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5 José Gaos y Leopoldo Zea

Imbricación y contrastes

Andrés Kozel[1]

La presente intervención intersecta con la temática de estas jornadas por el hecho simple pero verdadero de que aborda una zona de las consecuencias filosóficas del exilio o transtierro en México de uno de los filósofos españoles más notables de la época: José Gaos. Busca hacerlo por medio de una estrategia específica, que enseguida quedará delineada, y con fines hermenéuticos no menos determinados, vinculados al propósito de continuar avanzando en la justipreciación de los legados de José Gaos y Leopoldo Zea, así como de otras figuras que también desempeñaron papeles de importancia en esta historia: José Ortega y Gasset, Edmundo O’Gorman, Eduardo Nicol y algunos/as más.

Mi argumento en torno a las “consecuencias” ‒legados, tributaciones, deslindes, deslizamientos, metamorfosis, recreaciones, parteaguas‒ busca llamar la atención sobre tres cuestiones de interés para el estudio de los itinerarios intelectuales, de los exilios y, también, de la eventual “fundamentación” del ámbito de los estudios sobre pensamiento latinoamericano o, como definía Gaos, pensamiento de lengua española.

Me refiero, en primer lugar, a los enigmas que se enfrentan al intentar apresar una vida intelectual y, en particular, las tensiones entre la unidad de propósitos atribuible a un/a determinado/a autor/a y los deslizamientos y metamorfosis que van teniendo lugar a lo largo de los años: una “obra” es algo así como una ecuación en movimiento; el movimiento puede incluir laberintos y callejones sin salida (también, claro, plenitudes de sentido), así como puentes/puertas que pueden ser ultrapasados por otros/as que se adentran a su vez en nuevas exploraciones, con sus propias plenitudes y con sus propios laberintos y callejones sin salida.

Me refiero también, en segundo lugar, al fascinante juego de percepciones acerca del espacio de proveniencia, en este caso España, y del espacio de re-enraizamiento, en este caso México, la América española. Ese juego es, en el caso de Gaos, parte de la ecuación en perpetuo movimiento a la que aludí hace apenas un instante. Y es un juego que involucró, también, sin duda, a Zea (entre otras cosas remarcables, Zea “pensó” varias veces a Gaos, a Ortega y Gasset, a España).

Me refiero, finalmente, a la relación maestro-discípulo o, mejor dicho, a las relaciones de tributación y deslinde que se establecen entre un discípulo y su maestro, o entre un determinado desarrollo teórico o conceptual y la propuesta fundante o la recomendación primordial que eventualmente lo desencadenó: tales relaciones pocas veces son lineales; sucede, en ocasiones, que los testimonios de los protagonistas no coinciden del todo con lo que pueden revelarnos abordajes compenetrados y secuenciados de los textos (de hecho, no es infrecuente que tales abordajes nos muestren que, donde se pretendían continuidades, quepa identificar desacoples, y donde se pretendían rupturas, puedan detectarse resonancias). En este caso, me gustaría aportar elementos que permitan poner en cuestión la imagen, en buena medida cultivada por los propios Gaos y Zea, de la continuidad transparente y a-problemática entre maestro y discípulo.

1. Un itinerario y su(s) parteaguas

Nacido en 1900, Gaos llegó a México en 1938. Para esa fecha estaba ya formado en términos filosóficos y contaba con un grado considerable de reconocimiento, aun cuando sus publicaciones no eran numerosas. Gaos elaboró la mayor parte de su obra en sus años mexicanos, que fueron treinta: falleció en 1969 sin haber retornado nunca a España, ni siquiera de manera ocasional. No será posible hacer referencia aquí a la totalidad de su obra. Quisiera destacar apenas un deslizamiento y unos vínculos: ambos planos conciernen en principio a un subconjunto particular de su producción, el que corresponde a la tentativa de fundar y activar el ámbito de los estudios sobre pensamiento de lengua española.

En rigor, cabría distinguir dos grandes líneas interpretativas del itinerario gaosiano: una que destaca 1938 ‒el año del transtierro‒ como el parteaguas decisivo (Zea, 2004 con antecedencias; Abellán, 1970, 1998, 2001; Alfaro López, 1992) y otra que enfatiza 1953 ‒el año de la lectura de sus Confesiones profesionales, publicadas unos años después (Salmerón, 1992). La magnífica biografía intelectual de Aurelia Valero Pie (2015) ha aportado nuevos elementos a este debate, introduciendo acaso una tercera imagen: la de un “único” Gaos que pugna con un proyecto esbozado en 1935 y jamás concretado como tal.[2]

