contraste entre ricos y pobres como no deseado por Dios, sin embargo, no el concepto de desigualdad. Concepto que sí aparece en la DSI, pero con poco peso. En un compendio de la DSI, realizado por la Conferencia Episcopal Argentina (2005), la palabra desigualdad aparece solo cinco veces (en los puntos 94, 145, 192, 362, 263 y 374), y no analizándola, sino haciendo referencia a la existencia de desigualdades internas en las naciones, incluso ricas y desarrolladas, y a las desigualdades entre países, que generarían situaciones de dependencia.

La pobreza, es un tema no menor para la Iglesia, tema considerado relevante y de su incumbencia. Pero que “separa aguas” y abre perspectivas diferentes que entran en tensión. Los pobres y la pobreza interpelan a la institución y esta se expresa ya sea por documentos, como por intervenciones y acciones. No solo manifestándose y definiendo estrategias institucionales sobre pobres y pobreza al interior de la misma Iglesia, sino también, pronunciándose y buscando incidir sobre discursos, acciones e intervenciones de otros actores.

1.2-Perspectivas de las ciencias sociales

En las perspectivas vinculadas a las ciencias sociales es evidente el predominio de una visión paradigmática y teórica vinculada con la vigencia del positivismo. En este tipo de visión podemos diferenciar dos importantes líneas, el liberalismo/neoliberalismo y el esencialismo. En la concepción liberal (Salama y Valier, 1996) la pobreza aparece asociada a los campesinos marginados de zonas desérticas o sin tierra, a los desocupados de las villas de emergencia, o bien a algunos grupos sociales, como las madres, los niños, los viejos, los que sufren en forma extrema enfermedades que los afectan más que al resto de la población, los que padecen tasas de mortalidad más altas y cuya alimentación es particularmente insuficiente en cantidad y calidad y los que viven en hábitat totalmente insalubres, cuando no en las calles. Esta clasificación puede, para esta perspectiva, agruparse en el concepto de “extremadamente pobres” o de “excluidos”. Y es solo en situaciones de extrema pobreza y exclusión en las que el Estado debe intervenir, debe “socorrer” al pobre, no por los derechos de este, sino por verse obligado ya que, la intervención en situaciones de pobreza extrema permite sostener el funcionamiento del sistema.

Los “extremadamente pobres”, los “excluidos”, son simples individuos ya que no existe apropiación primitiva, ni explotación, ni opresión social. La pobreza se explica entonces, como en la corriente asistencial de la Iglesia católica y como en otras de las perspectivas, por razones de orden personal: ineptitud, mala suerte, ingenuidad y/o pereza (Salama y Valier, 1996). Álvarez Legizamón (2001) observa que el neoliberalismo, por un lado, explica la pobreza desde el debilitamiento de capacidades de los pobres por el “círculo vicioso de la pobreza”; y por otro, basa la superación y el diseño de políticas al respecto, en las capacidades de los pobres para organizarse. Lautier (1998) manifiesta también que, desde esta perspectiva, las políticas de la pobreza (o a favor de los pobres) aplicadas en el continente por el liberalismo/neoliberalismo, no tienen como objetivo su “erradicación” o la “lucha” contra este problema social, sino su regulación, su administración, el “mantenimiento del equilibrio”, conforme a los principios de organización social y a los valores que prevalecen en cada sociedad. En esta regulación se acentúa la línea que, dando continuidad a las que en el pasado promovían una reeducación moralista de los pobres, resalta su reeducación económica e incita a promover su comportamiento eficaz en el mercado (Lautier, 1998). También, continúa vigente la idea del incentivo de la participación, incentivada por las llamadas Organizaciones no Gubernamentales (ONGs), pero esta participación no se promueve en términos de “movilización política”, como en los años 60, sino como “movilización económica”, mediante propuestas del tipo de “economía solidaria” o “economía popular”. Así, en la perspectiva liberal es el Estado el que tiene el deber de “socorrer” al pobre desde la asistencia, no por un derecho de este sino por la supervivencia de la sociedad desigual (Simmel ([1908] 2011). También se busca la “salvación” del rico, ya no en el sentido religioso/trascendental sino en cuanto defensa de su posición en la estructura social.

La otra perspectiva positivista, la esencialista o idealista, está conformada por corrientes teóricas que han orientado su análisis a la relación cultura/pobreza, conceptualizando generalmente, la cultura desde concepciones restringidas. Como señala Ameigeiras (1998), los pobres son percibidos como sujetos de carencia, reafirmando encubiertamente o no, el punto de vista de los que consideran que estos no tienen cultura o que visiblemente explicitan una forma de la misma claramente elemental y precaria. De este modo, el concepto de “cultura de la pobreza”, desarrollado por numerosos autores, pero acuñado y popularizado por Lewis, da sustento a la arraigada perspectiva que culpa a los pobres de su pobreza y alienta políticas que perpetúan las desventajas asociadas a la misma (Valentine, 1970). Para algunos la existencia de esta “cultura” es un producto, un resultado deficiente y residual propio de las condiciones de vida marginales, para otros, no conforma más que una peculiaridad, que en última instancia actúa como un obstáculo para el desarrollo de planteos nuevos o transformadores. Autores que se diferencian de los postulados de la “cultura de la pobreza” y de esta perspectiva esencialista (Miguez y Seman, 2006; Ameigeiras, 1998), consideran, contrariamente, que los pobres en su heterogeneidad son también sujetos culturales, individuos que tejen una trama de sentidos a través de la cotidianidad de su existencia, que afirman su conciencia de identidad y pertenencia. Así, estos sujetos culturales conforman una base fundamental para los emprendimientos comunes donde los sectores populares y los pobres en general, no solo reproducen universos simbólicos “establecidos” socialmente en el marco de condiciones materiales de existencia, sino que también transforman y producen nuevas apreciaciones y significados (Ameigeiras, 1995). En cuanto el pobre es considerado responsable de su situación desaparece su derecho y la intervención se centra en los objetivos de regulación y control. En tanto se lo visualiza como productor/transformador, tiene derechos y es sujeto de exigencia de garantía de sus derechos.

El materialismo histórico representa la perspectiva paradigmática contrapuesta al positivismo, plantea que la acumulación de capital conlleva una concentración de riqueza, cuya contracara es necesariamente la pobreza. La pobreza no puede analizarse entonces sin considerar la riqueza. Así, el análisis de esta perspectiva se centra en las características y consecuencias de la acumulación de capital y no en la pobreza como sistema particular. De esta forma, la pobreza no es un problema marginal sino consustancial al mismo desarrollo del capital. El estudio que hace Marx de la pobreza física a la que está condenado un sector considerable de la clase obrera, tiene una estrecha relación con sus observaciones de la situación del ejército de reserva del trabajo excedente. En el sistema capitalista (Giddens, 1998) raras veces se presenta una situación próxima al pleno empleo, el capitalismo necesita que haya un número de parados crónicos, el “ejército de reserva industrial” o “excedente relativo de población”. Este ejército se nutre principalmente de obreros que se han hecho innecesarios a causa de la mecanización y actúa como un lenitivo constante de los salarios. Durante los períodos de prosperidad, cuando aumenta la demanda de trabajo, parte del ejército de reserva queda absorbida por la fuerza de trabajo, manteniendo así los bajos salarios. En cambio, cuando los tiempos cambian, ofrece un recurso siempre disponible de trabajo barato que inhibe cualquier intento de la clase obrera para mejorar su suerte. En consecuencia, mientras que la clase capitalista acumula cada vez más riqueza, los salarios de la clase obrera no pueden subir mucho más arriba del nivel de subsistencia. Marx (1987) subraya que mientras unos acumulan riqueza otros terminan por no tener nada que vender, excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas. Bajo este sistema la riqueza de unos pocos crece continuamente, aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo. Así, en esta perspectiva, a diferencia de la liberal, los pobres no son simples individuos, sí existe apropiación primitiva y explotación, la pobreza es condición de existencia del capitalismo.

No obstante, para algunos autores (Di Tella, 2001), si bien en el marxismo la pobreza y la miseria se relacionan a la propiedad y al trabajo (el pobre es el que no teniendo propiedad se ve obligado a trabajar, constituyendo el proletariado; los que además de no tener propiedad no pueden trabajar, constituirían la masa marginal, los “miserables”), los pobres no tienen constructividad social. El elemento central de esta perspectiva es el proletariado como clase, pero la pobreza y la miseria son comprendidas negativamente. Desde esta afirmación, destacan que, para Engels los “miserables” son una clase peligrosa, “chusma” sin escrúpulos, muy capaz de venderse a las clases reaccionarias que intentan impedir el advenimiento de una sociedad sin clases, escoria social sin la más mínima ética del trabajo y difícilmente integrables en la nueva sociedad socialista.

Thompson (2002) identifica diferentes perspectivas en relación a las definiciones de “clase”, de acuerdo al autor, las vinculadas al marxismo consideran, que la clase obrera tiene una existencia real y determinan también qué conciencia de clase debería tener si fuese debidamente consciente de su propia posición y de sus intereses reales. De no cumplir con las características que se le asignan esta perspectiva suele hacer referencia a “atrasos”. Así, los planteos de Engels, a los que hicimos referencia, partirían de estos “atrasos”, o de un no cumplimento de lo que se espera de esa “clase”. Dentro de las demás perspectivas Thompson (2002) reconoce una opuesta a la marxista, que da por supuesto que cualquier idea de clase es una construcción teórica perjudicial que se impone a los hechos, negando que la clase haya existido alguna vez. Y otras, para las que la clase obrera existe, pero la conciencia de clase es una mala cosa inventada por intelectuales, ya que cualquier asunto que perturbe la coexistencia armoniosa de grupos, que representan diferentes “papeles sociales,” se debe lamentar como un “indicio de perturbación injustificable”. El autor pone en cuestión el pensar las clases como entidades:

Las clases no existen como entidades separadas que miran en derredor, encuentran una clase enemiga y empiezan luego a luchar. Por el contrario, las gentes se encuentran en una sociedad estructurada en modos determinados, experimentan la explotación, identifican puntos de interés antagónico, comienzan a luchar por estas cuestiones y en el proceso de lucha se descubren como clase (Thompson, citado en Barbero, 1991: 82).

