Exiliados republicanos en Argentina y México
Marcela Croce[1]
El exilio español y sus consecuencias latinoamericanas surgió a partir de las jornadas desarrolladas entre el 9 y el 12 de noviembre de 2020 en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de América Latina (INDEAL) de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, del cual momentáneamente estoy a cargo.[2] La convocatoria a dicha actividad respondió, como tantos emprendimientos de investigación, a la verificación de una carencia. Si bien el exilio español en América Latina es un tema que ha sido objeto de innumerables indagaciones plasmadas en artículos, seminarios y libros, apenas episódicamente fue abordado desde la perspectiva latinoamericana. La mirada predominante privilegia la experiencia de quienes debieron abandonar el país en vísperas de la Guerra Civil, en el transcurso de la misma o bien una vez entronizado el régimen franquista. Las consecuencias nocivas que tuvo esa emigración para la cultura española son conocidas. Sin embargo, resultan esporádicas las inquisiciones en torno al efecto que el exilio representó para nuestro continente y, en especial, para esos dos destinos a los que se dirigieron mayoritariamente los emigrados: Argentina y México.
El enfoque que aquí se promueve apunta a la presencia auspiciosa de los peninsulares en estas tierras, dimensión que suele quedar obnubilada por los estragos de la expatriación. Sin ánimo de opacar los trastornos y los desgarramientos que implica abandonar el propio espacio y renunciar a un ámbito de pertenencia, el convite prefirió restituir la vertiente beneficiosa de tan traumática experiencia, que permitió a América Latina recibir el impulso intelectual y artístico de los emigrados. Aunque el afán abarcador se vuelve tentación difícil de conjurar, fue necesario recortar los alcances de la iniciativa y restringirla a la filosofía y las redes solidarias y académicas que se desplegaron para recibir a los transterrados. El neologismo acuñado por José Gaos se convierte en eje vertebrador de un léxico en cuya modificación se enraíza la posibilidad de tornar a la filosofía hispana en “pensamiento de lengua española”, decisión que define los trabajos que conforman la primera parte de este conjunto.
El segundo segmento compete a los modos de vinculación de los transterrados y, como en el plano filosófico, las diferencias entre quienes llegaron a México y quienes arribaron a la Argentina son sustanciales. La política oficial de recepción implementada por el presidente Lázaro Cárdenas –con el auxilio de intelectuales notables como Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas y Fernando Gamboa– no se corresponde con nada semejante por parte de los gobiernos conservadores argentinos, que no obstante permiten la presencia de académicos españoles en las universidades del país gracias a los vínculos promovidos por organizaciones como la Institución Cultural Española de Buenos Aires (ICEBA). En otro orden de circulación se inscriben la política de traducciones –más significativa en México–, la difusión de la cultura filosófica y filológica alemana como resultado de este impulso traslaticio y la publicación de textos de republicanos españoles –más cuantiosa en Buenos Aires– a través de editoriales de arraigo peninsular e incluso de capitales mayoritariamente hispanos.
En este punto me permito deslizar un lamento. Si bien en las jornadas intervinieron José Luis De Diego –quien trazó un extenso y muy documentado panorama de la edición en Argentina y México– y Patricia Artundo –quien destacó los vínculos de Brasil con revistas impulsadas por los exiliados españoles en Buenos Aires–, por compromisos previos no pudieron ofrecer sus artículos para la presente colección. La relevancia de las editoriales y de las publicaciones periódicas en el sostenimiento de la cultura hispana en el transtierro y en el entramado de redes latinoamericanas que exceden los contornos exclusivamente hispánicos reclama una atención que complemente el estudio sobre traducción y circulación y demanda la continuidad de este empeño.