Mi hipótesis personal es que algo capital sucedió en torno a 1953 (diría: entre 1953 y 1958). En este sentido, estoy más cerca de la interpretación de Salmerón que de las de Zea, Abellán o Alfaro López; sin embargo, no acuerdo del todo con hablar, como Salmerón lo ha hecho, de que el parteaguas hubiera tenido por resultado el haber “liberado” a Gaos de la “prisión filosófica” que habían significado Martin Heidegger y, en menor medida, Ortega y Gasset y Wilhelm Dilthey. Quiero decir: no sé si se gana demasiado caracterizando el desplazamiento/mutación con una noción como la de “(liberación de una) prisión”, que involucra una carga valorativa tan fuerte y unilateral. Porque uno de los “efectos” posibles de esa acentuación es el de relegar a un lugar de menor significación (antecedente superado o extravío) la porción de la obra de Gaos elaborada con anterioridad al estremecimiento/parteaguas. Esa porción nos interesa especialmente aquí: para entender mejor a Gaos y, también, para entender mejor a Zea.

2. Fervor y programa

El punto que me interesa destacar ahora es que, poco después de establecerse en México ‒para ser más precisos a partir de 1941-1942‒, Gaos dio a conocer una serie de materiales que contienen un programa para el estudio del pensamiento en lengua española como probablemente no había otro entonces (podemos incluso preguntarnos si hubo algún otro realmente comparable después). Ese impulso es claramente asociable a una disposición que en otra parte llamé fervor de Hispanoamérica (el cual fue, por lo demás, y claramente, un fervor de México extrapolado). Es posible afirmar que ese impulso y ese fervor llegaron a su punto culminante hacia 1946, para disminuir en intensidad en los años subsiguientes, difuminándose casi por completo tras el parteaguas de mediados de la década del cincuenta antedicho. Aquí, el adverbio “casi” es casi tan importante como la locución adverbial “por completo”: no se podría negar que Gaos siguió estimulando estos estudios desde la cátedra, desde la orientación de tesis, hasta el fin de sus días.

El programa gaosiano de la fase del fervor se plasmó en un racimo textual publicado entre 1942 y 1946, más tarde recogido en los volúmenes V y VI de las Obras Completas (Gaos, 1993, 1990). Bien visto, dicho racimo conforma un nudo de fascinantes tensiones. Me limitaré a recordar que Gaos superpone tres criterios o imágenes para pensar la historia y las modalidades del filosofar: uno es el de la alternancia entre filosofías sistemáticas y filosofías asistemáticas (Dilthey); otro es el de la marcha que va del “trascendentalismo” al “inmanentismo (contemporáneo)” (siendo crucial en dicho proceso la toma de distancia de la filosofía con respecto al cristianismo), otro más es el del asiento lingüístico de las modalidades del filosofar. Por supuesto, estos tres criterios o imágenes (alternancia, marcha y asiento lingüístico) no engarzan automáticamente. Condensando, el engarce propuesto por el Gaos del fervor postula que a las filosofías asistemáticas, más sueltas, más literarias, afines a la expresión oral o ensayística, y dedicadas a las cosas “de este mundo”, se las puede llamar también “pensamiento”; piensa, también, que hay afinidad entre “trascendentalismo” y “afán de sistema” por un lado y entre “inmanentismo” y “asistematismo” por el otro; piensa, asimismo, que el español, el castellano, parece una lengua más apta para el “pensamiento” que para la “filosofía”; de hecho, a sus ojos, la mayor parte del pensamiento hispanoamericano estaría ubicada dentro del conjunto del “pensamiento aplicado” y por tanto inmanentista y asistemático: ha sido, y es, más que “sistema”, pensamiento político, empresa formativa, pedagogía y, así, pensamiento ametafísico (cuando no antimetafísico). De acuerdo con el Gaos de este tiempo, la obra de Ortega y Gasset sería uno de los mejores ejemplos de esa filosofía asistemática, de ese pensamiento libre, adecuados a la sensibilidad del mundo contemporáneo. ¿Ha habido, puede haber, filosofía original en lengua española? Gaos también desplegó varios criterios para responder esta pregunta. Señaló que los hispanoamericanos simplemente debían “hacer filosofía”, y que la originalidad de la misma se daría “por añadidura”. Sostuvo también, orteguianamente, que el filósofo hispanoamericano debía inquirir filosóficamente (sobre) la circunstancia americana, enfrentándola con radicalidad, penetrándola con la mirada “hasta las raíces”, consistiendo precisamente en eso el hacer filosofía. También afirmó, historicistamente, que el pensamiento en lengua española existiría más cuanto más y mejor se escribiera su historia.