La perspectiva hermenéutica cultural o interpretativa, por otro lado, de menor consolidación que las anteriores posturas paradigmáticas, a la que podemos vincular a Thompson (2002), presenta también internamente planteos diversos. Destacamos, en primer lugar, una apreciación que pondera la consideración de la persona en condiciones de pobreza como sujeto pleno de derechos, cuya presencia en la sociedad está dada por una marcada igualdad esencial y por una profunda desigualdad existencial (Vasilachis, 2003). No es posible considerar a las personas pobres ni como una clase, ni como una categoría, ni como un grupo, sino como personas sometidas a un entramado de relaciones de privación, relaciones que niegan la igualdad esencial y esencializan la desigualdad existencial (Vasilachis, 2003). Contrariamente a la esencialista o idealista (positivista), esta acepción de la perspectiva hermenéutica interpretativa postula la relevancia del sujeto pobre como actor social y como productor de sentidos. Distinguiéndose también del materialismo por varios elementos, pero centralmente, por no pensar a las personas pobres como clase, sino como actores sociales con constructividad social[8]. Se trata de una apreciación que conforma un punto de partida clave en relación a la construcción del conocimiento social, a partir de la cual se avanza en otros planteos ideológicos y paradigmáticos.

Thompson (2002), inscripto en los estudios culturales, es uno de los autores que avanza en otros planteos, y que podemos considerar abre una segunda línea dentro de la perspectiva interpretativa. Este autor subraya que la clase es un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados en lo que se refiere tanto a la materia prima de la experiencia como a la conciencia. No comprende a la “clase” como “estructura”, ni como “categoría”, sino como algo que tiene lugar de hecho en las relaciones humanas. La clase se define por las condiciones materiales de existencia, por las experiencias y por la conciencia. Es la conciencia de clase la forma en que se expresan estas experiencias en términos culturales, encarnándose en tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales. Así, la experiencia aparece como algo determinado, pero no la conciencia de clase:

Podemos ver una cierta lógica en las respuestas de grupos laborales similares que tienen experiencias similares, pero no podemos formular ninguna ley. La conciencia de clase surge del mismo modo en distintos momentos y lugares, pero nunca surge exactamente de la misma forma (Thompson, 2002: 14).

Para Barbero (1991) Thomson rompe tanto con el modelo estático marxista como con el modelo de una sociología funcionalista, y de esta manera con una tenaz tradición historiográfica, aportando nuevos elementos para la re pensar a las llamadas “culturas populares”:

Thompson replantea las relaciones pueblo/clase al descubrir en la plebe de los motines preindustriales un sentido político hasta ahora soslayado o negado explícitamente. Pero es que la dimensión política del motín no es legible directamente en las acciones y sólo puede ser captada refiriendo el motín a la cultura de la que hace parte: una cultura popular que Thompson duda en calificar como cultura “de clase” pero que sin embargo “no puede entenderse por fuera de los antagonismos, adaptaciones y (en ocasiones) reconciliaciones dialécticas de clase” (Barbero, 1991: 83).

En tercer lugar, dentro de esta línea interpretativa, encontramos la perspectiva ecológica o espacial, dicha perspectiva recurre, para la comprensión de la pobreza, a una concepción ecológica de las ciudades, a una representación espacial de la sociedad misma. Si bien, la escuela sociológica de Chicago (cuyo mayor esplendor fue entre 1915-1940) es su principal referente, también las teorías de la marginalidad, de la exclusión y de la subclase, se centran en esta representación espacial de la sociedad. Podemos entonces hablar de algunos elementos comunes que caracterizan a las diferentes vertientes de esta visión ecológica o espacial: los pobres están aislados espacial, geográfica, social y culturalmente; este aislamiento significa también que no participan de los principios y normas culturales de la sociedad; el ambiente, la comunidad pobre, impacta en el comportamiento individual, contribuyendo al mantenimiento de la pobreza y a determinadas “patologías sociales” (Monreal, 1996). Desde la primera apreciación de la perspectiva hermenéutica o interpretativa que presentamos, la perspectiva espacial, se ocultan los procesos y las relaciones sociales en virtud de los cuales se termina por reservar sólo a algunos un lugar de privilegio en el llamado “espacio social”. Así, muestra a la sociedad como consolidada en sus relaciones y jerarquizaciones, de manera estática y poniendo a las personas pobres, a sus relaciones, a sus situaciones de pobreza, lejos, fuera del “corazón” de la sociedad, de su núcleo vital, del “lugar” en el que se toman las decisiones, consagrándose, así, su imposibilidad y/o su incapacidad de participar de esa sociedad y de esas decisiones (Vasilachis, 2003).

Y por último, y en cuarto lugar, el enfoque de las capacidades introducido por Sen (2000) entiende que la pobreza tiene su origen en la negativa por parte de la sociedad y del Estado de permitirles a todas las personas un igual acceso a las oportunidades y condiciones adecuadas para aprovecharlas. Así, la ausencia de condiciones adecuadas para poder garantizar el ejercicio efectivo de sus derechos inhibe el desarrollo personal de capacidades. La pobreza es entonces una situación en la cual las personas carecen de unas condiciones iniciales mínimas, referidas al conjunto de bienes tangibles e intangibles y en consecuencia están privadas de la posibilidad de elegir el “ser” y el “hacer” (capacidades). Del enfoque de las necesidades básicas, para Sen (2000), lo fundamental es el modo que tienen las personas de acceder a los distintos bienes y servicios que satisfacen las necesidades. Las necesidades básicas constituyen una parte de las capacidades, pero éstas se refieren a algo mucho más amplio. Es posible hablar de desarrollo cuando las personas son capaces de hacer más cosas, no cuando éstas son capaces de comprar más bienes o servicios.

Muchos otros elementos acercan y alejan a las diferentes perspectivas, lo que requiere también poder comprender sus porosidades, continuidades y rupturas. Lo particular de las perspectivas cristianas, y de la católica en especial, son sus bases sentadas en una visión religiosa, es desde Dios, desde el sufrimiento de sus hijos, y desde el proyecto que Él tiene para ellos que es interpelada la Iglesia. El modo como la Iglesia y su enseñanza social encaran la pobreza y los esfuerzos para superarla no coinciden con la visión que tienen de esa realidad ideologías, partidos políticos y hasta entidades filantrópicas de inspiración secular. Hay ciertos puntos en común, pero la visión cristiana de la pobreza tiene su propia especificidad y está constituida por la naturaleza religiosa de la Iglesia, por su misión y su doctrina social. El objetivo de la Iglesia no es exactamente contribuir para el mero bienestar material o para la construcción de un proyecto puramente temporal de sociedad, sin situarse en la esfera de los valores evangélicos de amor, justicia y solidaridad (Ivern y Kotter, 1991).

En todas estas perspectivas, tanto en las religiosas, como en las relacionadas a las ciencias sociales, uno de los elementos que está en juego para definir la pobreza es la identificación de sus causas. Hablamos entonces de perspectivas o teorías individualistas que identifican las causas de la pobreza (y la desigualdad) en la distribución de capacidades y recursos entre los agentes; teorías interaccionistas, que identifican estas causas en las pautas de relaciones y las interacciones desiguales; y teorías holísticas que ubican estas causas en las características asimétricas de las estructuras sociales (Reygadas, 2004). Si bien, por los entrecruzamientos y porosidades entre perspectivas es complejo clasificarlas, siguiendo esta tipología, dentro de las teorías individualistas podemos incluir a las liberales, esencialista, espacial, enfoque de capacidades, a la protestante y a la lógica de la salvación; en las interaccionistas, a la interpretativa; y en las holísticas, al materialismo histórico y a la perspectiva de justicia social. Observamos fundamentalmente como la perspectiva católica adopta dos grandes lineamientos bien diferentes, el de la lógica de salvación, inscripto en las teorías individualistas, y el de justicia social, en las teorías interaccionista y/o materialistas. Reygadas (2004) plantea que las tres deben ser consideradas de manera conjunta para comprender esta problemática compleja. Es necesario entonces analizar los aspectos económicos, políticos y culturales de la pobreza y la desigualdad. También tener en cuenta que, si bien ninguna de estas dimensiones es más relevante ni quita peso a la otra, es la dimensión económica (las diferencias materiales) la base de las convenciones sociales que tradicionalmente se han considerado socialmente diferenciadoras (Wilkinson y Pickett, 2009).