Antes de justificar la articulación de los textos congregados dejo asentada mi gratitud con dos personas que operaron como artífices de las jornadas. Uno de ellos es Antolín Sánchez Cuervo, colega madrileño a quien conocí hace unos años en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), adonde me invitó a conversar sobre estos temas, y con quien mantuvimos un contacto cordialísimo que me habilitó a solicitarle sugerencias de posibles participantes en el encuentro. La otra figura reunificadora es Clara Lida, a quien no conozco personalmente, pero con la cual establecí un intercambio de emails –sería excesivo decir “epistolar”, aunque estimo que es un adjetivo más propicio para nuestro diálogo— anclado en el reconocimiento y el afecto a esas ejecutantes mayores de la crítica literaria en lengua hispana que fueron María Rosa Lida y Ana María Barrenechea. Partícipe entusiasta de la reunión desde la virtualidad obligada, proveedora de sugerencias de invitados y de acicates intelectuales –como lo admite la cita reiterada que recibe en la bibliografía de los trabajos que siguen–; a trueque de favores y confianza quisiera dedicarle a Clara este volumen.
Pensamiento de lengua española
La relación del humanismo crítico con América, establecida desde el siglo XVI por la Escuela de Salamanca que mostró la pobreza argumental y política de la razón de Estado española, justifica que el texto de Antolín Sánchez Cuervo sea el punto de partida de un itinerario en el que es posible reconocer una circularidad garantizada por el hispanismo como fenómeno amplio: ¿adónde corresponden las producciones de los emigrados españoles? Es la misma pregunta con que César Núñez, en el último capítulo de la serie, se mantiene indeciso respecto de la tradición en la cual se insertan las obras de Luis Seoane, demasiado gallegas para ser españolas, desarrolladas en un contexto demasiado argentino para ser gallegas. Sin embargo, sería simplista definir el círculo solamente en función del inicio y el final del recorrido. También corresponde reconocer la pertinencia de la figura en los puntos intermedios, los que pautan la relación de los filósofos humanistas con las redes solidarias de intelectuales –el ICEBA, el Centro Gallego porteño– y con las instituciones de enseñanza –el colegio Luis Vives en México, las universidades argentinas permeables al saber peninsular–, como asimismo los que confirman la precisión geométrica en la circulación de ideas y textos, en la impregnación del krausismo alemán en ciertos fenómenos americanos como el yrigoyenismo,[3] en la traducción de la filosofía germánica cumplida por tantos españoles, de los cuales Sánchez Cuervo elige detenerse en las versiones de Wilhelm Dilthey provistas por Eugenio Ímaz.
A la Escuela de Salamanca le siguen –en el ordenamiento que establece “El exilio filosófico en México y la tentativa de un humanismo crítico”– cuatro siglos más tarde la Escuela de Madrid, orientada por José Ortega y Gasset, y la Escuela de Barcelona, menos propicia a plegarse a un nombre rector que reconocible en “tono y estilo” en los que resuena la “comunidad de razón” que impregna a filósofos como Eduardo Nicol, Jaume Serra Hunter y Joaquín Xirau. En el grupo capitalino, en cambio, se alistan dos discípulos orteguianos como José Gaos y María Zambrano. Gaos será convocado de forma reiterada en el libro: por su papel de impulsor de la filosofía latinoamericana –en la que recupera el papel de los jesuitas, como destaca Andrés Lira, y modela a multitud de discípulos, entre ellos Leopoldo Zea, sobre quien Andrés Kozel limita la incidencia del maestro–, por su función de traductor –revisada puntualmente por Andrea Pagni–, por su escritura intimista en la que practica una eudemonología interpelada por Aurelia Valero Pie en un texto que equilibra la emoción del descubrimiento con la belleza de la escritura.
La apelación al juego de palabras le permite a Sánchez Cuervo evaluar los aportes de cada uno de los nombres convocados en su artículo al “pensamiento de lengua española”, categoría inventada por Gaos para definir los modos asistemáticos de filosofía que encontraba en Latinoamérica, proclives antes a las veleidades del ensayo que al rigor del tratado. Esa afición al retruécano habilita al autor a provocar a la etimología para concluir que “humanismo sería entonces el ‘humus’ del que se alimenta para ofrecer respuestas al siniestro panorama cultural y político que ha dejado tras de sí la violencia europea”.