3. Desajuste: ¿decadencia o disidencia?

Sin embargo, de acuerdo con Gaos, el mundo contemporáneo no es algo cuyas características definitorias quepa valorar con signo positivo; sucede, más bien, lo contrario. Recuérdese que Gaos concibió el racimo de textos que estamos comentando sobre el telón de fondo de la guerra (la de España, fresca en su memoria; la del mundo, desplegándose en todo su horror). A sus ojos, toda esa guerra era expresión de la crisis de los principios; a su vez, dicha crisis era efecto del predominio del inmanentismo irreligioso contemporáneo. No había demasiado para celebrar en todo eso. ¿Qué podía significar, entonces, esa afinidad entre la lengua castellana, el pensamiento libre de Ortega y Gasset y el inmanentismo contemporáneo? Gaos pensaba que España, y con ella los pueblos hispanoamericanos, habían sido, en su tiempo, “campeones de la Cristiandad asediada”. Reticentes al inmanentismo irreligioso; constitutiva, es decir, históricamente, inclinados al más allá y a la trascendencia, estos pueblos fueron derrotados y quedaron a la deriva, desajustados con respecto a la experiencia de la modernidad. Así, el pensamiento hispanoamericano (pese a que en su momento no consiguió desarrollar filosofías sistemáticas trascendentalistas, y pese a ser parte de la entidad histórico-cultural llamada Occidente) se distinguiría por contener una especie de resonancia trascendentalista, de promesa de comunión, ambos impulsos en tensión con el mundo contemporáneo. (Una manera de “armonizar” lo anterior sería postular lo siguiente: reticentes al inmanentismo contemporáneo por razones histórico-culturales ‒asociadas a las imágenes de derrota, deriva, desajuste‒, aunque lingüísticamente aptos para lidiar con él, España y los pueblos hispanoamericanos ‒Occidente descentrado‒ aparecen como vocados para desempeñar el papel de extremo crítico del inmanentismo contemporáneo. Tal sería su posible misión cultural, en particular, la de su pensamiento, en nuestro mundo).

Que lo señalado en el tramo final del eslabonamiento que precede no es por completo ajeno al pathos gaosiano puede comprobarse revisando su ensayo “La decadencia”, concebido tras la finalización de la guerra, todavía bajo el impacto causado por ella y, en particular, por las bombas atómicas que el gobierno de Estados Unidos decidió lanzar sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Fechado en 1946, dicho ensayo es uno de los más notables de nuestra historia cultural: tematiza los enormes cambios en ciernes y abre un debate sobre sus consecuencias. Sostiene Gaos que las estimaciones en función de las cuales España fue estimada decadente fueron justamente las que definieron/definen a la modernidad. En 1946, Gaos percibía que esas estimaciones se encontraban ellas mismas en decadencia: la guerra y la bomba atómica las habían puesto seriamente en cuestión. Entonces, razonó: ‒Si se suponen decaídas las estimaciones de la modernidad, España no habría decaído. Un nativo e inalienable genio la habría hecho aguardar. Para proseguir diciendo: ‒Vista a la luz de un cambio histórico como el que se insinúa, la decadencia de España puede llegar a parecer, no decadencia, sino disidencia de las estimaciones de la modernidad. Trabajar a favor del cambio de las estimaciones de la modernidad puede ayudar a levantar a España de su supuesta decadencia, incluso en el futuro. Puede, decía, si se hace bien. En este “hacer bien” hay implicadas múltiples cuestiones, que no es posible abordar ahora, pero que aluden a las imágenes que de España (que es lo mismo que decir de su historia) tenía Gaos en ese tiempo: un tenso, contradictorio y fascinante caleidoscopio en el que destacaban la noción de “España, última colonia de sí misma” y el señalamiento acerca de la condición antihistórica del franquismo (solo posible por la intervención extranjera), articulado ello a discretas esperanzas relativas a un replanteamiento de la cuestión España tras el triunfo aliado y quizá, a partir de ello, a un replanteamiento de la unidad hispanoamericana, imaginada en un sentido análogo al de la unidad angloamericana (en Gaos, 1992a). Preguntas, insinuaciones y esperanzas no totalmente consistentes (y, además, pronto desmentidas, puesto que el “cambio que se insinuaba” no advino en absoluto), pero aun así extremadamente sugestivas. Por algunas de estas veredas o trochas abiertas por Gaos transitaría Zea, aunque, como veremos enseguida, desplegando un herramental específico que lo llevaría a explorar sus propios laberintos, sus propias plenitudes y sus propios callejones sin salida.

