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7 La “mexicanización” de los exiliados republicanos del 39

Los retos, las dificultades y los límites[1]

Jorge de Hoyos Puente[2]

Los procesos de integración de los contingentes migrantes en los países de acogida o destino son, cada vez más, un foco de atención prioritaria en las agendas de investigación de historiadores y sociólogos (Massey, 2017). El análisis y la problematización de las circunstancias y los condicionantes que marcan estos frágiles equilibrios, que surgen inevitablemente en todo desplazamiento poblacional, constituyen marcos explicativos en torno a categorías subjetivas como “éxito” o “fracaso”. En ese sentido, suelen ser variables estudiadas las políticas públicas desplegadas por las autoridades de los países receptores, las manifestaciones y reacciones de los distintos actores sociales autóctonos, entre otros. Aunque existe una tendencia creciente a difuminar las diferencias existentes entre las migraciones económicas y los exilios políticos, es evidente que todavía es necesario marcar categorías en torno al origen y naturaleza de los motivos del desplazamiento, sus circunstancias y sus limitaciones para el retorno. En este texto, tendremos en cuenta todas esas variables para tratar de aportar un modelo explicativo que matice algunos de los aspectos más reseñables del proceso de integración de los exiliados republicanos de 1939 en México. Trataremos de analizar ese proceso de “mexicanización” singular atendiendo a los discursos y las prácticas. Consideramos que, en un foro como este, dedicado específicamente a la historia intelectual, es conveniente tener en cuenta algunas de estas consideraciones, a caballo entre la historia cultural y la historia política, para poder matizar muchas de las referencias introducidas por los intelectuales exiliados con respecto a México.

Es una apreciación bastante recurrente la de calificar la experiencia vivida por el exilio republicano en México como un ejemplo exitoso de integración. La memoria colectiva del exilio está plagada de relatos y discursos que ensalzan la generosidad del país de acogida, así como la gran obra de solidaridad y compromiso político desplegada por el presidente Lázaro Cárdenas y sus diplomáticos. Motivos no faltan para resaltar esta política ciertamente loable si la comparamos con la actitud de otros países del entorno o si analizamos el tratamiento recibido por perseguidos políticos de otras latitudes en tiempos más cercanos a los nuestros (Pla, 2007). Resulta indudable que, comparativamente, los republicanos españoles que llegaron a México entre 1939 y mediados de los años cuarenta corrieron mejor suerte que otros compatriotas (Dávila, 2012). Sin embargo, es tarea prioritaria del historiador explorar los elementos que dan forma a los discursos construidos y asentados como verdades oficiales e indagar sobre los diferentes indicios y manifestaciones que rompen con el canon. Frente a una visión homogeneizadora de la experiencia vivida y compartida en circunstancias complejas, es conveniente prestar atención a las razones que sustentan ese universo.

Nos ocuparemos, en primer lugar, de analizar los elementos centrales que dieron forma a este discurso desde el comienzo de la llegada de los exiliados a México, para pasar, más adelante, a tratar de señalar los retos, las dificultades y los límites de su materialización. Advertimos de antemano que este enfoque no es un mero y burdo ejercicio de revisionismo sin más; se trata de un intento por superar ciertos estereotipos y clichés que impiden en buena medida consolidar nuevas agendas de investigación, formuladas sobre preguntas diferentes. El discurso benévolo hacia México tiene en gran medida una justificación como estrategia propicia de adaptación al medio de acogida, cargado de simpatías y buenos sentimientos, pero oculta la otra cara de la moneda, las antipatías y los límites de integración, muchos de ellos autoimpuestos. Nos interesa aquí contraponer las simpatías explícitas con los retos, dificultades y límites ocultos, que son mucho más difíciles de encontrar, muy pocas veces expresados públicamente para no ser considerados desagradecidos, pero que contribuyen a comprender en su totalidad el proceso de integración de un colectivo heterogéneo y contradictorio. De los retos, las dificultades y los límites surgieron los mecanismos colectivos para hacerles frente, que estuvieron en la base de su modo de relacionarse entre ellos y con lo “mexicano”, aunque no podemos partir en este trabajo sin reconocer las profundas dificultades a la hora de establecer qué es lo “mexicano” exactamente. A pesar de ello, aquí nos referiremos a lo “mexicano” como un constructo amplio, que aspira a aglutinar una pluralidad de realidades compartimentadas y condicionadas por las profundas desigualdades que de forma secular caracterizan a la sociedad mexicana. Nuestra tesis es que tanto las simpatías como los retos, las dificultades y los límites condicionaron de forma duradera el modo de relacionarse con México y también, a la larga, su modo de integración. Además, sostenemos que tras esa visión exitosa de la integración se esconden otras muchas realidades menos halagüeñas, que quedaron fuera del marco imaginario construido que, con el paso del tiempo, se ha convertido en un relato hegemónico que impide o dificulta el análisis de otras experiencias.

1. La “identidad del refugiado” como mecanismo de integración

La “identidad del refugiado” es un constructo historiográfico a través del cual tratamos de aportar un modelo explicativo que agrupa una serie de manifestaciones, coincidentes y repetitivas, fácilmente rastreables en diferentes relatos compartidos por los exiliados españoles en México (de Hoyos Puente, 2012). Se trata, por tanto, de un intento de acercamiento orientado a comprender las razones que dieron origen a un discurso homogeneizador que tiene entre sus elementos centrales la exaltación de las simpatías y las bondades de México como país de acogida. Hemos rastreado la configuración de estos elementos en las primeras travesías de las grandes expediciones, donde los exiliados recibieron abundante información acerca de México y también de cómo debían comportarse. Formulado sobre categorías binarias, este discurso construía una serie de rasgos medulares sobre los que los exiliados españoles pretendían asentar unas nuevas relaciones con México y lo “mexicano”. Un relato con el que definirse y presentarse ante la sociedad de acogida y con el que trataron de combatir la imagen negativa de los “otros” españoles, los de los tiempos de la conquista y también de los emigrantes económicos.