Un punto interesante para analizar estas cuestiones es precisamente la consideración explícita, y la mayor de las veces implícita, de la relevancia de los comportamientos, formas de vida, subjetividades, etc. de las personas pobres como determinantes o al menos influyentes de la situación en la que viven. Este planteo es, con cierta frecuencia, transversal a perspectivas contrapuestas, pudiéndolo observar en el discurso de los agentes. Así, incluso perspectivas que identifican las causas de la pobreza en lo socio estructural, pueden, sin embargo, hacer referencia a comportamientos individuales que favorecerían la situación de pobreza, más aún en las sociedades en las que el trabajo es, no solo un eje integrador sino también ordenador, constituyéndose en un fuerte y aglutinador valor social. Pese, entonces, al reconocimiento de esas causas estructurales, la no participación o la no participación plena en el mercado de trabajo, tendría que ver con el no cumplimiento de ese valor social y responsabilizaría, de cierta manera, a los individuos de su situación. Las tensiones de esta identificación de causas en los individuos, se hacen más notorias precisamente al establecer las formas de intervención en relación a pobres y pobreza: caridad, beneficencia, desarrollo de capacidades, eliminación de la “cultura de la pobreza” (vía capacitación y participación), inclusión, revolución, Estado Social, etc. Porque, como afirma Simmel ([1908] 2011), las formas de intervención son precisamente las formas de construcción social de la pobreza.

1.3- Perspectivas de la Política Social

El Estado realiza una gran variedad de intervenciones sociales sobre las condiciones de vida y de reproducción de la vida, algunas de ellas, por ejemplo, la política laboral, operan de manera directa en la relación capital – trabajo y otras, como la Política Social, sobre las manifestaciones de esa relación. La Política Social actúa sobre los problemas que expresan esa brecha entre capital y trabajo. Múltiples y diversos son los abordajes y análisis sobre la Política Social, Fleury (citada en Danani, 1996) identifica conceptualizaciones diferentes, finalísticas, sectoriales, funcionales, operacionales y relacionales. Danani (2017) propone agregar otra forma de definir la Política Social, “por su objeto”. Para esta autora es el objeto sobre el que actúan directamente las políticas el primer vector para diferenciarlas. La Política Social está conformada por las intervenciones sociales del Estado que producen y moldean directamente las condiciones de vida y de reproducción de la vida de distintos sectores y grupos sociales, operando especialmente en el momento de la distribución secundaria del ingreso. Y aunque no siempre sea evidente, en ella está en juego la generalidad del orden, contribuye a la construcción de un orden como totalidad económica, política y socio cultural. Se habla de políticas sociales, en plural, para hacer referencia a las intervenciones específicas y sectoriales que integran la Política Social (de salud, educación, sostenimiento del ingreso, etc.). El sentido y orientación de las mismas debe ser analizado en términos de los distintos proyectos socio políticos en pugna. Cada proyecto se encuentra organizado alrededor de un principio, representado por la institución en la que está principalmente depositada la expectativa y la responsabilidad por el bienestar: el mercado, la familia/Iglesia/comunidad y el Estado, respectivamente (Danani, 1996). Es en esa lucha de intereses en la que se van transmutando las relaciones de los sistemas de reciprocidad entre el Estado, el mercado, la familia y la comunidad. Entre lo que es público y lo que es privado, entre lo que en algún momento se constituyó en derechos y garantías y que en otros pasan a ser cuestiones morales o éticas y comienzan a inscribirse en sistemas tutelares (institucionales o comunitarios) o viceversa (Álvarez Leguizamón, 2005). De acuerdo entonces a la institución en la que se deposita la responsabilidad principal del bienestar se configuran diferentes tipos de Política Social. Grassi (2019b) sostiene:

Cuando se discuten políticas sociales (qué hacer, qué se hace o qué debería hacerse y por quiénes), se discute acerca de los sujetos, los derechos, las obligaciones, el Estado y los lazos sociales; es decir, de todo aquello que es materia de discusión de “la política” o del campo de la política (p.6).

En los Estados liberales la responsabilidad del bienestar es depositada en el mercado, la familia, la Iglesia y la comunidad. Así, la Política Social suele asumir perspectivas asistenciales, paliativas, y de reparación. Bourdieu hizo referencia, en uno de sus trabajos, al Estado capitalista como un Estado que pareciera tener dos manos, la izquierda cada vez más pobre y torpe, se ocupa de “la cuestión social”, de suplir las ineficiencias más intolerables del mercado, sin los medios necesarios para ese fin. Y la derecha (Ministerio de Economía, Banco Central, etc.), con más poder y eficiencia, se encarga de promover los intereses privados (Lumi, Golbert y Tenti Fanfani, 1992). “La mano izquierda” se focaliza en los “perdedores del modelo”, en los que han quedado “excluidos” del mercado, desposeídos de los medios de producir, de las capacidades valoradas o necesarias en su sociedad, de los recursos para producir más allá de su sobrevivencia. Descuidada la función de integración social dejada en el mercado, se debilitan los mecanismos políticos para realizarla y ante estos expropiados de derechos se crean políticas de “inclusión”, políticas de inclusión subordinada (Grassi, 2008).

Estos modelos en los que “la mano izquierda del Estado” es la encargada de asistir a los que el mercado deja fuera, pueden comprenderse como “Estados de malestar” (Bustelo, 1993). Modelos caracterizados por el crecimiento de sociedades más duales, donde los estratos medios tienden a desvanecerse y crece una percepción colectiva, en especial de los “nuevos pobres”, de desesperanza y descreimiento. Y en los modelos de “restauración neoliberal” puede hablarse incluso de la amputación de la mano izquierda del Estado (Grassi, 2019b). La estructura misma del Estado, en estos modelos, se acomoda más que nunca a la subordinación de lo social, del trabajo, de sus protecciones y regulaciones, y de sus intervenciones de contención hacia los “más afectados”. En los Estados sociales la responsabilidad del bienestar está en el mismo Estado: “Estados de bienestar”, con lo que cobra centralidad la idea de derechos, convirtiéndose en el eje de la Política Social. Al ser el Estado el responsable de garantizar los derechos de la ciudadanía, la Política Social tiende a ser universal. Cada modelo está atravesado por comprensiones de pobreza – desigualdad de las ciencias sociales y por comprensiones gravitantes en el imaginario social. Por lo expuesto en el punto anterior, las distintas perspectivas positivistas están más presentes en los modelos que atribuyen responsabilidades al mercado, a la familia y a la Iglesia; y las interpretativas a la que atribuye esas responsabilidades al Estado. Sin embargo, la Política Social de estos modelos no puede pensarse como tipos puros, atribuciones de responsabilidades a diferentes actores, políticas focalizadas y universales, asistenciales y de garantía de derechos, conviven y se entrecruzan. Especialmente en los modelos sociales o de bienestar, ya que cobran fuerza las políticas sociales universales pero, sin embargo, en paralelo el Estado interviene en “lo social” por medio de una multiplicidad de programas focalizados. En los que se articulan y tensan perspectivas diferentes de la pobreza, de la desigualdad y de las mismas formas de intervención, y cobran relevancia el rol y las representaciones de los agentes de la Política Social, agentes que formulan las políticas y agentes que las implementan. Danani (1996) subraya que las políticas construyen sujetos, pero suma que estos construyen las políticas sociales. Las políticas sociales no son puramente “técnicas”, las representaciones simbólicas adquieren un papel de primer orden por razones teóricas, pero fundamentalmente por su condición constitutiva de las prácticas. En estos modelos y en estos atravesamientos muchas de las categorías a las que nos hemos referido (ineptitud, pereza, falta de capacidades, carencias, cultura de la pobreza, sujetos de derechos, productores de sentidos, etc.), entran en juego y se ponen en tensión. Por lo que la idea y/o el concepto de “merecimiento” es central y condensa varias de estas categorías.

La cuestión del merecimiento ha sido fundamental en la Política Social, pues en el supuesto de que en ella siempre se forja la satisfacción/insatisfacción de necesidades, o que está en juego una vida más o menos satisfactoria, el ser alcanzado por la política es, en buena medida, el vector por el que las personas y grupos quedan a un lado u otro de esas fronteras. ¿Es el ser pobre?; ¿o acaso, ser padre o madre de familia, o ser trabajador asalariado?; ¿o, quizás, el ser miembro reconocido de la comunidad política? (Danani, 2017: 41).

Diversos modelos de Estados en pugna, viejas y nuevas problemáticas sociales, diferentes paradigmas de Política Social que se hacen hegemónicos y perspectivas, significaciones y representaciones de los agentes de esa Política Social también en pugna, tensionan los campos y las relaciones entre ellos.

1.4- Algunas particularidades de la Política Social argentina en las últimas décadas

Dijimos que la Política Social universal y la focalizada conviven con pesos diversos en el Estado social y el liberal. La Política Social focalizada, pensada en Argentina como “política del mientras tanto”, después de la crisis 2001 ha tendido a instalarse como permanente. Si bien, como observa Arcidiácono (2012), en la gestión de Néstor Kirchner, se implementó una política de recomposición familiar e incluyó la revisión del régimen previsional y de las asignaciones familiares, y estímulos para la registración del empleo, en este período también hubo un creciente optimismo en el mercado como eje integrador y espacio de canalización de necesidades individuales y sociales. Y en el “mientras tanto” los programas sociales fueron los encargados de abordar situaciones que aparentaban ser (o se construían como) transitorias. La Política Social focalizada, instalada como permanente se manifiesta en la lógica de programas que claramente puede observarse a nivel territorial, multiplicidad de programas que combinan asistencia, participación y capacitación. Podemos sostener incluso que más que una lógica de programas es una lógica de talleres, ya que las actividades centrales de estos programas suelen ser talleres que sirven como contraprestación de los mismos. Talleres de temáticas diversas, a veces de formación para el “trabajo”, muchas más vinculados a temas de derechos, arte, deporte, manualidades, etc. Merklen (2010) al analizar la Política Social neoliberal, la política de lucha contra la pobreza, observa que esta no permite que algo sea “conquistado” de una vez y para siempre. Los “pobres” no pueden organizar sus esfuerzos a partir de la previsión de ciclos más o menos regulares, más bien se encuentran empujados a desarrollar estrategias de tipo “cazador”, buscando los recursos que la Política Social ofrece. Así, Pautassi (2012) destaca que si bien se incorpora una “retórica de derechos” esta no asume un carácter performativo de la Política Social y consolida lógicas asistenciales. A lo que sumamos, que sigue vigente la lógica del “cazador”.