Cabe abrir aquí un breve paréntesis sobre una cuestión relevante. Filosofía e historia del pensamiento o de las ideas en lengua española son afanes que, en Gaos, aunque aparecen vinculados, no se confunden. Una forma de decir su relación y sus especificidades sería la siguiente. Filosofar es penetrar una cuestión hasta las raíces. Por su parte, la historia del pensamiento o de las ideas forma más bien parte de la disciplina histórica, con sus reglas específicas. Da la impresión de que Gaos pensaba que la historia del pensamiento o de las ideas consistía, en principio, en antologar materiales y en encarar estudios monográficos en profundidad, impecablemente exhaustivos y secuenciados. En la medida que esa labor habilitaba el trabajo sobre el ir hasta las raíces y sobre las estimaciones, se abrían conexiones importantes con la filosofía. Ejemplos de Gaos como historiador notable del pensamiento o de las ideas son sus estudios “La profecía en Ortega”, “El sueño de un sueño” (sobre Sor Juana Inés de la Cruz), la “Presentación” a la Libra astronómica y filosófica de Carlos de Sigüenza y Góngora. Los estudios de varios de sus discípulos se inscriben bien en esta línea. Es el caso de los tomos sobre el positivismo mexicano de Leopoldo Zea. Algunos lo hacen con notas específicas, como es el caso de la obra de Luis Villoro sobre el indigenismo. En esta línea, quisiera expresar mi pleno acuerdo con lo señalado por Ambrosio Velasco en la apertura de estas jornadas en relación con destacar la importancia de la obra de Carmen Rovira.

4. Difuminación del fervor

En la fase del parteaguas, es decir, entre 1953 y 1958, Gaos parece haber experimentado una merma del fervor de México ‒una suerte de decepción no tematizada abiertamente, pero que puede rastrearse de varios modos‒ y un ajuste de cuentas con la figura y el legado de su maestro Ortega y Gasset, especialmente tras la muerte de este último en 1955. En 1958 Gaos sufrió un infarto; recuperado, retomó la actividad, decidido ahora a realizar una obra de “filosofía sistemática”. En un aforismo recogido por Vera Yamuni, fechado en 1958, afirmó:

En el asistematismo y sobre todo en el ametodismo hay pereza. (Gaos, 1975, p. 203)[3]

Mi hipótesis es que, considerados en conjunto, estos reacomodamientos desembocaron en una cuasi metamorfosis, de la que emergió un Gaos con otros referentes y otras búsquedas. En esa nueva formulación de la ecuación Gaos, el pensamiento de lengua española e Hispanoamérica en general no desempeñaron ya un papel relevante. La hondura del cambio se deja condensar en la siguiente fórmula: Gaos, que otrora le había reclamado a Ortega que se asumiera de una vez como pensador asistemático, ahora se exige a sí mismo elaborar una filosofía sistemática; de este afán derivan sus cursos-libros De la filosofía y Del hombre (Gaos, 1982, 1992b). Muy importante para la propuesta interpretativa que intento delinear: el Gaos último sigue pensando en términos de crisis y cultivando un diagnóstico sombrío. Esto puede apreciarse con claridad en el otro curso-libro postrero, Historia de nuestra idea del mundo, en particular en su Segunda Parte, y muy señaladamente en el capítulo XIII, titulado “Tecnocracia y cibernética”. Leemos allí:

Vemos la idea de información abarcar la cultura entera, la vida humana entera ‒y en conjunto, con su información‒, y a la regulación de ellas, o a la Cibernética, erigirse como una disciplina de universal dominación: realmente gubernética por excelencia y eminencia. ¿Adónde llegará?, ¿adónde prevé, quisiera llegar? La mejor manera de calar las motivaciones radicales de las cosas humanas, suele ser escrutar sus ideales últimos, finales. […] Así pues, una máquina de gobernar un Estado mundial, la máquina más propiamente cibernética o gubernética, en vez de los políticos y los organismos y procedimientos tradicionales de la política. Y es inmediata la pregunta: ¿quién manejaría o gobernaría a la máquina misma? ¿O sería absolutamente automática? Para evitar los notorios peligros de lo primero, sería absolutamente indispensable lo segundo ‒ahora bien, una máquina absolutamente automática de gobierno del mundo entero ¿no sería la mecanización absoluta de la Humanidad, el triunfo del mecanicismo hasta el colmo de la anulación de lo humano en lo maquinal? […] Opción, pues, quizá no paradójica simplemente, sino paradójicamente satánica: de soberbia del poder y la dominación por medio de la desesperada retrogradación a la máquina, la materia, la muerte. Recuerden a Freud […sobre el impulso de muerte…] Y una guerra atómica, colmo de la técnica, con el suicidio de la Humanidad ¿no sería, no la imagen, sino lo imaginado con la imagen, llevado con toda consecuencia al extremo final de la fórmula…? (Gaos, 1994 [1973], pp. 668-670 y 679)