Ambrosio Velasco Gómez ofrece un ajuste a tal versión del humanismo cuando declara que, en la sucesión salmantina, corresponde atribuir a América la prosperidad de la tendencia: “Fue en el exilio, en tierras americanas, donde los republicanos exiliados descubrieron la existencia de una centenaria tradición humanista y republicana común a España, a México, y en general a Iberoamérica”. Los escogidos para demostrarlo son José Manuel Gallegos Rocafull, Adolfo Sánchez Vázquez y Carmen Rovira, sin renunciar a la sombra omnipresente de Gaos, que acude aquí con una tercera creación, añadida al neologismo transtierro y a la promoción del “pensamiento de lengua española”: la certeza de que España se ha convertido en la “última colonia de sí misma” al encerrarse en el autoritarismo del general Francisco Franco, sostenido en un catolicismo intolerante muy alejado del cristianismo que encenderá del otro lado del Atlántico las promesas de la Teología de Liberación hacia la década de 1960.
Pero es la latinoamericanización de Gaos la que campea en este estudio, aquella que complementa el magisterio orteguiano que recuperaba Sánchez Cuervo, ahora con la frecuentación de filósofos mexicanos como Antonio Caso, José Vasconcelos, Samuel Ramos y Alfonso Reyes. El mismo proceso impacta sobre los otros pensadores emigrados. Así, la mirada de Gallegos Rocafull sobre el “choque” civilizatorio y los efectos del mismo para ambas partes involucradas, se aproxima sin sospecharlo a lo que desde 1940 el antropólogo cubano Fernando Ortiz consagraba como “transculturación”, dispensando un término de feliz descendencia en la crítica latinoamericana, cuya continuidad es comprobable de Mariano Picón-Salas a Ángel Rama y más allá.[4]
Sánchez Vázquez, por su parte, desarrolla su tesis Filosofía de la praxis bajo la orientación de Gaos, propuesta que Velasco juzga “como una versión marxista del humanismo republicano iberoamericano radicalizado”, en tanto avatar novedoso del humanismo en la expatriación. Carmen Rovira, a su vez, recupera el papel de la Escuela de Salamanca en la independencia de México, en cuya tradición incluye a los jesuitas expulsados por Carlos III en 1767. Es ella también, como recuerda Velasco, quien remarca que la filosofía del siglo XX en Hispanoamérica fue espoleada y modelada por ideas extrañas como el liberalismo y el positivismo, en consonancia con lo que en 1973 Roberto Schwarz diagnostica en una suerte de manifiesto de enorme reconocimiento y profusa citación: “As ideias fora de lugar”.[5] En la coincidencia de juicio en que concurren una española emigrada en los años 30 que recupera una tradición secular y un brasileño informado en la teoría literaria más novedosa de los años 70 es posible incorporar a Brasil a un espacio que, para emplear un adjetivo más inclusivo –aunque seguramente todavía impropio, a los fines de dar cuenta de todo el espesor cultural continental–, prefiero desprender de su adhesión obstinadamente hispana para proclamar “latinoamericano”.
Andrés Lira ubica a Gaos como un “empatriado” en México: no solamente adquiere la ciudadanía en 1941 sino que se entrega a formar profesionales de la filosofía como los ya referidos Zea y Rovira, Luis Villoro, Victoria Junco Posadas, la caribeña Monalisa-Lina Pérez Marchand, Edmundo O’Gorman y quienes serán editoras de algunos volúmenes de sus obras: Vera Yamuni y Elsa Cecilia Frost. Semejante núcleo intelectual se consolida en el Seminario para el estudio del pensamiento en los países de habla española, desarrollado en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México a partir de 1941. Del empeño en ese objeto de estudio resulta asimismo la Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea, publicada por la editorial Séneca (creada por el también emigrado José Bergamín) en 1945.