En primer lugar, encontramos la exaltación de las autoridades mexicanas con el presidente Cárdenas a la cabeza, no solo por su generosidad con ellos, los exiliados, sino por la similitud de sus proyectos políticos. Este hecho será una constante prolongada en el tiempo, un agradecimiento que se irá heredando presidente tras presidente, de forma acrítica, sin importar los cambios que con los años se fueron haciendo cada vez más visibles en las sucesivas administraciones del PRI. En segundo lugar, otro de los elementos que aparece es la prohibición expresa de participar activamente en la vida política mexicana, más allá de mostrar la adhesión a las políticas del general Cárdenas.[3] Lo que, en un principio, pudo entenderse como un gesto de respeto hacia la hospitalidad recibida, con el paso del tiempo, y con la mayoría de los exiliados naturalizados mexicanos, se convirtió en una costumbre que marcaba la distancia entre los refugiados españoles y la realidad social mexicana. En tercer lugar, se difundió una imagen contraria a los españoles residentes en México fruto de la emigración económica anterior. La emigración económica representaba la España contra la que los republicanos habían luchado y por ello resultaba un elemento pernicioso, sobre el cual los exiliados debían mantener importantes reservas, que pasaban por su necesaria diferenciación. Españoles de distintas Españas constituían horizontes y proyectos políticos radicalmente diferentes. En todo este discurso hay una afirmación de la superioridad moral de los exiliados por el mero hecho de serlo. Su derrota se había convertido en un sacrificio que debía continuarse, manteniendo una conducta ejemplar y un amplio compromiso con todo lo dejado atrás. Así, el exiliado debía sentirse parte de un colectivo intachable.

Ante la falta de referencias propias sobre la sociedad mexicana, los exiliados tuvieron que funcionar con estas imágenes, proyectadas por algunos intelectuales que pronto configuraron mitos sobre los que se articuló el imaginario colectivo de los refugiados. Algunos intelectuales republicanos jugaron un papel trascendental y construyeron marcos referenciales sencillos a través de los cuales los exiliados debían operar en su nuevo destino. En ese sentido, la obra de Paulino Masip Cartas a un emigrado español, escrita en mayo de 1939 y ampliamente distribuida como folleto a la llegada de las primeras travesías, se convirtió un referente para los exiliados (Masip, 1939). De su lectura se desprenden pautas de actuación para afrontar la realidad mexicana, así como información básica, y muy sesgada, de la sociedad de acogida. Destaca su contenido moralizante, que trata de elevar los ánimos de los exiliados, abatidos por la derrota republicana y la dura experiencia de los campos de concentración franceses. A diferencia de otros exiliados, Masip proclamó en 1939 que el exilio no iba a ser una experiencia pasajera. Los exiliados debían concienciarse ante la posibilidad de que México fuese un destino duradero, en el cual debían convivir de forma respetuosa, agradeciendo la hospitalidad de los mexicanos y llevando una vida digna y responsable con sus compromisos con España.

Gracias a estas referencias los exiliados definieron una explicación sobre su llegada a México, una carta de presentación que combatiera los estereotipos y permitiera contrarrestar la fuerte campaña de desprestigio que habían extendido en México los simpatizantes de la dictadura franquista. Frente a todo esto, jugó un papel esencial la idea promovida por ellos mismos de que los exiliados eran intelectuales, hombres y mujeres de ideas avanzadas, que luchaban por un ideal emancipador, contrario al de los anteriores españoles que habían llegado a México, huyendo de la miseria de España y pensando únicamente en enriquecerse.

Uno de los elementos que más condicionó la formación del imaginario colectivo del exilio republicano en México fue la construcción del mito de ser un exilio de intelectuales. Esta imagen se conformó por muy diversas razones desde un principio, distorsionando en gran medida la propia realidad y dinámica del exilio. Por un lado, la llegada durante la guerra de destacados intelectuales republicanos, acogidos por La Casa de España, se convertía en un claro referente a explotar por parte de los exiliados de 1939 (Lida, 1988). Por otro lado, también jugó un papel importante la propia imagen que asimilaba a la República española con un proyecto político regenerador del panorama cultural y educativo. Los propios refugiados habían asumido como uno de los principales valores de la República la renovación cultural de la nación.

Sin duda, dentro del grupo de los exiliados, llegaba un importante contingente de intelectuales que han sido estudiados de forma prolija por la historiografía mexicana, y que contribuyeron de forma decisiva a cambiar el panorama académico y cultural mexicano de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. A pesar de esto, ni haciendo una lectura generosa de lo que se puede considerar intelectuales, podemos decir que representaban la mayoría. El exilio estaba formado por representantes de todos los sectores sociales y profesionales con una buena cualificación técnica y que, en ocasiones, tuvieron grandes problemas para insertarse laboralmente, como el caso de muchos abogados, por poner uno de los ejemplos más conocidos. Sin embargo, al dotarse de esa imagen colectiva de que todos pertenecían a una elite ilustrada, se desprendía así un cierto aire de homogeneidad que sabemos dista mucho de ajustarse a la realidad vivida por el exilio. Cuando uno se asoma a las entrevistas del Archivo de la Palabra del INAH, en ocasiones, es muy sorprendente encontrar cómo cuarenta años después de la llegada de los refugiados muchos de ellos habían interiorizado aquella idea de intelectualidad de forma notable. Obreros manuales y amas de casa que se sienten parte activa de un exilio de intelectuales.