Lo que se difuminó tras el parteaguas no fue aquel diagnóstico, sino la idea ‒tan característica de la fase del fervor‒ según la cual Hispanoamérica podía desempeñar algún papel (atenuador, amortiguador, o como queramos llamarlo) en esa dinámica. Desaparecieron la figura del extremo crítico, la imagen de la disidencia promisoria. Que el juicio crítico de Gaos sobre la España franquista no había cambiado en esta etapa puede verse con claridad en su respuesta al cónsul español en Puerto Rico, fechada en 1962, y recogida en la Aforística:

El cónsul de España en Puerto Rico: “Hay una España eterna que nos une a todos los españoles”. Yo: “Si por esa España eterna entiende Usted la Católica, yo soy irreligioso; la monárquica, yo soy republicano; la dictatorial, yo soy liberal; la imperial, yo pienso que España es el último país hispanoamericano que queda por independizar de esa España católica, monárquica, dictatorial e imperial. Ya ve Usted cómo ella no es lo que nos une, sino lo que nos divide. Si por la España eterna entiende Usted una idiosincrasia nacional, diré a Usted que los españoles tenemos una porción de características de las que quisiera librarme, del vociferar, el gesticular, el ser jactanciosos, fanáticos, intolerantes… No se asuste usted de la palabra que yo mismo no me asusto: yo soy un renegado de la patria de origen que debí a un accidente de la naturaleza y un entusiasta de la patria de destino que debo a un destino aceptado por mi libre voluntad dirigida por la razón”. (Gaos, 1975, pp. 246-247)[4]

De todo lo dicho cabría desprender varias cosas, entre ellas la siguiente: el complejo vínculo entre Gaos y España puede comprenderse mejor si se rastrea su no menos complejo vínculo con Ortega y Gasset, historia que implicó, entre sus múltiples facetas, una polémica con Eduardo Nicol, figura que ha sido muy bien estudiada por Antolín Sánchez Cuervo (2007).[5] El análisis de esta polémica, que tuvo lugar en 1950-1951, es fascinante tanto por sus términos (básicamente: Nicol embistió críticamente contra Ortega y Gasset; Gaos salió en su defensa, quiero decir, en defensa de Ortega) como por su extraño y hasta paradójico sino: ¿qué podría haber pensado y eventualmente escrito sobre todo aquello el Gaos post parteaguas, el Gaos que, a diferencia de Ortega y Gasset, sí asumió su deseo de tornarse un “filósofo sistemático”? ¿Habría insistido ese último Gaos en defender a Ortega contra la embestida crítica de Nicol? ¿Se habría sumado a la embestida crítica nicoliana? ¿Cómo hemos de pensar el vínculo entre personalismo y sistematismo en Gaos? Al revisar ese contrapunto polémico, recordé, y no es la primera vez que me sucede al abordar este tipo de peripecias, a Aureliano y Juan de Panonia, los personajes borgeanos de la fábula “Los teólogos”, quienes, tras haber polemizado infatigablemente habían militado, acaso sin saberlo, “en el mismo ejército”, para ser finalmente confundidos en una sola persona a los ojos de dios: al fin y al cabo, ¿no defendieron ambos, no Aureliano y Juan, sino Nicol y Gaos, una noción de filosofía rigurosa, de talante científico? Pero quizá exagero aquí, y convenga, al menos en este caso, no parecernos a ese dios de la fábula de Borges, tan poco sensible a los matices.

5. Imbricación y contrastes

Como es sabido, uno de los primeros y más reconocidos discípulos de Gaos fue Leopoldo Zea, quien a partir de cierto momento pasó a ocupar un lugar de referencia en los ámbitos de la historia de las ideas latinoamericanas y de la filosofía de la historia (latino)americana. A partir de cierto momento (1950), y por incitación del propio Gaos (subrayemos: del Gaos previo al parteaguas), el proyecto de Zea pasó a ser, más que el de continuar la senda de historiador del pensamiento o las ideas (como parecía despuntar en los tomos sobre el positivismo mexicano y en Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica, su prolongación), el de elaborar una filosofía de la historia americana.

El proyecto de dar forma a una filosofía de la historia puede verse a la vez como tributario y distinto al programa gaosiano; si se acepta esto, adquiere pleno sentido preguntarse por la naturaleza, alcances y significado de los matices y deslindes, aun cuando éstos no fueron tematizados de manera explícita. Es interesante constatar, a la vez, en qué importante medida el concepto zeano de la filosofía, y por ende de la filosofía de la historia, está ligado a una noción específica de la sofística, valorada con signo positivo: en un ensayo muy temprano, titulado “Los sofistas y la polis griega”, Zea tomaba distancia de la tesis aristocrática del saber para identificarse con la sofística clásica; la filosofía puede ser, más que ciencia de lo que es, ciencia de lo que se quiere que sea y, en tanto tal, retórica, o mejor, ideología (Zea, 1948).[6] Digamos al pasar que la noción zeana de la sofística es muy distinta a la de Nicol, quien la valoraba con signo enteramente negativo, viendo en Ortega y Gasset a su emblema, y juzgando que precisamente allí residía “el problema” de la filosofía hispánica.

