Antolín Sánchez Cuervo[1]
1. Horizontes
Ha sido en tiempos de guerra y de barbarie cuando el llamado humanismo hispánico o iberoamericano ha dado lo mejor de sí o cuando mayormente ha desahogado su vocación crítica. A propósito de la conquista de América, por ejemplo, este humanismo inspiró la crítica tanto o más que la legitimación de la misma. “¿Estos, no son hombres?”, espetaba allá por 1512 Antón de Montesinos a Diego de Colón, gobernador de La Española, a propósito del régimen abusivo allí instaurado sobre los habitantes de la isla caribeña (Mate, 2007, p. 380). Lo que para el hijo del almirante era un proceso civilizador y por tanto “humanizador” –conquistar y domeñar tierras bárbaras, cuyos pobladores eran asimilados a la naturaleza supuestamente inhóspita del Nuevo Mundo–, para Montesinos y para la germinal tradición crítica que su denuncia estaba inaugurando era justo lo contrario. El humanismo hispánico hacía valer así su significación más crítica a contrapelo de las “razones de Estado” y de sus incipientes relatos legitimadores, mostrando frente a ellos un sentido más bien “anti-imperialista” y multicultural (Velasco, 2008), aun bajo una obvia dependencia de la teología cristiana que registrará grados y matices muy diversos.
Humanismo, por tanto, como respuesta a una experiencia de inhumanidad y como reconocimiento de una raíz inalienable en todo sujeto, irreductible a cualquier naturalización; como asunción de ese ápice “sagrado” inscrito en “la abstracta desnudez del ser humano” al que se referirá Arendt en la estela de la postguerra europea y que los Derechos Humanos no supieron codificar por su dependencia del Estado-nación (Arendt, 2010, p. 424). Precisamente en estas coordenadas de violencia totalitaria y desplazamiento forzado que estaba dejando tras de sí la Europa de entreguerras, un pensador del exilio republicano español como Eugenio Ímaz apelaba a la condición humana. “Soy un desterrado, un refugiado político. Soy un hombre”, escribía en la emblemática revista España Peregrina en 1940, muy poco tiempo después de llegar a México. “Nada menos que todo un hombre” –proseguía– “que ésta es la distinción singular que a los sin patria nos hace el país que nos acoge. Uno entre los demás”, cuyo oficio “es de escritor” y cuyo deber “como escritor, será, pues, no traicionar, en el escritor, al hombre” (Ímaz, I, 2011, p. 542).
En realidad, la pregunta por el hombre no hacía sino circular en Europa, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, en el fondo por las mismas razones, las cuales hacían de esa pregunta un reto difícil de sortear. ¿Cómo hablar de humanismo tras la experiencia de algo impensable como los campos de exterminio? ¿Cómo dar cuenta de la condición animalizada o reducida a “nuda vida” según la conocida expresión de Agamben, o de la degradación de muchos supervivientes de esos campos cuando tenían que renunciar a cualquier forma de dignidad humana para sobrevivir? ¿Cómo replantear la tesis del hombre y salvar la humanidad, no ya de las víctimas, sino también de los verdugos? ¿Cómo hablar de humanismo en un mundo cuyo rasgo principal, según dijera el propio Gaos en 1945, es la sumisión de gigantescas masas humanas al desplazamiento más desgarrador y “a las crueldades más aniquiladoras” (Gaos, 2003, p. 211)? ¿Es posible un “humanismo” que no se agote en retórica humanitaria o en debilidad filantrópica? En definitiva, ¿es posible el hombre? Y en ese caso, ¿de qué hombre estamos hablando?
La pregunta se la había hecho de forma explícita Jean Beaufret, al parecer en un café parisino en 1946, para hacérsela llegar a Martin Heidegger a través de un amigo suyo que iba a estudiar a Friburgo: “Comment redoner un sens au mot humanisme?” era la pregunta que supuestamente motivaría nada menos que su Carta sobre el humanismo (1946), en respuesta a la célebre conferencia de Jean-Paul Sartre El existencialismo es un humanismo (1946). En esta última, recordemos, se afirmaba al hombre como mera existencia inmanente, proyecto inagotable y permanentemente rebasado por su propia acción intrínseca; elección moral semejante a la construcción de una obra de arte; decisión responsable que compromete a toda la humanidad, proyecto y, en medio del desamparo y la angustia, como suma de empresas y nunca como algo predeterminado. A juicio del pensador alemán, esta tesis no lograba desprenderse del humanismo convencional o metafísico. Aun a pesar de haber invertido el orden entre la esencia y la existencia conforme al que esta era realización de aquella, Sartre habría seguido entendiendo al hombre como sujeto o como un ente entre los entes dotado de razón (animal racional) mediante la que participa del ser (principio supremo) y se enfrenta al mundo entendido como un objeto susceptible de ser dominado técnicamente. Por eso, humanismo como auténtica existencia será, al contrario, devolver al hombre su genuina condición de receptor del ser, estancia en el claro del ser abierto por la propia recepción de su palabra interpeladora (poética, no científica), morada en el ser y pertenencia a él. Humanismo como apelación a la humanidad del hombre desde su proximidad al ser o su “cuidado” del ser.
De este debate se hacía eco, precisamente, el ya mencionado Ímaz en su ensayo de 1950 “Angeología y humanismo”,[2] y no precisamente para alabarlo, pues se trataba, a su juicio, de pseudo-humanismos, esqueléticos y espectrales, recordando además que una reivindicación del hombre como “posibilidad de ser todas las cosas” (Ímaz, 2011, p.500) ya había sido planteada con solidez por Luis Vives, entre otros humanistas del siglo XVI. En realidad, en el horizonte del exilio republicano español la pregunta de Beaufret, formulada en los términos que fueran, circulaba con fluidez y gran variedad de acentos, enhebrando formas de pensar que, en su conjunto, conformarán además uno de los episodios más brillantes de la historia de la filosofía en lengua española; comparable, por qué no, al “krauso-institucionismo” de las décadas inmediatamente anteriores –con el que de hecho la inteligencia exiliada enlazó de manera explícita en muchos casos– e incluso con la misma Escuela de Salamanca –asimismo presente en algunas de sus retrospectivas filosóficas–, aun a pesar de la abismal diferencia que presenta en relación con estos dos emblemáticos episodios. Dejando a un lado esta comparación, discutible hasta donde se quiera, hay, ciertamente, un doble rasgo que distancia claramente al exilio filosófico del 39 de esos episodios.