Paura y Zibecchi (citadas en Arcidiácono, 2017) consideran que en general hay una mirada especial colocada sobre los destinarios de las intervenciones y menos producción académica que reconstruya los universos de sentido de los actores estatales que participan en los programas. En una investigación anterior (Aenlle, 2013), a la que hicimos referencia en la introducción de este trabajo, analizamos la Política Social post 2003 y pudimos construir tres tipos de representaciones de los agentes: institucionales transformadoras, institucionales tradicionales y esencialistas; y dos lógicas en tensión: la lógica de la desigualdad y la lógica de la igualdad, que también responden a variadas perspectivas paradigmáticas y filosóficas. También resaltamos la importancia e incidencia de los agentes, de sus perspectivas, modos de acción y estrategias, en la configuración y reconfiguración del entramado de la Política Social, y en su territorialización. En las representaciones institucionales tradicionales y esencialistas podemos observar que, con matices diferentes, se les atribuyen a las personas en situación de pobreza ciertas características que las colocan en esa situación, que es considerada inmodificable o al menos muy difícil de modificar. Si bien, en algunos agentes institucionales tradicionales se hace mención al neoliberalismo como factor desencadenante de la pobreza, sin embargo, esto pasa a un segundo o tercer plano cuando se describen la pobreza y los programas, donde es central la caracterización de “los pobres”. Los dispositivos y/o modos concretos de intervención, en estos dos tipos, tienen mucha relación con estrategias de inmovilización, contención, seguimiento y control. En cambio, las representaciones institucionales transformadoras apelan a la igualdad de las personas, y a los derechos que esto representa, y reconocen los factores objetivos de la producción y reproducción de la pobreza y la necesidad de compromiso en acciones e intervenciones transformadoras. Pero pese a la coexistencia de estas posiciones es posible observar un predominio de aquellas representaciones que refuerzan la desigualdad. Así, la que llamamos lógica de la desigualdad atraviesa fuertemente las representaciones que hemos denominado institucionales tradicionales y esencialistas y la lógica de la igualdad las representaciones institucionales transformadoras. Destacamos que tres ejes funcionan como soportes de una lógica de desigualdad: categorizar y clasificar; efectuar diferenciaciones sociales, demarcando posiciones, e invisibilizar, privando de identidad. No podríamos comprender la lógica de la igualdad solo por oposición a la de la desigualdad, si bien muchas de sus características se le oponen, también presenta elementos diferentes, que no se explican por simple contraposición. Los soportes de la lógica de la igualdad muestran representaciones y mecanismos que tenderían a plantear la igualdad como principio y reconocimiento, y así la desigualdad existencial y la pobreza, como su violación. Recurrimos al concepto de “privación de identidad” de Vasilachis (2003), este se refiere a la negación de la igualdad esencial de las personas, en esta lógica es definitorio entonces el reconocimiento de esta igualdad, y por lo tanto del reconocimiento de la igual identidad de todas las personas. Así, coexisten lógicas diversas en el Estado y en sus agentes.

La sociedad argentina es cada vez más desigual, presenta altos índices de pobreza que tienden a consolidarse, la lógica de la desigualdad se hace más fuerte. Y en este contexto los programas sociales siguen convalidando esferas de “derechos diferenciales” (Soldano, 2007). Mientras que los sectores integrados han robustecido sus posibilidades de acceso a la puja distributiva y continúan siendo parte de la construcción de demandas en el sistema político, los sectores no integrados siguen inmersos en la dinámica de la asistencia a gran escala e interpelados con la batería de las categorías de la “focopolítica”. Así, si bien en ciertas representaciones, fundamentalmente en las institucionales transformadoras, se observan algunos elementos que muestran distancia del neoliberalismo: reclamo de una presencia diferente del Estado y demandas de políticas sociales universales, sin embargo, en sus prácticas sigue teniendo presencia la lógica de la “focopolítica”. Subrayamos nuevamente la convivencia de la Política Social universal y la Política Social focalizada, y resaltamos que es en esta última en la que los agentes y sus representaciones, posicionamientos y prácticas tienen más peso.

2-Construcción social de la pobreza y la desigualdad

Otra perspectiva de las ciencias sociales, vinculada también con la perspectiva hermenéutica, que queremos destacar, es el constructivismo. Para este paradigma “las realidades son captables en forma de construcciones múltiples, mentalmente intangibles, basadas en la experiencia social, de naturaleza local y específica” (Guba y Lincoln, 1994), sin embargo, sus elementos suelen ser compartidos por muchos individuos y su forma y contenido dependen de las personas individuales o los grupos que las sostienen. No existen construcciones más o menos “verdaderas”, sino que lo que varía es su nivel de estructuración y/o sofisticación (Guba y Lincoln, 1994). A estos planteos fundantes del constructivismo en la actualidad los estudios que analizan cómo se construye la realidad social están re involucrando cuestiones relacionadas con amplios contextos culturales e institucionales de la creación de significados y orden social (Holstein y Gubrium, 2013). Procesos de construcción de significados y dimensiones subjetivas y simbólicas que los atraviesan son claves para el constructivismo.

Simmel ([1908] 2011) fue quien introdujo, a principios del sXX, una perspectiva constructivista de la pobreza. Si bien la podemos considerar como una perspectiva más, la tomamos como una herramienta de análisis de las demás perspectivas científicas y también de las religiosas. Desde el constructivismo la pobreza es una forma de interacción social y no el simple hecho material de ser pobre. Es construida socialmente cuando se produce una reacción social que señala a algunas personas como necesitadas de ayuda de acuerdo a los criterios vigentes en determinado momento en una sociedad concreta (Fernández, 2000). En esta construcción tienen un lugar destacado los especialistas de los campos donde se disputan las significaciones, nominaciones, definiciones sobre la pobreza y sobre las intervenciones. Sin embargo, esto no está lo suficientemente estudiado (Harris, 2006), si bien hay investigaciones empíricas sobre los mecanismos de construcción de la pobreza y la desigualdad en los sectores privilegiados y en los especialistas, no son demasiadas, principalmente por las dificultades de accesibilidad. Numerosos autores ( Bourdieu, 1985; Bayón, 2012; etc.) sostienen que estos actores tienen un importante peso en esa construcción, en la naturalización y legitimación de la pobreza y la desigualdad. Mientras que, desde diversas perspectivas se ha abordado la dimensión cultural y/o simbólica, inicialmente el análisis se había limitado a los grupos desfavorecidos, no poniendo esta dimensión en relación a otros, y visualizado generalmente las causas de la pobreza en el nivel individual, en las características psicológicas, culturales, morales, etc. de las personas pobres. Posteriormente, y desde lo que venimos argumentando, el análisis de la pobreza y de la desigualdad incorporó múltiples dimensiones, no limitándose el análisis de la dimensión cultural sólo a las personas pobres, sino a los diversos grupos sociales y a sus relaciones, así como a las políticas y a las instituciones que emergen con relación a la pobreza (Bayón, 2013), teniendo este análisis una gran importancia para “desnaturalizar” la pobreza y la desigualdad (Bayón, 2013). Igualdad de posiciones e igualdad de oportunidades son dos posibles perspectivas que se tensionan (Schuster, 2017; Dubet, 2012) y en esas perspectivas y en esas tensiones se generan multiplicidad de construcciones. Para Dubet (2012), ante el problema común al que se enfrentan las sociedades democráticas entre la afirmación de la igualdad fundamental de todos los individuos y las desigualdades sociales reales se tensionan, yuxtaponen y enfrentan estas dos formas de comprender la justicia social, la igualdad de posiciones y la de oportunidades. Aunque su definición y estas tensiones que las oponen estén frecuentemente disimuladas. La igualdad de posiciones invita a reducir las desigualdades de ingresos, de condiciones de vida, de acceso a servicios, de seguridad, etc., asociadas a las posiciones sociales ocupadas por individuos muy distintos en varios aspectos: nivel de calificación, sexo, edad, talento, etc. Busca ajustar la estructura de las posiciones sociales sin poner el acento en la circulación de los individuos entre los diversos puestos desiguales. En este caso, la movilidad social es una consecuencia indirecta de la relativa igualdad social. La igualdad de oportunidades es la igualdad de oportunidades para todos de ocupar cualquier posición en función de un principio meritocrático. Aspira menos a reducir las desigualdades de las posiciones sociales que a luchar contra las discriminaciones que obstaculizan la realización del mérito. Permitiéndole a cada cual acceder a posiciones desiguales como resultado de una competencia equitativa en la que individuos iguales se enfrentan para ocupar puestos sociales jerarquizados sin que la distancia de posiciones esté en juego.