Volvamos a Zea, para indicar tres cuestiones.

La primera: desde luego, el proyecto de Zea es tributario del programa del Gaos de la etapa del fervor, que es la fase a la que Salmerón había aludido como “prisión”. ¿Habrá entonces Zea permanecido anclado a esa prisión durante más de medio siglo, creyendo que hacía otra cosa? ¿No habría sido esa supuesta prisión una morada o un refugio desde donde se volvía posible pensar ciertas cuestiones? Pero hay más. Zea, por ejemplo, no fue un conocedor de la obra de Heidegger. A diferencia, por ejemplo, de Edmundo O’Gorman, quien asimiló al Heidegger enseñado por Gaos a mediados de los años cuarenta, Zea prácticamente no rozó esa cuerda. Es un sin embargo nada menor; muy relevante: de poder hablarse de prisión (o refugio) compartida, el de Zea aparece como bastante distinto al de Gaos. Recíprocamente, múltiples lecturas que contribuyeron a dar forma a la filosofía de la historia zeana no formaron nunca parte del acervo de referencias de su maestro; Toynbee es quizá el ejemplo más notorio (pero no el único).

La segunda: la ecuación Zea, su filosofía de la historia, despuntó de manera clara y notoria a mediados de los años cincuenta, justo cuando Gaos atravesaba el parteaguas decisivo del que veníamos hablando: hay allí un desacompasamiento remarcable. Esto solo no significa demasiado; apenas conduce a visualizar que Zea sostiene sus fervores (con matices particulares, que no podemos detallar ahora) justo cuando los de Gaos merman. En rigor de verdad, en Zea el fervor experimentaría ajustes, pero nunca mermas. Y esto sí significa algo más remarcable: el pathos de Zea es, en general, muy distinto al de Gaos. En Zea prevalece el optimismo, o para decirlo con mayor precisión, una filosofía de la historia homóloga al subgénero dramático de las tragedias con lieto fine, es decir, de las tragedias con final feliz. El pathos gaosiano es muy otro, mucho más asociable al género trágico a secas (incluso parece gravitar hacia allí en la fase del fervor, donde podemos imaginarlo próximo al Dámaso Alonso de Hijos de la ira y todo lo demás). El contraste puede visualizarse si se compara, por ejemplo, el capítulo “Tecnocracia y cibernética” del último libro de Gaos con cualquiera de las zonas parenéticas de las obras de Zea. Recordando entrañablemente a su maestro, escribió Zea:

En 1992, V Centenario del Encuentro de España con América, en la América Anglosajona un joven candidato a la presidencia de los Estados Unidos, William F. Clinton, hace un llamado a las armas para poner el ‘Sueño Americano’ al alcance de todos los estadounidenses, con independencia de su origen étnico y cultural. Con el apoyo de estos marginados gana la presidencia, y al ser reelecto cuatro años después expresa: “Mi mayor preocupación es hacer de los Estados Unidos la más grande nación por la multiplicidad de sus razas y culturas […] América como un gran continente multirracial y multicultural, de Alaska a Tierra de Fuego. La América que España hizo posible por su propio origen mediterráneo, multirracial y multicultural. Punto de partida de una gran nación integrada racial y culturalmente. Nación de naciones que como soñaba Bolívar abarcará al universo entero. La Europa de nuestros días enfrenta este hecho. Y con esta identidad la lengua española como lengua alterna en los Estados Unidos y tercera de comunicación en el mundo […] Algo que tampoco alcanzó a ver y vivir mi maestro Gaos y que lamento realmente. Tengo el privilegio de ver y vivir todo esto. Quisiera que este privilegio llegase a mi maestro donde quiera que esté, y porque lo siento como si estuviera vivo en mí. ¡Vale! (Zea, 2000)

Recuérdese lo que había escrito Gaos treinta años antes, en Historia de nuestra idea del mundo. Aunque no hay espacio ahora para profundizar en la exploración de los pathos respectivos, creo que se justifica dejar indicado el contraste.