Asociado a esa imagen de comunidad intelectual, arraigó en el discurso el mito del transtierro, convirtiéndose prácticamente en un sinónimo del que ha costado mucho desprenderse incluso para los investigadores. Acuñado por José Gaos en 1942 para referirse a la situación de los refugiados en el país, “el transtierro” se convirtió en una constante dentro de la literatura y el imaginario. Con este neologismo se pretendía representar las buenas relaciones que los refugiados establecieron al encontrarse con la sociedad mexicana. Escenifica la generosidad de los mexicanos con los republicanos españoles, así como los lazos culturales que permiten al individuo que ha sido privado de su patria no sentirse desarraigado. El transtierro engloba la idea de Gaos de la existencia de dos patrias, la “patria de origen” y la “patria de destino” (Valero, 2015). Si España era la patria donde habían nacido, México era su patria de acogida, su patria de destino en tanto en cuanto representaba una segunda oportunidad para desarrollar los ideales que la República española había tratado de llevar a la práctica (Abellán, 2001; Salmerón, 1994, p. 66). El “transtierro” de Gaos puede calificarse como mito fundacional del exilio. Sin embargo, fueron muchos los exiliados que no se sintieron en absoluto identificados con su neologismo. Este rechazo no tiene que ver con una crítica al recibimiento. Para muchos españoles el contraste y la diferencia pesaban más que las coincidencias culturales.

Con estos y otros elementos, los exiliados de 1939 establecieron un discurso oficial propio, pero que originó a medio y largo plazo una identidad que perduró en el tiempo, aportando estatus social y respetabilidad a un colectivo todavía hoy identificable dentro de la sociedad mexicana. Estos mitos funcionaron a lo largo de los años cuarenta de forma notable en un amplio sector de la comunidad de exiliados, en el tránsito de pasar de ser españoles a ser refugiados. México, país de acogida, segunda patria y también segunda oportunidad de llevar adelante aquellos proyectos frustrados en España; México, tierra propicia para el transtierro, para echar raíces; México hospitalario que ofrece incluso la nacionalidad no ya a los españoles, sino a los refugiados. Este discurso permite justificar que entre 1940 y 1942 el ochenta por ciento de los exiliados aceptasen la nacionalidad mexicana, lo que implica ser ya parte inequívoca de la sociedad de acogida. El proceso de integración o la “mexicanización” sería entonces exitoso, si no atendemos a la otra cara de la moneda, es decir, a manifestaciones y comportamientos que se expresan fuera del discurso hegemónico.

2. Los retos, las dificultades, los límites

Los retos a los que debe enfrentarse cualquier colectivo migrante en su lugar de acogida son múltiples y contradictorios, pero también particulares y específicos, y dependen de diversos imponderables. Aquí simplemente trataremos de señalar algunos de los más obvios, como son la receptividad por parte de la nueva sociedad, o la posibilidad de abrirse camino en el nuevo contexto. Si el discurso hegemónico resalta con benevolencia la recepción de la sociedad mexicana, son muchos los testimonios contradictorios que podemos encontrar a poco que nos adentremos en las entrevistas del Archivo de la Palabra del INAH. En esas historias de vida realizadas a través de entrevistas en la década de los años setenta del siglo pasado, encontramos muchos indicios significativos. En primer lugar, la impresión sobre México a la llegada de los exiliados, donde encontramos multitud de testimonios que contrastan con esa imagen feliz de los masivos recibimientos en el puerto de Veracruz:

Pero pues mi impresión primera fue un poco fea, porque [risas] pues la gente era distinta ¿no? Y… [risa]. Lo siento, pero tengo que decir que me parecieron, eh físicamente un poquito deplorables. Eh, la mayor parte de los que se ven por la calle, de los que se veían entonces por la calle, mal vestidos, pobremente vestidos, y se les veía un poco pobres de espíritu también, en fin, tuve una mala impresión.[4]

Pues mi impresión fue los autobuses muy sucios… […] Y México estaba sucio, ya nosotros, sí a mí me deprimió un poco México. Lo único que me animó fue el clima, el clima era lo que nos tenía asombradas y felices, ¿no? Y yo creo, pues no sé… pero, de todas maneras, yo a los dos días de llegar a México quería volver a Rusia, eso sí.[5]

[…] la gente del pueblo mexicano es muy ignorante y no diferencia entre gachupines y refugiados. Los refugiados dieron mucho a México.[6]

 

En estos tres ejemplos vemos aflorar claramente el prejuicio racial, que aparece de forma muy acusada, un elemento central sobre el que apenas hay referencias en el discurso oficial del exilio, aquel que da forma a la identidad del refugiado. A pesar de sus ideas políticas progresistas, los españoles de los años treinta apenas habían conocido diferencias raciales como para tener algún tipo de conciencia política al respecto. Lo popular se asocia con suciedad e ignorancia y se busca poner distancia rápidamente:

Ah, pues ya te digo, fue feíta porque La Merced era bastante desagradable, aquello estaba muy sucio. Pero, después, como nos vinieron a recoger el doctor Piñol y la señora, para que no tuviera yo esa impresión tan fea de la ciudad, pues nos llevaron por la avenida Juárez hasta La Diana. Y, claro, pues aquello ya me pareció una maravilla.[7]

Otras entrevistas, como en el caso de Manuel Andújar, resultan también esclarecedoras acerca de las múltiples dificultades a las que debieron enfrentarse en los primeros tiempos, ante la falta de recursos suficientes para abrirse camino, o conseguir, como en el caso de Andújar, un pasaje para desplazarse de Veracruz a la Ciudad de México.[8] La incertidumbre y la falta de información suficiente sobre la realidad del México del momento, agudizó los choques culturales y raciales.