En primer lugar, su heterogeneidad, hasta la contradicción algunas veces, aun a pesar de los “aires de familia” que puedan apreciarse entre unas tendencias y otras por su identificación con ciertos lugares comunes de la época, y de la común adscripción de unas y otras al reformismo republicano. En segundo lugar y sobre todo, su precaria institucionalización, como consecuencia, sin duda, de la propia circunstancia del exilio. Son obvias las dificultades a las que se enfrenta cualquier colectivo académico o intelectual exiliado cuando quiere hacerse visible o asentarse institucionalmente, más allá de la suerte individual de cada uno de sus miembros. Bien es cierto que el caso de México fue excepcional por su receptividad hacia los derrotados de la Guerra Civil española. Idealizada o no, la política de acogida desplegada por el gobierno de Lázaro Cárdenas facilitó la inserción y estabilidad profesional de los recién llegados, y sólo en un contexto como éste puede entenderse la conocida iniciativa de Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas de fundar en 1938 La Casa de España, después transformada en El Colegio de México (Lida, Matesanz y Vázquez, 1990; Valero 2015a). Gracias a ella, algunos intelectuales de referencia del exilio en cuestión encontraron acomodo para retomar sus trayectorias académicas, entre ellos los filósofos José Gaos y Joaquín Xirau. Pero eso no significa, necesariamente al menos, que pudieran reconstruirse prácticas colectivas que habían sido desmanteladas por el efecto de la guerra, sin olvidar los resentimientos, conflictos, fobias personales y pugnas de poder propios del mundo académico, los cuales no hacían sino exacerbarse en un escenario tan precario y negativo como el de la derrota y el exilio.
Pero, más allá de estas precisiones, focalizar el exilio en cuestión en una nación concreta nos enfrenta a una seria dificultad metodológica que, si bien obviaremos ya que detenernos en ella nos desviaría de nuestros objetivos, no podemos dejar de mencionar. Me refiero al problema de la identidad nacional de las obras producidas en cualquier exilio en general y en el que nos ocupa en particular, por la amplitud y diversidad de sus espacios, por la duración y disimilitud de sus cronologías, y en definitiva por la pluralidad de sus perfiles. Los filósofos del exilio español republicano del 39 en México, en concreto, ¿eran españoles o mexicanos? Suele decirse que hispano-mexicanos, pero con este término el problema no desaparece, sino que, simplemente, se disimula, pues ¿existe, acaso, una filosofía “hispano-mexicana”? Un autor como Ramón Xirau, por ejemplo, desarrolló la totalidad de su obra en México pero escribió una parte de ella en catalán, que es una de las lenguas oficiales del Estado español, además de que su formación estuvo altamente condicionada por la cultura catalana, española y mediterránea de su entorno familiar. El problema se acentúa, además, a medida que acercamos la lente: ¿y los casos en que un mismo exilio recorre diversos territorios o naciones como el de García Bacca entre México, Ecuador y Venezuela, o el de María Zambrano entre México, el Caribe y Europa, por poner solo dos ejemplos? En otro lugar he planteado estas preguntas (Sánchez Cuervo, 2018), las cuales adquieren además un especial énfasis si tenemos en cuenta que el exilio es una experiencia que cuestiona, precisamente, los límites del Estado-nación y sus relatos. Todo ello nos remite al problema de la delimitación de una historia de la filosofía –o intelectual en general– pretendidamente nacional. Dicho de otra manera, nos remite a la identificación, tan ingenua como habitual, entre la nación y el territorio, así como a la consecuente necesidad de construir perspectivas historiográficas transnacionales´.
Hecha esta aclaración y asumiendo esta dificultad irresuelta, hay que reconocer que el exilio en México reprodujo, aun con las limitaciones ya señaladas, una suerte de microcosmos de lo que hasta el estallido de la guerra era y significaba la filosofía en España, sin menoscabo de lo que se quedó en el otro lado y en circunstancias adversas, ni de la importancia de otros destinos que aún no han sido explorados como merecen.
2. Constelaciones
Bajo una primera aproximación, tres grandes núcleos o constelaciones de autores y obras podrían distinguirse en el contexto del exilio filosófico del 39 en México, asumiendo los pequeños reduccionismos que toda clasificación parece conllevar.
El primero de ellos encontraría su principal seña de identidad en la llamada “Escuela de Madrid” (Abellán y Mallo, 1991), la cual había protagonizado el momento más álgido de la Universidad Central de Madrid durante toda su historia, coincidiendo con el liderazgo de Ortega y Gasset y las reformas educativas de la Segunda República. Obviamente, la guerra arruinará esta escuela, cuyos integrantes quedarán además divididos. Como bien es sabido, el propio Ortega no tuvo una postura clara. Cada vez más hostil hacia la República durante los años treinta, abandonaría España al poco de estallar la guerra, temeroso de ser víctima de la violencia descontrolada en el lado republicano. Discretamente a favor de los sublevados, optaría después por el exilio, en Buenos Aires y Lisboa, para regresar en 1945 a la España de Franco con unas expectativas que nunca llegaron a cumplirse. García Morente, uno de los principales referentes de la escuela, profesaría como sacerdote católico y formaría parte de la academia franquista. También se quedaron Xabier Zubiri y Julián Marías, aunque al margen de la academia oficial, al igual que otros orteguianos como Manuel Granell y Antonio Rodríguez Huéscar, quienes terminarán optando por una suerte de auto-exilio, en Caracas y Puerto Rico respectivamente, ante la imposibilidad de desarrollar sus vocaciones intelectuales en condiciones dignas. Leales a la República y abocados, en consecuencia, al exilio, fueron, en el caso de México, dos destacados discípulos, si es que no los más relevantes, como José Gaos (1900-1969) y María Zambrano (1904-1991), quienes además personificarán dos recepciones diferentes del pensamiento del Ortega, respectivamente caracterizadas por la originalidad y la heterodoxia.