Son procesos económicos, sociales y políticos los que generan desigualdad social, y de esa desigualdad se construyen diversidad de significaciones. La perspectiva constructivista de la pobreza se convierte en un aporte importante para nuestro trabajo, ya que buscamos comprender las perspectivas/significaciones de actores que con, determinadas posiciones y capitales, intervienen en esas construcciones en un territorio particular. Desde esta perspectiva, la desigualdad persistente entre categorías, surge porque las personas que controlan el acceso a los recursos productores de valor resuelven problemas organizacionales acuciantes, por medio de distinciones categoriales e inadvertidamente o no, establecen sistemas de cierre, exclusión y control social. Existen mecanismos sociales, secuencias causales recurrentes de alcance general que realmente fijan en su lugar la desigualdad categorial (Tilly, 2000). Así, las grandes y significativas desigualdades en las ventajas que gozan los seres humanos, corresponden principalmente a diferencias categoriales, más que a diferencias individuales en atributos, inclinaciones o desempeños. En esta función clasificatoria advertimos, siguiendo a Martínez (2007), que la dimensión simbólica está inmediatamente vinculada a posiciones en el espacio, posiciones que implican diferencias de poder y desigualdad estructural. En consecuencia, una parte decisiva de los conflictos sociales está dada por la disputa acerca del sentido de las categorías clasificatorias (Grimson y Baeza, 2011). De esta manera, legitimar distancias sociales hace que la producción y reproducción de “oposiciones” aparezca como “real” y “natural” (Paucovich, 2008). Es necesario subrayar que la estructura de dominación existe objetivamente, independientemente de los agentes, pero también incorporada en esos mismos agentes (Gutiérrez, 2008). La clasificación de las diferenciaciones sociales efectuada por los especialistas, dada su posición en la estructura social y en los diversos campos, suele contribuir a convertir y establecer las diferencias como desigualdades, haciéndolas aparecer como “objetivas”, “reales” y “naturales”, como desigualdades ontológicas. Una de las funciones centrales la clasificación consiste en nominar a las personas, establecer sus posibilidades de acción, delimitar fronteras, límites y reforzar así la relación de poder y la posición de los agentes en la estructura socio-económica.

Como desarrollamos en el punto anterior, se tiende a naturalizar la pobreza relacionándola con atributos de las personas pobres y no desde el análisis de sus causas estructurales. De las personas que viven en la pobreza, no se ve la totalidad de la persona, y los derechos que les son violentados sino solo algunos aspectos o atributos que se les asignan y que los hacen desiguales a los no pobres. Toda construcción de representaciones viene de seleccionar y excluir elementos. Invisibilizar es entonces por un lado realizar diversas construcciones para desligar causas y efectos, y por otro, realizar construcciones para que la persona no sea vista como tal, y como poseedora de derechos, sino como responsable de su situación. Paugman (2007) resalta de los textos de Simmel, que lo más terrible de la pobreza, es ser pobre y nada más que pobre, es decir que la sociedad no pueda definirlos más que por el hecho de ser pobres. Así, el pobre ya no puede pretender otro estatus social que el de asistido, puesto que la asistencia tiene una función social determinada que hace casi inevitable esta designación. Hablamos de dos procesos paralelos: estigmatización y privación de identidad, comprendida esta como la negación de la igualdad ontológica de las personas y su nominación a partir de la desigualdad en las condiciones de existencia (Vasilachis, 2003).

Socialmente se presentan como dominantes las significaciones que colocan las causas de la pobreza en los factores subjetivos y culturales de las personas, poniendo así el acento en las causas que la potencian y no en las causas que la producen (Álvarez Leguizamón, 2001). Esto invisibiliza las condiciones materiales que generan y agudizan la pobreza y facilita el proceso de naturalización discursiva. Se nombra al “otro”, al “pobre”, como el diferente, el desigual y tal como sostiene Eroles (2005), todo lo diferente puede y debe ser invisibilizado. A los distintos o diversos se los considera inexistentes (invisibles), la visibilidad implica interpelación (Carballeda, 2008) y la interpelación cuestiona posiciones y relaciones de clases que deben permanecer inalterables. Al respecto Kessler (2014) observa que la desigualdad, en tanto noción relacional, permite reinscribir la pobreza dentro de la dinámica social y entenderla como un subproducto de las inequidades. Pone en conexión la cuestión social con debates políticos y filosóficos de largo aliento y con los principios de justicia que deberían regir la sociedad.

Numerosos autores (Simmel [1908] 2011; Paugam, 2007) al afirmar que la pobreza es relativa, también sostienen que pobreza y desigualdad no pueden pensarse de manera separada, y que ambas poseen más de una dimensión. Para profundizar en los mecanismos de construcción de la desigualdad retomamos los aportes de Wilkinson y Pickett (2009), quienes confirman que habitualmente vemos la jerarquía social como una especie de ranking de las capacidades de la especie humana. Así, trabajo, ingresos, educación, vivienda, coche y ropa, se consideran signos externos de éxito o fracaso que marcan las diferencias. Aunque estas diferencias son construcciones sociales, parecen no serlo, y suelen atribuirse a características individuales de las personas, desligándolas de las dimensiones económicas y políticas. No haber alcanzado esos signos de éxito, pareciera estar ligado a lo individual y por lo tanto las desigualdades serían legitimadas: “el estatus social lleva aparejado potentes mensajes de superioridad o inferioridad y la movilidad social se suele ver como una señal de aptitud” (Wilkinson y Pickett, 2009). Grimson y Baeza (2011) reconocen que las condiciones de trabajo y los déficits de la educación son sumamente relevantes, pero que no terminan de explicar otras dimensiones simbólicas anudadas a ellas. Es por esto que consideramos la importancia de dichas dimensiones simbólicas, y de poder analizarlas en los agentes, de campos y espacios diversos, con poder para legitimar sus significaciones. Las significaciones sobre el “ranking social” vigentes en cada sociedad y tiempo histórico influyen en lo que bien señala Bayón (2012), los más pobres conjugan tener menos recursos y oportunidades con menores posibilidades de alcanzar modos de vida valorados que conduzcan al reconocimiento social y la autoestima, viviendo con frecuencia diferentes tipos de estigmatizaciones.

La persistente y creciente desigualdad económica y simbólica crea sociedades cada vez más polarizadas y fragmentadas, en las que valores como ciudadanía política e integración social se han debilitado, y así se han ido dibujando múltiples fronteras internas (Márquez, 2003) y diferentes niveles de ciudadanía. Como ya mencionamos, desigualdades, muchas veces legitimadas y naturalizadas socialmente.

Problematizar los mecanismos de construcción se constituye en un aporte a la deslegitimación y desnaturalización, como así también permite la profundización del análisis sobre el papel que juegan en estas construcciones los especialistas de diversos campos, las permeabilidades de los mismos y sus vasos comunicantes.

3-Agentes, posiciones y relaciones de fuerzas

Para comprender la construcción de significaciones sociales se hace necesario recurrir al concepto de “campo”, y analizar la estructura del campo como estado de relaciones de fuerzas entre los agentes y/o las instituciones. El concepto de campo es netamente bourdiano, y ha sido muy utilizado en las últimas décadas por las ciencias sociales, pudiéndose hablar de una sobreutilización. Es necesario, como sostiene Martínez (2013), desmontar los conceptos que usamos y repensarlos analizando el caso que ocupa a la investigación. Esta autora (Martínez, 2013) observa específicamente que en la producción de autores latinoamericanos que abordan temas vinculados a la religión, el concepto de “campo religioso” se ha convertido en una especie de “comodín lingüístico”, sin ser utilizado siempre como una herramienta de análisis. Sostiene que suele hacerse un uso a-problemático del concepto, como una noción incorporada al sentido común sociológico, o simplemente al lenguaje, no aprovechándose sus virtualidades. Y así se deja inactivo el lugar productor de teoría que requiere análisis situados en espacios diferentes a los que se construyeron. El acento suele ponerse en la diversificación interna de un dado por supuesto campo religioso, más que en la delimitación respecto a otros campos. Sin embargo, Martínez (2013) afirma que donde religión y política se tocan, sí continúan siendo útiles los estudios de campos, y no para concebirlos como espacios autónomos y separados sino para descubrir mejor hasta qué punto no lo son y por qué tienen tantas dificultades para serlo. En nuestro trabajo buscamos analizar las particularidades y especificidades de la temática que investigamos en el campo católico, pero paralelamente las relaciones con otras instituciones y/o agentes del campo religioso y del campo político, por lo que retomamos inicialmente algunos conceptos de impronta bourdiana: campo, especialistas y prácticas (y los conceptos relacionados a ellos); para luego poder ya centrarnos en el campo religioso, sus especialistas y los vínculos con otros campos.

Bourdieu (1990) plantea que:

Los campos se presentan para su aprensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en dichos espacios y pueden analizarse en forma independiente de las características de sus ocupantes (en parte determinados por ellas) (p.135).

Para poder acercarnos a la definición de “campo” tenemos que describir algunas de las que Bourdieu (1990) denomina “propiedades de los campos”. Existen leyes generales de los campos, y paralelamente cada campo tiene sus especificidades. Campos tan di­ferentes como el de la política, el de la filosofía o el de la religión tienen leyes de funcionamiento inva­riables (Bourdieu, 1990), pero paralelamente tienen especificidades. Así, cada vez que se estudia un campo nuevo, estudiando sus especificidades se descubren propiedades específicas, propias de ese campo en particular y al mismo tiempo se contribuye al progreso del conocimiento de los mecanismos universa­les de los campos (Bourdieu, 1990). Cada campo tiene algo en juego, intereses espe­cíficos del campo, irreductibles a lo que se encuentra en juego en otros o a sus intereses propios. Y lo que está en juego es precisamente el manejo y el monopolio de un capital. Capital puede definirse como “conjunto de bienes que se producen, se distribuyen, se consumen, se invierten, se pierden” (Gutiérrez, 2012: 42).Un capital acumulado en luchas anteriores y que orienta las estrategias de los agentes que están comprometidos en el campo. También es necesario especificar que:

No todo capital constituye necesariamente un campo, tiene que ser un bien apreciado, buscado, que al ser escaso produzca intereses por su acumulación, que logre establecer cierta división del trabajo entre quienes lo producen y quienes lo consumen, entre quienes lo distribuyen y quienes lo consumen, (…) tiene que constituirse un mercado en torno a ese bien para que surja un campo específico (Gutiérrez, 2012: 43).