Obviamente, no solo están los testimonios de los exiliados, también una parte de la historiografía ha ido resaltando los retos que debieron afrontar los españoles recién llegados en una sociedad convulsa y fragmentada como lo estaba en aquellos momentos México, que derivó en una profunda contestación dentro de la sociedad mexicana a la llegada de los exiliados españoles. El apoyo de las autoridades mexicanas contrastaba con el rechazo de amplios y diversos sectores. Su acogida fue utilizada por la derecha mexicana para atacar al gobierno cardenista, receptor de los “rojos” españoles (Matesanz, 2000; Lida, 2005, p. 161). Además de la derecha mexicana, también sectores obreros veían con recelo y mostraron su oposición a lo que consideraban la llegada de mano de obra que competiría con ellos por el trabajo, en momentos de escasez. Solo como un ejemplo de muchos otros, la Federación Sindicalista de obreros, campesinos y similares del estado de Tlaxcala emitió un manifiesto a la nación, criticando la decisión de recibir a los refugiados españoles adoptada por las autoridades mexicanas. Ondeando la bandera nacionalista realizaron una defensa de los intereses patrios frente a los excombatientes españoles, recordando el proceso de independencia iniciado en 1810. Reivindicando la defensa del proletariado mundial, pedían especial atención para los proletarios mexicanos frente a los extranjeros, en especial los proletarios españoles, hermanos de nación de los “indeseables españoles” que maltratan a los mexicanos.[9]

Conocidas son también las campañas realizadas en la prensa mexicana en contra de la llegada de los españoles por parte de intelectuales conservadores (Lobjeois, 2001, p. 188). Frente a este estado de opinión contraria, destacados cardenistas como el general Antonio Piña y Soria debieron afanarse para contrarrestar la mala imagen de los republicanos españoles publicando folletos como El Presidente Cárdenas y la inmigración de españoles republicanos, donde sostenía la tesis de que aquellos españoles, la mayoría trabajadores y campesinos, contribuirían al desarrollo de México (Soria y Piña, 1939).

Como señala Tomás Pérez Vejo, se ha convertido en un mito historiográfico que la sociedad mexicana acogiera con los brazos abiertos a los exiliados españoles (Pérez Vejo, 2001, p. 23). Por un lado, la Revolución Mexicana había exacerbado el discurso nacionalista-indigenista del progresismo mexicano, culpando de todos los males mexicanos al proceso de colonización llevado a cabo por Hernán Cortés y el resto de los españoles; una realidad, la hispanofobia, que difícilmente distinguía entre españoles de uno y otro signo político o ideológico. Por otro lado, los sectores más conservadores mexicanos, tradicionalmente hispanófilos, rechazaban a los refugiados por sus valores secularizadores y progresistas, calificándolos de elementos perniciosos y desestabilizadores que fortalecerían el comunismo en México. Esta situación ya de por sí convulsa, se agudizaba en un momento delicado para la economía en el que las posibilidades de encontrar trabajo eran complejas para los propios mexicanos, lo cual tampoco ayudaba, como hemos visto, a alcanzar un apoyo unánime y solidario del movimiento obrero del país de acogida.

Sin duda, este frío recibimiento, cuando no abierto rechazo por parte de sectores de la sociedad mexicana, contribuyó también a aislar a los refugiados que optaron por evitar, en la medida de lo posible, el contacto con la mayoría de los mexicanos. Bien por la creencia generalizada de que pronto iban a regresar, bien por el cierto rechazo que encontraron, los exiliados se dotaron de sus propios espacios de sociabilidad donde preservar su identidad. El primer objetivo, por tanto, fue evitar el contacto con la población indígena, asociada automáticamente con lo popular y la pobreza, fortaleciendo las relaciones endogámicas del colectivo exiliado y estableciendo una primera contradicción entre discurso y prácticas, donde la admiración por Cárdenas y su política contrastaban con el modo de relacionarse con un grupo social prioritario para el presidente michoacano (Medin, 1973; Gilly, 1994).

Aquellos rechazos públicos y las dificultades para encontrar los primeros trabajos distanciaron y aislaron aún más a los exiliados de lo “mexicano”, generando así una mayor dependencia de los organismos de ayuda para la obtención de empleo y asistencia social (Herrerín, 2007; Velázquez, 2014). No podemos perder de vista que, por el hecho de tener un color de piel distinto de la mayoría de la población autóctona, los exiliados españoles fueron encontrando oportunidades en diferentes ámbitos profesionales alejados del ámbito popular. El perfil socioprofesional marcó en ese sentido la diferencia. Para aquellos refugiados que podían optar por su nivel de cualificación a trabajos de “profesionistas”, el contacto con indígenas era menor que los que debían competir por trabajos manuales. En un país como México, donde la cuestión racial marcaba una compartimentación social muy acusada, esta situación podía representar la clave central a la hora de determinar el tipo de “mexicanización”, al que los exiliados debían enfrentarse.

Dos elementos fundamentales de los primeros años de exilio están íntimamente ligados a esta visión de lo “mexicano”. En primer lugar, la alta tasa de concentración del exilio en la Ciudad de México, que Dolores Pla calculó en torno al 70,02% del total (Pla 2001, p. 167). Este factor limitó sin duda de forma sustantiva el conocimiento del país. En segundo lugar, la agrupación de los exiliados en los mismos entornos urbanos, fortaleciendo así los vínculos propios y minimizando las posibilidades de contacto con el exterior. La reunión de los exiliados en torno a determinados barrios de la ciudad, alrededor de la calle de López, o en el entorno al Monumento a la Revolución, estuvieron condicionados por su situación económica y por el funcionamiento de los lazos de solidaridad propios de la emigración. Los refugiados compraban en las mismas tiendas, adquirían los mismos muebles para sus apartamentos, buscando reconstruir los hogares bajo un ambiente español (Ruiz-Funes y Capella 2002, p. 233). Estas características potenciaron una sociabilidad endogámica, en la que nos detendremos más adelante, ensimismada en los primeros tiempos en los debates sobre la Guerra, sus causas y sus consecuencias.