A medio camino entre la filosofía y el derecho podríamos ubicar la amplia obra de Luis Recasens Siches (1903-1977), cuyo racio-vitalismo proyectó de una manera original en el ámbito de la filosofía del derecho, incorporando también otras influencias como las de Stammler, Kelsen, James y Dewey (Recasens, 2008). Por otra parte, Luis Abad Carretero (1895-1971), quien se había formado en la órbita de Ortega recibiendo también la influencia del institucionismo, llegaría a México procedente de Francia en 1952. Dos años después publicaba, con el sello de El Colegio de México y la recomendación de Gaos, uno de sus principales libros, Una filosofía del instante, concepto este primordial en su pensamiento, del que Ricardo Tejada ha ofrecido recientemente una cuidada antología (Civera y Abad). El propio Gaos lo recomendará también en 1957 para ser contratado como profesor de Pedagogía Comparada en la UNAM, si bien en 1966 regresará a España. Asimismo, Joaquín Álvarez Pastor (1885-1950) había colaborado con Ortega en la Sección de Filosofía de la Junta para Ampliación de Estudios, doctorándose en la Universidad Central de Madrid con una tesis sobre la Teoría de las pasiones en Descartes y Spinoza (1916). Había ejercido la docencia en diversos institutos de enseñanza secundaria y había sido muy cercano a Manuel Azaña, desempeñándose como diplomático en Noruega durante los años de la guerra. Ya en México fue miembro fundador, profesor y director del Instituto Luis Vives, uno de los centros educativos más emblemáticos del exilio republicano. En 1957 se publicó, póstumamente, un manual de ética destinado a alumnos de bachillerato titulado Ética de nuestro tiempo (descripción de la realidad moral contemporánea), prologado por Gaos.
Tanto Gaos como Zambrano son dos de los grandes nombres del exilio filosófico español del 39. En realidad, el primero ya se había erigido en principal discípulo de Ortega en los años anteriores a la guerra, siendo además el autor de un texto que Agustín Serrano de Haro, editor de sus escritos españoles, considera “fundacional” de dicha escuela (Gaos, 2019, I, p.23). En “La filosofía de Ortega y Gasset y las nuevas generaciones españolas” (II, 926-944), lección impartida en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central en 1935 con motivo de las bodas de plata del maestro con la Cátedra de Metafísica, Gaos tomaba la palabra en nombre de su generación, intermedia entre la de sus alumnos y la de su maestro, al que convertía en problema filosófico: Ortega no sólo era una referencia en torno a la que puede articularse una tradición intelectual con un estilo propio y una proyección cívica, sino que además personificaba la contradicción intrínseca de la filosofía misma entre su pretensión de verdad (fenomenología) y su historicidad radical (historicismo). El racio-vitalismo del maestro o asunción de la vida como dato primario y realidad radical no era para Gaos ninguna panacea, pero sí una referencia primordial para asumir de manera lúcida esa dificultad insalvable, como punto de partida, además, de una reflexión propia y original de largo alcance.
Ya en el exilio, cuyo periodo ha sido reconstruido por Aurelia Valero en una excelente biografía intelectual (Valero, 2015), Gaos será el autor de una filosofía original que radicalizará las intuiciones de Ortega, como más adelante veremos. Sin duda fue el pensador más influyente del exilio en México, que desarrolló una dilatada trayectoria académica, docente e intelectual, vinculada a la UNAM y El Colegio de México, cuya proyección llega hasta nuestros días, en la obra de su discípula Carmen Rovira. De su adaptación a su “patria de destino”, según su propia expresión (Gaos, 1996, p. 636) da buena cuenta su célebre neologismo “transtierro” (p. 546), del que tanto se ha abusado para identificar al conjunto del exilio español. En su caso, la experiencia del “transtierro” reflejó una visión de Hispanoamérica en términos de una comunidad de pensamiento, sobre la que reflexionó haciendo aportaciones importantes y de largo alcance. Gaos fue de hecho uno de los promotores de eso que hoy día conocemos como “pensar en español” (Mate, Sánchez Cuervo y Echeverría), al que liberó tanto de viejos lastres hispanistas como de prejuicios eurocentristas.
Zambrano apenas residió en México durante algunos meses, en los primeros momentos de su largo exilio. Llegó a Veracruz en marzo de 1939 procedente de La Habana, en donde se había reencontrado con su amigo Lezama Lima y el grupo poético Orígenes, tan relevante para la maduración de su “razón poética”. En México se reencontró con muchos compañeros de exilio, algunos de ellos muy cercanos como Emilio Prados y León Felipe, y también con amigos mexicanos como Octavio Paz, a quien había conocido durante el Congreso de Intelectuales Antifascistas celebrado en Valencia en 1937. Frustradas sus expectativas de integrarse en La Casa de España (según el propio Paz, por su mera condición de mujer), se trasladó entonces a Morelia, en cuya universidad impartió cursos de Introducción a la Filosofía y Psicología. En todo caso, en un breve artículo titulado “Entre violetas y volcanes”, que publicará en 1989, de regreso ya a España, evocará la generosa invitación a La Casa de España que le había extendido Alfonso Reyes. A propósito de este último, se referirá a una
“razón mediadora”, que consiste en estar viendo al mismo tiempo lo inmenso y lo pequeño, lo que el hombre no puede alcanzar y lo que ya ha alcanzado: la razón del presente, la razón en el tiempo presente.
También evocará la sensación de arropamiento que le transmitía el silencio del indio mexicano, y el comienzo de sus clases en Morelia el 1 de abril del 39, el mismo día en que Franco proclamaba en España el final de la guerra civil, explicando el concepto de libertad en Grecia (Zambrano, 2014, pp. 770-773). Aun a pesar de su fugacidad, así como de algunos malentendidos e incomodidades, la estancia de Zambrano en México fue muy fecunda, concluyendo diversos ensayos sobre San Juan de la Cruz, Nietzsche, Descartes y Husserl, además de los libros “gemelos” Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y poesía (1939).