El libro inicia con las Cartas eruditas y curiosas (1744) de Benito Feijoo, quien se obstina en preguntarse sobre el atraso de España en las ciencias naturales, reflexión que se extrapola al cabo de los dos siglos que cubre el recuento organizado por Gaos a la situación de la filosofía en lengua hispana. El cierre lo proveen los nombres de Francisco Romero y del polígrafo Alfonso Reyes, de quien se seleccionan páginas de El deslinde, libro autoproclamado como “prolegómenos a una teoría literaria”. La amplitud discursiva que comprende el pensamiento de lengua española involucra a Sor Juana Inés de la Cruz y a Carlos de Sigüenza y Góngora: si Gaos consideraba que la Libra Astronómica y Filosófica de este autor era una cumbre de la filosofía del siglo XVII, el texto de Ramón Iglesia sobre la mexicanidad del catedrático de la Universidad de México en tiempos del Virreinato de Nueva España arrastra ineludibles resonancias de la hipótesis simétrica de Pedro Henríquez Ureña por la mexicanidad del comediógrafo Juan Ruiz de Alarcón, tan resistida por algunos críticos posteriores.[6] Del papel de Sigüenza y Góngora se desprende no solamente el carácter histórico que Gaos insiste en reponer a la filosofía –circunstancia que Lira destaca mediante la restitución permanente del término “histórico” entre guiones– sino también la recuperación de los jesuitas (orden a la cual había pertenecido el intelectual novohispano) expulsados en 1767 de los territorios americanos bajo dominio español.[7]
En la contemporaneidad estricta, Gaos destaca los nombres de Antonio Caso y José Vasconcelos como filósofos sistemáticos, y añade a Risieri Frondizi entre los autores relevantes. Este último había invitado a Gaos para sumarse al Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Tucumán que dirigía en 1938, pero la oferta no se materializó (los avatares de este proceso son reconstruidos por Lira con admirable precisión). Entre los españoles que habían abandonado la península, se inclina por Nicol y García Bacca, quien partiría a Venezuela a raíz de la mudanza de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM desde el centro de la ciudad de México hacia la Ciudad Universitaria, según explica una anécdota deliciosa sobre las inclinaciones peripatéticas de este compañero predilecto de Gaos. El alejamiento del colega y la salida de El Colegio de México en 1955, a partir de su nombramiento como catedrático en la UNAM, definen un estado de ánimo que corresponde al siguiente capítulo indagar pormenorizadamente.
Es así como, en “Perennizar el instante”, Aurelia Valero Pie renuncia momentáneamente a la visión sistemática que se le confirió hasta aquí al filósofo para detenerse en sus diarios y aforismos, esas formas discursivas menores que operan como condensación del pensamiento circunstancial frente a un quehacer sistemático al que se asigna alguna forma de trascendencia. Los cuadernos de notas, que inscriben impresiones y no vacilan ante el tono intimista, plasman con ímpetu performativo la concepción filosófica del autor y conforman una unidad esforzada ante la ruptura que significa la expatriación. Si implican un abordaje del tiempo que desafía la cronología externa al adecuarse a los ritmos biográficos, el quiebre temporal que manifiestan a través de la escritura tendiente a desbaratar las convenciones no solamente responde a la circunstancia vital del exilio sino también –y aquí Valero Pie convoca a Susan Sontag– a que en la convulsión del siglo XX “las formas tradicionales del discurso filosófico se habían quebrado”.
La intervención de Andrés Kozel retorna a las formas mayores de la filosofía gaosiana y escoge la obra previa a 1953, enfatizando el período 1941-1946 como “Fervor de Hispanoamérica”. Es el momento de revelación de lo local que se atenuará a partir de 1950. En parte, podría especular, porque Gaos se vuelve hacia las alternativas intimistas recogidas por Valero Pie. En parte, me gustaría proponer, porque el “pensamiento de lengua española” se traslada de la filosofía a otros cantos de la letra, entre los que sobresalen la literatura con sus teorizaciones neobarrocas compendiadas en La expresión americana (1957) de José Lezama Lima (poeta frecuentado por Zambrano durante su paso por Cuba), y la antropología con la ya relevada promesa contenida en el término “transculturación” que anula las fantasías aculturales de una disciplina en cuyas teorías se filtraban resabios colonialistas.