La comida fue una fuente de contrastes y profundas antipatías. Los refugiados, a su llegada a México, encontraron una gastronomía muy diferente de la que estaban acostumbrados y que pasarán a identificar como comida española. Palabras nuevas para definir la comida, sabores y olores que no conocían. Es una constante encontrar la mención a la comida española como uno de los signos de identidad que los refugiados conservan con el paso del tiempo. Asociado a ello, viene el rechazo hacia la comida mexicana, hacia la tortilla. En la comida depositan sentimientos de nostalgia y recuerdos de tiempos felices a los que no están dispuestos a renunciar. Resulta significativo el testimonio del exiliado Enrique Faraudo que, en su entrevista en el Archivo de la Palabra realizada, recordemos, en los años setenta, lamentaba la afición de sus hijos a la comida mexicana y su incapacidad para dejar de comer comida catalana.[10] De esa barrera hacia la comida autóctona surgieron también espacios de sociabilidad propios como restaurantes, y sobre todo cafés, muy ajenos a la cultura mexicana. Cafés y con ellos las tertulias, lugares de afirmación de españolidad. Espacios de sociabilidad cotidianos que fueron creando redes y lazos entre exiliados españoles que antes no se conocían entre sí. México los había unido y debían establecer vínculos y solidaridades nuevas. En ellos se conocieron otros puntos de vista en torno a la Guerra, al drama vivido, se compartieron muchos silencios y muchos olvidos.

Los estereotipos preconcebidos también se convirtieron en factores de dificultad a la hora de fomentar la integración no solo hacia lo “mexicano”. La antipatía hacia los emigrantes españoles se mantuvo a pesar de que dentro de la colonia española hubo manifestaciones claras a favor de los republicanos. Aunque fue una respuesta minoritaria, el Orfeó Catalá se implicó desde el principio en la recepción de los exiliados, creando un Comité de Ayuda a los Refugiados españoles, dirigido por José Puig, José Clavería y Juan Rovira. Esta decisión fue acompañada de la puesta en marcha de una cuestación entre los socios (Soler, 1989).[11] Muchos emigrantes vieron a los refugiados como una mano de obra de confianza. La posibilidad de contar con españoles, en vez de mexicanos, realizando tareas de responsabilidad dentro de las distintas actividades productivas controladas por la colonia, resultaba tranquilizadora para los negocios. Los emigrantes se sentían más proclives a contratar a refugiados de la misma procedencia regional (Artis, 1979: 305). El fenómeno del paisanaje jugó un importante papel en ese sentido, además del valor añadido que suponía el componente racial, que pese a los tabúes ideológicos existentes hacía más aconsejable contratar a un “rojo” español que a un “indio” para determinadas tareas. Existió una cierta solidaridad hacia los compatriotas refugiados desde el punto de vista laboral, fomentado también por la fama de eficiencia y laboriosidad con que llegaban aquellos otros españoles. En esas circunstancias, lo político podía quedar de lado, en beneficio de todos, habida cuenta de que los que llegaban eran españoles antes que “rojos”. Sin embargo, durante mucho tiempo, fueron los estereotipos que podemos encontrar en los primeros momentos, en torno a la naturaleza conservadora, reaccionaria, franquista, católica e ignorante de los antiguos emigrantes económicos, la que mantuvo de forma muy clara una línea de separación entre los gachupines y los refugiados (de Hoyos Puente, 2013). No podemos perder de vista que los refugiados y los emigrantes económicos se diferenciaban también por las motivaciones que dieron origen a su desplazamiento, pero, sobre todo, por su anhelo de retorno.

 La esperanza de los exiliados en el retorno fue uno de los principales obstáculos en su proceso de integración. Los refugiados españoles llegaron convencidos de que su estancia en México sería provisional, un hecho que contribuyó a que en un primer momento el contacto con la realidad plural y contradictoria del país fuese limitada. México no era un lugar de destino, sino un lugar de tránsito, de espera, un paréntesis en sus vidas hasta poder regresar a España. El trauma de la derrota y las divisiones políticas internas, generaron un caldo de cultivo óptimo para propiciar una abierta reticencia a asumir la posibilidad de pasar página y construir una nueva vida, al menos durante el tiempo que la incertidumbre del desenlace de la guerra mundial abonaba las expectativas de la posibilidad de regresar a una España en paz y libertad.

3. La sociabilidad endogámica

El estudio de la sociabilidad es relevante a la hora de comprender y evaluar el grado de integración en el país de acogida. Las antipatías de los exiliados condicionaron sus formas de sociabilidad que, si bien no fueron de naturaleza totalmente excluyente, sí marcaron muchas limitaciones para la interacción con el mundo mexicano. Los modos en que los exiliados organizaron su existencia y su fuerte tendencia gregaria muestran claramente su impermeabilidad hacia lo “mexicano” y la necesidad de afirmación de españolidad. Si en los primeros tiempos esa sociabilidad estuvo marcada por la provisionalidad, siendo las tertulias de los cafés el principal exponente, con el tiempo se fue produciendo una cierta institucionalización. Lugares de sociabilidad fueron los albergues habilitados para los primeros momentos, hasta que los refugiados pudieron acceder a viviendas propias, agrupadas en los mismos edificios, en calles cercanas al centro de la ciudad. Los exiliados mantuvieron la cercanía como elemento aglutinador, también defensivo, ante una ciudad que en algunas ocasiones resultaba hostil. La sociabilidad giraba en torno a la necesidad de conseguir la inserción básica, esto es, un trabajo más o menos estable, lo suficientemente remunerado como para poder instalarse de forma estable. Lugares como el Centro Republicano Español se convirtieron en espacios recurrentes a la hora de conseguir algunos recursos proporcionados por los organismos dependientes de los partidos políticos.

Esta red de espacios fue acogiendo de forma progresiva a las sucesivas oleadas de refugiados que llegaban a México a lo largo de 1939 y los primeros años cuarenta. Allí los refugiados “veteranos” ayudaban a los recién llegados a adaptarse, a comprender aquel idioma que siendo el mismo daba lugar a tantos equívocos. A medida que los exiliados fueron encontrando acomodo laboral y comenzaron a contar con ingresos suficientes provenientes, bien de los subsidios de las organizaciones de ayuda, bien de su propio trabajo, fueron organizando sus vidas y estableciendo espacios a modo de hogares provisionales y tratando de armonizar una cierta cotidianeidad doméstica. La construcción de nuevos hogares en una situación precaria, con la maleta detrás de la puerta, con la esperanza de que su exilio fuera a ser breve. Las mujeres jugaron un papel fundamental en esta tarea, recreando un ambiente lo más español posible, tratando por todos los medios de que sus hijos no perdieran sus raíces (Domínguez Prats, 1994).