La segunda constelación a la que nos referíamos giraría en torno al legado de la llamada “Escuela de Barcelona”, radicada en la Universidad de Barcelona, cuya denominación no deja de resultar problemática al no comportar un liderazgo claro, análogo al de Ortega en Madrid, y tampoco una afinidad doctrinal o filosófica. Pero sí una afinidad “de tono y estilo” a la manera de una “comunidad caracteriológica”, dirá al cabo del tiempo Eduardo Nicol, uno de sus integrantes más jóvenes (Nicol, 1998, p. 172), refiriéndose en concreto al cultivo del “sentido común”, entendido como la facultad “de entendernos unos con otros respecto de las cosas” o “el principio de comunidad de la razón” (pp.201ss).
En este contexto es obligada, para empezar, la referencia a Jaume Serra Hunter (1878-1943), quien había sido catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Barcelona y militante en el nacionalismo catalán, y cuya obra filosófica, muy amplia y significativa, vertebrada en torno a un idealismo moderado, aún es muy poco conocida.[3] En México publicó, de manera ya póstuma, El pensament i la vida (1945).
Contemporáneo de Serra Hunter fue Joaquín Xirau (1895-1946), quien había sido uno de los más tempranos receptores en España de la fenomenología de Husserl, distinguiéndose además por un conocimiento amplio y rico del pensamiento de su tiempo. Su obra registra además una notoria impronta de un organicismo filo-krausista, que había recibido a través del que fuera uno de sus grandes maestros, Manuel B. Cossío, a quien dedicará de hecho, en 1944, un voluminoso libro cuyo contenido sigue siendo actual (Xirau, 1999, pp. 2-227). En realidad, Xirau también puede considerarse un filósofo representativo del llamado “krauso-institucionismo”, corriente intelectual que, en el exilio en general y en México en particular, destacó sobre todo en el ámbito de la educación y de la cultura política en un sentido amplio.[4] Su exilio sólo duró siete años, que fueron no obstante muy fecundos. En México, Xirau no sólo prosiguió su actividad docente y educativa, vinculada a la UNAM y El Colegio de México, sino también su reflexión filosófica, la cual arrojaría sus frutos más relevantes durante esos años, como más adelante veremos.
De una generación más joven era el ya mencionado Eduardo Nicol (1907-1991), quien desarrolló la casi totalidad de su extensa obra en México, adonde había llegado en 1939 a bordo del célebre barco “Sinaia” tras pasar un tiempo en el campo de concentración de Argelès-sur-mer. Ejerció la docencia en la UNAM y fue autor de una extensa obra, sistematizada en torno a los conceptos de expresión, alteridad, comunidad y razón simbólica, en diálogo con el mundo griego y con la tradición fenomenológica, todo ello plasmado en libros medulares como Metafísica de la expresión (1ª ed. en 1957, revisada en 1973), Los principios de la ciencia (1965) o Crítica de la razón simbólica (1982). En otros libros como El porvenir de la filosofía (1972) planteó un diagnóstico de la globalización tecnológica actual y sus consecuencias letales para la vocación filosófica, acuñando para ello el concepto de “razón de fuerza mayor”. Además reivindicó el pensamiento sistemático de la Escuela de Salamanca, lo cual no le impidió –incluso al contrario, como más adelante veremos– ser muy crítico hacia el “ensayismo” característico del pensamiento español contemporáneo, especialmente el de Ortega y, por añadidura, el de su discípulo Gaos. En realidad, Nicol y Gaos plantearon dos concepciones de la filosofía, la razón y el sujeto contrapuestas, aunque no necesariamente excluyentes e incluso complementarias (Sánchez Cuervo, 2007).
Finalmente, el exilio en México de Juan Roura Parella (1897-1983) fue breve, ya que en 1945 partiría a la Wesleyan University, en Estados Unidos, aunque dejando tras de sí varios trabajos relevantes en el ámbito de las llamadas “Ciencias del Espíritu”, especialmente su libro Educación y cultura (1940). Su pensamiento recogió influencias de Dilthey, cuyas traducciones al español fueron pioneras junto con las de Ímaz y de Luzuriaga en Argentina, y Spranger, así como de la psicología contemporánea.
Nuestra tercera constelación estaría conformada por pensadores “independientes” o sin vínculos con las dos escuelas mencionadas, aunque pudieran mostrar coincidencias puntuales con alguna de ellas. Tal era el caso del ya citado Eugenio Ímaz (1900-1951), prototipo además del “filósofo-traductor”, una figura de gran importancia en el exilio español del 39. Son de hecho muy conocidas sus traducciones de la obra de Dilthey, autor al que dedicó su libro Asedio a Dilthey. Un ensayo de interpretación (1945). Otros dos libros, Topía y utopía (1946) y Luz en la caverna. Introducción a la psicología y otros ensayos (1951), dieron cuenta de una obra ensayística brillante y heterogénea.
José Manuel Gallegos Rocafull (1895-1963) era un sacerdote leal a la República, traductor y autor de una amplia obra filosófica y teológica, muy cercano a la revista España peregrina, a Bergamín y a su proyecto de la editorial Séneca, y por supuesto, también a su catolicismo inconformista. Entre su amplia obra filosófica cabe destacar sus estudios sobre el pensamiento clásico español y novohispano, especialmente El pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII (1947), o sus libros El pretendido humanismo de Jean-Paul Sartre (1942) y Personas y masas. En torno al problema de nuestro tiempo (1944), este último dedicado al análisis del hombre-masa, base y esencia, a su juicio, de los regímenes totalitarios que han llevado a Europa a la catástrofe, especialmente el nazi-fascista. De resonancias orteguianas, sigue de hecho las pautas de La rebelión de las masas, aunque con un sesgo propio y desde la perspectiva, más cruda y realista, de la guerra y la violencia totalitaria consumadas.
Juan David García Bacca (1901-1992) residió en México entre 1942 y 1947, un periodo lo suficientemente fecundo como para dejar tras de sí una contribución muy notable al pensamiento del exilio en este enclave, plasmada en dos libros importantes como Filosofía en metáforas y parábolas. Introducción literaria a la filosofía (1945) y Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947). García Bacca había llegado a México procedente de Ecuador, a la postre su lugar prioritario de residencia, y para entonces ya era conocido por su sólida formación, no sólo en el ámbito filosófico, sino también en el de la ciencia en general y la física en particular. Con este bagaje contribuyó a la transformación del sentido y la orientación de la práctica filosófica en México, introduciendo y divulgando áreas de conocimiento hasta entonces escasamente exploradas, tales como la filosofía de la ciencia y la lógica matemática. A través de los cursos que impartió en la UNAM, El Colegio de México y la Universidad Michoacana, y de sus colaboraciones en Cuadernos americanos y Filosofía y Letras, entre otras revistas de referencia, contribuyó a una renovada discusión de los existencialismos, especialmente el heideggeriano, así como a planteamientos innovadores de la relación entre filosofía y literatura, tan caros para el pensamiento de lengua española.