El otro aspecto que evalúa este trabajo es la discipularidad que Gaos encuentra en Leopoldo Zea y que el mexicano no tarda en relativizar, prefiriendo a esa fuente inmediata las más remotas que proveen Marcel Bataillon y Américo Castro. Kozel se empeña en reconstruir un sistema filosófico latinoamericano que tributa tanto al fervor gaosiano como al entusiasmo latinoamericanista, en el que en la sucesión de Zea se alinean Bolívar Echeverría –ecuatoriano radicado en México hasta su muerte–, Mauricio Beuchot y Samuel Arriarán y, de modo más lateral, Richard Morse, cuyo Espejo de Próspero comprueba que la perspectiva continental no depende del origen sino de la voluntad y el empecinamiento de quien la sustenta. Tal serie nominal, que duplica y complejiza el vínculo Gaos-Zea, ejercita en el estilo del autor el gusto por las analogías musicales en que el vibrato y la coloratura revelan un oído exquisito para la cadencia del texto no menos que para las disonancias que confirman la tentativa de temperar el clave/la clave en que discurre la prosa de ideas americana.
Modos de circulación
La segunda parte del libro se entrega menos a la consideración puntual de las obras que a las posibilidades, alcances y estrategias de circulación de las mismas, sin resignar el papel mediador que tuvieron los emigrados españoles respecto de otras culturas; al contrario, enfatizándolo y extendiéndolo. El artículo de Miranda Lida repone el trazado de redes universitarias y la función de la Institución Cultural Española de Buenos Aires (ICEBA) en el exilio de las élites científicas peninsulares. Es el texto que postula, con declarada voluntad contrastiva que también asiste al escrito de Pagni, las diferencias entre los casos mexicano y argentino que comienzan en la recepción disimétrica que cada país deparó a los expatriados. Nombres resonantes en las ciencias sociales y el sistema educativo argentino, como los de Rafael Vehils y Risieri Frondizi, adquieren perfiles definidos que hasta ahora permanecían imprecisos: Vehils fue no solamente promotor editorial de Sudamericana sino presidente del ICEBA; Frondizi se desempeñó como memorable rector de la Universidad de Buenos Aires a fines de los años 50 como resultado de la experiencia iniciada en la Universidad de Tucumán, donde condujo un departamento que recibió a Manuel García Morente e invitó a Gaos para una estadía que finalmente no logró concretarse.
Es cierto que los contactos de la ICEBA, aunque se extendieron a casas de estudio de Mendoza y Santa Fe, fueron más directos y relevantes con la Universidad de Buenos Aires y es probable que, como en el caso de los artistas plásticos desterrados,[8] hayan montado mecanismos sobre engranajes que ya estaban bien lubricados para el momento en que, a raíz de la Guerra Civil, debieron operar como redes de contención. El vínculo de la ICEBA con la UBA comenzó en 1914, cuando Ramón Menéndez Pidal acudió a inaugurar la cátedra de Cultura Española. Ese mismo año, en Madrid, el catedrático había creado el Centro de Estudios Históricos que operaría como modelo para el Instituto de Filología Hispánica de la UBA, fundado en 1923, durante el período 1927-1946 en que fue dirigido por Amado Alonso –también responsable de la revista que seguía los lineamientos del centro madrileño–, cuyo nombre lleva actualmente. Un caso bastante diverso pero que derivaría en la creación del Instituto de Historia de España de la UBA que hoy lo homenajea es el de Claudio Sánchez Albornoz, quien se integró inicialmente a la Universidad de Cuyo, la que también acogió al etimólogo Juan Corominas y al músico Manuel de Falla.