La sociabilidad masculina se articuló en torno a los cafés, a los partidos políticos y a los centros regionales, espacios bastante cerrados, donde lo “mexicano” no tenía apenas cabida. En el caso de los centros regionales, los exiliados crearon una red propia frente a la ya existente de la emigración económica. El enfrentamiento ideológico con la colonia de emigrantes como colectivo hacía imposible que los republicanos compartiesen espacios que los emigrantes habían construido tiempo atrás. Aquí no podemos hablar simplemente de antipatías, sino de abierto conflicto y rechazo. Centros como el Casino Español, la Beneficencia Española, el Centro Asturiano, el Círculo Vasco Español, la Casa de Galicia, estaban en manos de individuos abiertamente pro-franquistas que participaban en actos organizados por la Falange (Pérez Montfort, 1992; Matesanz, 2000, p. 344). Hubo algunas excepciones que tienen que ver con centros regionales de la colonia como el Orfeó Catalá o el Centro Vasco, donde los refugiados fueron bien recibidos.

Estos centros adquieren un mayor protagonismo a partir de la década de los cincuenta, cuando la esperanza del regreso a España se evapora y las reticencias entre ambas colectividades españolas afincadas en México se rebajan. A pesar de las diferencias ideológicas existentes, acabaron primando los elementos comunes, los gustos culinarios, el uso del lenguaje, pero también las antipatías compartidas hacia lo “mexicano”, asociado con lo popular y lo indígena. Será en estos ámbitos donde los jóvenes exiliados se relacionen con los hijos de la colonia española de emigrantes. Probablemente fueron esas antipatías compartidas las que facilitaron el acercamiento entre ambos grupos de españoles. Para no pocos emigrantes partidarios de Franco era preferible tener un empleado “rojo español” que un “indio”, no digamos si de lo que se trataba era de encontrar un yerno o una nuera.

La educación y formación de los hijos se convirtió también en una fuente de preocupaciones, paliada por la creación excepcional de los colegios del exilio. Las facilidades que las autoridades mexicanas concedieron a los exiliados españoles, especialmente en el ámbito educativo con la posibilidad del establecimiento de colegios propios, fueron condicionando la propia sociabilidad del exilio, fomentando espacios cerrados que, además, se encontraban abonados por la esperanza del pronto regreso a España. Lo que al principio parecía una ventaja y un privilegio, a la larga se convirtió en un obstáculo de integración para los más jóvenes, que retrasaban su proceso de socialización escolar con un ámbito plenamente mexicano (Cruz, 1994). Por ello, la necesidad, y sobre todo la voluntad de integrarse fue menor y las dinámicas que fueron generándose condicionaron el modo de vivir y conocer México, al menos, de la primera generación del exilio. Los colegios fueron instituciones extraordinarias y anómalas dentro del régimen cardenista, que había hecho de la educación socialista, tutelada por el Estado, una de sus principales banderas. Los colegios del exilio, más que socializar en lo “mexicano”, dotaron a los jóvenes españoles de una educación de alta calidad, siguiendo los dictados de la Segunda República, pero a su vez también aislaron y protegieron, para tranquilidad de muchos padres, del ambiente mexicano. Aquellos españolitos que eran objeto de burlas por parte de los niños mexicanos por llevar pantalones cortos encontraban en los colegios a compañeros con los que crecer un tanto de espaldas a la sociedad de acogida.

Los hijos de los exiliados fueron educados en los colegios en un ambiente español, pero también en un agradecimiento hacia los mexicanos, viviendo las contradicciones de aquella vida un tanto bipolar, marcada por el discurso oficial cargado de simpatías y la vida cotidiana donde las antipatías habían construido un muro de aislamiento. La primera generación de jóvenes experimentó un sentimiento de ser seres desubicados, habiendo sido formados como españoles y teniendo que vivir como mexicanos. Inmaculada Cordero analizó este fenómeno señalando que la mayor frustración la vivieron aquellos que llegaron a México en la adolescencia ya que no se sentían identificados ni con España ni con México. Por el contrario, aquellos que llegaron siendo niños o nacieron en México, a pesar de ser socializados como españoles se integraron sin dificultad en la que era de hecho su realidad cotidiana (Cordero, 1997, pp. 103-105). Sin discrepar del todo con esta afirmación, parece necesario matizarla. Los colegios del exilio elaboraron un discurso laudatorio acerca del importante legado cultural de la Segunda República que, sin ser falso, contribuyó de forma exponencial a asentar algunos de los elementos más distorsionadores del discurso oficial del exilio. Entre ellos, dotó a los jóvenes de una conciencia de superioridad moral por el hecho de ser descendientes o formar parte de aquel exilio.

A los estudiantes siempre se les inculcó el amor hacia México, fundado en la gratitud por la acogida, algo que contribuyó a extender la propia conciencia de ser refugiado. En los colegios se hablaba a los niños del porqué de su exilio, de lo que había sido la Segunda República en España y cómo había terminado. La presencia de la bandera republicana y la conmemoración de fechas señaladas como el 14 de abril serán una constante que, aún hoy, se realiza en el Instituto Luis Vives y en el Colegio Madrid. Además, en sus aulas se mantuvieron muchos de los giros idiomáticos propios de España, lo que para algunos de los estudiantes resultó una barrera a la integración debido a que favorecía la distinción con los mexicanos (Monedero, 1995, p. 16).