Lo que paralelamente está en juego es la conservación o subversión de la estructura de distribución de un capital específico, capital que vale en relación a un campo determinado, dentro de los límites del mismo y solo puede convertirse en otra especie de capital dentro de ciertas condiciones (Bourdieu, 1990). Capital simbólico, cultural, social, económico, religioso, etc., son las diferentes especies de capital y cada una de ellas tiene sub especies que pueden ser definidas en el contexto de un análisis empírico (Gutiérrez, 2012). Es importante destacar también, que todos los agentes comprometidos en el mismo campo tienen una cantidad de intereses fundamentales comunes, es decir, todo aquello que está vinculado a la existencia misma del campo; de allí que surge una complici­dad objetiva que subyace en todos los antagonismos:

Además de un campo de fuerzas, un campo social determinado constituye un campo de luchas destinadas a conservar o transformar el campo de fuerzas (…) estas luchas llevan implícitas también luchas por la imposición de la definición del juego y de los triunfos necesarios para dominarlo (Gutiérrez, 2012:40).

Al analizar la categoría “campo”, además de describir sus propiedades, hicimos referencia a las categorías de “capital” y de “lucha”, y sumamos la de “habitus”. Así, si “campo” consiste en un conjunto de relaciones objetivas entre posiciones históricamente definidas y “habitus” toma la forma de un conjunto de relaciones históricas incorporadas a los agentes sociales (Gutiérrez, 2012), ambos se comprenden uno en relación con el otro. Un campo es una estructura muerta, es un espacio de juego que existe en cuanto tal, en la medida que hay jugadores dispuestos a jugar el juego, que creen en las inversiones y recompensas, que están dotados de un conjunto de disposiciones que implican a la vez la propensión y la capacidad de entrar en el juego y de luchar por las apuestas y compromisos que allí se juegan (Gutiérrez, 2012). Bourdieu (1990) define al habitus como:

Sistema de disposiciones adquiridas por medio del aprendizaje implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generadores, genera estrategias que pueden estar objetivamente confor­mes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin (p.141).

El habitus es producto de la historia y produce historia, conforme a los principios engendrados por la historia. Forja prácticas individuales y colectivas, y asegura la presencia activa de las experiencias pasadas. Experiencias que, depositadas en cada organismo en forma de principios de percepción, pensamiento y acción, tienden con mayor seguridad que todas las reglas formales y normas explícitas, a garantizar la conformidad de las prácticas y su constancia a través del tiempo (Bourdieu, 1991).

El habitus es entonces una capacidad infinita de engendrar en total libertad (controlada) productos, pensamientos, percepciones, expresiones, acciones. Que tienen siempre como límites las condiciones de producción, histórica y socialmente situadas, la libertad condicionada y condicional que asegura que está tan alejada de una creación de imprevisible novedad como de una simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales (Bourdieu, 1991). Dijimos que para que haya un campo tiene que haber algo en juego y agentes dispuestos a jugar, a entablar luchas al interior y al exterior de ese campo. “Los que participan en la lucha contribuyen a reproducir el juego, a contribuir, de manera más o menos completa según los campos, a producir la creen­cia en el valor de lo que está en juego” (Bourdieu, 1990: 137). En cualquier campo encontramos luchas, luchas con formas específi­cas (Bourdieu, 1990).

Como planteamos, con estas categorías analíticas de campo y habitus, Bourdieu intentó mediar entre la objetividad de las estructuras y la experiencia de los agentes sociales (Martínez, 2007). De esta manera, introdujo la dimensión histórica en el modo de pensamiento relacional, y tomó distancia así de la posición estructuralista (Gutiérrez, 2012). Se opuso por un lado al individualismo metodológico y a la teoría de la acción racional y, por otro, al olvido de la experiencia subjetiva de los agentes sociales, diluido en el mecanismo de las estructuras (Martínez, 2007). Martínez (2007) resalta que aprender lo que pasa objetivamente constituye sólo el primer paso de una investigación, que permanecerá inconclusa en tanto que no se llegue a discernir la manera cómo la objetividad se transforma en subjetividad, es decir, cómo y con qué resultado la estructura social es interiorizada por los agentes. Lo que impone una ruptura con el subjetivismo que esencializa a los agentes haciéndolos devenir como fuentes originarias de toda creación y con el objetivismo que los minimiza a favor de estructuras anónimas que se transforman en la sola realidad actuante. En consecuencia, se hace necesario buscar un sistema conceptual con ayuda del cual sea posible abordar la imbricación de lo objetivo en lo subjetivo, y la subjetividad de lo objetivo.

Así, decir que el agente tiene un habitus es decir que se inclina a actuar a partir de unos “haberes” que son a la vez saberes, sentimientos y preferencias “acumuladas” en experiencias anteriores. El cuerpo individual es el lugar del habitus, pero teniendo en cuenta que se trata siempre de cuerpos “socializados”, hay un segundo punto de partida, inseparable del primero, las instituciones (Martínez 2007). Así, campo y habitus están estrechamente relacionados con prácticas, a través del habitus, la estructura que lo produce gobierna la práctica, no por la vía del determinismo mecánico, sino a través de las constricciones y límites originariamente asignados a sus intervenciones. En nuestro trabajo analizamos el campo religioso, campo complejo, en donde no solo identificamos pujas, resultado de los enfrentamientos por los bienes religiosos, sino también tensiones y conflictos vinculados a las implicancias de las decisiones religiosas en cuestiones socio – políticas.

El capital se distribuye de manera desigualdad en los campos, de acuerdo a la posición en el mismo. La posición puede definirse como el lugar ocupado en cada campo, o mejor, como el lugar ocupado en cada campo en relación con el capital específico que está en juego. No puede explicarse en sí misma sino en relación a otras posiciones (Gutiérrez, 2012). Observamos entonces que:

Pueden distinguirse tres criterios o principios de distribución del capital específico, que definen posiciones específicas en cada campo: posesión o no, posesión mayor o menor, carácter legítimo o no legítimo de la posesión de capital. Estos criterios de definición de posiciones sociales dentro de un campo determinan también las relaciones que se establecen entre esas posiciones. Dichas relaciones son básicamente relaciones de poder, relaciones de dominación dependencia que se establecen entre los agentes que entran en competencia y en lucha por el capital que se disputa en cada campo (Gutiérrez, 2012: 56-57).

Los agentes están entonces constituidos por un nudo de relaciones, tienen capitales. El concepto de “capital”, como ya especificamos, no designa una sustancia, no señala algo que no se tiene, sino que se posee algo que da una cierta capacidad de influir en un campo determinado, en un momento dado, y que permite modificar las relaciones en el seno de ese campo (Martínez, 2007). La dimensión simbólica se vincula inmediatamente a posiciones en el espacio que implican diferencias de poder, desigualdad estructural, y este es el punto de partida en que se inscribe cualquier interacción simbólica, incluso convertida ella misma en relación de fuerza simbólica (Martínez, 2007).

Así, la estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones que intervienen en la lucha o en la distribución del capital específico que ha sido acumulado durante luchas anteriores y que orienta las estrategias ulteriores. Las luchas que ocurren en el campo ponen en acción al monopolio de la violencia legítima (autoridad específica) que es característico del campo considerado, esto es, en definitiva, la conservación o la sub­versión de la estructura de la distribución del capital específi­co. Podemos decir entonces que, “…las prácticas tienen valores muy diferentes según el agente que las realiza y su posición en la sociedad… las prácticas no tienen valor en sí, sino que encuentran su valor en el conjunto de relaciones que determinan su sentido” (Martínez, 2007: 205).

Retomando lo que planteamos en el punto anterior, las instituciones y/o los agentes de los diversos campos que acumulan capitales específicos de los mismos, acumulan también poder. Sus posiciones en esos campos, posiciones que logran por acumulación de capitales específicos del campo y por la acumulación de capitales de diferentes campos, les permiten establecer relaciones de dominación e imponer sus significaciones sobre otras instituciones y/o agentes, incluso sobre otros campos. Como sostuvimos existen leyes generales de los campos y cada campo tiene sus especificidades, respecto al campo religioso Mallimaci (1996) observa:

Se trata del espacio teórico donde se puede reconstruir la lógica de interpretación entre agentes e instituciones productoras y distribuidoras de bienes simbólicos de salvación, por un lado, y los sectores sociales que “compran” aquellos bienes según el juego de la oferta y la demanda. Por otro lado, los agentes e instituciones productoras (sacerdote, pastor, profeta, hechicero, mago, etc.) entran en competencia para determinar el capital y poder religioso en un campo religioso históricamente determinado. En todo campo hay una lucha por el monopolio de la legitimidad y por la imposición de la definición (p.80).