De una generación posterior, Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011) se formó casi enteramente en México, en donde evolucionó desde su vocación poética inicial, ligada a la militancia comunista y la experiencia de la guerra, hacia la vocación filosófica. Desarrolló una interpretación del marxismo entendido como un “humanismo” o una afirmación “del hombre como ser natural, genérico, y como ser cuya actividad vital es la productiva o el trabajo; (…) como ser universal, libre y total, y, finalmente, como ser histórico y social” (Sánchez Vázquez, 2007, p.54). En Conciencia y realidad en la obra de arte (1956) y –más aún– Las ideas estéticas de Marx (1965) se delinearían así los trazos de una nueva estética marxista, distante de formulaciones dogmáticas y organizada en torno a tres ideas fundamentales: la reivindicación del arte como una actividad en la que se expresa la creatividad negada en el trabajo enajenado bajo la lógica deshumanizante del capitalismo; la crítica de la identificación entre arte y realismo, rescatando así expresiones artísticas satanizadas por la estética soviética tales como las vanguardias; y la hostilidad del capitalismo hacia el arte, en la medida en que este se reduce a mercancía y valor de cambio, dando lugar a un pseudo-arte banal, masivo y rentable sin más. Pero fue probablemente Filosofía de la praxis (1967) –resultado de su tesis doctoral, dirigida, por cierto, por Gaos–, su libro más emblemático. Conforme a sus planteamientos, la praxis es la categoría central de la actividad humana, siempre orientada a la transformación de la realidad, a contrapelo de filosofías que la dejan tal como está, considerándose satisfechas cuando encuentran un principio o fundamento de la existencia –ya sea materialista o idealista–, o cuando se contentan con reivindicar la interioridad o subjetividad del individuo –tal es el caso de los existencialismos–; de los marxismos “teoricistas” que reducen la filosofía de Marx a una ciencia –tal sería el caso del “anti-humanismo” de Althusser, para el que todo humanismo sería ideología y en respuesta al que Sánchez Vázquez escribirá Ciencia y revolución. El marxismo de Althusser (1978)–; y de marxismos que la reducen a una concepción determinista de la historia sujeta a leyes supuestamente inexorables, que no dejan lugar a la acción humana (Sánchez Vázquez, 2007).
Muchos de estos autores dejaron tras de sí contribuciones notorias, y en algunos casos muy originales, a ámbitos y debates del pensamiento contemporáneo bien diversos, que conocían sobradamente y del que fueron brillantes transmisores, sin resignarse por ello a ser meros imitadores o repetidores. Enumeremos algunas:
- Un debate en torno a las posibilidades de la fenomenología en el nuevo horizonte post-metafísico abierto tras la quiebra de la razón moderna. Gaos, Xirau y Nicol hicieron sus propias propuestas en este sentido y plantearon un fecundo diálogo con Heidegger, pensador que, como bien es sabido, Gaos tradujo tempranamente –Ser y tiempo, publicado por Fondo de Cultura Económica en 1951, fue de hecho la primera versión de Sein und Zeit en una lengua occidental distinta del alemán original, influyendo por cierto en Octavio Paz (Stanton, 2014)–.
Algo semejante puede decirse del historicismo de Dilthey, autor que Roura e Ímaz tradujeron. Éste último ofreció además una sólida interpretación de su obra, mientras que Gaos y Nicol incorporaron su historicismo a sus propias reflexiones, desde perspectivas muy diferentes aunque siempre como un cierto contrapeso de la evidencia fenomenológica. En ambos autores esta tensión entre la fenomenología y el historicismo se proyectó hacia una antropología filosófica. Nicol apuntó en esa dirección a propósito de su diálogo con los griegos en La idea del hombre (1946), y Gaos, de manera explícita, en su curso Del hombre (1970).
Un diálogo con las ciencias y una crítica de la técnica y sus derivas bajo el nuevo predominio de la cibernética y la cultura de la velocidad. De ese diálogo dieron cuenta varios artículos de García Bacca, mientras que esa crítica puede encontrarse en diversos ensayos de Gaos, Abad Carretero y Nicol.
En el ámbito del pensamiento político, una reflexión sobre las posibilidades del liberalismo, ligada a menudo a una cierta retrospectiva de la tradición hispánica que busca señas de identidad propias en conceptos como “persona”, “comunidad” u “organismo”, frente a las herencias canónicas del liberalismo de raíz ilustrada, vinculadas a conceptos como “individuo”, “propiedad” o “contrato”. En este sentido discurrieron ciertas reflexiones de Xirau y Nicol, por ejemplo. Este último dedicó además lúcidas reflexiones a las nuevas formas de totalitarismo derivadas del predominio exclusivo de la razón instrumental, mientras que Ímaz, Gaos y Gallegos Rocafull se habían centrado en sus expresiones más convencionales durante los años de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
En el mismo ámbito, una recepción crítica del pensamiento de Marx, muy distante del llamado socialismo real o del marxismo “teoricista” o “anti-humanista” althusseriano. Este fue, como acabamos de ver someramente, el gran hilo conductor de la obra de Sánchez Vázquez, centrado en la filosofía de la praxis y, en tanto que expresión compleja de esta última, la estética.
Una reflexión sobre la singularidad de la filosofía en lengua española y sus posibilidades actuales, cuando las promesas de la racionalidad canónica moderna han quedado del todo truncadas bajo el efecto de su propia violencia radical. La memoria filosófica y cultural de las propias tradiciones, enriquecida a través del contacto con las que ya bullían en México, contribuyó en este sentido a la conformación de una comunidad iberoamericana de pensamiento y a la maduración de respuestas a la circunstancia actual. Con acentos muy diversos y sin llegar a despegarse de un cierto nacionalismo cultural, Zambrano, Gallegos Rocafull, Xirau, Nicol a su manera y, sobre todo, Gaos, hicieron aportaciones relevantes en este sentido.