Así como Lida se ocupa de los contactos entre universitarios desterrados, Jorge de Hoyos repone la figura del exiliado republicano sin títulos ni ventajas de inserción; a su vez, frente al recorte argentino de Lida, el contexto de Hoyos es el mexicano. No obstante, en ambos ejemplos sobrevuelan esos impertinentes juicios de valor a los que los dos autores se muestran renuentes, que pretenden resumir en términos como “éxito” o “fracaso” una experiencia de vida desasosegada. Los peninsulares que se radicaban en Ciudad de México o sus inmediaciones –el mayor porcentaje se concentró allí y evitó desplazarse por otras zonas del país– debían enfrentarse a la figura resistida de los “gachupines” que representaban la emigración previa, encarada con un propósito de prosperidad económica; en tren de simplificaciones discriminatorias no faltaron, como subraya el autor, asociaciones entre los españoles del siglo XX y los que habían participado de la empresa conquistadora de Cortés en el siglo XVI. Tampoco los recién llegados se adaptaron fácilmente al nuevo destino, y abundan los testimonios hispanos que Hoyos consultó en los que los mexicanos son despreciados por su aspecto mientras se promueven formas de sociabilidad hispana cerradas que desdeñan los cafés locales y se resisten a consumir la comida autóctona. Una de las estrategias implementadas para mantener las tradiciones de origen fueron los colegios, entre los que destaca el Instituto Luis Vives que resguardaba la fonética y las formas dialectales de las zonas de procedencia, aunque en los años 70 se reconvirtió, aliviando su función conservadora para privilegiar la protectora de recibir a los hijos de exiliados argentinos y chilenos que abandonaban sus países arrasados por la represión de las dictaduras.
Los modos de enseñanza son uno de los avatares de la vida cultural en la emigración. Lo que el Instituto Luis Vives evidencia para los ciudadanos comunes se replica en el orden universitario en el desarrollo de seminarios de corte alemán en La Casa de España, devenida en breve El Colegio de México, como verifica el estudio de Nikolaus Werz, entregado a rastrear la recepción de la filosofía y la cultura alemanas en España, las que serían trasladadas a América por los intelectuales expatriados. El papel de Ortega y Gasset –más relevante en España– y de Gaos –confirmado como figura señera de América– abre un diálogo promisorio que convierte al texto en bisagra de dos indagaciones: la filosófica, que reserva a las producciones latinoamericanas el carácter ensayístico que impregna los Motivos de Proteo de José Enrique Rodó, ya anticipado por un ejemplo español como Del sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno y transitado por los artículos de la primera parte; la traslaticia, que suma a los recorridos versátiles de las ideas el soporte que les provee la traducción, inmediatamente relevado por el texto siguiente. Paradójicamente, las traducciones que pusieron a los filósofos alemanes al alcance de los latinoamericanos fueron solventadas y difundidas por editoriales mexicanas, encabezadas por Fondo de Cultura Económica (FCE), las mismas que eran rechazadas con grosería inaudita por Ortega en la cita que rememora Werz: el día en que los latinoamericanos se ocuparan de la edición en lengua española “se volvería una cena de negros”.
Andrea Pagni asume un enfoque comparativo como el que asiste los trabajos de Lida y Hoyos. Su revisión del “aparato de importación cultural” muestra el relieve diferencial que registraron las políticas públicas, las que fomentaron el desarrollo de una editorial de respaldo estatal en México con el FCE, mientras quedaron libradas a la iniciativa privada en la Argentina (aunque conviene recordar los casos de Eudeba desde fines de los años 50 y Ediciones Culturales Argentinas desde los 60 para atenuar el rigor de la división). Lo cierto es que el FCE inició sus colecciones de antropología y filosofía en virtud de la disponibilidad de traductores entre los exiliados, quienes conocían la cultura europea –especialmente la germánica en que campean entre multitud de nombres los historiadores Ranke y Burckhardt, los filósofos Hegel y Heidegger, los sociólogos Weber y Mannheim– y manejaban la lengua alemana al punto de promover lo que Javier Garciadiego, citado por la autora, declara la “occidentalización” del México posrevolucionario.