La tercera cuestión: en mi interpretación, la filosofía de la historia de Zea encontró una primera instancia de coronación en su libro América en la historia, tras una larga forja (Zea, 1957). Dicha filosofía se cimenta en la asimilación de una serie de lecturas tan profusas como heterogéneas. Entre esas lecturas destacan ‒lo indicamos hace un momento‒ Arnold Toynbee (desde la cual Zea “rectifica” o reescribe la filosofía de la historia de Hegel) y, también, Américo Castro. Asimismo, algunos contrapuntos (entre los cuales sobresale su específica interpretación del historicismo, distinta de la de Edmundo O’Gorman, en una dinámica polémica compleja y fascinante, instigada en su origen, señalémoslo al pasar, por un antiguo texto de Gaos). Decir esto no equivale a ignorar la obra temprana de Zea; sí, acaso, a postular que recién en torno a la fecha indicada es dable identificar una primera respuesta clara a la incógnita supuesta en lo que cabría designar como la “ecuación Zea”.

Vale la pena recordar que América en la historia contiene, entre otras cosas, un esfuerzo de paralelización de las experiencias iberoamericana (con múltiples referencias a Américo Castro y a Marcel Bataillon) y rusa (Zea vibra al referir los nombres de Herzen y Dostoievski, en particular del Dostoievski del postrer discurso sobre Pushkin). Por razones que desconozco, las referencias a Castro y Bataillon desaparecerían de las reformulaciones zeanas sobre esos temas, siendo reemplazadas por alusiones análogas a la obra de Pedro Bosch Gimpera. He indicado en otro lugar que la clave de bóveda de la ecuación Zea es la noción de comunidad (más que las nociones de mestizaje o incorporación, importantes, aunque subordinadas a aquella) y que es precisamente por esa vía que Zea parece ofrecer una respuesta a las inquietudes, interrogaciones y esperanzas abiertas por el Gaos del corpus del fervor (véase Kozel, 2012 y 2015).

Me gustaría anotar que quien se disponga a retomar el pathos zeano haría bien en revisar no solamente a Toynbee, sino además a Castro y Bataillon, empresa que habilita una recuperación no solo historiográfica sino también filosófica y ética del humanismo ibero-católico. El adentramiento en estos meandros llevará al/a la interesado/a hasta El espejo de Próspero, de Richard Morse y, por pliegues menos directos y de más difícil articulación, a zonas de las elaboraciones de Bolívar Echeverría, Mauricio Beuchot, Samuel Arriarán. ¿Cómo podría conectarse todo eso entre sí y con las elaboraciones del Gaos de la fase del fervor, esto es, pre estremecimiento/parteaguas…? En mi opinión, ese camino, el de la exploración de esas posibles, no seguras y desparejas articulaciones, es el camino que debiera seguir un latinoamericanismo consecuente. Aunque existen por cierto estudiosos que actualmente transitan esos meandros, no es esa la disposición predominante en nuestros medios intelectuales y académicos, por lo general desconfiados en relación con este tipo de derivas.

Más acá de ello, lo cierto es que prácticamente ninguna de estas facetas o derivaciones cultivadas por aquel Zea digamos “clásico” encontró eco significativo en la obra del último Gaos, ni siquiera en su Historia de nuestra idea del mundo. En sus cerca de mil páginas, Toynbee, por ejemplo, ni siquiera es mencionado. Por lo demás, la distancia de Gaos ante la obra de Hegel es algo bien conocido. La interpretación zeana de la historia americana tampoco es referida allí. (Recordemos la ausencia de Heidegger en la constelación de referencias de Zea; rasgo al que cabría agregar la incorporación, durante un tramo, de Jean-Paul Sartre). En ningún momento, ni antes ni después del estremecimiento/parteaguas, Gaos se propuso elaborar una filosofía de la historia; lo más próximo a eso son, tal vez, las zonas de su Historia de nuestra idea del mundo que venimos comentando; las disposiciones que allí despuntan se revelan bastante distantes a las de Zea.

Me gustaría insistir en la noción zeana de la filosofía de la historia: asociada a su temprana valoración de la sofísitica, así como también a una alta estimación de la dimensión ética o moral del quehacer filosófico. Y recordar, de paso, que todo esto volvió a aflorar en sus respuestas a las críticas desplegadas por los “historiadores intelectuales estadounidenses” (Charles Hale, William Raat, Harold Davis), quienes en torno a 1970 pusieron en cuestión su trabajo, llegando a sostener que lo que hacía Zea no era precisamente filosofía ni historia y que era, en última instancia, insatisfactorio, toda vez que la mezcla resultante no se ajustaba bien a los requerimientos de ninguna disciplina científica. Zea respondió defendiendo la posibilidad y la necesidad de una filosofía que no fuera ancilla scientiae (instrumento, técnica), así como también la posibilidad y la necesidad de una filosofía de la historia (americana y no), cuya especificidad residiría en su vocación a introducirse frontalmente en los debates relativos al sentido.