Pero, más allá de este rasgo concreto, una peculiar manera de abordar cualquier tema o debate, característica del pensamiento de lengua española y que hemos identificado con el lugar común del “humanismo” con la intención añadida de re-significarlo, parece recorrer, en un sentido “transversal”, el conjunto de esta reflexión exiliada. Humanismo sería entonces el “humus” del que se alimenta para ofrecer respuestas al siniestro panorama cultural y político que ha dejado tras de sí la violencia europea. En el caso de no pocos de los autores antes mencionados, un humanismo crítico a la altura de los tiempos y con acentos diversos que bien podría concretarse en dos momentos inseparables: 1) un diagnóstico de la crisis epocal de la razón tecno-científica moderna, de sus despliegues idealistas y sus realizaciones positivas, de cuyas lógicas totalitarias, previamente identificadas, se trazan algunas hipótesis genealógicas 2) una respuesta más o menos original a las mismas y de alguna manera inserta en tradiciones de pensamiento de lengua española con las que se quiere enlazar en un sentido autorreflexivo. Los ejemplos de José Gaos, Joaquín Xirau y Eduardo Nicol pueden resultarnos significativos y representativos de tres perfiles filosóficos diferentes.
3. Ejemplos
Probablemente una de las reflexiones menos conocidas de Gaos sea aquella que dedicó en los años cuarenta a la vocación deshumanizadora de la razón moderna, consumada en la experiencia actual de la guerra y el totalitarismo. En una serie de textos de esos años, muchos de ellos aún inéditos incluyendo un curso de metafísica impartido en 1944, planteó la tesis del totalitarismo entendido como la culminación de un proceso de pérdida creciente de la subjetividad por parte del hombre moderno, y de progresiva instauración de regímenes de vida caracterizados por la publicidad o anulación de la intimidad y la tecnocracia o maquinización de las relaciones humanas con vistas a su control político. Tal sería el caso, por supuesto, del estado nazi-fascista y del comunismo soviético, pero también del régimen de vida característico del nuevo capitalismo de masas (Sánchez Cuervo, 2016).
Gaos planteó dos respuestas diferentes aunque cómplices entre sí a esta vicisitud contemporánea, al tiempo que radicalizaba a su manera los conceptos orteguianos de razón vital y razón histórica, dando así lugar un personalismo o un subjetivismo “inmanentista” por una parte, y a un historicismo hispanoamericano de cuño propio por otra.
En relación con lo primero, Gaos encontrará en las humildes certezas de la experiencia autobiográfica una mínima respuesta a la aporía fundamental de la filosofía entendida como búsqueda irrenunciable pero irrealizable de verdad, en la que frustración y anhelo se identifican justificando así la tarea de pensar. Esa aporía era lo que desde el principio había motivado su “filosofía de la filosofía” –como gustaba decir apropiándose de una célebre expresión de Dilthey– en un horizonte de amenaza de su misma supervivencia bajo la experiencia de una violencia, hasta entonces desconocida, que cuestionaba su misma pretensión de racionalidad. El primer resultado significativo de esta reducción del raciovitalismo a una razón personal y casi emocional fueron sus Confesiones profesionales (1958), que son no solo un libro de memorias, sino también una práctica autorreflexiva que asume el fin de la filosofía en un sentido tradicional y explora un nuevo punto de partida inspirado en la certeza intransferible de la propia individualidad. A partir de esta débil pero inexpugnable certeza, Gaos será incluso capaz de construir una suerte de sistema filosófico, cuyos pilares serán dos de sus grandes libros de madurez: De la filosofía (1962) y el ya mencionado Del hombre (1970), resultado de sendos cursos en los que Gaos justificaba la evidencia de la filosofía como destino insoslayable de la razón, y de esta última como cualidad específicamente humana.
Pero ésta no fue la única asimilación creativa que Gaos hizo del pensamiento de Ortega. De hecho, no fue la más relevante desde el punto de vista de su influencia posterior, pues ejerció una mayor proyección su replanteamiento del perspectivismo o “circunstancialismo” en clave hispanoamericana, cuestión a la que me he referido en otras ocasiones (Sánchez Cuervo, 2007a) y que constituye ya un lugar común (Gómez Martínez, 1991; Alfaro, 1992; Muguerza. 2010; entre otros). Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, buena parte de su obra más significativa se centró en una reflexión sobre las condiciones de posibilidad del pensamiento de lengua española en general y mexicano en particular, y sobre su alcance crítico en la situación actual. Ello no dejaba de mostrar una clara impronta orteguiana por lo que tenía de revitalizador de la propia circunstancia, llevándola hacia la plenitud de su significación tal y como se había planteado en Meditaciones del Quijote (1914), pero con un decisivo cambio de acentos: para Gaos, la salvación de la circunstancia española ya no radicaba tanto en una aproximación reflexiva a la cultura filosófica europea por la profundidad conceptual que esta podría aportarle, como en su re-significación dentro de una circunstancia mucho más amplia y compleja como la hispanoamericana.
De esta “americanización” del historicismo orteguiano resultará, no sólo una notoria contribución historiográfica plasmada en diversas antologías de textos (Gaos, 1993), sino también, y sobre todo, una afirmación de la singularidad del pensamiento hispanoamericano, caracterizado por un triple rasgo estético-político-pedagógico, y una vocación reformadora de la propia circunstancia. Gaos lo resume “como una pedagogía política por la ética y más aún la estética; una empresa educativa, o más profunda y anchamente, formativa o reformadora, de independencia, constituyente o constitucional, de reconstrucción, generación, renovación”. Es decir, como un pensamiento entendido como “potencia histórico-vital humana”, o un pensamiento “inmanentista” o elevador de la propia circunstancia “a conciencia de sí”, cuyo objeto primordial es “este mundo, esta vida, el más acá”, y en cuya palabra “está entrañada la acción misma” (Gaos, 1990, pp. 87ss). El inmanentismo sería por tanto una nota común a la doble respuesta de Gaos a la crisis radical actual del pensar.