El texto de Pagni abunda en revelaciones y observaciones precisas. Así, se asombra ante la circunstancia de que en vez de destacar la labor traductora de los exiliados españoles se haya preferido discutir su nivel de acierto (y el ejemplo de Pedro Scaron trasladando al español El Capital tras la labor inicial de Wenceslao Roces es un caso notable; no hay que perder de vista que detrás de los nombres late cierta rivalidad entre Siglo XXI, la editorial que publica a Scaron, y el FCE que difundió a Roces).[9] Por otra parte, restituye la arqueología del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, surgido como Centro de Traducción por el cual pasó el español Agustín Millares Carlo, el mismo que registró un tránsito fugaz como director del Instituto de Filología de la UBA a mediados de los años 20. Asimismo, plantea los temas pendientes en la agenda del estudio de la traducción en América Latina, entre los cuales destaca la identificación de la variedad del español empleada en cada caso. En el orden de las preferencias personales, no exentas de vinculación con el propósito de este volumen, quisiera subrayar el carácter extraordinario de Mimesis, esa excepcional memoria de la representación de la realidad en la literatura occidental que cumple Erich Auerbach durante su exilio en Turquía a comienzos de los años 40, acosado por el nazismo que crecía desde su Alemania natal y se expandía por toda Europa. Ante la desolación de perder la lengua y la biblioteca, Auerbach se entregó con amorosa paciencia a recomponer la cultura que estaba siendo devastada. La versión de Mimesis publicada por el FCE es obra de Eugenio Ímaz, cuyo destierro –al cabo de la frecuentación minuciosa de esa obra cautivadora– no tuvo la culminación apasionada del erudito berlinés sino la que conduce a la decisión desesperada del suicidio.
La puntualización que cumple Pagni sobre la editorial Nova como uno de los espacios de traducción en la Argentina enlaza con el último texto del conjunto, el de César Núñez. La figura de Luis Seoane, nacido en la Argentina, trasladado a Galicia en la adolescencia y luego arrancado de esa tierra por la virulencia de la Guerra Civil, corresponde a la de un intelectual de múltiples recursos y dotes. Escritor, responsable de editoriales, ilustrador de portadas para Losada, pintor, fundador de revistas como Correo Literario, Cabalgata y De Mar a Mar, también es múltiple su desplazamiento: de la Argentina natal, de la península, de la región dentro de la península. La traducción, una de sus actividades, se vuelve casi previsible a partir de la diglosia en que sobrevive, la que también favorece –a raíz de la proximidad del gallego con el portugués– sus contactos con los brasileños Newton Freitas y Lídia Besouchet, a quienes convida a sus publicaciones periódicas y con los que se empeña en difundir la cultura brasileña en el Cono Sur.[10]
Núñez ubica a Seoane en tanto promotor de un canon gallego desde su partipación en Emecé, la creación de Nova y la sociedad con el poeta Arturo Cuadrado. Excesivamente ilusionado, Seoane cree que a partir del fin de la Segunda Guerra mundial es inminente la caída de Franco y comienza a alucinar un regreso urgente que no ocurre. Asentado en Buenos Aires, donde dirige la revista del Centro Gallego, y sin renunciar a las experiencias editoriales, se lanza al teatro –caracterizado por Núñez como “literatura menor”, una alternativa de disminución adicional frente al uso de una lengua minorizada como el gallego– y rescata de la teoría de Bertolt Brecht la inserción de recursos novedosos para la escena. Tales ejercicios artísticos, sumados a la poesía que escribe en gallego, basculan en un lugar indecidible frente a cualquier adscripción: los gallegos los atribuyen a la producción española, los españoles los adjudican a las nacionalidades que –a regañadientes y con altibajos– admiten en la península, los argentinos no los reconocen como propios. El final del artículo es tan propicio como cierre del recorrido del libro que no cabe más que citarlo:
En algún sentido, estas obras siguen en el exilio. Demasiado “ibéricas” para ser argentinas, demasiado gallegas para ser españolas, demasiado hispánicas para ser gallegas, han quedado en ningún lado. Desgajadas, después de todo, del ámbito desterrado en el que fueron escritas. Han quedado en un exilio que, como todo exilio, no tiene fin, porque el desgarro del que son testimonio no tiene reparo.