Martínez (2009) afirma que Bourdieu ha intentado explicar, a través de la génesis que la hace posible, la divergencia entre los procesos religiosos en las sociedades menos diferenciadas y en aquellas que el trabajo social ha constituido un campo religioso como espacio específico, diverso, aunque vinculado de mil modos, respecto de los espacios político, económico, cultural, etc. Como siempre se trata de un campo relativamente autónomo, el capital religioso, capital simbólico por antonomasia, inestable e indeterminado por definición, solo puede estabilizarse por el trabajo reiterado de normalización, de institucionalización, de “banalización” (Martínez, 2009). Mallimaci (2009) también manifiesta que aflojadas las amarras institucionales lo religioso se coloca en todos los rincones de la vida social y cotidiana, expandiéndose a otros espacios ya sea como religión “secular” o como presencia de especialistas religiosos en múltiples campos. Lo que nos exige revisar el concepto de campo religioso, remarcar que en Argentina lo religioso y lo político se siguen vinculando y preguntarnos cómo se expresa esa relación.

4-Iglesia católica, diversidad y pluralidad del catolicismo

Antes de adentrarnos en las especificidades del campo religioso y del católico en particular, es necesario aproximarnos a la comprensión de “religión”. Hervieu – Léger (2008) señala la relevancia de darse una “definición” de religión, no con el objetivo de captar su esencia última, sino para que permita clasificar los fenómenos observados. Plantea también dos grandes líneas para esta definición, una muy amplia y otra restrictiva. Dada las particularidades de nuestra investigación, en la que trabajamos la Iglesia católica y los agentes vinculados de diversas maneras a esta institución, nos inscribimos en la línea restrictiva. Entendemos por “religión” al “sistema de creencias, de normas y de prácticas, condivididas y realizadas habitualmente en un grupo organizado de personas que consienten en establecer relaciones con seres considerados como sobrenaturales o supra empíricos de los cuales se sienten separados (Soneira, 1989). Coto Murillo y Salgado Ramírez (2008) afirman que la religión puede entenderse como:

Un conjunto de relaciones sociales que se entrecruzan a partir de discursos y prácticas comunes, las cuales son percibidas como fuerzas superiores y anteriores a un entorno social y natural de una sociedad determinada y definida socio-históricamente, confiriéndoles como objetivo final de estos discursos y prácticas comunes, una explicación cabal del mundo y una promesa de salvación; otorgando sentido y consuelo; unidad, seguridad e identidad a un individuo o grupo social que se guía por ciertos hábitos que aseguran su salvación (p.91).

Como subrayan Coto Murillo y Salgado Ramírez (2008), es importante resaltar que los discursos y las prácticas religiosas están inmersos en el conjunto de relaciones sociales, funcionando como mediadores de conflictos sociales, pero a la vez son interpelados por prácticas y discursos de otros espacios, político, cultural, filosófico y científico, que también tratan de dar cuenta del mundo. La religión, entonces, es un terreno complejo, mediado y mediador; y supone una realidad situada en un espacio geográfico, en un momento socio – histórico, en un ambiente cultural y social, definidos y específicos. Toda religión es siempre religión de seres humanos concretos, con necesidades concretas, problemas e intereses particulares (Maduro, 1980 citado por Coto Murillo y Salgado Ramírez, 2008). Y muchas de estas necesidades concretas, problemas e intereses particulares en América Latina pasan por la miseria y la pobreza (Coto Murillo y Salgado Ramírez, 2008).

Desde esta primera aproximación al concepto, y retomando las consideraciones hechas, hablamos de “religión situada”, y sumamos lo desarrollado por Mallimaci (1996), en cuanto a que, en el contexto actual, mucho más plural que el de unas décadas atrás, se hace necesario repensar o poner en cuestión la comprensión de “religión”. Así, De la Torre (2015) sostiene al respecto, que ya no es válido hablar de religión, sino de religiosidades múltiples y diversas, por la creciente presencia de denominaciones y congregaciones, pero también de agentes de lo sagrado que van por “la libre”, santuarios gestionados por seglares, cultos populares a diferentes santos y advocaciones de la virgen María, a mártires canonizados por agentes no institucionales y a una renovada emergencia de la subjetivación de los modos de creer y practicar la religiosidad, poco acordes a los modos institucionales. “Lo religioso” se presenta hoy como heterogéneo, signado por una pluralidad creciente y también por las transformaciones en cuanto a la “construcción” de creencias, y a los vínculos de estas construcciones y de los mismos creyentes con las instituciones religiosas. Sin embargo, pese a la menor correlación entre creencias religiosas e instituciones religiosas, estas tienen una importante presencia en el campo religioso y, como venimos sosteniendo, mantienen múltiples vínculos con otros campos.

Pese a estas transformaciones muchas religiones asumen y conservan alguna estructura organizativa o grado de institucionalización, entendemos como “institución religiosa” toda estructura organizativa referente a la satisfacción de exigencias o funciones de carácter religioso, caracterizada por un sistema relativamente estable de funciones, relaciones y valores. Tal concepto puede aplicarse a estructuras de nivel macroscópico o microscópico (desde “Iglesia Universal” a “Iglesia local”), a experiencias más o menos rígidamente organizadas (“Iglesia” y “secta”), a grupos espontáneos y a grupos intencionales (“comunidad” y “denominación”) (Soneira, 1989). Es precisamente en relación a la “institución religiosa”, a los capitales que también desde ella se van configurando como valiosos, que se establecen los especialistas de estas instituciones, y así mismo las luchas internas y externas de la institución. Las instituciones religiosas tienen diferentes grados de estructuración, con frecuencia ligados al peso que la tradición y la jerarquía sopesan en tanto regulación de la vida cotidiana de los creyentes, y al grado de autonomía que tienen estos en relación a la jerarquía. La Iglesia católica, la que analizamos por los objetivos de nuestro trabajo, es una institución fuertemente jerárquica. Esta jerarquía está presidida por el papa, obispo de Roma, quien es considerado sucesor del apóstol Pedro y por obispos que son considerados apóstoles de Jesús. Martín (2008) observa que los obispos forman un cuerpo internacional de alta cohesión. Su elección no se produce por consulta horizontal a las comunidades sino de forma vertical, son elegidos por el papa, vía las nunciaturas nacionales (que mandan propuestas al papa). Estos son seleccionados por su adhesión a la ortodoxia religiosa y por su subordinación a la política religiosa que en cada momento promueve el Sumo Pontífice (Martín, 2008; Esquivel, 2015). Cada país está dividido en arquidiócesis y diócesis, a cargo cada una de un obispo diocesano (y en algunos casos de obispos y de obispos auxiliares), a su vez cada diócesis cuenta con parroquias y capillas a cargo de sacerdotes. Argentina en la actualidad está conformada por 14 arquidiócesis y 48 diócesis[9]. El conjunto de obispos de cada país conforma una conferencia episcopal. La Conferencia Episcopal Argentina tiene un presidente, y está divida en comisiones[10], que se vinculan con diferentes áreas temáticas, entre ellas, las relativas a la situación económica, política y social, tanto de los territorios en que están insertos los obispos, como del nivel nacional. Pese a esta colegialidad cada obispo responde directamente al papa. Los obispos de la Iglesia católica fueron estudiados por diferentes autores, son importantes los análisis de Bourdieu (2009), quien los considera los especialistas por antonomasia de esta institución y establece una clasificación de acuerdo a los capitales previos a su incorporación (herederos y oblatos). A nivel nacional, Mallimaci (1993) trabaja las comunicaciones de los obispos argentinos al CVII, para esto analiza la procedencia de los obispos y su papel en la historia del país; y Esquivel (2004, 2015) profundiza el análisis de la clasificación bourdeana y describe las eclesiologías que representa cada obispo de Argentina (tomando el período 1983 – 1999).

En esa estructura jerárquica y podríamos decir piramidal, en el nivel siguiente e inferior a los obispos se encuentran los sacerdotes, que pueden ser del clero o de congregaciones, y que como observamos, generalmente tienen a cargo parroquias, capillas u otras obras de la Iglesia. Sus funciones centrales son la administración de los sacramentos, la formación de la comunidad, y las llamadas “tareas pastorales”, muchas de ellas llevadas a cabo por laicos, pero dirigidas por los sacerdotes. Estas tareas involucran las catequesis para recibir los sacramentos, y pueden variar, incluyendo, comedores comunitarios, hospederías para personas en situación de calle, etc. Lo privativo de los sacerdotes, el capital que los separa de otros consagrados y de los laicos, es precisamente la administración de los sacramentos (especialmente la consagración eucarística y la reconciliación), y dada su posición en la estructura jerárquica de la Iglesia, la toma de decisiones en las diversas tareas pastorales que se llevan a cabo a nivel parroquial, etc. Es importante destacar también que este monopolio de los bienes de salvación “se traduce en la capacidad de dictar doctrinas (fijando en qué creer y de qué modo), administrar los bienes materiales de la institución y establecer los criterios de admisión, permanencia y exclusión institucionales” (Bonnin, 2013b: 125). Martín (2008) señala que, si bien los sacerdotes tienen la misma formación básica que los obispos, no todos colocan al tope de sus prioridades aceptar las perspectivas doctrinales o prácticas del Vaticano. Así, representan con mayor amplitud la gama de posiciones teológicas y opciones religiosas del cristianismo contemporáneo, y de todos los tiempos, y también reproducen la variedad de la base social católica.

Soneira (1986) considera que el papa y los obispos conforman el nivel jerárquico; sacerdotes, religiosos y religiosas los cuadros intermedios que operan orgánicamente en la institución como mediación del nivel jerárquico y la masa de fieles. A estos cuadros intermedios suma a las que denomina organizaciones “funcionales”: universidades católicas, Cáritas y asociaciones laicales de apostolado y a los cuadros medios “no oficiales” (cuadros y organizaciones laicales no ligadas orgánicamente a la estructura, pero que comparten el cuerpo doctrinal y se autoidentifican como católicos, o en algunos casos como cristianos). Estos cuadros no son parte entonces de la estructura jerárquica de la Iglesia, pero sí intervienen con diferentes estrategias en las luchas al interior del campo católico.