Una duplicidad análoga encontramos en el caso de Joaquín Xirau. Si en su ensayo Sentido de la Universidad (1943) aludía a la inminencia de una “hecatombe universal” que, lejos de obedecer a razones coyunturales o accidentales, hundía sus raíces en los itinerarios deshumanizantes de la razón moderna, en Culminación de una crisis (1945) hacía explícitos estos últimos, radicados en la desarticulación cartesiana del organicismo por el que el mundo respiraba en la antigüedad y en el que el todo y las partes convivían en torno a un núcleo vital común. Análogamente a Gaos, Xirau respondía a esta pérdida del mundo con un doble y cómplice planteamiento.
Por una parte, el de su filosofía más original, plasmada sobre todo en su libro Amor y mundo (1940), en el que desarrollaba una fenomenología de la conciencia amorosa llamada a articular una nueva racionalidad, capaz de restituir la experiencia vital en toda su riqueza y plenitud orgánicas. En este sentido, y haciendo valer el organicismo de su filiación krauso-institucionista, lo dado en la conciencia significaba trascendencia en la inmanencia, identidad en la alteridad, extroversión de una intimidad fecundada por la experiencia primaria del amor o perspectiva polimórfica de una realidad inagotable e interconectada.
Amor y mundo recogía además una retrospectiva de las grandes concepciones del amor en la cultura occidental (el eros griego, la charitas cristiana, el amor intelectual de los modernos o el amor como reacción biológica en el caso del positivismo) para, seguidamente, proponer una nueva concepción del mismo. Xirau entenderá así por amor el afán vital radical que subyace a todo conocimiento y a toda actividad intencional sobre el mundo, por medio del que todas las cosas que forman parte de él —incluso las aparentemente insignificantes— son iluminadas e interiorizadas, llevadas a la claridad de su presencia y reveladas en su intimidad. “La personalidad –afirmaba en este sentido– perfora, mediante el amor, la masa elástica de las cosas y abre caminos y paisajes, luminosos en su presencia, pero llenos de virtualidades y lejanías” (Xirau, 1998, p. 233). “El amor destaca, en la presencia plenaria del ser, el valor que lleva necesariamente implícito por el hecho de ser individual insustituible. […] El amor personifica las cosas, las destaca en su perfil y las estima y valora en la plenitud de su ser” (244). “Sólo en la conciencia amorosa y en el valor que le es correlativo se ofrece originariamente el ser. […] El fundamento de la ciencia se halla en el amor” (245). La experiencia del amor así entendida, como raíz primigenia de la conciencia intencional o como afán radical de vida que subyace a toda inteligencia científica y a cualquier expresión amorosa particular, ya sea filial, sexual, emotiva o mística, será entonces para Xirau aquello que ilumina el conocimiento, revela la dimensión axiológica de cada objeto y lleva la realidad a la plenitud de su sentido.
Al “humanismo hispánico”, tan ligado a esta concepción del amor, dedicará Xirau, por otra parte, una ambiciosa reconstrucción desde sus orígenes medievales, ligados a la convivencia medieval entre las culturas cristiana, árabe y judía, hasta sus posibilidades actuales en la estela del krauso-institucionismo. Su ya citado libro sobre Cossío y su otro gran libro sobre el tema, Vida y obra de Ramón Lull. Filosofía y mística (1946), junto a diversos ensayos de interpretación, desarrollaban la tesis del organicismo como una concepción del mundo propia de este humanismo (Xirau, 1999). Bajo esta perspectiva, la “razón exaltada” de Llull era expresión de una ciencia y una amancia, de una concepción ordenada de la realidad y un arte para apropiarse activamente de ella, de un humanismo acrisolado que reunía a la herencia greco-latina, el legado judeo-cristiano y la presencia árabe. Los “hábitos de liberalidad y democracia” generados al amparo de esta triple herencia mediterránea, plasmados en “la más amplia libertad espiritual y religiosa y la igualdad jurídica y social entre los miembros de las diversas creencias” (233), supondrían así la piedra angular de una tradición que atravesaba momentos álgidos en la sociedad natural universal de Vives, el derecho internacional de Vitoria o la acción misionera en América. Incluso durante los dos siglos de “evasión anómala” y de repliegue autoritario que transcurren desde la muerte alegórica del Quijote hasta la muerte real de Fernando VII, dicha tradición permanecía latente en “la voz reconvertora, admonitoria o sarcástica” (13) de autores como Quevedo, Feijóo, Jovellanos, Larra o el propio Bolívar. Las revoluciones de Independencia, entendidas como un proceso común a España y América, serían precisamente el gran desahogo de esa tradición reprimida y la gran respuesta a la “desintegración” de la comunidad hispánica a que habría conducido dicho repliegue, siendo después el amplio reformismo krausista el nervio principal de su regeneración.
Finalmente, Eduardo Nicol retrataba en su libro más crítico, El porvenir de la filosofía (1972), y en parte también en su continuación, La reforma de la filosofía (1980), el mundo neo-totalitario desplegado en torno a la ya mencionada “razón de fuerza mayor”, a saber, una razón que ha renunciado al conocimiento y la transformación de la realidad para explotarla en función de un utilitarismo tecnocrático e irreflexivo. Una razón contradictoria, por tanto, por su misma condición irracional, que reemplaza a la actividad filosófica por una suerte de “segunda naturaleza” o de lógica instrumental ciega, anónima e inexpresiva, generadora de dependencias artificiales y sin otro fin que la pura funcionalidad mediática ni otras consecuencias que una deshumanización global. Fruto de esta lógica será para Nicol una cultura belicista que absorbe todos los ámbitos de la existencia hasta el punto de convertir a la guerra en el acontecimiento preponderante de la existencia. Nicol tanteaba así un rasgo tan característico de la mentalidad totalitaria como la necesidad de la guerra o la universalización del estado de excepción, presente, aun de manera larvada o latente, en el liberalismo tecnocrático actual.