- Universidad de Buenos Aires – Facultad de Filosofía y Letras (INDEAL).↵
- Quiero dejar constancia del agradecimiento al soporte virtual –exigido por la suspensión de actividades presenciales dispuesta para el año 2020 en el marco de la inédita pandemia— que proveyó para los cuatro días el Centro Cultural “Paco Urondo” de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Diego Villarroel, responsable técnico del CCPU, soportó que yo lo incordiara con cuestiones prácticas que, como es frecuente en nuestro diálogo, transitan por el humor y convocan invariablemente el afecto que surgió no de una reunión académica sino del trato habitual en las aulas, que es la experiencia que más he ansiado recuperar a lo largo de ese año confuso.↵
- Sobre el papel del krausismo en la cultura del Cono Sur, hay un documentado libro de A. Roig, Los krausistas argentinos. Buenos Aires: El Andariego, 2007.↵
- Si en el caso de Picón-Salas el concepto de “transculturación” llega a titular un capítulo de De la Conquista a la Independencia. Tres siglos de historia cultural latinoamericana (México: Fondo de Cultura Económica, 1944), en la recuperación de Rama alcanza a imponerse en Transculturación narrativa en América Latina (Buenos Aires: El Andariego, 2008 [1982]). El punto de partida era el prodigioso ensayo de Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar.↵
- El texto, cuya publicación original se produjo en una revista, pasó desde entonces a integrarse como prólogo al libro de Schwarz Ao vencedor as batatas en que se ocupa de la obra inicial de Joaquim Maria Machado de Assis (São Paulo: Duas Cidades-Editora 34, 2008, pp. 9-31).↵
- Cfr. Margit Frenk, prólogo a Juan Ruiz de Alarcón, Comedias. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982, pp. IX-XXIX.↵
- Este interés por los jesuitas es desarrollado en los mismos años 40 por Mariano Picón-Salas, para quien se trata de los primeros intelectuales de América (De la Conquista a la Independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana. México, Fondo de Cultiura Económica, 1944). Décadas más tarde, Ana Pizarro recupera el punto de partida del interés de Gaos por la Compañía de Jesús, cuando establece que se trata de los primeros exiliados americanos. Cfr. Ana Pizarro (org.). La literatura latinoamericana como proceso. Buenos Aires, CEAL, 1985).↵
- D. Wechsler. “Melancolía, presagio y perplejidad. Los años 30, entre los realismos y lo surreal”. Territorios de diálogo. España-México-Argentina (1930-1945). Buenos Aires: Fundación Mundo Nuevo, 2006, pp. 17-33.↵
- Las razones de la rivalidad se remontan a la salida intempestiva de Arnaldo Orfila Reynal de su cargo como director del FCE y la inmediata fundación de Siglo XXI. Puede consultarse una versión detallada del episodio en G. Sorá. Editar desde la izquierda en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI, 2017.↵
- D. de Oliveira Diniz y L. Rangel. “Intercambios y traducciones: Benjamín de Garay y Raúl Navarro/ Newton Freitas y Lídia Besouchet”. Marcela Croce (dir.). Historia comparada de las literaturas argentina y brasileña. Tomo IV: De la vanguardia a la caída de los gobiernos populistas (1922-1955). Villa María: Eduvim, 2017, pp. 359-406.↵