Hablar de Gaos y de Zea es hablar, claro, de un vínculo profundo, pero, también, de referencias, búsquedas y pathos distintos. Ni siquiera sería hermenéuticamente justo decir que la filosofía de la historia de Zea “realizó” el programa del Gaos del fervor. Entre otras cosas porque el programa original de Gaos lo era de estudio del pensamiento y no de filosofía de la historia (aun cuando pudiera convocarla o requerirla). ¿Será que Gaos “delegó” en Zea la tarea de elaborar una filosofía de la historia? Tal vez, pero decirlo, y eventualmente comprobarlo, no nos habilitaría en ningún caso a pensar que la filosofía de la historia elaborada por Zea, cimentada en referencias y formulaciones en gran medida ajenas a las predilecciones de Gaos, sea la de Gaos, o la que Gaos habría perfilado de habérselo propuesto. He expuesto aquí varias razones que autorizan a argumentar en tal dirección. A diferencia de Gaos, y en parte debido a una recomendación de Gaos, Zea se pensó a sí mismo como filósofo de la historia, y lo hizo de un modo peculiar (reivindicador de la sofística y de la prédica acerca del sentido); a diferencia de Gaos, no tomó distancia de Ortega ni se propuso hacer “obra sistemática”; tampoco percibió el sentido y los alcances de la deriva postrera de su maestro ‒al menos, no dio cuenta de ello en sus textualizaciones‒.

6. Apreciación

De manera que, en términos hermenéuticos, el eventual beneficio de considerar la obra de Zea como una prolongación lineal o realización natural del programa gaosiano tiende a ser bajo o nulo. De seguirse esa senda interpretativa, se simplifica y por tanto se distorsiona el sentido de la propuesta de Gaos y se mal comprenden los esfuerzos de Zea. Da pues toda la impresión de que conviene ver la propuesta zeana como un bricolaje singular, como un compuesto integrado por materiales específicos (entre ellos, por supuesto, las inquietudes e instigaciones de Gaos, las cuales dieron lugar a torsiones singulares). De hecho, Zea fue arribando a zonas por las que Gaos no habría pasado, ni pasó, nunca.

Decir esto no significa decir que no haya habido deuda o tributación. La hubo, desde luego. Incluso sería posible decir que, sin Gaos, no habría habido Zea. Contrafácticamente, sin Gaos, es probable que Zea se hubiese dedicado a otra cosa, por ejemplo, al ejercicio de la abogacía; sin Gaos, es seguro que el improbable Zea filósofo de lo americano se hubiese formulado otras preguntas. Pero, sabido y reconocido eso, es preciso aquilatar la amplia serie de deslindes que explican la enorme distancia entre ambas propuestas, entre ambos pathos. El hecho de que los deslindes sean por lo general tácitos, en el sentido de no asumidos como tales, no equivale a decir que sean superficiales o carentes de significación. Hay algo de enigmático y, también, de fascinante en este vínculo de imbricación que no es de (con)fusión: en parte “producto” o “consecuencia” de Gaos, Zea no se entiende sin Gaos, en particular, sin el Gaos de la fase del fervor; y sin embargo… sin embargo, sus proyectos no solamente involucraron distintos materiales y referentes: desembocaron en parénesis, no diríamos que contrapuestas, pero sí diversas y hasta contrastantes. La gravitación de Zea hacia el lieto fine es visible y vibrante, tanto como lo es la coloración en última instancia desasosegada y trágica de las parénesis de Gaos. No hagamos, pues, lo que hizo el descuidado dios de “Los teólogos” de Borges; no confundamos, como si fueran una misma persona, a estos dos personajes tan entrelazados pero a la vez tan distintos. Vale la pena esmerarnos por apreciar la especificidad de las interpelaciones que todavía hoy pueden dirigirnos.

Referencias

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  1. CONICET / LICH-UNSAM (Argentina).
  2. Para una valoración de esta obra en línea con la argumentación aquí vertida, véase Kozel (2016).
  3. Hasta la aparición, en 1975, del tomo XVII de las OC, la Aforística gaosiana se dividía en publicada y no publicada. La primera correspondía a cuatro pequeños opúsculos aparecidos entre 1957 y 1962, los cuales reunían 181 aforismos. La segunda fue compilada pacientemente por Vera Yamuni; consiste en 519 dichos, cada uno con su fecha respectiva. El aforismo citado está fechado el 20 de enero de 1958, y corresponde al segundo grupo.
  4. Aforismo fechado el 6 de febrero de 1962.
  5. Para evitar referencias introducir aquí referencias demasiado extensas, remito a Kozel (2012, apostilla 3: “Gaos y Nicol”).
  6. El ensayo de Zea fue elaborado hacia 1940 y recogido más tarde en un volumen publicado en 1948; véase también Kozel (2012, apostilla 7: “El fervor de lo propio y su génesis”).


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