Previamente, en los años cuarenta, Nicol había rastreado en la tradición del humanismo hispánico posibles respuestas, avant la lettre o no, a un presente convulso, ya fuera el de la postguerra europea o el del nuevo liberalismo tecnocrático. La filosofía política de Francisco Suárez y, de manera más puntual, el pensamiento moral y jurídico de Luis Vives y Francisco de Vitoria, concretamente, son el hilo conductor de tres ensayos de 1947-48 (Nicol, 1997, pp.246-292), escritos en la estela de la guerra española y europea, bajo el título de “Libertad y comunidad. La filosofía política de Francisco Suárez”, “Propiedad y comunidad. Suárez frente a Locke y Marx” y “La rebelión del individuo”. Según afirma Nicol en estos ensayos, el gran problema de la sociedad contemporánea no es otro que la total desarticulación de las relaciones entre individuo y comunidad, la escisión entre libertad e individualismo y el divorcio entre ética y política, lo cual redunda en una concepción del estado en términos de economía y poder. Redunda, pues son estas mismas contradicciones las que, lejos de ser novedosas, habrían dado a luz al animal político moderno. En el turbulento horizonte de los siglos XVI y XVII, de la transición del Renacimiento al Barroco, la teoría del Estado de Suárez aportaría en este sentido una fundamentación ética de la política o una concepción moral del Estado, basada en la comunidad natural de los individuos, orientada hacia el bien común y responsable de garantizar la dignidad de la persona. El pensamiento político de Suárez contendría así para Nicol serios antecedentes de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, si bien estos habrían quedado desplazados por la filosofía política de John Locke. El divorcio entre pensamiento político y acción que acompañó a la conformación del imperio español, quedando los filósofos, junto con el pueblo, excluidos de una pseudo-conciencia nacional edificada sobre el absolutismo y la imagen de la guerra, habría motivado el olvido de pensadores como Suárez. Por contra, la repercusión del pensamiento de Locke en la ideología y en la acción del imperio británico lo habría aupado al tren de la política moderna dominante, cuyos derroteros serán bien diferentes de los que Suárez había perfilado: a partir de Locke, ya no será la dignidad de la persona sino la propiedad aquello que el Estado está llamado a garantizar, a la manera además de un contrato que sella la renuncia del individuo a su estado natural y su ingreso coercitivo en la sociedad. Desprovisto de cualquier finalidad moral, el Estado tiende entonces a reducirse a una figura policial, susceptible de benevolencia tanto como de soborno. Para Nicol, tal será, grosso modo, la fórmula moderna del bien común, con la que se intenta acotar el absolutismo de príncipes y de reyes al hilo de la nueva y emergente conciencia burguesa. Una fórmula que subordina el todo a las partes (y no al contrario) y que devalúa la comunidad hasta reducirla a una sociedad de propietarios, perdiendo así la dimensión ético-política que había adquirido en Suárez, en favor del principio del interés y la competencia, dominante tanto en el ámbito nacional como internacional.
Esta es una de las referencias implícitas en la dilatada reflexión de Nicol sobre la comunidad, cuyo sentido genuinamente dialógico, tempranamente extraviado y progresivamente enmudecido bajo unas y otras capas de la filosofía occidental, será necesario rehabilitar. En realidad, con su apelación a la evidencia primaria de la expresión y la alteridad, ampliamente desarrollada a lo largo de la Metafísica de la expresión y fruto de una singular y complementaria asunción de los métodos fenomenológico y dialéctico expuesta en otros libros como Crítica de la razón simbólica, Nicol no solo está proponiendo una nueva fundamentación de la comunidad política; también está proponiendo nada menos que una rectificación del “logos”, el cual no aludiría originariamente tanto a “especulación” o “discurso” como a “palabra”, expresiva por definición. Sin embargo, a partir, ya, del idealismo parmenídeo, esta vocación expresiva vivida como evidente en el mundo pre-filosófico y llamada a reafirmarse a la luz del logos, se irá depurando bajo el equívoco de una objetividad que solo puede ser neutral u objetiva si permanece ajena a cualquier extorsión subjetiva. Nacerá así la “razón pura” al amparo de la confusión entre objetividad e inexpresividad; o, visto desde otro ángulo, de la escisión entre veracidad o “sinceridad” y verdad: el conocimiento solo puede ser verdadero si es independiente del sujeto que lo formula y por lo tanto anónimo; es reflejo y no creación del ser. Nacerá así, en fin, el antagonismo entre un logos expresivo, ligado a la “doxa”, y un logos tan verdadero como mudo, que Nicol intentará abolir y reconducir.
El humanismo hispánico será una de las referencias –no la única, por supuesto– que Nicol tendrá en el horizonte de su ambicioso proyecto de rectificar nada menos que el logos occidental. Y cuando hablamos de dicho humanismo no nos referimos solamente al pensamiento de Suárez y otros autores de la Escuela de Salamanca; también a algunas de sus tendencias contemporáneas, aun a pesar de la negativa valoración que a Nicol le mereciera el ensayismo de Unamuno u Ortega por su tendencia al personalismo, el esteticismo o la recreación subjetivista acientífica. O al menos cabría reconducir estas tendencias en un sentido constructivo. En realidad –apuntará Nicol en El problema de la filosofía hispánica–, esa misma propensión a la soberanía del yo que tanto ha lastrado al pensamiento iberoamericano contemporáneo, la habría mantenido al margen de reduccionismos tecnológicos y de la impersonalidad instrumental:
En efecto, si se logra educarlo, ese personalismo indómito, soberanamente arbitrario y anárquico que adopta a veces nuestro genio puede modelarse y convertirse en algo positivo: en una reivindicación de la persona humana frente al anonimato y la neutralización que imponen las formas de vida actuales.
De este modo, la filosofía hispánica tenía ante sí el reto de “una rehumanización del hombre” (Nicol, 1998, p.163).
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- Instituto de Filosofía – CSIC (Madrid).↵
- Véase también, en el contexto del exilio filosófico español del 39, García Bacca (1947).↵
- En la actualidad, Jordi Jiménez Guirao está comenzando una tesis doctoral sobre la obra de este importante pensador, sobre la que ha recabado ya una amplia y desconocida bibliografía.↵
- Véase De Hoyos, 2016, 2017. Característico del krauso-institucionismo sería no obstante el perfil del filósofo-educador, muy importante en la enseñanza secundaria y en la divulgación cultural, y que en el caso de México podría encontrar su mejor ejemplo en Rubén Landa, profesor emblemático del Instituto Luis Vives, anteriormente vinculado al republicanismo de Azaña.↵