Con el paso del tiempo, los colegios se nutrirán cada vez más de alumnos mexicanos procedentes de sectores sociales de clases medias y acomodadas. Para una parte de la sociedad acomodada de México los colegios de los refugiados representaban sinónimo de distinción y calidad educativa, por lo que fueron muchos los que enviaron a sus hijos a estudiar a aquellas instituciones privadas. El archivo del Instituto Luis Vives aporta datos de matrícula. Si en 1945 el cuarenta por ciento de sus alumnos eran mexicanos, en 1970 la cifra asciende al sesenta por ciento (Artis, 1979, p. 312; Tuñón, 2014). A partir de los años setenta, fueron centros de recepción de hijos de exiliados argentinos y chilenos. Los valores del exilio republicano serán transmitidos pero cada vez calarán menos en el alumnado, quedando su tradición pedagógica como un símbolo de calidad y continúan siendo en la actualidad centros de enseñanza muy prestigiosos. La afirmación de ser español y de pertenecer al exilio se convirtió en una carta de presentación, un cierto sinónimo de prestigio y de distinción en la sociedad mexicana, en especial en las clases medias-altas que veían en la cercanía a los refugiados españoles un símbolo de empaque social. Estas antipatías y otras, así como sus efectos, condicionaron a corto y medio plazo el proceso de adaptación e integración plena de los exiliados. Tanto su discurso político hacia México como sus prácticas sociales no pueden entenderse sin ellos.

Si nos hemos detenido tanto en los colegios del exilio es porque hoy tenemos plena conciencia del papel de la educación como uno de los principales motores de integración y nacionalización, especialmente para las comunidades migrantes. En el caso de la experiencia del exilio republicano, los colegios se convirtieron en un elemento esencial a la hora de comprender la persistencia de la identidad singular, generación tras generación, de los refugiados españoles en México, al menos de una parte, ya que apenas tenemos datos de aquellos hijos de exiliados que no se educaron en estos centros de enseñanza.

4. Los efectos de la pérdida de expectativas de regreso

La pérdida de expectativas acerca del fin de la dictadura franquista a mediados de los años cuarenta apenas modificó el discurso político de los exiliados hacia México y sus prácticas sociales. La legitimidad de las instituciones republicanas en el exilio estaba supeditada al reconocimiento por parte de los sucesivos gobiernos del PRI de su existencia, en la medida en que el resto de los apoyos internacionales se fueron esfumando debido al clima de la Guerra Fría (Yuste de Paz, 2005). A pesar de su pérdida de apoyos reales, también dentro de los grupos políticos del exilio las instituciones continuaban representando, desde el punto de vista simbólico, en el imaginario de los exiliados la encarnación viva del “paraíso perdido”: la Segunda República. Pese a la creciente despolitización partidista, fue en el terreno de lo simbólico y lo identitario donde los exiliados republicanos encontraron un acomodo vital, persistiendo en sus prácticas de sociabilidad endogámicas, una realidad que no fue modificada sustancialmente tras la masiva nacionalización de los exiliados.

Es difícil establecer cuánto tiempo transcurre en la vida de un exiliado hasta que toma conciencia y asume su situación, su propia condición de refugiado. El ser refugiado se convierte en lo que lo define, y lo sitúa en una difícil posición en la que tiene que decidir de dónde es y a qué quiere pertenecer. Preguntas que en condiciones normales raramente son planteadas, y para el exiliado tienen muy difícil respuesta (Manea, 2008, pp. 78-79). En estos casos, siempre es socorrido recurrir a Adolfo Sánchez Vázquez. Para él, los exiliados republicanos experimentaron de forma muy intensa el sentimiento de ser desterrados, y solo a partir de la década de los cincuenta, ante la imposibilidad del retorno, pudieron ir transitando hacia el transtierro gaosiano (Sánchez Vázquez, 2003, pp. 627-636).

Desde luego, no todos los exiliados pudieron reinventarse ni adaptarse a la nueva sociedad. El factor generacional jugó un papel esencial, así como las posibilidades de conseguir una inserción laboral plena y satisfactoria en un país con algunas similitudes con la España republicana, pero también con profundas diferencias culturales y políticas. Así, en un exilio eminentemente familiar, podemos encontrar dentro de un mismo hogar sensaciones contrapuestas y modos opuestos de afrontar la vivencia del exilio. Para los mayores, aquellos que llegaron a México dejando atrás una vida hecha, la posibilidad de superar el trauma de la pérdida fue irreparable. La mayoría vieron a sus hijos crecer en una permanente contradicción entre dos identidades, imponiéndose cada vez más la realidad presente sobre el pasado familiar.[12] Fueron, por tanto, los más jóvenes, los que no protagonizaron la Guerra Civil, aunque sí la padecieron, y especialmente los ya nacidos en México, los que tomaron antes conciencia de su inevitable permanencia en México. Condicionados por la experiencia de sus padres, por su discurso y su sociabilidad, fueron buscando una mayor integración en el país, ansiando una asimilación, especialmente en la esfera económica y cultural. Liberados la mayoría del peso ideológico de sus padres, fueron vislumbrando un nuevo horizonte de posibilidades, generando nuevas simpatías y antipatías que en ocasiones produjeron fuertes conflictos generacionales.

A medida que muchos exiliados fueron consiguiendo un claro ascenso social, su estancia en México se hizo más confortable. Para muchos, México se convirtió en un lugar de oportunidades y, gracias a su talento personal, algunos (los menos) alcanzaron una buena posición económica, un ascenso social vertiginoso, impensable en el contexto español. Esa condición los situó dentro de la cúspide de la sociedad mexicana, una sociedad con una división clasista muy marcada. Así, intelectuales y “profesionistas” conformaron un núcleo influyente que contribuyó a afirmar esa percepción del exilio en su conjunto como una elite cultural. Refugiado e intelectual se convirtieron en categorías asimiladas, que mantenían sus especificidades a largo plazo. La prohibición expresa de participar activamente en política, de inmiscuirse en asuntos de política doméstica de México, les permitió en buena medida mantener esa clara diferenciación entre “ellos” –los refugiados– y los mexicanos.