Desde la descripción que venimos desarrollando de la estructura jerárquica y piramidal de la Iglesia, tomamos esta clasificación de Soneira (1986), pero marcamos como diferencia el considerar que religiosos y religiosas si bien operan orgánicamente con la institución, tienen menos poder que los sacerdotes e incluso que muchas de las organizaciones funcionales, por lo que están más cerca de la base de la pirámide.

Religiosos y religiosas pertenecen a congregaciones, que con frecuencia tienen presencia internacional, algunas fundadas en Argentina y que se extendieron a otras regiones, y la mayoría nacidas en el exterior, con presencia en nuestro país. De estas congregaciones las menos son de “vida contemplativa”, dedicadas a la oración, y el número más amplio de “vida activa”, las que realizan variadas actividades vinculadas a la salud, a la educación, a la “evangelización”, al trabajo en situaciones de pobreza, etc.

Y por último en esta estructura, los laicos, la Iglesia define como laico a todo bautizado y postula que los laicos son los encargados de vincular lo sagrado y el evangelio con las cuestiones “terrenales”, políticas y sociales[11]. Sin embargo, muchos bautizados no tienen desde el momento de su bautismo contacto alguno con la institución eclesial, o mantienen contactos esporádicos, misas en ocasiones especiales, casamientos, bautismos de los hijos, etc. Martín (2008) prefiere llamar a los bautizados que no han recibido el orden ministerial ni consagrado su vida a la comunidad: “feligreses” (“hijos de la Iglesia”), y dejar la denominación de “laico” para usos más restringidos. En este trabajo utilizamos “laico” en el mismo sentido que “feligrés”, sí identificamos diferenciaciones al interior de los “laicos”, de acuerdo a sus tipos de vínculos y relaciones con la institución eclesial.

Pese a esta estructura jerárquica y piramidal, como bien argumenta Soneira (1989), ninguna institución religiosa puede ser considerada como un bloque organizativo homogéneo, dotado de un esquema normativo absolutamente unitario y estable. En su interior se crean necesariamente articulaciones estructurales y culturales, que pueden tener características institucionales algo diferentes de las de la organización global prevalente. Esto tiene entonces clara relación con las luchas internas en la institución, luchas que responden a comprensiones diversas de “lo religioso”, y de las múltiples cuestiones que se ponen en relación a “lo religioso”.

Dentro de la pluralidad del catolicismo, de los múltiples catolicismos, la uniformidad de criterios aumenta en la medida que nos acercamos a los niveles de conducción y viceversa (Martín, 2008). Sostenemos que si bien los obispos, sacerdotes, religiosas/os y laicos tienen un substrato común de creencias y doctrinas, sus modos de comprenderlas vehiculizan diferencias al interior de la Iglesia católica. Pese a la estructura jerárquica descripta, y a la relevancia y peso que los documentos que emanan de dicha jerarquía buscan tener e imponer, en su interior coexisten multiplicidad de perspectivas, significaciones y prácticas en relación a diversas temáticas, y también a la que nos aboca, los pobres y la pobreza. Organizaciones católicas, movimientos, instituciones, líneas internas, con heterogéneas posiciones ideológicas, conforman un complejo entramado de agentes que dentro de la misma institución disputan las definiciones y modos de acción. Estas posiciones no solo marcan formas diferentes de entender “lo social”, la pobreza y el tipo de intervenciones que la Iglesia debe emprender y apoyar, sino que, han tenido y tienen incidencia en las políticas públicas, y en la forma que las personas que se identifican como católicas se relacionan con las diversas problemáticas.


  1. Forcades I Vila (2011) subraya las contradicciones que presentan los textos bíblicos. Así, las diferentes interpretaciones pueden emerger de un mismo texto o los textos contradictorios dar lugar a estas divergencias.
  2. El NT se habría escrito entre los años 65 y 100 DC. Por lo que los evangelistas probablemente no hayan convivido con Jesús, sino que hayan escrito los evangelios a partir de la recopilación de relatos. Ehrman (2009) introduce una novedosa tesis, si bien se tiene conocimiento de los llamados “evangelios apócrifos”, escritos en los primeros siglos del cristianismo pero que no se incluyeron en la Biblia, este autor sostiene que los vencedores de las luchas de poder en la Iglesia primitiva fueron los que impusieron la adopción final de sus ideas: “El cristianismo moderno no carece de diversidad y abarca un amplio abanico de teologías, liturgias, prácticas, interpretaciones de las Escrituras, opiniones políticas, actitudes sociales, organizaciones, instituciones, etc. No obstante, prácticamente todas las formas del cristianismo moderno, lo reconozcan o no, se remontan a una forma de cristianismo, la que emergió victoriosa de los conflictos de los siglos II y III. Esta forma de cristianismo decidió cuál era la perspectiva cristiana «correcta» y quién tenía la autoridad sobre las creencias y prácticas cristianas, y determinó qué otras formas de cristianismo serían marginadas, apartadas o destruidas” (p.21). Así, no solo los cuatro evangelios que forman parte del NT, habrían sido escritos a partir de relatos, sino que de acuerdo a la tesis que presentamos, esas inclusiones fueron el resultado de luchas de agentes que buscaban imponer sus creencias dentro de la diversidad de cristianismos que existían.
  3. Ya hicimos referencia a las contradicciones en los textos bíblicos, puede verse Forcades I Vila (2011).
  4. Cristianos que vivieron en los ocho primeros siglos después de Cristo, reconocidos porque sus enseñanzas contribuyeron a la configuración de la Iglesia.
  5. Un interesante análisis de esta cuestión es realizado por Martín (2010) al profundizar en las diversas líneas de interpretación, no solo de la Biblia sino del Concilio Vaticano II y de documentos de la Iglesia, especialmente de Medellín.
  6. Mallimaci (1988b) muestra la influencia del Syllabus de Pío IX en la Argentina y en la consolidación de un tipo particular de catolicismo, el catolicismo integral. Mallimaci (1993) en un trabajo en el que analiza las comunicaciones de los obispos argentinos al CVII observa « Estamos en presencia de un catolicismo integral con su ideal de Argentina, nación católica “encantadora” de virtuosos y ascetas, que matan y se hacen matar por construir aquí y ahora la Jerusalén Celeste. Mentalidad que rechaza la democracia, el liberalismo y los partidos políticos. Catolicismo que no combate a los pobres, sino que los integra subordinadamente a militares y sacerdotes, buscando una continuidad en el jerarquizado imaginario medieval: los que laboran, los que hacen la guerra, los que oran” (p.104). Observación que contribuye a profundizar la comprensión de este tipo de catolicismo, teniendo en cuenta también su perspectiva en relación a la pobreza.
  7. Si bien se continúa utilizando esta denominación de “Doctrina Social de la Iglesia”, la misma ha producido debates y ciertas desconfianzas, por dos razones, la primera que, al hablar de doctrina se pretendería rehacer las grandes líneas de una “ley natural”, de un derecho natural válido para todos los tiempos y culturas. Y la segunda, se refiere a su pretensión de constituirse en la mediación necesaria entre fe y praxis cristiana, siendo inútil esta mediación porque las realidades son cambiantes en el tiempo y en las culturas. Frente a estos argumentos otros continúan considerando que en esas realidades existe algo de universal y permanente, que los protagonistas son seres humanos con dignidad inmutable e inalienable, y que las estructuras sociales que organizan las realidades también tienen vigas maestras similares (Scanone, 1987). Se suele hablar entonces tanto de DSI como de magisterio social de la Iglesia. Scanone (1987) muestra como diversos autores distinguen momentos de este magisterio, y si bien marcan diferentes encíclicas como hitos de cambio, acuerdan en que esta doctrina o esta enseñanza tiene una evolución histórica. Resalta que no se trata de un sistema fijo a histórico, ni de afirmaciones abstractas y unívocas que se deberían aplicar deductivamente a todas las circunstancias históricas y culturales, sino de respuestas de la Iglesia a las problemáticas sociales, articuladas por su visión del hombre.
  8. Desde la perspectiva hermenéutica es necesario comprender la cosmovisión y el ethos cultural de las personas pobres, la TC se posiciona de alguna manera aquí, y es retomada por el papa Francisco, observándose especialmente este planteo en la encíclica Laudato SI, puede verse al respecto el trabajo de Ameigeiras (2017) sobre esta encíclica.
  9. Conferencia Episcopal Argentina. [En línea] [Consultada: 18/12/2019] Disponible en: http://www.episcopado.org/
  10. Apostolado laico y pastoral familiar, ayuda regiones más necesitadas, catequesis y pastoral bíblica, para la Universidad Católica Argentina, comunicación social, consejo de asuntos económicos, ecumenismo y relaciones con el judaísmo, el islam y las religiones, educación Católica, fe y cultura, iglesias orientales, liturgia, migraciones y turismo, ministerios, misiones, Pastoral Aborigen, Pastoral de la Salud, pastoral Penitenciaria, Pastoral Social, Pastoral Universitaria y vida consagrada. [En línea] [Consultada: 18/12/2019] Disponible en: http://www.episcopado.org/
  11. Populorum Progressio, 81: AAS59 (1967) 296-297, Compendio DSI 543- Pontificio Consejo Justicia y Paz- CEA, Catecismo de la Iglesia católica 897, Juan Pablo II Mensaje Mundial de la Paz 2000, 17:AAS 92 (2000) 367 – 368.


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