Herederos del marchamo cultural que embadurnaba a todo el colectivo, una buena parte de aquellos hijos del exilio aprovecharon esa proyección para alcanzar una posición social muy acomodada, sustentada sobre una contradicción evidente: el mantenimiento de su discurso progresista, pretendida herencia de la República española, mezclado con unas prácticas sociales claramente excluyentes. Esos exiliados, insistimos no todos, fueron, sin embargo, los que se convirtieron en los portavoces del exilio español, los que fijaron el relato de los acontecimientos. Su pertenencia al colectivo se convirtió en su mejor carta de presentación, por ello fomentaron prácticas endogámicas, repartiendo estatutos de limpieza de sangre y acumulando apellidos a modo de una pretendida nobleza de espíritu. A pesar del discurso favorable hacia México, ese exilio español vivió durante décadas de espaldas a la sociedad mexicana en su conjunto. De hecho, los trabajos del antropólogo Michael Kenny y su equipo demostraron ya en los años setenta del siglo pasado que, para la población mexicana, era muy difícil diferenciar entre españoles refugiados y emigrantes económicos (Kenny, 1979). Solo los sectores más ilustrados de México consiguieron cambiar parcialmente la imagen negativa hacia esos españoles. Esa incomunicación con lo “mexicano” les permitió en gran medida mantenerse aislados de la evolución de la vida política mexicana. Resguardados en su recuerdo de España y su sentimiento de pertenencia a otro contexto, su silencio fue una constante. Su agradecimiento a México se convirtió también en una justificación para mantener su apoyo implícito a un PRI que distaba mucho de lo que Cárdenas había soñado.

Finalmente, esa imagen monolítica del exilio, articulada en torno a mitos e interpretaciones válidas, pero no totalizadoras, sirvió como elemento de integración en la sociedad de acogida y en alguna medida continúa viva en los descendientes. Sin embargo, bajo esa apariencia se esconden multitud de historias que corroboran las palabras de Ramón Gaya, cuando afirmaba la imposibilidad de hacer una historia fidedigna del exilio: “lo que hay son exiliados: no hay un exilio único que tenga una forma de ser, los exiliados son muchos y cada uno de ellos entiende y siente su exilio como único” (Capella, 2006, p. 15). Cualquier pretensión de acercamiento unívoco al exilio resulta fallida y empobrecedora. Sin embargo, hay que reconocer que, pese a que las experiencias fuesen muy diferentes desde el punto de vista emocional, generacional, económico o cultural, todos ellos se reconocen como “refugiados” por encima de cualquier otro calificativo. Y eso que, en México, como nos recuerda Clara Lida, desde el punto de vista jurídico la condición de refugiado no fue legalmente reconocida hasta 1990 (Lida, 2009, p. 12). Gloria Artis, que ha estudiado desde el punto de vista antropológico a los refugiados españoles, ha establecido que, por su autoadscripción, los exiliados constituyen un grupo étnico (Artis, 1979, p. 295).

 Existen al menos dos perfiles más de exiliados republicanos en México de los que apenas tenemos nociones claras. Por un lado, aquellos que, a pesar de fijar su residencia en la ciudad de México, no participaron de la sociabilidad del exilio, ni de los colegios, y que, por su perfil profesional, más cercanos al mundo del trabajo manual, consiguieron sobrevivir en contacto con los sectores populares. Por otro lado, los refugiados que fueron dispersados por la República mexicana, especialmente los que estaban alejados de los núcleos urbanos. Ambos grupos, podemos presuponer como hipótesis de partida, vivieron la experiencia del destierro más absoluto, con una sensación de rabia e impotencia. Dos escenarios son más que probables. Una parte de ellos optaron por gachupinizarse, esto es, por desarrollar estrategias de integración propias de emigrantes económicos. Sin el vínculo y contacto cotidiano con otros refugiados, cayeron en el anonimato, quedando diluida su existencia y su sacrificio. La otra mantuvo un proceso de alta ideologización política, reticentes a utilizar conceptos como transtierro o “España peregrina”, y partidarios de otra denominación, la “España perseguida”.[13] La inmensa mayoría de los exiliados, aquellos de los que no sabemos nada, se integró y desapareció. La primera generación vivió con una profunda frustración, pero sus hijos, alejados de los colegios del exilio, experimentaron un proceso de integración al margen de ese relato, con sus propias simpatías y antipatías tan difíciles de rastrear.

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  1. Este trabajo forma parte del proyecto de investigación “Las migraciones atlánticas como agentes de circulación de ideas y prácticas culturales en la primera mitad del siglo XX”, del Ministerio de Ciencia e Innovación. Ref. PID 2019-107173GB-100.
  2. Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
  3. “Política de responsabilidad”, Diario del Ipanema, nº 11, (24 junio 1939), p. 1.
  4. Entrevista a la exiliada Estrella Cortichs Villals, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 26. PHO/10/17, p. 235.
  5. Entrevista a la exiliada Amparo Bonilla Bagueto, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 16. PHO/10/46, p. 343.
  6. Entrevista a la exiliada Carmen Bahí de Perera, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 7. PHO/10/89, p. 178.
  7. Entrevista a la exiliada Mª Libertad Peña Rambla, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 82. PHO/10/29, pp. 48-49.
  8. Entrevista al exiliado Manuel Andújar, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 3. PHO/10/8, pág. 57.
  9. Manifiesto emitido el 19 de julio de 1939. AGN IPS Caja 315, exp. 10.
  10. Entrevista a Enrique Faraudo en el Archivo de la Palabra. INAH. Libro 40 PHO/10/68, pp. 189-190.
  11. Circular emitida por la dirección del Orfeó Catalá de Mejic, S.C.L. Véase en el Archivo General de la Nación (AGN, México), Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (IPS), caja 81, exp. 4, f. 81.
  12. Es una constante en las entrevistas del Archivo de la Palabra del INAH, encontrar que los hijos de los exiliados se consideren mexicanos. En el caso del hijo de Félix Galarza: afirma sentirse solo mexicano y no tener ningún interés en conocer España. Libro 42, PH0/10/62, Sección: Exilio español en México, p. 135.
  13. Entrevista al exiliado Manuel González Bastante, Archivo de la Palabra, INAH, Libro 52. PHO/10/95, p. 714 y sig.


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